martes, 22 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 13-15

13
El enigma

Al día siguiente trasladaron a Katie al Hospital San Mungo de Enfermedades y
Heridas  Mágicas.  A  esas  alturas  la  noticia  de  que  le  habían  echado  una
maldición  se  había  extendido  por  todo  el  colegio,  aunque  los  detalles  eran
confusos y parecía que nadie, excepto Harry, Ron, Hermione y Leanne, se había
enterado de que Katie no era la destinataria del ataque.
—Sólo lo sabemos nosotros y Malfoy —insistía Harry a sus dos amigos, que
seguían con su nueva política de fingir sordera cada vez que él mencionaba su
teoría de que Malfoy era un mortífago.
Harry no sabía si Dumbledore regresaría a tiempo para la clase particular
del  lunes  por  la  noche,  pero,  puesto  que  nadie  le  había  dicho  lo  contrario,  se
presentó en el despacho del director a las ocho en punto. Llamó a la puerta y
Dumbledore  lo  hizo  pasar.  El  anciano,  que  estaba  sentado  a  su  mesa,  parecía
muy cansado; tenía la mano más negra y chamuscada que antes, pero sonrió y
le indicó que se sentara. El pensadero volvía a reposar en la mesa y proyectaba
motas plateadas de luz en el techo.
—Has  estado  muy  ocupado  durante  mi  ausencia  —dijo  Dumbledore—.
Tengo entendido que presenciaste el accidente de Katie.
—Sí, señor. ¿Cómo se encuentra?
—Todavía no se siente bien, aunque podríamos decir que tuvo suerte. Al
parecer, el collar apenas le rozó la piel a través de un diminuto roto que tenía
uno  de  sus  guantes.  Si  se  lo  hubiera  puesto  o  lo  hubiese  cogido  con  la  mano
desnuda,  quizá  habría  muerto  al  instante.  Por  fortuna,  el  profesor  Snape
consiguió impedir una rápida extensión de la maldición...
—¿Por  qué  él?  —se  apresuró  a  preguntar Harry—.  ¿Por  qué  no la  señora
Pomfrey?
—Impertinente  —musitó una débil voz procedente de uno de los retratos
que había en la pared, y Phineas Nigellus Black, el tatarabuelo de Sirius, levantó
la  cabeza  que  hasta  ese  momento  tenía  apoyada  sobre  los  brazos  fingiendo
dormir—. En mis tiempos, yo  no habría permitido que un alumno cuestionara
el funcionamiento de Hogwarts.

—Gracias,  Phineas  —dijo  Dumbledore,  condescendiente—.  El  profesor
Snape sabe mucho más de artes oscuras que la señora Pomfrey, Harry. En fin, el
personal de San Mungo me envía informes cada hora y confío en que Katie se
recuperará del todo a su debido tiempo.
—¿Dónde ha pasado el fin de semana, señor?  —cambió de tema Harry sin
tener en cuenta que estaba desafiando la suerte, una sensación compartida por
Phineas Nigellus, que murmuró algo entre dientes.
—Prefiero no revelártelo todavía. Sin embargo, te lo diré en su momento.
—¿De verdad? —dijo Harry con un sobresalto.
—Sí,  eso  espero  —repuso  Dumbledore  mientras  sacaba  otra  botella  de
recuerdos  plateados  de  su  túnica  y  quitaba  el  tapón  con  un  golpecito  de  la
varita.
—Señor, en Hogsmeade me encontré con Mundungus...
—¡Ah, sí! Ya me he enterado de que ha tratado tu herencia con despreciable
mano  larga  —repuso  el  director,  y  arrugó  un  poco  la  frente—.  Desde  que
hablaste con él delante de  Las Tres Escobas no ha salido de su escondite; creo
que le da miedo presentarse ante mí. Sin embargo, no volverá a llevarse ningún
otro objeto personal de Sirius, descuida.
—¿Que  ese  sarnoso  sangre  mestiza  ha  estado  robando  las  reliquias  de  la
familia  Black?  —saltó  Phineas  Nigellus,  y  se  marchó  muy  indignado  de  su
retrato, sin duda para trasladarse al que tenía en el número 12 de Grimmauld
Place.
—Profesor —dijo Harry tras una breve pausa—, ¿le ha contado la profesora
McGonagall lo que le dije sobre Draco Malfoy después de que Katie sufriera el
accidente?
—Sí, Harry, me ha hablado de tus sospechas.
—¿Y usted...?
—Tomaré  todas  las  medidas  oportunas  para  investigar  a  cualquiera  que
haya podido estar relacionado con el accidente de Katie. Pero lo que ahora me
preocupa, Harry, es nuestra clase.
El  muchacho  se  sintió  contrariado  ante  esa  última  frase:  si  sus  clases
particulares  eran  tan  importantes,  ¿por  qué  había  habido  un  lapso  tan  largo
entre la primera y la segunda? Sin embargo, no hizo más comentarios acerca  de
Draco Malfoy. Dumbledore vertió los nuevos recuerdos en el pensadero y éstos
empezaron a arremolinarse en la vasija de piedra que el anciano sujetaba con
sus largas y delgadas manos.
—Recordarás que dejamos la historia de los inicios de lord Voldemort en el
momento  en  que  el  apuesto  muggle,  Tom  Ryddle,  había  abandonado  a  su
esposa  bruja,  Mérope,  y  regresado  a  su  casa  natal  de  Pequeño  Hangleton.
Mérope  se  quedó  sola  en  Londres,  embarazada  del  hijo  que  un  día  se
convertiría en lord Voldemort.
—¿Cómo sabe que estaba en Londres, señor?
—Por  el  testimonio  de  un  tal  Caractacus  Burke,  quien,  por  una  extraña
coincidencia, también ayudó a encontrar el collar de ópalos del que acabamos
de hablar.
El  director  de  Hogwarts  se  puso  a  remover  el  contenido  del  pensadero
como Harry ya le había visto hacer anteriormente; parecía un buscador de oro
manipulando un tamiz. De la masa plateada que se arremolinaba en el interior
surgió un hombrecillo que giraba despacio sobre sí mismo; era plateado como
un  fantasma,  pero  mucho  más  consistente,  y  tenía  una  mata  de  pelo  que  le
tapaba los ojos.
—Sí,  el  guardapelo  lo  adquirimos  en  curiosas  circunstancias  —explicó  el
hombrecillo—. Lo trajo una joven bruja poco antes de Navidad. ¡Oh, sí, de eso
hace  ya  muchos  años!  Dijo  que  necesitaba  desesperadamente  el  oro;  bueno,
saltaba a la vista: se cubría con harapos y estaba muy avanzada... Quiero decir
que iba a tener un bebé. Asimismo, dijo que ese guardapelo había pertenecido a
Slytherin.  Bueno,  estamos  hartos  de  escuchar  historias  semejantes:  «Sí,  se  lo
aseguro, ésta era la tetera favorita de Merlín.» Pero cuando lo examiné, vi que
realmente tenía la marca de Slytherin, y bastaron unos sencillos hechizos para
comprobar  que  la  joven  decía  la  verdad.  Como  es  lógico,  eso  convertía  aquel
objeto en algo de valor incalculable, aunque ella parecía no tener ni idea de lo
que  valía.  Pero  se  quedó  satisfecha  con  los  diez  galeones.  ¡Jamás  habíamos
hecho un negocio tan bueno!
Dumbledore le dio una enérgica sacudida al pensadero, y Caractacus Burke
volvió a sumergirse en los remolinos de recuerdos de los que había salido.
—¿Sólo  le  dio  diez  galeones  por  el  guardapelo?  —preguntó  Harry,
indignado.
—La generosidad no era la virtud más destacada de Caractacus Burke  —
comentó Dumbledore—. Así pues, sabemos que hacia el final de su embarazo,
Mérope  vivía  sola  en  Londres  y  necesitaba  oro;  estaba  suficientemente
desesperada para vender su única posesión valiosa, el guardapelo, una de las
preciadas reliquias de familia de Sorvolo.
—¡Pero  si  ella  era  una  bruja!  —se  impacientó  Harry—.  Podría  haber
conseguido comida y todo lo que necesitara mediante magia, ¿no?
—Hum,  quizá  sí.  Pero,  en  mi  opinión,  cuando  su  esposo  la  abandonó,
Mérope dejó de emplearla. Una vez más conjeturo, pero creo que tengo razón.
Supongo que ya no quería seguir siendo bruja. También cabe la posibilidad, por
supuesto, de que su amor no correspondido y su posterior desmoralización le
socavaran los poderes; a veces ocurre. En cualquier caso, como estás a punto de
ver, Mérope ni siquiera quiso levantar la varita mágica para salvar su vida.
—¿Ni siquiera quiso hacerlo por su hijo?
—¿Acaso  te  compadeces  de  lord  Voldemort?  —repuso  Dumbledore
arqueando las cejas.
—No, pero ella podía elegir, ¿no? No como mi madre...
—Tu  madre  también  pudo  elegir  —replicó  Dumbledore  con  serenidad—.
Sí, Mérope Ryddle eligió la muerte pese a tener un hijo que la necesitaba, pero
no  la  juzgues  de  manera  precipitada,  Harry.  Estaba  muy  debilitada  como
consecuencia  de  un  prolongado  sufrimiento,  y  nunca  tuvo  el  coraje  de  tu
madre. Y ahora, si haces el favor de ponerte en pie...
—¿Adónde  vamos? —preguntó el muchacho cuando el director se colocó a
su lado, delante de la mesa.
—Esta  vez  entraremos  en  mi  memoria.  Creo  que  la  encontrarás  rica  en
detalles y satisfactoriamente exacta. Tú primero, Harry.
Harry  se  inclinó  sobre  el  pensadero;  su  cara  atravesó  la  fría  superficie  de
recuerdos y el muchacho empezó a caer, rodeado de oscuridad. Segundos más
tarde,  sus  pies  tocaron  tierra;  abrió  los  ojos  y  vio  que  se  hallaban  en  una
ajetreada calle de Londres, varios años atrás.
—Mira,  ahí  estoy  —dijo  Dumbledore  con  tono  jovial,  señalando  a  una
figura de elevada estatura que cruzaba la calle por delante de un carro de leche
tirado por un caballo.
El largo cabello y la barba de aquel Albus Dumbledore más  joven eran de
color  caoba.  Echó  a  andar  por  la  acera  a  paso  largo,  y  su  llamativo  traje  de
terciopelo morado atraía las miradas.
—Bonito  traje,  señor  —observó  Harry,  pero  el  anciano  director  de
Hogwarts  se  limitó  a  sonreír  al  tiempo  que  ambos  seguían  de  cerca  al  otro
Dumbledore.
Por  fin  atravesaron  unas  verjas  de  hierro  y  entraron  en  un  patio
absolutamente vacío que había frente a un edificio cuadrado y sombrío, cercado
por  una  alta  reja.  El  joven  Dumbledore  subió  los  escalones  de  la  puerta
principal  y  llamó  una  vez.  Pasados  unos  instantes,  una  desaliñada  muchacha
con delantal abrió la puerta.
—Buenas tardes. Tengo una cita con la señora Cole, que, si no me equivoco,
es la directora de esta institución.
—¡Oh!  —dijo  la  chica,  perpleja  ante  el  extravagante  atuendo  del  joven
Dumbledore—.  Hum...  un  momento...  ¡Señora  Cole!  —llamó  volviendo  la
cabeza.
Harry  oyó  que  alguien  respondía  desde  dentro.  La  muchacha  miró  a
Dumbledore.
—Pase, ahora viene.
Dumbledore  entró  en  un  vestíbulo  de  baldosas  blancas  y  negras;  era  un
lugar  viejo  y  desgastado  pero  impecablemente  limpio.  Harry  y  el  anciano
Dumbledore  entraron  también,  y  antes  de  que  la  puerta  se  cerrase  tras  ellos,
una mujer flacucha y de aspecto nervioso se apresuró hacia el vestíbulo por un
pasillo. Su rostro de facciones afiladas denotaba más ansiedad que antipatía, y
mientras  se  acercaba  a  Dumbledore  miraba  hacia  atrás  hablando  con  otra
ayudanta que también llevaba delantal.
—...y  súbele  el  yodo  a  Martha;  Billy  Stubbs  ha  estado  arrancándose  las
costras  y  Eric  Whalley  ha  manchado  mucho  las  sábanas.  Sólo  nos  faltaba  la
varicela  —dijo a nadie en particular, pero entonces se fijó en Dumbledore y se
detuvo  en  seco,  observándolo  con  tanto  asombro  como  si  se  tratase  de  una
jirafa.
—Buenas  tardes  —saludó  él  y  le  tendió  la  mano.  Ella  se  quedó
boquiabierta—. Me llamo Albus Dumbledore. Le envié una carta solicitándole
una visita y usted tuvo la amabilidad de invitarme a venir hoy.
La señora  Cole  parpadeó. Tras decidir, al parecer, que Dumbledore no era
ninguna alucinación, dijo con un hilo de voz:
—¡Ah, sí! Ya... Bueno, entonces... será mejor que vayamos a mi habitación.
Lo guió hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de salita y despacho,
tan  destartalado  como  el  vestíbulo  y  cuyos  muebles  se  veían  viejos  y
desparejados. Invitó a Dumbledore a sentarse en una desvencijada silla, y ella
tomó  asiento  detrás  de  un  escritorio  cubierto  de  carpetas  y  papeles.  Parecía
nerviosa.
—Como ya le explicaba en mi carta, he venido para hablar de Tom Ryddle
y de los planes para el futuro del chico —expuso Dumbledore.
—¿Es usted familiar suyo?
—No,  yo  soy  profesor.  He  venido  a  ofrecerle  a  Tom  una  plaza  en  mi
colegio.
—¿Y qué colegio es ése?
—Se llama Hogwarts.
—¿Y por qué se interesa por Tom?
—Creemos que tiene las cualidades que nosotros buscamos.
—¿Quiere  decir  que  le  han  concedido  una  beca?  ¿Cómo  es  posible?  El
nunca ha solicitado ninguna.
—Verá, está inscrito en nuestro colegio desde que nació.
—¿Quién lo inscribió? ¿Sus padres?
No cabía duda de que la señora  Cole  era una mujer aguda y perspicaz. Al
parecer, Dumbledore también lo pensaba, porque sacó con disimulo su varita
del bolsillo del traje de terciopelo al mismo tiempo que cogía una hoja en blanco
que había encima de la mesa.
—Tome  —dijo Dumbledore, y agitó una vez la varita mientras le  tendía la
hoja—. Creo que esto se lo aclarará todo.
Los ojos de la  mujer  se desenfocaron y volvieron a enfocarse al examinar
con atención la hoja en blanco.
—Veo  que  está  todo  en  orden  —dijo  al  cabo,  y  se  la  devolvió  a
Dumbledore. Entonces su mirada se desvió hacia una botella de ginebra y dos
vasos que no estaban allí unos segundos antes—. Hum... ¿le apetece un vasito
de ginebra? —preguntó con tono afectado.
—Gracias —aceptó Dumbledore.
Pronto quedó claro que no era la primera vez que la señora  Cole  bebía  esa
clase de licor. Llenó ambos vasos con generosidad y vació el suyo de un trago.
Se relamió sin disimulo, sonrió a Dumbledore por primera vez y él no vaciló en
aprovechar su ventaja.
—¿Podría  contarme  algo  acerca  de  la  historia  de  Tom  Ryddle?  Creo  que
nació aquí, en el orfanato.
—Así  es  —confirmó  la  mujer,  y  se  sirvió  más  ginebra—.  Lo  recuerdo
perfectamente  porque  yo  también  acababa  de  llegar  a  este  lugar.  Era
Nochevieja;  nevaba  y  hacía  un  frío  tremendo.  Una  noche  muy  desapacible...
Una  muchacha  no  mucho  mayor  que  yo  subió  los  escalones  tambaleándose
(bueno, no era la primera). La acogimos y tuvo el bebé al cabo de una hora. Y al
cabo de otra, la pobre murió.  —La señora  Cole  asintió con gravedad y se echó
un buen trago al coleto.
—¿Dijo algo antes de morir? ¿Hizo algún comentario acerca del padre del
niño, por ejemplo?
