lunes, 21 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 7-9

7
El Club de las Eminencias

Harry  pasó  gran  parte  de  la  última  semana  de  vacaciones  cavilando  sobre  el
proceder de Malfoy en el callejón Knockturn. Lo que más le inquietaba era lo
ufano que había salido de la tienda. Nada que lo hiciera tan feliz podía ser una
buena noticia. Sin embargo, ni Ron ni Hermione parecían tan intrigados como
él por las actividades de Malfoy, y eso le fastidiaba un poco; es más, pasados
unos días, sus amigos se habían cansado del tema.
—Sí, Harry, reconozco que olía a chamusquina —admitió Hermione con un
matiz  de  impaciencia.  Estaba  sentada  en  el  alféizar  de  la  ventana  de  la
habitación de Fred y George, con los pies encima de una caja de cartón, y había
levantado la vista a regañadientes de su nuevo ejemplar de  Traducción avanzada
de runas—. Pero ¿no hemos llegado a la conclusión de que podía haber muchas
explicaciones?
—A lo mejor se le ha roto la Mano de la Gloria  —conjeturó Ron mientras
intentaba enderezar las ramitas de la cola de su escoba—. ¿Os acordáis de aquel
brazo reseco que tenía Malfoy?
—Pero entonces ¿por qué dijo: «Y no olvide guardar bien ése»?  —preguntó
Harry  por  enésima  vez—.  A  mí  me  sonó  como  si  Borgin  tuviera  otro  objeto
semejante al que se le ha estropeado a Malfoy y que éste quería poseer ambos.
—¿Tú crees?  —dudó Ron al tiempo que raspaba un poco de suciedad del
mango de la escoba.
—Sí,  creo  que  sí  —afirmó  Harry,  y  en vista  de  que  sus  amigos  no  decían
nada, añadió—: El padre de Malfoy está en Azkaban. ¿No creéis que a Draco le
gustaría vengarse?
Ron levantó la cabeza y pestañeó varias veces seguidas.
—¿Vengarse? ¿Malfoy? ¿Cómo va a vengarse?
—¡De eso se trata, de que no lo sé!  —suspiró Harry, frustrado—. Pero estoy
convencido de que trama algo y creo que deberíamos tomárnoslo en serio. Su
padre es un mortífago y... —Se interrumpió bruscamente, boquiabierto y con la
mirada  clavada  en  la  ventana  que  Hermione  tenía  detrás.  Acababa  de
ocurrírsele una idea alarmante.
—¿Qué te pasa, Harry? —se asustó Hermione.
—No te dolerá otra vez la cicatriz, ¿verdad? —dijo Ron, intranquilo.
—Es  un  mortífago  —repitió  Harry  despacio—.  ¡Ha  relevado  a  su  padre
como mortífago!
Hubo un silencio, y luego Ron soltó una carcajada.
—¿Malfoy? ¡Pero si sólo tiene dieciséis años! ¿Cómo quieres que Quien-túsabes le permita unirse a los mortífagos?
—Eso es muy poco probable, Harry  —coincidió Hermione conteniendo la
risa—. ¿Qué te hace pensar que...?
—En  la  tienda  de  Madame  Malkin...  ella  no  lo  tocó,  pero  Malfoy  gritó  y
apartó el brazo cuando ella fue a enrollarle la manga de la túnica. Era su  brazo
izquierdo. ¡Le han grabado la Marca Tenebrosa!
Ron y Hermione se miraron.
—Hombre... —dijo Ron, escéptico.
—Yo creo que sólo quería largarse de allí —opinó Hermione.
—Le  enseñó  a  Borgin  algo  que  nosotros  no  llegamos  a  ver  —se  empeñó
Harry—. Algo que  asustó mucho a Borgin. Era la Marca, estoy seguro.  Quería
demostrarle con quién estaba tratando, ya visteis que el hombre se lo tomó muy
en serio.
Ron y Hermione volvieron a mirarse.
—No sé qué decirte, Harry...
—Sí, sigo sin creer que Quien-tú-sabes haya permitido a Malfoy unirse a...
Harry,  contrariado  pero  convencido  de  que  tenía  razón,  cogió  varias
túnicas de quidditch sucias y salió de la habitación; la señora Weasley llevaba
días recordándoles que no convenía dejar los preparativos del viaje a Hogwarts
para  el  último  momento.  En  el  rellano  tropezó  con  Ginny,  que  volvía  a  su
habitación con un montón de ropa limpia.
—Yo en tu lugar no entraría en la cocina en este momento —le avisó—. Está
inundada de Flegggrrr.
—Iré con cuidado para no resbalar —replicó Harry sonriendo.
Y en efecto, cuando entró en la cocina, encontró a Fleur sentada a la mesa
en  pleno  discurso  sobre  sus  planes  para  la  boda  con  Bill,  mientras  la  señora
Weasley,  con  cara  avinagrada,  vigilaba  un  considerable  montón  de  coles  de
Bruselas que se limpiaban solas.
—...Bill y yo casi hemos decidido que sólo  tendgemos  dos damas de  honog.
Ginny  y  Gabgielle  quedagán  monísimas  juntas.  Estoy  pensando  en  vestiglas  de
colog ogo clago; el gosa le quedaguía fatal a Ginny con el colog de su pelo...
—¡Ah,  Harry!  —exclamó  la  señora  Weasley,  interrumpiendo  el  monólogo
de  Fleur—.  Quería  explicarte  las  medidas  de  seguridad  que  hemos  adoptado
para  el  viaje  a  Hogwarts.  Volveremos  a  tener  coches  del  ministerio,  y  habrá
aurores esperándonos en la estación...
—¿Irá Tonks? —preguntó Harry, y le dio la ropa sucia.
—No,  no  lo  creo.  Me  parece  que  Arthur  comentó  que  la  han  destinado  a
otro sitio.
—Esa mujeg se ha descuidado tanto... —caviló Fleur mientras examinaba su
deslumbrante reflejo en una cucharilla—. Un gave egog, si quiegues mi opinión...
—Sí, gracias —la cortó la señora Weasley—. Más vale que espabiles, Harry.
A  ser  posible,  quiero  que  los  baúles  estén  preparados  esta  noche  para  que
mañana no haya las típicas prisas del último minuto.
Y  la  verdad  es  que,  al  día  siguiente,  la  partida  fue  más  tranquila  de  lo
habitual.  Cuando  los  coches  del  ministerio  se  detuvieron  delante  de  La
Madriguera, ellos ya estaban esperando con los baúles preparados; el gato de
Hermione, Crookshanks, encerrado en su cesto de viaje; y  Hedwig,  Pigwidgeon  —
la lechuza de Ron—  y  Arnold  —el nuevo micropuff morado de Ginny—  en sus
respectivas jaulas.
—Au revoir, Hagy —dijo Fleur con voz ronca, y le dio un beso de despedida.
Ron enseguida se abalanzó, ilusionado, pero Ginny le puso la zancadilla y
el chico cayó cuan largo era a los pies de Fleur. Furioso, colorado y salpicado de
barro, subió presuroso al coche sin despedirse.
En la estación de King's Cross no los aguardaba un Hagrid jovial, sino dos
barbudos aurores de expresión adusta, ataviados con trajes oscuros de muggle.
Se  acercaron  en  cuanto  los  coches  se  detuvieron  y,  flanqueando  al  grupo,  lo
condujeron hasta la estación sin mediar palabra.
—Rápido,  rápido,  por  la  barrera  —dijo  la  señora  Weasley,  un  poco
intimidada por tanta formalidad—. Convendría que Harry pasara primero, ya
que...
Miró de manera inquisitiva a uno de los aurores. Éste asintió levemente y
agarró  a  Harry  por  el  brazo  para  dirigirlo  hacia  la  barrera  que  separaba  el
andén nueve del diez.
—Sé caminar, gracias  —protestó el chico, y de un tirón se soltó del auror.
Luego  embistió  la  sólida  barrera  con  su  carrito,  ignorando  a  su  silencioso
acompañante, y un instante después se encontró en la plataforma nueve y tres
cuartos,  donde  un  tren  de  color  escarlata,  el  expreso  de  Hogwarts,  lanzaba
nubes de vapor sobre la gente.
Hermione y los Weasley se le unieron a los pocos segundos. Sin consultar al
malhumorado  auror,  Harry  les  hizo  señas  para  que  lo  ayudaran  a  buscar  un
compartimiento vacío.
—No podemos, Harry  —se disculpó Hermione—. Ron y yo  debemos ir al
vagón de los prefectos, y luego tenemos que patrullar un rato por los pasillos.
—¡Ah, claro! No me acordaba.
—Será  mejor  que  subáis  todos  al  tren,  sólo  faltan  unos  minutos  para  que
arranque  —dijo  la  señora  Weasley,  consultando  su  reloj  de  pulsera—.  Bueno,
que tengas un buen inicio de curso, Ron...
—¿Puedo hablar un momentito con usted, señor Weasley?  —pidió Harry,
pues acababa de tomar una decisión.
—Por  supuesto  —respondió  el  señor  Weasley,  un  poco  sorprendido,  y
ambos se apartaron del grupo.
Harry había meditado bastante sobre el asunto que le preocupaba y había
llegado a la conclusión de que, si se decidía a contárselo a alguien, la persona
más  indicada  era  el  señor  Weasley;  en  primer  lugar,  porque  trabajaba  en  el
ministerio  y,  por  tanto,  estaba  bien  situado  para  seguir  investigando,  y  en
segundo lugar, porque creía que el riesgo de que montara en cólera no era muy
elevado.
Advirtió  que  la  señora  Weasley  y  el  auror  con  cara  de  antipático  les
lanzaban miradas desconfiadas.
—Cuando  fuimos  al  callejón  Diagon  —empezó  Harry,  pero  el  señor
Weasley se le adelantó y dijo con una mueca de desaprobación:
—¿Vas a contarme dónde os metisteis mientras se suponía que estabais en
el reservado de Fred y George?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por favor, Harry. Estás hablando con el padre de los gemelos.
—Ya, claro. Bueno, pues tiene razón, no estábamos en el reservado.
—Muy bien. Y ahora, desembucha.
—Verá, nos pusimos mi capa invisible y seguimos a Draco Malfoy.
—¿Teníais algún motivo para hacerlo o sólo fue un capricho?
—Me  pareció  que Malfoy  se  traía  algo  entre  manos  —contestó  Harry,  sin
hacer caso de la mezcla de exasperación y regocijo que mostraba el otro—. Le
había dado esquinazo a su madre y yo quería saber por qué.
—Claro,  lógico  —comentó  el  señor  Weasley  con  resignación—.  ¿Y  bien?
¿Lo averiguaste?
—Malfoy fue a Borgin y Burkes y se puso a intimidar a Borgin, el dueño,
para que lo ayudara a arreglar algo. Y también dijo que quería que le guardara
algo. Una cosa que, al parecer, es igual a esa que exigía que le arreglara. Como
si  tuviera  una  pareja.  Y...  —respiró  hondo—  hay  otra  cosa:  vimos  a  Malfoy
sobresaltarse mucho cuando Madame Malkin intentó tocarle el brazo izquierdo.
Creo  que  le  han  grabado  la  Marca  Tenebrosa  y  que  ha  relevado  a  su  padre
como mortífago.
Weasley se quedó atónito.
—Harry,  dudo  mucho  que  Quien-tú-sabes  permitiera  que  un  chico  de
dieciséis años...
—¿Tan  seguros  están  todos  de  lo  que  haría  y  de  lo  que  no  haría  Quienusted-sabe?  —repuso el chico, enfadado—. Lo siento, señor Weasley, pero ¿no
opina  que vale la pena investigarlo? Si Malfoy quiere que le arreglen algo y si
necesita amenazar a Borgin para conseguirlo, debe de ser una cosa tenebrosa o
peligrosa, ¿no le parece?
—Lo dudo mucho, Harry. Sinceramente. Mira, cuando detuvimos a Lucius
Malfoy,  registramos  su  casa  y  nos  llevamos  todo  lo  que  podía  resultar
peligroso.
—Pues yo creo que se dejaron algo.
—Bueno, es posible —concedió el señor Weasley, pero Harry se dio cuenta
de que sólo era mera cortesía.
Oyeron un pitido; casi todos los pasajeros habían subido al tren y estaban
cerrando las puertas.
—Date prisa —dijo el señor Weasley, y su esposa gritó:
—¡Rápido, Harry!
El echó a correr y los Weasley lo ayudaron a subir el baúl.
—Vendrás a pasar las Navidades con nosotros, tesoro, ya nos hemos puesto
de  acuerdo  con  Dumbledore,  así  que  nos  veremos  pronto  —dijo  la  señora
Weasley  mientras  Harry  cerraba  la  puerta  y  el  convoy  se  ponía  en  marcha—.
¡Ten mucho cuidado y...  —el tren estaba acelerando—  pórtate bien y... —echó a
correr junto al vagón— cuídate!
Harry se despidió con la mano hasta que el expreso de Hogwarts tomó una
curva  y  los  Weasley  casi  se  perdieron  de  vista;  entonces  se  dio  la  vuelta  en
busca de los demás. Supuso que Ron y Hermione estarían en el vagón de los
prefectos, pero vio a Ginny en el  pasillo charlando con unas amigas. Se dirigió
hacia allí arrastrando su baúl.
Al  verlo  acercarse,  los  otros  estudiantes  se  quedaban  mirándolo  con  todo
descaro  e  incluso  pegaban  la  cara  a  los  cristales  de  sus  compartimientos  para
observarlo bien. El ya había previsto que durante ese curso tendría que soportar
muchas  miradas  curiosas  después  de  los  rumores  sobre  «el  Elegido»
propagados  por  El  Profeta,  pero  no  le  gustaba  sentir  que  era  el  centro  de
atención.
—¿Vienes conmigo a buscar compartimiento? —le preguntó a Ginny.
—No  puedo,  Harry,  he  quedado  con  Dean  —se  disculpó  ella  con  una
sonrisa—. Nos vemos luego.
—Vale —contestó él, pero notó una extraña punzada de fastidio cuando la
vio  alejarse  haciendo  oscilar  su  roja  cabellera.  Durante  el  verano  se  había
acostumbrado tanto a la compañía de Ginny que casi había olvidado que, en el
colegio,  ella  no  andaba  mucho  con  él,  ni  con  Ron  o  Hermione.  Entonces
parpadeó y miró alrededor: estaba rodeado de niñas que lo miraban cautivadas.
—¡Hola, Harry! —saludó una voz a sus espaldas.
—¡Neville!  —exclamó  con  alivio  al  volverse  y  ver  a  un  chico  de  cara
redonda que intentaba abrirse paso hacia él.
—¡Hola,  Harry!  —dijo  también  una  chica  de  cabello  largo  y  grandes  ojos
vidriosos que iba con Neville.
—¡Hola, Luna! ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias  —contestó ella. Llevaba una revista apretada contra el
pecho;  en  la  portada  se  anunciaba  con  grandes  letras  que  ese  número  incluía
unas espectro-gafas de regalo.
—Veo  que  El  Quisquilloso  sigue  en  la  brecha  —comentó  Harry.  Le  tenía
cierto  cariño  a  ese  periódico  por  haber  publicado  una  entrevista  en  exclusiva
con él el curso anterior.
—Sí,  ya  lo  creo.  Su  tirada  ha  aumentado  mucho  —confirmó  Luna,  muy
contenta.
—Vamos a buscar asientos —propuso Harry.
Los tres echaron a andar por el pasillo, pasando entre grupos de alumnos
silenciosos  que  los  miraban  de  hito  en  hito.  Al  final  encontraron  un
compartimiento vacío y lo ocuparon con gran alivio.
—¿Te has fijado? ¡Nos miran a nosotros porque vamos contigo!  —comentó
Neville.
—Os miran porque también estuvisteis en el ministerio  —lo corrigió Harry
mientras ponía su baúl en la rejilla portaequipajes—. En El Profeta se ha hablado
mucho de nuestra pequeña aventura allí. Te habrás enterado, ¿no?
