7
El Club de las Eminencias
Harry pasó gran parte de la última semana de vacaciones cavilando sobre el proceder de Malfoy en el callejón Knockturn. Lo que más le inquietaba era lo
ufano que había salido de la tienda. Nada que lo hiciera tan feliz podía ser una
buena noticia. Sin embargo, ni Ron ni Hermione parecían tan intrigados como
él por las actividades de Malfoy, y eso le fastidiaba un poco; es más, pasados
unos días, sus amigos se habían cansado del tema.
—Sí, Harry, reconozco que olía a chamusquina —admitió Hermione con un
matiz de impaciencia. Estaba sentada en el alféizar de la ventana de la
habitación de Fred y George, con los pies encima de una caja de cartón, y había
levantado la vista a regañadientes de su nuevo ejemplar de Traducción avanzada
de runas—. Pero ¿no hemos llegado a la conclusión de que podía haber muchas
explicaciones?
—A lo mejor se le ha roto la Mano de la Gloria —conjeturó Ron mientras
intentaba enderezar las ramitas de la cola de su escoba—. ¿Os acordáis de aquel
brazo reseco que tenía Malfoy?
—Pero entonces ¿por qué dijo: «Y no olvide guardar bien ése»? —preguntó
Harry por enésima vez—. A mí me sonó como si Borgin tuviera otro objeto
semejante al que se le ha estropeado a Malfoy y que éste quería poseer ambos.
—¿Tú crees? —dudó Ron al tiempo que raspaba un poco de suciedad del
mango de la escoba.
—Sí, creo que sí —afirmó Harry, y en vista de que sus amigos no decían
nada, añadió—: El padre de Malfoy está en Azkaban. ¿No creéis que a Draco le
gustaría vengarse?
Ron levantó la cabeza y pestañeó varias veces seguidas.
—¿Vengarse? ¿Malfoy? ¿Cómo va a vengarse?
—¡De eso se trata, de que no lo sé! —suspiró Harry, frustrado—. Pero estoy
convencido de que trama algo y creo que deberíamos tomárnoslo en serio. Su
padre es un mortífago y... —Se interrumpió bruscamente, boquiabierto y con la
mirada clavada en la ventana que Hermione tenía detrás. Acababa de
ocurrírsele una idea alarmante.
—¿Qué te pasa, Harry? —se asustó Hermione.
—No te dolerá otra vez la cicatriz, ¿verdad? —dijo Ron, intranquilo.
—Es un mortífago —repitió Harry despacio—. ¡Ha relevado a su padre
como mortífago!
Hubo un silencio, y luego Ron soltó una carcajada.
—¿Malfoy? ¡Pero si sólo tiene dieciséis años! ¿Cómo quieres que Quien-túsabes le permita unirse a los mortífagos?
—Eso es muy poco probable, Harry —coincidió Hermione conteniendo la
risa—. ¿Qué te hace pensar que...?
—En la tienda de Madame Malkin... ella no lo tocó, pero Malfoy gritó y
apartó el brazo cuando ella fue a enrollarle la manga de la túnica. Era su brazo
izquierdo. ¡Le han grabado la Marca Tenebrosa!
Ron y Hermione se miraron.
—Hombre... —dijo Ron, escéptico.
—Yo creo que sólo quería largarse de allí —opinó Hermione.
—Le enseñó a Borgin algo que nosotros no llegamos a ver —se empeñó
Harry—. Algo que asustó mucho a Borgin. Era la Marca, estoy seguro. Quería
demostrarle con quién estaba tratando, ya visteis que el hombre se lo tomó muy
en serio.
Ron y Hermione volvieron a mirarse.
—No sé qué decirte, Harry...
—Sí, sigo sin creer que Quien-tú-sabes haya permitido a Malfoy unirse a...
Harry, contrariado pero convencido de que tenía razón, cogió varias
túnicas de quidditch sucias y salió de la habitación; la señora Weasley llevaba
días recordándoles que no convenía dejar los preparativos del viaje a Hogwarts
para el último momento. En el rellano tropezó con Ginny, que volvía a su
habitación con un montón de ropa limpia.
—Yo en tu lugar no entraría en la cocina en este momento —le avisó—. Está
inundada de Flegggrrr.
—Iré con cuidado para no resbalar —replicó Harry sonriendo.
Y en efecto, cuando entró en la cocina, encontró a Fleur sentada a la mesa
en pleno discurso sobre sus planes para la boda con Bill, mientras la señora
Weasley, con cara avinagrada, vigilaba un considerable montón de coles de
Bruselas que se limpiaban solas.
—...Bill y yo casi hemos decidido que sólo tendgemos dos damas de honog.
Ginny y Gabgielle quedagán monísimas juntas. Estoy pensando en vestiglas de
colog ogo clago; el gosa le quedaguía fatal a Ginny con el colog de su pelo...
—¡Ah, Harry! —exclamó la señora Weasley, interrumpiendo el monólogo
de Fleur—. Quería explicarte las medidas de seguridad que hemos adoptado
para el viaje a Hogwarts. Volveremos a tener coches del ministerio, y habrá
aurores esperándonos en la estación...
—¿Irá Tonks? —preguntó Harry, y le dio la ropa sucia.
—No, no lo creo. Me parece que Arthur comentó que la han destinado a
otro sitio.
—Esa mujeg se ha descuidado tanto... —caviló Fleur mientras examinaba su
deslumbrante reflejo en una cucharilla—. Un gave egog, si quiegues mi opinión...
—Sí, gracias —la cortó la señora Weasley—. Más vale que espabiles, Harry.
A ser posible, quiero que los baúles estén preparados esta noche para que
mañana no haya las típicas prisas del último minuto.
Y la verdad es que, al día siguiente, la partida fue más tranquila de lo
habitual. Cuando los coches del ministerio se detuvieron delante de La
Madriguera, ellos ya estaban esperando con los baúles preparados; el gato de
Hermione, Crookshanks, encerrado en su cesto de viaje; y Hedwig, Pigwidgeon —
la lechuza de Ron— y Arnold —el nuevo micropuff morado de Ginny— en sus
respectivas jaulas.
—Au revoir, Hagy —dijo Fleur con voz ronca, y le dio un beso de despedida.
Ron enseguida se abalanzó, ilusionado, pero Ginny le puso la zancadilla y
el chico cayó cuan largo era a los pies de Fleur. Furioso, colorado y salpicado de
barro, subió presuroso al coche sin despedirse.
En la estación de King's Cross no los aguardaba un Hagrid jovial, sino dos
barbudos aurores de expresión adusta, ataviados con trajes oscuros de muggle.
Se acercaron en cuanto los coches se detuvieron y, flanqueando al grupo, lo
condujeron hasta la estación sin mediar palabra.
—Rápido, rápido, por la barrera —dijo la señora Weasley, un poco
intimidada por tanta formalidad—. Convendría que Harry pasara primero, ya
que...
Miró de manera inquisitiva a uno de los aurores. Éste asintió levemente y
agarró a Harry por el brazo para dirigirlo hacia la barrera que separaba el
andén nueve del diez.
—Sé caminar, gracias —protestó el chico, y de un tirón se soltó del auror.
Luego embistió la sólida barrera con su carrito, ignorando a su silencioso
acompañante, y un instante después se encontró en la plataforma nueve y tres
cuartos, donde un tren de color escarlata, el expreso de Hogwarts, lanzaba
nubes de vapor sobre la gente.
Hermione y los Weasley se le unieron a los pocos segundos. Sin consultar al
malhumorado auror, Harry les hizo señas para que lo ayudaran a buscar un
compartimiento vacío.
—No podemos, Harry —se disculpó Hermione—. Ron y yo debemos ir al
vagón de los prefectos, y luego tenemos que patrullar un rato por los pasillos.
—¡Ah, claro! No me acordaba.
—Será mejor que subáis todos al tren, sólo faltan unos minutos para que
arranque —dijo la señora Weasley, consultando su reloj de pulsera—. Bueno,
que tengas un buen inicio de curso, Ron...
—¿Puedo hablar un momentito con usted, señor Weasley? —pidió Harry,
pues acababa de tomar una decisión.
—Por supuesto —respondió el señor Weasley, un poco sorprendido, y
ambos se apartaron del grupo.
Harry había meditado bastante sobre el asunto que le preocupaba y había
llegado a la conclusión de que, si se decidía a contárselo a alguien, la persona
más indicada era el señor Weasley; en primer lugar, porque trabajaba en el
ministerio y, por tanto, estaba bien situado para seguir investigando, y en
segundo lugar, porque creía que el riesgo de que montara en cólera no era muy
elevado.
Advirtió que la señora Weasley y el auror con cara de antipático les
lanzaban miradas desconfiadas.
—Cuando fuimos al callejón Diagon —empezó Harry, pero el señor
Weasley se le adelantó y dijo con una mueca de desaprobación:
—¿Vas a contarme dónde os metisteis mientras se suponía que estabais en
el reservado de Fred y George?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por favor, Harry. Estás hablando con el padre de los gemelos.
—Ya, claro. Bueno, pues tiene razón, no estábamos en el reservado.
—Muy bien. Y ahora, desembucha.
—Verá, nos pusimos mi capa invisible y seguimos a Draco Malfoy.
—¿Teníais algún motivo para hacerlo o sólo fue un capricho?
—Me pareció que Malfoy se traía algo entre manos —contestó Harry, sin
hacer caso de la mezcla de exasperación y regocijo que mostraba el otro—. Le
había dado esquinazo a su madre y yo quería saber por qué.
—Claro, lógico —comentó el señor Weasley con resignación—. ¿Y bien?
¿Lo averiguaste?
—Malfoy fue a Borgin y Burkes y se puso a intimidar a Borgin, el dueño,
para que lo ayudara a arreglar algo. Y también dijo que quería que le guardara
algo. Una cosa que, al parecer, es igual a esa que exigía que le arreglara. Como
si tuviera una pareja. Y... —respiró hondo— hay otra cosa: vimos a Malfoy
sobresaltarse mucho cuando Madame Malkin intentó tocarle el brazo izquierdo.
Creo que le han grabado la Marca Tenebrosa y que ha relevado a su padre
como mortífago.
Weasley se quedó atónito.
—Harry, dudo mucho que Quien-tú-sabes permitiera que un chico de
dieciséis años...
—¿Tan seguros están todos de lo que haría y de lo que no haría Quienusted-sabe? —repuso el chico, enfadado—. Lo siento, señor Weasley, pero ¿no
opina que vale la pena investigarlo? Si Malfoy quiere que le arreglen algo y si
necesita amenazar a Borgin para conseguirlo, debe de ser una cosa tenebrosa o
peligrosa, ¿no le parece?
—Lo dudo mucho, Harry. Sinceramente. Mira, cuando detuvimos a Lucius
Malfoy, registramos su casa y nos llevamos todo lo que podía resultar
peligroso.
—Pues yo creo que se dejaron algo.
—Bueno, es posible —concedió el señor Weasley, pero Harry se dio cuenta
de que sólo era mera cortesía.
Oyeron un pitido; casi todos los pasajeros habían subido al tren y estaban
cerrando las puertas.
—Date prisa —dijo el señor Weasley, y su esposa gritó:
—¡Rápido, Harry!
El echó a correr y los Weasley lo ayudaron a subir el baúl.
—Vendrás a pasar las Navidades con nosotros, tesoro, ya nos hemos puesto
de acuerdo con Dumbledore, así que nos veremos pronto —dijo la señora
Weasley mientras Harry cerraba la puerta y el convoy se ponía en marcha—.
¡Ten mucho cuidado y... —el tren estaba acelerando— pórtate bien y... —echó a
correr junto al vagón— cuídate!
Harry se despidió con la mano hasta que el expreso de Hogwarts tomó una
curva y los Weasley casi se perdieron de vista; entonces se dio la vuelta en
busca de los demás. Supuso que Ron y Hermione estarían en el vagón de los
prefectos, pero vio a Ginny en el pasillo charlando con unas amigas. Se dirigió
hacia allí arrastrando su baúl.
Al verlo acercarse, los otros estudiantes se quedaban mirándolo con todo
descaro e incluso pegaban la cara a los cristales de sus compartimientos para
observarlo bien. El ya había previsto que durante ese curso tendría que soportar
muchas miradas curiosas después de los rumores sobre «el Elegido»
propagados por El Profeta, pero no le gustaba sentir que era el centro de
atención.
—¿Vienes conmigo a buscar compartimiento? —le preguntó a Ginny.
—No puedo, Harry, he quedado con Dean —se disculpó ella con una
sonrisa—. Nos vemos luego.
—Vale —contestó él, pero notó una extraña punzada de fastidio cuando la
vio alejarse haciendo oscilar su roja cabellera. Durante el verano se había
acostumbrado tanto a la compañía de Ginny que casi había olvidado que, en el
colegio, ella no andaba mucho con él, ni con Ron o Hermione. Entonces
parpadeó y miró alrededor: estaba rodeado de niñas que lo miraban cautivadas.
—¡Hola, Harry! —saludó una voz a sus espaldas.
—¡Neville! —exclamó con alivio al volverse y ver a un chico de cara
redonda que intentaba abrirse paso hacia él.
—¡Hola, Harry! —dijo también una chica de cabello largo y grandes ojos
vidriosos que iba con Neville.
—¡Hola, Luna! ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias —contestó ella. Llevaba una revista apretada contra el
pecho; en la portada se anunciaba con grandes letras que ese número incluía
unas espectro-gafas de regalo.
—Veo que El Quisquilloso sigue en la brecha —comentó Harry. Le tenía
cierto cariño a ese periódico por haber publicado una entrevista en exclusiva
con él el curso anterior.