—Pues sí, resulta que sí  —contestó la mujer, que parecía estar disfrutando
con la ginebra y un público interesado por su relato—. Recuerdo que me dijo:
«Espero que se parezca a su papá», y no le miento. Bueno, era comprensible que
albergara esa esperanza, porque ella no era ninguna belleza. Luego añadió que
quería que se llamara Tom, como su padre, y Sorvolo, como el padre de ella. Sí,
ya  sé  que  es  un  nombre  muy  raro,  ¿verdad?  Pensamos  que  quizá  la  chica
provenía  de  algún  circo.  Y  dijo  también  que  el  apellido  del  niño  era  Ryddle.
Poco después murió sin haber pronunciado ni una palabra más.
»Así  pues,  llamamos  al  niño  como  su  madre  había  pedido  porque  eso
parecía importarle mucho a la pobre muchacha, pero ningún Tom, Sorvolo ni
Ryddle vino nunca a buscarlo, ni ninguna otra familia, de modo que se quedó
en  el  orfanato  y  no  se  ha  movido  de  aquí  desde  entonces.  —Casi  sin  darse
cuenta,  se  sirvió  otra  ración  de  ginebra.  En  sus  prominentes  pómulos  habían
aparecido dos manchas rosa—. Es un chico extraño, la verdad —añadió.
—Sí —dijo Dumbledore—. Ya me imaginaba que lo sería.
—Ya  era  extraño  de  pequeño.  Por  ejemplo,  casi  nunca  lloraba.  Y  más
adelante, cuando creció un poco, hacía cosas... raras.
—¿Raras en qué sentido?
—Verá,  él...  —Pero  se  interrumpió.  Dumbledore  le  lanzó  una  mirada
expectante—.  ¿Seguro  que  Tom  dispone  de  una  plaza  en  ese  colegio?  —
preguntó, recelosa.
—Segurísimo.
—¿Y nada de lo que yo diga podrá cambiar eso?
—No, nada.
—¿Se lo va a llevar a pesar de todo, diga lo que yo diga?
—Diga lo que usted diga —asintió Dumbledore con gravedad.
La mujer entornó los ojos y lo escudriñó como sopesando si podía confiar
en él. Por lo visto decidió que sí, porque dijo:
—Pues la verdad es que los otros niños le tienen miedo.
—¿Quiere decir que los maltrata?
—Sospecho que sí —contestó la señora  Cole  frunciendo la frente—, pero es
muy  difícil  pillarlo  in  fraganti.  Ha  habido  incidentes...  han  sucedido  cosas
desagradables...
Dumbledore no quiso insistir, aunque  Harry advirtió su interés en aquellas
revelaciones.  Ella  bebió  otro  sorbo  de  ginebra  y  el  rubor  de  las  mejillas  se  le
acentuó.
—Billy Stubbs tenía un conejo... Bueno, Tom juró que no había sido él y yo
no  me  explico  cómo  pudo  hacerlo,  pero,  aun  así,  no  creo  que  se  ahorcara  él
sólito de una viga, ¿no?
—No, no parece posible —coincidió Dumbledore.
—Pues ya me dirá cómo subió Tom allí arriba para colgar al pobre animal.
Lo único que sé es que Billy y él habían discutido el día anterior.  —Bebió otro
sorbo y esta vez se le derramó un poco por la barbilla—. Y entonces... el día de
la excursión de verano (una vez al año los llevamos a pasear, ya sabe, al campo
o la playa), pues bien, Amy Benson y Dennis Bishop nunca volvieron a ser los
mismos,  y  lo  único  que  pudimos  sonsacarles  fue  que  habían  entrado  en  una
cueva con Tom Ryddle. Él dijo que sólo habían ido a explorar, pero sé que allí
dentro pasó algo. Y han sucedido muchas cosas más, cosas extrañas...  —Volvió
a  mirar  a  Dumbledore,  y  aunque  tenía  las  mejillas  encendidas,  su  mirada
traslucía firmeza—. Creo que nadie lamentará no volver a verlo.
—Ha  de  saber  que  no  vamos  a  quedárnoslo  para  siempre  —aclaró  él—.
Tendrá que regresar aquí, como mínimo, todos los veranos.
—Ah, bueno, mejor eso que un porrazo en la nariz con un atizador oxidado
—repuso ella hipando ligeramente. Se levantó, y a Harry le impresionó ver que
mantenía  la  compostura  pese  a  que  habían  desaparecido  dos  tercios  de  la
botella de ginebra—. Imagino que querrá verlo.
—Sí, desde luego —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
Una  vez  hubieron  salido  del  despacho,  la  señora  Cole  lo  guió  y  subieron
por  una  escalera  de  piedra;  por  el  camino  iba  repartiendo  instrucciones  y
advertencias  a  ayudantas  y  niños.  Harry  se  fijó  en  que  todos  los  huérfanos
llevaban  el  mismo  uniforme  gris.  Se  los  veía  bastante  bien  cuidados,  pero
evidentemente tenía que ser muy deprimente crecer en un lugar como aquél.
—Es  aquí  —anunció  la  mujer  cuando  llegaron  al  segundo  rellano  y  se
pararon delante de la primera puerta de un largo pasillo. Llamó dos veces con
los nudillos y entró—. ¿Tom? Tienes visita. Te presento al señor Dumberton...
Perdón, Dunderbore. Ha venido a decirte... Bueno, será mejor que te lo explique
él.
Harry  y  los  dos  Dumbledores  entraron,  y  la  señora  Cole  salió  y  cerró  la
puerta. Era una habitación pequeña y con escaso mobiliario: un viejo armario,
un  camastro  de  hierro  y  poca  cosa  más.  Un  chico  estaba  sentado  sobre  las
mantas grises, con las piernas estiradas y un libro en las manos.
En la cara de Tom Ryddle no había  ni rastro de los Gaunt. El último deseo
de Mérope se había cumplido: Tom era su apuesto padre en miniatura. Era alto
para sus once años, de cabello castaño oscuro y piel clara. El chico entornó los
ojos  mientras  examinaba  el  extravagante  atuendo  de  su  visitante.  Hubo  un
breve silencio.
—¿Cómo  estás,  Tom?  —preguntó  Dumbledore  al  cabo,  acercándose  para
tenderle la mano.
Tras vacilar un momento, el chico se la estrechó. El profesor acercó una silla
y la puso al lado de la cama, de modo que parecían un paciente de hospital y un
visitante.
—Soy el profesor Dumbledore.
—¿Profesor?  —repitió  Tom  con  desconfianza—.  ¿No  será  un  médico?  ¿A
qué ha venido? ¿Lo ha llamado ella para que me examine?
—No, por supuesto que no —repuso Dumbledore con una sonrisa.
—No le creo. Ella quiere que me examinen, ¿no es eso? ¡Diga la verdad!  —
exclamó de pronto con una voz potente que casi intimidaba.
Era una orden, y saltaba a la vista que no era la primera vez que la daba.
Fulminó con la mirada a Dumbledore, que seguía sonriendo tan tranquilo. Al
cabo de unos segundos, el chico dejó de mirarlo con hostilidad, aunque parecía
más desconfiado que antes.
—¿Quién es usted?
—Ya  te  lo  he  dicho.  Soy  el  profesor  Dumbledore  y  trabajo  en  un  colegio
llamado Hogwarts. He venido a ofrecerte una plaza  en mi colegio, en tu nuevo
colegio, si es que quieres ir.
La reacción de Tom Ryddle fue sorprendente: saltó de la cama y se apartó
cuanto pudo de Dumbledore.
—¡A mí no me engaña!  —exclamó furioso—. Usted viene del manicomio,
¿no es así? «Profesor», ya, claro. Pues no voy a ir al manicomio, ¿se entera? A la
que  deberían  encerrar  es  a  esa  vieja  arpía.  ¡Nunca  les  he  hecho  nada  ni  a  la
pequeña  Amy  Benson  ni  a  Dennis  Bishop!  ¡Puede  preguntárselo,  ellos  se  lo
confirmarán!
—No  vengo  del  manicomio  —repuso  el  profesor  con  paciencia—.  Soy
maestro, y si haces el favor de sentarte y escucharme, te hablaré de Hogwarts. Y
si al final no te interesa, nadie te obligará a ir.
—Que lo intenten —bravuconeó el chico.
—Hogwarts  —prosiguió el joven Dumbledore, haciendo caso omiso de la
bravata— es un colegio para gente con habilidades especiales.
—¡Yo no estoy loco!
—Ya sé que no lo estás. Hogwarts no es un colegio para locos. Es un colegio
de magia.
De nuevo hubo un silencio. Tom Ryddle se había quedado de piedra, con
gesto inexpresivo, pero su mirada iba rápidamente de un ojo de Dumbledore al
otro, como si intentara descubrir algún signo de mentira en uno de los dos.
—¿De magia? —repitió en un susurro.
—Exacto.
—¿Es... magia lo que yo sé hacer?
—¿Qué sabes hacer?
—Muchas cosas —musitó. Un rubor de emoción le ascendía desde el cuello
hasta las hundidas mejillas; parecía afiebrado—. Puedo hacer que los objetos se
muevan sin tocarlos; puedo hacer que los animales hagan lo que yo les pido, sin
adiestrarlos;  puedo  hacer  que  les  pasen  cosas  desagradables  a  los  que  me
molestan; puedo hacerles daño si quiero... —Le temblaban las piernas. Dio unos
pasos,  vacilante,  se  sentó  en  la  cama  y  se  quedó  mirándose  las  manos  con  la
cabeza  gacha,  como  si  rezara—.  Sabía  que  soy  diferente  —susurró  a  sus
temblorosos dedos—. Sabía que soy especial. Siempre supe que pasaba algo.
—Pues tenías razón  —dijo Dumbledore, que ya no sonreía y lo observaba
con atención—. Eres un mago.
Tom  levantó  la  cabeza,  el  rostro  demudado  en  una  expresión  de  intensa
felicidad. Sin embargo, por algún extraño motivo, eso no lo hacía más atractivo;
más  bien  al  contrario:  sus  delicadas  facciones  parecían  más  duras  y  su
expresión resultaba casi cruel.
—¿Usted también es mago?
—Así es.
—Demuéstremelo —exigió con el mismo tono autoritario de antes.
Dumbledore arqueó las cejas.
—Si aceptas tu plaza en Hogwarts, como creo que...
—¡Claro que la acepto!
—En ese caso, cuando te dirijas a mí me llamarás «profesor» o «señor».
El chico endureció las facciones una fracción de segundo, pero luego  dijo
con una voz tan educada que pareció casi irreconocible:
—Lo siento. Profesor, ¿podría demostrarme...?
Harry  creía  que  Dumbledore  no  iba  a  acceder  y  le  diría  que  ya  habría
tiempo para demostraciones prácticas en Hogwarts, porque en ese momento se
encontraban  en  un  edificio  lleno  de  muggles  y,  por  tanto,  debían  actuar  con
cautela.  Sin  embargo, se  llevó  una  sorpresa al  ver  que  Dumbledore  sacaba  su
varita mágica de la chaqueta, apuntaba al destartalado armario que había en un
rincón y la sacudía apenas.
El armario estalló en llamas.
Tom se levantó de un brinco. A Harry no le extrañó que se pusiera a gritar
de  rabia  y  espanto:  sus  objetos  personales  debían  de  estar  dentro.  Pero  en
cuanto  el  chico  se  volvió  hacia  Dumbledore,  las  llamas  se  extinguieron  y  el
armario quedó completamente intacto. Tom miró varias veces a Dumbledore y
al armario; entonces, con gesto de avidez, señaló la varita mágica.
—¿Dónde puedo conseguir una cosa de ésas?
—Todo a su debido tiempo. Mira, yo diría que hay algo que intenta salir de
tu  armario.  —Y,  en  efecto,  se  oía  un  débil  golpeteo  proveniente  del  mueble.
Tom, por primera vez, pareció asustado—. Ábrelo —ordenó Dumbledore.
El  chico  vaciló,  pero  cruzó  la  habitación  y  lo  abrió  de  par  en  par.  En  el
estante  superior,  encima  de  una  barra  de  la  que  colgaban  algunas  prendas
raídas,  había  una  pequeña  caja  de  cartón  que  se  agitaba  y  vibraba,  como  si
contuviese varios ratones frenéticos.
—Sácala, Tom.  —Ryddle cogió la temblorosa caja con gesto contrariado—.
¿Hay algo en esa caja que no deberías tener?
El muchacho le lanzó una mirada diáfana y calculadora.
—Sí, supongo que sí, señor —contestó al fin con voz monocorde.
—Ábrela.
Lo hizo y vació su contenido en la cama, sin mirarlo. Harry, que esperaba
descubrir algo mucho más emocionante, vio un  revoltijo de objetos normales y
corrientes,  entre  ellos  un  yoyó,  un  dedal  de  plata  y  una  vieja  armónica.  Los
objetos  dejaron  de  temblar  y  se  quedaron  quietos  encima  de  las  delgadas
mantas.
—Se los devolverás a sus propietarios y te disculparás  —dijo Dumbledore
al  mismo  tiempo  que  se  guardaba  la  varita  en  la  chaqueta—.  Sabré  si  lo  has
hecho o no. Y te lo advierto: en Hogwarts no se toleran los robos.
Tom Ryddle no parecía ni remotamente avergonzado; seguía mirando con
frialdad a Dumbledore, como si intentara  formarse un juicio sobre él. Al cabo
dijo con la misma voz monocorde:
—Sí, señor.
—En Hogwarts no sólo te enseñaremos a utilizar la magia, sino también a
controlarla. Has estado empleando tus poderes (involuntariamente, claro) de un
modo que en nuestro colegio no se enseña ni se consiente. No eres el primero,
ni  serás  el  último,  que  no  sabe  controlar  su  magia.  Pero  te  comunico  que  el
colegio  puede  expulsar  a  los  alumnos  no  gratos,  y  el Ministerio  de  Magia  (sí,
existe un ministerio) impone castigos aún más severos a los infractores de la ley.
Todos los nuevos magos, al entrar en nuestro mundo, deben comprometerse a
respetar nuestras leyes.
—Sí, señor —repitió Tom.
Era  imposible  saber  qué  estaba  pensando  porque  su  rostro  seguía  sin
revelar emoción alguna. Devolvió el pequeño alijo de objetos robados a la caja
de  cartón  y,  cuando  hubo  terminado,  se  volvió  hacia  Dumbledore  y  dijo  sin
rodeos:
—No tengo dinero.
—Eso tiene fácil remedio. —Y sacó una bolsita de monedas—. En Hogwarts
hay un fondo destinado a quienes necesitan ayuda para comprar los libros y las
túnicas.  Algunos  libros  de  hechizos  quizá  tengas  que  adquirirlos  de  segunda
mano, pero...
—¿Dónde se compran los libros de hechizos? —lo interrumpió el chico, que
había  cogido  la  pesada  bolsita  sin  darle  las  gracias  y  examinaba  un  grueso
galeón de oro.
—En  el  callejón  Diagon.  He  traído  la  lista  de  libros  y  material  que
necesitarás. Puedo ayudarte a encontrarlo todo...
—¿Quiere decir que me acompañará? —inquirió Tom levantando la cabeza.
—Sí, si tú...
—No  es  necesario.  Estoy  acostumbrado  a  hacer  las  cosas  por  mí  mismo.
Siempre voy solo a Londres. ¿Cómo se va al callejón Diagon... señor?
Harry  creyó  que  el  profesor  insistiría  en  acompañarlo,  pero  volvió  a
llevarse una sorpresa: Dumbledore le entregó el sobre con la lista del material y,
después de explicarle cómo se llegaba al Caldero Chorreante, le dijo:
—Tú lo verás, aunque los muggles que haya por allí (es decir, la gente no
mágica)  no  lo  vean.  Pregunta  por  Tom,  el  dueño;  no  te  costará  recordar  su
nombre,  puesto  que  se  llama  como  tú.  —El  chico  hizo  un  gesto  de  irritación,
como si quisiera ahuyentar una mosca molesta—. ¿Qué ocurre? ¿No te gusta tu
nombre?
—Hay  muchos  Toms  —masculló.  Y  como  si  no  pudiera  reprimir  la
pregunta o como si se le escapara a su pesar, preguntó—: ¿Mi padre era mago?
Me han dicho que él también se llamaba Tom Ryddle.
—Me temo que no lo sé.
—Mi  madre  no  podía  ser  bruja,  porque  en  ese  caso  no  habría  muerto  —
razonó  Tom  como  para  sí—.  El  mago  debió  de  ser  él.  Bueno,  y  una  vez  que
tenga  todo  lo  que  necesito,  ¿cuándo  debo  presentarme  en  ese  colegio
Hogwarts? 
