lunes, 14 de julio de 2014

Harry Potter y la Orden del Fénix Cap. 28-30

28
El peor recuerdo de Snape

POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA
Dolores Jane Umbridge (Suma Inquisidora) sustituye a Albus Dumbledore como director del Colegio
Hogwarts de Magia y Hechicería.
Esta orden se ajusta al Decreto de Enseñanza n.°28.
Firmado:
Cornelius Oswald Fudge
ministro de Magia
Los carteles habían aparecido en el colegio durante la noche, pero eso no explicaba cómo era posible
que todo el mundo, sin exceptuar a nadie en el castillo, supiera que Dumbledore había burlado a dos
aurores, a la Suma Inquisidora, al ministro de Magia y a su asistente júnior, y había escapado. Fuera a
donde fuese, Harry comprobaba que el único tema de conversación era la huida de Dumbledore, y pese
a que algunos de los detalles se habían modificado al volverlos a contar (Harry oyó cómo una alumna
de segundo le aseguraba a otra que Fudge estaba ingresado en el Hospital San Mungo con una calabaza
por cabeza), resultaba sorprendente lo preciso que era el resto de la información que tenían. Todos
sabían, por ejemplo, que Harry y Marietta habían sido los únicos estudiantes que habían presenciado la
escena en el despacho de Dumbledore, pero como Marietta estaba en la enfermería, Harry se vio
asediado por sus compañeros, que le pedían un relato de primera mano.
—Dumbledore no tardará en volver —aseguró Ernie Macmillan con aplomo cuando regresaban de
Herbología, tras escuchar atentamente la historia de Harry—. Cuando estábamos en segundo, no 
consiguieron alejarlo de aquí mucho tiempo, y esta vez tampoco lo conseguirán. El Fraile Gordo me ha
dicho —adoptó un tono confidencial y bajó la voz, de modo que Harry, Ron y Hermione tuvieron que
acercarse más a él para oírlo— que anoche la profesora Umbridge trató de entrar en el despacho del
director después de buscar a Dumbledore por todos los rincones del castillo y los jardines. Pero la
gárgola no se apartó de la puerta. El despacho se había cerrado para impedirle la entrada. —Ernie
sonrió con suficiencia—. Por lo visto, le dio un berrinche de miedo.
—Seguro que le habría encantado sentarse en el despacho del director —dijo Hermione con rabia
mientras subían la escalera de piedra hacia el vestíbulo—. No soporto la prepotencia con que trata a los
demás profesores, la muy estúpida, engreída y arrogante…
—A ver, Granger, ¿cómo termina esa frase? —Draco Malfoy salió deslizándose por detrás de la puerta,
seguido de Crabbe y Goyle. La malicia iluminaba su pálido y anguloso rostro—. Me temo que tendré
que descontar unos cuantos puntos a Gryffindor y a Hufflepuff —sentenció arrastrando las palabras.
—Los prefectos no pueden quitarles puntos a sus colegas, Malfoy —saltó Ernie de inmediato.
—Ya sé que los prefectos no pueden descontarse puntos unos a otros —dijo Malfoy desdeñosamente.
Crabbe y Goyle rieron por lo bajo—. Pero los miembros de la Brigada Inquisitorial…
—¡¿La qué?! —exclamó Hermione con aspereza.
—La  Brigada  Inquisitorial,  Granger  —repitió  Malfoy,  y  señaló  una  «B»  y  una  «I»  diminutas  y
plateadas que llevaba en la túnica, debajo de la insignia de prefecto—. Un selecto grupo de estudiantes
que apoyan al Ministerio de Magia, cuidadosamente seleccionados por la profesora Umbridge. Los
miembros de la Brigada Inquisitorial tienen autoridad para descontar puntos. Así que, Granger, a ti te
voy a quitar cinco por hacer comentarios groseros sobre nuestra nueva directora. Macmillan, cinco
puntos menos por llevarme la contraria. Y a ti otros cinco porque me caes mal, Potter. Weasley, llevas
la camisa fuera de los pantalones, tendré que quitarte cinco puntos por eso. Ah, sí, se me olvidaba, eres
una sangre sucia, Granger: diez puntos menos.
Ron sacó su varita mágica, pero Hermione lo apartó y susurró:
—¡Quieto!
—Una actitud muy prudente, Granger —musitó Malfoy—. Nueva directora, nuevas reglas… Portaos
bien, Pipi-pote, Rey Weasley…
Y dicho eso se alejó riendo a carcajadas con Crabbe y Goyle.
—Se estaba marcando un farol —dijo Ernie muy afligido—. No puede ser que esté autorizado a
descontar puntos… Eso sería ridículo…, desmontaría por completo el sistema de prefectos.
Pero Harry, Ron y Hermione habían girado automáticamente la cabeza hacia los gigantescos relojes de
arena que, instalados en hornacinas a lo largo de la pared que tenían detrás, registraban los puntos de
las casas. Aquella mañana Gryffindor y Ravenclaw iban empatados en cabeza. Mientras ellos miraban,
unas cuantas gemas ascendieron, con lo que disminuyeron las que había en la parte inferior de los
relojes de ambas casas. El único reloj de arena que no cambió fue el de Slytherin, lleno de esmeraldas.
—Lo habéis visto, ¿verdad? —comentó Fred.
Él y George habían bajado por la escalera de mármol y se reunieron con Harry, Ron, Hermione y Ernie
frente a los relojes de arena.
—Malfoy acaba de descontarnos cincuenta puntos —explicó Harry, furioso, mientras unas cuantas
gemas más pasaban de la parte inferior a la superior del reloj de arena de Gryffindor.
—Sí, Montague también ha intentado jugárnosla en el recreo —aseguró George.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo ha intentado? —preguntó rápidamente Ron.
—No ha podido pronunciar todas las palabras —explicó Fred— porque lo hemos metido de cabeza en
el armario evanescente del primer piso.
Hermione estaba horrorizada.
—¡Ahora sí que os habéis metido en un buen lío!
—No hasta que Montague reaparezca, y pueden pasar semanas. No sé adónde lo hemos enviado —
comentó Fred, impasible—. Además… hemos decidido que ya no nos importa meternos en líos.
—¿Os ha importado alguna vez?
—Claro que sí —respondió George—. Nunca nos han expulsado, ¿no?
—Siempre hemos sabido cuándo teníamos que parar —añadió Fred.
—A veces nos hemos pasado un pelín de la raya… —admitió su gemelo.
—Pero siempre hemos parado antes de causar un verdadero caos —dijo Fred.
—¿Y ahora? —inquirió Ron, vacilante.
—Pues ahora… —empezó George.
—… que no está Dumbledore… —siguió Fred.
—… creemos que un poco de caos… —continuó George.
—…es precisamente lo que necesita nuestra querida nueva directora —concluyó Fred.
—¡No lo hagáis! —susurró Hermione—. ¡No lo hagáis, de verdad! ¿No veis que le encantaría tener un
pretexto para expulsaros?
—Veo  que  no lo  has entendido, Hermione —dijo  Fred sonriente—. Ya no  nos importa  que  nos
expulsen. Nos marcharíamos ahora mismo por nuestro propio pie si no estuviéramos decididos a hacer
algo por Dumbledore. Bueno —miró su reloj—, la fase uno está a punto de empezar. Yo en vuestro
lugar entraría en el Gran Comedor, y así los profesores sabrán que no habéis tenido nada que ver.
—Nada que ver ¿con qué? —se extrañó Hermione, alarmada.
—Ya lo verás —dijo George por toda respuesta—. Y ahora, corred.
Los gemelos se dieron la vuelta y se perdieron entre la multitud que descendía por la escalera hacia el
comedor. Ernie, muy desconcertado, murmuró algo acerca de unos deberes de Transformaciones que no
había terminado y se escabulló.
—Mirad, creo que deberíamos largarnos de aquí —opinó Hermione con nerviosismo—, por si acaso…
—Está bien —admitió Ron, y los tres se encaminaron hacia las puertas del Gran Comedor, pero cuando
Harry apenas había vislumbrado el techo de aquel día, por el que se deslizaban unas nubes blancas,
alguien le dio unos golpecitos en el hombro, y, al girarse, casi chocó contra la cara de Filch, el conserje.
Harry se apresuró a dar unos cuantos pasos hacia atrás; a Filch era mejor verlo desde lejos.
—La directora quiere verte, Potter —dijo el hombre con una sarcástica sonrisa.
—No he sido yo —repuso Harry maquinalmente preguntándose qué podía ser eso que planeaban Fred
y George. Los carrillos de Filch temblaron, sacudidos por una risa silenciosa.
—Tienes remordimientos de conciencia, ¿eh? —comentó entre resuellos—. Sigúeme.
Harry miró a Ron y Hermione, que parecían preocupados, y luego se encogió de hombros y siguió a
Filch por el vestíbulo, contra la marea de estudiantes hambrientos.
Filch estaba de un buen humor poco habitual en él; tarareaba con la boca cerrada mientras subían por la
escalera de mármol. Cuando llegaron al primer rellano, el conserje dijo:
—Las cosas están cambiando, Potter.
—Ya lo he notado —repuso Harry con apatía.
—Sí… Llevo años diciéndole a Dumbledore que es demasiado blando con vosotros —le contó el
conserje chasqueando la lengua con desprecio—. Vosotros, pequeñas bestias inmundas, nunca habríais
tirado bombas fétidas si yo hubiera estado autorizado a azotaros hasta dejaros en carne viva, ¿verdad
que no? A nadie se le habría ocurrido lanzar discos voladores con colmillos por los pasillos si yo
hubiera podido colgaros por los tobillos en mi despacho, ¿verdad que no? Pero cuando entre en vigor el
Decreto de Enseñanza número veintinueve, Potter, podré hacer todas esas cosas… Y la nueva directora
ha pedido al ministro que firme una orden para expulsar a Peeves. Sí, ya lo creo, las cosas van a ser
muy diferentes por aquí ahora que ella está al mando…
Era evidente que la profesora Umbridge había hecho todo lo posible para ganarse la simpatía de Filch,
pensó Harry, y lo peor era que seguramente el conserje resultaría un arma muy útil; podía decirse que
nadie conocía como él los escondites y los pasadizos secretos del colegio, después de los gemelos
Weasley.
—Ya hemos llegado —indicó Filch sonriendo con malicia a Harry mientras daba tres golpes en la
puerta del despacho de la profesora Umbridge y la abría—. Le traigo a Potter, señora.
El despacho de la profesora Umbridge, con el que Harry ya estaba familiarizado tras sus numerosos
castigos, estaba igual que siempre. La única excepción era el enorme bloque de madera que había en la
parte delantera de su mesa, con unas letras doradas que rezaban:«DIRECTORA.»Además, la Saeta de
Fuego de Harry y las Barredoras de Fred y George estaban atadas con cadenas, a su vez aseguradas con
candados, a una sólida barra de hierro que había en la pared, detrás de la mesa, y al verlas Harry notó
una punzada de dolor.
La profesora Umbridge estaba sentada detrás de la mesa, muy ocupada escribiendo en un trozo de su
pergamino rosa, pero levantó la cabeza y mostró una amplia sonrisa al verlos entrar.
—Gracias, Argus —dijo con dulzura.
—De nada, señora, de nada —repuso Filch, que se inclinó todo lo que le permitió su reumatismo y
salió caminando hacia atrás.
—Siéntate —le indicó a Harry la profesora Umbridge de manera cortante señalando una silla.
El chico se sentó y la profesora siguió escribiendo. Harry se fijó en los feos gatitos que retozaban en los
platos que la profesora Umbridge tenía colgados en la pared, y se preguntó qué nueva y espeluznante
sorpresa le tendría preparada.
—Bueno —dijo por fin la profesora mientras dejaba la pluma encima de la mesa. Parecía un sapo a
punto de engullir una mosca especialmente sabrosa—. ¿Qué te apetece beber?
—¿Cómo dice? —preguntó Harry, convencido de que no había oído bien.
—¿Qué te apetece beber, Potter? —repitió ella, ampliando aún más su sonrisa—. ¿Té? ¿Café? ¿Zumo
de calabaza?
Cada vez que nombraba una bebida, daba una sacudida con su corta varita mágica, y una taza o un vaso
aparecían sobre su mesa.
—Nada, gracias —contestó Harry.
—Quiero que tomes algo conmigo —insistió la profesora con una voz peligrosamente dulce—. Elige.
—Bueno…, pues té —decidió él encogiéndose de hombros.
La profesora Umbridge se levantó, se colocó de espaldas a Harry y, con mucha parsimonia, añadió
leche a la taza. Entonces pasó junto a la mesa, con la taza en la mano, sonriendo con una ternura
siniestra.
—Toma —dijo, y le dio la taza—. Bébetelo antes de que se enfríe, ¿de acuerdo? Muy bien, Potter…
Me ha parecido oportuno mantener una breve charla contigo después de los lamentables sucesos
ocurridos anoche. —Harry no dijo nada. La profesora Umbridge volvió a sentarse en su silla y esperó.
Se produjo una larga pausa, que la bruja interrumpió diciendo con jovialidad—: Pero ¡si no te estás
bebiendo el té!
Harry se llevó la taza a los labios y de repente la bajó. Uno de los horribles gatitos pintados de la
profesora Umbridge tenía unos enormes y redondos ojos azules, como el ojo mágico de Moody, y a
Harry le dio por pensar qué diría Ojoloco si se enteraba de que él había bebido té ofrecido por un
enemigo declarado.
—¿Qué pasa? —preguntó la profesora Umbridge, que seguía observándolo—. ¿Quieres azúcar?
—No —respondió Harry.
Volvió a llevarse la taza a los labios y fingió que bebía un sorbo, aunque mantuvo la boca firmemente
cerrada. La sonrisa de la profesora Umbridge se ensanchó.
—Así me gusta —susurró—. Estupendo. Veamos… —Se inclinó un poco hacia delante—. ¿Dónde está
Albus Dumbledore?
—No tengo ni idea —respondió Harry sin vacilar.
—Bebe,  bebe  —lo  animó  la  profesora  Umbridge  sin  dejar  de  sonreír—.  Dejémonos  de  juegos
infantiles, Potter. Sé perfectamente que sabes adónde ha ido. Dumbledore y tú estáis juntos en este
asunto desde el principio. Piensa en tus intereses, Potter…
—No sé dónde está.
Harry fingió que volvía a beber.
—Está bien —aceptó la profesora Umbridge, contrariada—. En ese caso, haz el favor de decirme
dónde está Sirius Black.
Harry notó una opresión en el estómago. Le tembló la mano con que sujetaba la taza de té, que
repiqueteó contra el platillo. Se llevó una vez más la taza a la boca, con los labios apretados, y unas
gotas de líquido caliente se derramaron por su túnica.
—No lo sé —aseguró, quizá precipitadamente.
—Permíteme recordarte, Potter —comentó la profesora Umbridge—, que fui yo quien estuvo a punto
de atrapar al criminal Black en la chimenea de Gryffindor en octubre. Sé perfectamente que estaba
hablando contigo, y si tuviera alguna prueba, ninguno de los dos andaríais sueltos ahora, te lo prometo.
Te lo preguntaré una vez más, Potter, ¿dónde está Sirius Black?
—Ni idea —aseguró Harry en voz alta—. No tengo ni la más remota idea.
Se miraron  fijamente, tanto  rato  que  Harry  notó  que  le  lloraban los  ojos. Entonces  la  profesora
Umbridge se levantó.
—Muy bien, Potter, esta vez confiaré en tu palabra, pero te lo advierto: el Ministerio me respalda.
Todos los canales de comunicación de entrada y salida del colegio están vigilados. Hay un regulador de
la Red Flu que vigila todas las chimeneas de Hogwarts, excepto la mía, por supuesto. Mi Brigada
Inquisitorial abre y lee todo el correo lechucil que entra y sale del castillo. Y el señor Filch vigila todos
los pasadizos secretos de entrada y salida del castillo. Si encuentro la más mínima prueba de que…
¡PUM!
El suelo del despacho tembló. La profesora Umbridge se desplazó hacia un lado y se sujetó a la mesa,
impresionada.
—¿Qué ha sido eso?
Miraba hacia la puerta. Harry aprovechó la ocasión para vaciar la taza de té, casi llena, en el jarrón de
flores secas que tenía más cerca. Oía que la gente corría y gritaba varios pisos más abajo.
—¡Vuelve al comedor, Potter! —gritó la profesora Umbridge levantando la varita y saliendo muy
deprisa del despacho. Harry le dio unos segundos de ventaja y salió tras ella para ver cuál era el origen
de tanto alboroto.
No le costó mucho averiguarlo. Un piso más abajo reinaba un caos absoluto. Alguien (y Harry tenía
una idea bastante aproximada de quién se trataba) había hecho explotar lo que parecía un enorme cajón
de fuegos artificiales encantados.
Por  los  pasillos  revoloteaban  dragones  compuestos  de  chispas  verdes  y  doradas  que  despedían
fogonazos y producían potentes explosiones; girándulas de color rosa fosforito de un metro y medio de
diámetro pasaban zumbando como platillos volantes; cohetes con largas colas de brillantes estrellas
plateadas rebotaban contra las paredes; las bengalas escribían palabrotas en el aire; los petardos
explotaban como minas allá donde Harry mirara, y en lugar de consumirse y apagarse poco a poco,
esos milagros pirotécnicos parecían adquirir cada vez más fuerza y energía.
Filch y la profesora Umbridge estaban de pie, petrificados, en mitad de la escalera. Mientras Harry
contemplaba  el  espectáculo,  una  de  las  girándulas  más  grandes  por  lo  visto  decidió  que  lo  que
necesitaba era más espacio para maniobrar, y fue dando vueltas hacia donde estaban la profesora
Umbridge  y  el  conserje,  emitiendo  un  siniestro  «¡liiiiuuuuu!». Ambos  gritaron  de  miedo  y  se
agacharon, y la girándula salió volando por la ventana que tenían detrás y fue a parar a los jardines.
Entre  tanto,  varios  dragones  y  un  enorme  murciélago  de  color  morado,  que  humeaba
amenazadoramente, aprovecharon que había una puerta abierta al final del pasillo para escapar por ella
hacia el segundo piso.
—¡Corra, Filch, corra! —gritó la profesora Umbridge—. ¡Si no hacemos algo se dispersarán por todo
el colegio!¡Desmaius!
Un chorro de luz roja salió del extremo de su varita y fue a parar contra uno de los cohetes. En lugar de
quedarse parado en el aire, éste explotó con tanta fuerza que hizo un agujero en el cuadro de una bruja
de aspecto bobalicón, retratada en medio de un prado; la bruja corrió a refugiarse justo a tiempo, y
apareció unos segundos más tarde apretujada en el cuadro de al lado, donde un par de magos que
jugaban a las cartas se levantaron rápidamente para dejarle sitio.
—¡No  los  aturda,  Filch!  —gritó  furiosa  la  profesora  Umbridge,  como  si  el  conjuro  lo  hubiera
pronunciado él.
—¡Como usted diga, señora! —exclamó resollando el conserje, quien siendo un squib jamás habría
podido aturdir aquellos fuegos artificiales. Corrió hacia un armario cercano, sacó de él una escoba y
empezó a golpear con ella los fuegos artificiales. Unos segundos más tarde, la parte delantera de la
escoba estaba en llamas.
Harry ya había visto suficiente; riendo, se agachó cuanto pudo, corrió hacia una puerta que sabía que
estaba un poco más allá, oculta detrás de un tapiz, y entró por ella. Allí encontró a Fred y George, que,
escondidos, escuchaban los gritos de la profesora Umbridge y de Filch e intentaban contener la risa.
—Impresionante —admitió Harry en voz baja sonriendo—. Verdaderamente impresionante. El doctor
Filibuster va a tener que cerrar su negocio, seguro…
—Gracias —susurró George, y se secó las lágrimas de risa de la cara—. Ay, espero que ahora intente
un hechizo desvanecedor… Se multiplican por diez cada vez que lo intentas.
Aquella tarde los fuegos artificiales siguieron ardiendo y extendiéndose por el colegio. Pese a que
ocasionaron graves trastornos, sobre todo los petardos, a los otros profesores no pareció importarles
mucho.
—¡Vaya! —exclamó la profesora McGonagall con sarcasmo cuando uno de los dragones entró en su
clase y se puso a volar describiendo círculos y lanzando sonoros estallidos y llamaradas—. Señorita
Brown, ¿le importaría ir al despacho de la directora e informarle de que un dragón se ha escapado y ha
entrado en nuestra aula?