—Sí, ya lo creo. Su tirada ha aumentado mucho —confirmó Luna, muy
contenta.
—Vamos a buscar asientos —propuso Harry.
Los tres echaron a andar por el pasillo, pasando entre grupos de alumnos
silenciosos que los miraban de hito en hito. Al final encontraron un
compartimiento vacío y lo ocuparon con gran alivio.
—¿Te has fijado? ¡Nos miran a nosotros porque vamos contigo! —comentó
Neville.
—Os miran porque también estuvisteis en el ministerio —lo corrigió Harry
mientras ponía su baúl en la rejilla portaequipajes—. En El Profeta se ha hablado
mucho de nuestra pequeña aventura allí. Te habrás enterado, ¿no?
—Sí, creí que a mi abuela le desagradaría tanta publicidad —repuso
Neville—, pero el caso es que está encantada. Dice que por fin empiezo a hacer
honor al apellido de mi padre. ¡Mira, me ha comprado una varita nueva! —La
sacó y se la mostró—. Cerezo y pelo de unicornio —dijo con orgullo—. Creemos
que fue la última que vendió Ollivander; al día siguiente desapareció. ¡Eh,
Trevor, vuelve aquí! —Y se metió debajo del asiento para recuperar a su sapo,
que acababa de protagonizar uno de sus frecuentes conatos de fuga.
—¿Seguiremos celebrando reuniones del ED este año, Harry? —preguntó
Luna mientras despegaba unas gafas psicodélicas del interior de El Quisquilloso.
—No tendría sentido, puesto que ya nos libramos de la profesora
Umbridge, ¿no? —respondió él, y se sentó.
Neville se golpeó la cabeza contra el asiento al salir de debajo.
—¡A mí me gustaba mucho el ED! ¡Aprendí muchísimo contigo!
—A mí también me gustaban esas reuniones —coincidió Luna—. Era lo
más parecido a tener amigos.
Luna hacía a menudo ese tipo de comentarios embarazosos, y en esas
ocasiones Harry sentía una desagradable mezcla de lástima y bochorno. Sin
embargo, antes de que pudiera replicar hubo un pequeño alboroto en el pasillo:
un grupo de niñas de cuarto cuchicheaban y reían delante del compartimiento.
—¡Pídeselo tú!
—¡No, tú!
—¡Ya se lo pido yo!
Y una de ellas, una niña con cara de atrevida y grandes ojos oscuros, de
barbilla puntiaguda y largo cabello negro, abrió la puerta y entró.
—¡Hola, Harry! Me llamo Romilda Vane —se presentó con aplomo—. ¿Por
qué no vienes a nuestro compartimiento? No tienes por qué sentarte con éstos
—añadió señalando el trasero de Neville, que había vuelto a meterse debajo del
asiento y buscaba a tientas a Trevor, y a Luna, que se había puesto las
espectrogafas y parecía una lechuza multicolor chiflada.
—Son mis amigos —respondió Harry con frialdad.
—¡Ah! —musitó la niña, cortada—. Pues vale.
Se retiró y cerró la puerta corredera.
—La gente espera que tengas amigos más enrollados —observó Luna,
exhibiendo una vez más su don para hacer comentarios de una franqueza
turbadora.
—Vosotros sois enrollados —replicó Harry, tajante—. Ninguna de esas
niñas estuvo en el ministerio. Ninguna peleó a mi lado.
—Eso que dices es muy bonito —le agradeció Luna, y se colocó bien las
espectrogafas para leer El Quisquilloso.
—Pero nosotros no nos enfrentamos a «él» —intervino Neville, saliendo de
debajo del asiento; tenía polvo y pelusa en el cabello y sujetaba con una mano a
Trevor, que ponía cara de resignación—. Te enfrentaste tú. Tendrías que oír a mi
abuela hablar de ti: «¡Ese Harry Potter tiene más agallas que todos los
empleados del Ministerio de Magia juntos!» Daría cualquier cosa por que fueras
su nieto.
Harry rió, incómodo, y se puso a hablar de los resultados de los TIMOS
para cambiar de tema. Luego, mientras Neville recitaba sus notas y se
preguntaba en voz alta si le dejarían hacer el ÉXTASIS de Transformaciones
habiendo aprobado con un modesto aceptable, Harry lo observó sin prestar
mucha atención a lo que decía.
Voldemort le había arruinado la infancia a Neville, igual que a él, pero el
chico ni siquiera sospechaba lo cerca que había estado de que le tocara el
destino de Harry. La profecía podía haberse referido a cualquiera de ellos dos, y
sin embargo, por razones que sólo Voldemort conocía, éste había decidido creer
que hacía alusión a Harry.
Si hubiera elegido a Neville, ahora el muchacho tendría la cicatriz en forma
de rayo en la frente... ¿O no? ¿Habría muerto la madre de Neville para salvar a
su hijo, como había hecho Lily? Sí, claro que sí. Pero ¿y si no hubiera podido
interponerse entre Neville y Voldemort? ¿Existiría un «Elegido» o no? ¿Habría
un asiento vacío donde iba ahora Neville, y tendría Harry la frente intacta y su
propia madre habría ido a despedirlo a la estación en lugar de la madre de Ron?
—¿Te encuentras bien, Harry? Estás un poco raro —dijo Neville.
—Lo siento... —contestó con un respingo.
—¿Se te ha metido un torposoplo? —preguntó Luna, y escrutó el rostro de
Harry con sus enormes gafas de colores.
—¿Un qué?
—Un torposoplo. Son invisibles. Van flotando por ahí, se te meten en los
oídos y te embotan el cerebro —explicó Luna—. Me ha parecido oír zumbar a
uno de ellos por aquí. —Agitó las manos como si ahuyentara grandes e
invisibles palomillas.
Harry y Neville se miraron y se pusieron a hablar de quidditch.
Por las ventanas del tren se veía un tiempo tan variable como lo había sido
todo el verano: atravesaban bancos de fría neblina o pasaban por tramos en que
brillaba un débil sol. Durante una de esas rachas luminosas, cuando el sol caía
casi de pleno, Ron y Hermione llegaron por fin al compartimiento.
—Espero que no tarde en pasar el carrito de la comida. Estoy muerto de
hambre —dijo Ron, y se dejó caer al lado de Harry frotándose la barriga—.
¡Hola, Neville! ¡Hola, Luna! ¿Sabéis qué? —añadió mirando a Harry—: Malfoy
no está cumpliendo con sus obligaciones de prefecto. Está sentado en su
compartimiento con los otros alumnos de Slytherin. Lo hemos visto al pasar.
Harry se enderezó, interesado. No era propio de Malfoy perderse ninguna
ocasión de exhibir el poder que le confería el cargo de prefecto, del que tanto
había abusado durante el curso anterior.
—¿Qué hizo cuando os vio?
—Lo de siempre —contestó Ron, e hizo un gesto grosero con la mano
imitando a Malfoy—. Pero no es propio de él, ¿verdad? Bueno, esto sí —repitió
el ademán grosero—, pero ¿por qué no está en el pasillo intimidando a los
alumnos de primero?
—No lo sé —contestó Harry, con la mente funcionando a toda velocidad.
¿No indicaba eso que Malfoy tenía cosas más importantes en la cabeza que
intimidar a los alumnos más jóvenes?
—Quizá prefería la Brigada Inquisitorial —aventuró Hermione—, o tal vez
ser prefecto le parece una tontería comparado con lo otro.
—No lo creo —dijo Harry—. Yo diría que...
Pero antes de que expusiese su teoría, la puerta del compartimiento se abrió
de nuevo y una niña de tercero entró jadeando.
—Traigo esto para Neville Longbottom y Harry Po... Potter —dijo
entrecortadamente al ver a Harry, y se ruborizó. Llevaba dos rollos de
pergamino atados con una cinta violeta.
Perplejos, Harry y Neville cogieron cada uno su pergamino y la niña se
marchó dando traspiés.
—¿Qué es? —preguntó Ron mientras Harry desenrollaba el mensaje.
—Una invitación.
Harry:
Me complacería mucho que vinieras al compartimiento C a comer algo
conmigo.
Atentamente,
Prof. H.E.F. Slughorn
—¿Quién es el profesor Slughorn? —preguntó Neville releyendo una y otra
vez su invitación, atónito.
—El nuevo profesor. Bueno, supongo que tendremos que ir, ¿no?
—Pero ¿qué querrá de mí? —inquirió Neville, nervioso, como si temiera un
castigo.
—Ni idea —contestó Harry; eso no era del todo cierto, aunque todavía no
podía demostrar que sus presentimientos fueran correctos—. Espera —añadió,
pues acababa de tener una idea genial—. Pongámonos la capa invisible para ir
hasta allí; así por el camino quizá veamos qué hace Malfoy.
Sin embargo, su idea no sirvió para nada porque con la capa puesta
resultaba imposible andar por los pasillos, abarrotados de estudiantes que
esperaban ansiosos la llegada del carrito de la comida. Harry se guardó la capa
de mala gana y lamentó no poder llevarla aunque sólo fuera para evitar las
miradas de los curiosos, que parecían haberse multiplicado desde la anterior
vez que había recorrido los pasillos. De vez en cuando, un alumno salía
presuroso de su compartimiento para mirar de cerca a Harry; la excepción fue
Cho Chang, que al verlo se apresuró a meterse en el suyo. Cuando él pasó por
delante de la ventana, la vio enfrascada en una conversación con su amiga
Marietta. Ésta llevaba una gruesa capa de maquillaje que no disimulaba del
todo la extraña formación de granos que todavía tenía en la cara. Harry sonrió y
siguió andando.
Cuando llegaron al compartimiento C, enseguida advirtieron que no eran
los únicos invitados de Slughorn, aunque, a juzgar por la entusiasta bienvenida
del profesor, Harry era el más esperado.
—¡Harry, amigo mío! —exclamó Slughorn, y se puso en pie de un brinco;
su prominente barriga, forrada de terciopelo, se proyectó hacia delante. La
calva reluciente y el gran bigote plateado brillaron a la luz del sol, igual que los
botones dorados del chaleco—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Y tú debes de ser
Longbottom!
Neville, que parecía muy asustado, asintió con la cabeza. Siguiendo las
indicaciones de Slughorn, los dos muchachos se sentaron en los únicos asientos
que quedaban libres, junto a la puerta. Harry miró a los otros invitados y
reconoció a un alumno de Slytherin de su mismo curso, un muchacho negro,
alto y de pómulos marcados y ojos rasgados; también había dos alumnos de
séptimo a los que no conocía, y, apretujada en el rincón al lado de Slughorn,
estaba Ginny, con aspecto de no saber muy bien cómo había llegado hasta allí.
—Bueno, ¿ya los conocéis a todos? —preguntó Slughorn a Harry y
Neville—. Blaise Zabini asiste a vuestro curso, claro...
Zabini no los saludó ni dio muestra alguna de reconocerlos, y tampoco lo
hicieron Harry ni Neville: los alumnos de Gryffindor y los de Slytherin se
odiaban por principio.
—Este es Cormac McLaggen, quizá hayáis coincidido ya en... ¿No?
McLaggen, un joven corpulento de cabello crespo, levantó una mano y
Harry y Neville lo saludaron con la cabeza.
—Y éste es Marcus Belby, no sé si...
Belby, que era delgado y parecía una persona nerviosa, forzó una sonrisa.
—¡Y esta encantadora jovencita asegura que os conoce! —terminó
Slughorn.
Ginny asomó la cabeza por detrás del profesor e hizo una mueca.
—¡Qué contento estoy! —prosiguió Slughorn—. Ésta es una gran
oportunidad para conoceros un poco mejor a todos. Tomad, coged una
servilleta. He traído comida porque, si no recuerdo mal, el carrito está lleno de
varitas de regaliz, y el aparato digestivo de un pobre anciano como yo no está
para esas cosas... ¿Faisán, Belby?
El chico dio un respingo y aceptó una generosa ración de faisán frío.
—Estaba contándole al joven Marcus que tuve el placer de enseñar a su tío
Damocles —informó Slughorn a Harry y Neville mientras ofrecía un cesto lleno
de panecillos a sus invitados—. Un mago excepcional, con una Orden de Merlín
bien merecida. ¿Ves mucho a tu tío, Marcus?
Por desgracia, Belby acababa de llevarse a la boca un gran bocado de faisán
y, con las prisas por contestar a Slughorn, intentó tragárselo entero. Se puso
morado y empezó a asfixiarse.
—¡Anapneo! —dijo Slughorn sin perder la calma, apuntando con su varita a
Belby, que pudo tragar y sus vías respiratorias se despejaron al instante.
—No... mu... mucho... —balbuceó Belby con ojos llorosos.
—Sí, claro, ya me figuro que andará muy ocupado —opinó Slughorn,
escrutándolo—. ¡Debió de emplear muchas horas de trabajo para inventar la
poción de matalobos!
—Sí, supongo... Mi padre y él no se llevan muy bien, por eso no sé
exactamente... —murmuró Belby, y no se atrevió a zamparse otro bocado por
temor a que Slughorn le preguntase algo más.
Slughorn le dedicó una gélida sonrisa y luego miró a McLaggen.
—¿Y tú, Cormac? —le dijo—. Me consta que ves mucho a tu tío Tiberius.
Tiene una espléndida fotografía en la que ambos aparecéis cazando nogtails
en... Norfolk, ¿verdad?
—¡Ah, sí, ya me acuerdo! Fue divertidísimo —confirmó McLaggen—.
Fuimos con Bertie Higgs y Rufus Scrimgeour, antes de que a éste lo nombraran
ministro, por supuesto.
—Ah, ¿también conoces a Bertie y a Rufus? —preguntó Slughorn, radiante,
mientras ofrecía a sus invitados una bandejita de pastas; curiosamente, se
olvidó de Belby—. A ver, cuéntame...