—Encontrarás todos los detalles en la segunda hoja de pergamino que hay
en el sobre. Saldrás de la estación de King's Cross el uno de septiembre. En el
sobre también encontrarás un billete de tren.
Él  asintió  y  Dumbledore  se  puso  en  pie  y  volvió  a  tenderle  la  mano.
Mientras se la estrechaba, Tom dijo:
—Sé  hablar  con  las  serpientes.  Lo  descubrí  en  las  excursiones  al  campo.
Ellas me buscan y me susurran cosas. ¿Les pasa eso a todos los magos?
Harry dedujo que Ryddle no había mencionado antes ese poder tan extraño
porque quería impresionar a su visitante en el momento justo.
—No es habitual —respondió Dumbledore tras una leve vacilación—, pero
tampoco es insólito.
Lo  dijo  con  tono  despreocupado,  pero  observó  el  rostro  del  muchacho.
Ambos  se  miraron  fijamente  un  instante.  Luego  se  soltaron  las  manos  y
Dumbledore se dirigió hacia la puerta.
—Adiós, Tom. Nos veremos en Hogwarts.
—Creo  que  ya  es  suficiente  —dijo  el  Dumbledore  de  cabello  blanco  que
Harry  tenía  a  su  lado,  y  segundos  más  tarde  ambos  volvían  a  elevarse  en  la
oscuridad, como si fueran ingrávidos, para aterrizar de pie en el despacho del
director.
—Siéntate —dijo éste.
Harry lo hizo, todavía con la mente colmada de las escenas que acababa de
presenciar.
—Él  le  creyó  mucho  más  deprisa  que  yo.  Me  refiero  a  cuando  usted  le
reveló  que  era  un  mago  —comentó—.  En  cambio,  cuando  a  mí  me  lo  dijo
Hagrid, no le creí.
—Sí, Ryddle estaba dispuesto a creer que era... «especial», para emplear sus
propias palabras.
—¿Usted ya lo sabía?
—¿Si  sabía  que  acababa  de  conocer  al  mago  tenebroso  más  peligroso  de
todos los tiempos? No, no sospechaba que se convertiría en lo que es ahora. Sin
embargo,  no  cabe  duda  de  que  me  intrigaba.  Regresé  a  Hogwarts  con  la
intención de  vigilarlo de cerca, algo que habría hecho de cualquier forma, dado
que él estaba solo en el mundo, sin familia y sin amigos, pero ya entonces intuí
que debía hacerlo tanto por su bien como por el de los demás.
»Como te habrás dado cuenta, tenía unos poderes muy desarrollados para
tratarse de un mago tan joven, pero lo más interesante e inquietante es que ya
había  descubierto  que  podía  ejercer  cierto  control  sobre  ellos  y  empezado  a
utilizarlos  de  forma  intencionada.  Y  como  has  visto,  no  eran  experimentos
hechos al azar, típicos de los magos jóvenes, sino que utilizaba la magia contra
otras  personas  para  asustar,  castigar  o  dominar.  Las  historias  del  conejo  que
apareció colgado de una viga y de los niños a quienes llevó con engaños a una
cueva movían a reflexión. "Puedo hacerles daño si quiero..."
—Y hablaba pársel —observó Harry.
—Sí,  así  es;  una  rara  habilidad,  presuntamente  relacionada  con  las  artes
oscuras, aunque también hay hablantes de pársel entre los magos de bien, como
ya sabemos. De hecho, su habilidad para comunicarse con las serpientes no me
inquietó  tanto  como  sus  obvios  instintos  para  la  crueldad,  el  secretismo  y  la
dominación.
»El  tiempo  vuelve  a  correr  en  nuestra  contra  —añadió  Dumbledore
señalando el oscuro cielo que se veía por las ventanas—.  Pero, antes de que nos
separemos, quiero que te fijes en ciertos aspectos de las escenas que acabamos
de  presenciar,  ya  que  guardan  estrecha  relación  con  los  asuntos  que
discutiremos  en  próximas  reuniones.  En  primer  lugar,  espero  que  te  hayas
percatado  de  la  reacción  de  Ryddle  cuando  mencioné  que  había  otra  persona
que se llamaba como él.
Harry asintió con la cabeza.
—De ese modo demostró su desprecio por cualquier cosa que lo vinculara a
otras personas, o que lo hiciera parecer normal  —explicó el director—. Ya por
entonces él quería ser diferente, distinguido y célebre. Como bien sabes, pocos
años después de esa conversación, se despojó de su nombre y creó la máscara
de «lord Voldemort», detrás de la cual se ha ocultado durante mucho tiempo.
«Espero que también hayas reparado en que Tom Ryddle era una persona
autosuficiente, reservada y solitaria; al parecer no tenía amigos. No quiso ayuda
ni  compañía  para  hacer  su  visita  al  callejón  Diagon.  Prefería  moverse  solo.  El
Voldemort adulto es igual. Muchos de sus  mortífagos aseguran que él confía en
ellos,  que  son  los  únicos  que  están  a  su  lado  o  que  lo  entienden.  Pero  se
equivocan. Lord Voldemort nunca ha tenido amigos, ni creo que haya deseado
tenerlos.
»Y por último (y espero que la fatiga no te impida prestar  atención a esto,
Harry), al joven Tom Ryddle le  gustaba coleccionar trofeos. Ya has visto la caja
de objetos robados que escondía en su habitación. Se los sustraía a las víctimas
de  sus  bravuconadas;  eran  recuerdos,  por  así  llamarlos,  de  acciones  mágicas
especialmente  desagradables.  Ten  en  cuenta  esa  tendencia  suya  a  recoger  y
guardar cosas porque más adelante resultará importante.
»Bien, se ha hecho tarde. Debes ir a acostarte.
Harry se levantó para marcharse, pero se fijó en la mesita donde había visto
el anillo de Sorvolo Gaunt durante la clase anterior. El anillo ya no estaba allí.
—¿Pasa algo? —preguntó Dumbledore al ver que el chico se detenía.
—El anillo ya no está. Pensé que quizá usted tendría la armónica o alguna
otra cosa.
El director lo miró sonriente por encima de sus gafas de media luna.
—Muy astuto, Harry, pero la armónica sólo era una armónica. —Y tras ese
enigmático comentario, hizo un ademán indicándole que se retirase.

14
Felix Felicis

A primera hora del día siguiente, Harry tuvo clase de Herbología. Durante el
desayuno no pudo contarles a Ron y Hermione en qué había consistido su clase
con  Dumbledore  por  miedo  a  que  alguien  los  oyera,  pero  lo  hizo  mientras
atravesaban el huerto, camino de los invernaderos. El fuerte viento del fin de
semana  había  dejado  de  soplar  por  fin,  aunque  se  había  instalado  de  nuevo
aquella extraña neblina, de modo que tardaron un poco más de lo habitual en
dar con el invernadero que buscaban.
—¡Uf, qué miedo debía de dar el joven Quien-tú-sabes!  —dijo Ron en voz
baja  mientras  se  sentaban  alrededor  de  una  de  las  retorcidas  cepas  de
snargaluff,  el  objeto  de  estudio  de  ese  trimestre,  y  se  enfundaban  los  guantes
protectores—. Pero lo que sigo sin entender es por qué Dumbledore te enseña
todo eso. Ya sé que es muy interesante y demás, pero ¿para qué sirve?
—No  lo  sé  —admitió  Harry—.  Pero,  según  él,  es  muy  importante  y  me
ayudará a sobrevivir. —Se puso un protector de dentadura.
—Yo lo encuentro fascinante  —opinó Hermione—. Es fundamental reunir
el  máximo  de  información  acerca  de  Voldemort.  Si  no,  ¿de  qué  otro  modo
podrías descubrir sus debilidades?
—¿Qué tal estuvo la última fiesta de Slughorn?—le preguntó Harry con voz
pastosa a causa del protector.
—¡Ah,  pues  muy  divertida!  —contestó  Hermione  mientras  se  ponía  las
gafas  protectoras—.  Hombre,  se  pasa  un  poco  hablándonos  de  ex  alumnos
famosos  y  le  hace  un  montón  la  pelota  a  McLaggen  porque  conoce  a  mucha
gente  influyente,  pero  nos  ofreció  una  comida  deliciosa  y  nos  presentó  a
Gwenog Jones.
—¿Gwenog  Jones?  —preguntó  Ron  abriendo  mucho  los  ojos  tras  sus
gafas—. ¿La famosa Gwenog Jones? ¿La capitana del Holyhead Harpies?
—Exacto. Personalmente, la encontré un poco creída, pero...
—¡Basta  de  cháchara!  —los  reprendió  la  profesora  Sprout,  que  se  había
acercado  y  los  miraba  con  gesto  adusto—.  Os  estáis  retrasando.  Vuestros
compañeros  ya  han  empezado  y  Neville  ha  conseguido  extraer  la  primera
vaina.
Los tres amigos miraron. Era verdad: Neville, con un labio ensangrentado y
varios arañazos en la mejilla, aferraba un objeto verde del tamaño de un pomelo
que latía de forma repugnante.
—¡Sí,  profesora,  ahora  mismo  comenzamos!  —dijo  Ron,  y  cuando  la
profesora se dio la vuelta, añadió en voz baja—: Tendrías que haber utilizado el
muffliato, Harry.
—¡De  eso  nada!  —saltó  Hermione  y  puso  cara  de  enfado,  como  hacía
siempre  que  el  Príncipe  Mestizo  y  sus  hechizos  salían  en  la  conversación—.
¡Vamos, vamos! Pongámonos a trabajar... —Y torció el gesto, aprensiva.
Todos respiraron hondo y se abalanzaron sobre la retorcida cepa con que
les había tocado lidiar.
La cepa cobró vida al instante y de su parte superior brotaron unos tallos
largos  y  espinosos  como  de  zarza.  Uno  de  ellos  se  enredó  en  el  cabello  de
Hermione,  pero  Ron  lo  rechazó  con  unas  tijeras  de  podar.  Harry  consiguió
atrapar un par y les hizo un nudo. Entonces se abrió un agujero en medio de las
ramas con aspecto de tentáculos. Demostrando gran valor, Hermione metió un
brazo  en  el  agujero,  que  se  cerró  como  una  trampa  y  se  lo  aprisionó  hasta  el
codo. Harry y Ron tiraron de los tallos y los retorcieron, obligando al agujero a
abrirse otra vez, de modo  que Hermione logró sacar una vaina igual que la de
Neville.  De  inmediato  los  espinosos  tallos  volvieron  a  replegarse  y  la  nudosa
cepa se quedó quieta como si fuera un inocente trozo de madera muerta.
—¿Sabéis qué os digo? Que cuando tenga mi propia casa no creo que plante
ningún bicho de éstos en el jardín —dijo Ron al tiempo que se subía las gafas y
se secaba el sudor de la cara.
—Pásame un cuenco  —pidió Hermione, sujetando la palpitante vaina con
el brazo bien estirado para alejarla del cuerpo.
Harry  le  pasó  un  recipiente  y  ella,  con  cara  de  asco,  dejó  caer  la  vaina
dentro.
—¡No seas tan delicada y estrújala! ¡Son mejores cuando están frescas!  —
exclamó la profesora Sprout.
—En  fin  —dijo  Hermione,  retomando  el  hilo  de  la  interrumpida
conversación,  como  si  no  acabara  de  atacarlos  aquella  cepa  asquerosa—,
Slughorn  va  a  organizar  una  fiesta  de  Navidad,  y  de  ésa  no  conseguirás
escaquearte, porque me pidió que averiguara qué noches tienes libres. Quiere
asegurarse de celebrarla un día en que puedas asistir.
Harry  dejó  escapar  un  quejido.  Y  Ron,  que  estaba  intentando  exprimir  la
vaina en el cuenco a base de retorcerla con todas sus fuerzas, espetó con enfado:
—Y esa fiesta también será sólo para los preferidos de Slughorn, ¿no?
—Sí,  sólo  para  los  miembros  del  Club  de  las  Eminencias  —confirmó
Hermione.
La vaina se escurrió entre las manos de Ron y, tras rebotar en la pared de
cristal  del  invernadero,  fue  a  dar  contra  la  cabeza  de  la  profesora  Sprout,
arrancándole el viejo y remendado sombrero. Harry se apresuró a recuperar la
vaina; cuando volvió junto a sus amigos, Hermione estaba diciendo
—Mira, eso del Club de las Eminencias no me lo he inventado yo...
—Club de las Eminencias —repitió Ron con una sonrisa burlona propia de
Malfoy—. ¡Qué patético! Bueno,  espero que te lo pases muy bien en esa fiesta.
¿Por qué no intentas ligar con McLaggen? Así Slughorn podría nombraros rey y
reina de las eminencias...
—Podemos  llevar  invitados  —replicó  Hermione  ruborizándose—,  y  yo
pensaba  pedirte  que  vinieras.  Pero  ya  que  lo  encuentras  tan  estúpido,  ¡se  lo
pediré a otro!
Harry  lamentó  que  la  vaina  no  hubiera  ido  a  parar  al  otro  extremo  del
invernadero,  porque  así  habría  podido  alejarse  un  rato  de  sus  amigos.  De
cualquier  modo,  como  ninguno  de  ellos  le  hacía  caso,  agarró  el  cuenco  que
contenía la vaina e intentó abrirla por los medios más ruidosos y enérgicos que
se le ocurrieron, aunque por desgracia siguió oyendo la conversación.
—¿Ibas a pedírmelo a mí? —preguntó Ron, súbitamente enternecido.
—Sí  —contestó  ella,  enfadada—.  Pero  ya  veo  que  prefieres  que  ligue  con
McLaggen...
Hubo un silencio, pero Harry siguió aporreando la resistente vaina con una
palita.
—No, si yo no digo eso... —murmuró Ron.
En ese momento Harry apuntó mal y golpeó el cuenco, que se hizo añicos.
—¡Reparo! —dijo tocando los trozos con la punta de su varita, y el cuenco se
recompuso.
Sin  embargo,  el  ruido  hizo  que  sus  amigos  volvieran  a  fijarse  en  él.
Hermione,  nerviosa,  se  puso  a  buscar  en  su  Arboles  carnívoros  del  mundo  la
manera correcta de exprimir las vainas de snargaluff; por su parte, Ron, aunque
con cara de avergonzado, también parecía muy contento.
—Pásamela, Harry  —pidió Hermione—. Aquí dice que hay que pincharlas
con algo punzante...
Tras entregarle el cuenco con la vaina, ambos chicos volvieron a ponerse las
gafas protectoras y se abalanzaron una vez más sobre la cepa.
Mientras  peleaba  con  un  espinoso  tallo  que  parecía  empeñado  en
estrangularlo,  Harry  pensó  que  aquello  en  realidad  no  lo  sorprendía;  él  ya
sospechaba  que  tarde  o  temprano  pasaría  algo  parecido.  Pero  no  sabía  qué
pensar... Cho y él no se hablaban desde el comienzo del curso; de hecho, sentían
tanta vergüenza que ni siquiera se miraban. ¿Y si Ron y Hermione empezaban a
salir  juntos  y  luego  cortaban?  ¿Conservarían  su  amistad?  Harry  recordó  las
pocas semanas del tercer año en Hogwarts en que sus dos amigos no se habían
dirigido la palabra; él lo había pasado muy mal intentando limar las diferencias
entre ellos. ¿Y si empezaban a salir juntos  y no cortaban? ¿Y si acababan como
Bill  y  Fleur  y  se  volvía  insoportable  estar  con  ellos,  y  él  quedaba  marginado
para siempre?
—¡Ya te tengo!  —exclamó Ron mientras arrancaba una segunda vaina de la
cepa justo cuando Hermione conseguía abrir la primera, de modo que el cuenco
se llenó de tubérculos de un verde pálido que se retorcían como gusanos.
Durante el resto de la clase no volvió a mencionarse la fiesta de Slughorn.
Harry observó con atención a sus dos amigos las semanas siguientes, pero
ni Ron ni Hermione se comportaban de forma diferente, aunque sí se mostraban
un  poco  más  educados  de  lo  habitual  el  uno  con  el  otro.  Harry  supuso  que
tendría que esperar y ver qué ocurría la noche de la fiesta, cuando estuvieran
bajo los efectos de la cerveza de mantequilla en la habitación en penumbra de
Slughorn. Mientras tanto, él tenía problemas más urgentes que atender.