El resultado de aquel jaleo fue que la profesora Umbridge se pasó la primera tarde como directora
corriendo por el colegio y acudiendo a los llamamientos de los otros profesores, ninguno de los cuales
parecía capaz de echar de su aula a los fuegos artificiales sin su ayuda. Cuando sonó la última campana
y volvían a la torre de Gryffindor con sus mochilas, Harry vio con inmensa satisfacción que la
profesora Umbridge, completamente despeinada y cubierta de hollín, salía tambaleándose y sudorosa
del aula del profesor Flitwick.
—¡Muchas gracias, profesora! —decía el profesor Flitwick con su aguda vocecilla—. Me habría
librado yo mismo de las bengalas, por supuesto, pero no estaba seguro de si tenía autoridad para
hacerlo.
Y radiante de alegría, le dio con la puerta de la clase en las narices.
Aquella noche Fred y George fueron los héroes de la sala común de Gryffindor. Hasta Hermione se
abrió paso entre la emocionada multitud para felicitarlos.
—Han sido unos fuegos artificiales maravillosos —dijo con admiración.
—Gracias —repuso George, sorprendido y complacido—. Son los Magifuegos Salvajes Weasley. El
único  problema  es  que  hemos  gastado  todas  nuestras  existencias;  ahora  tendremos  que  volver  a
empezar desde cero.
—Pero ha valido la pena —añadió Fred mientras anotaba los pedidos que le hacían los vociferantes
alumnos de Gryffindor—. Si quieres apuntarte en la lista de espera, Hermione, la Magicaja Sencilla
vale cinco galeones, y la Deflagración Deluxe, veinte…
Hermione volvió a la mesa donde estaban sentados Harry y Ron, que observaban sus mochilas como si
tuvieran la esperanza de que sus deberes salieran de ellas y empezaran a hacerse solos.
—¿Por qué no nos tomamos una noche libre? —les propuso Hermione alegremente, y un cohete con
cola plateada pasó zumbando al otro lado de la ventana—. Al fin y al cabo, las vacaciones de Pascua
empiezan el viernes, ya tendremos tiempo para estudiar.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ron mirándola con incredulidad.
—Ahora que lo dices —contestó Hermione, muy contenta—, ¿sabéis una cosa? Creo que me siento un
poco… rebelde.
Harry seguía oyendo los lejanos estallidos de los petardos que se habían escapado, cuando él y Ron
subieron a acostarse una hora más tarde; y cuando se estaba desvistiendo, una bengala pasó flotando
junto a la torre y dibujó claramente la palabra«CACA».
Harry se metió en la cama bostezando. Se había quitado las gafas y cada vez que pasaba un cohete al
otro lado de la ventana veía un bello y misterioso rastro borroso, como nubes chispeantes contra el
negro cielo. Se tumbó sobre un costado y se preguntó qué pensaría la profesora Umbridge de su primer
día en el puesto de Dumbledore, y cómo reaccionaría Fudge al enterarse de que el colegio se había
pasado casi toda la jornada en el caos más absoluto. Harry cerró los ojos y sonrió…
Parecía que las explosiones y los silbidos de los fuegos artificiales, que habían salido disparados hacia
los jardines, cada vez eran más lejanos… O quizá fuera que él se alejaba a toda velocidad de ellos…
Había ido a parar al pasillo que conducía al Departamento de Misterios. Corría hacia la puerta negra…
«Que se abra, que se abra…»
La puerta se abría. Harry estaba dentro de la sala circular rodeada de puertas… La cruzaba, ponía la
mano sobre una puerta idéntica y ésta se abría hacia dentro…
Ahora estaba en una habitación larga y rectangular donde se oía un extraño chasquido mecánico. En las
paredes había motas de luz que se movían, pero Harry no se detenía a investigar de dónde provenían…
Tenía que continuar…
Había una puerta al fondo…, y ésta también se abría cuando Harry la tocaba…
Ahora estaba en una habitación en penumbra, alta y espaciosa como una iglesia, donde sólo había
hileras y más hileras de altísimas estanterías, llenas de pequeñas y polvorientas esferas de cristal
soplado. Harry estaba emocionado, y el corazón le latía muy deprisa… Sabía adónde tenía que ir…
Echaba a correr, pero sus pasos no hacían ruido en el enorme y desierto recinto…
Había algo en aquella habitación que él deseaba más que nada en el mundo…
Algo que él quería… o que alguien más quería…
Le dolía la cicatriz…
¡PUM!
Harry despertó al instante, aturdido y furioso. Se oían risas en el dormitorio.
—¡Genial! —exclamó Seamus, cuya silueta se destacaba contra la ventana—. Creo que una girándula
ha chocado contra un cohete y se han fusionado, ¡no os lo perdáis!
Harry oyó que Ron y Dean se levantaban de la cama para verlo mejor. Él se quedó quieto y callado
mientras remitía el dolor de la cicatriz y se le pasaba la decepción. Le parecía que le habían privado de
un placer fabuloso en el último momento… Esa vez había estado muy cerca.
En esos momentos, unos relumbrantes cochinillos alados de color rosa y plateado volaban al otro lado
de las ventanas de la torre de Gryffindor. Harry se quedó tumbado escuchando los gritos de admiración
de los alumnos de su casa en los dormitorios de abajo, pero se le encogió el estómago al recordar que al
día siguiente tenía clase de Oclumancia.
Harry pasó todo el día siguiente temiendo qué iba a decirle Snape si se enteraba de hasta dónde se
había adentrado en el Departamento de Misterios en su último sueño. Se dio cuenta, arrepentido, de que
no había practicado Oclumancia ni una sola vez desde la última clase, pero habían pasado demasiadas
cosas desde que Dumbledore se había marchado; estaba seguro de que no habría podido vaciar su
mente aunque lo hubiera intentado. Sin embargo, dudaba que Snape aceptara eso como excusa.
Aquel día intentó practicar un poco durante las clases, pero no sirvió de nada. Hermione no paraba de
preguntarle qué le ocurría cada vez que él se quedaba callado intentando alejar de su mente toda
emoción y todo pensamiento, aunque había que reconocer que poner la mente en blanco en clase,
mientras los profesores los acribillaban a preguntas de repaso, no era lo más adecuado.
Después de la cena, Harry se dirigió al despacho de Snape preparado para lo peor. Sin embargo, cuando
cruzaba el vestíbulo, Cho se le acercó corriendo.
—Aquí —indicó Harry, contento de tener un motivo para retrasar su reunión con Snape, y le señaló el
rincón del vestíbulo donde estaban los gigantescos relojes de arena. El de Gryffindor ya estaba casi
vacío—. ¿Estás bien? No te habrá preguntado la profesora Umbridge nada sobre elED, ¿verdad?
—No, no —respondió Cho—. No, era sólo que…, bueno, sólo quería decirte… Harry, jamás pensé que
Marietta se chivaría…
—Ya —repuso él con aire taciturno. Lamentaba que Cho no hubiera elegido a sus amigas con más
cuidado; no lo consolaba mucho saber que Marietta todavía estaba en la enfermería y que la señora
Pomfrey no había conseguido hacer desaparecer ni un solo grano de su cara.
—En el fondo es una persona encantadora —comentó Cho—. Pero cometió un error…
Harry la miró sin dar crédito a sus oídos.
—¿Una persona encantadora que cometió un error? Pero ¡si nos ha traicionado a todos, incluida tú!
—Bueno, no nos ha pasado nada, ¿verdad? —replicó Cho, suplicante—. Es que su madre trabaja para
el Ministerio, y a ella le resulta muy difícil…
—¡El padre de Ron también trabaja para el Ministerio! —saltó Harry, furioso—. Y por si no lo habías
notado, él no lleva escrito «chivato» en la cara.
—Eso no ha estado nada bien por parte de Hermione Granger —opinó Cho con dureza—. Debió
decirnos que había embrujado esa lista…
—Pues yo creo que fue una idea excelente —replicó Harry con frialdad. Cho se ruborizó y se le
pusieron los ojos brillantes.
—¡Ah, sí, se me olvidaba! Claro, si fue idea de tu querida Hermione…
—No te pongas a llorar otra vez —la previno Harry.
—¡No iba a ponerme a llorar! —gritó Cho.
—Ya tengo bastantes problemas.
—¡Pues ve y ocúpate de ellos! —le espetó Cho, furiosa; luego se dio la vuelta y se alejó.
Harry bajó la escalera hacia la mazmorra de Snape. Estaba que echaba chispas, y sabía por experiencia
que a Snape le resultaría mucho más fácil entrar en su mente si llegaba enfadado y resentido, pero aun
así, antes de alcanzar la puerta de la mazmorra, no fue capaz de pensar en nada más que en unas
cuantas cosas que debería haberle dicho a Cho sobre Marietta.
—Llegas tarde, Potter —se quejó Snape fríamente cuando Harry cerró la puerta tras él.
El profesor estaba de pie de espaldas a Harry, retirando algunos pensamientos de su mente, como de
costumbre, y colocándolos con cuidado en elpensaderode Dumbledore. Dejó la última hebra plateada
en la vasija de piedra y se volvió para mirar a Harry.
—Bueno —dijo—. ¿Has practicado?
—Sí —mintió Harry fijando la vista en una de las patas de la mesa de Snape.
—Ahora lo veremos, ¿no? —comentó éste con voz queda—. Saca la varita, Potter. —Harry se colocó
en la posición de siempre, frente al profesor, entre éste y su mesa. Estaba muy enfadado con Cho y muy
preocupado por lo que Snape pudiera sacar de su mente—. Contaré hasta tres —anunció Snape
perezosamente— Uno, dos…
Pero de pronto se abrió la puerta y Draco Malfoy entró atropelladamente en el despacho.
—Profesor Snape, señor… ¡Oh, lo siento!
Malfoy se quedó mirando a Snape y a Harry, sorprendido.
—No pasa nada, Draco —lo tranquilizó el hombre, y bajó la varita—. Potter ha venido a repasar
pociones curativas.
Harry no había visto a Malfoy tan contento desde el día en que la profesora Umbridge se presentó para
supervisar la clase de Hagrid.
—No lo sabía —masculló mirando con gesto burlón a Harry, que se había puesto muy colorado. Habría
dado cualquier cosa por gritarle la verdad a Malfoy, o mejor aún, por echarle una buena maldición.
—¿Qué ocurre, Draco? —preguntó Snape.
—Es la profesora Umbridge, señor. Han encontrado a Montague, señor, ha aparecido dentro de un
servicio del cuarto piso.
—¿Cómo llegó allí?
—No lo sé, señor. Está un poco aturdido.
—Está bien, está bien. Potter —dijo Snape—, continuaremos la clase mañana por la noche.
Y tras pronunciar esas palabras Snape salió pisando fuerte del despacho. Cuando el profesor estaba de
espaldas, Malfoy miró a Harry y, moviendo los labios sin emitir ningún sonido, dijo: «¿Pociones
curativas?»; luego siguió a Snape.
Harry, que hervía de rabia, se guardó la varita mágica en la túnica y se dispuso a abandonar el
despacho. Al menos tenía veinticuatro horas más para practicar; sabía que debía estar agradecido por
haberse salvado por los pelos, aunque fuera a costa de que Malfoy le contara a todo el colegio que
necesitaba clases particulares de pociones curativas.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de marcharse, vio una mancha de luz temblorosa que danzaba
en el marco de la puerta. Se detuvo y se quedó mirándola, y recordó algo… Entonces cayó en la cuenta:
se parecía un poco a las luces que había visto en el sueño de la noche anterior, cuando entró en la
segunda habitación, durante su incursión en el Departamento de Misterios.
Se dio la vuelta. La luz provenía delpensadero, que estaba encima de la mesa de Snape. Su contenido,
de un blanco plateado, fluía y se arremolinaba. Los pensamientos de Snape… Lo que el profesor no
quería que Harry viera si el chico le rompía accidentalmente las defensas…
Harry se quedó mirando elpensadero, muerto de curiosidad. ¿Qué era aquello que Snape tanto quería
ocultarle?
Las luces plateadas temblaban en la pared. El muchacho avanzó un par de pasos hacia la mesa dándole
vueltas  al  asunto.  ¿Y  si  lo  que  Snape  estaba  decidido  a  ocultarle  era  información  acerca  del
Departamento de Misterios?
Harry miró hacia la puerta; el corazón le latía más fuerte y más deprisa que nunca. ¿Cuánto podía
tardar Snape en rescatar a Montague del servicio? ¿Volvería después directamente al despacho o
acompañaría a Montague a la enfermería? Seguro que lo acompañaba… Montague era el capitán del
equipo dequidditchde Slytherin, y Snape querría asegurarse de que se encontraba bien.
Harry siguió andando hacia elpensadero, se plantó delante de él y observó su contenido. Vaciló un
momento aguzando el oído, y luego volvió a sacar la varita mágica. No se oía nada ni en el despacho ni
en el pasillo, así que dio un ligero golpe en el pensadero con la punta de su varita. La sustancia
plateada empezó a arremolinarse muy deprisa. Harry se inclinó sobre ella y vio que se había vuelto
transparente. Una vez más, estaba mirando desde arriba el interior de una sala, a través de una ventana
circular que había en el techo… Entonces comprendió que, a menos que se equivocara, lo que estaba
viendo era el Gran Comedor.
Estaba empañando con el aliento la superficie de los pensamientos de Snape… Tenía la sensación de
que  su  cerebro  esperaba  algo…  Sería  una  locura  hacer  lo  que  estaba  tan  tentado  de  hacer…
Temblaba… Snape podía regresar en cualquier momento… Pero Harry pensó en la cara de enfado de
Cho y en el gesto burlón de Malfoy, y un coraje imprudente se apoderó de él.
Inspiró hondo y hundió la cara en la superficie de los pensamientos de Snape. Inmediatamente, el suelo
del despacho dio una sacudida y Harry cayó de cabeza dentro delpensadero.
Se precipitaba en una fría oscuridad, girando con furia sobre sí mismo, y entonces…
Estaba de pie en medio del Gran Comedor, pero las cuatro mesas de las casas habían desaparecido, y en
su lugar había más de un centenar de mesitas, orientadas hacia el mismo sitio, y en cada una de ellas,
sentado con la cabeza gacha, había un estudiante que escribía en un rollo de pergamino. Sólo se oía el
rasgueo de las plumas y, de vez en cuando, un susurro cuando alguien colocaba bien el trozo de
pergamino. Era evidente que se trataba de un examen.
El sol entraba a raudales por las altas ventanas y caía sobre las cabezas de los alumnos, arrancándoles
destellos dorados, cobrizos y castaños. Harry miró atentamente a su alrededor. Snape tenía que estar
por allí… Ese recuerdo era suyo…
Y, en efecto, allí estaba, sentado a una mesa colocada detrás de Harry. Éste se quedó mirándolo. El
adolescente Snape tenía un aire pálido y greñudo, como una planta que no ha visto mucho la luz. Su
cabello, lacio y grasiento, caía sobre la mesa; y mientras escribía, tenía la ganchuda nariz pegada al
trozo de pergamino. Harry se colocó detrás de Snape y leyó el título de la hoja del examen: «DEFENSA
CONTRA LAS ARTES OSCURAS.TIMO.»
Así pues, Snape debía de tener quince o dieciséis años, más o menos la edad que tenía Harry. Su mano
iba rápidamente de un borde al otro del pergamino; había escrito como mínimo treinta centímetros más
que sus vecinos, y eso que su letra era minúscula y muy apretada.
—¡Cinco minutos más!
Harry se sobresaltó al oír aquella voz. Giró la cabeza y vio la parte superior de la cabeza del profesor
Flitwick, que se movía entre las mesas, a escasa distancia. El profesor pasaba junto a un muchacho de
cabello negro y despeinado… Muy negro y muy despeinado…
Harry se desplazó tan deprisa que, de haber sido sólido, habría derribado varias mesas. Pero se deslizó
como en un sueño, atravesó dos hileras de mesas y enfiló un pasillo. La espalda del muchacho de
cabello negro se acercó y… El chico empezó a enderezarse; dejó la pluma encima de la mesa, cogió la
hoja de pergamino y se puso a releer lo que había escrito.
Harry se colocó frente a la mesa y miró a su padre a la edad de quince años.
Notó una fuerte emoción y se le hizo un nudo en la garganta. Era como si se estuviera mirando a sí
mismo, pero con algunas diferencias evidentes. Los ojos de James eran castaños, la nariz, un poco más
larga que la de Harry, y no había ninguna cicatriz en la frente, pero ambos tenían la misma cara
delgada, la misma boca, las mismas cejas; James tenía también el mismo remolino que Harry en la
coronilla, las manos podrían haber sido las de su hijo, y Harry estaba seguro de que, cuando su padre se
levantara, comprobaría que medían más o menos lo mismo.
James dio un gran bostezo y se pasó la mano por el pelo, despeinándoselo aún más. Entonces, tras
echar un vistazo hacia donde estaba el profesor Flitwick, giró la cabeza y sonrió a un muchacho que
estaba sentado cuatro mesas más atrás.
Harry volvió a sentirse embargado por la emoción al ver a Sirius haciéndole a James una señal de
aprobación con el pulgar. Sirius estaba cómodamente repantigado, y se mecía sobre las patas traseras
de la silla. Era muy atractivo; el oscuro cabello le tapaba los ojos con una elegante naturalidad que ni
James ni Harry habrían conseguido, y una chica que estaba sentada detrás de él lo miraba expectante,
aunque Sirius no parecía haber reparado en ese detalle. Y dos asientos más allá del de la chica (Harry
notó un placentero cosquilleo en el estómago) estaba Remus Lupin. Estaba muy pálido (¿se acercaba la
luna llena?) y muy concentrado en el examen; mientras releía sus respuestas, se rascaba la barbilla con
el extremo de la pluma, con el entrecejo ligeramente fruncido.
Eso significaba que Colagusano también debía de estar por allí… Y, en efecto, Harry no tardó en dar
con él: un chico menudo con cabello castaño claro y nariz puntiaguda. Colagusano parecía nervioso, se
mordía las uñas, tenía la vista fija en la hoja de pergamino y no paraba de mover los pies. De vez en
cuando,  miraba  con  ansiedad  la  hoja  del  examen  de  su  vecino.  Harry  se  quedó  observando  a
Colagusano un momento y luego volvió a mirar a James, que ahora garabateaba en un trozo de
pergamino  de  borrador.  Había  dibujado  una snitch y  estaba  escribiendo  las  letras  «L.  E.»  ¿Qué
significaban?
—¡Dejad las plumas, por favor! —chilló el profesor Flitwick—. ¡Tú también, Stebbins! ¡Por favor,
quedaos sentados en vuestros sitios mientras yo recojo las hojas! ¡Accio!
Más de un centenar de rollos de pergamino salieron volando por los aires, se lanzaron hacia los
extendidos brazos del profesor Flitwick y lo hicieron caer hacia atrás. Varios estudiantes rieron. Un par 
de alumnos de las primeras mesas se levantaron, sujetaron al profesor por los codos y lo ayudaron a
levantarse.
—Gracias, gracias —dijo jadeando—. ¡Muy bien, ya podéis iros todos!
Harry miró a su padre, que había tachado rápidamente las iniciales «L. E.» que había estado adornando,
se había puesto en pie de un brinco, había guardado su pluma y su hoja de preguntas en la mochila y se
la había colgado del hombro, y esperaba que Sirius se le acercara.
Harry miró alrededor y vio a Snape no lejos de allí; iba entre las mesas hacia las puertas del vestíbulo,
y seguía repasando la hoja de preguntas del examen. Cargado de espaldas pero anguloso, tenía unos
andares agitados que recordaban a una araña, y su grasiento cabello se movía alrededor de su rostro.
Un grupo de chicas parlanchinas separaban a Snape de James y los demás, y colocándose en medio,
Harry consiguió no perder de vista a Snape mientras aguzaba el oído para escuchar lo que decían su
padre y sus amigos.
—¿Te ha gustado la pregunta número diez, Lunático? —preguntó Sirius cuando salieron al vestíbulo.
—Me  ha  encantado  —respondió  Lupin  enérgicamente—.  «Enumere  cinco  características  que
identifican a un hombre lobo.» Una pregunta estupenda.
—¿Crees que las habrás puesto todas? —preguntó a su vez James fingiendo preocupación.
—Creo que sí —repuso Lupin muy serio, mientras se unían a la multitud que se apiñaba alrededor de
las puertas, impaciente por salir a los soleados jardines—. Pero me habría bastado con tres. Uno: está
sentado en mi silla. Dos: lleva puesta mi ropa. Tres: se llama Remus Lupin…
Colagusano fue el único que no rió.