La reunión era como Harry había sospechado: todos los que se encontraban
allí parecían haber sido invitados porque tenían relación con alguien famoso o
influyente; todos excepto Ginny. Zabini, a quien Slughorn interrogó después de
McLaggen, resultó ser hijo de una bruja célebre por su belleza (por lo que Harry
entendió, la bruja se había casado siete veces y sus siete maridos, muertos de
forma misteriosa, le habían dejado montañas de oro). A continuación le llegó el
turno a Neville; fueron diez minutos incomodísimos porque sus padres, unos
famosos aurores, habían sido torturados hasta la locura por Bellatrix Lestrange
y otros dos mortífagos. Al final de esa entrevista, Harry tuvo la impresión de
que Slughorn todavía no sabía qué opinar del chico, en particular si había
heredado o no el talento de alguno de sus progenitores.
—Y ahora... —continuó el profesor, cambiando aparatosamente de postura
como un presentador que anuncia su número estrella— ¡Harry Potter! ¿Por
dónde empezar? ¡Intuyo que, cuando nos conocimos este verano, apenas arañé
la superficie!
Contempló unos instantes a Harry como si fuera un trozo de faisán
singularmente grande y suculento, y dijo:
—¡Lo llaman «el Elegido»!
Harry no abrió la boca. Belby, McLaggen y Zabini lo miraban fijamente.
—Hace años que circulan rumores, desde luego —prosiguió el profesor,
escudriñando el rostro de Harry—. Recuerdo la noche en que... Bueno, después
de aquella terrible noche en que Lily y James... Tú sobreviviste, y la gente
comentaba que tenías poderes extraordinarios...
Zabini emitió una tosecilla para expresar un escepticismo burlón. Una voz
furibunda surgió por detrás de Slughorn:
—Sí, Zabini, tú también tienes poderes extraordinarios... para dártelas de
interesante.
—¡Cielos! —exclamó el profesor riendo entre dientes, y se volvió hacia
Ginny, que fulminaba a Zabini con la mirada asomando la cabeza por detrás de
la prominente barriga de Slughorn—. ¡Ten cuidado, Blaise! ¡Cuando pasaba por
el vagón de esta jovencita la vi realizar un maravilloso maleficio de
mocomurciélagos! ¡Yo en tu lugar no la provocaría! —Zabini se limitó a esbozar
un gesto desdeñoso—. En fin —dijo Slughorn, retomando el hilo—. ¡Menudos
rumores han circulado este verano! Uno no sabe qué creer, desde luego, porque
no sería la primera vez que El Profeta publica noticias inexactas o comete
errores. No obstante, dada la cantidad de testigos que hay, parece evidente que
se produjo un alboroto considerable en el ministerio y que tú estabas en medio.
Harry, al no saber cómo salir de aquella encerrona sin mentir con descaro,
se limitó a asentir con la cabeza. Slughorn lo miró sonriente.
—¡Qué modesto, qué modesto! No me extraña que Dumbledore te tenga
tanto aprecio. Entonces, ¿es cierto que estabas allí? Pero las otras historias, la
verdad, son tan descabelladas que lo confunden a uno... Por ejemplo, esa
legendaria profecía...
—Nosotros no oímos ninguna profecía —terció Neville, y se puso rojo
como un tomate.
—Es verdad —confirmó Ginny, incondicional—. Neville y yo también
estuvimos en el ministerio, y todo ese rollo del «Elegido» sólo son invenciones
de El Profeta, como siempre.
—¿Vosotros también estuvisteis allí? —preguntó Slughorn con interés,
mirándolos a ambos, pero ellos guardaron silencio sin ceder a la tentadora
sonrisa del profesor—. Sí, claro... Es verdad que El Profeta suele exagerar, por
descontado... —Arrugó la frente—. Recuerdo que mi querida Gwenog me
contó... me refiero a Gwenog Jones, por supuesto, la capitana del Holyhead
Harpies...
Inició una larga perorata, pero Harry intuyó que Slughorn todavía no había
terminado con él y que Neville y Ginny no lo habían convencido.
La tarde transcurría lentamente, aderezada con otras anécdotas sobre
magos ilustres a los que Slughorn había enseñado en Hogwarts; todos habían
entrado de buen grado en lo que el profesor llamaba «el Club de las
Eminencias». Harry deseaba marcharse, pero no sabía cómo hacerlo sin parecer
maleducado. Por fin, el tren salió de otro extenso banco de neblina y por la
ventana se vio una rojiza puesta de sol; Slughorn parpadeó en la penumbra.
—¡Madre mía, pero si ya empieza a anochecer! ¡No me había dado cuenta
de que han encendido las luces! Será mejor que vayáis todos a poneros las
túnicas. McLaggen, ven a verme cuando quieras y te prestaré ese libro sobre
nogtails. Harry, Blaise, venid también cuando queráis. Y lo mismo te digo a ti,
señorita —añadió guiñándole un ojo a Ginny—. ¡Daos prisa!
Al salir del compartimiento, Zabini le dio un fuerte empujón a Harry y le
lanzó una mirada asesina que éste le devolvió con creces. Luego Harry, Ginny y
Neville siguieron a Zabini por los mal iluminados pasillos del tren.
—Por fin se ha acabado —masculló Neville—. Ese Slughorn es un poco
raro, ¿no os parece?
—Sí, un poco —coincidió Harry sin perder de vista a Zabini—. ¿Cómo has
terminado ahí dentro, Ginny?
—Slughorn me vio hacerle el maleficio a Zacharias Smith. ¿Te acuerdas de
ese idiota de Hufflepuff que iba a las reuniones del ED? No dejaba de
preguntarme qué había pasado en el ministerio y al final me puso tan nerviosa
que le hice el maleficio. Cuando Slughorn me vio, creí que me castigaría, ¡pero
me felicitó por mi habilidad y me invitó a comer! Qué absurdo, ¿no?
—Más absurdo es invitar a alguien porque su madre es famosa —replicó
Harry mirando con ceño la nuca de Zabini—, o porque su tío...
Pero no terminó la frase. Acababa de tener una idea, una idea imprudente
pero que tal vez diera excelentes resultados: en menos de un minuto Zabini
entraría de nuevo en el compartimiento de los alumnos de sexto de Slytherin, y
Malfoy estaría allí, convencido de que sólo lo oían sus compañeros. Si Harry
lograba colarse sin ser detectado detrás de Zabini, vería y escucharía cosas muy
interesantes. Era una lástima que el viaje estuviera llegando a su fin: debía de
faltar media hora escasa para que entraran en la estación de Hogsmeade, a
juzgar por la espesura del paisaje que atravesaban. Sin embargo, ya que nadie
parecía dispuesto a tomarse en serio las sospechas de Harry, tendría que actuar
para demostrarlas.
—Nos vemos luego —dijo, y sacó la capa invisible para echársela por
encima.
—Pero ¿qué...? —preguntó Neville.
—¡Después te lo cuento! —susurró Harry, y se apresuró sigilosamente tras
los pasos de Zabini, aunque el traqueteo del tren hacía innecesaria tanta cautela.
Los pasillos se habían quedado casi vacíos porque la mayoría de los
alumnos había regresado a sus compartimientos para ponerse la túnica del
colegio y recoger sus cosas. Aunque Harry iba casi pegado a la espalda de
Zabini, no fue lo bastante ágil para meterse en el compartimiento en cuanto el
chico abrió la puerta corredera, pero cuando iba a cerrarla logró encajar un pie
para impedirlo.
—¿Qué le pasa a esta puerta? —se extrañó Zabini, y tiró de ella haciéndola
chocar contra el pie de Harry.
Este la agarró con ambas manos y la abrió de un tirón. Zabini, que todavía
aferraba el tirador, trastabilló de lado y fue a parar al regazo de Gregory Goyle.
Aprovechando el momento de confusión, Harry se coló dentro, subió de un
salto al asiento de Blaise, que éste todavía no había ocupado, y trepó a la rejilla
portaequipajes. Afortunadamente Goyle y Zabini se estaban gruñendo el uno al
otro y atraían las miradas de los demás, porque estaba seguro de que se le
habían visto los pies y los tobillos al ondear la capa; es más, hubo un horrible
instante en que creyó ver cómo la mirada de Malfoy seguía la fugaz trayectoria
de una de sus zapatillas antes de que ésta desapareciera de la vista. Goyle cerró
la puerta de golpe y apartó a Zabini de un empujón, que se desplomó en su
asiento con gesto malhumorado. Vincent Crabbe volvió a la lectura de su cómic,
y Malfoy, que reía por lo bajo, se tumbó ocupando dos asientos con la cabeza
sobre las rodillas de Pansy Parkinson. Harry se acurrucó al máximo bajo la capa
para asegurarse de que no asomaba ni un centímetro de su cuerpo. Luego miró
cómo Pansy acariciaba el lacio y rubio cabello de Malfoy, sonriendo como si a
cualquier chica le hubiera encantado estar en su lugar. Los focos del techo
proyectaban una luz intensa, de modo que Harry podía leer sin dificultad el
texto del cómic de Crabbe, que estaba sentado justo debajo de él.
—Cuéntame, Zabini —pidió Malfoy—. ¿Qué quería Slughorn?
—Sólo trataba de ganarse el favor de algunas personas bien relacionadas —
contestó Zabini, que seguía mirando con rabia a Goyle—. Aunque no ha
encontrado muchas.
Eso no pareció agradar a Malfoy.
—¿A quién más invitó? —inquirió.
—A McLaggen, de Gryffindor...
—Ya. Su tío es un pez gordo del ministerio.
—... a un tal Belby, de Ravenclaw...
—¿A ése? ¡Pero si es un mocoso! —intervino Pansy.
—...ya Longbottom, Potter y esa Weasley —terminó Zabini.
Malfoy se incorporó de golpe y apartó la mano de Pansy.
—¿Invitó a Longbottom?
—Supongo, porque Longbottom estaba allí —respondió Blaise con una
mueca.
—¿Por qué iba a interesarle Longbottom? —preguntó Malfoy. Zabini se
encogió de hombros—. A Potter, al maldito Potter, vale; es lógico que quisiera
conocer al «Elegido» —se burló—, pero ¿a esa Weasley? ¿Qué tiene de especial?
—Muchos chicos están colados por ella —terció Pansy, observándolo de
reojo para ver su reacción—. Hasta tú la encuentras guapa, ¿no, Blaise? ¡Y todos
sabemos lo exigente que eres!
—Yo jamás tocaría a una repugnante traidora a la sangre como ella, por
muy guapa que fuese —replicó Zabini con frialdad, y Pansy sonrió satisfecha.
Malfoy volvió a apoyarse en el regazo de la chica y dejó que siguiera
acariciándole el cabello.
—Por lo visto, Slughorn tiene muy mal gusto. A lo mejor ya chochea. Es
una lástima; mi padre siempre decía que en sus tiempos fue un gran mago, y él
era uno de sus alumnos predilectos. Seguramente Slughorn no se ha enterado
de que yo viajaba en el tren, porque si no...
—Yo no creo que te hubiese invitado —lo interrumpió Zabini—. Cuando
llegué a la reunión, me preguntó por el padre de Nott. Se ve que eran viejos
amigos, pero cuando se enteró de que lo habían pillado en el ministerio no
pareció alegrarse, y Nott no fue invitado, ¿verdad? Me parece que a Slughorn
no le interesan los mortífagos.
Malfoy, furioso, soltó una risa forzada.
—¿Y a mí qué me importa lo que le interesa? Al fin y al cabo, ¿quién es?
Tan sólo un estúpido profesor. —Y dio un bostezo de hipopótamo—. Además,
ni siquiera sé si el año que viene iré a Hogwarts —añadió—. ¿A mí qué más me
da si le caigo bien o mal a un viejo gordo y estúpido?
—¿Qué quieres decir con que no sabes si irás a Hogwarts? —se alarmó
Pansy, y dejó de acariciarlo.
—Nunca se sabe —replicó él, y esbozó una sonrisita picara—. Quizá me
dedique a cosas más importantes e interesantes.
A Harry, acurrucado en la rejilla portaequipajes bajo su capa invisible, se le
aceleró el corazón. ¿Qué dirían Ron y Hermione cuando les contara eso? Crabbe
y Goyle miraban boquiabiertos a Malfoy; al parecer, no estaban al corriente de
que hubiera planes de dedicarse a cosas más importantes e interesantes. Incluso
Zabini permitió que una expresión de curiosidad estropeara sus altaneras
facciones. Pansy volvió a acariciarle el cabello, atónita.
—¿Te refieres... a «él»?
—Mi madre quiere que acabe mi educación en Hogwarts —contestó Malfoy
con un encogimiento de hombros—, pero francamente, tal como están las cosas,
no creo que eso tenga tanta importancia. Si lo piensas un poco... Cuando el
Señor Tenebroso se haga con el poder, ¿crees que se va a fijar en cuántos TIMOS
y ÉXTASIS tiene cada uno? Pues claro que no. Lo que importará entonces será
la clase de servicio que se le haya prestado o el grado de devoción demostrado.
—¿Y crees que tú podrás hacer algo por él? —repuso Zabini con tono
mordaz—. Pero si sólo tienes dieciséis años y todavía no has terminado los
estudios.
—¿No acabo de explicarlo? Sé que a él no le importará si he terminado los
estudios o no. Quizá para hacer el trabajo que él quiera encomendarme no sea
necesario tener ningún título —replicó Malfoy.
Crabbe y Goyle seguían boquiabiertos, como dos gárgolas, y Pansy miraba
a Malfoy como si jamás hubiera visto nada tan impresionante.