—Sí,  creí  que  a  mi  abuela  le  desagradaría  tanta  publicidad  —repuso
Neville—, pero el caso es que está encantada. Dice que por fin empiezo a hacer
honor al apellido de mi padre. ¡Mira, me ha comprado una varita nueva!  —La
sacó y se la mostró—. Cerezo y pelo de unicornio —dijo con orgullo—. Creemos
que  fue  la  última  que  vendió  Ollivander;  al  día  siguiente  desapareció.  ¡Eh,
Trevor, vuelve aquí!  —Y se metió debajo del asiento para recuperar a su sapo,
que acababa de protagonizar uno de sus frecuentes conatos de fuga.
—¿Seguiremos  celebrando  reuniones  del  ED  este  año,  Harry?  —preguntó
Luna mientras despegaba unas gafas psicodélicas del interior de El Quisquilloso.
—No  tendría  sentido,  puesto  que  ya  nos  libramos  de  la  profesora
Umbridge, ¿no? —respondió él, y se sentó.
Neville se golpeó la cabeza contra el asiento al salir de debajo.
—¡A mí me gustaba mucho el ED! ¡Aprendí muchísimo contigo!
—A  mí  también  me  gustaban  esas  reuniones  —coincidió  Luna—.  Era  lo
más parecido a tener amigos.
Luna  hacía  a  menudo  ese  tipo  de  comentarios  embarazosos,  y  en  esas
ocasiones  Harry  sentía  una  desagradable  mezcla  de  lástima  y  bochorno.  Sin
embargo, antes de que pudiera replicar hubo un pequeño alboroto en el pasillo:
un grupo de niñas de cuarto cuchicheaban y reían delante del compartimiento.
—¡Pídeselo tú!
—¡No, tú!
—¡Ya se lo pido yo!
Y  una  de  ellas,  una  niña  con  cara  de  atrevida  y  grandes  ojos  oscuros,  de
barbilla puntiaguda y largo cabello negro, abrió la puerta y entró.
—¡Hola, Harry! Me llamo Romilda Vane  —se presentó con aplomo—. ¿Por
qué no vienes a nuestro compartimiento? No tienes por  qué sentarte con éstos
—añadió señalando el trasero de Neville, que había vuelto a meterse debajo del
asiento  y  buscaba  a  tientas  a  Trevor,  y  a  Luna,  que  se  había  puesto  las
espectrogafas y parecía una lechuza multicolor chiflada.
—Son mis amigos —respondió Harry con frialdad.
—¡Ah! —musitó la niña, cortada—. Pues vale.
Se retiró y cerró la puerta corredera.
—La  gente  espera  que  tengas  amigos  más  enrollados  —observó  Luna,
exhibiendo  una  vez  más  su  don  para  hacer  comentarios  de  una  franqueza
turbadora.
—Vosotros  sois  enrollados  —replicó  Harry,  tajante—.  Ninguna  de  esas
niñas estuvo en el ministerio. Ninguna peleó a mi lado.
—Eso  que  dices  es  muy  bonito  —le  agradeció  Luna,  y  se  colocó  bien  las
espectrogafas para leer El Quisquilloso.
—Pero nosotros no nos enfrentamos a «él» —intervino Neville, saliendo de
debajo del asiento; tenía polvo y pelusa en el cabello y sujetaba con una mano a
Trevor, que ponía cara de resignación—. Te enfrentaste tú. Tendrías que oír a mi
abuela  hablar  de  ti:  «¡Ese  Harry  Potter  tiene  más  agallas  que  todos  los
empleados del Ministerio de Magia juntos!» Daría cualquier cosa por que fueras
su nieto.
Harry  rió,  incómodo,  y  se  puso  a  hablar  de  los  resultados  de  los  TIMOS
para  cambiar  de  tema.  Luego,  mientras  Neville  recitaba  sus  notas  y  se
preguntaba  en  voz  alta  si  le  dejarían  hacer  el  ÉXTASIS  de  Transformaciones
habiendo  aprobado  con  un  modesto  aceptable,  Harry  lo  observó  sin  prestar
mucha atención a lo que decía.
Voldemort le había arruinado la infancia a Neville, igual que a él, pero el
chico  ni  siquiera  sospechaba  lo  cerca  que  había  estado  de  que  le  tocara  el
destino de Harry. La profecía podía haberse referido a cualquiera de ellos dos, y
sin embargo, por razones que sólo Voldemort conocía, éste había decidido creer
que hacía alusión a Harry.
Si hubiera elegido a Neville, ahora el muchacho tendría la cicatriz en forma
de rayo en la frente... ¿O no? ¿Habría muerto la madre de Neville para salvar a
su hijo, como había hecho Lily? Sí, claro que sí. Pero ¿y si no hubiera podido
interponerse entre Neville y Voldemort? ¿Existiría un «Elegido» o no? ¿Habría
un asiento vacío donde iba ahora Neville, y tendría Harry la frente intacta y su
propia madre habría ido a despedirlo a la estación en lugar de la madre de Ron?
—¿Te encuentras bien, Harry? Estás un poco raro —dijo Neville.
—Lo siento... —contestó con un respingo.
—¿Se te ha metido un torposoplo?  —preguntó Luna, y escrutó el rostro de
Harry con sus enormes gafas de colores.
—¿Un qué?
—Un  torposoplo.  Son invisibles.  Van  flotando  por  ahí,  se  te  meten  en  los
oídos y te embotan el cerebro  —explicó Luna—. Me ha parecido oír zumbar a
uno  de  ellos  por  aquí.  —Agitó  las  manos  como  si  ahuyentara  grandes  e
invisibles palomillas.
Harry y Neville se miraron y se pusieron a hablar de quidditch.
Por las ventanas del tren se veía un tiempo tan variable como lo había sido
todo el verano: atravesaban bancos de fría neblina o pasaban por tramos en que
brillaba un  débil sol. Durante una de esas rachas luminosas, cuando el sol caía
casi de pleno, Ron y Hermione llegaron por fin al compartimiento.
—Espero  que  no  tarde  en  pasar  el  carrito  de  la  comida.  Estoy  muerto  de
hambre  —dijo  Ron,  y  se  dejó  caer  al  lado  de  Harry  frotándose  la  barriga—.
¡Hola, Neville! ¡Hola, Luna! ¿Sabéis qué?  —añadió mirando a Harry—: Malfoy
no  está  cumpliendo  con  sus  obligaciones  de  prefecto.  Está  sentado  en  su
compartimiento con los otros alumnos de Slytherin. Lo hemos visto al pasar.
Harry se enderezó, interesado. No era propio de Malfoy perderse ninguna
ocasión de exhibir el poder que le confería el cargo de prefecto, del que tanto
había abusado durante el curso anterior.
—¿Qué hizo cuando os vio?
—Lo  de  siempre  —contestó  Ron,  e  hizo  un  gesto  grosero  con  la  mano
imitando a Malfoy—. Pero no es propio de él, ¿verdad? Bueno, esto sí  —repitió
el  ademán  grosero—,  pero  ¿por  qué  no  está  en  el  pasillo  intimidando  a  los
alumnos de primero?
—No lo sé  —contestó Harry, con la mente funcionando a toda velocidad.
¿No  indicaba  eso  que  Malfoy  tenía  cosas  más  importantes  en  la  cabeza  que
intimidar a los alumnos más jóvenes?
—Quizá prefería la Brigada Inquisitorial —aventuró Hermione—, o tal vez
ser prefecto le parece una tontería comparado con lo otro.
—No lo creo —dijo Harry—. Yo diría que...
Pero antes de que expusiese su teoría, la puerta del compartimiento se abrió
de nuevo y una niña de tercero entró jadeando.
—Traigo  esto  para  Neville  Longbottom  y  Harry  Po...  Potter  —dijo
entrecortadamente  al  ver  a  Harry,  y  se  ruborizó.  Llevaba  dos  rollos  de
pergamino atados con una cinta violeta.
Perplejos,  Harry  y  Neville  cogieron  cada  uno  su  pergamino  y  la  niña  se
marchó dando traspiés.
—¿Qué es? —preguntó Ron mientras Harry desenrollaba el mensaje.
—Una invitación.
Harry:
Me  complacería  mucho  que  vinieras  al  compartimiento  C  a  comer  algo
conmigo.
Atentamente,
Prof. H.E.F. Slughorn
—¿Quién es el profesor Slughorn? —preguntó Neville releyendo una y otra
vez su invitación, atónito.
—El nuevo profesor. Bueno, supongo que tendremos que ir, ¿no?
—Pero ¿qué querrá de mí? —inquirió Neville, nervioso, como si temiera un
castigo.
—Ni idea  —contestó Harry; eso no era del todo cierto, aunque todavía no
podía demostrar que sus presentimientos fueran correctos—. Espera  —añadió,
pues acababa de tener una idea genial—. Pongámonos la capa invisible para ir
hasta allí; así por el camino quizá veamos qué hace Malfoy.
Sin  embargo,  su  idea  no  sirvió  para  nada  porque  con  la  capa  puesta
resultaba  imposible  andar  por  los  pasillos,  abarrotados  de  estudiantes  que
esperaban ansiosos la llegada del carrito de la comida. Harry se guardó la capa
de  mala  gana  y  lamentó  no  poder  llevarla  aunque  sólo  fuera  para  evitar  las
miradas  de  los  curiosos,  que  parecían  haberse  multiplicado  desde  la  anterior
vez  que  había  recorrido  los  pasillos.  De  vez  en  cuando,  un  alumno  salía
presuroso de su compartimiento para mirar de cerca a Harry; la excepción fue
Cho Chang, que al verlo se apresuró a meterse en el suyo. Cuando él pasó por
delante  de  la  ventana,  la  vio  enfrascada  en  una  conversación  con  su  amiga
Marietta.  Ésta  llevaba  una  gruesa  capa  de  maquillaje  que  no  disimulaba  del
todo la extraña formación de granos que todavía tenía en la cara. Harry sonrió y
siguió andando.
Cuando llegaron al compartimiento C, enseguida advirtieron que no eran
los únicos invitados de Slughorn, aunque, a juzgar por la entusiasta bienvenida
del profesor, Harry era el más esperado.
—¡Harry, amigo mío!  —exclamó Slughorn, y se puso en pie de un brinco;
su  prominente  barriga,  forrada  de  terciopelo,  se  proyectó  hacia  delante.  La
calva reluciente y el gran bigote plateado brillaron a la luz del sol,  igual que los
botones dorados del chaleco—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Y tú debes de ser
Longbottom!
Neville,  que  parecía  muy  asustado,  asintió  con  la  cabeza.  Siguiendo  las
indicaciones de Slughorn, los dos muchachos se sentaron en los únicos asientos
que  quedaban  libres,  junto  a  la  puerta.  Harry  miró  a  los  otros  invitados  y
reconoció  a  un  alumno  de  Slytherin  de  su  mismo  curso,  un  muchacho  negro,
alto  y  de  pómulos  marcados  y  ojos  rasgados;  también  había  dos  alumnos  de
séptimo  a  los  que  no  conocía,  y,  apretujada  en  el  rincón  al  lado  de  Slughorn,
estaba Ginny, con aspecto de no saber muy bien cómo había llegado hasta allí.
—Bueno,  ¿ya  los  conocéis  a  todos?  —preguntó  Slughorn  a  Harry  y
Neville—. Blaise Zabini asiste a vuestro curso, claro...
Zabini no los saludó ni dio muestra alguna de reconocerlos, y tampoco lo
hicieron  Harry  ni  Neville:  los  alumnos  de  Gryffindor  y  los  de  Slytherin  se
odiaban por principio.
—Este es Cormac McLaggen, quizá hayáis coincidido ya en... ¿No?
McLaggen,  un  joven  corpulento  de  cabello  crespo,  levantó  una  mano  y
Harry y Neville lo saludaron con la cabeza.
—Y éste es Marcus Belby, no sé si...
Belby, que era delgado y parecía una persona nerviosa, forzó una sonrisa.
—¡Y  esta  encantadora  jovencita  asegura  que  os  conoce!  —terminó
Slughorn.
Ginny asomó la cabeza por detrás del profesor e hizo una mueca.
—¡Qué  contento  estoy!  —prosiguió  Slughorn—.  Ésta  es  una  gran
oportunidad  para  conoceros  un  poco  mejor  a  todos.  Tomad,  coged  una
servilleta. He traído comida porque, si no recuerdo mal, el carrito está lleno de
varitas de  regaliz, y el aparato digestivo de un pobre anciano como yo no está
para esas cosas... ¿Faisán, Belby?
El chico dio un respingo y aceptó una generosa ración de faisán frío.
—Estaba contándole al joven Marcus que tuve el placer de enseñar a su tío
Damocles —informó Slughorn a Harry y Neville mientras ofrecía un cesto lleno
de panecillos a sus invitados—. Un mago excepcional, con una Orden de Merlín
bien merecida. ¿Ves mucho a tu tío, Marcus?
Por desgracia, Belby acababa de llevarse a la boca un gran bocado de faisán
y,  con  las  prisas  por  contestar  a  Slughorn,  intentó  tragárselo  entero.  Se  puso
morado y empezó a asfixiarse.
—¡Anapneo!  —dijo Slughorn sin perder la calma, apuntando con su varita a
Belby, que pudo tragar y sus vías respiratorias se despejaron al instante.
—No... mu... mucho... —balbuceó Belby con ojos llorosos.
—Sí,  claro,  ya  me  figuro  que  andará  muy  ocupado  —opinó  Slughorn,
escrutándolo—.  ¡Debió  de  emplear  muchas  horas  de  trabajo  para  inventar  la
poción de matalobos!
—Sí,  supongo...  Mi  padre  y  él  no  se  llevan  muy  bien,  por  eso  no  sé
exactamente...  —murmuró Belby, y no se atrevió a zamparse otro bocado por
temor a que Slughorn le preguntase algo más.
Slughorn le dedicó una gélida sonrisa y luego miró a McLaggen.
—¿Y  tú, Cormac?  —le dijo—. Me consta que ves mucho a tu tío Tiberius.
Tiene  una  espléndida  fotografía  en  la  que  ambos  aparecéis  cazando  nogtails
en... Norfolk, ¿verdad?
—¡Ah,  sí,  ya  me  acuerdo!  Fue  divertidísimo  —confirmó  McLaggen—.
Fuimos con Bertie Higgs y Rufus Scrimgeour, antes de que a éste lo nombraran
ministro, por supuesto.
—Ah, ¿también conoces a Bertie y a Rufus? —preguntó Slughorn, radiante,
mientras  ofrecía  a  sus  invitados  una  bandejita  de  pastas;  curiosamente,  se
olvidó de Belby—. A ver, cuéntame...
La reunión era como Harry había sospechado: todos los que se encontraban
allí parecían haber sido invitados porque tenían relación con alguien famoso o
influyente; todos excepto Ginny. Zabini, a quien Slughorn interrogó después de
McLaggen, resultó ser hijo de una bruja célebre por su belleza (por lo que Harry
entendió, la bruja se había casado siete veces y sus  siete maridos, muertos de
forma misteriosa, le habían dejado montañas de oro). A continuación le llegó el
turno a Neville; fueron diez minutos incomodísimos porque sus  padres, unos
famosos aurores, habían sido torturados hasta la locura por Bellatrix Lestrange
y otros dos mortífagos. Al final de esa entrevista, Harry tuvo la impresión de
que  Slughorn  todavía  no  sabía  qué  opinar  del  chico,  en  particular  si  había
heredado o no el talento de alguno de sus progenitores.
—Y ahora... —continuó el profesor, cambiando aparatosamente de postura
como  un  presentador  que  anuncia  su  número  estrella—  ¡Harry  Potter!  ¿Por
dónde empezar? ¡Intuyo que, cuando nos conocimos este verano, apenas arañé
la superficie!
Contempló  unos  instantes  a  Harry  como  si  fuera  un  trozo  de  faisán
singularmente grande y suculento, y dijo:
—¡Lo llaman «el Elegido»!
Harry no abrió la boca. Belby, McLaggen y Zabini lo miraban fijamente.
—Hace  años  que  circulan  rumores,  desde  luego  —prosiguió  el  profesor,
escudriñando el rostro de Harry—. Recuerdo la noche en que... Bueno, después
de  aquella  terrible  noche  en  que  Lily  y  James...  Tú  sobreviviste,  y  la  gente
comentaba que tenías poderes extraordinarios...