Katie  Bell  seguía  ingresada  en  el  Hospital  San  Mungo  y  no  parecía  que
fueran  a  darle  el  alta  pronto,  y  eso  significaba  que  al  prometedor  equipo  de
Gryffindor que Harry entrenaba con tanto esmero desde septiembre le faltaba
un  cazador.  Él  aplazaba  el  momento  de  sustituir  a  Katie  con  la  esperanza  de
que se reincorporara al equipo, pero faltaba poco para el primer partido contra
Slytherin,  y  finalmente  tuvo  que  aceptar  que  ella  no  volvería  a  tiempo  para
jugar.
Sin embargo, no se veía capaz de soportar otras pruebas de selección como
las primeras. Así pues, con un sentimiento de desazón que tenía poco que ver
con  el  quidditch,  un  día  abordó  a  Dean  Thomas  después  de  la  clase  de
Transformaciones.  La  mayoría  de  los  alumnos  ya  se  había  marchado,  aunque
todavía  quedaban  algunos  canarios  zumbando  y  gorjeando  por  el  aula,  todos
obra  de  Hermione  (nadie  más  había  conseguido  hacer  aparecer  de  la  nada  ni
una pluma).
—¿Todavía te interesa jugar de cazador?
—¿Qué? ¡Pues claro! —exclamó Dean, emocionado.
Seamus Finnigan, que estaba detrás de Dean, metió sus libros en la mochila
con cara de enfado. Una de las razones por las que Harry habría preferido no
pedirle a Dean que  jugara era porque sabía que a Seamus no le haría ninguna
gracia. Pero su obligación era pensar en lo mejor para el equipo, y Dean había
volado mejor que Seamus en las pruebas.
—Pues  quedas  convocado  —dijo—.  Esta  noche  hay  entrenamiento  a  las
siete en punto.
—Vale. ¡Gracias, Harry! ¡Ostras, voy a contárselo a Ginny!
Salió  a  toda  prisa  del  aula  y  Harry  y  Seamus  se  quedaron  solos;  fue  un
momento  embarazoso,  y  para  colmo,  uno  de  los  canarios  de  Hermione  pasó
volando y soltó un excremento que cayó en la cabeza de Seamus.
Finnigan  no  fue  el  único  que  se  sintió  contrariado  por  la  elección  del
sustituto  de  Katie.  En  la  sala  común  se  murmuró  mucho  sobre  que  Harry
hubiera elegido a dos de sus compañeros de curso para jugar en el equipo; pero
a  él,  que  había  sido  blanco  de  murmuraciones  mucho  peores  desde  que
empezara sus estudios en Hogwarts, no le importó demasiado. No obstante, se
sentía  muy  presionado  para  ganar  el  inminente  partido  contra  Slytherin.  Si
Gryffindor se alzaba con la victoria, sus compañeros de casa olvidarían que lo
habían  criticado  y  jurarían  que  siempre  habían  creído  a  pies  juntillas  en  su
equipo. En cambio, si perdían...
«Bueno, he soportado cosas peores», pensó con ironía.
Esa  noche,  después  de  ver  volar  a  Dean,  se  le  pasaron  todas  las  dudas
acerca  de  su  elección:  Dean  encajaba  muy  bien  con  Ginny  y  Demelza,  y  los
golpeadores,  Peakes  y  Coote,  estaban  progresando  mucho.  El  único  problema
era Ron. Harry sabía que su amigo era un jugador inconstante cuyo punto débil
eran los nervios y la falta de confianza, y por desgracia, la cercanía del primer
partido  de  la  temporada  había  sacado  a  la  superficie  sus  antiguas
inseguridades. Acababa de encajar media docena de goles, la mayoría de ellos
marcados por Ginny, y sus movimientos parecían cada vez más desesperados y
torpes,  hasta  que  al  final  le  pegó  un  puñetazo  en  la  boca  a  Demelza  Robins
cuando ésta intentaba colocarse de cara al gol.
—¡Ha sido un accidente! ¡Lo siento muchísimo, Demelza!  —se excusó Ron
mientras ella, con el labio sangrando, descendía en zigzag hasta el suelo—. Es
que...
—¡Te  has  dejado  dominar  por  el  pánico!  —le  reprochó  Ginny,  furiosa.
Aterrizó al lado de Demelza y le examinó el hinchado labio—. ¡Eres un idiota,
Ron! ¡Mira cómo la has dejado!
—Ya se lo arreglo yo —dijo Harry, posándose junto a las dos chicas; apuntó
con su varita a la boca de Demelza y exclamó—: ¡Episkeyo! —Luego añadió—: Y
no llames idiota a Ron, Ginny. Tú no eres la capitana del equipo.
—Ya, pero como tú parecías demasiado ocupado para llamarle idiota, me
pareció oportuno...
Harry contuvo la risa.
—A vuestras escobas. ¡Todos arriba!
Fue uno de los peores entrenamientos del curso. No obstante, Harry pensó
que  decir  las  cosas  con  tanta  sinceridad  no  era  la  mejor  táctica,  faltando  tan
poco para el partido.
—Buen trabajo, chicos. Creo que aplastaremos a Slytherin  —los felicitó con
convicción.
Los cazadores y los golpeadores salieron del vestuario bastante satisfechos
consigo mismos.
—He  jugado  como  un  saco  de  estiércol  de  dragón  —dijo  Ron,  alicaído,
cuando la puerta se cerró detrás de Ginny.
—Eso no es verdad  —replicó Harry—. Eres el mejor guardián de todos los
que se presentaron a la prueba. Tu único problema son los nervios.
Siguió  animándolo  mientras  regresaban  al  castillo,  y  cuando  llegaron  al
segundo  piso  Ron  parecía  un  poco  más  alegre.  Sin  embargo,  cuando  Harry
apartó el tapiz para tomar el atajo por el que solían ir a la torre de Gryffindor,
los  dos  amigos  encontraron  a  Dean  y  Ginny  abrazados  y  besándose
apasionadamente, como si los hubieran pegado con cola.
Harry sintió que algo enorme y con escamas cobraba vida en su estómago y
le  arañaba  las  entrañas;  fue  como  si  un  chorro  de  sangre  muy  caliente  le
inundara el cerebro, le borrara todos los pensamientos y los sustituyera por un
acuciante  impulso  de  hacerle  un  embrujo  a  Dean  y  convertirlo  en  jalea.
Mientras se debatía con esa repentina locura, oyó la voz de Ron, aunque le sonó
como si su amigo estuviese muy lejos de allí.
—¡Eh, eh!
Dean y Ginny se separaron y volvieron las cabezas.
—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.
—¡No  quiero  volver  a  ver  a  mi  hermana  besuqueándose  con  un  tío  en
público!
—¡Este pasillo estaba vacío antes de que vinieses a meter tus entrometidas
narices! —le espetó Ginny.
Dean no sabía dónde esconderse. Le lanzó a Harry una tímida sonrisa que
éste no le devolvió; el monstruo que acababa de nacer en su interior bramaba
exigiendo la inmediata destitución de Dean del equipo.
—Hum... Vamos, Ginny... —dijo Dean—. Volvamos a la sala común...
—¡Ve tú! —le soltó ella—. Yo tengo que hablar con mi querido hermano.
Dean se marchó, aliviado de poder abandonar aquel escenario.
—Mira, Ron —dijo Ginny apartándose el largo y pelirrojo cabello de la cara
y fulminando con la mirada a su hermano—, vamos a aclarar esto de una vez
por todas. No es asunto tuyo con quién salgo ni lo que hago...
—¡Claro que es asunto mío!  —replicó él, igual de furioso—. ¿Crees que me
gusta que la gente diga que mi hermana es una...?
—¿Una qué? —gritó Ginny, y sacó su varita—. ¿Una qué, Ron? ¿Qué ibas a
decir?
—No  iba  a  decir  nada,  Ginny  —terció  Harry,  apaciguador,  pese  a  que  el
monstruo corroboraba con sus rugidos las palabras de Ron.
—¡Claro que sí!  —le espetó ella con rabia—. Que él nunca se haya besado
con nadie, o que el mejor beso que jamás le han dado sea de nuestra tía Muriel...
—¡Cierra el pico! —bramó Ron, su rostro virando del rojo al granate.
—¡No  me  da  la  gana!  —chilló  Ginny  fuera  de  sí—.  Ya  te  he  visto  con
Flegggrrr. Te mueres de ganas de que te dé un beso en la mejilla cada vez que la
ves. ¡Es penoso! ¡Si salieras un poco por ahí y besaras a unas  cuantas chicas, no
te molestaría tanto lo que hacen los demás!
Ron también había sacado su varita y Harry se interpuso rápidamente.
—¡No sabes lo que dices! —gritó Ron intentando apuntar, para lo cual tenía
que  esquivar  a  Harry,  que  se  había  puesto  delante  de  Ginny  con  los  brazos
abiertos—. ¡Que no lo haga en público no significa...!
Su hermana soltó una carcajada desdeñosa y trató de apartar a Harry.
—¿Con quién te has besado? ¿Con  Pigwidgeon? ¿O tienes una fotografía de
tía Muriel debajo de la almohada?
—Eres una...
Un rayo de luz anaranjada pasó bajo el brazo izquierdo de Harry y estuvo a
punto de darle a Ginny; Harry empujó a Ron contra la pared.
—No seas estúpido...
—¡Harry  se  besaba  con  Cho  Chang!  —gritó  Ginny—.  ¡Y  Hermione  se
besaba con Viktor Krum! ¡El único que se comporta como si eso fuera algo malo
eres tú, Ron, y es porque tienes menos experiencia que un crío de doce años!
Y  sin  más  se  marchó  hecha  una  furia,  pero  conteniendo  el  llanto.  Harry
soltó  a  Ron,  cuya  mirada  despedía  un  brillo  asesino.  Los  dos  amigos  se
quedaron allí de pie, resoplando, hasta que la  Señora Norris  —la gata de Filch—
apareció por una esquina, lo cual aligeró la tensión.
—¡Vámonos! —dijo Harry al oír acercarse los pasos del conserje.
Subieron a toda prisa la escalera y recorrieron el pasillo del séptimo piso.
—¡Eh, tú! ¡Aparta!  —le gruñó Ron a una niña, que se sobresaltó y dejó caer
una botella de huevos de sapo.
Harry  apenas  oyó  el  ruido  de  cristales  rotos;  se  sentía  desorientado  y
mareado; pensó que si te caía un rayo encima debías de notar algo parecido. «Es
porque  se  trata  de  la  hermana  de  Ron  —se  dijo—.  No  te  ha  gustado  verla
besándose con Dean porque es la hermana de Ron...»
Pero de sopetón le vino a la mente una imagen en la que él estaba besando
a Ginny en ese mismo pasillo vacío. De inmediato, el monstruo que tenía dentro
se  puso  a  ronronear,  pero  de  pronto  Ron  desgarraba  el  tapiz  que  tapaba  la
entrada y apuntaba con su varita a Harry gritando cosas como «traicionando mi
confianza» y «creía que eras amigo mío».
—¿Crees  que es verdad que Hermione se dio el lote con Krum? —preguntó
el auténtico Ron mientras se aproximaban al retrato de la Señora Gorda.
Harry dio un respingo y, sintiéndose culpable, borró de su imaginación un
nuevo pasillo donde ya no podía entrar Ron, donde Ginny y él estaban a solas...
—¿Qué? —dijo—. Ah... Hum...
La respuesta sincera habría sido «sí», pero no quiso dársela. Sin embargo,
Ron interpretó su mirada de la peor manera posible.
—«Sopa de leche» —le dijo ceñudo a la Señora Gorda, y ambos entraron  en
la sala común por el hueco del retrato.
Ninguno de los dos volvió a mencionar a Ginny ni a Hermione; es más, esa
noche apenas se hablaron y se acostaron sin decirse nada, cada uno absorto en
sus pensamientos.
Harry permaneció largo rato despierto, contemplando el toldo de su cama
con dosel, e intentó convencerse de que lo que sentía por Ginny era lo mismo
que  sentían  los  hermanos  mayores  por  sus  hermanas.  ¿Acaso  no  habían
convivido  todo  el  verano  como  auténticos  hermanos,  jugando  al  quidditch,
bromeando  con Ron y riéndose de Bill y  Flegggrrr? Hacía años que la conocía...
Era lógico que dirigiera hacia ella su instinto protector, que quisiera vigilarla...
que  quisiera  descuartizar  a  Dean  por  haberla  besado...  No,  no...  tendría  que
controlar ese sentimiento fraternal en particular.
Ron soltó un sonoro ronquido.
«Es la hermana de Ron  —se dijo Harry con firmeza—. La hermana de mi
amigo. Está descartada.» El no pondría en peligro su amistad con Ron por nada
del mundo. Golpeó la almohada para moldearla mejor y  esperó a que llegara el
sueño, tratando de impedir que sus pensamientos divagaran hacia Ginny.
Por la mañana despertó un poco aturdido tras una serie de sueños en los
que  Ron  lo  perseguía  con  un  bate  de  golpeador,  pero  al  mediodía  habría
cambiado  de  buen  grado  al  Ron  de  aquellos  sueños  por  el  verdadero,  puesto
que éste no sólo les hacía el vacío a Ginny y Dean, sino que también trataba a la
dolida y perpleja Hermione con una indiferencia gélida y desdeñosa. Y además,
de  la  noche  a  la  mañana  se  había  vuelto  susceptible  y  agresivo  como  un
escreguto de cola explosiva. Harry pasó todo el día intentando mantener la paz
entre su amigo y Hermione, pero sin éxito; finalmente, ella fue a acostarse, muy
indignada, y Ron se marchó al dormitorio de los chicos tras insul tar con rabia a
unos asustados alumnos de primer año tan sólo porque lo habían mirado.
La desesperación de Harry fue en aumento porque a Ron no se le pasó la
agresividad en los días siguientes. Peor aún, coincidió con una caída en picado
de sus habilidades  como guardián, lo que provocó que se pusiera todavía más
agresivo, de modo que, durante el último entrenamiento antes del partido del
sábado,  no  paró  ni  un  solo  lanzamiento,  pero  les  gritó  tanto  a  todos  que
Demelza Robins acabó hecha un mar de lágrimas.
—¡Cállate y déjala en paz!  —lo increpó Peakes, que era bastante más bajo
que Ron pero llevaba un pesado bate en las manos...
—¡Basta!  —bramó  Harry  al  ver  cómo  Ginny  miraba  desde  lejos  a  su
hermano  con  los  ojos  entornados.  Y,  recordando  su  fama  de  experta  en  el
maleficio de los mocomurciélagos, salió disparado para intervenir antes de que
la  situación  se  le  fuera  de  las  manos—.  Peakes,  ve  y  guarda  las  bludgers.
Demelza, tranquilízate, hoy has jugado muy bien. Ron... —Esperó a que el resto
del equipo no pudiera oírlos, y entonces le dijo—: Eres mi mejor amigo, pero si
sigues tratando así a los demás tendré que echarte del equipo.
Por un instante Harry temió una reacción violenta, pero pasó algo mucho
peor: Ron se desplomó sobre su escoba.
—Renuncio  a  mi  puesto  —murmuró,  ya  sin  ganas  de  pelea—.  Lo  hago
fatal.
—¡No  lo  haces  fatal!  ¡Y  no  acepto  tu  renuncia!  —exclamó  Harry,
agarrándolo por la pechera de la túnica—. Cuando estás en forma lo paras todo;
lo que tienes es un problema mental.
—¿Me estás llamando loco?
—¡A lo mejor sí!
Se miraron un momento y Ron movió la cabeza con desazón.
—Ya sé que no tienes tiempo de conseguir otro guardián, así que mañana
jugaré. Pero si perdemos, y seguro que perderemos, dejo el equipo.
De nada sirvieron las palabras de Harry en ese momento, así que durante la
cena lo intentó de nuevo, pero Ron estaba tan ocupado cultivando su malhumor
y  su  antipatía  hacia  Hermione  que  no  se  dio  por  enterado.  Harry  no  cejó  y
volvió a empeñarse por la noche en la sala común, pero su afirmación de que  el
equipo  se  hundiría  si  Ron  lo  abandonaba  quedó  un  tanto  debilitada  por  el
hecho de que los otros miembros del equipo, sentados en grupo en un rincón de
la  sala,  criticaban  a  Ron  y  le  lanzaban  miradas  ceñudas.  Por  último,  Harry
probó  a  enfadarse  otra  vez  con  la  esperanza  de  provocarlo  y  hacerle  adoptar
una  actitud  desafiante,  pues  quizá  de  esa  manera  sería  capaz  de  parar  algún
lanzamiento.  Pero  su  estrategia  no  funcionó  mejor  que  la  de  darle  ánimos,
porque cuando fue a acostarse Ron parecía más abatido y deprimido que nunca.