—Yo he puesto la forma del hocico, las pupilas y la cola con penacho —comentó con ansiedad—, pero
no me acordaba de qué más…
—¡Mira que eres tonto, Colagusano! —exclamó James con impaciencia—. Te paseas con un hombre
lobo una vez al mes y no…
—Baja la voz —suplicó Lupin.
Harry, nervioso, volvió a girar la cabeza. Snape seguía cerca, absorto todavía en las preguntas de su
examen, pero aquél era su recuerdo, y Harry estaba seguro de que si Snape decidía tomar otro camino
cuando salieran a los jardines, él no podría seguir a su padre. Sin embargo, cuando James y sus tres
amigos echaron a andar por la ladera de césped hacia el lago, vio con gran alivio que Snape los seguía.
Todavía iba repasando la hoja de preguntas, y al parecer no tenía un destino fijo. Harry caminaba un
poco por delante de él y así podía continuar observando a James y a los demás.
—Bueno, el examen estaba chupado —oyó que decía Sirius—. Me sorprendería mucho que no me
pusieran un «Extraordinario».
—A mí también —añadió James, que se metió la mano en el bolsillo y sacó una indómita  snitch
dorada.
—¿De dónde has sacado eso?
—La he robado —afirmó James sin darle importancia. Empezó a jugar con lasnitch, dejándola volar
hasta  que  se  alejaba  unos  treinta  centímetros,  y  luego  la  atrapaba;  sus  reflejos  eran  excelentes.
Colagusano lo contemplaba admirado.
Se detuvieron bajo la sombra del haya que había a orillas del lago, donde Harry, Ron y Hermione
habían pasado un domingo terminando sus deberes, y se tumbaron en la hierba. Harry giró la cabeza
una vez más y vio, complacido, que Snape también se había sentado en la hierba, bajo la densa sombra
de unos matorrales. Seguía repasando la hoja del TIMO, de modo que Harry también se sentó en la
hierba, entre el haya y los matorrales, y de ese modo observaba a su padre y a sus tres amigos. El sol
hacía brillar la lisa superficie del lago, a cuya orilla se habían instalado el grupo de risueñas chicas que
acababan de salir del Gran Comedor; se habían quitado los zapatos y los calcetines y se estaban
refrescando los pies en el agua.
Lupin había sacado un libro y se había puesto a leer. Sirius miraba a los estudiantes que se paseaban
por los jardines, con un aire un tanto altivo y aburrido, pero con elegancia. James seguía jugando con la
snitch, y cada vez dejaba que se alejase un poco más; la pelota siempre estaba a punto de escapar, pero
él la atrapaba en el último momento. Colagusano lo observaba con la boca abierta. Cada vez que James
la atrapaba de una manera particularmente difícil, él soltaba un grito de asombro y aplaudía. Tras cinco
minutos, Harry se preguntó por qué su padre no le decía a Colagusano que se controlara, pero parecía
que a James le gustaba que le prestaran tanta atención. Harry se fijó en que su padre tenía la costumbre
de desordenarse el cabello, como si quisiera impedir que ofreciera un aspecto demasiado pulido, y
también miraba continuamente a las chicas que se habían sentado a orillas del lago.
—Guarda  eso,  ¿quieres?  —acabó  diciéndole  Sirius  cuando  James  atrapó  la snitch de  un  modo
magnífico y Colagusano lo vitoreó—, antes de que Colagusano se haga pis encima de la emoción.
Colagusano se ruborizó ligeramente, pero James sonrió.
—Si tanto te molesta… —dijo, y se guardó la pelota en el bolsillo. Harry tuvo la certeza de que Sirius
era la única persona por la que James habría dejado de presumir.
—Me aburro —comentó Sirius—. ¡Ojalá hubiera luna llena!
—¿Te aburres? —se extrañó Lupin desde detrás de su libro—. Todavía nos queda Transformaciones; si
te aburres puedes preguntarme la lección. Toma… —Y le pasó su libro.
Pero Sirius soltó un resoplido y dijo:
—No necesito el libro, me lo sé de memoria.
—Esto te animará, Canuto —comentó James en voz baja—. Mira quién está allí…
Sirius giró la cabeza y se quedó muy quieto, como un perro que ha olfateado un conejo.
—Fantástico —dijo con voz queda—. Quejicus.
Harry se volvió para ver a quién estaba mirando Sirius.
Snape se había levantado y estaba guardando la hoja del TIMO en su mochila. Cuando salió de la
sombra de los matorrales y echó a andar por la extensión de césped, Sirius y James se pusieron en pie.
Lupin y Colagusano permanecieron sentados: Lupin seguía con la vista fija en el libro, aunque no
movía los ojos y entre sus cejas había aparecido una pequeña arruga; Colagusano miraba a Sirius y a
James y luego a Snape con avidez y expectación.
—¿Todo bien, Quejicus? —preguntó James en voz alta.
Snape reaccionó tan deprisa que dio la impresión de que estaba esperando un ataque: soltó su mochila,
metió la mano dentro de su túnica y cuando empezó a levantar la varita, James gritó:
—¡Expelliarmus!
La varita de Snape saltó por los aires y cayó con un ruido sordo en la hierba, detrás de él. Sirius soltó
una carcajada.
—¡Impedimenta!—exclamó éste señalando con su varita a Snape, que tropezó y cayó al suelo cuando
se lanzaba a recoger su varita.
Muchos estudiantes se habían vuelto para mirar. Algunos se habían levantado y se acercaban poco a
poco. Unos parecían preocupados; otros, divertidos.
Snape estaba tirado en el suelo, jadeante. James y Sirius avanzaron hacia él con las varitas levantadas;
James giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a las chicas que había sentadas al borde del lago.
Colagusano también se había puesto en pie y había pasado junto a Lupin para ver mejor.
—¿Cómo te ha ido el examen, Quejicus? —preguntó James.
—Me he fijado en él, tenía la nariz pegada al pergamino —aseguró Sirius con maldad—. Su hoja debe
de estar llena de manchas de grasa; no van a poder leer ni una palabra.
Varios estudiantes que estaban mirando rieron; era evidente que Snape no tenía muchos amigos.
Colagusano rió con estridencia. Snape, por su parte, intentaba levantarse, pero el embrujo todavía
duraba, de modo que forcejeaba como si estuviera atado con cuerdas invisibles.
—Esperad…  y  veréis  —dijo  entrecortadamente  contemplando  con  profundo  odio  a  James—.
¡Esperad… y veréis!
—¿Qué veremos? —preguntó Sirius impávido—. ¿Qué vas a hacer, Quejicus, limpiarte los mocos en
nuestra ropa?
Snape soltó un torrente de palabrotas mezcladas con maleficios, pero como su varita había ido a parar a
tres metros de él, no pasó nada.
—Vete a lavar esa boca —le espetó James—.¡Fregotego!
Inmediatamente empezaron a salir rosadas pompas de jabón de la boca de Snape; la espuma le cubría
los labios, le provocaba arcadas y hacía que se atragantara…
—¡DEJADLO EN PAZ!
James y Sirius giraron la cabeza. Inmediatamente, James se llevó la mano que tenía libre a la cabeza y
se revolvió el cabello.
Era una de las chicas de la orilla del lago. Tenía una poblada mata de cabello rojo oscuro que le llegaba
hasta los hombros, y unos ojos almendrados de un verde asombroso, iguales que los de Harry.
Era la madre de Harry.
—¿Qué tal, Evans? —la saludó James con un tono de voz mucho más agradable, grave y maduro.
—Dejadlo en paz —repitió Lily. Miraba a James sin disimular una profunda antipatía—. ¿Qué os ha
hecho?
—Bueno —respondió James, e hizo como si reflexionara acerca de la pregunta—, es simplemente que
existe, no sé si me explico…
Muchos estudiantes que se habían acercado rieron, incluidos Sirius y Colagusano, pero Lupin, que
seguía en apariencia concentrado en su libro, no se rió, y tampoco lo hizo Lily.
—Te crees muy gracioso —afirmó ella con frialdad—, pero no eres más que un sinvergüenza arrogante
y bravucón, Potter. Déjalo en paz.
—Lo dejaré en paz si sales conmigo, Evans —replicó rápidamente James—. Vamos, sal conmigo y no
volveré a apuntar a Quejicus con mi varita.
A sus espaldas, el efecto del embrujo paralizante estaba remitiendo y Snape se arrastraba con lentitud
hacia su varita, escupiendo espuma de jabón.
—No saldría contigo ni aunque tuviera que elegir entre tú y el calamar gigante —le aseguró Lily.
—Mala suerte, Cornamenta —exclamó Sirius con viveza, y se volvió hacia Snape—. ¡Eh!
Demasiado tarde: Snape apuntaba con su varita a James; se produjo un destello de luz, un tajo apareció
en la cara de James y la túnica se le manchó de sangre. James giró rápidamente sobre sí mismo: hubo
otro destello, y Snape quedó colgado por los pies en el aire; la túnica le tapó la cabeza y dejó al
descubierto unas delgadas y pálidas piernas y unos calzoncillos grisáceos.
Muchos de los curiosos vitorearon a James; Sirius, James y Colagusano rieron a carcajadas.
Lily, cuya expresión de rabia había vacilado un instante, como si fuera a sonreír, gritó:
—¡Bajadlo!
—Como quieras —convino James, y apuntó hacia arriba con su varita.
Snape  cayó  al  suelo  como  un  montón  de  ropa  arrugada.  Se  desenredó  de  la  túnica  y  se  puso
rápidamente en pie, con la varita en la mano, pero Sirius exclamó «¡Petrificas totalus!»y Snape volvió
a caer de bruces, rígido como una tabla.
—¡DEJADLO EN PAZ!—gritó Lily, que ahora también enarbolaba su varita. James y Sirius la miraron
con cautela.
—Evans, no me obligues a echarte un maleficio —protestó James con seriedad.
—¡Pues retírale la maldición!
James exhaló un hondo suspiro, se volvió hacia Snape y pronunció la contramaldición.
—Ya está —dijo mientras Snape se ponía trabajosamente en pie—. Has tenido suerte de que Evans
estuviera aquí, Quejicus…
—¡No necesito la ayuda de una asquerosa sangre sucia como ella!
Lily parpadeó y, fríamente, dijo:
—La próxima vez no me meteré donde no me llaman. Y por cierto —añadió—, yo que tú me lavaría
los calzoncillos, Quejicus.
—¡Pídele disculpas a Evans! —le gritó James a Snape, apuntándolo amenazadoramente con la varita.
—No quiero que lo obligues a pedirme disculpas —le gritó Lily a James—. Tú eres tan detestable
como él.
—¿Qué? —gritó James—. ¡Yo jamás te llamaría… eso que tú sabes!
—Siempre estás desordenándote el pelo porque crees que queda bien que parezca que acabas de bajarte
de la escoba, vas presumiendo por ahí con esa estúpidasnitch, te pavoneas y echas maleficios a la gente
por cualquier tontería… Me sorprende que tu escoba pueda levantarse del suelo, con lo que debe de
pesar tu enorme cabeza. ¡Me dasASCO! —exclamó, y dio media vuelta y se marchó de allí a buen paso.
—¡Evans! —le gritó James—. ¡Eh,EVANS!
Pero Lily no miró hacia atrás.
—¿Qué mosca le ha picado? —dijo James intentando en vano fingir que era una pregunta hecha al
azar, y que en realidad no le importaba.
—Leyendo entre líneas, yo diría que te encuentra un poco creído, amigo mío —apuntó Sirius.
—Está bien —aceptó James con gesto de fastidio—. Está bien… —Entonces se produjo otro destello y
Snape volvió a colgar por los pies en el aire—. ¿Quién quiere ver cómo le quito los calzoncillos a
Snape?
Pero Harry no llegó a saber si James le quitó los calzoncillos a Snape o no, pues una mano se había
cerrado alrededor de su brazo con la fuerza de unas tenazas. El chico hizo una mueca de dolor y giró la
cabeza para ver quién lo estaba sujetando, y vio, con horror, al Snape adulto de pie detrás de él, lívido
de rabia.
—¿Te diviertes?
Harry notó que se elevaba por el aire; los soleados jardines se evaporaban a su alrededor; subía
flotando por una gélida oscuridad, y la mano de Snape seguía sujetándolo con fuerza por el brazo.
Entonces, con la sensación de que caía en picado, como si hubiera dado una voltereta en el aire, sus
pies dieron contra el suelo de piedra de la mazmorra de Snape, y se encontró de nuevo plantado ante el
pensaderoque había encima de la mesa del oscuro despacho del que, en la actualidad, era su profesor
de Pociones.
—¿Y bien? —preguntó Snape; le apretaba tanto el brazo que a Harry empezó a dormírsele la mano—.
¿Te lo has pasado bien, Potter?
—N-no —contestó Harry al mismo tiempo que intentaba liberar su brazo.
Snape daba miedo: le temblaban los labios, estaba blanco como el papel y enseñaba los dientes.
—Tu padre era un tipo muy gracioso, ¿verdad? —dijo el profesor, y zarandeó a Harry hasta que le
resbalaron las gafas por la nariz.
—Yo… no…
Snape empujó a Harry con todas sus fuerzas y éste cayó estrepitosamente contra el suelo de la
mazmorra.
—¡No le cuentes a nadie lo que has visto! —bramó Snape.
—No —repuso Harry, y se levantó tan lejos como pudo de Snape—. No, claro que no…
—¡Largo de aquí! ¡No quiero volver a verte jamás en este despacho!
Y cuando Harry salía disparado hacia la puerta, un tarro de cucarachas muertas se estrelló sobre su
cabeza. Abrió la puerta de un tirón, echó a correr por el pasillo y no paró hasta que estuvo a tres pisos
de distancia de Snape. Entonces se apoyó en la pared jadeando y se frotó el magullado brazo.
No le apetecía volver tan pronto a la torre de Gryffindor, ni contarles a Ron y a Hermione lo que
acababa de ver. Si se sentía horrorizado y desdichado no era porque Snape le hubiera gritado ni porque
le hubiera lanzado un tarro de cucarachas, sino porque él sabía qué experimentaba uno cuando lo
humillaban en medio de un corro de curiosos, y sabía exactamente qué había sentido Snape cuando su
padre se había burlado de él; a juzgar por lo que acababa de ver, su padre había sido tan arrogante como
Snape siempre le había dado a entender.

29
Orientación académica

—Pero ¿por qué ya no tienes clases particulares de Oclumancia? —preguntó Hermione con expresión
ceñuda.
—Ya te lo he dicho —murmuró Harry—. Snape cree que ahora que he aprendido los conceptos básicos
puedo seguir estudiando por mi cuenta.
—¿Quiere eso decir que no tienes sueños raros? —inquirió Hermione con escepticismo.
—Bueno, casi nunca —respondió Harry sin mirar a su amiga.
—¡Pues no creo que Snape deba interrumpir las clases hasta estar completamente seguro de que puedes
controlarlos!  —exclamó  la  chica,  indignada—.  Harry,  creo  que  deberías  volver  a  su  despacho  y
preguntarle…
—No —repuso Harry, tajante—. Déjalo, Hermione, ¿quieres?
Era el primer día de las vacaciones de Pascua, y Hermione, como de costumbre, había pasado gran
parte del tiempo haciendo horarios de repaso para los tres amigos. Harry y Ron no habían puesto
objeciones: eso era más fácil que discutir con ella, y de todos modos quizá los horarios resultaran
útiles.
Ron se llevó una sorpresa al ver que sólo faltaban seis semanas para los exámenes.
—¿Cómo puede ser que eso te sorprenda? —le preguntó Hermione mientras tocaba cada cuadradito del
horario de Ron con su varita para que se pintara de un color diferente según la asignatura.
—No lo sé —admitió Ron—. Han pasado muchas cosas.
—Toma, ya está —dijo Hermione, y le entregó su horario—. Si lo sigues al pie de la letra, no tendrás
problemas.
Ron lo contempló con desánimo, pero de pronto su rostro se iluminó.
—¡Me has dejado una noche libre cada semana!
—Para los entrenamientos dequidditch—aclaró Hermione.
La sonrisa se borró de la cara de Ron.
—¿Qué sentido tiene que entrenemos? —comentó, desalentado—. Tenemos las mismas posibilidades
de ganar la Copa dequidditcheste año que las de mi padre de ser nombrado ministro de Magia.
Hermione no dijo nada; observaba a Harry, que miraba sin ver la pared opuesta de la sala común
mientrasCrookshanksle tocaba una mano con la pata para que le acariciara las orejas.
—¿Qué pasa, Harry?
—¿Qué? —reaccionó él rápidamente—. Nada.
De inmediato cogió su ejemplar deTeoría de defensa mágicay fingió que buscaba algo en el índice.
Crookshankslo dejó por imposible y se escondió bajo la butaca de Hermione.
—Antes he visto a Cho —comentó la chica tanteando el terreno—. Ella también parecía muy triste.
¿Os habéis vuelto a pelear?
—¿Qué? Ah, sí, nos hemos peleado —dijo Harry, quien agradeció la excusa que le brindaba Hermione.
—¿Por qué?
—Por su amiga Marietta, la chivata —contestó Harry.
—¡Y con todos los motivos! —terció Ron apartando la mirada de su horario de repaso—. Por su
culpa…
Ron se puso a despotricar contra Marietta Edgecombe, lo cual a Harry le resultó muy útil: lo único que
tenía que hacer era poner cara de enfado, asentir con la cabeza y decir «sí» y «eso» cada vez que Ron
paraba para tomar aliento, y entre tanto podía recordar lo que había visto en el pensadero, aunque le
hiciera sentirse sumamente desgraciado.
Tenía la impresión de que el recuerdo de aquella escena lo estaba carcomiendo por dentro. Siempre
había estado tan seguro de que sus padres eran unas personas maravillosas que nunca se había creído lo
que afirmaba Snape sobre el carácter de su padre. ¿Acaso no le habían asegurado personas como
Hagrid y Sirius que su padre era un tipo fenomenal? («Sí, ya, pero mira cómo era Sirius —dijo una
vocecilla impertinente dentro de la cabeza de Harry—. Era igual de ruin que él, ¿no?») Sí, en una
ocasión había oído decir a la profesora McGonagall que su padre y Sirius eran los alborotadores del
colegio, pero los había descrito como precursores de los gemelos Weasley, y Harry no podía imaginar
que Fred y George colgaran a alguien por los pies sólo para divertirse… A menos que odiaran de
verdad a esa persona; quizá se lo habrían hecho a Malfoy, o a alguien que de verdad se lo mereciera…
Harry intentó demostrarse a sí mismo que Snape se había merecido el trato que había recibido de
James; pero ¿acaso Lily no había preguntado: «¿Qué os ha hecho?», y James había contestado: «Es
simplemente que existe, no sé si me explico»? ¿Y acaso James no había empezado la broma sólo
porque Sirius había dicho que se aburría? Harry recordaba que, cuando estaban en Grimmauld Place,
Lupin había comentado que Dumbledore lo había nombrado prefecto con la esperanza de que ejerciera
cierto control sobre James y Sirius… Pero, en el pensadero, Lupin se había quedado sentado y no había
hecho nada para impedir el enfrentamiento…
Harry se acordaba una y otra vez de que Lily había intervenido; su madre sí era una persona decente.
Sin embargo, el recuerdo de la expresión de la cara de Lily cuando le gritaba a James lo inquietaba
tanto como todo lo demás; era evidente que odiaba a James, y Harry no se explicaba cómo habían
acabado casándose. En un par de ocasiones, hasta se preguntó si James la habría obligado a…
Durante casi cinco años la imagen de su padre había sido para él una fuente de consuelo e inspiración.
Siempre que alguien comentaba que se parecía a James, él se sentía orgulloso. Pero en aquellos
momentos…, en aquellos momentos se sentía indiferente y triste cuando pensaba en él. A medida que 
avanzaba la semana de Pascua, el tiempo se hizo más ventoso, soleado y cálido, pero Harry estaba
atrapado dentro del castillo, como el resto de los alumnos de quinto y séptimo, sin más ocupación que
repasar e ir  y  venir de  la biblioteca. Harry fingía que su malhumor no tenía más  causa que la
proximidad de los exámenes, y como sus compañeros de Gryffindor también estaban hartos de estudiar,
nadie puso en duda su excusa.
—Estoy hablando contigo, Harry. ¿No me oyes?
—¿Eh?
Giró la cabeza. Ginny Weasley, muy despeinada, se había sentado a su lado en la mesa de la biblioteca,
adonde Harry había ido solo. Era un domingo por la noche; Hermione había vuelto a la torre de
Gryffindor para repasar Runas Antiguas, y Ron tenía entrenamiento dequidditch.