Zabini emitió una tosecilla para expresar un escepticismo burlón. Una voz
furibunda surgió por detrás de Slughorn:
—Sí,  Zabini,  tú  también  tienes  poderes  extraordinarios...  para  dártelas  de
interesante.
—¡Cielos!  —exclamó  el  profesor  riendo  entre  dientes,  y  se  volvió  hacia
Ginny, que fulminaba a Zabini con la mirada asomando la cabeza por detrás de
la prominente barriga de Slughorn—. ¡Ten cuidado, Blaise! ¡Cuando pasaba por
el  vagón  de  esta  jovencita  la  vi  realizar  un  maravilloso  maleficio  de
mocomurciélagos! ¡Yo en tu lugar no la provocaría! —Zabini se limitó a esbozar
un gesto desdeñoso—. En fin  —dijo Slughorn, retomando el hilo—. ¡Menudos
rumores han circulado este verano! Uno no sabe qué creer, desde luego, porque
no  sería  la  primera  vez  que  El  Profeta  publica  noticias  inexactas  o  comete
errores. No obstante, dada la cantidad de testigos que hay, parece evidente que
se produjo un alboroto considerable en el ministerio y que tú estabas en medio.
Harry, al no saber cómo salir de aquella encerrona  sin mentir con descaro,
se limitó a asentir con la cabeza. Slughorn lo miró sonriente.
—¡Qué  modesto,  qué  modesto!  No  me  extraña  que  Dumbledore  te  tenga
tanto  aprecio.  Entonces,  ¿es  cierto  que  estabas  allí?  Pero  las  otras  historias,  la
verdad,  son  tan  descabelladas  que  lo  confunden  a  uno...  Por  ejemplo,  esa
legendaria profecía...
—Nosotros  no  oímos  ninguna  profecía  —terció  Neville,  y  se  puso  rojo
como un tomate.
—Es  verdad  —confirmó  Ginny,  incondicional—.  Neville  y  yo  también
estuvimos en el ministerio, y  todo ese rollo del «Elegido» sólo son invenciones
de El Profeta, como siempre.
—¿Vosotros  también  estuvisteis  allí?  —preguntó  Slughorn  con  interés,
mirándolos  a  ambos,  pero  ellos  guardaron  silencio  sin  ceder  a  la  tentadora
sonrisa del profesor—. Sí, claro... Es verdad que  El Profeta  suele exagerar, por
descontado...  —Arrugó  la  frente—.  Recuerdo  que  mi  querida  Gwenog  me
contó...  me  refiero  a  Gwenog  Jones,  por  supuesto,  la  capitana  del  Holyhead
Harpies...
Inició una larga perorata, pero Harry intuyó que Slughorn todavía no había
terminado con él y que Neville y Ginny no lo habían convencido.
La  tarde  transcurría  lentamente,  aderezada  con  otras  anécdotas  sobre
magos ilustres a los que Slughorn había enseñado en Hogwarts; todos habían
entrado  de  buen  grado  en  lo  que  el  profesor  llamaba  «el  Club  de  las
Eminencias». Harry deseaba marcharse, pero no sabía cómo hacerlo sin parecer
maleducado.  Por  fin,  el  tren  salió  de  otro  extenso  banco  de  neblina  y  por  la
ventana se vio una rojiza puesta de sol; Slughorn parpadeó en la penumbra.
—¡Madre mía, pero si ya empieza a anochecer! ¡No me había dado cuenta
de  que  han  encendido  las  luces!  Será  mejor  que  vayáis  todos  a  poneros  las
túnicas.  McLaggen,  ven  a  verme  cuando  quieras  y  te  prestaré  ese  libro  sobre
nogtails.  Harry, Blaise, venid también cuando queráis. Y lo mismo te digo a ti,
señorita —añadió guiñándole un ojo a Ginny—. ¡Daos prisa!
Al salir del compartimiento, Zabini le dio un fuerte empujón a Harry y le
lanzó una mirada asesina que éste le devolvió con creces. Luego Harry, Ginny y
Neville siguieron a Zabini por los mal iluminados pasillos del tren.
—Por  fin  se  ha  acabado  —masculló  Neville—.  Ese  Slughorn  es  un  poco
raro, ¿no os parece?
—Sí, un poco  —coincidió Harry sin perder de vista a Zabini—. ¿Cómo has
terminado ahí dentro, Ginny?
—Slughorn me vio hacerle el maleficio a Zacharias Smith. ¿Te acuerdas de
ese  idiota  de  Hufflepuff  que  iba  a  las  reuniones  del  ED?  No  dejaba  de
preguntarme qué había pasado en el ministerio y al final me puso tan nerviosa
que le hice el maleficio. Cuando Slughorn me vio, creí que me castigaría, ¡pero
me felicitó por mi habilidad y me invitó a comer! Qué absurdo, ¿no?
—Más  absurdo  es  invitar  a  alguien  porque  su  madre  es  famosa  —replicó
Harry mirando con ceño la nuca de Zabini—, o porque su tío...
Pero no terminó la frase. Acababa de tener una idea, una idea imprudente
pero  que  tal  vez  diera  excelentes  resultados:  en  menos  de  un  minuto  Zabini
entraría de nuevo en el compartimiento de los alumnos de sexto de Slytherin, y
Malfoy  estaría  allí,  convencido  de  que  sólo  lo  oían  sus  compañeros.  Si  Harry
lograba colarse sin ser detectado detrás de Zabini, vería y escucharía cosas muy
interesantes. Era una lástima que el viaje estuviera llegando a su fin: debía de
faltar  media  hora  escasa  para  que  entraran  en  la  estación  de  Hogsmeade,  a
juzgar por la espesura del paisaje que atravesaban. Sin embargo, ya que nadie
parecía dispuesto a tomarse en serio las sospechas de Harry, tendría que actuar
para demostrarlas.
—Nos  vemos  luego  —dijo,  y  sacó  la  capa  invisible  para  echársela  por
encima.
—Pero ¿qué...? —preguntó Neville.
—¡Después te lo cuento!  —susurró Harry, y se apresuró sigilosamente tras
los pasos de Zabini, aunque el traqueteo del tren hacía innecesaria tanta cautela.
Los  pasillos  se  habían  quedado  casi  vacíos  porque  la  mayoría  de  los
alumnos  había  regresado  a  sus  compartimientos  para  ponerse  la  túnica  del
colegio  y  recoger  sus  cosas.  Aunque  Harry  iba  casi  pegado  a  la  espalda  de
Zabini, no fue lo bastante ágil para meterse en el compartimiento en cuanto el
chico abrió la puerta corredera, pero cuando iba a cerrarla logró encajar un pie
para impedirlo.
—¿Qué le pasa a esta puerta?  —se extrañó Zabini, y tiró de ella haciéndola
chocar contra el pie de Harry.
Este la agarró con ambas manos y la abrió de un tirón.  Zabini, que todavía
aferraba el tirador, trastabilló de lado y fue a parar al regazo de Gregory Goyle.
Aprovechando  el  momento  de  confusión,  Harry  se  coló  dentro,  subió  de  un
salto al asiento de Blaise, que éste todavía no había ocupado, y trepó a la rejilla
portaequipajes. Afortunadamente Goyle y Zabini se estaban gruñendo el uno al
otro  y  atraían  las  miradas  de  los  demás,  porque  estaba  seguro  de  que  se  le
habían visto los pies y los tobillos al ondear la capa; es más, hubo un horrible
instante en que creyó ver cómo la mirada de Malfoy seguía la fugaz trayectoria
de una de sus zapatillas antes de que ésta desapareciera de la vista. Goyle cerró
la  puerta  de  golpe  y  apartó  a  Zabini  de  un  empujón,  que  se  desplomó  en  su
asiento con gesto malhumorado. Vincent Crabbe volvió a la lectura de su cómic,
y Malfoy, que reía por lo bajo, se tumbó ocupando dos asientos con la cabeza
sobre las rodillas de Pansy Parkinson. Harry se acurrucó al máximo bajo la capa
para asegurarse de que no asomaba ni un centímetro de su cuerpo. Luego miró
cómo Pansy acariciaba el lacio y rubio cabello de Malfoy, sonriendo como si a
cualquier  chica  le  hubiera  encantado  estar  en  su  lugar.  Los  focos  del  techo
proyectaban  una  luz  intensa,  de  modo  que  Harry  podía  leer  sin  dificultad  el
texto del cómic de Crabbe, que estaba sentado justo debajo de él.
—Cuéntame, Zabini —pidió Malfoy—. ¿Qué quería Slughorn?
—Sólo trataba de ganarse el favor de algunas personas bien relacionadas —
contestó  Zabini,  que  seguía  mirando  con  rabia  a  Goyle—.  Aunque  no  ha
encontrado muchas.
Eso no pareció agradar a Malfoy.
—¿A quién más invitó? —inquirió.
—A McLaggen, de Gryffindor...
—Ya. Su tío es un pez gordo del ministerio.
—... a un tal Belby, de Ravenclaw...
—¿A ése? ¡Pero si es un mocoso! —intervino Pansy.
—...ya Longbottom, Potter y esa Weasley —terminó Zabini.
Malfoy se incorporó de golpe y apartó la mano de Pansy.
—¿Invitó a Longbottom?
—Supongo,  porque  Longbottom  estaba  allí  —respondió  Blaise  con  una
mueca.
—¿Por  qué  iba  a  interesarle  Longbottom?  —preguntó  Malfoy.  Zabini  se
encogió de hombros—. A Potter, al maldito Potter, vale; es lógico que quisiera
conocer al «Elegido» —se burló—, pero ¿a esa Weasley? ¿Qué tiene de especial?
—Muchos  chicos  están  colados  por  ella  —terció  Pansy,  observándolo  de
reojo para ver su reacción—. Hasta tú la encuentras guapa, ¿no, Blaise? ¡Y todos
sabemos lo exigente que eres!
—Yo  jamás  tocaría  a  una  repugnante  traidora  a  la  sangre  como  ella,  por
muy guapa que fuese —replicó Zabini con frialdad, y Pansy sonrió satisfecha.
Malfoy  volvió  a  apoyarse  en  el  regazo  de  la  chica  y  dejó  que  siguiera
acariciándole el cabello.
—Por  lo  visto,  Slughorn  tiene  muy  mal  gusto.  A  lo  mejor  ya  chochea.  Es
una lástima; mi padre siempre decía que en sus tiempos fue un gran mago, y él
era uno de sus alumnos predilectos. Seguramente Slughorn no se ha enterado
de que yo viajaba en el tren, porque si no...
—Yo  no  creo  que  te  hubiese  invitado  —lo  interrumpió  Zabini—.  Cuando
llegué  a  la  reunión,  me  preguntó  por  el  padre  de  Nott.  Se  ve  que  eran  viejos
amigos,  pero  cuando  se  enteró  de  que  lo  habían  pillado  en  el  ministerio  no
pareció alegrarse, y Nott no fue invitado, ¿verdad? Me parece que a Slughorn
no le interesan los mortífagos.
Malfoy, furioso, soltó una risa forzada.
—¿Y a mí qué me importa lo que le interesa? Al fin  y al cabo, ¿quién es?
Tan sólo un estúpido profesor.  —Y dio un bostezo de hipopótamo—. Además,
ni siquiera sé si el año que viene iré a Hogwarts —añadió—. ¿A mí qué más me
da si le caigo bien o mal a un viejo gordo y estúpido?
—¿Qué  quieres  decir  con  que  no  sabes  si  irás  a  Hogwarts?  —se  alarmó
Pansy, y dejó de acariciarlo.
—Nunca  se  sabe  —replicó  él,  y  esbozó  una  sonrisita  picara—.  Quizá  me
dedique a cosas más importantes e interesantes.
A Harry, acurrucado en la rejilla portaequipajes bajo su capa invisible, se le
aceleró el corazón. ¿Qué dirían Ron y Hermione cuando les contara eso? Crabbe
y Goyle miraban boquiabiertos a Malfoy; al parecer, no estaban al corriente de
que hubiera planes de dedicarse a cosas más importantes e interesantes. Incluso
Zabini  permitió  que  una  expresión  de  curiosidad  estropeara  sus  altaneras
facciones. Pansy volvió a acariciarle el cabello, atónita.
—¿Te refieres... a «él»?
—Mi madre quiere que acabe mi educación en Hogwarts —contestó Malfoy
con un encogimiento de hombros—, pero francamente, tal como están las cosas,
no  creo  que  eso  tenga  tanta  importancia.  Si  lo  piensas  un  poco...  Cuando  el
Señor Tenebroso se haga con el poder, ¿crees que se va a fijar en cuántos TIMOS
y ÉXTASIS tiene cada uno? Pues claro que no. Lo que importará  entonces será
la clase de servicio que se le haya prestado o el grado de devoción demostrado.
—¿Y  crees  que  tú  podrás  hacer  algo  por  él?  —repuso  Zabini  con  tono
mordaz—.  Pero  si  sólo  tienes  dieciséis  años  y  todavía  no  has  terminado  los
estudios.
—¿No acabo  de explicarlo? Sé que a él no le importará si he terminado los
estudios o no. Quizá para hacer el trabajo que él quiera encomendarme no sea
necesario tener ningún título —replicó Malfoy.
Crabbe y Goyle seguían boquiabiertos, como dos gárgolas, y Pansy miraba
a Malfoy como si jamás hubiera visto nada tan impresionante.
—Ya se ve Hogwarts —anunció Malfoy, deleitándose con el efecto logrado,
y  señaló  por  la  ventanilla  envuelta  en  penumbra—.  Será  mejor  que  vayamos
poniéndonos las túnicas.
Harry  estaba  tan  concentrado  observando  a  Malfoy  que  no  se  fijó  en  que
Goyle intentaba bajar su baúl de la rejilla, y cuando lo logró, Harry recibió un
fuerte  golpe  en  la  cabeza,  de  modo  que  no  pudo  reprimir  un  grito  ahogado.
Malfoy miró hacia la rejilla con cara de extrañeza.
Harry no le tenía miedo a Malfoy, pero no le hacía ninguna gracia que un
grupo de alumnos de Slytherin poco amistosos lo descubrieran allí. Con los ojos
llorosos  y  una  aguda  punzada  de  dolor  en  la  cabeza,  sacó  su  varita  y  esperó
conteniendo  la  respiración.  Por  fortuna,  Malfoy  pareció  decidir  que  se  había
imaginado aquel ruido; se puso la túnica como hacían los demás, cerró su baúl
y,  cuando  el  tren  redujo  la  velocidad  hasta  casi  detenerse,  se  abrochó  una
gruesa capa de viaje nueva.
Los  pasillos  volvían  a  llenarse  y  Harry  confió  en  que  Hermione  y  Ron  le
bajaran el equipaje al andén, dado que él no podría moverse de allí hasta que el
compartimiento  quedara  vacío.  Al  fin,  con  una  última  sacudida,  el  tren  se
detuvo  por  completo.  Goyle  abrió  la  puerta  y  se  sumergió  en  una  riada  de
alumnos  de  segundo  año,  apartándolos  a  empellones;  Crabbe  y  Zabini  lo
siguieron.
—Ve  tú  primero  —le  dijo  Malfoy  a  Pansy,  que  lo  esperaba  con  un  brazo
extendido,  como  si  él  fuera  a  cogerla  de  la  mano—.  Necesito  comprobar  una
cosa.
Pansy  salió,  y  Harry  y  Malfoy  se  quedaron  a  solas  mientras  un  tropel  de
alumnos  recorría  el  pasillo  y  bajaba  al  mal  iluminado  andén.  Malfoy  echó  las
cortinas de la puerta para que los del pasillo no lo viesen. Luego se agachó y
abrió de nuevo su baúl.
Harry  observaba  desde  el  borde  de  la  rejilla  con  el  corazón  palpitando.
¿Qué era eso que Malfoy no había querido enseñarle a Pansy? ¿Estaba a punto
de ver el misterioso objeto roto que tan importante era que le repararan?
—¡Petrificus totalus!