—Ya se ve Hogwarts —anunció Malfoy, deleitándose con el efecto logrado,
y señaló por la ventanilla envuelta en penumbra—. Será mejor que vayamos
poniéndonos las túnicas.
Harry estaba tan concentrado observando a Malfoy que no se fijó en que
Goyle intentaba bajar su baúl de la rejilla, y cuando lo logró, Harry recibió un
fuerte golpe en la cabeza, de modo que no pudo reprimir un grito ahogado.
Malfoy miró hacia la rejilla con cara de extrañeza.
Harry no le tenía miedo a Malfoy, pero no le hacía ninguna gracia que un
grupo de alumnos de Slytherin poco amistosos lo descubrieran allí. Con los ojos
llorosos y una aguda punzada de dolor en la cabeza, sacó su varita y esperó
conteniendo la respiración. Por fortuna, Malfoy pareció decidir que se había
imaginado aquel ruido; se puso la túnica como hacían los demás, cerró su baúl
y, cuando el tren redujo la velocidad hasta casi detenerse, se abrochó una
gruesa capa de viaje nueva.
Los pasillos volvían a llenarse y Harry confió en que Hermione y Ron le
bajaran el equipaje al andén, dado que él no podría moverse de allí hasta que el
compartimiento quedara vacío. Al fin, con una última sacudida, el tren se
detuvo por completo. Goyle abrió la puerta y se sumergió en una riada de
alumnos de segundo año, apartándolos a empellones; Crabbe y Zabini lo
siguieron.
—Ve tú primero —le dijo Malfoy a Pansy, que lo esperaba con un brazo
extendido, como si él fuera a cogerla de la mano—. Necesito comprobar una
cosa.
Pansy salió, y Harry y Malfoy se quedaron a solas mientras un tropel de
alumnos recorría el pasillo y bajaba al mal iluminado andén. Malfoy echó las
cortinas de la puerta para que los del pasillo no lo viesen. Luego se agachó y
abrió de nuevo su baúl.
Harry observaba desde el borde de la rejilla con el corazón palpitando.
¿Qué era eso que Malfoy no había querido enseñarle a Pansy? ¿Estaba a punto
de ver el misterioso objeto roto que tan importante era que le repararan?
—¡Petrificus totalus!
Sin previo aviso, Malfoy apuntó con su varita a Harry, que al instante
quedó paralizado, perdió el equilibrio y, con un doloroso golpe que hizo
temblar el suelo, cayó casi a cámara lenta a los pies de Malfoy. Quedó encima
de la capa invisible, con todo el cuerpo expuesto y las piernas encogidas.
Aturdido y paralizado, a duras penas logró mirar a Malfoy, que sonreía de oreja
a oreja.
—Ya me lo imaginaba —se jactó éste—. He oído el golpe que Goyle te dio
con el baúl. Y cuando Zabini regresó me pareció ver un destello blanco...
Sus ojos se detuvieron un instante en las zapatillas de Harry.
—Supongo que fuiste tú quien atascaba la puerta cuando entró Zabini. —Se
quedó mirándolo—. No has oído nada que me importe, Potter. Pero ya que te
tengo aquí... —Y le propinó una fuerte patada en la cara.
Harry notó cómo se le rompía la nariz, salpicando sangre por todos lados.
—Esto de parte de mi padre. Y ahora vamos a ver... —Sacó la capa de
debajo del indefenso cuerpo y se ocupó de cubrirlo bien—. Listo. No creo que te
encuentren hasta que el tren haya regresado a Londres —comentó con
tranquilidad—. Ya nos veremos, Potter... o quizá no.
Y dicho eso, salió del compartimiento, no sin antes pisarle una mano.
8
La victoria de Snape
Harry no podía mover ni un músculo. Tendido bajo la capa invisible, oía voces y pasos provenientes del pasillo y notaba cómo la sangre que le brotaba de la
nariz le resbalaba, caliente y húmeda, por la cara. Lo primero que pensó fue que
seguramente alguien se encargaba de revisar los compartimientos antes de que
el tren volviera a partir. Pero enseguida se dio cuenta de que, aunque alguien
mirara en el que él se hallaba, no podría verlo ni oírlo. Su única esperanza era
que entraran y tropezaran con él.
Harry nunca había odiado tanto a Malfoy como en ese momento, tendido
patas arriba como una tortuga, mientras la sangre se le escurría en la boca
entreabierta y le producía náuseas. En qué situación tan estúpida había
acabado... Los últimos pasos que se percibían en el pasillo iban apagándose; los
alumnos ya desfilaban por el andén, y Harry los oía hablar y arrastrar los
baúles.
Ron y Hermione creerían que había bajado sin esperarlos, y cuando
llegaran a Hogwarts y ocuparan sus asientos en el Gran Comedor, miraran a
ambos lados de la mesa de Gryffindor varias veces y por fin comprendieran que
no se encontraba allí, él ya estaría a mitad de camino de regreso a Londres.
Intentó emitir algún sonido, aunque sólo fuera un débil gruñido, pero fue
en vano. Entonces recordó que algunos magos, como Dumbledore, podían
realizar hechizos sin hablar, de modo que intentó hacerle un encantamiento
convocador a su varita, que se le había caído de la mano, diciendo mentalmente
«¡Accio varita!» una y otra vez, pero no ocurrió nada.
Le pareció percibir el susurro de los árboles que bordeaban el lago y
también el lejano ululato de una lechuza, pero nada que indicara que estaban
buscándolo, ni siquiera (y se avergonzó un poco al pensarlo) voces ansiosas
preguntando dónde se había metido Harry Potter. La desesperación lo fue
embargando cuando imaginó la caravana de carruajes, tirados por thestrals,
avanzando lentamente hacia el colegio y las amortiguadas risotadas que, con
toda seguridad, saldrían del coche de Malfoy una vez hubiera relatado a sus
compañeros de Slytherin la mala pasada que le había jugado.
El tren dio una brusca sacudida y Harry quedó tumbado sobre un costado.
En esa postura, en lugar del techo veía debajo de los asientos. La locomotora se
puso en marcha y el suelo empezó a vibrar. El expreso de Hogwarts estaba a
punto de abandonar la estación y nadie sabía que Harry todavía se hallaba en
uno de sus vagones.
Entonces el muchacho notó que la capa invisible se levantaba y oyó una
voz:
—Hola, Harry.
Hubo un destello rojizo y Harry recuperó la movilidad. Al punto logró
sentarse y, adoptando una postura más digna, se limpió la sangre de la
magullada cara con el dorso de la mano y levantó la cabeza para ver a Tonks,
que sujetaba con una mano la capa invisible.
—Tenemos que salir de aquí ahora mismo —dijo la bruja mientras el vapor
empañaba las ventanas del tren, que ya salía de la estación—. Corre, saltaremos.
Harry la siguió por el pasillo. Tonks abrió la puerta del vagón y saltó al
andén, que parecía moverse más deprisa a medida que el convoy ganaba
velocidad. El chico la imitó y aterrizó trastabillando, pero se enderezó a tiempo
de ver cómo la reluciente locomotora de vapor de color escarlata aceleraba y se
perdía de vista tras una curva.
El frío nocturno le alivió el dolor de la nariz, pero estaba abochornado por
haber sido descubierto en una postura tan ridícula. La bruja, impasible, le
devolvió la capa y preguntó:
—¿Quién ha sido?
—Draco Malfoy —contestó Harry con amargura—. Gracias por... bueno...
—De nada —repuso Tonks sin sonreír. El andén estaba en penumbras y no
se veía muy bien, pero a Harry le pareció que la bruja aún tenía el cabello
desvaído y un aspecto tan triste como el del día en que se habían encontrado en
La Madriguera—. Si te quedas quieto un momento te arreglaré la nariz.
A Harry no le hizo mucha gracia; hubiese preferido acudir a la señora
Pomfrey, la enfermera de Hogwarts, de la que se fiaba más tratándose de
hechizos sanadores, pero creyó que sería de mala educación decirlo, así que se
quedó quieto como una estatua y cerró los ojos.
—¡Episkeyo! —exclamó Tonks.
Harry notó en la nariz un intenso calor seguido de un intenso frío. Levantó
una mano y se tocó la cara con cuidado: en efecto, estaba curado.
—Muchas gracias —dijo.
—Vuelve a ponerte la capa. Iremos caminando al colegio —repuso Tonks,
aún sin sonreír.
Mientras el muchacho se echaba la capa por encima, la bruja agitó su varita:
una inmensa criatura plateada de cuatro patas salió de ella, echó a correr y se
perdió en la oscuridad.
—¿Qué ha sido eso? ¿Un patronus? —preguntó Harry, que en una ocasión
había visto cómo Dumbledore enviaba un mensaje de ese modo.
—Sí. Aviso al castillo que te he localizado para que no se preocupen.
¡Vamos, no nos entretengamos!
Echaron a andar hacia el camino que conducía a Hogwarts.
—¿Cómo me has encontrado?
—Advertí que no bajabas del tren y sabía que tenías la capa invisible —
explicó la bruja—. Pensé que quizá te hubieses escondido por alguna razón.
Cuando vi aquel compartimiento con las cortinas echadas, decidí
inspeccionarlo.
—Vale, pero ¿qué haces tú aquí?
—Me han destinado a Hogsmeade para proporcionar protección adicional
al colegio.
—¿Eres la única, o...?
—No, también están Proudfoot, Savage y Dawlish.
—Dawlish, ¿el auror al que Dumbledore atacó el año pasado?
—Así es.
Avanzaban con dificultad por el desierto camino siguiendo las huellas
dejadas por los carruajes. Harry, tapado con su capa invisible, miró de reojo a
Tonks. El año anterior, ella se había mostrado muy curiosa (a veces hasta el
punto de ponerse pesada), reía con facilidad y hacía bromas. Pero ahora parecía
mayor y mucho más seria y decidida. ¿Se debía a lo ocurrido en el ministerio?
Harry pensó que Hermione habría querido que él le dijera algo consolador
respecto a Sirius, por ejemplo, que ella no había tenido la culpa, pero no era
capaz de hacerlo. Harry no responsabilizaba a Tonks de la muerte de su
padrino, ni mucho menos, pero prefería no hablar de ese tema. De modo que
continuaron andando en silencio en medio de la fría oscuridad, acompañados
por el susurro que hacía la larga capa de la bruja al rozar el suelo.
Harry, que siempre había hecho ese trayecto en carruaje, nunca había
apreciado lo lejos que se hallaba Hogwarts de la estación de Hogsmeade.
Finalmente, con gran alivio, vio los altos pilares que flanqueaban la verja,
coronados con sendos cerdos alados. Tenía frío y hambre y estaba deseando
separarse de esa nueva y deprimente Tonks. Pero cuando estiró un brazo para
abrir la verja, comprobó que estaba cerrada con una cadena.
—¡Alohomora! —dijo entonces, y apuntó al candado con su varita, pero no
sucedió nada.
—Así no lo abrirás. Dumbledore lo ha embrujado personalmente —explicó
Tonks.
—Puedo trepar por un muro —propuso Harry mirando alrededor.
—No, no puedes —replicó la bruja con voz cansina—. En todos han puesto
embrujos antiintrusos. Este verano se han endurecido mucho las medidas de
seguridad.
—Aja. —Empezaban a fastidiarle las pocas ganas de colaborar de Tonks—.
En ese caso, tendré que dormir aquí fuera y esperar a que amanezca.
—Ya vienen a recogerte. Mira.
A lo lejos, junto a la puerta del castillo, se veía la amarillenta luz de un
farol. Harry se alegró tanto que hasta se sintió con fuerzas para soportar las
críticas de Filch por el retraso, así como sus peroratas sobre cómo mejoraría la
puntualidad si se utilizaran regularmente instrumentos de tortura. Sin
embargo, cuando el portador del farol llegó a unos tres metros de ellos y Harry
se quitó la capa invisible para dejarse ver, reconoció la ganchuda nariz y el
largo, negro y grasiento cabello de Severus Snape. Y al punto recibió una
descarga de puro odio.
—Vaya, vaya —dijo Snape con desdén; sacó su varita mágica y dio un
toque al candado, con lo que las cadenas serpentearon hacia atrás y la verja se
abrió con un chirrido—. Ha sido un detalle por tu parte que hayas decidido
presentarte, Potter, aunque es evidente que en tu opinión llevar la túnica del
colegio desmerecería tu aspecto.
—No he podido cambiarme porque no tenía mi... —se disculpó el chico,
pero Snape lo interrumpió:
—No es necesario que esperes, Nymphadora. Potter ya está... a salvo bajo
mi custodia.
—El mensaje se lo he enviado a Hagrid —objetó Tonks arrugando la frente.
—Hagrid ha llegado tarde al banquete de bienvenida, igual que Potter; por
eso lo he recibido yo. Por cierto —añadió, retirándose un paso para que Harry
entrara—, tenía mucho interés en ver tu nuevo patronus. —Y sin más cerró la
verja en las narices de Tonks y volvió a tocar con su varita mágica las cadenas,
que, tintineando, serpentearon de nuevo hasta recuperar su posición original—.
Creo que te iba mejor el viejo —concluyó con un deje de maldad—. El nuevo
parece un poco enclenque.
Al darse la vuelta, Snape hizo oscilar el farol y Harry vio fugazmente la
mirada de sorpresa y rabia de Tonks. Luego la bruja quedó otra vez envuelta en
sombras.
—Buenas noches —le dijo Harry al echar a andar hacia el colegio con
Snape—. Gracias por todo.
—Hasta otra, Harry.