—¡Ah, hola! —exclamó Harry, y acercó los libros hacia sí—. ¿Por qué no estás entrenando?
—El entrenamiento ha terminado —respondió Ginny—. Ron ha tenido que llevar a Jack Sloper a la
enfermería.
—¿Por qué?
—Bueno, no estamos seguros, pero creemos que se ha golpeado él mismo con el bate. —Suspiró
profundamente—. En  fin…  Ha  llegado  un  paquete. Acaba  de pasar por el  nuevo detector  de  la
profesora Umbridge.
Levantó una caja envuelta con papel marrón y la puso encima de la mesa; era evidente que la habían
desenvuelto y la habían vuelto a envolver con descuido. En el papel había una nota escrita con tinta
roja que rezaba: «Inspeccionado y aprobado por la Suma Inquisidora de Hogwarts.»
—Son huevos de Pascua que nos envía mi madre —dijo Ginny—. Hay uno para ti, toma…
Le dio un bonito huevo de chocolate decorado con pequeñassnitchs glaseadas que, según el envoltorio,
contenía una bolsa de meigas fritas. Harry se quedó mirándolo y de pronto sintió que se le hacía un
nudo en la garganta.
—¿Te encuentras bien, Harry? —le preguntó Ginny en voz baja.
—Sí, sí, estoy bien —contestó Harry con brusquedad. El nudo de la garganta le hacía daño. No
entendía por qué un huevo de Pascua conseguía que se sintiera de ese modo.
—Últimamente estás muy deprimido —insistió Ginny— ¿Sabes qué? Estoy segura de que si hablaras
con Cho…
—No es con Cho con quien quiero hablar —la atajó Harry.
—Pues ¿con quién? —inquirió Ginny mirándolo con atención. —Con…
Harry miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba. La señora Pince se hallaba bastante
lejos, pues estaba retirando de una estantería un montón de libros para Hannah Abbott, que parecía
agobiadísima.
—Me muero de ganas de hablar con Sirius —masculló—. Pero sé que no puedo.
Ginny siguió mirándolo con atención. Harry desenvolvió su huevo de Pascua, no porque le apeteciera
comérselo, sino más bien por hacer algo, rompió un pedazo grande y se lo metió en la boca.
—Bueno —dijo Ginny, y también cogió un trozo de huevo—, si tantas ganas tienes, supongo que
podríamos encontrar la forma de que hablaras con él.
—No digas bobadas. Eso es imposible mientras la profesora Umbridge vigile las chimeneas y abra
nuestro correo.
—Lo bueno de crecer con Fred y George es que acabas pensando que cualquier cosa es posible si tienes
suficiente coraje —dijo Ginny con aire pensativo.
Harry la miró. Quizá fuera el efecto del chocolate (Lupin siempre le había aconsejado que comiera un
poco tras un encuentro condementores), o sencillamente porque, por fin, había expresado en voz alta el
deseo que llevaba una semana entera ardiendo en su interior, pero de pronto se sintió más animado.
—PERO ¿QUÉ ESTÁIS HACIENDO?
—¡Vaya! —susurró Ginny, y se puso en pie de un brinco—. Se me había olvidado…
La señora Pince se abalanzó sobre ellos con su arrugado rostro desfigurado por la ira.
—¡Chocolate en la biblioteca! —gritó—. ¡Fuera! ¡Fuera!¡FUERA!
Y, agitando la varita, hizo que los libros, la mochila y el tintero de Harry los siguieran a él y a Ginny
hasta la puerta de la biblioteca, y que por el camino los golpearan varias veces en la cabeza.
···
Para subrayar la importancia de los próximos exámenes, una serie de folletos, prospectos y anuncios
relacionados con varias carreras mágicas aparecieron encima de las mesas de la torre de Gryffindor
poco después de que las vacaciones finalizasen, y en el tablón de anuncios colgaron un letrero que
decía:
ORIENTACIÓN ACADÉMICA
Todos los alumnos de quinto curso tendrán, durante la primera semana del trimestre de verano, una
breve entrevista con el jefe de su casa para hablar de las futuras carreras. Las fechas y las horas de
las entrevistas individuales se indican a continuación.
Harry revisó la lista y vio que la profesora McGonagall lo esperaba en su despacho el lunes a las dos y
media, lo cual significaba que se saltaría casi toda la clase de Adivinación. Harry y los otros alumnos
de quinto habían pasado una parte considerable del último fin de semana de las vacaciones de Pascua
leyendo la información sobre diferentes carreras que habían dejado en la torre para que los alumnos la
examinaran.
—Bueno,  la  Sanación  no  me  atrae  —comentó  Ron  la  última  noche  de  las  vacaciones.  Estaba
enfrascado en la lectura de un folleto en cuya portada se veía el emblema del hueso y la varita cruzados
de  San  Mungo—. Aquí  pone  que  necesitas  como  mínimo  una  «S»  en  los  TIMOS de  Pociones,
Herbología, Transformaciones, Encantamientos y Defensa Contra las Artes Oscuras. No son exigentes
ni nada, ¿eh?
—Bueno, ten en cuenta que es una profesión de mucha responsabilidad —observó Hermione, que
estudiaba minuciosamente un folleto de color naranja titulado: «¿CREES QUE TE GUSTARÍA TRABAJAR
EN RELACIONES CON LOS MUGGLES?»—. Para especializarte en relaciones con los muggles no es
necesario estar muy bien cualificado; sólo te piden unTIMOde EstudiosMuggles. Mira lo que dice
aquí: «¡Son mucho más importantes tu entusiasmo, tu paciencia y tu sentido del humor!»
—Te aseguro que para relacionarse con mi tío hay que tener algo más que sentido del humor —
intervino Harry con desánimo—. Un buen sentido del escondite, por ejemplo. —Estaba leyendo un
folleto sobre la banca mágica—. Escuchad esto: «¿Buscas una carrera interesante que implique viajes,
aventuras y sustanciosas bonificaciones en metálico relacionadas con experiencias peligrosas? Pues
plantéate si quieres trabajar para Gringotts, el Banco Mágico, que recluta a rompedores de maldiciones
y les ofrece emocionantes oportunidades en el extranjero.» Pero piden Aritmancia; ¡tú podrías hacerlo,
Hermione!
—No me interesa mucho la banca —repuso ella con vaguedad, pues estaba leyendo otro folleto
titulado:«¿TIENES LO QUE HAY QUE TENER PARA ENTRENAR A TROLS DE SEGURIDAD?»
—¡Eh! —le susurró alguien al oído a Harry. Giró la cabeza y vio que Fred y George se les habían unido
—. Ginny ha venido a hablarnos de ti —dijo Fred, y estiró las piernas sobre la mesa que tenían delante
provocando que varios folletos sobre carreras relacionadas con el Ministerio de Magia cayeran al suelo
—. Dice que necesitas comunicarte con Sirius.
—¿Qué? —saltó Hermione, y dejó quieta en el aire la mano con que se disponía a coger el folleto
titulado:«TRIUNFA EN EL DEPARTAMENTO DE ACCIDENTES Y CATÁSTROFES EN EL MUNDO DE LA
MAGIA.»
—Sí —confirmó Harry con tono desenfadado—, sí, me gustaría…
—No seas ridículo —terció Hermione, que se enderezó y lo miró como si no pudiera creer lo que
estaba oyendo—. ¿Cómo vas a hacerlo si la profesora Umbridge hurga en las chimeneas y registra a
todas las lechuzas?
—Verás, es que hemos pensado que podríamos encontrar la forma de burlar su vigilancia —explicó
George, desperezándose, con una sonrisa en los labios—. Se trata simplemente de organizar una
maniobra de distracción. Mira, no sé si te habrás fijado en que hemos estado muy tranquilos durante las
vacaciones de Pascua…
—¿Qué sentido tenía alterar el tiempo de ocio? —continuó Fred—. Ninguno, nos dijimos. Y por
supuesto,  habríamos  molestado  a  los  estudiantes  que  estaban  repasando,  y  por  nada  del  mundo
querríamos hacer eso. —Miró a Hermione con cara de mojigato. A ella le sorprendió que los gemelos
hubieran tenido tanta consideración—. Pero a partir de mañana empieza otra vez la fiesta —prosiguió
enérgicamente—. Y ya que tenemos pensado causar un poco de alboroto, ¿por qué no hacerlo de modo
que Harry pueda aprovechar la ocasión para charlar con Sirius?
—Sí, pero de todos modos —dijo Hermione como si le estuviera contando algo muy simple a una
persona muy obtusa—, aunque consigáis distraer a la profesora Umbridge, ¿cómo se supone que va a
hablar Harry con Sirius?
—En el despacho de la profesora Umbridge —contestó él en voz baja.
Llevaba dos semanas pensándolo y no se le había ocurrido ninguna alternativa. La propia profesora
Umbridge le había dicho que la única chimenea que no estaba vigilada era la de su despacho.
—¿Te has vuelto loco? —replicó Hermione con voz queda.
Ron había dejado de leer un folleto en el que ofrecían puestos de trabajo en la industria del cultivo de
hongos y escuchaba la conversación con recelo.
—Creo que no —contestó Harry, y se encogió de hombros.
—¿Y cómo piensas entrar allí, para empezar?
Harry estaba preparado para contestar a aquella pregunta.
—Con la navaja de Sirius —dijo.
—¿Con qué?
—Hace dos Navidades, Sirius me regaló una navaja que abre cualquier cerradura. Así que, aunque la
profesora Umbridge haya encantado la puerta para que no funcione elAlohomora,como imagino que
habrá hecho…
—¿Qué opinas tú de esto? —le preguntó Hermione a Ron, y de inmediato Harry recordó cómo la
señora Weasley había apelado a su marido durante la primera cena en Grimmauld Place.
—No lo sé —contestó Ron. Al parecer, Hermione lo había pillado desprevenido al pedirle su opinión
—. Si Harry quiere hacerlo, es asunto suyo, ¿no?
—Así hablan los buenos amigos y los Weasley —afirmó Fred, y dio unas fuertes palmadas a Ron en la
espalda—. Muy bien. Hemos pensado hacerlo mañana, después de las clases, porque provocaríamos un
impacto máximo si todo el mundo estuviera en los pasillos. Harry, lo soltaremos en el ala este, no sé
exactamente dónde, y la obligaremos a salir de su despacho. Calculo que podemos garantizarte… unos
veinte minutos, ¿verdad? —añadió mirando a George.
—Sí, seguro —confirmó éste.
—¿En qué consiste la maniobra de distracción? —preguntó Ron.
—Ya lo verás, hermanito —dijo Fred mientras él y su gemelo se levantaban—. Sólo tienes que estar en
el pasillo de Gregory el Pelota mañana a eso de las cinco.
Al día siguiente Harry se despertó temprano, casi tan nervioso como el día de su vista disciplinaria en
el Ministerio de Magia. Lo que lo angustiaba no era únicamente la perspectiva de entrar en el despacho
de la profesora Umbridge y utilizar su chimenea para hablar con Sirius, aunque desde luego ese hecho
habría sido suficiente, sino que, además, aquel día Harry estaría cerca de Snape por primera vez desde
que el profesor lo había echado de su despacho. Tras permanecer un rato tumbado en la cama,
pensando en el día que tenía por delante, Harry se levantó sin hacer ruido y fue hasta la ventana que
había junto a la cama de Neville. Miró por ella y vio que hacía una mañana francamente espléndida. El
cielo estaba de un azul claro, neblinoso y opalino. Justo delante de la ventana por la que miraba Harry,
se encontraba la altísima haya bajo la que su padre había atormentado a Snape. No estaba seguro de
qué  podría  decirle  Sirius  para  explicar  la  escena  que  había  visto  en  el  pensadero,  pero  estaba
impaciente por escuchar la versión de su padrino sobre lo ocurrido, conocer cualquier factor atenuante 
que pudiera haber habido, cualquier excusa, por pequeña que fuera, para justificar el comportamiento
de su padre…
De pronto Harry vio que algo se movía en los límites del Bosque Prohibido. Aguzó la vista y distinguió
a Hagrid, que salía de entre los árboles. Le pareció que cojeaba. Mientras Harry lo observaba, el
guardabosques fue haciendo eses hasta la puerta de su cabaña y se metió dentro. El chico se quedó
varios minutos contemplando la cabaña. Hagrid no volvió a aparecer, pero empezó a salir humo por la
chimenea; no podía estar muy malherido si todavía era capaz de echarle leña al fuego.
Harry se apartó de la ventana, regresó junto a su baúl y empezó a vestirse.
Con la perspectiva de entrar por la fuerza en el despacho de la profesora Umbridge, Harry no esperaba
que  aquél  fuera  a  ser  un  día  tranquilo,  pero  no  había  contado  con  que  Hermione  lo  acosara
constantemente para disuadirlo de lo que planeaba hacer a las cinco. Por primera vez, Hermione estuvo
tan distraída como Harry y Ron en la clase de Historia de la Magia del profesor Binns, y susurraba sin
parar advertencias que Harry hacía todo lo posible por ignorar.
—… y si te encuentra allí dentro, aparte de expulsarte, se imaginará que has estado hablando con
Hocicos, y esta vez seguro que te obliga a beberte elVeritaserumy a contestar a sus preguntas…
—Hermione —dijo Ron con voz contenida e indignada—, ¿quieres hacer el favor de dejar de regañar a
Harry y escuchar a Binns, o voy a tener que tomar yo mismo apuntes?
—¡Pues podrías tomar apuntes, para variar, no te morirías!
Cuando llegaron a las mazmorras, Harry y Ron ya no le dirigían la palabra a Hermione. Ella, sin
dejarse amilanar, aprovechó el silencio de sus amigos para soltarles un torrente continuo de graves
advertencias, pronunciadas con ímpetu en un susurro ininterrumpido que hizo que Seamus se pasara
cinco minutos revisando su caldero, pues creía que tenía alguna fuga.
Snape, por su parte, había decidido actuar como si Harry fuera invisible. Como es lógico, éste ya estaba
acostumbrado a esa táctica, pues era una de las favoritas de tío Vernon, y en el fondo se alegraba de no
tener que  soportar  nada  peor.  De hecho, comparado  con  los insultos  y las burlas  de  Snape que
normalmente debía aguantar, le parecía que el nuevo enfoque suponía una pequeña mejora; además, se
llevó una grata sorpresa al comprobar que si lo dejaban tranquilo era capaz de preparar un filtro
vigorizante sin grandes problemas. Al finalizar la clase, metió un poco de su poción en una botella, la
tapó con un tapón de corcho y la llevó a la mesa de Snape para que el profesor le pusiera nota. Había
calculado que como mínimo conseguiría una «S».
Cuando acababa de darse la vuelta, oyó el ruido de algo que se rompía. Malfoy soltó una fuerte
carcajada, Harry giró sobre los talones y vio que su botella estaba hecha añicos en el suelo, y que Snape
lo miraba a él regodeándose.
—¡Vaya! —dijo el profesor en voz baja—. Otro cero, Potter.
Harry estaba tan indignado que no podía hablar. Volvió junto a su caldero dando grandes zancadas con
la intención de llenar otra botella con poción y obligar a Snape a ponerle nota, pero vio con horror que
el resto del contenido había desaparecido.
—¡Lo siento! —exclamó Hermione, tapándose la boca con las manos—. Lo siento muchísimo, Harry.
¡Creía que habías terminado y lo he limpiado!
Harry ni siquiera pudo contestar. Cuando sonó la campana, salió corriendo de la mazmorra, sin mirar
atrás, y se aseguró de encontrar sitio entre Neville y Seamus a la hora de comer, para que Hermione no
empezara a darle la lata otra vez sobre su intención de utilizar el despacho de la profesora Umbridge.
Cuando llegó a la clase de Adivinación estaba tan malhumorado que había olvidado que tenía una
entrevista de orientación académica con la profesora McGonagall, y no lo recordó hasta que Ron le
preguntó por qué no había ido al despacho de la profesora. Harry subió a toda prisa y sólo llegó unos
minutos tarde.
—Lo siento, profesora —se excusó mientras cerraba la puerta—. Se me había olvidado.
—No importa, Potter —repuso la bruja con brusquedad, pero, mientras ella hablaba, alguien hizo un
ruido con la nariz en un rincón. Harry miró hacia allí.
La profesora Umbridge estaba sentada con un sujetapapeles sobre las rodillas, una recargada blonda
alrededor del cuello y una sonrisita petulante en los labios.
—Siéntate, Potter —le indicó lacónicamente la profesora McGonagall, a quien le temblaron un poco
las manos cuando barajó los folletos que había esparcidos por su mesa.
Harry se sentó de espaldas a la profesora Umbridge e hizo cuanto pudo para fingir que no oía el
rasgueo de la pluma sobre el pergamino.
—Bueno, Potter, esta reunión es para hablar sobre las posibles carreras que hayas pensado que te
gustaría estudiar, y para ayudarte a decidir qué asignaturas deberías cursar en sexto y en séptimo —le
explicó  la  profesora  McGonagall—.  ¿Has  pensado  ya  qué  te  apetecería  hacer  cuando  salgas  de
Hogwarts?
—Pues… —empezó Harry.
El rasgueo de la pluma que oía detrás no le dejaba concentrarse.
—¿Qué? —le preguntó la profesora McGonagall.
—Pues… he pensado que a lo mejor podría serauror—masculló Harry.
—Para eso necesitarías muy buenas notas —replicó la profesora McGonagall; a continuación sacó un
pequeño folleto de color oscuro de debajo del montón que cubría su mesa y lo abrió—. Piden cinco
ÉXTASIS como mínimo, y por lo que veo no aceptan notas inferiores a «Supera las expectativas».
Además, te obligan a someterte a una serie de rigurosas pruebas de personalidad y aptitudes en la
Oficina deaurores. Es una carrera difícil, Potter, sólo aceptan a los mejores. Es más, creo que hace tres
años que no aceptan a nadie. —En ese momento la profesora Umbridge emitió una débil tosecilla,
como si quisiera comprobar lo discretamente que era capaz de toser. La profesora McGonagall no le
hizo caso—. Supongo que querrás saber qué asignaturas tendrías que estudiar, ¿verdad? —prosiguió
elevando un poco la voz.
—Sí —respondió Harry—. Supongo que… Defensa Contra las Artes Oscuras.
—Naturalmente —confirmó la profesora McGonagall con tono resuelto—. Y también te aconsejaría…
—La profesora Umbridge volvió a toser, esta vez un poco más fuerte. La profesora McGonagall cerró
los ojos un momento, volvió a abrirlos y siguió como si tal cosa—. También te aconsejaría que
estudiaras Transformaciones, porque en su trabajo los aurores necesitan a menudo transformarse y
destransformarse. Y he de decirte, Potter, que en mis clases de ÉXTASISno acepto a ningún alumno que
no haya conseguido como mínimo un «Supera las expectativas» en elTIMO. Si no me equivoco, de
momento tú tienes una media de «Aceptable», de modo que tendrás que ponerte a estudiar en serio
antes  de  los  exámenes  si  quieres  continuar  con  esa  asignatura.  También  deberías  estudiar
Encantamientos, que siempre son muy útiles, y Pociones. Sí, Potter, Pociones —añadió, y esbozó una
brevísima sonrisa—. El estudio de las pociones y de los antídotos es fundamental para los aurores. Y
debes  saber  que  el  profesor  Snape  no  acepta  a  ningún  alumno  que  no  haya  conseguido  un
«Extraordinario» en suTIMO, así que… —La profesora Umbridge soltó la tos más pronunciada hasta el
momento—.  ¿Quiere  una  pastilla  para  la  tos,  Dolores?  —preguntó  con  aspereza  la  profesora
McGonagall sin mirar a su colega.
—No, muchas gracias —contestó ésta con aquella sonrisa tonta que tanto odiaba Harry—. Sólo me
preguntaba si le importaría que hiciera una brevísima interrupción, Minerva.
—No, no me importaría. Adelante —indicó la profesora McGonagall apretando los dientes.
—Me estaba preguntando si el señor Potter tiene temperamento de auror —comentó la profesora
Umbridge con dulzura.
—¿Ah, sí? —dijo la profesora McGonagall con altivez—. Bueno, Potter —continuó, como si la
interrupción no se hubiera producido—, si de verdad quieres serauror , te recomiendo que te concentres
en alcanzar el nivel requerido en Transformaciones y en Pociones. Veo que el profesor Flitwick siempre
te ha puesto «Aceptable» o «Supera las expectativas» en los dos últimos años, de modo que tu nivel de
Encantamientos debe de ser satisfactorio. En cuanto a Defensa Contra las Artes Oscuras, siempre has
sacado buenas notas; el profesor Lupin, particularmente, creía que tú… ¿Seguro que no quiere una
pastilla para la tos, Dolores?