Esa noche Harry volvió a quedarse largo rato despierto en la oscuridad. No
quería perder el partido del día siguiente; no sólo era su primer partido como
capitán,  sino  que  además  estaba  decidido  a  derrotar  a  Draco  Malfoy  en
quidditch  aunque  todavía  no  pudiera  demostrar  lo  que  sospechaba  de  él.  Sin

embargo, si Ron jugaba como en los últimos entrenamientos, las posibilidades
de ganar eran escasas.
Ojalá pudiera lograr que Ron se sobrepusiera, diera lo mejor de sí mismo y
estuviera inspirado ese día... Y la respuesta le llegó en un repentino y glorioso
golpe de inspiración.
Al  día  siguiente,  como  era  habitual  en  esas  ocasiones,  a  la  hora  del
desayuno  reinaba  un  ambiente  de  gran  agitación:  los  alumnos  de  Slytherin
silbaban  y  abucheaban  ruidosamente  cada  vez  que  un  jugador  del  equipo  de
Gryffindor entraba en el Gran Comedor. Harry echó un vistazo al techo y vio
un despejado cielo azul celeste: un buen presagio.
La  abigarrada  mesa  de  Gryffindor,  que  se  veía  como  una  masa  compacta
roja  y  dorada,  prorrumpió  en  aplausos  cuando  Ron  y  Harry  entraron.  Harry
sonrió y saludó con una mano; Ron compuso una mueca y meneó la cabeza.
—¡Ánimo, Ron! —gritó Lavender—. ¡Sé que vas a jugar muy bien!
El no le hizo caso.
—¿Te sirvo té? —le ofreció Harry—. ¿Café? ¿Zumo de calabaza?
—Lo  que  quieras  —respondió  un  desanimado  Ron,  y  se  puso  a
mordisquear una tostada.
Pasados  unos  minutos  llegó  Hermione;  estaba  tan  harta  del  desagradable
comportamiento de Ron que no había bajado con ellos a desayunar. Se paró a
su lado mientras buscaba un sitio en la mesa.
—¿Qué tal estáis? —les preguntó, y contempló la nuca de Ron.
—Muy bien —contestó Harry, que en ese momento intentaba hacerle beber
un vaso de zumo de calabaza a su amigo—. Venga, bébete esto.
A regañadientes, Ron cogió el vaso y ya se lo llevaba a los labios, cuando de
pronto Hermione exclamó:
—¡No lo bebas!
Ambos la miraron.
—¿Por qué? —preguntó Ron.
Hermione miró de hito en hito a Harry, como si no diese crédito a sus ojos.
—Le has puesto algo en la bebida —lo acusó.
—¡Pero qué dices! —repuso Harry.
—Ya  me  has  oído.  Te  he  visto.  Le  has  puesto  algo  en  la  bebida.  ¡Mira,
todavía tienes la botella en la mano!
—No  sé  de  qué  me  hablas  —repuso  Harry,  guardándose  rápidamente  la
botellita en el bolsillo.
—¡Hazme  caso,  Ron,  no  te  lo  bebas!  —insistió  Hermione,  muy  alterada,
pero él levantó el vaso, lo vació de un trago y dijo:
—Deja ya de mangonear.
Ella, escandalizada, se inclinó para susurrarle a Harry:
—Deberían expulsarte por esto. ¡No me esperaba una cosa así de ti!
—Mira  quién  habla  —le  susurró  él—.  ¿Has  hecho  algún  confundus
últimamente?
Echando  chispas,  Hermione  dio  media  vuelta  y  fue  a  buscar  un  asiento
lejos de ellos. Harry no se sintió culpable. Hermione nunca había entendido la
importancia del quidditch. Luego miró a Ron, que en ese momento se relamía, y
comentó:
—Ya casi es la hora.
La hierba helada crujía bajo sus pies mientras se dirigían hacia el estadio.
—Qué suerte que haga tan buen tiempo, ¿verdad? —observó Harry.
—Sí —admitió Ron, que estaba pálido.
Ginny y Demelza ya se habían puesto las túnicas de quidditch y esperaban
en el vestuario.
—Las condiciones parecen ideales —comentó Ginny ignorando a Ron—. ¿Y
sabéis qué? A uno de los cazadores de Slytherin, Vaisey, lo golpearon con una
bludger en la cabeza durante el entrenamiento de ayer y no podrá jugar. ¡Y por
si fuera poco, Malfoy también está enfermo!
—¿Qué? —se extrañó Harry—. ¿Que está enfermo? ¿Qué tiene?
—No lo sé, pero para nosotros es mejor  —repuso ella, muy contenta—. Lo
sustituirá Harper; va a mi curso y es un inútil.
Harry esbozó una vaga sonrisa, pero mientras se ponía la túnica escarlata
no pensaba en el quidditch. En otra ocasión Malfoy ya había dicho que no podía
jugar  porque  estaba  lesionado,  pero  entonces  se  había  asegurado  de  que
cambiaran  la  fecha  del  partido  y  lo  pusieran  un  día  que  convenía  a  los  de
Slytherin. ¿Por qué ahora no le importaba que lo sustituyeran? ¿Estaba enfermo
de verdad o sólo fingía?
—Qué  sospechoso  lo  de  Malfoy,  ¿no?  —le  comentó  a  Ron—.  Me  huele  a
chamusquina.
—Yo  lo  llamo  suerte.  —Ron  parecía  un  poco  más  animado—.  Y  Vaisey
tampoco jugará, y es su mejor goleador; no me hacía ninguna gracia que... ¡Eh!
—exclamó de pronto, mirando fijamente a Harry, y dejó de ponerse los guantes
de guardián.
—¿Qué pasa?
—Tú... —Bajó la voz; parecía asustado y al mismo tiempo emocionado—. El
desayuno... Mi zumo de calabaza... ¿No habrás...?
Harry arqueó las cejas, pero se limitó a decir:
—El partido empieza dentro de cinco minutos, será mejor que te calces las
botas.
Salieron  al  campo  en  medio  de  apoteósicos  gritos  de  ánimo  y  abucheos.
Uno  de  los  extremos  del  estadio  era  una  masa  roja  y  dorada;  el  otro,  un  mar
verde y plateado. Muchos alumnos de Hufflepuff y Ravenclaw habían tomado
también  partido:  en  medio  de  los  gritos  y  aplausos,  Harry  distinguió  con
claridad el rugido del célebre sombrero con cabeza de león de Luna Lovegood.
Harry  se  dirigió  hacia  la  señora  Hooch,  que  hacía  de  árbitro  y  ya  estaba
preparada para soltar las pelotas de la caja.
—Estrechaos la mano, capitanes  —indicó, y el nuevo capitán de Slytherin,
Urquhart,  le  trituró  los  dedos  a  Harry—.  Montad  en  las  escobas.  Atentos  al
silbato. Tres... dos... uno...
Tan pronto sonó el silbato, Harry y los demás se impulsaron con una fuerte
patada en el helado suelo y echaron a volar.
Harry  recorrió  el  perímetro  del  campo  buscando  la  snitch  sin  dejar  de
vigilar a Harper, que volaba en zigzag muy por debajo de él. Entonces sonó una
voz muy diferente de la del comentarista de siempre:
—Bueno, allá van, y creo que a todos nos ha sorprendido el equipo que ha
formado  Potter  este  año.  Muchos  creían  que  Ronald  Weasley,  después  de  su
irregular  actuación  el  año  pasado,  quedaría  descartado,  pero,  claro,  siempre
ayuda tener una buena amistad con el capitán...
Esas  palabras  fueron  recibidas  con  burlas  y  aplausos  en  las  gradas
ocupadas  por  los  simpatizantes  de  Slytherin.  Harry  volvió  la  cabeza  hacia  el
estrado  del  comentarista  y  vio  a  un  chico  rubio,  alto,  delgaducho  y  de  nariz
respingona,  hablando  por  el  megáfono  mágico  que  hasta  entonces  siempre
utilizaba  Lee  Jordán;  Harry  reconoció  a  Zacharias  Smith,  un  jugador  de
Hufflepuff que no le caía nada bien.
—Ahí va el primer ataque de Slytherin. Urquhart cruza el campo como una
centella y... —a Harry se le encogió el estómago— ¡paradón de Weasley! Bueno,
supongo que todos tenemos suerte alguna vez...
—Así es, Smith, él también tiene suerte a veces  —masculló Harry con una
sonrisa burlona mientras descendía en picado entre los cazadores, mirando en
busca de la escurridiza snitch.
A  la  media  hora  de  partido  Gryffindor  ganaba  sesenta  a  cero,  Ron  había
hecho  varias  paradas  espectaculares,  algunas  por  los  pelos,  y  Ginny  había
marcado cuatro de los seis tantos de Gryffindor. Eso obligó a Zacharias a  dejar
de preguntarse en voz alta si los hermanos Weasley sólo estaban en el equipo
porque le caían bien a Harry, y empezó a meterse con Peakes y Coote.
—Ya os habréis fijado en que Coote no tiene la planta del típico golpeador
—comentó con altivez—; por lo general suelen tener un poco más de músculo...
—¡Lánzale una bludger, a ver si se  calla!  —le gritó Harry a Coote cuando
pasó por su lado, pero éste, con una sonrisa, decidió apuntar con la bludger a
Harper,  que  en  ese  momento  se  cruzaba  con  ellos.  Harry  se  alegró  al  oír  un
ruido sordo que indicaba que la bludger había acertado.
A Gryffindor todo le salía bien. Marcaban un gol tras otro, y Ron paraba los
lanzamientos  con  una  facilidad  asombrosa.  Estaba  tan  contento  que  incluso
sonreía,  y  cuando  el  público  celebró  una  parada  particularmente  buena
entonando  con  entusiasmo  el  viejo  tema  «A  Weasley  vamos  a  coronar»,  él,
desde lo alto, simuló dirigirlos agitando una batuta imaginaria.
—Hoy se cree que es alguien especial, ¿verdad? —dijo una voz insidiosa, y
Harry  casi  se  cayó  de  la  escoba  cuando  Harper  lo  embistió  con  deliberada
fuerza—. Ese amigote tuyo traidor a la sangre...
En  ese  momento  la  señora  Hooch  estaba  de  espaldas,  y  aunque  los
simpatizantes de Gryffindor protestaron enardecidos en las gradas, cuando ella
se  dio  la  vuelta  Harper  ya  había  salido  disparado.  Harry,  con  el  hombro
dolorido, se lanzó en su persecución decidido a embestirlo.
—¡Me parece que Harper, de Slytherin, ha encontrado la snitch!  —anunció
Zacharias  Smith  por  el  megáfono—.  ¡Sí,  ha descubierto  algo  que Potter  no  ha
visto!
Harry pensó que Smith era un idiota rematado. ¿No se había dado cuenta
de  que  habían  chocado?  Pero  un  instante  después  comprendió  que  Zacharias
tenía  razón:  Harper  no  había  salido  disparado  hacia  arriba  en  cualquier
dirección, sino que había localizado la snitch, que volaba a toda velocidad por
encima  de  ellos  despidiendo  intensos  destellos  que  destacaban  contra  el  cielo
azul.
Harry aceleró, angustiado. El viento le silbaba en los oídos y no le permitía
escuchar  los  comentarios  de  Smith  ni  el  griterío  del  público,  pero  Harper
todavía iba delante de él, y  Gryffindor sólo llevaba una ventaja de cien puntos.
Si Harper llegaba antes que Harry, Gryffindor habría perdido. Y el jugador de
Slytherin estaba a sólo unos palmos de la snitch, con el brazo estirado...
—¡Eh,  Harper!  —gritó  Harry  a  la  desesperada—.  ¿Cuánto  te  ha  pagado
Malfoy para que jugaras en su lugar?
No supo qué lo impulsó a decir eso, pero Harper perdió la concentración y,
al intentar coger la snitch, la pelota se le escapó entre los dedos y pasó de largo.
Entonces Harry estiró un brazo y atrapó la diminuta pelota alada.
—¡Sí!  —gritó Harry, y descendió en picado, con la snitch en la mano y el
brazo en alto.
Cuando  el  público  se  dio  cuenta  de  lo  que  había  pasado,  se  alzó  una
ovación que casi ahogó el sonido del silbato que señalaba el final del partido.
—¿Adónde vas, Ginny?  —gritó Harry, que había quedado atrapado en el
aire  en  medio  del  efusivo  abrazo  de  sus  compañeros;  pero  Ginny  pasó  como
una  flecha  y  fue  a  estrellarse  estrepitosamente  contra  el  estrado  del
comentarista.
En  medio  de  los  gritos  y  las  risas  del  público,  el  equipo  de  Gryffindor
aterrizó  junto  a  los  restos  de  madera  bajo  los  que  Zacharias  había  quedado
sepultado.  Harry  oyó  que  Ginny,  risueña  y  despreocupada,  le  decía  a  la
enfurecida profesora McGonagall: «Lo siento, profesora, se me olvidó frenar.»
Sonriendo,  Harry  se  separó  del  resto  del  equipo  y  abrazó  brevemente  a
Ginny. Luego, esquivando la mirada de la muchacha, le dio una palmada en la
espalda  al  alborozado  Ron.  Olvidadas  ya  todas  sus  desavenencias,  los
jugadores de Gryffindor abandonaban el campo cogidos del brazo, lanzando los
puños al aire y saludando a su afición.
En el vestuario reinó una atmósfera de júbilo.
—¡Seamus  dice  que  hay  fiesta  en  la  sala  común!  —anunció  Dean,
eufórico—. ¡Vamos! ¡Ginny, Demelza!
Ron  y  Harry  se  quedaron  los  últimos,  y  cuando  se  disponían  a  salir
apareció  Hermione.  Retorcía  su  bufanda  de  Gryffindor  y  parecía  disgustada
pero decidida.
—Quiero hablar un momento contigo, Harry. —Respiró hondo y añadió—:
No debiste hacerlo. Ya oíste a Slughorn, es ilegal.
—¿Qué piensas hacer? ¿Delatarnos? —saltó Ron.
—¿De qué estáis hablando?  —preguntó Harry, y se volvió para colgar su
túnica, de modo que sus amigos no vieran que sonreía.
—¡Sabes  muy  bien  de  qué  estamos  hablando!  —chilló  Hermione—.  ¡Le
pusiste poción de la suerte en el zumo del desayuno! ¡Felix Felicis!
—No es verdad —negó Harry.
—¡Sí, Harry, y por eso todo salió tan bien! ¡Por eso no pudieron jugar los
mejores de Slytherin y por eso Ron lo ha parado todo!
—¡No le puse poción en el zumo!  —insistió Harry con una sonrisa de oreja
a  oreja.  Metió  una  mano  en  el  bolsillo  de  su  chaqueta  y  sacó  la  botellita  que
Hermione le había visto en la mano esa mañana. Estaba llena de poción dorada
y el tapón de corcho seguía sellado con cera—. Quería que Ron se lo creyera, así
que  fingí  ponérsela  cuando  tú  estabas  mirando.  Has  parado  los  lanzamientos
porque  te  sentías  con  suerte  —le  explicó  a  su  amigo—.  Pero  lo  has  hecho  tú
sólito. —Volvió a guardarse la poción.
—¿Seguro  que  no  había  nada  en  el  zumo  de  calabaza?  —preguntó  Ron,
perplejo—. Hace muy buen tiempo y Vaisey no ha podido jugar... ¿De verdad
no me has dado poción de la suerte?
Harry  negó  con  la  cabeza.  Ron  lo  miró  un  instante  y  luego  miró  a
Hermione.
—¡«Esta mañana le has puesto  Felix  Felicis  en el zumo a Ron, por eso lo ha
parado todo!»  —la imitó en son de burla—. ¡Pues mira! ¡Resulta que sé parar
lanzamientos sin ayuda de nadie, Hermione!
—Yo  nunca  he  dicho  que  no  sepas...  ¡Ron,  tú  también  pensabas  que  te  la
habías tomado!
Pero Ron ya se había marchado con la escoba al hombro.
—Vaya... —dijo Harry en medio de un tenso silencio; no había previsto que
pudiera salirle el tiro por la culata—. ¿Qué, vamos a la fiesta?
—¡Ve  tú!  —le  soltó  Hermione  conteniendo  las  lágrimas—.  Estoy  harta  de
Ron, no sé qué se supone que he hecho mal...
Y también salió precipitadamente del vestuario.