Snape guardó silencio aproximadamente un minuto, mientras Harry
generaba ondas de un odio tan intenso que parecía increíble que el profesor no
notara que le quemaban. Si bien el muchacho lo había aborrecido desde su
primer encuentro, la actitud de Snape hacia Sirius lo había colocado para
siempre más allá de la posibilidad del perdón. Dijera lo que dijese Dumbledore,
ese verano Harry había tenido tiempo de sobra para reflexionar y concluir que,
con seguridad, los insidiosos comentarios que Snape le hiciera a Sirius Black,
respecto a que éste se quedaba a salvo y escondido mientras el resto de los
miembros de la Orden del Fénix combatían a Voldemort, fueron un factor
determinante para que Black saliera de Grimmauld Place y fuera al ministerio
la noche en que lo mataron. Harry se aferraba a esa idea porque le permitía
culpar a Snape, lo cual le resultaba satisfactorio, y también porque sabía que si
había alguien que no lamentaba la muerte de su padrino, ése era el hombre que
ahora iba a su lado.
—Cincuenta puntos menos para Gryffindor por el retraso —resolvió
Snape—. Y... veamos... otros veinte por tu atuendo de muggle. Creo que
ninguna casa había estado en números negativos a estas alturas del curso. ¡Ni
siquiera hemos llegado a los postres del banquete de bienvenida! Es posible que
hayas establecido un récord, Potter. —La rabia y el odio que bullían dentro de
Harry parecían a punto de desbordarse, pero habría preferido quedarse en el
suelo del vagón y volver a Londres antes que revelarle a Snape la razón de su
demora—. Supongo que querías hacer una entrada triunfal, ¿verdad? Y como
no había ningún coche volador a mano, decidiste irrumpir en el Gran Comedor
en mitad del banquete para llamar la atención.
Harry siguió callado, aunque pensaba que iba a explotarle el pecho. Estaba
seguro de que Snape había ido a recogerlo por ese motivo, porque podría
aprovechar para pincharlo y atormentarlo sin que nadie lo oyera.
Por fin llegaron a los escalones de piedra del castillo, y en cuanto se
abrieron las grandes puertas de roble por donde se accedía al amplio vestíbulo
enlosado, oyeron voces, risas y tintineo de platos y copas provenientes del Gran
Comedor, cuyas puertas estaban abiertas. Harry se planteó ponerse la capa
invisible para llegar hasta su asiento en la larga mesa de Gryffindor (que estaba
muy mal situada, pues era la más alejada del vestíbulo) sin que nadie lo viera.
Sin embargo, Snape, como si le leyera el pensamiento, dijo:
—Ni se te ocurra ponerte la capa. Ahora entras y que te vea todo el mundo,
que es lo que querías.
Harry traspuso el umbral con decisión; cualquier cosa era mejor que
permanecer junto a Snape. Como era habitual, el Gran Comedor, con sus cuatro
largas mesas (una para cada casa del colegio) y la de los profesores (al fondo de
la sala), estaba decorado con velas flotantes que hacían brillar y destellar los
platos. Sin embargo, Harry sólo veía una mancha borrosa y reluciente; iba tan
deprisa que llegó a la mesa de Hufflepuff cuando los alumnos empezaban a
fijarse en él, y al ponerse éstos en pie para verlo mejor, ya había localizado a
Ron y Hermione. Corrió hacia ellos a lo largo del banco y se hizo sitio entre los
dos.
—¿Dónde has es...? ¡Atiza! ¿Qué te ha pasado en la cara? —dijo Ron
mirándolo con los ojos muy abiertos, igual que el resto de los muchachos que
había alrededor.
—¿Por qué? ¿Qué tengo? —replicó Harry, y cogió una cuchara para ver su
distorsionado reflejo.
—¡Pero si estás cubierto de sangre! —exclamó Hermione—. Ven aquí... —
Levantó su varita, dijo «¡Tergeo!» y le limpió la sangre seca de la cara.
—Gracias. —Harry se palpó el rostro, ya limpio— ¿Cómo tengo la nariz?
—Normal —respondió Hermione—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué te ha
pasado? ¡Estábamos muertos de miedo!
—Ya os lo contaré más tarde —replicó Harry, cortante. Sabía que Ginny,
Neville, Dean y Seamus estaban escuchando; hasta Nick Casi Decapitado, el
fantasma de Gryffindor, se había acercado flotando por encima del banco.
—Pero... —protestó Hermione.
—Ahora no, Hermione —insistió Harry con tono elocuente y enigmático,
tratando de hacerles creer que se había visto envuelto en algún asunto heroico,
a ser posible relacionado con un par de mortífagos y algún dementor. Por
supuesto, Malfoy difundiría al máximo su relato de los hechos, pero siempre
cabía la posibilidad de que no llegara a oídos de demasiados alumnos de
Gryffindor.
Harry estiró un brazo por encima del plato de Ron para coger un par de
muslos de pollo y patatas fritas, pero en ese momento se desvanecieron y
fueron sustituidos por los postres.
—Pues te has perdido la Ceremonia de Selección —comentó Hermione
mientras Ron se abalanzaba sobre un apetecible pastel de chocolate.
—¿Ha dicho algo interesante el Sombrero Seleccionador? —preguntó
Harry, sirviéndose un trozo de tarta de melaza.
—Más de lo mismo, la verdad... Nos ha aconsejado que permanezcamos
unidos ante nuestros enemigos, ya sabes.
—¿Dumbledore ha mencionado a Voldemort?
—Todavía no, pero siempre se guarda el discurso propiamente dicho para
después del banquete, ¿verdad? No creo que falte mucho.
—Snape ha comentado que Hagrid llegó tarde al banquete...
—¿Has visto a Snape? ¿Cómo es eso? —se extrañó Ron entre dos ávidos
bocados de pastel.
—Me lo encontré por el camino —mintió Harry.
—Hagrid sólo se retrasó unos minutos —aclaró Hermione—. Mira, te está
saludando con la mano, Harry.
El muchacho miró hacia la mesa de los profesores y sonrió a Hagrid, que,
en efecto, lo saludaba con la mano. Hagrid nunca había logrado comportarse
con la misma dignidad que la profesora McGonagall, jefa de la casa de
Gryffindor, cuya coronilla no alcanzaba el hombro de Hagrid; la profesora
estaba sentada al lado del guardabosques y contemplaba con gesto de
desaprobación ese entusiasta intercambio de saludos. A Harry le sorprendió ver
a la maestra de Adivinación, la profesora Trelawney, sentada al otro lado de
Hagrid, porque casi nunca salía de su habitación de la torre y era la primera vez
que la veía en un banquete de bienvenida. Iba tan estrafalaria como siempre,
cubierta de collares de cuentas y envuelta en varios chales, y sus gafas le
agrandaban desmesuradamente los ojos. Harry siempre la había considerado
poco menos que un fraude, pero le había impresionado descubrir, al final del
curso anterior, que ella había sido la autora de la profecía que provocó que lord
Voldemort matara a sus padres e intentara matarlo también a él. Por ese
motivo, tenía aún menos ganas de estar cerca de la profesora de Adivinación,
pero por fortuna ese año no tendría que estudiar su asignatura. Los enormes
ojos de la profesora Trelawney, que parecían faros, giraron hacia el muchacho,
que rápidamente dirigió la vista hacia la mesa de Slytherin. Draco Malfoy
describía mediante mímica, ante las carcajadas y los aplausos de sus
compañeros, cómo le rompía la nariz a alguien. A Harry volvieron a hervirle las
entrañas y bajó la mirada hacia su tarta de melaza. Cómo le gustaría pelear con
Malfoy, ellos dos solos...
—¿Y qué quería el profesor Slughorn? —preguntó Hermione.
—Saber qué había pasado en el ministerio —respondió Harry.
—Toma, como todo el mundo —repuso ella con desdén—. A nosotros en el
tren no paraban de preguntarnos, ¿verdad, Ron?
—Sí. Todos preguntaban si es verdad que eres «el Elegido».
—Hasta los fantasmas hemos discutido sobre ese tema —intervino Nick
Casi Decapitado, inclinando hacia Harry la cabeza, que, como estaba unida al
cuerpo sólo por unos centímetros de piel, se bamboleó peligrosamente sobre la
gorguera—. Se me considera una autoridad en cualquier tema referente a
Potter; todo el mundo sabe que somos muy amigos. Sin embargo, he asegurado
a la comunidad de fantasmas que no pienso darte la lata para sonsacarte
información. «Harry Potter sabe que puede confiar plenamente en mí. Prefiero
morir antes que traicionar su confianza», les he dicho.
—Eso no es gran cosa, dado que ya estás muerto —razonó Ron.
—Una vez más, demuestras la sensibilidad de un hacha desafilada —dijo
Nick con tono ofendido, y a continuación se elevó hacia el techo y se deslizó
hasta el extremo opuesto de la mesa de Gryffindor en el preciso momento en
que Dumbledore, sentado a la mesa de los profesores, se ponía en pie.
Las conversaciones y risas que resonaban por todo el comedor cesaron casi
al instante.
—¡Muy buenas noches a todos! —dijo el director del colegio con una
amplia sonrisa y los brazos extendidos como si pretendiera abrazar a los
presentes.
—¿Qué le ha pasado en la mano? —preguntó Hermione con un hilo de voz.
No era la única que se había fijado en ese detalle. Dumbledore tenía la
mano derecha ennegrecida y marchita, igual que la noche en que había ido a
recoger a Harry a casa de los Dursley. Los susurros recorrieron la sala;
Dumbledore, interpretándolos correctamente, se limitó a sonreír y se tapó la
herida con la manga de su túnica morada y dorada.
—No es nada que deba preocuparos —comentó sin darle importancia—. Y
ahora... A los nuevos alumnos os digo: ¡bienvenidos! Y a los que no sois nuevos
os repito: ¡bienvenidos otra vez! Os espera un año más de educación mágica...
—Cuando lo vi en verano ya tenía la mano así —le susurró Harry a
Hermione—. Pero creí que se la habría curado... o que se la habría curado la
señora Pomfrey.
—La tiene como muerta —comentó Hermione con cara de asco—. ¿Sabes?,
hay heridas que no se pueden curar. Maldiciones antiguas... y hay venenos que
no tienen antídoto...
—... y el señor Filch, nuestro conserje, me ha pedido que os comunique que
quedan prohibidos todos los artículos de broma procedentes de una tienda
llamada Sortilegios Weasley.
»Los que aspiren a jugar en el equipo de quidditch de sus respectivas casas
deberán notificárselo a los respectivos jefes de éstas, como suele hacerse.
Asimismo, estamos buscando nuevos comentaristas de quidditch; rogamos a
los interesados que se dirijan a los jefes de sus casas.
»Este año nos complace dar la bienvenida a un nuevo miembro del
profesorado: Horace Slughorn. —Este se puso en pie; la calva le brillaba a la luz
de las velas y su prominente barriga, cubierta por el chaleco, hizo sombra sobre
la mesa—. Es un viejo colega mío que ha accedido a volver a ocup ar su antiguo
cargo de profesor de Pociones.
—¿De Pociones?
—¿De Pociones?
Las preguntas resonaron por el comedor; todos querían saber si habían
oído bien.
—¿De Pociones? —se extrañaron también Ron y Hermione, y miraron a
Harry—. Pero tú dijiste...
—El profesor Snape, por su parte —prosiguió Dumbledore, elevando la voz
para acallar los murmullos—, ocupará el cargo de maestro de Defensa Contra
las Artes Oscuras.
—¡No! —exclamó Harry, haciendo que muchas cabezas se volvieran hacia
él. Pero no le importó: él miraba fijamente la mesa de los profesores, indignado.
¿Cómo podían darle ese puesto después de tanto tiempo? ¿Acaso no se sabía
desde hacía años que Dumbledore no confiaba en Snape para ese cometido?
—Pero, Harry, tú dijiste que esa asignatura iba a impartirla Slughorn —le
recordó Hermione.
—¡Eso creía! —repuso Harry, furioso, e intentó precisar cuándo se lo había
dicho Dumbledore; pero no logró recordar que el director de Hogwarts hubiera
mencionado qué asignatura daría Slughorn.
Snape, que estaba sentado a la derecha de Dumbledore, no se levantó al oír
su nombre; se limitó a alzar una mano para agradecer vagamente los aplausos
de la mesa de Slytherin. No obstante, Harry detectó una mirada de triunfo en
aquellos rasgos que tanto odiaba.
—Bueno, al menos hay algo positivo —se consoló—: Snape se marchará
antes de que termine el curso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ron.
—Ese puesto está maldito. Nadie ha durado más de un año en él. Incluso
Quirrell murió mientras lo desempeñaba. Así que voy a cruzar los dedos para
ver si hay otra muerte...
—¡Harry! —se escandalizó Hermione.
—Quizá Snape vuelva a enseñar Pociones a final de curso —especuló
Ron—. A lo mejor ese tipo, Slughorn, no quiera quedarse en Hogwarts para
siempre. Moody no se quedó.
Dumbledore carraspeó. Harry, Ron y Hermione no eran los únicos que se
habían puesto a cuchichear: el comedor en pleno era un hervidero de
murmullos tras saberse que Snape había conseguido por fin su gran sueño.
Como si no se hubiera percatado del impacto de la noticia que acababa de
comunicar, Dumbledore no hizo más comentarios sobre los nuevos
nombramientos y se limitó a esperar a que reinara de nuevo un silencio
absoluto. Luego continuó:
—Bien. Como todos los presentes sabemos, lord Voldemort y sus
seguidores vuelven a las andadas y están ganando poder.
Mientras hablaba, el silencio fue volviéndose más tenso y angustioso. Harry
le lanzó una ojeada a Malfoy, que no miraba a Dumbledore, sino que mantenía
su tenedor suspendido en el aire con la varita, como si considerara que el
discurso del anciano director no merecía su atención.