—¡Oh, no, Minerva! Gracias, pero no la necesito —dijo con la misma sonrisa tonta la profesora
Umbridge, que había vuelto a toser aún más fuerte—. Es sólo que por lo visto no tiene usted delante las
últimas calificaciones de Harry en Defensa Contra las Artes Oscuras. Estoy segura de que le he pasado
una nota.
—¿Se refiere a esto? —preguntó la profesora McGonagall con tono de repugnancia, y sacó una hoja de
pergamino de color rosa de entre las solapas de la carpeta del expediente de Harry. La miró con las
cejas un poco arqueadas y volvió a guardarla en su sitio sin hacer ningún comentario—. Sí, Potter,
como iba diciendo, el profesor Lupin opinaba que demostrabas tener excelentes aptitudes para la
asignatura, y como podrás suponer, para serauror…
—¿No ha entendido mi nota, Minerva? —la interrumpió la profesora Umbridge con tono meloso. Esta
vez se le había olvidado toser.
—Claro que la he entendido —respondió la profesora McGonagall, pero apretó tanto los dientes que
apenas se distinguieron sus palabras.
—Bueno,  pues  entonces  no  me  explico…  Me  temo  que  no  comprendo  cómo  puede  dar  falsas
esperanzas a Potter de que…
—¿Falsas  esperanzas?  —repitió  la  profesora  McGonagall,  que  seguía  resistiéndose  a  mirar  a  la
profesora Umbridge—. Ha sacado muy buenas notas en todos sus exámenes de Defensa Contra las
Artes Oscuras…
—Lamento muchísimo tener que contradecirla, Minerva, pero como verá en mi nota, Harry ha obtenido
unos resultados muy bajos en sus clases conmigo…
—Me parece que debería ser más clara —la atajó la profesora McGonagall, y se volvió por fin para
mirar a los ojos a la profesora Umbridge—. Ha sacado muy buenas notas siempre que se ha examinado
con un profesor competente.
La sonrisa de la profesora Umbridge se borró de su rostro con la rapidez con que explota una bombilla.
Se  recostó  en  el  respaldo  de  su  asiento,  dio  la  vuelta  a  la  hoja  de  pergamino  que  tenía  en  el
sujetapapeles y empezó a escribir a toda velocidad dirigiendo los saltones ojos de un margen al otro de
la página. La profesora McGonagall se volvió hacia Harry; resoplaba y echaba chispas por los ojos. —
¿Alguna pregunta, Potter?
—Sí —contestó él—. ¿En qué consisten esas pruebas de personalidad y aptitudes que te hace el
Ministerio si consigues suficientesÉXTASIS?
—Verás, tendrás que demostrar que eres capaz de reaccionar correctamente ante la presión y cosas por
el estilo —explicó la profesora McGonagall—; que eres perseverante y entregado, porque el curso de
auror dura tres años más; y que dominas la Defensa práctica. Eso supone que tendrás que seguir
estudiando mucho una vez que salgas del colegio, así que, a menos que estés dispuesto a…
—Creo que también sabrá —la interrumpió la profesora Umbridge con aspereza— que el Ministerio
revisa los antecedentes de los aspirantes aaurores. Sus antecedentes penales.
—… a menos que estés dispuesto a seguir haciendo exámenes después de salir de Hogwarts, deberías
buscar otra…
—Y eso significa que este chico tiene tantas posibilidades de llegar a seraurorcomo Dumbledore de
volver a este colegio.
—Entonces tiene muchas posibilidades —respondió la profesora McGonagall.
—Potter tiene antecedentes penales —le recordó la profesora Umbridge.
—A Potter lo absolvieron de todos los cargos —afirmó la profesora McGonagall, subiendo aún más el
tono de voz. La profesora Umbridge se puso en pie. Era tan baja que no se notó mucho que lo hacía,
pero su cursilería había dejado paso a una ira desbocada que hizo que su ancha y blanda cara adoptara
una expresión siniestra.
—¡Potter no tiene ni la más remota posibilidad de llegar a serauror! —sentenció.
La profesora McGonagall se levantó también, y en su caso sí se notó la diferencia, pues era mucho más
alta que la profesora Umbridge.
—¡Voy a ayudarte a ser auror aunque sea lo último que haga en esta vida, Potter! —aseguró con
rotundidad—. ¡Aunque tenga que darte clases particulares todas las noches! ¡Me encargaré de que
alcances los resultados requeridos!
—¡El Ministerio de Magia jamás dará empleo a Harry Potter! —replicó la profesora Umbridge a voz en
grito.
—¡Es muy posible que cuando Potter esté preparado para entrar en el Ministerio ya haya otro ministro!
—bramó la profesora McGonagall.
—¡Aja! —chilló la profesora Umbridge apuntando a la profesora McGonagall con un dedo regordete
—. ¡Sí! ¡Eso, eso, eso! ¡Claro! Eso es lo que usted quiere, ¿verdad, Minerva McGonagall? ¡Quiere que
Albus Dumbledore sustituya a Cornelius Fudge! Cree que ocupará mi puesto, ¿verdad? ¡Subsecretaría
del ministro y, por si fuera poco, directora del colegio!
—Está loca de atar —masculló la profesora McGonagall con profundo desdén— Potter, ya hemos
terminado la consulta sobre orientación académica.
Harry se colgó la mochila del hombro y salió muy deprisa de la habitación, sin atreverse a mirar a la
profesora Umbridge. Mientras recorría el pasillo, siguió oyendo a las dos mujeres, que se gritaban una
a otra.
La profesora Umbridge seguía respirando como si acabara de correr una maratón cuando entró pisando
fuerte en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras de aquella tarde.
—Espero que te hayas pensado mejor eso que planeas hacer, Harry —susurró Hermione en cuanto
abrieron los libros por el capítulo treinta y cuatro, «Respuesta pacífica y negociación»—. La profesora
Umbridge ya está de muy mal humor…
De vez en cuando Dolores Umbridge lanzaba miradas de odio a Harry, que mantenía la cabeza
agachada y no apartaba la vista de su ejemplar deTeoría de defensa mágica,mirándolo sin ver nada,
mientras pensaba…
Se imaginaba la reacción de la profesora McGonagall si lo sorprendían entrando ilegalmente en el
despacho de la profesora Umbridge sólo unas horas después de que ella hubiera dado la cara por él.
Nada le impedía volver a la torre de Gryffindor y confiar en que durante las vacaciones de verano algún
día se le presentara la ocasión de pedir a Sirius que le explicara la escena que había visto en el
pensadero… Nada, salvo que la idea de adoptar esa sensata actitud hacía que notara como si tuviera el
estómago lleno de plomo… Y, además, estaban Fred y George, cuya maniobra de distracción ya estaba
preparada, por no mencionar la navaja que Sirius le había regalado, y que en esos momentos llevaba en
la mochila junto con la capa invisible de su padre.
Pero lo cierto era que si lo sorprendían…
—¡Dumbledore se ha sacrificado para que no tengas que marcharte del colegio, Harry! —le susurró
Hermione levantando su libro y escondiéndose detrás para que la profesora Umbridge no le viera la
cara—. ¡Y si consigues que te expulsen hoy, todo habrá sido en vano!
Podía abandonar el plan y aprender a vivir, sencillamente, con el recuerdo de lo que su padre había
hecho un día de verano, hacía más de veinte años…
Y entonces se acordó de Sirius en la chimenea de la sala común de Gryffindor…
«No te pareces a tu padre tanto como yo creía. Para James, el riesgo habría sido lo divertido.»
Pero ¿todavía quería parecerse a su padre?
—¡No lo hagas, Harry, por favor! —le suplicó Hermione con voz de angustia mientras sonaba la
campana que anunciaba el final de la clase.
Harry no dijo nada; no sabía qué hacer. Ron, por su parte, parecía decidido a no manifestar su opinión y
a no ofrecer consejos; ni siquiera miraba a Harry a la cara, aunque, cuando Hermione abrió la boca para
intentar una vez más disuadir a su amigo, Ron dijo en voz baja:
—Déjalo ya, ¿quieres? Harry es mayorcito para tomar sus propias decisiones.
El corazón de Harry latía muy deprisa cuando salió del aula. Cuando estaba más o menos en la mitad
del pasillo oyó los lejanos pero inconfundibles sonidos de una maniobra de distracción. Se oían gritos y
chillidos que, procedentes de más arriba, resonaban por todas partes; los alumnos que salían de las
aulas se paraban en seco y miraban con temor hacia el techo…
La profesora Umbridge abandonó precipitadamente la clase, tan aprisa como le permitían sus cortas
piernas.
Sacó su varita mágica y echó a correr en dirección opuesta a la de Harry: era ahora o nunca.
—¡Por favor, Harry! —le suplicó Hermione débilmente.
Pero Harry ya había tomado una decisión; se colgó mejor la mochila y rompió a correr esquivando a los
alumnos que se precipitaban en dirección opuesta para ver qué era aquel alboroto del ala este.
Harry llegó al pasillo del despacho de la profesora Umbridge y lo encontró vacío. Se escondió detrás de
una armadura, cuyo yelmo giró chirriando para mirarlo; abrió su mochila, agarró la navaja de Sirius y
se puso la capa invisible. Entonces salió arrastrándose lenta y cuidadosamente de detrás de la armadura
y recorrió el pasillo hasta llegar frente a la puerta de la profesora Umbridge.
Introdujo la hoja de la navaja mágica en el resquicio de la puerta y la movió con suavidad hacia arriba y
hacia abajo; luego la retiró. Se oyó un débil chasquido, y la puerta se abrió. Harry entró en el despacho,
cerró rápidamente tras él y miró alrededor.
No se movía nada salvo aquellos horribles gatitos que seguían retozando en los platos que había
colgados en la pared, encima de las escobas confiscadas.
Harry se quitó la capa invisible, fue con aire resuelto hasta la chimenea y sólo tardó unos segundos en
encontrar lo que buscaba: una cajita llena de relucientes polvos flu. A continuación se agachó ante la
chimenea, que estaba apagada; le temblaban las manos. Era la primera vez que hacía aquello, aunque
creía que sabía cómo funcionaba. Metió la cabeza en la chimenea, cogió un buen pellizco de polvos y
los tiró sobre los troncos ordenadamente apilados que tenía debajo. Los polvos explotaron al instante y
provocaron unas llamas de color verde esmeralda.
—¡Número doce de Grimmauld Place! —dijo Harry con voz fuerte y clara.
Fue una de las sensaciones más extrañas que jamás había experimentado. Había viajado mediante
polvos flu en otras ocasiones, desde luego, pero siempre había sido el cuerpo entero lo que le había
girado y girado en medio de las llamas por la red de chimeneas mágicas que se extendía por el país.
Esta vez, en cambio, las rodillas de Harry permanecían firmes sobre el frío suelo del despacho de la
profesora Umbridge, y sólo la cabeza le volaba a toda velocidad por el fuego de color esmeralda…
Y entonces, tan bruscamente como había empezado a suceder, la cabeza dejó de darle vueltas. Harry,
que se sentía muy mareado y como si llevara una bufanda muy caliente alrededor de la cabeza, abrió
los ojos y vio que miraba desde la chimenea de la cocina de Grimmauld Place hacia la larga mesa de
madera, donde había un hombre sentado leyendo detenidamente una hoja de pergamino.
—¿Sirius?
El hombre se sobresaltó y miró alrededor. No era Sirius, sino Lupin.
—¡Harry! —Estaba absolutamente desconcertado—. ¿Qué haces tú…? ¿Qué ha pasado? ¿Va todo
bien?
—Sí —contestó él—. Sólo quería… Bueno, me apetecía charlar un poco con Sirius.
—Voy a buscarlo —dijo Lupin, y se puso en pie sin cambiar aquella cara de absoluta perplejidad—. Ha
subido a buscar a Kreacher, que al parecer ha vuelto a esconderse en el desván…
Harry vio cómo Lupin salía a toda prisa de la cocina. Ahora no podía mirar otra cosa que no fueran las
patas de las sillas y la mesa. Se preguntó por qué su padrino nunca había comentado lo incómodo que
era hablar desde la chimenea; empezaban a dolerle las rodillas a causa del prolongado contacto con el
duro suelo de piedra del despacho de la profesora Umbridge.
Lupin regresó unos minutos más tarde con Sirius.
—¿Qué pasa? —preguntó éste con apremio, apartándose el largo y oscuro cabello de los ojos y
sentándose frente a la chimenea para ponerse a la altura de Harry. Lupin se arrodilló también; parecía
muy preocupado—. ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
—No —contestó Harry—, no pasa nada… Sólo quería hablar… de mi padre.
Sirius y Lupin intercambiaron una mirada de desconcierto, pero Harry no tenía tiempo para sentirse
avergonzado ni abochornado; cada vez le dolían más las rodillas y calculaba que ya debían de haber
pasado cinco minutos desde el inicio de la maniobra de distracción; George sólo le había garantizado
veinte. Por lo tanto, abordó inmediatamente el tema de lo que había visto en elpensadero.
Cuando hubo terminado, ni Sirius ni Lupin dijeron nada durante un rato, pero después Lupin dijo con
voz queda:
—No quisiera que juzgaras a tu padre por lo que viste allí, Harry. Sólo tenía quince años…
—¡Yo también tengo quince años! —protestó Harry.
—Mira, Harry —intervino Sirius con tono apaciguador—, James y Snape se odiaron a muerte desde el
día que se vieron por primera vez, sentían aversión mutua, eso lo entiendes, ¿verdad? Creo que James
tenía todo lo que a Snape le habría gustado tener: amigos, era bueno jugando al quidditch… Era bueno
en casi todo. Y Snape no era más que un bicho raro que se pirraba por las artes oscuras, y James
siempre odió las artes oscuras, Harry, eso te lo puedo asegurar.
—Ya, pero atacó a Snape sin motivo, sólo porque…, bueno, sólo porque tú dijiste que te aburrías —
concluyó con un deje de disculpa en la voz.
—No me enorgullezco de ello —se apresuró a decir su padrino.
Lupin miró de soslayo a Sirius y dijo:
—Mira, Harry, lo que tienes que entender es que tu padre y Sirius eran los mejores del colegio en todo.
Los demás pensaban que eran insuperables, y si a veces se dejaban llevar un poco…
—Si a veces éramos unos chulos arrogantes, querrás decir —lo corrigió Sirius.
Lupin sonrió.
—Se despeinaba el pelo continuamente —comentó Harry, apenado.
Sirius y Lupin rieron.
—Se me había olvidado que tenía esa costumbre —comentó Sirius cariñosamente.
—¿Estaba jugando con lasnitch? —preguntó Lupin.
—Sí —respondió Harry, y vio con estupor cómo Sirius y Lupin sonreían con nostalgia—. Pero… me
pareció que era un poco idiota.
—¡Pues claro que era un poco idiota! —admitió Sirius—. ¡Todos lo éramos! Bueno, Lunático no tanto
—añadió con justicia mirando a Lupin.
Pero éste negó con la cabeza.
—¿Os dije alguna vez que dejarais tranquilo a Snape? ¿Tuve alguna vez el valor de comentaros que
creía que os estabais pasando de la raya?
—Ya, pero… —replicó Sirius—. A veces conseguías que nos avergonzáramos de nosotros mismos, y
eso ya era algo.
—¡Y no paraba de mirar a las chicas que había en la orilla del lago para ver si ellas lo miraban a él! —
prosiguió Harry, obstinado. Ya que había ido hasta allí, decidió soltar todo lo que tenía en la cabeza.
—Sí, bueno, siempre hacía el ridículo cuando veía a Lily —afirmó Sirius encogiéndose de hombros—.
Cuando ella estaba cerca, James no podía evitar hacerse el chulo.
—¿Cómo puede ser que mi madre se casara con él? —preguntó Harry muy afligido—. ¡Lo odiaba!
—No, no lo odiaba —respondió Sirius.
—Empezó a salir con él en séptimo —concretó Lupin.
—Cuando a James ya se le habían bajado un poco los humos —añadió Sirius.
—Y ya no echaba maleficios a la gente para divertirse —dijo Lupin.
—¿Tampoco a Snape?
—Bueno, Snape era un caso especial —admitió Lupin—. Verás, él tampoco desaprovechaba jamás la
oportunidad de echar una maldición a James, y lo lógico era que James se defendiera, ¿no?
—¿Y a mi madre no le importaba?
—La verdad es que no se enteraba —repuso Sirius—. Como podrás imaginar, James no se llevaba a
Snape a sus citas con Lily para embrujarlo delante de ella. —Sirius miró con la frente fruncida a Harry,
que todavía no parecía convencido—. Mira —dijo—, tu padre era el mejor amigo que jamás he tenido,
y una buena persona. Mucha gente se comporta como si fuera idiota cuando tiene quince años. Pero
James maduró con el tiempo.
—Está bien —aceptó Harry, apesadumbrado—. Es que nunca pensé que podría sentir lástima por
Snape.
—Oye, por cierto —terció Lupin, y frunció un poco el entrecejo—, ¿cómo reaccionó Snape cuando se
enteró de que habías visto todo eso?
—Me dijo que no volvería a enseñarme Oclumancia —contestó Harry con indiferencia—, como si yo
fuera a echar de menos las…
—¿CÓMO DICES?—gritó Sirius haciendo que Harry se sobresaltara y aspirara un montón de cenizas.
—¿Lo dices en serio, Harry? —le preguntó Lupin—. ¿Ha dejado de darte clases?
—Sí —contestó él, muy sorprendido por lo que consideraba una reacción exagerada—. Pero no pasa
nada, no me importa, en realidad me alegro…
—¡Voy para allá ahora mismo! ¡Se va a enterar! —gritó Sirius con vehemencia, e hizo el amago de
levantarse, pero Lupin lo agarró por un brazo y lo obligó a sentarse.
—¡Si hay que decirle algo a Snape, ya me encargo yo! —aclaró Lupin con firmeza—. Pero Harry, antes
que nada, tienes que ir a hablar con Snape y decirle que de ningún modo debe dejar de darte clases.
Cuando lo sepa Dumbledore…
—¡No puedo  decirle eso, me  mataría! —exclamó  Harry,  escandalizado—. Vosotros no lo  visteis
cuando salimos delpensadero.
—¡Harry, ahora lo más importante es que aprendas Oclumancia! —aseguró Lupin con severidad—.
¿Me has entendido? ¡No hay nada más importante!
—Está bien, está bien —dijo el chico, confuso y enfadado—. Intentaré decirle algo, pero no va a ser…
Se quedó callado. Había oído unos pasos a lo lejos.
—¿Qué es eso? ¿Está bajando Kreacher por la escalera?
—No —contestó Sirius mirando hacia atrás—. Debe de ser alguien en tu lado.
A Harry le dio un vuelco el corazón.
—¡Más vale que me vaya! —dijo apresuradamente, y sacó la cabeza de la chimenea de Grimmauld
Place. Durante unos instantes tuvo la sensación de que le giraba sobre los hombros; entonces se
encontró arrodillado delante de la chimenea del despacho de la profesora Umbridge, con la cabeza en
su sitio, mientras contemplaba cómo las llamas de color esmeralda parpadeaban hasta apagarse.
—¡Rápido, rápido! —oyó que decía una voz jadeante al otro lado de la puerta del despacho—. Ah, la
ha dejado abierta…
Harry se lanzó a coger su capa invisible, y acababa de cubrirse con ella cuando Filch irrumpió en el
despacho. Parecía contentísimo por algo y hablaba solo, febrilmente, mientras cruzaba la habitación;
abrió un cajón de la mesa de la profesora Umbridge y empezó a revolver los papeles que había dentro.
—Permiso  para  dar  azotes…  Permiso  para  dar  azotes…  Por  fin  podré  hacerlo…  Llevan  años
buscándoselo…
Sacó un trozo de pergamino, lo besó y fue rápidamente hacia la puerta, arrastrando los pies, con la hoja
de pergamino abrazada contra el pecho.
Harry se puso en pie y, tras asegurarse de que tenía su mochila y de que la capa invisible lo cubría por
completo, abrió la puerta sin vacilar y salió corriendo del despacho detrás de Filch, que renqueaba a
una velocidad insólita en él.