Harry  cruzó  sin  prisa  los  abarrotados  jardines  en  dirección  al  castillo.
Muchos alumnos lo felicitaban al pasar, pero él se sentía decepcionado. Se había
hecho  ilusiones  de  que  si  Ron  lo  hacía  bien,  Hermione  y  él  volverían  a  ser
amigos  de  inmediato.  No  se  le  ocurría  cómo  explicarle  a  Hermione  que  la
verdadera  razón  del  terco  enfado  de  Ron  era  que  ella  se  había  besado  con
Viktor Krum, y menos cuando de eso hacía bastante tiempo.
Cuando entró en la sala común no vio a su amiga, pero la fiesta en honor
del equipo de Gryffindor estaba en pleno apogeo. Su llegada fue recibida con
renovados vítores y aplausos, y pronto se vio rodeado por una multitud que lo
felicitaba.  Tuvo  que  librarse  de  los  hermanos  Creevey,  que  pretendían  que
hiciera un detallado análisis del partido, y de un numeroso grupo de niñas que
lo rodearon y se rieron hasta de sus comentarios menos graciosos sin dejar de
hacerle caídas de ojos, de modo que tardó un rato en empezar a buscar a Ron.
Al  fin  también  consiguió  zafarse  de  Romilda  Vane,  quien  no  paraba  de
insinuarle que le encantaría ir con él a la fiesta de Navidad de Slughorn.
Mientras se abría paso hacia la mesa de las bebidas, tropezó con Ginny, que
llevaba al micropuff  Arnold  encaramado en un hombro y a  Crookshanks  pegado
a los talones, maullando sin éxito.
—¿Buscas  a  Ron?  —le  preguntó  la  pequeña  de  los  Weasley  con  una
sonrisita de complicidad—. Está allí, el muy asqueroso hipócrita.
Harry  miró  hacia  el  rincón  que  señalaba  Ginny.  Y  en  efecto,  a  la vista  de
todo  el  mundo,  Ron  y  Lavender  Brown  se  abrazaban  con  tanta  pasión  que
costaba distinguir de quién era cada mano.
—Parece  que  se  la  esté  comiendo,  ¿no?  —observó  Ginny  con  frialdad—.
Supongo que de alguna manera tiene que perfeccionar su técnica. Has jugado
muy bien, Harry.
Le dio unas palmaditas en el brazo y Harry notó un cosquilleo de vértigo
en  el  estómago,  pero  ella  siguió  su  camino  y  fue  a  servirse  más  cerveza  de
mantequilla. Crookshanks la siguió con los ojos fijos en Arnold.
Harry  dejó  de  mirar  a  Ron,  que  no  parecía  tener  intenciones  de  salir  a  la
superficie, y en ese preciso momento vio cómo se cerraba el hueco del retrato.
Le pareció atisbar una tupida melena castaña que se perdía de vista, y sintió un
gran desaliento.
Corrió  en  esa  dirección,  volvió  a  esquivar  a  Romilda  Vane  y  abrió  de  un
empujón el retrato de la Señora Gorda, pero el pasillo estaba desierto.
—¡Hermione!
La  encontró  en  la  primera  aula  que  no  estaba  cerrada  con  llave.  Se  había
sentado en la mesa del profesor y la rodeaba un pequeño círculo de gorjeantes
canarios  que  había  hecho  aparecer  de  la  nada.  A  Harry  le  impresionó  que
lograse el hechizo en un momento como ése.
—¡Hola,  Harry!  —lo  saludó  ella  con  voz  crispada—.  Sólo  estaba
practicando.
—Sí,  ya  veo...  Son...  muy  bonitos.  —No  sabía  qué  decir.  Con  un  poco  de
suerte, tal vez Hermione no hubiese visto a Ron con las manos en la masa y sólo
se había marchado porque le desagradaba tanto alboroto, pero ella dijo, con una
voz inusualmente chillona:
—Ron se lo está pasando en grande en la fiesta.
—Hum... ¿Ah, sí?
—No  finjas  que  no  lo  has  visto.  No  puede  decirse  que  se  estuviera
escondiendo, ¿no?
En ese instante se abrió la puerta del aula, y Harry, horrorizado, vio entrar
a Ron riendo y arrastrando a Lavender de la mano.
—¡Oh! —dijo el muchacho, y se paró en seco al verlos.
—¡Uy!  —exclamó  Lavender,  y  salió  riendo  del  aula.  La  puerta  se  cerró
detrás de ella.
Al punto se impuso un silencio tenso e incómodo. Hermione miró fijamente
a  Ron,  que,  eludiendo  su  mirada,  dijo  con  una  curiosa  mezcla  de  chulería  y
torpeza:
—¡Hola, Harry! ¡No sabía dónde te habías metido!
Hermione  bajó  de  la  mesa  con  un  movimiento  lánguido.  La  pequeña
bandada de pájaros dorados siguió gorjeando y describiendo círculos alrededor
de su cabeza, dándole el aspecto de una extraña maqueta del sistema solar con
plumas.
—No  dejes  a  Lavender  sola  ahí  fuera  —dijo  con  calma—.  Estará
preocupada por ti.
Y caminó despacio y muy erguida hasta la puerta. Harry miró a Ron, que
parecía aliviado de que no hubiese ocurrido nada peor.
—¡Oppugno!  —exclamó entonces Hermione desde el umbral, y con la cara
desencajada apuntó a Ron con la varita.
La bandada de pájaros salió disparada como una ráfaga de balas doradas
hacia Ron, que soltó un grito y se tapó la cara con las manos, pero aun así los
pájaros lo atacaron, arañando y picando cada trocito de piel que encontraban.
—¡Hermione,  por  favor!  —suplicó  el  muchacho,  pero,  con  una  última
mirada rabiosa y vengativa, ella abrió la puerta de un tirón y salió al pasillo.
A Harry le pareció oír un sollozo antes de que la puerta se cerrara.

15
El Juramento Inquebrantable

Una vez más la nieve formaba remolinos tras las heladas ventanas; se acercaba
la Navidad. Como todos los años y sin ayuda alguna, Hagrid ya había llevado
los  doce  árboles  navideños  al  Gran  Comedor;  había  guirnaldas  de  acebo  y
espumillones  enroscados  en  los  pasamanos  de  las  escaleras;  dentro  de  los
cascos  de  las  armaduras  ardían  velas  perennes,  y  del  techo  de  los  pasillos
colgaban a intervalos regulares grandes ramos de muérdago,  bajo los cuales se
apiñaban las niñas cada vez que Harry pasaba por allí. Eso provocaba atascos
en los pasillos, pero, afortunadamente, en sus frecuentes paseos nocturnos por
el castillo Harry había descubierto diversos pasadizos secretos, de modo que no
le costaba tomar rutas sin adornos de muérdago para ir de un aula a otra.
Ron, que en otras circunstancias se habría puesto celoso, se desternillaba de
risa cada vez que Harry tenía que tomar uno de esos atajos para esquivar a sus
admiradoras. Sin embargo, a pesar de que Harry prefería mil veces a ese nuevo
Ron, risueño y bromista, antes que al malhumorado y agresivo compañero que
había  soportado  las  últimas  semanas,  no  todo  eran  ventajas.  En  primer  lugar,
Harry tenía que aguantar con frecuencia la presencia de Lavender Brown, quien
opinaba  que  cualquier  momento  que  no  estuviera  besándose  con  Ron  era
tiempo desperdiciado; y además, se hallaba otra vez en la difícil situación de ser
el mejor amigo de dos personas que no parecían dispuestas a volver a dirigirse
la palabra.
Ron,  que  todavía  tenía  arañazos  y  cortes  en  las  manos  y  los  antebrazos
provocados  por  los  belicosos  canarios  de  Hermione,  adoptaba  una  postura
defensiva y resentida.
—No tiene derecho a quejarse, porque ella se besaba con Krum  —le dijo a
Harry—. Y ahora se ha enterado de que alguien quiere besarse conmigo. Pues
mira, éste es un país libre. Yo no he hecho nada malo.
Harry fingió estar enfrascado en el libro cuya lectura tenían que terminar
antes de la clase de Encantamientos de la mañana siguiente  (La búsqueda de la
quintaesencia). Como estaba decidido a seguir siendo amigo de los dos, no tenía
más remedio que morderse la lengua cada tanto.
—Yo nunca le prometí nada a Hermione —farfulló Ron—. Hombre, sí, iba a
ir con ella a la fiesta de Navidad de Slughorn, pero nunca me dijo... Sólo como
amigos... Yo no he firmado nada...
Harry, consciente de que su amigo lo estaba mirando, volvió una página de
La búsqueda de la quintaesencia. La voz de Ron fue reduciéndose a un murmullo
apenas audible a causa del chisporroteo del fuego, aunque a Harry le pareció
distinguir otra vez las palabras «Krum» y «que no se queje».
Hermione tenía la agenda tan llena que Harry sólo podía hablar con calma
con  ella  por  la  noche,  aunque,  en  cualquier  caso,  Ron  estaba  enroscado
alrededor  de  Lavender  y  ni  se  fijaba  en  lo  que  hacía  su  amigo.  Hermione  se
negaba  a  sentarse  en  la  sala  común  si  Ron  estaba  allí,  de  modo  que  Harry  se
reunía con ella en la biblioteca, y eso significaba que tenían que hablar en voz
baja.
—Tiene  total  libertad  para  besarse  con  quien  quiera  —afirmó  Hermione
mientras la bibliotecaria, la señora Pince, se paseaba entre las estanterías—. Me
importa un bledo, de verdad.
Dicho esto, levantó la pluma y puso el punto sobre una «i», pero con tanta
rabia  que  perforó  la  hoja  de  pergamino.  Harry  no  dijo  nada  (últimamente
hablaba  tan  poco  que  temía  perder  la  voz  para  siempre),  se  inclinó  algo  más
sobre  Elaboración  de  pociones  avanzadas  y  siguió  tomando  notas  acerca  de  los
elixires  eternos,  deteniéndose  de  vez  en  cuando  para  descifrar  los  útiles
comentarios del príncipe al texto de Libatius Borage.
—¡Ah, por cierto, ve con cuidado! —añadió Hermione al cabo de un rato.
—Te  lo  digo  por  última  vez  —replicó  Harry  con  un  susurro  ligeramente
ronco  después  de  tres  cuartos  de  hora  de  silencio—:  no  pienso  devolver  este
libro.  He  aprendido  más  con  el  Príncipe  Mestizo  que  con  lo  que  me  han
enseñado Snape o Slughorn en...
—No me refiero a tu estúpido «príncipe» —lo cortó Hermione, y lanzó una
mirada de desdén al libro, como si éste hubiera sido grosero con ella—. Antes
de venir aquí pasé por el cuarto de baño de las chicas, y allí me encontré con
casi  una  docena  de  alumnas  (entre  ellas  Romilda  Vane)  intentando  decidir
cómo hacerte beber un filtro de amor. Todas pretenden que las lleves  a la fiesta
de Slughorn, y sospecho que han comprado filtros de amor en la tienda de Fred
y George que, me temo, funcionan.
—¿Y  por  qué  no  se  los  confiscaste?  —No  le  parecía  lógico  que  Hermione
abandonara su obsesión por las normas en esos momentos tan críticos.
—Porque no tenían las pociones en el lavabo —contestó ella, con desdén—.
Sólo  comentaban  posibles  tácticas.  Como  dudo  que  ni  siquiera  ese  Príncipe
Mestizo  —le  lanzó  otra  arisca  mirada  al  libro—  fuese  capaz  de  encontrar  un
antídoto  eficaz  contra una  docena  de  filtros  de  amor  diferentes  ingeridos  a  la
vez, yo en tu lugar invitaría a una de ellas a que te acompañe a la fiesta. Así las
demás dejarían de albergar esperanzas y se resignarían. La fiesta es mañana por
la noche, y te advierto que están desesperadas.
—No me apetece invitar a nadie —murmuró Harry, que seguía procurando
no pensar en Ginny, pese a que ésta no paraba de aparecer en sus sueños, en
actitudes que le hacían agradecer que Ron no supiera Legeremancia.
—Pues  vigila  lo  que  bebes  porque  me  ha  parecido  que  Romilda  Vane
hablaba en serio —le advirtió Hermione.
Estiró el largo rollo de pergamino en que estaba escribiendo su redacción
de  Aritmancia  y  siguió  rasgueando  con  la  pluma.  Harry  se  quedó
contemplándola, pero tenía la mente muy lejos de allí.
—Espera un momento  —dijo de pronto—. Creía que Filch había prohibido
los productos comprados en Sortilegios Weasley.
—¿Y  desde  cuándo  alguien  hace  caso  de  las  prohibiciones  de  Filch?  —
replicó Hermione, concentrada en su redacción.
—¿No decían que también controlaban las lechuzas? ¿Cómo puede ser que
esas chicas hayan entrado filtros de amor en el colegio?
—Fred  y  George  los  han  enviado  camuflados  como  perfumes  o  pociones
para  la  tos  —explicó  Hermione—.  Forma  parte  de  su  Servicio  de  Envío  por
Lechuza.
—Veo que estás muy enterada.
Hermione  le  lanzó  una  mirada  tan  ceñuda  como  la  que  acababa  de
dedicarle al ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas.
—Lo explicaban en la etiqueta de las botellas que nos enseñaron a Ginny y
a  mí  el  verano  pasado  —dijo  con  altivez—.  Yo  no  voy  por  ahí  poniéndole
pociones en el vaso a la gente, ni fingiendo que lo hago, lo cual viene a ser...
—Vale, vale  —se apresuró a apaciguarla  Harry—. Lo que importa es que
están  engañando  a  Filch,  ¿no?  ¡Esas  chicas  introducen  cosas  en  el  colegio
haciéndolas  pasar  por  lo  que  no  son!  Por  tanto,  ¿por  qué  no  habría  podido
Malfoy introducir el collar?
—Harry, no empieces otra vez, te lo ruego.
—Contéstame. ¿Por qué?
—Mira  —dijo  Hermione  tras  suspirar—,  los  sensores  de  ocultamiento
detectan embrujos,  maldiciones y encantamientos de camuflaje, ¿no es así? Se
utilizan  para  encontrar  magia  oscura  y  objetos  tenebrosos.  Así  pues,  una
poderosa maldición como la de ese collar la habría descubierto en cuestión de
segundos. Sin embargo, no registran una cosa que alguien haya metido en otra
botella. Además, los filtros de amor no son tenebrosos ni peligrosos...
—Yo no estaría tan seguro —masculló Harry pensando en Romilda Vane.
—... de modo que Filch tendría que haberse dado cuenta de que no era una
poción  para la tos, y ya sabemos que no es muy buen mago; dudo mucho que
pueda distinguir una poción de...
Hermione no terminó la frase; Harry también lo había oído: alguien había
pasado  cerca  de  ellos  entre  las  oscuras  estanterías.  Esperaron  y,  segundos
después,  el  rostro  de  buitre  de  la  señora  Pince  apareció  por  una  esquina;  la
lámpara que llevaba le iluminaba las hundidas mejillas, la apergaminada piel y
la larga y ganchuda nariz, lo cual no la favorecía precisamente.
—Ya es hora de cerrar —anunció—. Devolved todo lo que hayáis utilizado
al estante correspon... Pero ¿qué le has hecho a ese libro, so depravado?
—¡No es de la biblioteca! ¡Es mío!  —se defendió Harry, y cogió su volumen
de Elaboración de pociones avanzadas  en el preciso instante en que la bibliotecaria
lo aferraba con unas manos que parecían garras.
—¡Lo has estropeado! ¡Lo has profanado! ¡Lo has contaminado!
—¡Sólo es un libro con anotaciones!  —replicó Harry, tirando del ejemplar
hasta arrancárselo de las manos.
A la señora Pince parecía que iba a darle un ataque; Hermione, que había
recogido sus cosas a toda prisa, agarró a Harry por el brazo y se lo llevó a la
fuerza.
—Si no vas con cuidado te prohibirá la entrada a la biblioteca. ¿Por qué has
tenido que traer ese estúpido libro?
—Yo no tengo la culpa de que esté loca de remate, Hermione. O tal vez se
haya puesto así porque te oyó hablar mal de Filch. Siempre he pensado que hay
algo entre esos dos...
—¡Hala! ¿Te imaginas?
Contentos  de  poder  volver  a  hablar  con  normalidad,  los  dos  amigos
regresaron  a  la  sala  común  recorriendo  los  desiertos  pasillos,  iluminados  con
lámparas,  mientras  deliberaban  si  Filch  y  la  señora  Pince  tenían  o  no  una
aventura amorosa.