—No sé qué palabras emplear para enfatizar cuan peligrosa es la actual
situación y las grandes precauciones que hemos de tomar en Hogwarts para
mantenernos a salvo. Este verano hemos reforzado las fortificaciones mágicas
del castillo y estamos protegidos mediante sistemas nuevos y más potentes,
pero aun así debemos resguardarnos escrupulosamente contra posibles
descuidos por parte de algún alumno o miembro del profesorado. Por tanto,
pido que os atengáis a cualquier restricción de seguridad que os impongan
vuestros profesores, por muy fastidiosa que os resulte, y en particular a la
norma de no levantarse de la cama después de la hora establecida. Os suplico
que si advertís algo extraño o sospechoso dentro o fuera del castillo, informéis
inmediatamente de ello a un profesor. Confío en que os comportaréis en todo
momento pensando en vuestra propia seguridad y en la de los demás. —
Dumbledore recorrió la sala con la mirada y sonrió otra vez—. Pero ahora os
esperan vuestras camas, cómodas y calentitas, y sé que en este momento
vuestra prioridad es estar bien descansados para las clases de mañana. Así
pues, digámonos buenas noches. ¡Pip, pip!
Los alumnos retiraron los bancos de las mesas con el estrépito de siempre,
y cientos de jóvenes empezaron a salir en fila del Gran Comedor, camino de sus
dormitorios. Harry, que no tenía ninguna prisa por mezclarse con la masa de
compañeros que lo miraban embobados, ni por acercarse a Malfoy para que éste
tuviera ocasión de contar una vez más cómo le había destrozado la nariz, se
quedó rezagado, fingió que se ataba los cordones de una zapatilla y dejó que lo
adelantaran casi todos los alumnos de Gryffindor. Hermione se había colocado
en cabeza del grupo para cumplir, como prefecta, su obligación de guiar a los
estudiantes de primero, pero Ron se quedó con Harry.
—¿Qué te ha pasado en la nariz? Dime la verdad —pidió cuando ya eran
de los últimos que quedaban en el comedor y nadie podía oírlos.
Harry le contó lo ocurrido y Ron no se rió, demostrando así lo sólida que
era su amistad.
—He visto a Malfoy explicando con mímica algo relacionado con una nariz
—comentó.
—Sí, ya. Bueno, eso no importa —replicó Harry, afligido—. Pero logré
escuchar lo que decía antes de que descubriera que yo estaba allí...
Se había imaginado que Ron se quedaría pasmado al enterarse de los
alardes de Malfoy, pero no le parecieron nada del otro mundo. Harry lo
interpretó como pura testarudez.
—Hombre, Harry, sólo estaba fardando delante de Parkinson... ¿Qué clase
de misión le iba a asignar Quien-tú-sabes?
—¿Cómo sabes que Voldemort no necesita a alguien en Hogwarts? No sería
la primera vez que...
—No me gusta que lo llames así —le reprochó una voz a sus espaldas.
Harry se dio la vuelta y vio a Hagrid meneando la cabeza con gesto de
desaprobación.
—Pues Dumbledore lo llama así —replicó Harry.
—Sí, lo sé, pero Dumbledore es Dumbledore, ¿no? —rebatió Hagrid—.
Oye, Harry, ¿cómo es que has llegado tarde? Estaba preocupado por ti.
—Me he entretenido en el tren. ¿Y tú? ¿Por qué has llegado tarde?
—Estaba con Grawp —contestó Hagrid sonriendo—. He perdido la noción
del tiempo. Ahora vive en las montañas, en una bonita cueva que le buscó
Dumbledore. Allí es mucho más feliz que en el Bosque Prohibido. Mantuvimos
una conversación muy interesante.
—¿En serio? —repuso Harry procurando no mirar a Ron, puesto que la
última vez que había visto al hermanastro de Hagrid, un violento gigante con
una habilidad especial para arrancar los árboles de raíz, comprobó que su
vocabulario constaba de cinco palabras, dos de ellas pronunciadas
incorrectamente.
—Sí, sí, ha progresado mucho —afirmó Hagrid con orgullo—. Te
sorprenderías. Estoy pensando en entrenarlo para que sea mi ayudante.
A Ron se le escapó una risotada, pero consiguió que sonara como un fuerte
estornudo. Ya habían llegado a las puertas de roble del castillo.
—En fin, nos veremos mañana. La primera clase es después de comer. Si
venís pronto podréis saludar a Buck... quiero decir a Witherwings.
Hagrid se despidió de ellos levantando un brazo y salió por las puertas al
oscuro jardín.
Los dos amigos se miraron. Harry comprendió que ambos estaban
pensando lo mismo.
—Este año no vas a estudiar Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿verdad?
Ron negó con la cabeza.
—Tú tampoco, ¿no? —Harry negó también con la cabeza—. ¿Ni Hermione?
—agregó Ron.
Harry negó otra vez. No quería pensar qué diría Hagrid cuando se diera
cuenta de que sus tres alumnos favoritos habían abandonado su asignatura.
9
El Príncipe Mestizo
Al día siguiente, Harry y Ron se encontraron con Hermione en la sala común antes del desayuno. Con la esperanza de ganar apoyo para su teoría, Harry se
apresuró a contarle lo que Malfoy había dicho en el expreso de Hogwarts.
—Es evidente que presumía delante de Parkinson, ¿no? —terció Ron antes
de que ella pudiera opinar.
—Bueno —vaciló Hermione—, no sé... Es muy propio de Malfoy aparentar
más de lo que es. Pero eso es una mentira muy gorda...
—Exacto —convino Harry, aunque no insistió porque había demasiada
gente que intentaba escuchar su conversación o simplemente lo observaba y
cuchicheaba con los demás.
—¿Nunca te han dicho que señalar con el dedo es de mala educación? —le
espetó Ron a un alumno bajito de quinto cuando los tres amigos se pusieron en
la cola para salir por el hueco del retrato.
El chico, que estaba murmurándole algo a un amigo, se ruborizó y, con el
susto, tropezó y se cayó por el hueco. Ron rió por lo bajo.
—Me encanta ser alumno de sexto. Además, este año tendremos un
montón de tiempo libre, horas enteras sin clases que podremos pasar aquí
sentados, descansando.
—Necesitaremos ese tiempo para estudiar, Ron —le recordó Hermione
mientras echaban a andar por el pasillo.
—Ya, pero hoy no. Lo de hoy va a ser pan comido.
—¡Espera! —saltó Hermione, y le interceptó el paso a un alumno de cuarto
que llevaba un disco verde lima en la mano—. Los discos voladores con
colmillos están prohibidos, dámelo ahora mismo —le ordenó con autoridad.
El chico puso mala cara pero le entregó el disco, que no paraba de gruñir.
Luego se coló por debajo del brazo estirado de Hermione y echó a correr detrás
de sus amigos. Una vez se hubo perdido de vista, Ron le arrebató el disco a
Hermione y dijo:
—¡Qué bien! Siempre quise tener uno de éstos.
Las protestas de ella quedaron ahogadas por una fuerte risa: al parecer,
Lavender Brown encontraba divertidísimo el comentario de Ron. Siguió riendo
mientras los adelantaba y volvió varias veces la cabeza para mirar a Ron, que
parecía muy ufano.
El techo del Gran Comedor mostraba un cielo sereno y azul surcado de
algunas tenues y frágiles nubes, igual que los trozos de cielo que se veían por
las altas ventanas con parteluces. Mientras comían gachas de avena, Harry y
Ron le contaron a Hermione la embarazosa conversación que habían mantenido
con Hagrid la noche anterior.
—¡Pero cómo puede pensar Hagrid que seguiremos estudiando Cuidado
de Criaturas Mágicas! —observó ella, consternada—. A ver, ¿cuándo ha
expresado alguno de nosotros el menor entusiasmo?
—Pues él no lo ve así —farfulló Ron, y acabó de tragarse un huevo frito
entero—. Nosotros éramos los que más nos esforzábamos en sus clases porque
nos cae bien. Pero él cree que nos gusta esa absurda asignatura. ¿Creéis que
alguien va a continuar estudiándola para obtener el ÉXTASIS?
No era necesario responder. Los tres sabían que nadie de su clase querría
seguir cursando Cuidado de Criaturas Mágicas. Durante el desayuno evitaron
mirar a Hagrid, y cuando éste se levantó de la mesa, diez minutos más tarde,
ellos le devolvieron con parquedad el alegre saludo que el guardabosques les
dirigió con la mano.
Después de desayunar, se quedaron sentados en el banco esperando que la
profesora McGonagall abandonara la mesa de los profesores. Ese año la
distribución de los horarios era más complicada de lo habitual, porque
previamente la profesora tenía que confirmar que todo el mundo había
obtenido las notas necesarias en los TIMOS para continuar con los ÉXTASIS
elegidos.
Hermione recibió autorización para continuar estudiando Encantamientos,
Defensa Contra las Artes Oscuras, Transformaciones, Herbología, Aritmancia,
Runas Antiguas y Pociones, y sin más preámbulos salió disparada hacia su
primera clase de Runas Antiguas. El caso de Neville era más complicado; la
redondeada cara del muchacho delataba una gran ansiedad mientras
McGonagall repasaba su solicitud y luego consultaba los resultados de sus
TIMOS.
—Herbología, de acuerdo —dijo por fin—. La profesora Sprout se alegrará
de volver a verte después del extraordinario que obtuviste en su TIMO. Y tienes
un supera las expectativas en Defensa Contra las Artes Oscuras, así que
también puedes cursar esa asignatura. Pero el problema está en
Transformaciones. Lo siento, Longbottom, pero un aceptable no basta para
pasar al nivel de ÉXTASIS; no creo que pudieras seguir el ritmo de trabajo. —
Neville agachó la cabeza y la profesora lo miró a través de sus gafas
cuadradas—. Pero ¿por qué te interesa tanto continuar con Transformaciones?
—preguntó—. Siempre me ha parecido que esa asignatura no te gusta mucho.
Neville, con cara de pena, murmuró algo parecido a «mi abuela quiere».
—¡Bah, bah! —dijo McGonagall—. Ya va siendo hora de que tu abuela
aprenda a estar orgullosa del nieto que tiene y no del que cree que merecería
tener. Sobre todo, después de lo ocurrido en el ministerio. —Neville se sonrojó
y parpadeó varias veces, aturdido; era la primera vez que la profesora le
dedicaba un cumplido—. Lo siento, Longbottom, pero no puedo aceptarte en
mi clase de ÉXTASIS. Sin embargo, veo que has obtenido un supera las
expectativas en Encantamientos. ¿Por qué no haces ese ÉXTASIS?
—Mi abuela dice que es una asignatura demasiado fácil —murmuró el
chico.
—Haz Encantamientos —decidió ella—, y ya le escribiré yo unas líneas a
Augusta recordándole que, si bien ella suspendió su TIMO de esa materia, no
por eso la asignatura es una bobada.
La profesora esbozó una sonrisa al ver la cara de felicidad e incredulidad
de Neville. Luego dio unos golpecitos con la punta de la varita en un horario en
blanco y se lo entregó con la información de sus clases. A continuación se
dirigió a Parvati Patil, cuya primera pregunta fue si Firenze, el apuesto
centauro, todavía enseñaba Adivinación.
—Este año, la profesora Trelawney y él se repartirán las clases —refunfuñó
McGonagall; todo el mundo sabía que ella despreciaba esa asignatura—. Las de
sexto las dará la profesora Trelawney.
Cinco minutos más tarde, Parvati se marchó a su clase de Adivinación con
aire alicaído.
—Bueno, Potter... —prosiguió la profesora, consultando sus anotaciones y
volviéndose hacia Harry—. Encantamientos, Defensa Contra las Artes Oscuras,
Herbología, Transformaciones... todo correcto. Permíteme decirte que estoy
muy contenta con tu nota de Transformaciones, Potter. Y ahora dime, ¿por qué
no has solicitado continuar estudiando Pociones? Creía que tu gran ambición
era ser auror.
—Lo era, pero usted me dijo que tenía que sacar un extraordinario en el
TIMO, profesora.
—Ya, pero eso era cuando el profesor Snape daba la asignatura. En cambio,
el profesor Slughorn no tiene inconveniente en aceptar alumnos que obtienen
simples supera las expectativas en el TIMO. ¿Quieres seguir estudiando
Pociones?
—Sí, pero no he comprado los libros, ni los ingredientes, ni nada...
—No dudo que el profesor Slughorn te prestará lo que necesites. Muy bien,
Potter, aquí tienes tu horario. Ah, por cierto: ya se han inscrito veinte aspirantes
para jugar en el equipo de quidditch de Gryffindor. Te haré llegar la lista en su
debido momento para que organices las pruebas de selección cuando te
parezca.
Pasados unos minutos, Ron recibió autorización para estudiar las mismas
asignaturas que Harry, y ambos amigos abandonaron la mesa.
—Mira —dijo Ron, jubiloso, mientras repasaba su horario—, tenemos una
hora libre ahora, otra después del recreo y otra después de comer... ¡Genial!
Regresaron a la sala común, donde sólo había media docena de alumnos de
séptimo, entre ellos Katie Bell, el único miembro que quedaba del equipo de
quidditch de Gryffindor en el que Harry había entrado durante su primer año
en Hogwarts.
—Ya me imaginaba que te nombrarían capitán. Felicidades —dijo Katie
señalando la insignia que el chico llevaba en la pechera de la túnica—. ¡Avísame
cuando convoques las pruebas de selección!
—No digas tonterías —replicó Harry—, tú no necesitas pasar las pruebas.
Hace cinco años que te veo jugar y...