Sin  previo  aviso,  Malfoy  apuntó  con  su  varita  a  Harry,  que  al  instante
quedó  paralizado,  perdió  el  equilibrio  y,  con  un  doloroso  golpe  que  hizo
temblar el suelo, cayó casi a cámara lenta a los pies de Malfoy. Quedó encima
de  la  capa  invisible,  con  todo  el  cuerpo  expuesto  y  las  piernas  encogidas.
Aturdido y paralizado, a duras penas logró mirar a Malfoy, que sonreía de oreja
a oreja.
—Ya me lo imaginaba  —se jactó éste—. He oído el golpe que Goyle te dio
con el baúl. Y cuando Zabini regresó me pareció ver un destello blanco...
Sus ojos se detuvieron un instante en las zapatillas de Harry.
—Supongo que fuiste tú quien atascaba la puerta cuando entró Zabini. —Se
quedó mirándolo—. No has oído nada que me importe, Potter. Pero ya que te
tengo aquí... —Y le propinó una fuerte patada en la cara.
Harry notó cómo se le rompía la nariz, salpicando sangre por todos lados.
—Esto  de  parte  de  mi  padre.  Y  ahora  vamos  a  ver...  —Sacó  la  capa  de
debajo del indefenso cuerpo y se ocupó de cubrirlo bien—. Listo. No creo que te
encuentren  hasta  que  el  tren  haya  regresado  a  Londres  —comentó  con
tranquilidad—. Ya nos veremos, Potter... o quizá no.
Y dicho eso, salió del compartimiento, no sin antes pisarle una mano.

8
La victoria de Snape

Harry no podía mover ni un músculo. Tendido bajo la capa invisible,  oía voces
y pasos provenientes del pasillo y notaba cómo la sangre que le brotaba de la
nariz le resbalaba, caliente y húmeda, por la cara. Lo primero que pensó fue que
seguramente alguien se encargaba de revisar los compartimientos antes de que
el tren volviera a partir. Pero enseguida se dio cuenta de que, aunque alguien
mirara en el que él se hallaba, no podría verlo ni oírlo. Su única esperanza era
que entraran y tropezaran con él.
Harry nunca había odiado tanto a Malfoy como en ese momento, tendido
patas  arriba  como  una  tortuga,  mientras  la  sangre  se  le  escurría  en  la  boca
entreabierta  y  le  producía  náuseas.  En  qué  situación  tan  estúpida  había
acabado... Los últimos pasos que se percibían en el pasillo iban apagándose; los
alumnos  ya  desfilaban  por  el  andén,  y  Harry  los  oía  hablar  y  arrastrar  los
baúles.
Ron  y  Hermione  creerían  que  había  bajado  sin  esperarlos,  y  cuando
llegaran  a  Hogwarts  y  ocuparan  sus  asientos  en  el  Gran  Comedor,  miraran  a
ambos lados de la mesa de Gryffindor varias veces y por fin comprendieran que
no se encontraba allí, él ya estaría a mitad de camino de regreso a Londres.
Intentó emitir algún sonido, aunque sólo fuera un débil gruñido, pero fue
en  vano.  Entonces  recordó  que  algunos  magos,  como  Dumbledore,  podían
realizar  hechizos  sin  hablar,  de  modo  que  intentó  hacerle  un  encantamiento
convocador a su varita, que se le había caído de la mano, diciendo mentalmente
«¡Accio varita!» una y otra vez, pero no ocurrió nada.
Le  pareció  percibir  el  susurro  de  los  árboles  que  bordeaban  el  lago  y
también el lejano ululato de una lechuza, pero nada que indicara que estaban
buscándolo,  ni  siquiera  (y  se  avergonzó  un  poco  al  pensarlo)  voces  ansiosas
preguntando  dónde  se  había  metido  Harry  Potter.  La  desesperación  lo  fue
embargando  cuando  imaginó  la  caravana  de  carruajes,  tirados  por  thestrals,
avanzando  lentamente  hacia  el  colegio  y  las  amortiguadas  risotadas  que,  con
toda  seguridad,  saldrían  del  coche  de  Malfoy  una  vez  hubiera  relatado  a  sus
compañeros de Slytherin la mala pasada que le había jugado.
El tren dio una brusca sacudida y Harry quedó tumbado sobre un costado.
En esa postura, en lugar del techo veía debajo de los asientos. La locomotora se
puso en marcha y el suelo empezó a vibrar. El expreso de Hogwarts estaba a
punto de abandonar la estación y nadie sabía que Harry todavía se hallaba en
uno de sus vagones.
Entonces  el  muchacho  notó  que  la  capa  invisible  se  levantaba  y  oyó  una
voz:
—Hola, Harry.
Hubo  un  destello  rojizo  y  Harry  recuperó  la  movilidad.  Al  punto  logró
sentarse  y,  adoptando  una  postura  más  digna,  se  limpió  la  sangre  de  la
magullada cara con el dorso de la mano y levantó la cabeza para ver a Tonks,
que sujetaba con una mano la capa invisible.
—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —dijo la bruja mientras el vapor
empañaba las ventanas del tren, que ya salía de la estación—. Corre, saltaremos.
Harry  la  siguió  por  el  pasillo.  Tonks  abrió  la  puerta  del  vagón  y  saltó  al
andén,  que  parecía  moverse  más  deprisa  a  medida  que  el  convoy  ganaba
velocidad. El chico la imitó y aterrizó trastabillando, pero se enderezó a tiempo
de ver cómo la reluciente locomotora de vapor de color escarlata aceleraba y se
perdía de vista tras una curva.
El frío nocturno le alivió el dolor de la nariz, pero estaba abochornado por
haber  sido  descubierto  en  una  postura  tan  ridícula.  La  bruja,  impasible,  le
devolvió la capa y preguntó:
—¿Quién ha sido?
—Draco Malfoy —contestó Harry con amargura—. Gracias por... bueno...
—De nada —repuso Tonks sin sonreír. El andén estaba en penumbras y no
se  veía  muy  bien,  pero  a  Harry  le  pareció  que  la  bruja  aún  tenía  el  cabello
desvaído y un aspecto tan triste como el del día en que se habían encontrado en
La Madriguera—. Si te quedas quieto un momento te arreglaré la nariz.
A  Harry  no  le  hizo  mucha  gracia;  hubiese  preferido  acudir  a  la  señora
Pomfrey,  la  enfermera  de  Hogwarts,  de  la  que  se  fiaba  más  tratándose  de
hechizos sanadores, pero creyó que sería de mala educación decirlo, así que se
quedó quieto como una estatua y cerró los ojos.
—¡Episkeyo! —exclamó Tonks.
Harry notó en la nariz un intenso calor seguido de un intenso frío. Levantó
una mano y se tocó la cara con cuidado: en efecto, estaba curado.
—Muchas gracias —dijo.
—Vuelve a ponerte la capa. Iremos caminando al colegio  —repuso Tonks,
aún sin sonreír.
Mientras el muchacho se echaba la capa por encima, la bruja agitó su varita:
una inmensa criatura plateada de cuatro patas salió de ella, echó a correr y se
perdió en la oscuridad.
—¿Qué ha sido eso? ¿Un  patronus?  —preguntó Harry, que en una ocasión
había visto cómo Dumbledore enviaba un mensaje de ese modo.
—Sí.  Aviso  al  castillo  que  te  he  localizado  para  que  no  se  preocupen.
¡Vamos, no nos entretengamos!
Echaron a andar hacia el camino que conducía a Hogwarts.
—¿Cómo me has encontrado?
—Advertí  que  no  bajabas  del  tren  y  sabía  que  tenías  la  capa  invisible  —
explicó  la  bruja—.  Pensé  que  quizá  te  hubieses  escondido  por  alguna  razón.
Cuando  vi  aquel  compartimiento  con  las  cortinas  echadas,  decidí
inspeccionarlo.
—Vale, pero ¿qué haces tú aquí?
—Me han destinado a Hogsmeade para proporcionar protección adicional
al colegio.
—¿Eres la única, o...?
—No, también están Proudfoot, Savage y Dawlish.
—Dawlish, ¿el auror al que Dumbledore atacó el año pasado?
—Así es.
Avanzaban  con  dificultad  por  el  desierto  camino  siguiendo  las  huellas
dejadas por los carruajes. Harry, tapado con su capa invisible, miró de reojo a
Tonks.  El  año  anterior,  ella  se  había  mostrado  muy  curiosa  (a  veces  hasta  el
punto de ponerse pesada), reía con facilidad y hacía bromas. Pero ahora parecía
mayor y mucho más seria y decidida. ¿Se debía a lo ocurrido en el ministerio?
Harry  pensó  que  Hermione  habría  querido  que  él  le  dijera  algo  consolador
respecto  a  Sirius,  por  ejemplo,  que  ella  no  había  tenido  la  culpa,  pero  no  era
capaz  de  hacerlo.  Harry  no  responsabilizaba  a  Tonks  de  la  muerte  de  su
padrino, ni mucho menos, pero prefería no hablar de ese tema. De modo que
continuaron andando en silencio en medio de la fría oscuridad, acompañados
por el susurro que hacía la larga capa de la bruja al rozar el suelo.
Harry,  que  siempre  había  hecho  ese  trayecto  en  carruaje,  nunca  había
apreciado  lo  lejos  que  se  hallaba  Hogwarts  de  la  estación  de  Hogsmeade.
Finalmente,  con  gran  alivio,  vio  los  altos  pilares  que  flanqueaban  la  verja,
coronados  con  sendos  cerdos  alados.  Tenía  frío  y  hambre  y  estaba  deseando
separarse de esa nueva y deprimente Tonks. Pero cuando estiró un brazo para
abrir la verja, comprobó que estaba cerrada con una cadena.
—¡Alohomora!  —dijo entonces, y apuntó al candado con su varita, pero no
sucedió nada.
—Así no lo abrirás. Dumbledore lo ha embrujado personalmente  —explicó
Tonks.
—Puedo trepar por un muro —propuso Harry mirando alrededor.
—No, no puedes —replicó la bruja con voz cansina—. En todos han puesto
embrujos  antiintrusos.  Este  verano  se  han  endurecido  mucho  las  medidas  de
seguridad.
—Aja. —Empezaban a fastidiarle las pocas ganas de colaborar de Tonks—.
En ese caso, tendré que dormir aquí fuera y esperar a que amanezca.
—Ya vienen a recogerte. Mira.
A  lo  lejos,  junto  a  la  puerta  del  castillo,  se  veía  la  amarillenta  luz  de  un
farol.  Harry  se  alegró  tanto  que  hasta  se  sintió  con  fuerzas  para  soportar  las
críticas de Filch por el retraso, así como sus peroratas sobre cómo mejoraría la
puntualidad  si  se  utilizaran  regularmente  instrumentos  de  tortura.  Sin
embargo, cuando el portador del farol llegó a unos tres metros de ellos y Harry
se  quitó  la  capa  invisible  para  dejarse  ver,  reconoció  la  ganchuda  nariz  y  el
largo,  negro  y  grasiento  cabello  de  Severus  Snape.  Y  al  punto  recibió  una
descarga de puro odio.
—Vaya,  vaya  —dijo  Snape  con  desdén;  sacó  su  varita  mágica  y  dio  un
toque al candado, con lo que las cadenas serpentearon hacia atrás y la verja se
abrió  con  un  chirrido—.  Ha  sido  un  detalle  por  tu  parte  que  hayas  decidido
presentarte,  Potter,  aunque  es  evidente  que  en  tu  opinión  llevar  la  túnica  del
colegio desmerecería tu aspecto.
—No  he  podido  cambiarme  porque  no  tenía  mi...  —se  disculpó  el  chico,
pero Snape lo interrumpió:
—No es necesario que esperes, Nymphadora. Potter ya está... a salvo bajo
mi custodia.
—El mensaje se lo he enviado a Hagrid —objetó Tonks arrugando la frente.
—Hagrid ha llegado tarde al banquete de bienvenida, igual que Potter; por
eso lo he recibido yo. Por cierto  —añadió, retirándose un paso para que Harry
entrara—, tenía  mucho  interés  en ver  tu  nuevo  patronus.  —Y  sin  más  cerró  la
verja en las narices de Tonks y volvió a tocar con su varita mágica las cadenas,
que, tintineando, serpentearon de nuevo hasta recuperar su posición original—.
Creo que te iba mejor el viejo  —concluyó con un deje de maldad—. El nuevo
parece un poco enclenque.
Al  darse  la  vuelta,  Snape  hizo  oscilar  el  farol  y  Harry  vio  fugazmente  la
mirada de sorpresa y rabia de Tonks. Luego la bruja quedó otra vez envuelta en
sombras.
—Buenas  noches  —le  dijo  Harry  al  echar  a  andar  hacia  el  colegio  con
Snape—. Gracias por todo.
—Hasta otra, Harry.
Snape  guardó  silencio  aproximadamente  un  minuto,  mientras  Harry
generaba ondas de un odio tan intenso que parecía increíble que el profesor no
notara  que  le  quemaban.  Si  bien  el  muchacho  lo  había  aborrecido  desde  su
primer  encuentro,  la  actitud  de  Snape  hacia  Sirius  lo  había  colocado  para
siempre más allá de la posibilidad del perdón. Dijera lo que dijese Dumbledore,
ese verano Harry había tenido tiempo de sobra para reflexionar y concluir que,
con  seguridad,  los  insidiosos  comentarios  que  Snape  le  hiciera  a  Sirius  Black,
respecto  a  que  éste  se  quedaba  a  salvo  y  escondido  mientras  el  resto  de  los
miembros  de  la  Orden  del  Fénix  combatían  a  Voldemort,  fueron  un  factor
determinante para que Black saliera de Grimmauld Place y fuera al ministerio
la  noche  en  que  lo  mataron.  Harry  se  aferraba  a  esa  idea  porque  le  permitía
culpar a Snape, lo cual le resultaba satisfactorio, y también porque sabía que si
había alguien que no lamentaba la muerte de su padrino, ése era el hombre que
ahora iba a su lado.
—Cincuenta  puntos  menos  para  Gryffindor  por  el  retraso  —resolvió
Snape—.  Y...  veamos...  otros  veinte  por  tu  atuendo  de  muggle.  Creo  que
ninguna casa había estado en números negativos a estas alturas del curso. ¡Ni
siquiera hemos llegado a los postres del banquete de bienvenida! Es posible que
hayas establecido un récord, Potter.  —La rabia y el odio que bullían dentro de
Harry  parecían  a  punto  de  desbordarse,  pero  habría  preferido  quedarse  en  el
suelo del vagón  y volver a Londres antes que revelarle a Snape la razón de su
demora—. Supongo que querías hacer una  entrada triunfal, ¿verdad? Y como
no había ningún coche volador a mano, decidiste irrumpir en el Gran Comedor
en mitad del banquete para llamar la atención.
Harry siguió callado, aunque pensaba que iba a explotarle el pecho. Estaba
seguro  de  que  Snape  había  ido  a  recogerlo  por  ese  motivo,  porque  podría
aprovechar para pincharlo y atormentarlo sin que nadie lo oyera.
Por  fin  llegaron  a  los  escalones  de  piedra  del  castillo,  y  en  cuanto  se
abrieron las grandes puertas de roble por donde se accedía al amplio vestíbulo
enlosado, oyeron voces, risas y tintineo de platos y copas provenientes del Gran
Comedor,  cuyas  puertas  estaban  abiertas.  Harry  se  planteó  ponerse  la  capa
invisible para llegar hasta su asiento en la larga mesa de Gryffindor (que estaba
muy mal situada, pues era la más alejada del vestíbulo) sin que nadie lo viera.
Sin embargo, Snape, como si le leyera el pensamiento, dijo:
—Ni se te ocurra ponerte la capa. Ahora entras y que te vea todo el mundo,
que es lo que querías.
Harry  traspuso  el  umbral  con  decisión;  cualquier  cosa  era  mejor  que
permanecer junto a Snape. Como era habitual, el Gran Comedor, con sus cuatro
largas mesas (una para cada casa del colegio) y la de los profesores (al fondo de
la  sala),  estaba  decorado  con  velas  flotantes  que  hacían  brillar  y  destellar  los
platos. Sin embargo, Harry sólo veía una mancha borrosa y reluciente; iba tan
deprisa  que  llegó  a  la  mesa  de  Hufflepuff  cuando  los  alumnos  empezaban  a
fijarse  en  él,  y  al  ponerse  éstos  en  pie  para verlo  mejor, ya  había localizado  a
Ron y Hermione. Corrió hacia ellos a lo largo del banco y se hizo sitio entre los
dos.