Cuando estuvo en el piso inferior al del despacho de la profesora Umbridge, Harry creyó que ya no
corría peligro si volvía a hacerse visible. Por tanto, se quitó la capa, la guardó en su mochila y siguió
adelante. Se oían gritos y jaleo provenientes del vestíbulo. Bajó a toda velocidad la escalera de mármol
y encontró al colegio en pleno reunido allí.
La situación era muy parecida a la del día que despidieron a la profesora Trelawney. Los estudiantes
estaban de pie formando un gran corro a lo largo de las paredes (Harry se fijó en que algunos estaban
cubiertos de una sustancia que parecía jugo fétido); además de alumnos, también había profesores y
fantasmas. Entre los curiosos destacaban los miembros de la Brigada Inquisitorial, que parecían muy
satisfechos de sí mismos, y Peeves, que cabeceaba suspendido en el aire, desde donde contemplaba a
Fred y George, que estaban sentados en el suelo en medio del vestíbulo. Era evidente que acababan de
atraparlos.
—¡Muy bien! —gritó triunfante la profesora Umbridge, que sólo estaba unos cuantos escalones más
abajo que Harry y contemplaba a sus presas desde arriba—. ¿Os parece muy gracioso convertir un
pasillo del colegio en un pantano?
—Pues sí, la verdad —contestó Fred, que miraba a la profesora sin dar señal alguna de temor.
Filch, que casi lloraba de felicidad, se abrió paso a empujones hasta la profesora Umbridge.
—Ya tengo el permiso, señora —anunció con voz ronca mientras agitaba el trozo de pergamino que
Harry le había visto sacar de la mesa de la profesora Umbridge—. Tengo el permiso y tengo las fustas
preparadas. Déjeme hacerlo ahora, por favor…
—Muy bien, Argus —repuso ella—. Vosotros dos —prosiguió sin dejar de mirar a los gemelos— vais a
saber lo que les pasa a los alborotadores en mi colegio.
—¿Sabe qué le digo? —replicó Fred—. Me parece que no. —Miró a su hermano y añadió—: Creo que
ya somos mayorcitos para estar internos en un colegio, George.
—Sí, yo también tengo esa impresión —coincidió George con desparpajo.
—Ya va siendo hora de que pongamos a prueba nuestro talento en el mundo real, ¿no? —le preguntó
Fred.
—Desde luego —contestó George.
Y antes de que la profesora Umbridge pudiera decir ni una palabra, los gemelos Weasley levantaron sus
varitas y gritaron juntos:
—¡Accio escobas!
Harry oyó un fuerte estrépito a lo lejos, miró hacia la izquierda y se agachó justo a tiempo. Las escobas
de Fred y George, una de las cuales arrastraba todavía la pesada cadena y la barra de hierro con que la
profesora  Umbridge  las  había  atado  a  la  pared,  volaban  a  toda  pastilla  por  el  pasillo  hacia  sus
propietarios; torcieron hacia la izquierda, bajaron la escalera como una exhalación y se pararon en seco
delante de los gemelos. El ruido que hizo la cadena al chocar contra las losas de piedra del suelo resonó
por el vestíbulo.
—Hasta nunca —le dijo Fred a la profesora Umbridge, y pasó una pierna por encima de la escoba.
—Sí, no se moleste en enviarnos ninguna postal —añadió George, y también montó en su escoba.
Fred miró a los estudiantes que se habían congregado en el vestíbulo, que los observaban atentos y en
silencio.
—Si a alguien le interesa comprar un pantano portátil como el que habéis visto arriba, nos encontrará
en Sortilegios Weasley, en el número noventa y tres del callejón Diagon —dijo en voz alta.
—Hacemos  descuentos  especiales  a  los  estudiantes  de  Hogwarts  que  se  comprometan  a  utilizar
nuestros productos para deshacerse de esa vieja bruja —añadió George señalando a la profesora
Umbridge.
—¡DETENEDLOS!—chilló la mujer, pero ya era demasiado tarde.
Cuando la Brigada Inquisitorial empezó a cercarlos, Fred y George dieron un pisotón en el suelo y se
elevaron a más de cuatro metros, mientras la barra de hierro oscilaba peligrosamente un poco más 
abajo. Fred miró hacia el otro extremo del vestíbulo, donde estaba suspendido el  poltergeist, que
cabeceaba a la misma altura que ellos, por encima de la multitud.
—Hazle la vida imposible por nosotros, Peeves.
Y Peeves, a quien Harry jamás había visto aceptar una orden de un alumno, se quitó el sombrero con
cascabeles de la cabeza e hizo una ostentosa reverencia al mismo tiempo que los gemelos daban una
vuelta al vestíbulo en medio de un aplauso apoteósico de los estudiantes y salían volando por las
puertas abiertas hacia una espléndida puesta de sol.

30
Grawp

La historia del vuelo hacia la libertad de Fred y George se contó tantas veces en los días siguientes que
Harry comprendió que pronto se convertiría en una de las leyendas de Hogwarts. Al cabo de una
semana, los que lo habían presenciado estaban casi convencidos de que habían visto a los gemelos
lanzar bombas fétidas desde sus escobas a la profesora Umbridge antes de salir disparados hacia los
jardines. Inmediatamente después de su partida, muchos alumnos se plantearon seguir los pasos de los
gemelos Weasley. Harry oyó a varios hacer comentarios como: «Te aseguro que hay días en que me
montaría en mi escoba y me largaría de aquí» o «Una clase más como ésta y creo que me marco un
Weasley».
Fred y George se habían asegurado de que nadie se olvidara de ellos demasiado deprisa. Para empezar,
no habían dejado instrucciones para lograr que el pantano, que todavía inundaba el pasillo del quinto
piso del ala este, desapareciera. La profesora Umbridge y Filch habían intentado retirarlo de allí por
diversos medios, pero ninguno había dado resultado. Finalmente acordonaron la zona, y Filch, aunque
rechinaba los dientes muerto de rabia, tenía que encargarse de llevar a los alumnos en un bote hasta las
aulas. Harry no tenía ninguna duda de que profesores como Flitwick o McGonagall habrían hecho
desaparecer el pantano en un abrir y cerrar de ojos, pero, como había ocurrido en el caso de los
Magifuegos Salvajes Weasley, al parecer preferían que la profesora Umbridge pasara apuros.
Por otra parte, no había que olvidar los dos enormes agujeros con forma de escoba que habían hecho
las Barredoras de Fred y George en la puerta del despacho de la profesora Umbridge al ir a reunirse con
sus dueños. Filch puso una puerta nueva y se llevó la Saeta de Fuego de Harry a las mazmorras, donde
se rumoreaba que la profesora Umbridge había puesto un trol de seguridad para vigilarla. Sin embargo,
los problemas de Dolores Umbridge no acababan ahí.
Inspirados por el ejemplo de los gemelos Weasley, un gran número de estudiantes aspiraban a ocupar el
cargo vacante de alborotador en jefe. Pese a la nueva puerta del despacho de la profesora Umbridge,
alguien consiguió deslizar en la estancia unescarbatode hocico peludo que no tardó en destrozar el
lugar en su búsqueda de objetos relucientes, saltó sobre la profesora cuando ésta entró en la habitación
e intentó roer los anillos que llevaba en los regordetes dedos. Además, por los pasillos se tiraban tantas
bombas fétidas que los alumnos adoptaron la nueva moda de hacerse encantamientos casco-burbuja
antes de salir de las aulas, porque así podían respirar aire no contaminado, aunque eso les diera un
aspecto muy peculiar: parecía que llevaban la cabeza metida en una pecera.
Filch rondaba por los pasillos con un látigo en la mano, ansioso por atrapar granujas, pero el problema
era que había tantos que el conserje no sabía adónde mirar. La Brigada Inquisitorial hacía todo lo
posible por ayudarlo, pero a sus miembros les ocurrían cosas extrañas sin parar. Warrington, del equipo 
dequidditchde Slytherin, se presentó en la enfermería con una afección de la piel tan espantosa que
parecía que lo habían recubierto de copos de maíz; Pansy Parkinson, para gran alegría de Hermione, se
perdió todas las clases del día siguiente porque le habían salido cuernos.
Entre tanto, se hizo patente la cantidad de Surtidos Saltaclases que Fred y George habían conseguido
vender antes de marcharse de Hogwarts. En cuanto la profesora Umbridge entraba en el aula, los
alumnos que había allí reunidos se desmayaban, vomitaban, tenían fiebre altísima o empezaban a
sangrar por ambos orificios nasales.
La profesora, que chillaba de rabia y frustración, intentó detectar el origen de aquellos síntomas, pero
los alumnos, testarudos, insistían en que padecían «umbridgitis». Tras castigar a cuatro clases sucesivas
y no conseguir desvelar su secreto, la profesora no tuvo más remedio que abandonar y dejar que los
alumnos, entre desmayos, sudores, vómitos y hemorragias, salieran a montones de la clase.
Pero ni siquiera los consumidores de Surtidos Saltaclases podían competir con el gran maestro del
descalabro, Peeves, quien parecía haberse tomado muy en serio las palabras de despedida de Fred.
Volaba por el colegio riendo desenfrenadamente, tumbaba mesas, atravesaba pizarras, volcaba estatuas
y jarrones… En dos ocasiones encerró a laSeñora Norrisen una armadura, de donde fue rescatada,
mientras maullaba como una histérica, por el enfurecido conserje. Peeves rompía faroles y apagaba
velas, hacía malabarismos con antorchas encendidas sobre las cabezas de los alarmados estudiantes,
lograba que ordenados montones de hojas de pergamino cayeran en las chimeneas o salieran volando
por las ventanas; inundó el segundo piso al arrancar todos los grifos de los lavabos, tiró una bolsa de
tarántulas en medio del Gran Comedor a la hora del desayuno y, cuando le apetecía descansar un poco,
pasaba horas flotando detrás de la profesora Umbridge y haciendo fuertes pedorretas cada vez que ella
abría la boca para decir algo.
Ningún miembro del profesorado parecía dispuesto a ayudar a la nueva directora. Es más, una semana
después de la partida de Fred y George, Harry vio que la profesora McGonagall pasaba junto a Peeves,
que estaba muy entretenido aflojando una lámpara de araña, y habría jurado que oyó que le decía al
poltergeistsin apenas mover los labios: «Se desenrosca hacia el otro lado.»
Por si fuera poco, Montague todavía no se había recuperado de su estancia en el servicio; seguía
desorientado y aturdido, y un martes por la mañana vieron a sus padres subiendo por el camino muy
enfadados.
—¿No deberíamos decir algo? —propuso Hermione con preocupación mientras pegaba la mejilla a la
ventana del aula de Encantamientos para ver cómo el señor y la señora Montague entraban en el
castillo—. Sobre lo que le pasó. Por si eso ayuda a la señora Pomfrey a curarlo.
—Claro que no. Ya se recuperará —dijo Ron con indiferencia.
—Bueno, más problemas para la profesora Umbridge, ¿no? —comentó Harry, satisfecho.
Ron y él dieron unos golpecitos a las tazas de té que intentaban encantar con sus varitas mágicas. A la
de Harry le salieron cuatro patas muy cortas que no llegaban a la mesa y que se retorcían en vano en el
aire. A la de Ron le salieron cuatro patas delgadísimas que mantuvieron la taza apoyada en la mesa con
mucha dificultad, temblaron unos segundos y entonces se doblaron, con lo que la taza cayó y se partió
por la mitad.
—¡Reparo!—exclamó Hermione rápidamente, y arregló la taza de Ron con una sacudida de su varita
—. Todo eso está muy bien, pero ¿y si Montague se queda mal para siempre?
—¿Y a mí qué? —replicó Ron con fastidio mientras su taza volvía a incorporarse sobre las delgadas
patas, temblando y tambaleándose—. Montague no debió intentar descontarle todos esos puntos a
Gryffindor, ¿no te parece? Si tanto te apetece preocuparte por alguien, preocúpate por mí.
—¿Por ti? —se extrañó ella, y agarró su taza cuando ésta salió correteando alegremente por la mesa
con sus cuatro robustas patitas de estilo chino y la colocó de nuevo en su sitio—. ¿Por qué voy a
preocuparme por ti?
—Porque cuando la próxima carta de mi madre supere todos los controles de la profesora Umbridge,
voy a pasarlo muy mal —dijo amargamente Ron, que sujetaba su taza mientras las cuatro frágiles patas 
intentaban con dificultad aguantar su peso—. No me sorprendería nada que me hubiera enviado otro
vociferador.
—Pero si…
—Ya verás como, según ella, yo tengo la culpa de que Fred y George se hayan marchado —afirmó Ron
con tristeza—. Mi madre dirá que yo debí impedírselo, que debí agarrarme del extremo de sus escobas
y colgarme de ellas, o algo así. Sí, seguro que me echa la culpa a mí.
—Pues mira, si lo hace será muy injusta contigo. ¡Tú no podías hacer nada! Pero estoy segura de que
no lo hará. Si es cierto que tienen un local en el callejón Diagon, deben de llevar años planeando esto.
—Sí, pero eso también me preocupa. ¿Cómo han conseguido el local? —se preguntó Ron, y golpeó su
taza con la varita con tanta fuerza que las patas volvieron a doblarse y la taza se derrumbó ante él—. Es
un poco raro, ¿no? Necesitarán montones de galeones para pagar el alquiler de un local en el callejón
Diagon. Mi madre querrá saber qué han hecho para reunir tanto oro.
—Tienes razón, yo tampoco me lo explico —comentó Hermione, y dejó que su taza de té corriera
describiendo círculos perfectos alrededor de la de Harry, cuyas patitas regordetas seguían sin alcanzar
la superficie de la mesa—. A lo mejor Mundungus los ha convencido de que vendan artículos robados o
algo peor.
—No, no lo ha hecho —saltó Harry.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntaron a la vez Ron y Hermione.
—Porque… —Harry vaciló, pero tenía la impresión de que había llegado el momento de confesar. No
tenía sentido seguir guardando silencio si con eso alguien iba a sospechar que Fred y George eran unos
delincuentes—. Porque el oro se lo di yo. En junio del año pasado les di el premio del Torneo de los
tres magos.
Los tres se quedaron callados. Entonces la taza de Hermione salió corriendo hacia el borde de la mesa,
cayó al suelo y se hizo añicos.
—¡Harry! ¡No puede ser! —gritó ella.
—Sí —afirmó Harry, desafiante—. ¿Y sabes una cosa? Que no me arrepiento. Yo no necesitaba ese oro
y ellos van a triunfar con su tienda de artículos de broma.
—¡Esto es genial! —intervino Ron, emocionado—. ¡Tú tienes la culpa de todo, Harry, mi madre no
podrá acusarme de nada! ¿Me dejas que se lo diga?
—Sí, supongo que lo mejor que puedes hacer es contárselo —contestó Harry—, sobre todo si cree que
tus hermanos están recibiendo dinero de la venta de calderos robados o algo semejante.
Hermione no abrió la boca durante el resto de la clase, pero Harry intuía que el autocontrol de su amiga
no podía durar mucho. Y no se equivocaba: cuando salieron del castillo, a la hora del recreo, y se
paseaban por el patio bajo el débil sol de mayo, Hermione miró fijamente a Harry y despegó los labios
con aire muy decidido.
Pero Harry la interrumpió antes de que empezara a hablar.
—No te molestes en darme la lata, ya está hecho —dijo con firmeza—. Fred y George tienen el oro,
aunque por lo que parece han debido de gastar bastante. Y no puedo pedirles que me lo devuelvan, ni
quiero hacerlo. Así que no pierdas el tiempo, Hermione.
—¡No iba a decirte nada sobre Fred y George! —replicó ella, dolida. Ron soltó un resoplido de
incredulidad y Hermione le lanzó una mirada asesina—. ¡Es la verdad! —protestó, furiosa—. ¡Lo que
iba a preguntarle a Harry es cuándo piensa ir a hablar con Snape y pedirle que siga dándole clases de
Oclumancia!
Harry no supo qué contestar. Tras agotar el tema de la espectacular partida de Fred y George, y había
que reconocer que eso les había llevado varias horas, Ron y Hermione quisieron saber cómo le había
ido a Harry con Sirius. Como Harry no les había confesado el motivo por el que había querido hablar
con su padrino, no sabía qué decir a sus amigos; acabó explicándoles únicamente que Sirius quería que
Harry reanudara las clases de Oclumancia. Y desde que lo hizo no había dejado de lamentarlo, porque
Hermione se resistía a aparcar el tema y seguía sacándolo cuando Harry menos lo esperaba.
—No me vengas con el cuento de que has dejado de tener esos sueños tan raros —le dijo Hermione a
continuación—, porque Ron me ha comentado que anoche volviste a hablar mientras dormías.
Harry miró furioso a Ron, quien tuvo el detalle de mostrarse avergonzado de sí mismo.
—Únicamente murmuraste un poco —dijo intentando reparar el daño—. Decías: «Sólo un poquito
más.»
—Soñé que jugabais al quidditch —mintió Harry despiadadamente—. Quería que estiraras un poco
más el brazo para atrapar laquaffle.
A Ron se le pusieron las orejas coloradas y Harry sintió una especie de placer vengativo: no había
soñado nada de eso, por descontado.
La noche pasada había vuelto a recorrer el pasillo del Departamento de Misterios. Había cruzado la sala
circular, había atravesado la habitación llena de tintineos y luces parpadeantes y había vuelto a entrar
en aquella enorme y tenebrosa sala llena de estanterías donde se almacenaban polvorientas esferas de
cristal.
Había ido derecho hacia la estantería número noventa y siete, había torcido a la izquierda y había
corrido por el pasillo… Debió de ser entonces cuando dijo en voz alta: «Sólo un poquito más», porque
notaba que su conciencia intentaba despertar. Y antes de llegar al final del pasillo, se había encontrado
de nuevo tumbado, contemplando el dosel de su cama.
—Supongo que intentas aislar tu mente, ¿no? —dijo Hermione al mismo tiempo que lo atravesaba con
una mirada que echaba chispas—. Y supongo también que sigues practicando Oclumancia.
—Claro que sí —contestó Harry fingiendo que encontraba insultante aquella pregunta, pero no miró a
su amiga a la cara. La verdad era que sentía tanta curiosidad por saber qué era lo que se ocultaba en
aquella sala repleta de esferas cubiertas de polvo que estaba encantado de que los sueños continuaran.
El problema era que como sólo faltaba un mes para los exámenes y Harry dedicaba todo su tiempo libre
a repasar, tenía la mente tan saturada de información que, al meterse en la cama, le resultaba muy
difícil conciliar el sueño; y cuando por fin se dormía, la mayoría de las noches sólo llegaban a su
abrumado cerebro sueños estúpidos relacionados con los exámenes. También sospechaba que una parte
de la mente (esa que a menudo hablaba con la voz de Hermione) se sentía culpable cuando se colaba en
aquel pasillo que terminaba frente a la puerta negra, e intentaba despertarlo antes de que pudiera llegar
al final del trayecto.
—¿Te has parado a pensar que si Montague no se recupera antes de que Slytherin juegue contra
Hufflepuff aún tendríamos alguna posibilidad de ganar la Copa? —comentó Ron, que todavía tenía las
orejas ardiendo y coloradas.
—Sí, supongo —contestó Harry, aliviado con el cambio de tema.
—Porque mira, hemos ganado un partido y hemos perdido otro; si Slytherin perdiera contra Hufflepuff
el sábado que viene…
—Sí, tienes razón —respondió Harry sin saber de qué estaban hablando, pues Cho Chang acababa de
cruzar el patio con paso decidido y sin mirarlo.
El partido que cerraría la temporada de quidditch, Gryffindor contra Ravenclaw, iba a celebrarse el
último fin de semana de mayo. Y pese a que Hufflepuff había ganado por poco a Slytherin en el último
encuentro, Gryffindor no tenía muchas esperanzas de ganar, debido principalmente (aunque nadie se lo
decía, por supuesto) a la pésima trayectoria de Ron como guardián. Sin embargo, él parecía haber
encontrado un nuevo optimismo.
—Hombre, peor no puedo hacerlo, ¿no creéis? —les planteó con gravedad a Harry y a Hermione
durante el desayuno el día del partido—. Ahora no tengo nada que perder, ¿no?
—¿Sabes qué? —dijo poco después Hermione, mientras Harry y ella bajaban al campo dequidditchen
medio de una exacerbada multitud—. Creo que Ron lo hará mejor ahora que no están ni Fred ni
George. La verdad es que nunca han fomentado mucho su autoestima. —Luna Lovegood los adelantó;
llevaba una cosa que parecía un águila viva encima de la cabeza—. ¡Anda, no me acordaba! —exclamó 
Hermione contemplando el águila, que agitaba las alas mientras Luna pasaba sin inmutarse al lado de
un grupo de alumnos de Slytherin, que la señalaban y reían—. Hoy juega Cho, ¿verdad?