—«Baratija.»  —Harry  pronunció  la  nueva  y  divertida  contraseña  ante  la
Señora Gorda.
—Como  tú  —le  respondió  la  Señora  Gorda  con  una  picara  sonrisa,  y  se
apartó para dejarlos pasar.
—¡Hola, Harry! —lo saludó Romilda Vane apenas el muchacho entró por el
hueco en la sala común—. ¿Te apetece una tacita de alelí?
Hermione le lanzó una mirada de «¿acaso no te lo advertí?».
—No, gracias —contestó Harry—. No me gusta mucho.
—Bueno,  pues  toma  esto  —replicó  Romilda,  y  le  puso  una  caja  en  las
manos—. Son calderos de chocolate, rellenos de whisky de fuego. Me los envió
mi abuela, pero a mí no me gustan.
—Vale, muchas gracias  —repuso Harry, sin saber qué más decir—. Hum...
Voy allí con...
Echó a andar detrás de Hermione sin terminar la frase.
—Ya  te  lo  decía  yo  —dijo  ella—.  Cuanto  antes  invites  a  alguien,  antes  te
dejarán en paz y podrás...  —Pero de pronto palideció:  acababa de ver a Ron y
Lavender  entrelazados  en  una  butaca—.  Buenas  noches,  Harry  —se  despidió
pese a que apenas eran las siete de la tarde, y se marchó al dormitorio de las
chicas.
Cuando Harry fue a acostarse, se consoló pensando que sólo quedaba un
día  más  de  clases  y  la  fiesta  de  Slughorn;  después  Ron  y  él  se  irían  a  La
Madriguera. Ya no había esperanzas de que Ron y Hermione hicieran las paces
antes  del  inicio  de  las  vacaciones,  pero,  con  un  poco  de  suerte,  el  período  de
descanso les permitiría tranquilizarse y reflexionar sobre su comportamiento.
Con  todo,  Harry  no  se  hacía  muchas  ilusiones,  y  éstas  se  esfumaron  aún
más al día siguiente, tras soportar una clase de Transformaciones con sus dos
amigos.  Acababan  de  empezar  con  el  dificilísimo  tema  de  la  transformación
humana; trabajaban delante de espejos y se suponía que  tenían que cambiar el
color de sus cejas. Hermione rió con crueldad ante el desastroso primer intento
de Ron, con el que sólo consiguió que le apareciera en la cara un espectacular
bigote  con forma de manillar. Él se tomó la revancha realizando una maliciosa
pero acertada imitación de los brincos que ella daba en la silla cada vez que la
profesora  McGonagall  formulaba  una  pregunta.  Lavender  y  Parvati  lo
encontraron  divertidísimo,  pero  Hermione  acabó  al  borde  de  las  lágrimas  y,
apenas sonó el timbre, salió corriendo del aula, dejándose la mitad de las cosas
en el pupitre. Harry, tras decidir que en esa ocasión ella estaba más necesitada
que Ron, se lo recogió todo y la siguió.
La encontró cuando salía de un lavabo de chicas, un piso más abajo. Luna
Lovegood la acompañaba y le daba palmaditas en la espalda.
—¡Hola, Harry! —dijo Luna—. ¿Sabías que tienes una ceja amarilla?
—Hola, Luna. Hermione, te has dejado esto en... —Se lo entregó.
—¡Ah,  sí!  —balbuceó  ella,  y  se  dio  rápidamente  la  vuelta  para  disimular
que se estaba secando las lágrimas—. Gracias, Harry. Bueno, tengo que irme...
Y  se  marchó  tan  deprisa  que  él  no  tuvo  tiempo  de  decirle  nada  que  la
consolara, aunque en realidad no se le ocurría qué.
—Está  un  poco  disgustada  —comentó  Luna—.  Al  principio  creí  que  era
Myrtle la Llorona la que estaba ahí dentro, pero ya ves. Ha dicho no sé qué sobre
ese Ron Weasley...
—Ya, es que se han peleado.
—A  veces  Ron  dice  cosas  muy  graciosas,  ¿verdad?  —comentó  Luna
mientras recorrían el pasillo—. Pero otras veces es un poco cruel. Ya me fijé en
eso el año pasado.
—Puede ser —admitió Harry. Luna exhibía una vez más su habilidad para
decir  las  verdades  aunque  molestaran;  Harry  nunca  había  conocido  a  nadie
como ella—. ¿Qué tal te ha ido el trimestre?
—No ha estado mal. Sin el ED me he sentido un poco sola. Pero Ginny ha
sido muy simpática conmigo. El otro día, en la clase de Transformaciones, hizo
callar a dos chicos que me estaban llamando «Lunática»...
—¿Te gustaría venir a la fiesta que ofrece Slughorn esta noche?  —Harry lo
dijo sin pensar, e incluso creyó que salía de unos labios ajenos.
Luna, sorprendida, lo miró con sus ojos saltones.
—¿A la fiesta de Slughorn? ¿Contigo?
—Pues sí... Nos permiten llevar invitados, y he pensado que a lo mejor te
apetecía...  Bueno,  entiéndeme...  —Quería  dejar  muy  claras  sus  intenciones—.
Me refiero a sólo como amigos, ¿entiendes? Pero si no quieres...  —El pobre no
estaba  nada  convencido  de  aquello,  y  no  le  habría  importado  que  la  chica
rechazara su invitación.
—¡Qué  va,  me  encantaría  ir  contigo  sólo  como  amigos!  —exclamó  Luna,
que sonreía como Harry nunca la había visto sonreír—. ¡Es la primera vez que
alguien me invita a ir a una fiesta como amigos! ¿Te has teñido la ceja para  la
fiesta? ¿Quieres que yo también me tina una?
—No, esto ha sido un error. Le pediré a Hermione que lo arregle. Bueno,
nos vemos en el vestíbulo a las ocho en punto, ¿vale?
—¡Aaajá!  —bramó una voz desde lo alto, y ambos dieron un respingo; sin
saberlo, se  habían detenido debajo de Peeves, que estaba colgado cabeza abajo
de  una  lámpara  de  cristal  y  les  sonreía  con malicia—.  ¡Pipipote  ha  invitado  a
Lunática a la  fiesta! ¡Pipipote y Lunática son novios! ¡Pipipote y Lunática son
novios!  —Y  salió  disparado  riendo  a  carcajadas  y  chillando—:  ¡Pipipote  y
Lunática son novios!
—Es imposible mantener un secreto —se lamentó Harry.
Y tenía razón: minutos más tarde, el colegio entero sabía que Harry Potter
asistiría a la fiesta de Slughorn con Luna Lovegood.
—¡Pero  si  podías  invitar  a  cualquiera!  —dijo  Ron,  incrédulo,  durante  la
cena—. ¡A cualquiera! ¿Cómo se te ocurre elegir a Lunática Lovegood?
—No la llames así  —lo reprendió Ginny, deteniéndose detrás de Harry—.
Me alegro de que la hayas invitado, Harry. Está emocionadísima.  —Y se fue a
buscar a Dean.
Harry intentó animarse pensando que a Ginny le parecía bien que llevara a
Luna a la fiesta, pero no lo consiguió del todo. Por su parte, Hermione estaba
sentada al otro extremo de la mesa, sola, removiendo el estofado de su plato.
Harry se fijó en que Ron la miraba con disimulo.
—Podrías pedirle perdón —sugirió Harry sin rodeos.
—¡Sí, hombre! ¡Y que me ataque otra bandada de canarios asesinos!
—¿Por qué tuviste que imitarla en son de burla?
—¡Ella se rió de mi bigote!
—Y yo también. Era lo más ridículo que he visto en mi vida.
Pero  Ron  no  lo  escuchó,  porque  Lavender,  que  acababa  de  llegar  con
Parvati, se apretujó entre ambos amigos y, sin perder un segundo, le echó los
brazos al cuello a Ron.
—¡Hola, Harry! —dijo Parvati, que, al igual que él, parecía un poco molesta
y harta por el comportamiento de aquellos dos tortolitos.
—¡Hola!  ¿Cómo  estás?  Veo  que  te  has  quedado  en  Hogwarts.  Me  dijeron
que tus padres querían que volvieras a casa.
—De  momento  he  conseguido  persuadirlos.  Se  asustaron  mucho  cuando
supieron  lo  que  le  había  pasado  a  Katie,  pero  como  desde  entonces  no  ha
habido más accidentes... ¡Ah, hola, Hermione! —Parvati le sonrió alegremente.
Harry se dio cuenta de que la chica se sentía culpable por haberse reído de
Hermione  en  la  clase  de  Transformaciones,  pero  ésta  le  devolvió  una  sonrisa
aún más radiante. A veces no había manera de entender a las chicas.
—¡Hola, Parvati!  —le dijo, ignorando a Ron y Lavender—. ¿Vas a la fiesta
de Slughorn esta noche?
—No  me  han  invitado  —respondió  Parvati  con  tristeza—.  Pero  me
encantaría ir. Por lo visto va a estar muy bien... Tú irás, ¿verdad, Hermione?
—Sí, he quedado con Cormac a las ocho y...  —Se oyó un ruido parecido al
de  una  ventosa  despegándose  de  un  sumidero  obstruido  y  Ron  levantó  la
cabeza. Hermione prosiguió como si nada—. Iremos juntos a la fiesta.
—¿Con Cormac? —se extrañó Parvati—. ¿Cormac McLaggen?
—Exacto —confirmó Hermione con voz dulzona—. El que casi —enfatizó—
consiguió la plaza de guardián de Gryffindor.
—¿Sales con él? —preguntó Parvati, asombradísima.
—Sí. ¿No lo sabías? —Y soltó una risita nada propia de ella.
—¡Caramba! —exclamó Parvati, muy impresionada con aquel cotilleo—. Ya
veo que tienes debilidad por los jugadores de quidditch, ¿no? Primero Krum y
ahora McLaggen...
—Me  gustan  los  jugadores  de  quidditch  buenos  de  verdad  —puntualizó
Hermione sin dejar de sonreír—. Bueno, hasta luego. Tengo que ir a arreglarme
para la fiesta.
Se  levantó  del  banco  y  se  marchó.  Inmediatamente,  Lavender  y  Parvati
juntaron  las  cabezas  para  analizar  aquella  primicia  y  poner  en  común  lo  que
habían  oído  acerca  de  McLaggen  y  lo  que  sabían  acerca  de  Hermione.  Ron
guardó silencio con la mirada perdida, y Harry se puso a reflexionar sobre lo
que eran capaces de hacer las mujeres para vengarse.
A las ocho en punto, cuando Harry llegó al vestíbulo, había más chicas de
lo habitual merodeando por allí, y al dirigirse hacia Luna tuvo la impresión de
que  las  demás  lo  miraban  con  rencor.  Luna  llevaba  una  túnica  plateada  con
lentejuelas  que  provocó  algunas  risitas  entre  los  curiosos,  pero  por  lo  demás
estaba muy guapa. No obstante, Harry se alegró de que no se hubiera puesto
los pendientes de rábanos, el collar de corchos de cerveza de mantequilla ni las
espectrogafas.
—¡Hola! —la saludó—. ¿Nos vamos?
—Sí, sí —dijo ella alegremente—. ¿Dónde es la fiesta?
—En  el  despacho  de  Slughorn  —contestó  Harry,  guiándola  por  la
escalinata de mármol, y se alejaron de miradas y murmuraciones—. ¿Sabías que
vendrá un vampiro?
—¿Rufus Scrimgeour?
—¿Quién? ¿Te refieres al ministro de Magia?
—Sí;  es  vampiro  —dijo  Luna  con  naturalidad—.  Mi  padre  escribió  un
artículo larguísimo sobre él cuando Scrimgeour relevó a Cornelius Fudge, pero
alguien  del  ministerio  le  prohibió  publicarlo.  Por  lo  visto  no  querían  que  se
supiera la verdad.
Harry,  que  consideraba  muy  improbable  que  Rufus  Scrimgeour  fuera  un
vampiro, pero que estaba acostumbrado a que Luna repitiera las estrambóticas
opiniones  de  su  padre  como  si  fueran  hechos  comprobados,  no  hizo  ningún
comentario. Ya estaban llegando  al despacho de Slughorn y el rumor de risas,
música y conversaciones iba creciendo.
El  despacho  era  mucho  más  amplio  que  los  de  los  otros  profesores,  bien
porque  lo  habían  construido  así,  bien  porque  Slughorn  lo  había  ampliado
mediante  algún  truco  mágico.  Tanto  el  techo  como  las  paredes  estaban
adornados con colgaduras verde esmeralda, carmesí y dorado, lo que daba la
impresión de estar en una tienda. La habitación, abarrotada y con un ambiente
muy  cargado,  estaba  bañada  por  la  luz  rojiza  que  proyectaba  una  barroca
lámpara  dorada,  colgada  del  centro  del  techo,  en  la  que  aleteaban  hadas  de
verdad  que,  vistas  desde  abajo,  parecían  relucientes  motas  de  luz.  Desde  un
rincón  apartado  llegaban  cánticos  acompañados  por  instrumentos  que
recordaban  las  mandolinas;  una  nube  de  humo  de  pipa  flotaba  suspendida
sobre las cabezas de unos magos ancianos que conversaban animadamente, y,
dando  chillidos,  varios  elfos  domésticos  intentaban  abrirse  paso  entre  un
bosque de rodillas, pero, como quedaban ocultos por las pesadas bandejas de
plata llenas de comida que transportaban, tenían el aspecto de mesitas móviles.
—¡Harry, amigo mío!  —exclamó Slughorn en cuanto el muchacho y Luna
entraron—. ¡Pasa, pasa! ¡Hay un montón de gente que quiero presentarte!
Slughorn llevaba un sombrero de terciopelo adornado con borlas haciendo
juego  con  su  batín.  Agarró  con  fuerza  a  Harry  por  el  brazo,  como  si  quisiera
desaparecerse con él, y lo guió resueltamente hacia el centro de la fiesta; Harry
tiró de la mano de Luna.
—Te presento a Eldred Worple, un antiguo alumno mío, autor de Hermanos
de sangre: mi vida entre los vampiros. Y a su amigo Sanguini, por supuesto.
Worple,  un  individuo  menudo  y  con  gafas,  le  estrechó  la  mano  con
entusiasmo.  El  vampiro  Sanguini,  alto,  demacrado  y  con  marcadas  ojeras,  se
limitó a hacer un movimiento con la cabeza; parecía aburrido. Cerca de él había
un grupo de chicas que lo miraban con curiosidad y emoción.
—¡Harry  Potter!  ¡Encantado  de  conocerte!  —exclamó  Worple  mirándolo
con  ojos  de  miope—.  Precisamente,  hace  poco  le  preguntaba  al  profesor
Slughorn  cuándo  saldría  la  biografía  de  Harry  Potter  que  todos  estamos
esperando.
—¿Ah... sí? —dijo Harry.
—¡Ya  veo  que  Horace  no  exageraba  cuando  elogiaba  tu  modestia!  —se
admiró Worple—. Pero de verdad  —prosiguió, ahora con tono más serio—, me
encantaría escribirla yo mismo. La gente está deseando saber más cosas de ti,
querido amigo, ¡se mueren de curiosidad!  Si me  concedieras unas entrevistas,
en sesiones de cuatro o cinco horas, por decir algo, podríamos terminar el libro
en unos meses. Y requeriría muy poco esfuerzo por tu parte, te lo aseguro. Ya
verás,  pregúntale  a  Sanguini  si  no  es...  ¡Sanguini,  quédate  aquí!  —ordenó
endureciendo el semblante, pues poco a poco el vampiro se había ido acercando
con cara de avidez al grupito de niñas—. Toma, cómete un pastelito  —añadió,
cogiéndolo de la bandeja de un elfo que pasaba por allí, y se lo puso en la mano
antes de volver a dirigirse a Harry—. Amigo mío, no te imaginas la cantidad de
oro que podrías llegar a ganar...
—No me interesa, de verdad —respondió el muchacho—. Y perdone, pero
acabo de ver a una amiga.
Tiró del brazo de Luna y se metió entre el gentío; acababa de atisbar una
larga  melena  castaña  que  desaparecía  entre  dos  integrantes  del  grupo  Las
Brujas de Macbeth.
—¡Hermione! ¡Hermione!
—¡Harry! ¡Por fin te encuentro! ¡Hola, Luna!