—¿Dónde  has  es...?  ¡Atiza!  ¿Qué  te  ha  pasado  en  la  cara?  —dijo  Ron
mirándolo con los ojos muy abiertos, igual que el resto de los muchachos que
había alrededor.
—¿Por qué? ¿Qué tengo?  —replicó Harry, y cogió una cuchara para ver su
distorsionado reflejo.
—¡Pero si estás cubierto de sangre!  —exclamó Hermione—. Ven aquí...  —
Levantó su varita, dijo «¡Tergeo!» y le limpió la sangre seca de la cara.
—Gracias. —Harry se palpó el rostro, ya limpio— ¿Cómo tengo la nariz?
—Normal  —respondió  Hermione—.  ¿Por  qué  lo  preguntas?  ¿Qué  te  ha
pasado? ¡Estábamos muertos de miedo!
—Ya  os  lo  contaré  más  tarde  —replicó  Harry,  cortante.  Sabía  que  Ginny,
Neville,  Dean  y  Seamus  estaban  escuchando;  hasta  Nick  Casi  Decapitado,  el
fantasma de Gryffindor, se había acercado flotando por encima del banco.
—Pero... —protestó Hermione.
—Ahora  no,  Hermione  —insistió  Harry  con  tono  elocuente  y  enigmático,
tratando de hacerles creer que se había visto envuelto en algún asunto heroico,
a  ser  posible  relacionado  con  un  par  de  mortífagos  y  algún  dementor.  Por
supuesto,  Malfoy  difundiría  al  máximo  su  relato  de  los  hechos,  pero  siempre
cabía  la  posibilidad  de  que  no  llegara  a  oídos  de  demasiados  alumnos  de
Gryffindor.
Harry  estiró  un  brazo  por  encima  del  plato  de  Ron  para  coger  un  par  de
muslos  de  pollo  y  patatas  fritas,  pero  en  ese  momento  se  desvanecieron  y
fueron sustituidos por los postres.
—Pues  te  has  perdido  la  Ceremonia  de  Selección  —comentó  Hermione
mientras Ron se abalanzaba sobre un apetecible pastel de chocolate.
—¿Ha  dicho  algo  interesante  el  Sombrero  Seleccionador?  —preguntó
Harry, sirviéndose un trozo de tarta de melaza.
—Más  de  lo  mismo,  la  verdad...  Nos  ha  aconsejado  que  permanezcamos
unidos ante nuestros enemigos, ya sabes.
—¿Dumbledore ha mencionado a Voldemort?
—Todavía no, pero siempre se guarda el discurso propiamente dicho para
después del banquete, ¿verdad? No creo que falte mucho.
—Snape ha comentado que Hagrid llegó tarde al banquete...
—¿Has  visto  a  Snape?  ¿Cómo  es  eso?  —se  extrañó  Ron  entre  dos  ávidos
bocados de pastel.
—Me lo encontré por el camino —mintió Harry.
—Hagrid sólo se retrasó unos minutos  —aclaró Hermione—. Mira, te está
saludando con la mano, Harry.
El muchacho miró hacia la mesa de los profesores y sonrió a Hagrid, que,
en  efecto,  lo  saludaba  con  la  mano.  Hagrid  nunca  había  logrado  comportarse
con  la  misma  dignidad  que  la  profesora  McGonagall,  jefa  de  la  casa  de
Gryffindor,  cuya  coronilla  no  alcanzaba  el  hombro  de  Hagrid;  la  profesora
estaba  sentada  al  lado  del  guardabosques  y  contemplaba  con  gesto  de
desaprobación ese entusiasta intercambio de saludos. A Harry le sorprendió ver
a  la  maestra  de  Adivinación,  la  profesora  Trelawney,  sentada  al  otro  lado  de
Hagrid, porque casi nunca salía de su habitación de la torre y era la primera vez
que  la  veía  en  un  banquete  de  bienvenida.  Iba  tan  estrafalaria  como  siempre,
cubierta  de  collares  de  cuentas  y  envuelta  en  varios  chales,  y  sus  gafas  le
agrandaban  desmesuradamente  los  ojos.  Harry  siempre  la  había  considerado
poco menos que un fraude, pero le había impresionado descubrir, al final del
curso anterior, que ella había sido la autora de la profecía que provocó que lord
Voldemort  matara  a  sus  padres  e  intentara  matarlo  también  a  él.  Por  ese
motivo, tenía aún menos ganas de estar cerca de la profesora de Adivinación,
pero  por  fortuna  ese  año  no  tendría  que  estudiar  su  asignatura.  Los  enormes
ojos de la profesora Trelawney, que parecían faros, giraron hacia el muchacho,
que  rápidamente  dirigió  la  vista  hacia  la  mesa  de  Slytherin.  Draco  Malfoy
describía  mediante  mímica,  ante  las  carcajadas  y  los  aplausos  de  sus
compañeros, cómo le rompía la nariz a alguien. A Harry volvieron a hervirle las
entrañas y bajó la mirada hacia su tarta de melaza. Cómo le gustaría pelear con
Malfoy, ellos dos solos...
—¿Y qué quería el profesor Slughorn? —preguntó Hermione.
—Saber qué había pasado en el ministerio —respondió Harry.
—Toma, como todo el mundo —repuso ella con desdén—. A nosotros en el
tren no paraban de preguntarnos, ¿verdad, Ron?
—Sí. Todos preguntaban si es verdad que eres «el Elegido».
—Hasta  los  fantasmas  hemos  discutido  sobre  ese  tema  —intervino  Nick
Casi Decapitado, inclinando hacia Harry la cabeza, que, como estaba unida al
cuerpo sólo por unos centímetros de piel, se bamboleó peligrosamente sobre la
gorguera—.  Se  me  considera  una  autoridad  en  cualquier  tema  referente  a
Potter; todo el mundo sabe que somos muy amigos. Sin embargo, he asegurado
a  la  comunidad  de  fantasmas  que  no  pienso  darte  la  lata  para  sonsacarte
información. «Harry Potter sabe que puede confiar plenamente en mí. Prefiero
morir antes que traicionar su confianza», les he dicho.
—Eso no es gran cosa, dado que ya estás muerto —razonó Ron.
—Una vez más, demuestras la sensibilidad  de un hacha desafilada  —dijo
Nick  con  tono  ofendido,  y  a  continuación  se  elevó  hacia  el  techo  y  se  deslizó
hasta el extremo opuesto de la mesa de Gryffindor en  el preciso momento en
que Dumbledore, sentado a la mesa de los profesores, se ponía en pie.
Las conversaciones y risas que resonaban por todo el comedor cesaron casi
al instante.
—¡Muy  buenas  noches  a  todos!  —dijo  el  director  del  colegio  con  una
amplia  sonrisa  y  los  brazos  extendidos  como  si  pretendiera  abrazar  a  los
presentes.
—¿Qué le ha pasado en la mano? —preguntó Hermione con un hilo de voz.
No  era  la  única  que  se  había  fijado  en  ese  detalle.  Dumbledore  tenía  la
mano  derecha  ennegrecida  y  marchita,  igual  que  la  noche  en  que  había  ido  a
recoger  a  Harry  a  casa  de  los  Dursley.  Los  susurros  recorrieron  la  sala;
Dumbledore,  interpretándolos  correctamente,  se  limitó  a  sonreír  y  se  tapó  la
herida con la manga de su túnica morada y dorada.
—No es nada que deba preocuparos  —comentó sin darle importancia—. Y
ahora... A los nuevos alumnos os digo: ¡bienvenidos! Y a los que no sois nuevos
os repito: ¡bienvenidos otra vez! Os espera un año más de educación mágica...
—Cuando  lo  vi  en  verano  ya  tenía  la  mano  así  —le  susurró  Harry  a
Hermione—.  Pero  creí  que  se  la  habría  curado...  o  que  se  la  habría  curado  la
señora Pomfrey.
—La tiene como muerta  —comentó Hermione con cara de asco—. ¿Sabes?,
hay heridas que no se pueden curar. Maldiciones antiguas... y hay venenos que
no tienen antídoto...
—... y el señor Filch, nuestro conserje, me ha pedido que os comunique que
quedan  prohibidos  todos  los  artículos  de  broma  procedentes  de  una  tienda
llamada Sortilegios Weasley.
»Los que aspiren a jugar en el equipo de quidditch de sus respectivas casas
deberán  notificárselo  a  los  respectivos  jefes  de  éstas,  como  suele  hacerse.
Asimismo,  estamos  buscando  nuevos  comentaristas  de  quidditch;  rogamos  a
los interesados que se dirijan a los jefes de sus casas.
»Este  año  nos  complace  dar  la  bienvenida  a  un  nuevo  miembro  del
profesorado: Horace Slughorn. —Este se puso en pie; la calva le brillaba a la luz
de las velas y su prominente barriga, cubierta por el chaleco, hizo sombra sobre
la mesa—. Es un viejo colega mío que ha accedido a volver a ocup ar su antiguo
cargo de profesor de Pociones.
—¿De Pociones?
—¿De Pociones?
Las  preguntas  resonaron  por  el  comedor;  todos  querían  saber  si  habían
oído bien.
—¿De  Pociones?  —se  extrañaron  también  Ron  y  Hermione,  y  miraron  a
Harry—. Pero tú dijiste...
—El profesor Snape, por su parte —prosiguió Dumbledore, elevando la voz
para acallar los murmullos—, ocupará el cargo de maestro de Defensa Contra
las Artes Oscuras.
—¡No!  —exclamó Harry, haciendo que muchas cabezas se volvieran hacia
él. Pero no le importó: él miraba fijamente la mesa de los profesores, indignado.
¿Cómo  podían  darle  ese  puesto  después  de  tanto  tiempo?  ¿Acaso no  se  sabía
desde hacía años que Dumbledore no confiaba en Snape para ese cometido?
—Pero, Harry, tú dijiste que esa asignatura iba a impartirla Slughorn  —le
recordó Hermione.
—¡Eso creía!  —repuso Harry, furioso, e intentó precisar cuándo se lo había
dicho Dumbledore; pero no logró recordar que el director de Hogwarts hubiera
mencionado qué asignatura daría Slughorn.
Snape, que estaba sentado a la derecha de Dumbledore, no se levantó al oír
su nombre; se limitó a alzar una mano para agradecer vagamente los aplausos
de la mesa de Slytherin. No obstante, Harry detectó una mirada de triunfo en
aquellos rasgos que tanto odiaba.
—Bueno,  al  menos  hay  algo  positivo  —se  consoló—:  Snape  se  marchará
antes de que termine el curso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ron.
—Ese puesto está maldito. Nadie ha durado más de un año en él. Incluso
Quirrell murió mientras lo desempeñaba. Así que voy a cruzar los dedos  para
ver si hay otra muerte...
—¡Harry! —se escandalizó Hermione.
—Quizá  Snape  vuelva  a  enseñar  Pociones  a  final  de  curso  —especuló
Ron—.  A  lo  mejor  ese  tipo,  Slughorn,  no  quiera  quedarse  en  Hogwarts  para
siempre. Moody no se quedó.
Dumbledore carraspeó. Harry, Ron y Hermione no eran los únicos que se
habían  puesto  a  cuchichear:  el  comedor  en  pleno  era  un  hervidero  de
murmullos  tras  saberse  que  Snape  había  conseguido  por  fin  su  gran  sueño.
Como  si  no  se  hubiera  percatado  del  impacto  de  la  noticia  que  acababa  de
comunicar,  Dumbledore  no  hizo  más  comentarios  sobre  los  nuevos
nombramientos  y  se  limitó  a  esperar  a  que  reinara  de  nuevo  un  silencio
absoluto. Luego continuó:
—Bien.  Como  todos  los  presentes  sabemos,  lord  Voldemort  y  sus
seguidores vuelven a las andadas y están ganando poder.
Mientras hablaba, el silencio fue volviéndose más tenso y angustioso. Harry
le lanzó una ojeada a Malfoy, que no miraba a Dumbledore, sino que mantenía
su  tenedor  suspendido  en  el  aire  con  la  varita,  como  si  considerara  que  el
discurso del anciano director no merecía su atención.
—No  sé  qué  palabras  emplear  para  enfatizar  cuan  peligrosa  es  la  actual
situación  y  las  grandes  precauciones  que  hemos  de  tomar  en  Hogwarts  para
mantenernos  a  salvo. Este  verano  hemos  reforzado  las  fortificaciones  mágicas
del  castillo  y  estamos  protegidos  mediante  sistemas  nuevos  y  más  potentes,
pero  aun  así  debemos  resguardarnos  escrupulosamente  contra  posibles
descuidos  por  parte  de  algún  alumno  o  miembro  del  profesorado.  Por  tanto,
pido  que  os  atengáis  a  cualquier  restricción  de  seguridad  que  os  impongan
vuestros  profesores,  por  muy  fastidiosa  que  os  resulte,  y  en  particular  a  la
norma de no levantarse de la cama después de la hora establecida. Os suplico
que si advertís algo extraño o sospechoso dentro o  fuera del castillo, informéis
inmediatamente de ello a un profesor. Confío en que os comportaréis en todo
momento  pensando  en  vuestra  propia  seguridad  y  en  la  de  los  demás.  —
Dumbledore recorrió la sala  con la  mirada y sonrió otra vez—. Pero ahora os
esperan  vuestras  camas,  cómodas  y  calentitas,  y  sé  que  en  este  momento
vuestra  prioridad  es  estar  bien  descansados  para  las  clases  de  mañana.  Así
pues, digámonos buenas noches. ¡Pip, pip!
Los alumnos retiraron los bancos de las mesas con el estrépito de siempre,
y cientos de jóvenes empezaron a salir en fila del Gran Comedor, camino de sus
dormitorios. Harry, que no tenía ninguna prisa por mezclarse con la masa de
compañeros que lo miraban embobados, ni por acercarse a Malfoy para que éste
tuviera  ocasión  de  contar  una  vez  más  cómo  le  había  destrozado  la  nariz,  se
quedó rezagado, fingió que se ataba los cordones de una zapatilla y dejó que lo
adelantaran casi todos los alumnos de Gryffindor. Hermione se había colocado
en cabeza del grupo para cumplir, como prefecta, su obligación de guiar a los
estudiantes de primero, pero Ron se quedó con Harry.
—¿Qué te ha pasado en la nariz? Dime la verdad  —pidió cuando ya eran
de los últimos que quedaban en el comedor y nadie podía oírlos.
Harry le contó lo ocurrido y Ron no se rió, demostrando así lo sólida que
era su amistad.
—He visto a Malfoy explicando con mímica algo relacionado con una nariz
—comentó.
—Sí,  ya.  Bueno,  eso  no  importa  —replicó  Harry,  afligido—.  Pero  logré
escuchar lo que decía antes de que descubriera que yo estaba allí...
Se  había  imaginado  que  Ron  se  quedaría  pasmado  al  enterarse  de  los
alardes  de  Malfoy,  pero  no  le  parecieron  nada  del  otro  mundo.  Harry  lo
interpretó como pura testarudez.
—Hombre, Harry, sólo estaba fardando delante de Parkinson... ¿Qué clase
de misión le iba a asignar Quien-tú-sabes?
—¿Cómo sabes que Voldemort no necesita a alguien en Hogwarts? No sería
la primera vez que...
—No me gusta que lo llames así —le reprochó una voz a sus espaldas.
Harry  se  dio  la  vuelta  y  vio  a  Hagrid  meneando  la  cabeza  con  gesto  de
desaprobación.
—Pues Dumbledore lo llama así —replicó Harry.
—Sí,  lo  sé,  pero  Dumbledore  es  Dumbledore,  ¿no?  —rebatió  Hagrid—.
Oye, Harry, ¿cómo es que has llegado tarde? Estaba preocupado por ti.
—Me he entretenido en el tren. ¿Y tú? ¿Por qué has llegado tarde?