—No empiezas bien —le previno ella—. Sabes perfectamente que hay
jugadores mucho mejores que yo. El nuestro no sería el primer equipo que se
hunde porque su capitán se empeña en hacer jugar a los de siempre o a sus
amigos...
Ron se sintió un poco incómodo y se puso a lanzar el disco volador
confiscado al alumno de cuarto. El disco empezó a describir círculos por la sala
común, gruñendo e intentando morder la tapicería. Crookshanks observaba su
trayectoria y bufaba cada vez que se le acercaba demasiado.
Una hora más tarde, Harry y Ron salieron a regañadientes de la soleada
sala común y se encaminaron hacia el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras,
situada cuatro pisos más abajo. Encontraron a Hermione haciendo cola delante
de la puerta, cargada de pesados libros y con cara de víctima.
—¡En Runas nos han puesto demasiados deberes! —se quejó, angustiada,
cuando se le unieron sus amigos—. ¡Una redacción de cuarenta centímetros y
dos traducciones, y tengo que leerme todos estos libros para el miércoles!
—¡Qué palo! —murmuró Ron.
—Pues espera y verás —replicó ella—. Snape también nos pondrá un
montón de trabajo.
En ese momento se abrió la puerta del aula y Snape salió al pasillo. Como
siempre, dos cortinas de grasiento cabello negro enmarcaban el amarillento
rostro del profesor. De inmediato se produjo silencio en la cola.
—Adentro —ordenó.
Harry miró alrededor mientras entraba con sus compañeros en el aula. La
estancia ya se hallaba impregnada de la personalidad de Snape: pese a que
había velas encendidas, tenía un aspecto más sombrío que de costumbre porque
las cortinas estaban corridas. De las paredes colgaban unos cuadros nuevos, la
mayoría de los cuales representaban sujetos que sufrían y exhibían tremendas
heridas o partes del cuerpo extrañamente deformadas. Los alumnos se sentaron
en silencio, contemplando aquellos misteriosos y truculentos cuadros.
—No os he dicho que saquéis vuestros libros —dijo Snape al tiempo que
cerraba la puerta y se colocaba detrás de su mesa, de cara a los alumnos;
Hermione dejó caer rápidamente su ejemplar de Enfrentarse a lo indefinible en la
mochila y la metió debajo de la silla—. Quiero hablar con vosotros y quiero que
me prestéis la mayor atención.
Recorrió con sus negros ojos las caras de los alumnos y se detuvo en la de
Harry una milésima de segundo más que en las demás.
—Si no me equivoco, hasta ahora habéis tenido cinco profesores de esta
asignatura.
«"Si no me equivoco..." Como si no los hubieras visto pasar a todos, Snape,
con la esperanza de ser tú el siguiente», pensó Harry con rencor.
—Naturalmente, todos esos maestros habrán tenido sus propios métodos y
sus propias prioridades. Teniendo en cuenta la confusión que eso os habrá
creado, me sorprende que tantos de vosotros hayáis aprobado el TIMO de esta
asignatura. Y aún me sorprendería más que aprobarais el ÉXTASIS, que es
mucho más difícil. —Empezó a pasearse por el aula y bajó el tono de voz; los
alumnos estiraban el cuello para no perderlo de vista—. Las artes oscuras son
numerosas, variadas, cambiantes e ilimitadas. Combatirlas es como luchar
contra un monstruo de muchas cabezas al que cada vez que se le corta una, le
nace otra aún más fiera e inteligente que la anterior. Estáis combatiendo algo
versátil, mudable e indestructible.
Harry lo miró con fijeza. Una cosa era respetar las artes oscuras y
considerarlas un peligroso enemigo, y otra muy diferente hablar de ellas como
lo hacía Snape, con una voz que parecía una tierna caricia.
—Por lo tanto —continuó el profesor, subiendo un poco la voz—, vuestras
defensas deben ser tan flexibles e ingeniosas como las artes que pretendéis
anular. Estos cuadros —añadió, señalándolos mientras pasaba por delante de
ellos— ofrecen una acertada representación de los poderes de los magos
tenebrosos. En éste, por ejemplo, podéis observar la maldición cruciatus —era
una bruja que gritaba de dolor—; en este otro, un hombre recibe el beso de un
dementor —era un mago con la mirada extraviada, acurrucado en el suelo y
pegado a una pared—, y aquí vemos el resultado del ataque de un inferius —
era una masa ensangrentada, tirada en el suelo.
—Entonces, ¿es verdad que han visto un inferius? —preguntó Parvati Patil
con voz chillona—. ¿Es verdad que los está utilizando?
—El Señor Tenebroso utilizó inferi en el pasado —respondió Snape—, y eso
significa que deberíais deducir que puede volver a servirse de ellos. Veamos...
—Echó a andar por el otro lado del aula hacia su mesa, y una vez más la clase
entera lo observó desplazarse con su negra túnica ondeando—. Creo que sois
novatos en el uso de hechizos no verbales. ¿Alguien sabe cuál es la gran ventaja
de esos hechizos?
Hermione levantó la mano con decisión. Snape se tomó su tiempo y, tras
mirar a los demás para asegurarse de que no tenía alternativa, dijo con tono
cortante:
—Muy bien. ¿Señorita Granger?
—Tu adversario no sabe qué clase de magia vas a realizar, y eso te
proporciona una ventaja momentánea.
—Una respuesta calcada casi palabra por palabra del Libro reglamentario de
hechizos, sexto curso —repuso Snape con desdén (Malfoy, que estaba en un
rincón, rió entre dientes)—, pero correcta en lo esencial. Sí, quienes aprenden a
hacer magia sin vociferar los conjuros cuentan con un elemento de sorpresa en
el momento de lanzar un hechizo. No todos los magos pueden hacerlo, por
supuesto; es una cuestión de concentración y fuerza mental, de la que algunos...
—una vez más su mirada se detuvo con malicia en Harry— carecen.
Harry comprendió que Snape estaba pensando en las fatídicas clases de
Oclumancia del curso anterior, así que se negó a bajar la vista y miró con odio al
profesor hasta que éste desvió la mirada.
—Ahora —continuó Snape— os colocaréis por parejas. Uno de vosotros
intentará embrujar al otro, pero sin hablar, y el otro tratará de repeler el
embrujo, también en silencio. Podéis empezar.
Aunque Snape no lo sabía, el curso anterior Harry había enseñado a
realizar el encantamiento escudo al menos a la mitad de sus compañeros (a
todos los que se habían apuntado al ED). Sin embargo, ninguno de ellos había
lanzado el encantamiento sin hablar. Así pues, los alumnos pusieron manos a la
obra. Muchos optaron por hacer trampas y pronunciaban el conjuro
quedamente en lugar de a viva voz. Como era de esperar, al cabo de diez
minutos Hermione consiguió repeler en completo silencio el embrujo piernas de
gelatina que Neville había pronunciado en voz baja, una proeza que sin duda le
habría valido veinte puntos para Gryffindor con cualquier profesor razonable
(como pensó Harry con amargura), pero Snape lo ignoró olímpicamente. Este,
que parecía más que nunca un murciélago gigante, pasó entre Harry y Ron y se
detuvo para observar cómo los dos amigos se empleaban a fondo en la tarea
que les había impuesto.
Ron, lívido y con los labios apretados para no caer en la tentación de
pronunciar el conjuro, intentaba embrujar a Harry, quien en ascuas mantenía la
varita levantada, preparado para repeler un embrujo que no parecía que fuera a
llegar nunca.
—Patético, Weasley —sentenció Snape al cabo de un rato—. Aparta, deja
que te enseñe...
El profesor sacudió su varita en dirección a Harry tan deprisa que el
muchacho reaccionó de manera instintiva y, olvidando que estaban practicando
hechizos no verbales, gritó:
—¡Protego!
Su encantamiento escudo fue tan fuerte que Snape perdió el equilibrio y se
golpeó contra un pupitre. La clase en pleno se había dado la vuelta y vio cómo
Snape se incorporaba, con el entrecejo fruncido.
—¿Te suena por casualidad que os haya mandado practicar hechizos no
verbales, Potter?
—Sí —contestó fríamente.
—Sí, «señor» —lo corrigió Snape.
—No hace falta que me llame «señor», profesor —replicó Harry
impulsivamente.
Varios alumnos soltaron grititos de asombro, entre ellos Hermione. Sin
embargo, Ron, Dean y Seamus, que estaban detrás de Snape, sonrieron en señal
de apreciación.
—Castigado. Te espero en mi despacho el sábado después de cenar —
dictaminó Snape—. No acepto insolencias de nadie, Potter. Ni siquiera del
«Elegido».
—¡Ha sido genial, Harry! —lo felicitó Ron poco después, cuando ya estaban
a salvo y camino del recreo.
—No debiste decirlo —discrepó Hermione mirando a Ron con la frente
fruncida—. ¿Qué te ha pasado?
—¡Intentaba embrujarme, por si no te diste cuenta! —se defendió Harry—.
¡Ya tuve que soportar bastante el curso pasado en las clases particulares de
Oclumancia! ¿Por qué no utiliza a otro conejillo de Indias, para variar? ¿Y a qué
juega Dumbledore? ¿Por qué le deja enseñar Defensa? ¿Habéis oído cómo
hablaba de las artes oscuras? ¡Le encantan! Todo ese rollo de algo mudable e
indestructible...
—Pues mira —lo interrumpió Hermione—, me ha recordado a ti.
—¿A mí?
—Sí, cuando nos contabas lo que uno siente cuando se enfrenta a
Voldemort. Decías que no bastaba con memorizar un montón de hechizos y
lanzarlos, porque en esas circunstancias lo único que te separaba de la muerte
era tu propio cerebro o tus agallas. ¿Acaso no es lo mismo que decía Snape?
¿Que lo que cuenta es el valor y el ingenio?
Harry quedó tan desarmado al comprobar que Hermione consideraba sus
palabras tan dignas de ser memorizadas como las del Libro reglamentario de
hechizos, que no discutió.
—¡Harry! ¡Eh, Harry!
Jack Sloper, uno de los golpeadores del equipo de quidditch de Gryffindor
del curso anterior, corría hacia él con un rollo de pergamino en la mano.
—Esto es para ti —dijo jadeando—. Oye, me he enterado de que eres el
nuevo capitán. ¿Cuándo serán las pruebas de selección?
—Todavía no lo sé —contestó Harry, y pensó que Sloper iba a necesitar
mucha suerte para volver a jugar en el equipo—. Ya te lo diré.
—De acuerdo. Espero que sean este fin de semana, porque...
Pero Harry ya no lo escuchaba; acababa de reconocer la pulcra y estilizada
caligrafía de la hoja de pergamino. Dejó a Sloper con la palabra en la boca y se
marchó precipitadamente con Ron y Hermione, desenrollando el pergamino
por el camino.
Querido Harry:
Me gustaría que iniciáramos nuestras clases particulares este sábado. Por
favor, ven a mi despacho después de cenar. Espero que estés disfrutando de tu
primer día en el colegio.
Atentamente,
Albus Dumbledore
P.D.: Me encantan las píldoras acidas.
—¿Que le encantan las píldoras acidas? —se extrañó Ron, tras leer el
mensaje por encima del hombro de Harry.
—Es la contraseña para que te deje pasar la gárgola que vigila la entrada de
su despacho —explicó Harry en voz baja—. ¡Ja! ¡Esto no le va a hacer ninguna
gracia a Snape! ¡No podré ir a cumplir el castigo!
Los tres amigos estuvieron todo el recreo especulando sobre lo que
Dumbledore le enseñaría a Harry. Ron creía que serían embrujos y hechizos
espectaculares, desconocidos incluso para los mortífagos. Hermione argumentó
que esas cosas eran ilegales y consideró más probable que el director
pretendiese que Harry aprendiera magia defensiva avanzada. Después del
recreo, Hermione se marchó a su clase de Aritmancia y Harry y Ron regresaron
a la sala común, donde empezaron a hacer de mala gana los deberes que les
había puesto Snape. El trabajo era tan complejo que aún no lo habían terminado
cuando Hermione se reunió con ellos en la hora libre después de comer (así que
ella contribuyó a acelerar el proceso). En cuanto acabaron, sonó el timbre de la
clase de dos horas de Pociones que tenían esa tarde, y juntos se encaminaron
hacia la mazmorra que durante tanto tiempo había sido territorio de Snape.
Cuando llegaron al pasillo, comprobaron que tan sólo una docena de
alumnos iban a cursar el nivel de ÉXTASIS. Crabbe y Goyle no habían
conseguido la nota mínima requerida en sus TIMOS, pero otros cuatro alumnos
de Slytherin sí la habían alcanzado, entre ellos Malfoy. También había cuatro
alumnos de Ravenclaw y uno de Hufflepuff, Ernie Macmillan, que a Harry le
caía bien pese a su ampulosa manera de hablar.
—Buenas tardes, Harry —dijo Ernie con solemnidad al verlo acercarse, y le
tendió la mano—. Esta mañana, en Defensa Contra las Artes Oscuras, no hemos
tenido ocasión de saludarnos. Ha sido una clase interesante, aunque los
encantamientos escudo no son nada nuevo para nosotros, los veteranos del
ED... ¡Hola, Ron! ¡Hola, Hermione! ¿Cómo estáis?
Apenas habían respondido con un breve «Bien» cuando se abrió la puerta
de la mazmorra y la barriga de Slughorn salió por ella precediéndolo. Mientras
los alumnos entraban en fila en el aula, el enorme bigote de morsa de Slughorn
se curvó hacia arriba debido a la radiante sonrisa del profesor, quien saludó con
especial entusiasmo a Harry y Zabini.