Harry, que no había olvidado ese detalle, se limitó a gruñir.
Se sentaron en la penúltima fila de las gradas. Hacía un día templado y despejado; Ron no podía
quejarse, y Harry confió, pese a tenerlo todo en contra, en que su amigo no diera motivos a los de
Slytherin para que se pusieran a corear: «A Weasley vamos a coronar.»
Como  era  costumbre,  Lee  Jordan,  que  estaba  muy  alicaído  desde  que  Fred  y  George  se  habían
marchado del colegio, comentaba el partido. Mientras los dos equipos salían al terreno de juego, fue
nombrando a los jugadores sin el entusiasmo de siempre.
—… Bradley… Davies… Chang —anunció, y cuando Cho saltó al campo, Harry tuvo la impresión de
que su estómago daba una voltereta hacia atrás, o como mínimo una sacudida.
La  débil  brisa  agitaba  el  negro  y  reluciente  cabello  de  Cho.  Harry  ya  no  estaba  seguro  de  sus
sentimientos hacia ella; lo único que sabía era que no soportaría más discusiones. Tanto era así que al
ver a Cho charlando animadamente con Roger Davies mientras los jugadores se preparaban para
montar en sus escobas, sólo sintió una pizca de celos.
—¡Allá van! —gritó Lee—. Davies atrapa inmediatamente la quaffle, el capitán de Ravenclaw en
posesión de laquaffle, regatea a Johnson, regatea a Bell, regatea también a Spinnet… ¡Va directo hacia
la portería! Se dispone a lanzar y, y… —Lee soltó una palabrota—. Y marca.
Harry y Hermione gimieron con el resto de los alumnos de Gryffindor. Como era de esperar, los
alumnos de Slytherin, sentados al otro lado de las gradas, empezaron a cantar:
Weasley  no  atrapa  las  pelotas
y por el aro se le cuelan todas…
—Harry —dijo una voz ronca al oído del chico—. Hermione…
Harry giró la cabeza y vio la enorme y barbuda cara de Hagrid, que asomaba entre los asientos. Por lo
visto, había recorrido toda la hilera, porque los alumnos de primero y de segundo curso, que estaban
sentados detrás de Harry y Hermione, parecían aplastados y despeinados. Por algún extraño motivo,
Hagrid estaba doblado por la cintura, como si no quisiera que alguien lo viera, aunque de cualquier
modo sobresalía más de un metro entre los demás.
—Escuchad —susurró—, ¿podéis venir conmigo? Ahora, mientras todos ven el partido.
—¿Tan urgente es? —preguntó Harry—. ¿No puedes esperar a que acabe el encuentro?
—No. No, Harry, tiene que ser ahora, mientras todo el mundo mira hacia el otro lado. Por favor.
A Hagrid le sangraba un poco la nariz y tenía ambos ojos amoratados. Harry no lo había visto tan de
cerca desde que regresó al colegio, y le pareció que estaba sumamente angustiado.
—Claro —repuso Harry al momento—. Claro que vamos contigo.
Hermione y él recorrieron su hilera de asientos provocando las protestas de los estudiantes que tuvieron
que levantarse para dejarlos pasar. Los de la fila de Hagrid no se quejaban: sólo intentaban ocupar el
mínimo espacio posible.
—Os lo agradezco mucho, de verdad —dijo Hagrid cuando llegaron a la escalera. Siguió mirando
alrededor, nervioso, mientras bajaban hacia el jardín—. Espero que no hayan visto que nos marchamos.
—¿Te refieres a la profesora Umbridge? —le preguntó Harry—. Tranquilo, seguro que no nos ha visto.
Está sentada con toda su brigada, ¿no te has fijado? Debe de imaginarse que pasará algo durante el
partido.
—Ya, bueno, un poco de jaleo no nos vendría mal —comentó Hagrid, y se detuvo al llegar al pie de las
gradas para asegurarse de que la extensión de césped que las separaba de su cabaña estaba desierta—.
Así dispondríamos de más tiempo.
—¿Qué ocurre, Hagrid? —inquirió Hermione mirándolo con cara de preocupación mientras corrían por
la hierba hacia la linde del bosque.
—Bueno, enseguida lo verás —contestó él, y miró hacia atrás cuando estalló una gran ovación en el
estadio—. Eh, acaba de marcar alguien, ¿no?
—Seguro que ha sido Ravenclaw —afirmó Harry, apesadumbrado.
—Estupendo…, estupendo —murmuró Hagrid, distraído—. Me alegro…
Harry y Hermione tuvieron que correr para alcanzar a su amigo, que avanzaba por la ladera a grandes
zancadas y de vez en cuando miraba hacia atrás. Cuando llegaron a su cabaña, Hermione torció
automáticamente hacia la izquierda, donde estaba la puerta. Pero Hagrid pasó de largo y siguió hasta la
linde del bosque, y una vez allí cogió una ballesta que estaba apoyada en el tronco de un árbol.
Cuando se dio cuenta de que los chicos ya no estaban a su lado, se dio la vuelta.
—Hemos de entrar ahí —dijo, e hizo una seña con la enmarañada cabeza.
—¿En el bosque? —se extrañó Hermione, atónita.
—Sí —confirmó Hagrid—. ¡Vamos, deprisa, antes de que nos vean!
Harry y Hermione se miraron y se pusieron a cubierto entre los árboles, detrás de Hagrid, que seguía
adentrándose en la verde penumbra con la ballesta al hombro. Los chicos corrieron para alcanzarlo.
—¿Por qué vas armado, Hagrid? —le preguntó Harry.
—Sólo es por precaución —respondió, encogiendo sus fornidos hombros.
—El día que nos enseñaste losthestralsno llevabas la ballesta —observó tímidamente Hermione.
—Ya, bueno, porque aquel día no íbamos a adentrarnos tanto —explicó Hagrid—. Además, eso fue
antes de que Firenze se marchara del bosque, ¿verdad?
—¿Qué tiene que ver que Firenze se haya marchado? —preguntó Hermione con curiosidad.
—Que ahora los otros centauros están furiosos conmigo —repuso Hagrid en voz baja, y miró alrededor
—. Antes éramos…, bueno, no diré que amigos, pero nos llevábamos bien. Ellos se ocupaban de sus
asuntos y yo de los míos, pero siempre venían si yo quería hablar con ellos. Ahora todo ha cambiado.
—Y dio un profundo suspiro.
—Firenze dijo que están enfadados porque él aceptó trabajar para Dumbledore —comentó Harry, y
tropezó con una raíz que sobresalía del suelo, pues iba distraído observando el perfil de su amigo.
—Sí —asintió Hagrid con pesar—. Bueno, enfadados es poco. Yo diría condenadamente rabiosos. Creo
que si no llego a intervenir habrían matado a coces a Firenze.
—¿Lo atacaron? —se sorprendió Hermione.
—Sí —afirmó Hagrid con brusquedad al mismo tiempo que apartaba unas ramas bajas para abrirse
paso—. Se le echó encima la mitad de la manada.
—¿Y tú los paraste? —quiso saber Harry, asombrado e impresionado—. ¿Tú solo?
—Pues claro, no podía quedarme allí plantado viendo cómo lo mataban, ¿no? Fue una suerte que
pasara  por  allí,  la  verdad…  ¡Y  Firenze  debería  haberlo  recordado  antes  de  enviarme  estúpidas
advertencias! —añadió acalorada e inesperadamente. Harry y Hermione se miraron con cara de susto,
pero Hagrid frunció el entrecejo y no dio más explicaciones—. En fin —prosiguió, respirando más
ruidosamente de lo habitual—, desde aquel día los otros centauros están furiosos conmigo, y lo malo es
que tienen mucha influencia en el bosque. Son las criaturas más astutas que hay por aquí.
—¿Por eso hemos venido, Hagrid? —inquirió Hermione—. ¿Por los centauros?
—¡Ah, no! —respondió él, y negó con la cabeza—. No, no es por ellos. Bueno, ellos podrían complicar
aún más las cosas, desde luego, pero esperad un poco y me entenderéis.
Dejó aquel indescifrable comentario en el aire y siguió adelante; cada paso que daba Hagrid equivalía a
tres pasos de los chicos, de modo que les costaba trabajo seguirlo.
A medida que se adentraban en el Bosque Prohibido la maleza iba invadiendo el camino y los árboles
cada vez crecían más juntos, así que estaba tan oscuro como al anochecer. Habían llegado mucho más
allá del claro donde Hagrid les había enseñado losthestrals, pero Harry no empezó a inquietarse hasta
que de pronto Hagrid se apartó de la senda y comenzó a caminar entre los árboles hacia el tenebroso
corazón del bosque.
—¡Hagrid! —exclamó el muchacho mientras atravesaba unas zarzas llenas de pinchos por las que su
amigo había pasado sin grandes dificultades, al mismo tiempo que recordaba claramente lo que le había
pasado una vez que se apartó del camino del bosque—. ¿Adónde vamos?
—Un poco más allá —contestó él mirándolo por encima del hombro—. Vamos, Harry, ahora hemos de
avanzar juntos.
Costaba mucho trabajo seguir el ritmo de Hagrid al haber tantas ramas y tantos espinos por entre los
que él pasaba sin inmutarse, como si fueran telarañas, pero en cambio a Harry y a Hermione se les
enganchaban en las túnicas, y a veces se les enredaban hasta tal punto que tenían que parar varios
minutos para soltárselos. Al poco rato, Harry tenía la zona descubierta de brazos y piernas llena de
pequeños cortes y rasguños. Se habían adentrado tanto en el bosque que, de vez en cuando, lo único
que Harry veía de Hagrid en la penumbra era una inmensa silueta negra delante de él. En medio de
aquel  denso  silencio,  cualquier  sonido  parecía  amenazador.  El  crujido  de  una  ramita  al  partirse
resonaba con intensidad, y hasta el más débil susurro, aunque lo hubiera hecho un inocente gorrión,
conseguía que Harry escudriñara la oscuridad tratando de descubrir a un enemigo. De pronto reparó en
que era la primera vez que se alejaba tanto por el bosque sin encontrar ningún tipo de criatura, e
interpretó esa ausencia como un mal presagio.
—Hagrid, ¿no podríamos encender las varitas? —propuso Hermione en voz baja.
—Bueno,  vale  —susurró  Hagrid—.  En  realidad…  —Entonces  paró  en  seco  y  se  dio  la  vuelta;
Hermione chocó contra él y cayó hacia atrás. Harry la sujetó justo antes de que diera contra el suelo—.
Quizá sería conveniente que nos detuviéramos un momento, para que pueda… poneros al corriente —
sugirió—. Antes de que lleguemos a donde vamos.
—¡Genial! —exclamó Hermione mientras Harry la ayudaba a enderezarse.
Ambos murmuraron:¡Lumos!, y las puntas de sus varitas se encendieron. El rostro de Hagrid surgió de
la penumbra, entre los dos vacilantes haces de luz, y Harry comprobó una vez más que su amigo estaba
nervioso y afligido.
—Bueno —empezó Hagrid—, veamos… El caso es que… —Inspiró hondo—. Bueno, hay muchas
posibilidades de que me despidan cualquier día de éstos —expuso. Harry y Hermione se miraron y
luego miraron a Hagrid.
—Pero si has aguantado hasta ahora —comentó Hermione tímidamente—, ¿qué te hace pensar que…?
—La profesora Umbridge cree que fui yo quien metió eseescarbatoen su despacho.
—¿Lo hiciste? —le preguntó Harry sin poder contenerse.
—¡No, claro que no! —contestó Hagrid, indignado—. Pero ella cree que cualquier cosa relacionada
con criaturas mágicas tiene que ver conmigo. Ya sabéis que ha estado buscando una excusa para
librarse de mí desde que regresé a Hogwarts. Yo no quiero marcharme, por supuesto, pero si no fuera
por…, bueno, el carácter excepcional de lo que estoy a punto de revelaros, me marcharía ahora mismo,
antes de que a ella se le presente la ocasión de echarme delante de todo el colegio, como hizo con la
profesora Trelawney.
Harry y Hermione hicieron signos de protesta, pero Hagrid los desechó agitando una de sus enormes
manos.
—No es el fin del mundo; cuando salga de aquí, tendré ocasión de ayudar a Dumbledore y puedo
resultarle muy útil a la Orden. Y vosotros contáis con la profesora Grubbly-Plank, así que no tendréis
problemas para… para aprobar los exámenes. —La voz le tembló hasta quebrarse—. No os preocupéis
por mí —se apresuró a añadir cuando Hermione le hizo una caricia en un brazo. Luego Hagrid sacó su
inmenso pañuelo de lunares del bolsillo de su chaleco y se enjugó las lágrimas con él—. Mirad, no os
estaría soltando este sermón si no fuera necesario. Veréis, si me voy…, bueno, no puedo marcharme
sin… sin contárselo a alguien… porque… porque necesito que me ayudéis. Y Ron también, si quiere.
—Pues claro que te ayudaremos —soltó Harry enseguida—. ¿Qué quieres que hagamos?
Hagrid se sorbió la nariz y dio unas palmadas a Harry en el hombro, con tanta fuerza que el chico salió
impulsado hacia un lado y chocó contra un árbol.
—Ya sabía que diríais que sí —comentó Hagrid tapándose la cara con el pañuelo—, pero no…,
nunca… olvidaré… Bueno, vamos… Ya falta poco… Tened cuidado porque por aquí hay ortigas…
Continuaron andando en silencio otros cinco minutos; cuando Harry abrió la boca para preguntar si
faltaba mucho, Hagrid extendió el brazo derecho indicándoles que debían parar.
—Muy despacito —indicó con voz queda—. Sin hacer ruido…
Avanzaron con sigilo y de pronto Harry vio que se encontraban frente a un gran y liso montículo de
tierra, tan alto como Hagrid; sintió terror al comprender que debía de ser la guarida de algún animal
gigantesco. El montículo, a cuyo alrededor los árboles habían sido arrancados de raíz, se alzaba sobre
un terreno desprovisto de vegetación y rodeado de montones de troncos y de ramas que formaban una
especie de valla o barricada detrás de la cual se hallaban los tres amigos.
—Duerme —dijo Hagrid en voz baja.
Harry oyó claramente un ruido sordo, rítmico, que parecía el de un par de inmensos pulmones en
funcionamiento. Miró de reojo a Hermione, que contemplaba el montículo con la boca entreabierta; era
evidente que estaba muerta de miedo.
—Hagrid —dijo la chica en un susurro apenas audible por encima del ruido que hacía la criatura
durmiente—, ¿quién es? —A Harry le sorprendió aquella pregunta. Si la hubiera formulado él, habría
dicho «¿Qué es?»—. Hagrid, nos dijiste… —continuó Hermione, cuya varita mágica temblaba en su
mano—, ¡nos dijiste que ninguno quiso venir contigo!
Harry miró a Hagrid y de repente lo entendió todo; luego dirigió de nuevo la mirada hacia el montículo
al mismo tiempo que soltaba un ahogado grito de horror.
El montículo de tierra, al que habrían podido subir fácilmente los tres, ascendía y descendía lentamente
al compás de la profunda y resoplante respiración. Aquella masa informe no era ningún montículo. No
podía ser más que la curvada espalda de…
—Bueno, no, él no quería venir —aclaró Hagrid, presa de la desesperación—. Pero ¡tenía que traerlo
conmigo, Hermione, tenía que traerlo!
—Pero ¿por qué? —preguntó Hermione, que parecía a punto de llorar—. ¿Por qué…, qué…? ¡Oh,
Hagrid!
—Pensé que si lo traía aquí —continuó el guardabosques, que también parecía al borde de las lágrimas
—  y  le  enseñaba  buenos  modales…  podría  presentárselo  a  todo  el  mundo  y  demostrar  que  es
inofensivo.
—¿Inofensivo, dices? —chilló Hermione, y Hagrid se puso a hacer frenéticos ademanes para que se
callase, pues la enorme criatura que tenían ante ellos, aún dormida, había soltado un fuerte gruñido y
había cambiado de postura—. Ha sido él quien te ha hecho esas heridas, ¿verdad? ¡Te ha estado
pegando todo este tiempo!
—¡No es consciente de la fuerza que tiene! —aseguró Hagrid muy convencido—. Y está mejorando, ya
no pelea tanto como antes…
—¡Ahora lo entiendo! ¡Por eso tardaste dos meses en llegar a casa! —comentó Hermione—. Oh,
Hagrid, ¿por qué lo trajiste si él no quería venir? ¿No habría sido más feliz si se hubiera quedado con
su gente?
—No lo dejaban vivir, Hermione, se metían con él por lo pequeño que es.
—¿Pequeño? —se extrañó la chica—. ¿Has dicho pequeño?
—No podía dejarlo allí, Hermione —afirmó Hagrid. Las lágrimas resbalaban por su magullada cara y
se perdían entre los pelos de su barba—. Es que… ¡es mi hermano!
Hermione se quedó mirando a Hagrid, boquiabierta.
—Cuando dices «hermano» —intervino Harry—, ¿quieres decir…?
—Bueno, hermanastro —se corrigió—. Resulta que cuando dejó a mi padre, mi madre estuvo con otro
gigante y tuvo a Grawp…
—¿Grawp? —repitió Harry.
—Sí…, bueno, así es como suena cuando él pronuncia su nombre —explicó Hagrid con nerviosismo
—. No sabe mucho nuestra lengua… He intentado enseñarle un poco, pero… En fin, por lo visto mi
madre no le tenía más cariño del que me tenía a mí. Veréis, para las gigantas lo más importante es tener
hijos grandotes, y él siempre ha sido tirando a canijo, para ser un gigante. Sólo mide cinco metros.
—¡Sí, pequeñísimo! —opinó Hermione con sarcasmo y un deje de histeria—. ¡Minúsculo!
—Todo el mundo lo maltrataba; comprenderéis que no podía abandonarlo…
—¿Estaba de acuerdo Madame Máxime en traerlo? —preguntó Harry.
—Bueno, ella entendía que para mí era muy importante —contestó Hagrid mientras se retorcía las
enormes manos—. Pero… pero pasados unos días se hartó de él, he de reconocerlo… Así que nos
separamos en el viaje de regreso. Sin embargo, ella me prometió que no se lo contaría a nadie.
—¿Cómo demonios te las ingeniaste para traerlo hasta aquí sin que os vieran? —inquirió Harry.
—Bueno, por eso tardé tanto. Sólo podíamos viajar de noche y por zonas agrestes y deshabitadas.
Cuando le interesa, avanza muy deprisa, ya lo creo, pero él quería volver con los suyos.
—¡Oh, Hagrid! ¿Por qué no lo dejaste marchar? —se lamentó Hermione dejándose caer en un árbol
arrancado y tapándose la cara con las manos—. ¡Ya me explicarás qué piensas hacer ahora con un
gigante violento que ni siquiera ha venido aquí voluntariamente!
—Mira, «violento» es un poco exagerado —puntualizó Hagrid, que seguía retorciéndose las manos con
nerviosismo—. Reconozco que alguna vez ha intentado pegarme, cuando estaba de mal humor, pero
está mejorando mucho, está mucho más tranquilo.
—Entonces ¿para qué son esas cuerdas? —quiso saber Harry.
Acababa de fijarse en unas cuerdas del grosor de árboles jóvenes, sujetas a los troncos de los árboles
cercanos más anchos; las cuerdas conducían hasta Grawp, que estaba acurrucado en el suelo, de
espaldas a ellos.
—¿Tienes que mantenerlo necesariamente atado? —preguntó Hermione con un hilo de voz.
—Bueno, sí… —admitió Hagrid, que continuaba muy nervioso—. Es que…, ya os lo he dicho, no
controla su fuerza.
En ese momento Harry entendió por qué había visto tan pocas criaturas en aquella parte del bosque.
—¿Y qué quieres que hagamos Harry, Ron y yo? —inquirió Hermione con aprensión.
—Cuidar de él —respondió Hagrid con voz ronca—. Cuando yo me vaya.
Harry y Hermione se miraron con congoja. Harry se dio cuenta, alarmado, de que había prometido a
Hagrid que haría lo que le pidiera.
—¿Qué…, qué implica exactamente «cuidar de él»? —balbuceó Hermione.
—¡Tranquila, no tendréis que darle de comer ni nada de eso! —aclaró Hagrid—. Él se busca su propia
comida sin ninguna dificultad. Caza pájaros, ciervos… No, lo que necesita es compañía. Si yo supiera
que alguien sigue ayudándolo un poco, enseñándole nuestro idioma… ¿Me explico?