—Estaba con Grawp  —contestó Hagrid sonriendo—. He perdido la noción
del  tiempo.  Ahora  vive  en  las  montañas,  en  una  bonita  cueva  que  le  buscó
Dumbledore. Allí es mucho más feliz que en el Bosque Prohibido. Mantuvimos
una conversación muy interesante.
—¿En  serio?  —repuso  Harry  procurando  no  mirar  a  Ron,  puesto  que  la
última vez que había visto al hermanastro de Hagrid, un violento gigante con
una  habilidad  especial  para  arrancar  los  árboles  de  raíz,  comprobó  que  su
vocabulario  constaba  de  cinco  palabras,  dos  de  ellas  pronunciadas
incorrectamente.
—Sí,  sí,  ha  progresado  mucho  —afirmó  Hagrid  con  orgullo—.  Te
sorprenderías. Estoy pensando en entrenarlo para que sea mi ayudante.
A Ron se le escapó una risotada, pero consiguió que sonara como un fuerte
estornudo. Ya habían llegado a las puertas de roble del castillo.
—En  fin,  nos  veremos  mañana.  La  primera  clase  es  después  de  comer.  Si
venís pronto podréis saludar a Buck... quiero decir a Witherwings.
Hagrid se despidió de ellos levantando un brazo y salió por las puertas al
oscuro jardín.
Los  dos  amigos  se  miraron.  Harry  comprendió  que  ambos  estaban
pensando lo mismo.
—Este año no vas a estudiar Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿verdad?
Ron negó con la cabeza.
—Tú tampoco, ¿no? —Harry negó también con la cabeza—. ¿Ni Hermione?
—agregó Ron.
Harry  negó  otra  vez. No  quería  pensar  qué  diría  Hagrid  cuando  se  diera
cuenta de que sus tres alumnos favoritos habían abandonado su asignatura.

9
El Príncipe Mestizo

Al día siguiente, Harry y Ron se encontraron con Hermione en la sala común
antes del desayuno. Con la esperanza de ganar apoyo para su teoría, Harry se
apresuró a contarle lo que Malfoy había dicho en el expreso de Hogwarts.
—Es evidente que presumía delante de Parkinson, ¿no?  —terció Ron antes
de que ella pudiera opinar.
—Bueno —vaciló Hermione—, no sé... Es muy propio de Malfoy aparentar
más de lo que es. Pero eso es una mentira muy gorda...
—Exacto  —convino  Harry,  aunque  no  insistió  porque  había  demasiada
gente  que  intentaba  escuchar  su  conversación  o  simplemente  lo  observaba  y
cuchicheaba con los demás.
—¿Nunca te han dicho que señalar con el dedo es de mala educación?  —le
espetó Ron a un alumno bajito de quinto cuando los tres amigos se pusieron en
la cola para salir por el hueco del retrato.
El chico, que estaba murmurándole algo a un amigo, se ruborizó y, con el
susto, tropezó y se cayó por el hueco. Ron rió por lo bajo.
—Me  encanta  ser  alumno  de  sexto.  Además,  este  año  tendremos  un
montón  de  tiempo  libre,  horas  enteras  sin  clases  que  podremos  pasar  aquí
sentados, descansando.
—Necesitaremos  ese  tiempo  para  estudiar,  Ron  —le  recordó  Hermione
mientras echaban a andar por el pasillo.
—Ya, pero hoy no. Lo de hoy va a ser pan comido.
—¡Espera!  —saltó Hermione, y le interceptó el paso a un alumno de cuarto
que  llevaba  un  disco  verde  lima  en  la  mano—.  Los  discos  voladores  con
colmillos están prohibidos, dámelo ahora mismo —le ordenó con autoridad.
El chico puso mala cara pero le entregó el disco, que no paraba de gruñir.
Luego se coló por debajo del brazo estirado de Hermione y echó a correr detrás
de  sus  amigos.  Una  vez  se  hubo  perdido  de  vista,  Ron  le  arrebató  el  disco  a
Hermione y dijo:
—¡Qué bien! Siempre quise tener uno de éstos.
Las  protestas  de  ella  quedaron  ahogadas  por  una  fuerte  risa:  al  parecer,
Lavender Brown encontraba divertidísimo el comentario de Ron. Siguió riendo
mientras los adelantaba y volvió varias veces la cabeza para mirar a Ron, que
parecía muy ufano.
El  techo  del  Gran  Comedor  mostraba  un  cielo  sereno  y  azul  surcado  de
algunas tenues y frágiles nubes, igual que los trozos de cielo que se veían por
las  altas  ventanas  con  parteluces.  Mientras  comían  gachas  de  avena,  Harry  y
Ron le contaron a Hermione la embarazosa conversación que habían mantenido
con Hagrid la noche anterior.
—¡Pero  cómo  puede  pensar  Hagrid  que  seguiremos  estudiando  Cuidado
de  Criaturas  Mágicas!  —observó  ella,  consternada—.  A  ver,  ¿cuándo  ha
expresado alguno de nosotros el menor entusiasmo?
—Pues  él  no  lo  ve  así  —farfulló  Ron,  y  acabó  de  tragarse  un  huevo  frito
entero—. Nosotros éramos los que más nos esforzábamos en sus clases porque
nos  cae  bien.  Pero  él  cree  que  nos  gusta  esa  absurda  asignatura.  ¿Creéis  que
alguien va a continuar estudiándola para obtener el ÉXTASIS?
No era necesario responder. Los tres sabían que nadie de su clase querría
seguir cursando Cuidado de Criaturas Mágicas. Durante el desayuno evitaron
mirar a  Hagrid, y cuando éste se levantó de la mesa, diez minutos más tarde,
ellos le devolvieron con parquedad el alegre saludo que el guardabosques les
dirigió con la mano.
Después de desayunar, se quedaron sentados en el banco esperando que la
profesora  McGonagall  abandonara  la  mesa  de  los  profesores.  Ese  año  la
distribución  de  los  horarios  era  más  complicada  de  lo  habitual,  porque
previamente  la  profesora  tenía  que  confirmar  que  todo  el  mundo  había
obtenido  las  notas  necesarias  en  los  TIMOS  para  continuar  con  los  ÉXTASIS
elegidos.
Hermione recibió autorización para continuar estudiando Encantamientos,
Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras,  Transformaciones,  Herbología,  Aritmancia,
Runas  Antiguas  y  Pociones,  y  sin  más  preámbulos  salió  disparada  hacia  su
primera  clase  de  Runas  Antiguas.  El  caso  de  Neville  era  más  complicado;  la
redondeada  cara  del  muchacho  delataba  una  gran  ansiedad  mientras
McGonagall  repasaba  su  solicitud  y  luego  consultaba  los  resultados  de  sus
TIMOS.
—Herbología, de acuerdo —dijo por fin—. La profesora Sprout se alegrará
de volver a verte después del extraordinario que obtuviste en su TIMO. Y tienes
un  supera  las  expectativas  en  Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras,  así  que
también  puedes  cursar  esa  asignatura.  Pero  el  problema  está  en
Transformaciones.  Lo  siento,  Longbottom,  pero  un  aceptable  no  basta  para
pasar al nivel de ÉXTASIS; no creo que pudieras seguir el ritmo de trabajo.  —
Neville  agachó  la  cabeza  y  la  profesora  lo  miró  a  través  de  sus  gafas
cuadradas—. Pero ¿por qué te interesa tanto continuar con Transformaciones?
—preguntó—. Siempre me ha parecido que esa asignatura no te gusta mucho.
Neville, con cara de pena, murmuró algo parecido a «mi abuela quiere».
—¡Bah,  bah!  —dijo  McGonagall—.  Ya  va  siendo  hora  de  que  tu  abuela
aprenda a estar orgullosa del nieto que tiene y no del que cree que merecería
tener. Sobre todo, después de lo ocurrido en el ministerio.  —Neville se sonrojó
y  parpadeó  varias  veces,  aturdido;  era  la  primera  vez  que  la  profesora  le
dedicaba  un  cumplido—.  Lo  siento,  Longbottom,  pero  no  puedo  aceptarte  en
mi  clase  de  ÉXTASIS.  Sin  embargo,  veo  que  has  obtenido  un  supera  las
expectativas en Encantamientos. ¿Por qué no haces ese ÉXTASIS?
—Mi  abuela  dice  que  es  una  asignatura  demasiado  fácil  —murmuró  el
chico.
—Haz  Encantamientos  —decidió  ella—,  y  ya  le  escribiré  yo  unas  líneas  a
Augusta recordándole que, si bien ella suspendió su TIMO de esa materia, no
por eso la asignatura es una bobada.
La profesora esbozó una sonrisa al ver la cara de felicidad e incredulidad
de Neville. Luego dio unos golpecitos con la punta de la varita en un horario en
blanco  y  se  lo  entregó  con  la  información  de  sus  clases.  A  continuación  se
dirigió  a  Parvati  Patil,  cuya  primera  pregunta  fue  si  Firenze,  el  apuesto
centauro, todavía enseñaba Adivinación.
—Este año, la profesora Trelawney y él se repartirán las clases —refunfuñó
McGonagall; todo el mundo sabía que ella despreciaba esa asignatura—. Las  de
sexto las dará la profesora Trelawney.
Cinco minutos más tarde, Parvati se marchó a su clase de Adivinación con
aire alicaído.
—Bueno, Potter...  —prosiguió la profesora, consultando sus anotaciones y
volviéndose hacia Harry—. Encantamientos, Defensa Contra las Artes Oscuras,
Herbología,  Transformaciones...  todo  correcto.  Permíteme  decirte  que  estoy
muy contenta con tu nota de Transformaciones, Potter. Y ahora dime, ¿por qué
no  has  solicitado  continuar  estudiando  Pociones?  Creía  que  tu  gran  ambición
era ser auror.
—Lo  era,  pero  usted  me  dijo  que  tenía  que  sacar  un  extraordinario  en  el
TIMO, profesora.
—Ya, pero eso era cuando el profesor Snape daba la asignatura. En cambio,
el profesor Slughorn no tiene inconveniente en aceptar alumnos  que obtienen
simples  supera  las  expectativas  en  el  TIMO.  ¿Quieres  seguir  estudiando
Pociones?
—Sí, pero no he comprado los libros, ni los ingredientes, ni nada...
—No dudo que el profesor Slughorn te prestará lo que necesites. Muy bien,
Potter, aquí tienes tu horario. Ah, por cierto: ya se han inscrito veinte aspirantes
para jugar en el equipo de quidditch de Gryffindor. Te haré llegar la lista en su
debido  momento  para  que  organices  las  pruebas  de  selección  cuando  te
parezca.
Pasados unos minutos, Ron recibió autorización para estudiar las mismas
asignaturas que Harry, y ambos amigos abandonaron la mesa.
—Mira  —dijo Ron, jubiloso, mientras repasaba su horario—, tenemos una
hora libre ahora, otra después del recreo y otra después de comer... ¡Genial!
Regresaron a la sala común, donde sólo había media docena de alumnos de
séptimo,  entre  ellos  Katie  Bell,  el  único  miembro  que  quedaba  del  equipo  de
quidditch de Gryffindor en el que Harry había entrado durante su primer año
en Hogwarts.
—Ya  me  imaginaba  que  te  nombrarían  capitán.  Felicidades  —dijo  Katie
señalando la insignia que el chico llevaba en la pechera de la túnica—. ¡Avísame
cuando convoques las pruebas de selección!
—No digas tonterías  —replicó Harry—, tú no necesitas pasar las pruebas.
Hace cinco años que te veo jugar y...
—No  empiezas  bien  —le  previno  ella—.  Sabes  perfectamente  que  hay
jugadores mucho mejores que yo. El nuestro no sería el primer equipo que se
hunde  porque  su  capitán  se  empeña  en  hacer  jugar  a  los  de  siempre  o  a  sus
amigos...
Ron  se  sintió  un  poco  incómodo  y  se  puso  a  lanzar  el  disco  volador
confiscado al alumno de cuarto. El disco empezó a describir círculos por la sala
común,  gruñendo  e  intentando  morder  la  tapicería.  Crookshanks  observaba  su
trayectoria y bufaba cada vez que se le acercaba demasiado.
Una  hora  más  tarde,  Harry  y  Ron  salieron  a  regañadientes  de  la  soleada
sala común y se encaminaron hacia el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras,
situada cuatro pisos más abajo. Encontraron a Hermione haciendo cola delante
de la puerta, cargada de pesados libros y con cara de víctima.
—¡En  Runas  nos  han  puesto  demasiados  deberes!  —se  quejó,  angustiada,
cuando se le unieron sus amigos—. ¡Una redacción de cuarenta centímetros y
dos traducciones, y tengo que leerme todos estos libros para el miércoles!
—¡Qué palo! —murmuró Ron.
—Pues  espera  y  verás  —replicó  ella—.  Snape  también  nos  pondrá  un
montón de trabajo.
En ese momento se abrió la puerta del aula y Snape salió al pasillo. Como
siempre,  dos  cortinas  de  grasiento  cabello  negro  enmarcaban  el  amarillento
rostro del profesor. De inmediato se produjo silencio en la cola.
—Adentro —ordenó.
Harry miró alrededor mientras entraba con sus compañeros en el aula. La
estancia  ya  se  hallaba  impregnada  de  la  personalidad  de  Snape:  pese  a  que
había velas encendidas, tenía un aspecto más sombrío que de costumbre porque
las cortinas estaban corridas. De las paredes colgaban unos cuadros nuevos, la
mayoría de los cuales representaban sujetos que sufrían y exhibían tremendas
heridas o partes del cuerpo extrañamente deformadas. Los alumnos se sentaron
en silencio, contemplando aquellos misteriosos y truculentos cuadros.
—No  os  he  dicho  que  saquéis  vuestros  libros  —dijo  Snape  al  tiempo  que
cerraba  la  puerta  y  se  colocaba  detrás  de  su  mesa,  de  cara  a  los  alumnos;
Hermione dejó caer  rápidamente su ejemplar de  Enfrentarse a lo indefinible  en la
mochila y la metió debajo de la silla—. Quiero hablar con vosotros y quiero que
me prestéis la mayor atención.
Recorrió con sus negros ojos las caras de los alumnos y se detuvo en la de
Harry una milésima de segundo más que en las demás.
—Si  no  me  equivoco,  hasta  ahora  habéis  tenido  cinco  profesores  de  esta
asignatura.
«"Si no me equivoco..." Como si no los hubieras visto pasar a todos, Snape,
con la esperanza de ser tú el siguiente», pensó Harry con rencor.
—Naturalmente, todos esos maestros habrán tenido sus propios métodos y
sus  propias  prioridades.  Teniendo  en  cuenta  la  confusión  que  eso  os  habrá
creado, me sorprende que tantos de vosotros hayáis aprobado el TIMO de esta
asignatura.  Y  aún  me  sorprendería  más  que  aprobarais  el  ÉXTASIS,  que  es
mucho más difícil.  —Empezó a pasearse por el aula y bajó el tono de voz; los
alumnos estiraban el cuello para no perderlo de vista—. Las artes oscuras son
numerosas,  variadas,  cambiantes  e  ilimitadas.  Combatirlas  es  como  luchar
contra un monstruo de muchas cabezas al que cada vez que se le corta una, le
nace  otra  aún  más  fiera  e  inteligente  que  la  anterior.  Estáis  combatiendo  algo
versátil, mudable e indestructible.
Harry  lo  miró  con  fijeza.  Una  cosa  era  respetar  las  artes  oscuras  y
considerarlas un peligroso enemigo, y otra muy diferente hablar de ellas como
lo hacía Snape, con una voz que parecía una tierna caricia.
—Por lo tanto  —continuó el profesor, subiendo un poco la voz—, vuestras
defensas  deben  ser  tan  flexibles  e  ingeniosas  como  las  artes  que  pretendéis
anular.  Estos  cuadros  —añadió,  señalándolos  mientras  pasaba  por  delante  de
ellos—  ofrecen  una  acertada  representación  de  los  poderes  de  los  magos
tenebrosos.  En  éste,  por  ejemplo,  podéis  observar  la  maldición  cruciatus  —era
una bruja que gritaba de dolor—; en este otro, un hombre recibe el beso de un
dementor  —era  un  mago  con  la  mirada  extraviada,  acurrucado  en  el  suelo  y
pegado a una pared—, y aquí vemos el resultado del ataque de un inferius  —
era una masa ensangrentada, tirada en el suelo.