—¿Qué  te  ha  pasado?  —preguntó  Harry,  porque  se  la  veía  muy
despeinada, como si acabara de salir de un matorral de lazo del diablo.
—Verás, es que acabo de escaparme... Bueno, acabo de dejar a Cormac —se
corrigió—. Debajo del muérdago —precisó, pues su amigo seguía mirándola sin
comprender.
—Te está bien empleado por venir con él —repuso Harry con aspereza.
—No  se  me  ocurrió  nada  que  pudiera  fastidiar  más  a  Ron  —admitió
Hermione—.  Estuve  planteándome  venir  con  Zacharias  Smith,  pero  al  final
decidí que...
—¿Te planteaste venir con Smith? —se sublevó Harry.
—Sí, y lamento no haberlo hecho, porque, al lado de McLaggen, Grawp es
todo un caballero. Vamos por aquí, así lo veremos venir. Es tan alto...
Cogieron  tres  copas  de  hidromiel  y  se  dirigieron  hacia  el  otro  lado  de  la
sala, sin advertir a tiempo que la profesora Trelawney estaba allí de pie, sola.
—Buenas noches, profesora —la saludó Luna.
—Buenas noches, querida  —repuso ella, enfocándola con cierta dificultad.
Harry volvió a percibir olor a jerez para cocinar—. Hace tiempo que no te veo
en mis clases.
—No, este año tengo a Firenze —explicó Luna.
—¡Ah,  claro!  —dijo  la  profesora  con  una  risita  que  delataba  su
embriaguez—. O Borrico, como yo prefiero llamarlo. Lo lógico habría sido que,
ya que he vuelto al colegio, el profesor Dumbledore se hubiera librado de ese
caballo, ¿no te parece? Pues no. Ahora nos repartimos las clases. Es un insulto,
francamente. Un insulto. ¿Sabías que...?
Por  lo  visto,  Trelawney  estaba  tan  borracha  que  no  había  reconocido  a
Harry, así que, aprovechando las furibundas críticas a Firenze, él se acercó más
a Hermione y le dijo:
—Aclaremos una cosa. ¿Piensas decirle a Ron que amañaste las pruebas de
selección del guardián?
—¿De verdad me consideras capaz de caer tan bajo?
—Mira, Hermione, si eres capaz de invitar a salir a McLaggen... —repuso él
mirándola con ironía.
—Eso  es  muy  diferente  —se  defendió  la  chica—.  No  tengo  intención  de
decirle a Ron nada de lo que pudo haber pasado o no en esas pruebas.
—Me  alegro,  porque  volvería  a  derrumbarse  y  perderíamos  el  próximo
partido.
—¡Dichoso quidditch!  —se encendió Hermione—. ¿Es que a los chicos no
os importa nada más? Cormac no me ha hecho ni una sola pregunta sobre mí.
Qué  va,  sólo  me  ha  soltado  un  discursito  sobre  «las  cien  mejores  paradas  de
Cormac McLaggen». ¡Oh, no! ¡Viene hacia aquí!
Se esfumó tan deprisa como si se hubiera desaparecido: sólo necesitó una
milésima de segundo para colarse entre dos brujas que reían a carcajadas.
—¿Has  visto  a  Hermione?  —preguntó  McLaggen  un  minuto  más  tarde
mientras se abría paso entre la gente.
—No, lo siento —contestó Harry, y se volvió para atender a la conversación
de Luna, olvidando por un instante quién era su interlocutora.
—¡Harry Potter!  —exclamó la profesora Trelawney, que no había reparado
en él, con voz grave y vibrante.
—¡Ah, hola! —dijo Harry.
—¡Querido!  —prosiguió  ella  con  un  elocuente  susurro—.  ¡Qué  rumores!
¡Qué historias! ¡El Elegido! Yo lo sé desde hace mucho tiempo, por supuesto...
Los  presagios  nunca  fueron  buenos,  Harry...  Pero  ¿por  qué  no  has  vuelto  a
Adivinación?  ¡Para  ti,  más  que  para  nadie,  esa  asignatura  es  sumamente
importante!
—¡Ah, Sybill, todos creemos que nuestra asignatura es la más importante!
—intervino  una  potente  voz,  y  Slughorn  apareció  junto  a  la  profesora
Trelawney;  con  las  mejillas  coloradas  y  el  sombrero  de  terciopelo  un  poco
torcido, sostenía un vaso de hidromiel con una mano y un pastelillo de frutos
secos  en  la  otra—.  ¡Pero  creo  que  jamás  he  conocido  a  nadie  con  semejante
talento para las  pociones!  —afirmó contemplando a Harry con afecto, aunque
con  los  ojos  enrojecidos—.  Lo  suyo  es  instintivo,  ¿me  explico?  ¡Igual  que  su
madre!  Te  aseguro,  Sybill,  que  he  tenido  muy  pocos  alumnos  con  tanta
habilidad; mira, ni siquiera Severus...
Y  Harry,  horrorizado,  vio  cómo  el  profesor  tendía  un  brazo  hacia  atrás  y
llamaba a Snape, que unos instantes antes no estaba allí.
—¡Alegra esa cara y ven con nosotros, Severus!  —exclamó Slughorn, e hipó
con regocijo—. ¡Estaba hablando de las extraordinarias dotes de Harry para la
elaboración  de  pociones!  ¡Hay  que  reconocerte  parte  del  mérito,  desde  luego,
porque tú fuiste su maestro durante cinco años!
Atrapado, con el brazo de Slughorn alrededor de los hombros, Snape miró
a Harry entornando los ojos.
—Es  curioso,  pero  siempre  tuve  la  impresión  de  que  no  conseguiría
enseñarle nada a Potter.
—¡Se trata de una capacidad innata!  —graznó Slughorn—. Deberías haber
visto lo que me presentó el primer día de clase, ¡el Filtro de Muertos en Vida!
Jamás un alumno había obtenido un resultado mejor al primer intento; creo que
ni siquiera tú, Severus...
—¿En  serio?  —repuso  Snape  y  miró  ceñudo  a  Harry,  que  sintió  un  leve
desasosiego.  No  tenía  ningún  interés  en  que  Snape  empezara  a  investigar  la
fuente de su recién descubierto éxito en Pociones.
—Recuérdame  qué  otras  asignaturas  estudias  este  año,  Harry  —pidió
Slughorn.
—Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras,  Encantamientos,  Transformaciones,
Herbología...
—Resumiendo,  todas  las  requeridas  para  ser  auror  —terció  Snape
sonriendo con sarcasmo.
—Sí, es que eso es lo que quiero ser —replicó Harry, desafiante.
—¡Y serás un auror excelente! —opinó Slughorn.
—Pues yo opino que no deberías serlo, Harry  —intervino Luna, y todos la
miraron—. Los aurores participan en la Conspiración Rotfang; creía que lo sabía
todo el  mundo. Trabajan infiltrados en el Ministerio de Magia para derrocarlo
combinando la magia oscura con cierta enfermedad de las encías.
Harry no pudo evitar reírse y se atragantó con un sorbo de hidromiel. Valía
la  pena  haber  invitado  a  Luna  a  la  fiesta  aunque  sólo  fuera  para  oír  ese
comentario.  Tosió  salpicándolo  todo,  pero  con  una  sonrisa  en  los  labios;
entonces  vio  algo  que  lo  satisfizo  en  grado  sumo:  Argus  Filch  iba  hacia  ellos
arrastrando a Draco Malfoy por una oreja.
—Profesor  Slughorn  —dijo  Filch  con  su  jadeante  voz;  le  temblaban  los
carrillos y en sus ojos saltones brillaba la obsesión por detectar travesuras—, he
descubierto  a  este  chico  merodeando  por  un  pasillo  de  los  pisos  superiores.
Dice  que  venía  a  su  fiesta  pero  que  se  ha  extraviado.  ¿Es  verdad  que  está
invitado?
Malfoy se soltó con un tirón.
—¡Está  bien,  no  me  han  invitado!  —reconoció  a  regañadientes—.  Quería
colarme. ¿Satisfecho?
—¡No, no estoy nada satisfecho!  —repuso Filch, aunque su afirmación no
concordaba con su expresión triunfante—. ¡Te has metido en un buen lío, te lo
garantizo!  ¿Acaso  no  dijo  el  director  que  estaba  prohibido  pasearse  por  el
castillo de noche, a menos que tuvierais un permiso especial? ¿Eh, eh?
—No pasa nada, Argus  —lo apaciguó  Slughorn agitando una mano—. Es
Navidad, y querer entrar en una fiesta no es ningún crimen. Por esta vez no lo
castigaremos. Puedes quedarte, Draco.
La  súbita  decepción  de  Filch  era  predecible;  sin  embargo,  Harry,
observando a Malfoy, se preguntó por qué éste parecía tan decepcionado como
el conserje. ¿Y por qué miraba Snape a Malfoy con una mezcla de enojo y... un
poco de miedo? ¿Cómo podía ser?
Pero,  antes  de  que  Harry  hallara  las  respuestas,  Filch  se  había  dado  la
vuelta y se marchaba murmurando por lo bajo; Malfoy sonreía y estaba dándole
las gracias a Slughorn por su generosidad, y Snape había vuelto a adoptar una
expresión inescrutable.
—No  tienes  que  agradecerme  nada  —dijo  Slughorn  restándole
importancia—. Ahora que lo pienso, creo que sí conocí a tu abuelo...
—Él siempre hablaba muy bien de usted, señor —repuso Malfoy, ágil como
un zorro—. Aseguraba que usted preparaba las pociones mejor que nadie.
Harry observó a Malfoy. Lo que le intrigaba no era el peloteo que éste le
hacía  a  Slughorn  (ya  estaba  acostumbrado  a  observar  cómo  adulaba  a  Snape)
sino su aspecto, porque verdaderamente parecía un poco enfermo.
—Me gustaría hablar un momento contigo, Draco —dijo Snape.
—¿Ahora,  Severus?  —intervino  Slughorn  hipando  otra  vez—.  Estamos
celebrando la Navidad, no seas demasiado duro con...
—Soy el jefe de su casa y yo decidiré lo duro o lo blando que he de ser con
él —lo cortó Snape con aspereza—. sígueme, Draco.
Se  marcharon;  Snape  iba  delante  y  Malfoy  lo  seguía  con  cara  de  pocos
amigos. Harry vaciló un momento y luego dijo:
—Vuelvo enseguida, Luna. Tengo que ir... al lavabo.
—Muy bien —repuso ella alegremente.
Mientras  Harry  se  perdía  entre  la  multitud  le  pareció  oír  cómo  Luna
retomaba el tema de la Conspiración Rotfang con la profesora Trelawney, que se
mostraba muy interesada.
Una vez fuera de la fiesta, le resultó fácil sacar la capa invisible del bolsillo
y  echársela  por  encima,  pues  el  pasillo  estaba  vacío.  Lo  que  le  costó  un  poco
más fue encontrar a Snape y Malfoy. Harry echó a andar; el ruido de sus pasos
quedaba  disimulado  por  la  música  y  las  fuertes  voces  provenientes  del
despacho de Slughorn. Quizá Snape había llevado a Malfoy a su despacho, en
las mazmorras. O quizá lo había acompañado a la sala común de Slytherin. Sin
embargo, Harry fue pegando la oreja a cada puerta que encontraba hasta que,
con  una  sacudida  de  emoción,  en  la  última  aula  del  pasillo  oyó  voces  y  se
agachó para escuchar por la cerradura.
—... no puedes cometer errores, Draco, porque si te expulsan...
—Yo no tuve nada que ver, ¿queda claro?
—Espero  que  estés  diciéndome  la  verdad,  porque  fue  algo  torpe  y
descabellado. Ya sospechan que estuviste implicado.
—¿Quién sospecha de mí?  —preguntó Malfoy con enojo—. Por última vez,
no  fui  yo,  ¿de  acuerdo?  Katie  Bell  debe  de  tener  algún  enemigo  que  nadie
conoce.  ¡No  me  mire  así!  Ya  sé  lo  que  intenta  hacer,  no  soy  tonto,  pero  le
advierto que no dará resultado. ¡Puedo impedírselo!
Hubo una pausa; luego Snape dijo con calma:
—Vaya, ya veo que tía Bellatrix te ha estado enseñando Oclumancia. ¿Qué
pensamientos pretendes ocultarle a tu amo, Draco?
—¡A él no intento esconderle nada, lo que pasa es que no quiero que usted
se entrometa!
Harry apretó un poco más la oreja contra la cerradura. ¿Qué había pasado
para  que  Malfoy  le  hablara  de  ese  modo  a  Snape?  ¡A  Snape,  hacia  quien
siempre había mostrado respeto, incluso simpatía!
—Por  eso  este  año  me  has  evitado  desde  que  llegaste  a  Hogwarts,  ¿no?
¿Temías  que  me  entrometiera?  Supongo  que  te  das  cuenta,  Draco,  de  que  si
algún otro alumno hubiera dejado de venir a mi  despacho después de haberle
ordenado yo varias veces que se presentara...
—¡Pues castígueme! ¡Denúncieme a Dumbledore! —lo desafió Malfoy.
Se produjo otra pausa, y a continuación Snape declaró:
—Sabes muy bien que no haré ninguna de esas cosas.
—¡En ese caso, será mejor que deje de ordenarme que vaya a su despacho!
—Escúchame —dijo Snape en voz tan baja que Harry tuvo que apretar aún
más la oreja para oírlo—, yo sólo intento ayudarte. Le prometí a tu madre que te
protegería. Pronuncié el Juramento Inquebrantable, Draco...
—¡Pues mire, tendrá que romperlo porque no necesito su protección! Es mi
misión, él me la asignó y voy a cumplirla. Tengo un plan y saldrá bien, sólo que
me está llevando más tiempo del que creía.
—¿En qué consiste tu plan?
—¡No es asunto suyo!
—Si me lo cuentas, yo podría ayudarte...
—¡Muchas gracias, pero tengo toda la ayuda que necesito, no estoy solo!
—Anoche  bien  que  estabas  solo  cuando  deambulabas  por  los  pasillos  sin
centinelas  y  sin  refuerzos,  lo  cual  fue  una  tremenda  insensatez.  Estás
cometiendo errores elementales...
—¡Crabbe  y  Goyle  me  habrían  acompañado  si  usted  no  los  hubiera
castigado!
—¡Baja la voz! —le espetó Snape porque Malfoy cada vez chillaba más—. Si
tus  amigos  Crabbe  y  Goyle  pretenden  aprobar  Defensa  Contra  las  Artes
Oscuras este curso, tendrán que esforzarse un poco más de lo que demuestran
hasta aho...
—¿Qué  importa  eso?  —lo  cortó  Malfoy—.  ¡Defensa  Contra  las  Artes
Oscuras!  ¡Pero  si  eso  es  una  guasa,  una  farsa!  ¡Como  si  alguno  de  nosotros
necesitara protegerse de las artes oscuras!
—¡Es  una  farsa,  sí,  pero  crucial  para  el  éxito,  Draco!  ¿Dónde  crees  que
habría pasado yo todos estos años si no hubiera sabido fingir? ¡Escúchame! Es
una  imprudencia  que  te  pasees  por  ahí  de  noche,  que  te  dejes  atrapar;  y  si
depositas tu confianza en ayudantes como Crabbe y Goyle...
—¡Ellos no son los únicos, hay otra gente a mi lado, gente más competente!
—Entonces ¿por qué no te confías a mí y me dejas...?
—¡Sé lo que usted se propone! ¡Quiere arrebatarme la gloria!
Se callaron un momento, y luego Snape dijo con frialdad:
—Hablas  como  un  niño  majadero.  Comprendo  que  la  captura  y  el
encarcelamiento de tu padre te hayan afectado, pero...
Harry  apenas  tuvo  un  segundo  para  reaccionar:  oyó  los  pasos  de  Malfoy
acercándose a la puerta y logró apartarse en el preciso momento en que ésta se
abría de par en par. Malfoy se alejó a zancadas por el pasillo, pasó por delante
del despacho de Slughorn, cuya puerta estaba abierta, y se perdió de vista tras
la esquina.
Harry  permaneció  agachado  y  sin  apenas  atreverse  a  respirar  cuando
Snape abandonó el aula con una expresión insondable y se encaminó a la fiesta.
Se  quedó  agazapado,  oculto  bajo  la  capa,  reflexionando  sobre  todo  lo  que
acababa de escuchar.

1 comentario:

  1. En realidad no entiendo sobre que "bueno, he soportado cosas peores" en donde esta la ironía?

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