Harry no dijo nada, pero dirigió la mirada hacia el gigantesco bulto que yacía dormido en el suelo
frente a ellos. A diferencia de Hagrid, que simplemente parecía un ser humano mayor de lo normal,
Grawp era deforme. Lo que Harry había tomado por una inmensa piedra cubierta de musgo, a la
izquierda del montículo de tierra, era en realidad la cabeza de Grawp. Casi perfectamente redonda y
cubierta de una densa mata de pelo muy rizado del color de los helechos, era mucho más grande en
relación con el cuerpo que una cabeza humana. El borde de una oreja, grande y carnosa, asomaba en lo
alto de la cabeza, que parecía aposentada, como la de tío Vernon, directamente sobre los hombros, sin
que apenas hubiera cuello en medio. La espalda, cubierta por una especie de sucio blusón marrón hecho
de pieles de animal cosidas burdamente, era muy ancha; y mientras Grawp dormía, se le tensaban un
poco las costuras. El gigante tenía las piernas enroscadas bajo el cuerpo. Harry le vio las plantas de los
enormes, sucios y descalzos pies, grandes como dos trineos, que reposaban uno encima del otro sobre
el terroso suelo del bosque.
—Quieres que le enseñemos a hablar… —dijo Harry con voz apagada.
Ya entendía qué significaba la advertencia de Firenze: «Sus intentos no están dando resultado. Más le
valdría abandonar.» Lógicamente, las otras criaturas que habitaban en el bosque debían de haber oído
los vanos esfuerzos de Hagrid de enseñar a hablar a Grawp.
—Sí, sólo tendríais que darle un poco de conversación —comentó Hagrid esperanzado—. Porque me
imagino que cuando pueda hablar con la gente, entenderá mejor que todos lo queremos y que nos
encantaría que se quedara aquí.
Harry miró a Hermione, que le devolvió la mirada entre los dedos que le tapaban la cara.
—Casi preferiría que hubiera vueltoNorberto,¿tú no? —le comentó a Hermione, y ella soltó una risita
nerviosa.
—Entonces, ¿lo haréis? —les preguntó Hagrid, que no había captado el significado de lo que Harry
acababa de decir.
—Sí, lo… —respondió Harry, que ya se había comprometido—. Lo intentaremos.
—Sabía que podía contar contigo, Harry —repuso Hagrid, y sonrió con los ojos llorosos mientras
volvía a secarse la cara con el pañuelo—. Y no quisiera que esto os afectara demasiado… Ya sé que
tenéis exámenes… Si tan sólo pudierais acercaros hasta aquí con tu capa invisible una vez por semana
y charlarais un rato con él… Bueno, voy a despertarlo para presentároslo…
—¡No! —exclamó Hermione dando un respingo—. No, Hagrid, no lo despiertes, de verdad, no hace
falta…
Pero Hagrid ya había pasado por encima del enorme tronco que tenían delante y se dirigía hacia Grawp.
Cuando estaba a unos tres metros de él, cogió una larga rama del suelo, volvió la cabeza y sonrió a sus
amigos para tranquilizarlos; luego golpeó la espalda del gigante.
Éste soltó un rugido que resonó por el silencioso bosque; los pájaros que estaban posados en las copas
de los árboles echaron a volar, gorjeando, y se alejaron de allí. Entre tanto, frente a Harry y Hermione,
el gigantesco Grawp se levantaba del suelo, que tembló cuando apoyó una inmensa mano en él para
darse impulso y ponerse de rodillas. Después giró la cabeza para ver quién lo había despertado.
—¿Estás bien, Grawpy? —le preguntó Hagrid con una voz que pretendía ser alegre, y retrocedió con la
larga rama en alto, preparado para volver a pegar a Grawp—. ¿Qué tal has dormido? ¿Bien?
Harry  y  Hermione  retrocedieron cuanto pudieron,  pero  sin  perder de  vista al  gigante.  Grawp  se
arrodilló entre dos árboles que todavía no había arrancado. Los chicos, estupefactos, contemplaron su
cara, increíblemente grande: parecía una luna llena gris que relucía en la penumbra del claro. Era como
si hubieran tallado sus facciones en una gran esfera de piedra: la nariz era pequeña, gruesa y deforme;
la boca, torcida y llena de dientes amarillos e irregulares del tamaño de ladrillos; los ojos, pequeños
para tratarse de un gigante, eran de un color marrón verdoso, como el barro, y en aquellos momentos
los tenía entornados a causa del sueño. Grawp se llevó los sucios nudillos, cada uno del tamaño de una
pelota de criquet, a los ojos, se los frotó enérgicamente y luego, sin previo aviso, se puso en pie con una
velocidad y una agilidad asombrosas.
—¡Madre mía! —oyó Harry exclamar a Hermione, que permanecía pegada a él.
Los árboles a los que estaban atados los extremos de las cuerdas que sujetaban las muñecas y los
tobillos de Grawp crujieron amenazadoramente. El gigante medía como mínimo cinco metros, como
les había comentado Hagrid. Adormilado, Grawp miró alrededor, estiró una mano del tamaño de una
sombrilla, cogió un nido de pájaros de las ramas superiores de un altísimo pino y lo volcó a la vez que
emitía un gruñido de desagrado por no haber encontrado dentro ningún pájaro; los huevos cayeron
como granadas al suelo y Hagrid se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse.
—Mira, Grawpy —gritó el guardabosques mirando con aprensión hacia arriba por si caían más huevos
—, he traído a unos amigos míos para presentártelos. Ya te hablé de ellos, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que
te dije que quizá tuviera que irme de viaje y dejarte a su cargo unos días? ¿Te acuerdas, Grawpy?
Pero Grawp se limitó a soltar otro débil gruñido; resultaba difícil saber si estaba escuchando a Hagrid o
si ni siquiera reconocía los sonidos que emitía el guardabosques al hablar. Había cogido con la mano la
copa del pino y tiraba del árbol hacia sí por el puro placer de ver hasta dónde rebotaba cuando lo
soltaba.
—¡No hagas eso, Grawpy! —lo regañó Hagrid—. Así es como has arrancado todos los demás… —Y,
efectivamente, Harry vio cómo el suelo empezaba a resquebrajarse alrededor de las raíces del árbol—. 
¡Te he traído compañía! —gritó Hagrid—. ¡Mira, amigos! ¡Mira hacia abajo, payasote, te he traído a
unos amigos!
—No, Hagrid, por favor —gimió Hermione, pero el guardabosques ya había levantado otra vez la rama
y golpeó con fuerza a Grawp.
El gigante soltó la copa del árbol, que osciló peligrosamente y arrojó sobre Hagrid un aluvión de agujas
de pino, y miró hacia abajo.
—¡Éste es Harry, Grawp! —gritó Hagrid, y fue corriendo hacia donde estaban los chicos—. ¡Harry
Potter! Vendrá a verte si yo tengo que marcharme, ¿entendido?
El gigante acababa de percatarse de la presencia de Harry y Hermione, que vieron, atemorizados, cómo
Grawp agachaba la colosal cabeza y los miraba con cara de sueño.
—Y ésta es Hermione. —Hagrid vaciló. Se volvió hacia ella y dijo—: ¿Te importa que él te llame
Hermy? Es que para él es un nombre difícil de recordar.
—No, no me importa —chilló Hermione.
—¡Ésta es Hermy, Grawp! ¡Vendrá a hacerte compañía! Qué bien, ¿verdad? Tendrás dos amiguitos
para…¡NO, GRAWPY!
De pronto la mano de Grawp salió lanzada hacia Hermione, pero Harry agarró a su amiga, tiró de ella
hacia atrás y la escondió tras un árbol. La mano de Grawp rozó el tronco, y cuando se cerró sólo atrapó
aire.
—¡ERES UN NIÑO MALO, GRAWPY!—gritó Hagrid mientras Hermione se abrazaba a Harry temblando
y gimoteando—.¡MUY MALO! ¡ESO NO SE…, AY!
Harry asomó la cabeza por detrás del árbol y vio a Hagrid tumbado boca arriba, con una mano sobre la
nariz. Grawp, que al parecer había perdido el interés, se había enderezado y volvía a tirar del pino para
ver hasta dónde llegaba.
—Bueno… —dijo Hagrid con voz nasal; luego se puso en pie al tiempo que con una mano se tapaba la
sangrante nariz y con la otra recogía su ballesta—. Bueno, ya está, ya os lo he presentado, así cuando
volváis él os reconocerá. Sí, bueno…
Levantó la cabeza y miró a Grawp, que tiraba del pino con una expresión de placer e indiferencia en
aquella cara que parecía una roca; las raíces crujían a medida que las arrancaba del suelo.
—Bueno, creo que ya hay suficiente por hoy —afirmó Hagrid—. Ahora…, ahora podemos regresar,
¿de acuerdo?
Harry y Hermione asintieron con la cabeza. Hagrid volvió a colocarse la ballesta sobre el hombro y, sin
dejar de apretarse la nariz, los guió por entre los árboles.
Caminaban en silencio; ni siquiera hicieron ningún comentario cuando oyeron un estruendo a lo lejos,
señal de que finalmente Grawp había arrancado el pino. Hermione iba muy tensa y muy pálida. A Harry
no se le ocurría nada que decir. ¿Qué demonios pasaría cuando alguien se enterara de que Hagrid había
escondido a Grawp en el Bosque Prohibido? Y por si fuera poco, había prometido que Ron, Hermione
y él continuarían con los intentos totalmente inútiles de civilizar al gigante. ¿Cómo podía pensar
Hagrid, pese a su inmensa capacidad para engañarse a sí mismo y creer que monstruos con colmillos
eran adorables e inofensivos, que Grawp llegaría a estar preparado para convivir con seres humanos?
—Quietos —dijo de pronto Hagrid cuando Harry y Hermione lo seguían con dificultad por una zona de
densas matas de centinodia. A continuación, sacó una flecha del carcaj que llevaba colgado del hombro
y cargó la ballesta. Harry y Hermione levantaron sus varitas mágicas; ahora que habían dejado de
andar, ellos también oían moverse algo cerca de allí—. ¡Vaya! —exclamó Hagrid en voz baja.
—Me parece recordar que te advertimos que ya no serías bien recibido aquí, Hagrid —sentenció una
profunda voz masculina.
Por un instante, el torso desnudo de un hombre pareció que flotaba hacia ellos a través de la verdosa y
veteada penumbra; pero entonces vieron que su cintura se fundía con el cuerpo de un caballo, cuyo
pelaje era marrón. El centauro tenía un rostro imponente de pómulos muy marcados y largo cabello
negro. Iba armado, igual que Hagrid: llevaba colgados del hombro un arco y un carcaj lleno de flechas.
—¿Cómo estás, Magorian? —lo saludó Hagrid con cautela.
Se oyeron susurros entre los árboles que había detrás del centauro, y entonces aparecieron otros cuatro
o cinco congéneres. Harry reconoció la barba y el cuerpo negros de Bane, a quien había visto casi
cuatro años atrás, la misma noche que vio por primera vez a Firenze. Sin embargo, Bane no dio
muestras de reconocerlo.
—Creo que acordamos lo que haríamos si este humano volvía a entrar en el bosque, ¿verdad? —
puntualizó Bane con una desagradable entonación.
—¿Ahora me llamas «este humano»? —replicó Hagrid, molesto—. ¿Sólo porque intenté impedir que
cometierais un asesinato?
—No debiste entrometerte, Hagrid —replicó Magorian—. Nuestros métodos no son como los vuestros,
ni tampoco nuestras leyes. Firenze nos ha traicionado y nos ha deshonrado.
—No sé por qué dices eso —repuso Hagrid con impaciencia—. No ha hecho más que ayudar a Albus
Dumbledore…
—Firenze se ha convertido en esclavo de los humanos —afirmó un centauro gris de rostro severo
surcado de arrugas.
—¡Esclavo! —exclamó Hagrid en tono mordaz—. Sólo le está haciendo un favor a Dumbledore,
nada…
—Está  revelando  nuestra  sabiduría  y  nuestros  secretos  a  los  humanos  —concretó  Magorian  sin
alterarse—. Esa ignominia no tiene perdón.
—Si tú lo dices… —replicó Hagrid encogiéndose de hombros—, pero creo que cometes un grave error.
—Igual que tú, humano —le espetó Bane—, por entrar en nuestro bosque cuando te advertimos que…
—Escúchame bien —lo interrumpió Hagrid, enojado—: si no te importa, preferiría que no lo llamaras
«nuestro bosque». Tú no eres nadie para decidir quién puede entrar aquí y quién no.
—Ni tú, Hagrid —intervino Magorian, impasible—. Hoy te dejaré pasar porque vas acompañado de tus
jóvenes…
—¡No  son  suyos!  —lo  corrigió  Bane  con  desprecio—.  ¡Son  alumnos,  Magorian,  del  colegio!
Seguramente ya se habrán beneficiado de las enseñanzas del traidor Firenze.
—De todos modos —prosiguió Magorian con calma—, matar potros es un crimen terrible; nosotros no
hacemos daño a inocentes. Hoy puedes pasar, Hagrid. Pero, a partir de ahora, mantente alejado de este
lugar. Perdiste la amistad de los centauros cuando ayudaste al traidor Firenze a huir de nosotros.
—¡No pienso mantenerme alejado del bosque porque me lo manden un puñado de mulas viejas como
vosotros! —protestó Hagrid a voz en grito.
—¡Hagrid —exclamó Hermione con voz chillona, muerta de miedo, mientras Bane y el centauro gris
piafaban—, vámonos, por favor!
Hagrid echó a andar, pero aún tenía la ballesta cargada y seguía mirando fijamente a Magorian.
—¡Sabemos qué es lo que guardas en el bosque, Hagrid! —le gritó Magorian mientras los centauros
desaparecían de la vista—. ¡Y nuestra tolerancia tiene límites!
Hagrid, que parecía dispuesto a ir derecho hacia donde estaba Magorian, giró la cabeza.
—¡Lo toleraréis mientras esté aquí porque este bosque es tan suyo como vuestro! —gritó mientras
Harry y Hermione tiraban con todas sus fuerzas de su chaleco de piel de topo en un intento de impedir
que siguiera avanzando.
Hagrid miró hacia abajo con el entrecejo fruncido; al ver a los dos tirando de su chaleco puso cara de
sorpresa, pues al parecer acababa de notar que iba arrastrándolos.
—Tranquilos, chicos —dijo; se dio la vuelta y reemprendió el camino, y Harry y Hermione lo siguieron
jadeando—. ¡Malditas mulas!
—Hagrid —comentó Hermione, casi sin aliento, mientras sorteaban la zona de ortigas por donde
habían pasado en el camino de ida—, si los centauros no quieren que los humanos entremos en el
bosque, no sé cómo Harry y yo vamos a poder…
—Bah, ya has oído lo que han dicho —respondió Hagrid quitándole importancia—, no harían daño a
unos  potros…,  quiero  decir,  a  unos  niños. Además,  no  podemos  permitir  que  esas  mulas  nos
mangoneen.
—Has hecho bien en intentarlo —animó Harry por lo bajo a la alicaída Hermione.
Finalmente llegaron al camino y, tras unos minutos más, comprobaron que los árboles ya no crecían tan
juntos. Entonces volvieron a divisar fragmentos de cielo azul y oyeron gritos y vítores a lo lejos.
—¿Qué ha sido eso? ¿Otro gol? —preguntó Hagrid, y se paró entre los árboles cuando el estadio de
quidditchapareció ante su vista—. ¿O será que ha terminado el partido?
—No lo sé —respondió Hermione con tristeza.
Harry vio que su amiga ofrecía muy mal aspecto: tenía la melena llena de hojas y de ramitas, la cara y
los brazos estaban cubiertos de arañazos, y había varios desgarrones en su túnica. Imaginó que él no
debía de tener una pinta mucho mejor.
—¡Eh, creo que ha terminado! —exclamó Hagrid, que seguía mirando hacia el estadio con los ojos
entornados—. ¡Mirad, ya empieza a salir gente, si os dais prisa podréis mezclaros entre el público y
nadie se enterará de que no habéis estado ahí!
—Buena idea —dijo Harry—. Bueno…, hasta luego, Hagrid.
—No puedo creerlo —musitó Hermione con voz temblorosa en cuanto estuvieron lo bastante lejos de
Hagrid para que él no pudiera oírlos—. No puedo creerlo. No puedo creerlo, de verdad.
—Tranquilízate —le aconsejó Harry.
—¿Que me tranquilice? —se extrañó ella, sofocada—. ¡Un gigante! ¡Un gigante en el bosque! ¡Y
pretende que nosotros le enseñemos nuestro idioma! ¡Suponiendo, claro, que podamos burlar a una
manada de centauros asesinos al entrar y al salir! ¡No… puedo… creerlo!
—¡Todavía  no  tenemos  que  hacer  nada!  —afirmó  Harry  en  voz  baja  para  aplacarla  mientras  se
mezclaban con una marea de alumnos de Hufflepuff que iban charlando hacia el castillo—. No nos ha
pedido que hagamos nada a menos que lo echen, y cabe la posibilidad de que eso no llegue a ocurrir.
—¡Harry, por favor! —chilló Hermione, furiosa, y se paró en seco; los alumnos que iban detrás de ella
tuvieron que esquivarla para pasar—. Claro que lo van a echar, y si quieres que te diga la verdad,
después de lo que acabamos de ver no podemos culpar a la profesora Umbridge.
Harry lanzó una mirada fulminante a su amiga, cuyos ojos se llenaron lentamente de lágrimas.
—No lo dirás en serio —dijo Harry en voz baja.
—No, bueno, no, no lo he dicho en serio —balbuceó Hermione, enfadada, y se secó las lágrimas—.
Pero ¿quieres decirme por qué Hagrid tiene que complicarse tanto la vida y complicárnosla a nosotros?
—No lo sé…
A  Weasley  vamos  a  coronar.
A  Weasley  vamos  a  coronar.
La  quaffle  consiguió  parar.
A Weasley vamos a coronar…
—Y me encantaría que dejaran de cantar esa estúpida canción —añadió Hermione con desánimo—.
¿No se han regodeado ya bastante con el sufrimiento de Ron? —Una marea de estudiantes subía por la
ladera desde el campo dequidditch— Venga, entremos antes de que lleguen los de Slytherin —suplicó.
Weasley  las  para  todas
y  por  el  aro  no  entra  ni  una  pelota.
Por  eso  los  de  Gryffindor  tenemos  que  cantar:
a Weasley vamos a coronar.
—Hermione… —dijo Harry, vacilante.
La canción cada vez sonaba más fuerte, pero no provenía del grupo de alumnos de Slytherin, vestidos
de  color  verde  y plateado, sino  de una masa de  alumnos,  vestidos  de rojo y  dorado, que subía
lentamente hacia el castillo; un par de ellos llevaban sobre los hombros a un tercero.
A  Weasley  vamos  a  coronar.
A  Weasley  vamos  a  coronar.
La quaffle consiguió  parar. A Weasley vamos a coronar…
—No… —susurró Hermione con voz queda.
—¡SÍ!—exclamó Harry.
—¡HARRY! ¡HERMIONE! —gritó Ron, que enarbolaba la copa de plata dequidditchy estaba loco de
alegría—.¡LO HEMOS CONSEGUIDO! ¡HEMOS GANADO!
Cuando Ron pasó por delante de ellos, Harry y Hermione sonrieron muy contentos a su amigo. Los
estudiantes se agolparon junto a la puerta del castillo y Ron se golpeó la cabeza contra el dintel, pero
los que lo llevaban a hombros se resistían a bajarlo. Sin dejar de cantar, la muchedumbre entró
apretujadamente en el vestíbulo y se perdió de vista. Harry y Hermione, que continuaban sonriendo, la
vieron marchar,  hasta que dejaron de oírse  las  últimas notas de  «A Weasley vamos a  coronar».
Entonces se miraron y sus sonrisas se desvanecieron.
—Nos guardaremos la noticia para mañana, ¿de acuerdo? —propuso Harry.
—De acuerdo —convino Hermione cansinamente—. No tengo ninguna prisa.
Luego subieron  juntos  la  escalera  de piedra. Al llegar a  las  puertas del castillo,  ambos  miraron
instintivamente hacia el Bosque Prohibido. Harry no estaba seguro de si se lo había imaginado, pero le
pareció ver a lo lejos una pequeña bandada de pájaros que echaban a volar sobre las copas de los
árboles, como si alguien hubiera arrancado de raíz el árbol en el que estaban posados.

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