—Entonces, ¿es verdad que han visto un inferius?  —preguntó Parvati Patil
con voz chillona—. ¿Es verdad que los está utilizando?
—El Señor Tenebroso utilizó inferi en el pasado —respondió Snape—, y eso
significa que  deberíais deducir que puede volver a servirse de ellos. Veamos...
—Echó  a andar por el otro lado del aula hacia su mesa, y una vez más la clase
entera lo observó desplazarse con su negra túnica ondeando—.  Creo que sois
novatos en el uso de hechizos no verbales. ¿Alguien sabe cuál es la gran ventaja
de esos hechizos?
Hermione levantó la mano con decisión.  Snape se tomó su tiempo y, tras
mirar  a  los  demás  para  asegurarse  de  que  no  tenía  alternativa,  dijo  con  tono
cortante:
—Muy bien. ¿Señorita Granger?
—Tu  adversario  no  sabe  qué  clase  de  magia  vas  a  realizar,  y  eso  te
proporciona una ventaja momentánea.
—Una respuesta calcada casi palabra por palabra del  Libro reglamentario de
hechizos,  sexto  curso  —repuso  Snape  con  desdén  (Malfoy,  que  estaba  en  un
rincón, rió entre dientes)—, pero correcta en lo esencial. Sí, quienes aprenden a
hacer magia sin vociferar los conjuros cuentan con un elemento de sorpresa en
el  momento  de  lanzar  un  hechizo.  No  todos  los  magos  pueden  hacerlo,  por
supuesto; es una cuestión de concentración y fuerza mental, de la que algunos...
—una vez más su mirada se detuvo con malicia en Harry— carecen.
Harry  comprendió  que  Snape  estaba  pensando  en  las  fatídicas  clases  de
Oclumancia del curso anterior, así que se negó a bajar la vista y miró con odio al
profesor hasta que éste desvió la mirada.
—Ahora  —continuó  Snape—  os  colocaréis  por  parejas.  Uno  de  vosotros
intentará  embrujar  al  otro,  pero  sin  hablar,  y  el  otro  tratará  de  repeler  el
embrujo, también en silencio. Podéis empezar.
Aunque  Snape  no  lo  sabía,  el  curso  anterior  Harry  había  enseñado  a
realizar  el  encantamiento  escudo  al  menos  a  la  mitad  de  sus  compañeros  (a
todos los que se habían apuntado al ED). Sin embargo, ninguno de ellos había
lanzado el encantamiento sin hablar. Así pues, los alumnos pusieron manos a la
obra.  Muchos  optaron  por  hacer  trampas  y  pronunciaban  el  conjuro
quedamente  en  lugar  de  a  viva  voz.  Como  era  de  esperar,  al  cabo  de  diez
minutos Hermione consiguió repeler en completo silencio el embrujo piernas de
gelatina que Neville había pronunciado en voz baja, una proeza que sin duda le
habría  valido veinte  puntos  para  Gryffindor  con  cualquier  profesor  razonable
(como pensó Harry con amargura), pero Snape lo ignoró olímpicamente. Este,
que parecía más que nunca un murciélago gigante, pasó entre Harry y Ron y se
detuvo  para  observar  cómo  los  dos  amigos  se  empleaban  a  fondo  en  la  tarea
que les había impuesto.
Ron,  lívido  y  con  los  labios  apretados  para  no  caer  en  la  tentación  de
pronunciar el conjuro, intentaba embrujar a Harry, quien en ascuas mantenía la
varita levantada, preparado para repeler un embrujo que no parecía que fuera a
llegar nunca.
—Patético,  Weasley  —sentenció  Snape  al  cabo  de  un  rato—.  Aparta,  deja
que te enseñe...
El  profesor  sacudió  su  varita  en  dirección  a  Harry  tan  deprisa  que  el
muchacho reaccionó de manera instintiva y, olvidando que estaban practicando
hechizos no verbales, gritó:
—¡Protego!
Su encantamiento escudo fue tan fuerte que Snape perdió el equilibrio y se
golpeó contra un pupitre. La clase en pleno se había dado la vuelta y vio cómo
Snape se incorporaba, con el entrecejo fruncido.
—¿Te  suena  por  casualidad  que  os  haya  mandado  practicar  hechizos  no
verbales, Potter?
—Sí —contestó fríamente.
—Sí, «señor» —lo corrigió Snape.
—No  hace  falta  que  me  llame  «señor»,  profesor  —replicó  Harry
impulsivamente.
Varios  alumnos  soltaron  grititos  de  asombro,  entre  ellos  Hermione.  Sin
embargo, Ron, Dean y Seamus, que estaban detrás de Snape, sonrieron en señal
de apreciación.
—Castigado.  Te  espero  en  mi  despacho  el  sábado  después  de  cenar  —
dictaminó  Snape—.  No  acepto  insolencias  de  nadie,  Potter.  Ni  siquiera  del
«Elegido».
—¡Ha sido genial, Harry! —lo felicitó Ron poco después, cuando ya estaban
a salvo y camino del recreo.
—No  debiste  decirlo  —discrepó  Hermione  mirando  a  Ron  con  la  frente
fruncida—. ¿Qué te ha pasado?
—¡Intentaba embrujarme, por si no te diste cuenta!  —se defendió Harry—.
¡Ya  tuve  que  soportar  bastante  el  curso  pasado  en  las  clases  particulares  de
Oclumancia! ¿Por qué no utiliza a otro conejillo de Indias, para variar? ¿Y a qué
juega  Dumbledore?  ¿Por  qué  le  deja  enseñar  Defensa?  ¿Habéis  oído  cómo
hablaba  de  las  artes  oscuras?  ¡Le  encantan!  Todo  ese  rollo  de  algo  mudable  e
indestructible...
—Pues mira —lo interrumpió Hermione—, me ha recordado a ti.
—¿A mí?
—Sí,  cuando  nos  contabas  lo  que  uno  siente  cuando  se  enfrenta  a
Voldemort.  Decías  que  no  bastaba  con  memorizar  un  montón  de  hechizos  y
lanzarlos, porque en esas circunstancias lo único que te separaba de la muerte
era  tu  propio  cerebro  o  tus  agallas.  ¿Acaso  no  es  lo  mismo  que  decía  Snape?
¿Que lo que cuenta es el valor y el ingenio?
Harry quedó tan desarmado al comprobar que Hermione consideraba sus
palabras  tan  dignas  de  ser  memorizadas  como  las  del  Libro  reglamentario  de
hechizos, que no discutió.
—¡Harry! ¡Eh, Harry!
Jack Sloper, uno de los golpeadores del equipo de quidditch de Gryffindor
del curso anterior, corría hacia él con un rollo de pergamino en la mano.
—Esto  es  para  ti  —dijo  jadeando—.  Oye,  me  he  enterado  de  que  eres  el
nuevo capitán. ¿Cuándo serán las pruebas de selección?
—Todavía  no  lo  sé  —contestó  Harry,  y  pensó  que  Sloper  iba  a  necesitar
mucha suerte para volver a jugar en el equipo—. Ya te lo diré.
—De acuerdo. Espero que sean este fin de semana, porque...
Pero Harry ya no lo escuchaba; acababa de reconocer la pulcra y estilizada
caligrafía de la hoja de pergamino. Dejó a Sloper con la palabra en la boca y se
marchó  precipitadamente  con  Ron  y  Hermione,  desenrollando  el  pergamino
por el camino.
Querido Harry:
Me gustaría que iniciáramos  nuestras clases particulares este sábado. Por
favor, ven a mi despacho después de cenar. Espero que estés disfrutando de tu
primer día en el colegio.
Atentamente,
Albus Dumbledore
P.D.: Me encantan las píldoras acidas.
—¿Que  le  encantan  las  píldoras  acidas?  —se  extrañó  Ron,  tras  leer  el
mensaje por encima del hombro de Harry.
—Es la contraseña para que te deje pasar la gárgola que vigila la entrada de
su despacho  —explicó Harry en voz baja—. ¡Ja! ¡Esto no le va a hacer ninguna
gracia a Snape! ¡No podré ir a cumplir el castigo!
Los  tres  amigos  estuvieron  todo  el  recreo  especulando  sobre  lo  que
Dumbledore  le  enseñaría  a  Harry.  Ron  creía  que  serían  embrujos  y  hechizos
espectaculares, desconocidos incluso para los mortífagos. Hermione argumentó
que  esas  cosas  eran  ilegales  y  consideró  más  probable  que  el  director
pretendiese  que  Harry  aprendiera  magia  defensiva  avanzada.  Después  del
recreo, Hermione se marchó a su clase de Aritmancia y Harry y Ron regresaron
a  la  sala  común,  donde  empezaron  a  hacer  de  mala  gana  los  deberes  que  les
había puesto Snape. El trabajo era tan complejo que aún no lo habían terminado
cuando Hermione se reunió con ellos en la hora libre después de comer (así que
ella contribuyó a acelerar el proceso). En cuanto acabaron, sonó el timbre de la
clase de  dos horas de  Pociones que tenían esa tarde, y juntos se encaminaron
hacia la mazmorra que durante tanto tiempo había sido territorio de Snape.
Cuando  llegaron  al  pasillo,  comprobaron  que  tan  sólo  una  docena  de
alumnos  iban  a  cursar  el  nivel  de  ÉXTASIS.  Crabbe  y  Goyle  no  habían
conseguido la nota mínima requerida en sus TIMOS, pero otros cuatro alumnos
de  Slytherin  sí  la  habían  alcanzado,  entre  ellos  Malfoy.  También  había  cuatro
alumnos de Ravenclaw y uno de Hufflepuff, Ernie Macmillan, que a Harry le
caía bien pese a su ampulosa manera de hablar.
—Buenas tardes, Harry —dijo Ernie con solemnidad al verlo acercarse, y le
tendió la mano—. Esta mañana, en Defensa Contra las Artes Oscuras, no hemos
tenido  ocasión  de  saludarnos.  Ha  sido  una  clase  interesante,  aunque  los
encantamientos  escudo  no  son  nada  nuevo  para  nosotros,  los  veteranos  del
ED... ¡Hola, Ron! ¡Hola, Hermione! ¿Cómo estáis?
Apenas habían respondido con un breve «Bien» cuando se abrió la puerta
de la mazmorra y la barriga de Slughorn salió por ella precediéndolo. Mientras
los alumnos entraban en fila en el aula, el enorme bigote de morsa de Slughorn
se curvó hacia arriba debido a la radiante sonrisa del profesor, quien saludó con
especial entusiasmo a Harry y Zabini.
La  mazmorra  ya  estaba  llena  de  vapores  y  extraños  olores,  lo  cual
sorprendió  a  los  alumnos.  Harry,  Ron  y  Hermione  olfatearon  con  interés  al
pasar por delante de unos grandes y burbujeantes calderos. Los cuatro alumnos
de Slytherin se sentaron juntos a una mesa, y lo mismo hicieron los cuatro de
Ravenclaw.  Harry  y  sus  dos  amigos  tuvieron  que  compartir  mesa  con  Ernie.
Eligieron la que estaba más cerca de un caldero dorado que rezumaba uno de
los aromas más seductores que Harry había inhalado jamás: una extraña mezcla
de tarta de  melaza, palo de escoba y algo floral que le parecía haber olido en La
Madriguera. Se dio cuenta de que respiraba lenta y acompasadamente y que los
vapores de la poción se estaban propagando por su cuerpo como si fueran una
bebida.  Lo  embargó  una  gran  satisfacción  y  miró  sonriendo  a  Ron,  que  le
devolvió una sonrisa perezosa.
—Muy  bien,  muy  bien  —dijo  Slughorn,  cuyo  colosal  contorno  oscilaba
detrás  de  las  diversas  nubes  de  vapor—.  Sacad  las  balanzas  y  el  material  de
pociones, y no olvidéis los ejemplares de Elaboración de pociones avanzadas...
—Señor... —dijo Harry levantando la mano.
—¿Qué pasa, Harry?
—No  tengo  libro,  ni  balanza,  ni  nada.  Y  Ron  tampoco.  Verá,  es  que  no
sabíamos que podríamos cursar el ÉXTASIS de Pociones...
—¡Ah,  sí!  Ya  me  lo  ha  comentado  la  profesora  McGonagall.  No  te
preocupes, amigo mío, no pasa nada. Hoy podéis utilizar los ingredientes del
armario  de  material,  y  estoy  seguro  de  que  encontraremos  alguna  balanza.
Además,  aquí  hay  unos  libros  de  texto  de  otros  años  que  servirán  hasta  que
podáis escribir a Flourish y Blotts...
Slughorn se dirigió hacia un armario que había en un rincón y, tras hurgar
en él, regresó con dos ejemplares viejos de  Elaboración de pociones avanzadas, de
Libatius  Borage,  que  entregó  a  Harry  y  Ron  junto  con  dos  deslustradas
balanzas.
—Muy  bien  —dijo,  y regresó  al  fondo  de  la  clase  hinchando  el  pecho,  ya
muy  abultado,  hasta  tal  punto  que  los  botones  del  chaleco  amenazaron  con
desprendérsele—.  He  preparado  algunas  pociones  para  que  les  echéis  un
vistazo. Es de esas cosas que deberíais poder hacer cuando hayáis terminado el
ÉXTASIS.  Seguro  que  habréis  oído  hablar  de  ellas,  aunque  nunca  las  hayáis
preparado. ¿Alguien puede decirme cuál es ésta?
Señaló el caldero más cercano a la mesa de Slytherin. Harry se levantó un
poco  del  asiento  y  vio  que  en  el  cacharro  hervía  un  líquido  que  parecía  agua
normal y corriente.
La  bien  adiestrada  mano  de  Hermione  se  alzó  antes  que  ninguna  otra;
Slughorn la señaló.
—Es Veritaserum, una poción incolora e inodora que obliga a quien la bebe
a decir la verdad —contestó Hermione.
—¡Estupendo, estupendo!  —la felicitó el profesor, muy complacido—. Esta
otra  —continuó, y señaló el caldero cercano a la mesa de Ravenclaw—  es muy
conocida y últimamente aparece en unos folletos distribuidos por el ministerio.
¿Alguien sabe...?
La mano de Hermione volvió a ser la más rápida.
—Es poción multijugos, señor —dijo.
Harry también había reconocido la sustancia, que borboteaba con lentitud y
tenía una consistencia parecida a la del lodo, pero no le molestó que Hermione
contestara  una  vez  más  al  profesor;  al  fin  y  al  cabo,  era  ella  quien  había
conseguido prepararla en su segundo año en Hogwarts.
—¡Excelente,  excelente!  Y  ahora,  esta  de  aquí...  ¿Sí,  querida?  —dijo
Slughorn  mirando  con  cierto  desconcierto  a  Hermione,  que  volvía  a  tener  la
mano levantada.
—¡Es Amortentia!
—En  efecto.  Bien,  parece  innecesario  preguntarlo  —dijo  Slughorn,
impresionado—, pero supongo que sabes qué efecto produce, ¿verdad?
—Es el filtro de amor más potente que existe —respondió Hermione.
—¡Exacto! La has reconocido por su característico brillo nacarado, ¿no?
—Sí, y porque el vapor asciende formando unas inconfundibles espirales —
agregó  ella  con  entusiasmo—.  Y  se  supone  que  para  cada  uno  tiene  un  olor
diferente,  según  lo  que  nos  atraiga.  Yo  huelo  a  césped  recién  cortado  y  a
pergamino nuevo y a... —Pero se sonrojó un poco y no terminó la frase.
—¿Puedes decirme tu nombre, querida? —le preguntó Slughorn sin reparar
en su bochorno.
—Me llamo Hermione Granger, señor.
—¿Granger?  ¿Granger?  ¿Tienes  algún  parentesco  con  Héctor  DagworthGranger, fundador de la Rimbombante Sociedad de Amigos de las Pociones?
—No, me parece que no, señor. Yo soy hija de muggles.
Harry vio cómo Malfoy se inclinaba hacia Nott para decirle algo al oído y
ambos  reían  por  lo  bajo.  Slughorn  sonrió radiante  y  miró  a  Harry,  sentado  al
lado de Hermione.
—¡Aja!  ¡«Una  de  mis  mejores  amigas  es  hija  de  muggles  y  es  la  mejor
alumna de mi curso»! Deduzco que ésta es la amiga de que me hablaste, ¿no,
Harry?
—Sí, señor.
—Vaya,  vaya.  Veinte  bien  merecidos  puntos  para  Gryffindor,  señorita
Granger —concedió afablemente Slughorn.
Malfoy puso la misma cara que la vez que Hermione le pegó un puñetazo
en la cara. Ella miró a Harry con expresión radiante y le susurró:
—¿De verdad le dijiste que era la mejor del curso? ¡Oh, Harry!
—¿Y  qué  tiene  eso  de  raro?  —repuso  en  voz  baja  Ron,  que  por  algún
motivo parecía contrariado—. ¡Eres la mejor del curso! ¡Yo también se lo habría
dicho si me lo hubiera preguntado!
Hermione  sonrió y  se  llevó  un  dedo índice  a  los  labios,  pidiendo  silencio
para escuchar al profesor. Ron arrugó la frente.
—Por supuesto, la Amortentia no crea amor. Es imposible crear o imitar el
amor. Sólo produce un intenso encaprichamiento, una obsesión. Probablemente
sea la poción más peligrosa y poderosa de todas las que hay en esta sala. Sí, ya
lo creo  —insistió, y asintió con gesto grave hacia Malfoy y Nott, que sonreían
con escepticismo—. Cuando hayáis vivido tanto como yo, no subestimaréis el
poder del amor obsesivo... Bien, y ahora ha llegado el momento de ponerse a
trabajar.
—Señor,  todavía  no  nos  ha  dicho  qué  hay  en  ése  —dijo  Ernie  Macmillan
señalando  el  pequeño  caldero  negro  que  había  en  la  mesa  de  Slughorn.  La
poción  que  contenía  salpicaba  alegremente;  tenía  el  color  del  oro  fundido  y
unas  gruesas  gotas  saltaban  como  peces  dorados  por  encima  de  la  superficie,
aunque no se había derramado ni una partícula.
—¡Aja!  —asintió  Slughorn.  Harry  intuyó  que  al  profesor  no  se  le  había
olvidado esa poción, sino que había esperado a que algún alumno le preguntara
para lograr un efecto más impactante—. Sí. Esa. Bueno, ésa, damas y caballeros,
es  una  poción  muy  curiosa  llamada  Felix  Felicis.  No  tengo  ninguna  duda,
señorita Granger  —añadió dándose la vuelta, risueño, y mirando a Hermione,
que había soltado un gritito de asombro—, de que sabes qué efecto produce el
Felix Felicis.
—¡Es suerte líquida! —respondió ella con emoción—. ¡Te hace afortunado!
La clase entera se enderezó un poco en los asientos. Harry ya sólo veía la
parte  de  atrás  del  lacio  cabello  rubio  de  Malfoy,  que  por  fin  le  dedicaba  a
Slughorn toda su atención.
—Muy  bien.  Otros  diez  puntos  para  Gryffindor.  Sí,  el  Felix  Felicis  es  una
poción muy interesante —prosiguió el profesor—. Dificilísima de preparar y de
desastrosos  efectos  si  no  se  hace  bien.  Sin  embargo,  si  se  elabora  de  manera
correcta,  como  es  el  caso  de  ésta,  el  que  la  beba  coronará  con  éxito  todos  sus
empeños, al menos mientras duren los efectos de la poción.
—¿Por  qué  no  la  bebe  todo  el  mundo  siempre,  señor?  —preguntó  Terry
Boot.
—Porque su consumo excesivo produce atolondramiento, temeridad y un
peligroso  exceso  de  confianza.  Ya  sabes,  todos  los  excesos  son  malos...
Consumida en grandes cantidades resulta altamente tóxica, pero ingerida con
moderación y sólo de forma ocasional...
—¿Usted la ha probado alguna vez, señor? —preguntó Michael Corner.
—Dos  veces  en  la  vida  —reconoció  Slughorn—.  Una  vez  cuando  tenía
veinticuatro años, y otra a los cincuenta y siete. Dos cucharadas grandes con el
desayuno.  Dos  días  perfectos.  —Se  quedó  con  la  mirada  perdida,  con  aire
soñador. Harry pensó que tanto si hacía teatro como si no, estaba logrando la
reacción  que  buscaba—.  Y  eso  —dijo  tras  regresar  a  la  tierra—  es  lo  que  os
ofreceré como premio al finalizar la clase de hoy.
Todos  guardaron  silencio,  y  durante  unos  instantes  el  sonido  de  cada
burbuja y cada salpicadura de las pociones bullentes se multiplicó por diez.
—Una botellita de Felix  Felicis  —añadió Slughorn, y se sacó del bolsillo una
minúscula botella de cristal con tapón de corcho que enseñó a sus alumnos—.
Suficiente  para  disfrutar  de  doce  horas  de  buena  suerte.  Desde  el  amanecer
hasta el ocaso, tendréis éxito en cualquier cosa que os propongáis. Ahora bien,
debo  advertiros  que  el  Felix  Felicis  es  una  sustancia  prohibida  en  las
competiciones organizadas, como por ejemplo eventos deportivos, exámenes o
elecciones. De modo que el ganador sólo podrá utilizarla un día normal. ¡Pero
verá cómo éste se convierte en un día extraordinario!
»Veamos  —continuó Slughorn, adoptando un tono más enérgico—, ¿cómo
podéis  ganar  mi  fabuloso  premio?  Pues  bien,  abriendo  el  libro  Elaboración  de
pociones avanzadas por la página diez. Nos queda poco más de una hora, tiempo
suficiente  para  que  obtengáis  una  muestra  decente  del  Filtro  de  Muertos  en
Vida. Ya sé que  hasta ahora nunca habíais  preparado nada tan complicado, y
desde luego no espero resultados perfectos, pero el que lo haga mejor se llevará
al pequeño Felix. ¡Adelante!
Se oyeron chirridos y golpes metálicos cuando los alumnos arrastraron sus
calderos y empezaron a añadir pesas a las balanzas, pero no intercambiaron ni
una palabra. La concentración que reinaba en el aula era casi tangible. Harry vio
a Malfoy hojear febrilmente su ejemplar de  Elaboración de pociones avanzadas; era
evidente que se había propuesto conseguir ese día de suerte. Harry se apresuró
a abrir el maltratado libro que Slughorn le había prestado.
Le fastidió comprobar que su anterior propietario había escrito notas en las
páginas,  de  modo  que  los  márgenes  estaban  tan  negros  como  las  partes
impresas.  Acercando  la  vista  a  la  página  para  descifrar  los  ingredientes  (pues
incluso allí había anotaciones y aparecían tachadas algunas palabras), fue hasta
el  armario  del  material  para  coger  rápidamente  lo  que  necesitaba.  Cuando
volvía presuroso hacia su caldero, vio a Malfoy cortando raíces de valeriana a
toda prisa.
Cada  alumno  echaba  vistazos  alrededor  para  ver  qué  hacía  el  resto  de  la
clase; eso era la gran ventaja y el gran inconveniente de las clases de Pociones:
resultaba  difícil  que  unos  no  espiaran  el  trabajo  de  los  otros.  Al  cabo  de  diez
minutos,  el  aula  se  había  llenado  de  un  vapor  azulado.  Como  siempre,
Hermione llevaba la delantera. Su poción ya se había convertido en «un líquido
homogéneo de color grosella negra», como el libro describía la etapa intermedia
ideal.
Después  de  trocear  las  raíces  que  había  cogido,  Harry  volvió  a  inclinarse
sobre el libro. Resultaba muy incómodo descifrar las indicaciones que daban los
estúpidos garabatos de su anterior dueño, que por algún motivo había tachado
«cortar  el  grano  de  sopóforo».  En  su  lugar  había  anotado  una  instrucción
alternativa: «aplastar con la hoja de una daga de plata; se obtiene más jugo que
cortando».
—Señor, seguro que conoció usted a mi abuelo, Abraxas Malfoy.
Harry levantó la cabeza; Slughorn pasaba en ese momento por la mesa de
Slytherin.
—Así es  —asintió Slughorn sin mirar a Malfoy—. Sentí mucho enterarme
de su muerte, aunque no fue nada inesperado, por supuesto: viruela de dragón
a su edad...
Y siguió caminando. Harry se inclinó de nuevo sobre su caldero y sonrió.
Malfoy se había llevado un chasco, pues esperaba que lo trataran como a él o a
Zabini, o quizá confiaba en gozar de un trato preferente como el que siempre
había recibido de Snape. Al parecer, Malfoy tendría que valerse únicamente de
su talento para ganar la botella de Felix Felicis.
A  Harry  le  estaba  costando  mucho  cortar  su  grano  de  sopóforo.  Así  que
miró a Hermione y le pidió prestado su cuchillo de plata.
Ella  asintió  sin  apartar  los  ojos  de  su  poción,  que  todavía  tenía  un  color
morado oscuro, aunque según el libro ya debería haberse vuelto de un lila más
claro.
Harry aplastó el reseco grano con la hoja de la daga y se sorprendió al ver
que, de inmediato, éste exudaba tal cantidad de jugo que parecía mentira que lo
hubiera contenido. Lo metió deprisa en el caldero y observó, fascinado, cómo la
poción adquiría al instante el tono exacto de lila descrito en el libro.
Se le pasó de golpe el enfado con el anterior propietario y leyó la siguiente
línea  de  instrucciones.  Según  el  libro,  la  poción  debía  removerse  en  sentido
contrario a las agujas del reloj hasta que se volviera transparente como  el agua.
Sin  embargo,  según  el  comentario  añadido  por  aquel  desconocido,  debía
removerse  una  vez  en  el  sentido  de  las  agujas  del  reloj  después  de  cada  siete
veces en sentido contrario. ¿Y si acertaba de nuevo?
Harry  removió  la  poción  en  sentido  contrario  a  las  agujas  del  reloj  siete
veces, contuvo el aliento y removió una vez en el sentido de las agujas del reloj.
El efecto fue inmediato: la poción se tornó rosa claro.
—¿Cómo lo has conseguido?  —preguntó Hermione, que tenía las mejillas
encendidas  y  el  cabello  cada  vez  más  encrespado  a  causa  de  los  vapores  que
rezumaba su caldero; su poción todavía presentaba un color morado intenso.
—Remueve una vez en el sentido de las agujas del reloj...
—¡No,  no,  el  libro  dice  que  hay  que  remover  en  sentido  contrario  a  las
agujas del reloj! —se empeñó ella.
Harry se encogió de hombros y siguió con lo suyo. Siete vueltas en sentido
contrario a las agujas del  reloj, una en el sentido de las agujas del reloj, pausa;
siete vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj...
Al otro lado de la mesa, Ron maldecía por lo bajo; su poción parecía regaliz
líquido. Harry miró alrededor y comprobó que ninguna poción  se había vuelto
tan clara como la suya. Estaba eufórico, algo que nunca le había pasado en esa
mazmorra.
—¡Tiempo! —anunció Slughorn—. ¡Parad de remover, por favor!
A continuación se paseó despacio entre las mesas mirando en el interior de
los  calderos.  No  hacía  ningún  comentario,  pero  de  vez  en  cuando  agitaba  un
poco  alguna  poción,  o  la  olfateaba.  Al  fin  llegó  a  la  mesa  de  Harry,  Ron,
Hermione  y  Ernie.  Sonrió  con  indulgencia  al  ver  la  sustancia  parecida  al
alquitrán que había obtenido Ron, pasó por alto el brebaje azul marino de Ernie
y al ver la poción de Hermione asintió en señal de aprobación. Entonces vio la
de Harry, y una expresión de júbilo le iluminó el rostro.
—¡He  aquí  el  ganador,  sin  duda!  —exclamó  para  que  lo  oyeran  todos—.
¡Excelente, Harry, excelente! ¡Caramba, es evidente que has heredado el talento
de  tu  madre!  Lily  tenía  muy  buena  mano  para  las  pociones.  Así  pues,  aquí
tienes: una botella de Felix Felicis, ¡y empléala bien!
Harry se guardó la botellita de líquido dorado en el bolsillo interior de la
túnica;  sentía  una  extraña  mezcla  de  satisfacción  ante  las  miradas rabiosas  de
los alumnos de Slytherin y de culpa ante la visible decepción de Hermione. Ron
estaba sencillamente atónito.
—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó ella cuando salieron de la mazmorra.
—Supongo  que  he  tenido  suerte  —contestó  Harry  porque  Malfoy  estaba
cerca y podía oírlos.
Pero  a  la  hora  de  comer,  una  vez  instalados  en  la  mesa  de  Gryffindor,
Harry se sintió lo bastante a salvo de indiscreciones para contarles la verdad a
sus  amigos.  La  mirada  de  Hermione  se  iba  endureciendo  a  cada  palabra  que
pronunciaba Harry.
—Supongo  que  no  pensarás  que  he  hecho  trampas  —concluyó  el
muchacho, exasperado por la cara con que lo miraba su amiga.
—Hombre,  tampoco  puede  decirse  que  hayas  hecho  el  trabajo  tú  solo  —
repuso ella con frialdad.
—Lo  único  que  hizo  fue  seguir  unas  instrucciones  distintas  de  las  que
seguiste  tú  —razonó  Ron—.  El  resultado  habría  podido  ser  catastrófico,  ¿no?
Pero Harry se arriesgó y le salió bien.  —Exhaló un suspiro—. Slughorn habría
podido darme a mí ese libro, pero no, a mí me dio uno sin ninguna anotación.
Eso sí, creo que alguien le vomitó encima en la página cincuenta y dos...
—Un  momento  —dijo  una  voz  cerca  del  oído  de  Harry,  y  el  muchacho
percibió  una  vaharada  del  perfume  floral  que  había  olido  en  la  mazmorra  de
Slughorn.  Era  Ginny,  que  se  unía  a  ellos—.  ¿He  oído  bien?  ¿Has  seguido  las
instrucciones anotadas por alguien en un libro, Harry?
Ginny parecía enfadada y alarmada. Harry enseguida supo en qué estaba
pensando.
—Descuida —la tranquilizó, bajando la voz—. No tiene nada que ver con...
el  diario  de  Ryddle.  Sólo  se  trata  de  un  viejo  libro  de  texto  en  el que  alguien
hizo unos garabatos.
—Pero tú has hecho lo que ponía el libro, ¿no?
—Sólo probé algunos consejos anotados en los márgenes. En serio, Ginny,
no hay nada de raro en...
—Ginny  tiene  razón  —coincidió  Hermione  volviendo  a  animarse—.
Tenemos  que  comprobar  que  no  sea  nada  raro.  Quién  sabe,  esas  extrañas
instrucciones...
—¡Eh!  —protestó Harry al ver que su amiga le sacaba el viejo ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas de la mochila y levantaba la varita.
—¡Specialis revelio!  —exclamó Hermione, y golpeó la cubierta del libro con
la punta de la varita.
No pasó nada. El libro siguió allí, igual de viejo, sucio  y sobado que antes,
sin alterarse lo más mínimo.
—¿Has  terminado?  —dijo  Harry,  molesto—.  ¿O  quieres  esperar  por  si  se
pone a dar volteretas?
—Parece normal  —admitió ella, pero siguió observándolo con recelo—. Es
decir, parece... un libro de texto normal y corriente.
—Estupendo. Entonces me lo llevo  —repuso él, agarrándolo, pero el libro
se le escurrió y fue a parar abierto al suelo.
Harry  se  agachó  para  recogerlo  y  vio  algo  anotado  en  la  última  página.
Tenía la misma caligrafía pequeña y apretada de las instrucciones gracias a las
cuales había ganado la botella de  Felix  Felicis, que ya había guardado dentro de
un calcetín que, a su vez, había escondido en su baúl. La anotación rezaba:
Este libro es propiedad del Príncipe Mestizo.

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