La mazmorra ya estaba llena de vapores y extraños olores, lo cual
sorprendió a los alumnos. Harry, Ron y Hermione olfatearon con interés al
pasar por delante de unos grandes y burbujeantes calderos. Los cuatro alumnos
de Slytherin se sentaron juntos a una mesa, y lo mismo hicieron los cuatro de
Ravenclaw. Harry y sus dos amigos tuvieron que compartir mesa con Ernie.
Eligieron la que estaba más cerca de un caldero dorado que rezumaba uno de
los aromas más seductores que Harry había inhalado jamás: una extraña mezcla
de tarta de melaza, palo de escoba y algo floral que le parecía haber olido en La
Madriguera. Se dio cuenta de que respiraba lenta y acompasadamente y que los
vapores de la poción se estaban propagando por su cuerpo como si fueran una
bebida. Lo embargó una gran satisfacción y miró sonriendo a Ron, que le
devolvió una sonrisa perezosa.
—Muy bien, muy bien —dijo Slughorn, cuyo colosal contorno oscilaba
detrás de las diversas nubes de vapor—. Sacad las balanzas y el material de
pociones, y no olvidéis los ejemplares de Elaboración de pociones avanzadas...
—Señor... —dijo Harry levantando la mano.
—¿Qué pasa, Harry?
—No tengo libro, ni balanza, ni nada. Y Ron tampoco. Verá, es que no
sabíamos que podríamos cursar el ÉXTASIS de Pociones...
—¡Ah, sí! Ya me lo ha comentado la profesora McGonagall. No te
preocupes, amigo mío, no pasa nada. Hoy podéis utilizar los ingredientes del
armario de material, y estoy seguro de que encontraremos alguna balanza.
Además, aquí hay unos libros de texto de otros años que servirán hasta que
podáis escribir a Flourish y Blotts...
Slughorn se dirigió hacia un armario que había en un rincón y, tras hurgar
en él, regresó con dos ejemplares viejos de Elaboración de pociones avanzadas, de
Libatius Borage, que entregó a Harry y Ron junto con dos deslustradas
balanzas.
—Muy bien —dijo, y regresó al fondo de la clase hinchando el pecho, ya
muy abultado, hasta tal punto que los botones del chaleco amenazaron con
desprendérsele—. He preparado algunas pociones para que les echéis un
vistazo. Es de esas cosas que deberíais poder hacer cuando hayáis terminado el
ÉXTASIS. Seguro que habréis oído hablar de ellas, aunque nunca las hayáis
preparado. ¿Alguien puede decirme cuál es ésta?
Señaló el caldero más cercano a la mesa de Slytherin. Harry se levantó un
poco del asiento y vio que en el cacharro hervía un líquido que parecía agua
normal y corriente.
La bien adiestrada mano de Hermione se alzó antes que ninguna otra;
Slughorn la señaló.
—Es Veritaserum, una poción incolora e inodora que obliga a quien la bebe
a decir la verdad —contestó Hermione.
—¡Estupendo, estupendo! —la felicitó el profesor, muy complacido—. Esta
otra —continuó, y señaló el caldero cercano a la mesa de Ravenclaw— es muy
conocida y últimamente aparece en unos folletos distribuidos por el ministerio.
¿Alguien sabe...?
La mano de Hermione volvió a ser la más rápida.
—Es poción multijugos, señor —dijo.
Harry también había reconocido la sustancia, que borboteaba con lentitud y
tenía una consistencia parecida a la del lodo, pero no le molestó que Hermione
contestara una vez más al profesor; al fin y al cabo, era ella quien había
conseguido prepararla en su segundo año en Hogwarts.
—¡Excelente, excelente! Y ahora, esta de aquí... ¿Sí, querida? —dijo
Slughorn mirando con cierto desconcierto a Hermione, que volvía a tener la
mano levantada.
—¡Es Amortentia!
—En efecto. Bien, parece innecesario preguntarlo —dijo Slughorn,
impresionado—, pero supongo que sabes qué efecto produce, ¿verdad?
—Es el filtro de amor más potente que existe —respondió Hermione.
—¡Exacto! La has reconocido por su característico brillo nacarado, ¿no?
—Sí, y porque el vapor asciende formando unas inconfundibles espirales —
agregó ella con entusiasmo—. Y se supone que para cada uno tiene un olor
diferente, según lo que nos atraiga. Yo huelo a césped recién cortado y a
pergamino nuevo y a... —Pero se sonrojó un poco y no terminó la frase.
—¿Puedes decirme tu nombre, querida? —le preguntó Slughorn sin reparar
en su bochorno.
—Me llamo Hermione Granger, señor.
—¿Granger? ¿Granger? ¿Tienes algún parentesco con Héctor DagworthGranger, fundador de la Rimbombante Sociedad de Amigos de las Pociones?
—No, me parece que no, señor. Yo soy hija de muggles.
Harry vio cómo Malfoy se inclinaba hacia Nott para decirle algo al oído y
ambos reían por lo bajo. Slughorn sonrió radiante y miró a Harry, sentado al
lado de Hermione.
—¡Aja! ¡«Una de mis mejores amigas es hija de muggles y es la mejor
alumna de mi curso»! Deduzco que ésta es la amiga de que me hablaste, ¿no,
Harry?
—Sí, señor.
—Vaya, vaya. Veinte bien merecidos puntos para Gryffindor, señorita
Granger —concedió afablemente Slughorn.
Malfoy puso la misma cara que la vez que Hermione le pegó un puñetazo
en la cara. Ella miró a Harry con expresión radiante y le susurró:
—¿De verdad le dijiste que era la mejor del curso? ¡Oh, Harry!
—¿Y qué tiene eso de raro? —repuso en voz baja Ron, que por algún
motivo parecía contrariado—. ¡Eres la mejor del curso! ¡Yo también se lo habría
dicho si me lo hubiera preguntado!
Hermione sonrió y se llevó un dedo índice a los labios, pidiendo silencio
para escuchar al profesor. Ron arrugó la frente.
—Por supuesto, la Amortentia no crea amor. Es imposible crear o imitar el
amor. Sólo produce un intenso encaprichamiento, una obsesión. Probablemente
sea la poción más peligrosa y poderosa de todas las que hay en esta sala. Sí, ya
lo creo —insistió, y asintió con gesto grave hacia Malfoy y Nott, que sonreían
con escepticismo—. Cuando hayáis vivido tanto como yo, no subestimaréis el
poder del amor obsesivo... Bien, y ahora ha llegado el momento de ponerse a
trabajar.
—Señor, todavía no nos ha dicho qué hay en ése —dijo Ernie Macmillan
señalando el pequeño caldero negro que había en la mesa de Slughorn. La
poción que contenía salpicaba alegremente; tenía el color del oro fundido y
unas gruesas gotas saltaban como peces dorados por encima de la superficie,
aunque no se había derramado ni una partícula.
—¡Aja! —asintió Slughorn. Harry intuyó que al profesor no se le había
olvidado esa poción, sino que había esperado a que algún alumno le preguntara
para lograr un efecto más impactante—. Sí. Esa. Bueno, ésa, damas y caballeros,
es una poción muy curiosa llamada Felix Felicis. No tengo ninguna duda,
señorita Granger —añadió dándose la vuelta, risueño, y mirando a Hermione,
que había soltado un gritito de asombro—, de que sabes qué efecto produce el
Felix Felicis.
—¡Es suerte líquida! —respondió ella con emoción—. ¡Te hace afortunado!
La clase entera se enderezó un poco en los asientos. Harry ya sólo veía la
parte de atrás del lacio cabello rubio de Malfoy, que por fin le dedicaba a
Slughorn toda su atención.
—Muy bien. Otros diez puntos para Gryffindor. Sí, el Felix Felicis es una
poción muy interesante —prosiguió el profesor—. Dificilísima de preparar y de
desastrosos efectos si no se hace bien. Sin embargo, si se elabora de manera
correcta, como es el caso de ésta, el que la beba coronará con éxito todos sus
empeños, al menos mientras duren los efectos de la poción.
—¿Por qué no la bebe todo el mundo siempre, señor? —preguntó Terry
Boot.
—Porque su consumo excesivo produce atolondramiento, temeridad y un
peligroso exceso de confianza. Ya sabes, todos los excesos son malos...
Consumida en grandes cantidades resulta altamente tóxica, pero ingerida con
moderación y sólo de forma ocasional...
—¿Usted la ha probado alguna vez, señor? —preguntó Michael Corner.
—Dos veces en la vida —reconoció Slughorn—. Una vez cuando tenía
veinticuatro años, y otra a los cincuenta y siete. Dos cucharadas grandes con el
desayuno. Dos días perfectos. —Se quedó con la mirada perdida, con aire
soñador. Harry pensó que tanto si hacía teatro como si no, estaba logrando la
reacción que buscaba—. Y eso —dijo tras regresar a la tierra— es lo que os
ofreceré como premio al finalizar la clase de hoy.
Todos guardaron silencio, y durante unos instantes el sonido de cada
burbuja y cada salpicadura de las pociones bullentes se multiplicó por diez.
—Una botellita de Felix Felicis —añadió Slughorn, y se sacó del bolsillo una
minúscula botella de cristal con tapón de corcho que enseñó a sus alumnos—.
Suficiente para disfrutar de doce horas de buena suerte. Desde el amanecer
hasta el ocaso, tendréis éxito en cualquier cosa que os propongáis. Ahora bien,
debo advertiros que el Felix Felicis es una sustancia prohibida en las
competiciones organizadas, como por ejemplo eventos deportivos, exámenes o
elecciones. De modo que el ganador sólo podrá utilizarla un día normal. ¡Pero
verá cómo éste se convierte en un día extraordinario!
»Veamos —continuó Slughorn, adoptando un tono más enérgico—, ¿cómo
podéis ganar mi fabuloso premio? Pues bien, abriendo el libro Elaboración de
pociones avanzadas por la página diez. Nos queda poco más de una hora, tiempo
suficiente para que obtengáis una muestra decente del Filtro de Muertos en
Vida. Ya sé que hasta ahora nunca habíais preparado nada tan complicado, y
desde luego no espero resultados perfectos, pero el que lo haga mejor se llevará
al pequeño Felix. ¡Adelante!
Se oyeron chirridos y golpes metálicos cuando los alumnos arrastraron sus
calderos y empezaron a añadir pesas a las balanzas, pero no intercambiaron ni
una palabra. La concentración que reinaba en el aula era casi tangible. Harry vio
a Malfoy hojear febrilmente su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas; era
evidente que se había propuesto conseguir ese día de suerte. Harry se apresuró
a abrir el maltratado libro que Slughorn le había prestado.
Le fastidió comprobar que su anterior propietario había escrito notas en las
páginas, de modo que los márgenes estaban tan negros como las partes
impresas. Acercando la vista a la página para descifrar los ingredientes (pues
incluso allí había anotaciones y aparecían tachadas algunas palabras), fue hasta
el armario del material para coger rápidamente lo que necesitaba. Cuando
volvía presuroso hacia su caldero, vio a Malfoy cortando raíces de valeriana a
toda prisa.
Cada alumno echaba vistazos alrededor para ver qué hacía el resto de la
clase; eso era la gran ventaja y el gran inconveniente de las clases de Pociones:
resultaba difícil que unos no espiaran el trabajo de los otros. Al cabo de diez
minutos, el aula se había llenado de un vapor azulado. Como siempre,
Hermione llevaba la delantera. Su poción ya se había convertido en «un líquido
homogéneo de color grosella negra», como el libro describía la etapa intermedia
ideal.
Después de trocear las raíces que había cogido, Harry volvió a inclinarse
sobre el libro. Resultaba muy incómodo descifrar las indicaciones que daban los
estúpidos garabatos de su anterior dueño, que por algún motivo había tachado
«cortar el grano de sopóforo». En su lugar había anotado una instrucción
alternativa: «aplastar con la hoja de una daga de plata; se obtiene más jugo que
cortando».
—Señor, seguro que conoció usted a mi abuelo, Abraxas Malfoy.
Harry levantó la cabeza; Slughorn pasaba en ese momento por la mesa de
Slytherin.
—Así es —asintió Slughorn sin mirar a Malfoy—. Sentí mucho enterarme
de su muerte, aunque no fue nada inesperado, por supuesto: viruela de dragón
a su edad...
Y siguió caminando. Harry se inclinó de nuevo sobre su caldero y sonrió.
Malfoy se había llevado un chasco, pues esperaba que lo trataran como a él o a
Zabini, o quizá confiaba en gozar de un trato preferente como el que siempre
había recibido de Snape. Al parecer, Malfoy tendría que valerse únicamente de
su talento para ganar la botella de Felix Felicis.
A Harry le estaba costando mucho cortar su grano de sopóforo. Así que
miró a Hermione y le pidió prestado su cuchillo de plata.
Ella asintió sin apartar los ojos de su poción, que todavía tenía un color
morado oscuro, aunque según el libro ya debería haberse vuelto de un lila más
claro.
Harry aplastó el reseco grano con la hoja de la daga y se sorprendió al ver
que, de inmediato, éste exudaba tal cantidad de jugo que parecía mentira que lo
hubiera contenido. Lo metió deprisa en el caldero y observó, fascinado, cómo la
poción adquiría al instante el tono exacto de lila descrito en el libro.
Se le pasó de golpe el enfado con el anterior propietario y leyó la siguiente
línea de instrucciones. Según el libro, la poción debía removerse en sentido
contrario a las agujas del reloj hasta que se volviera transparente como el agua.
Sin embargo, según el comentario añadido por aquel desconocido, debía
removerse una vez en el sentido de las agujas del reloj después de cada siete
veces en sentido contrario. ¿Y si acertaba de nuevo?
Harry removió la poción en sentido contrario a las agujas del reloj siete
veces, contuvo el aliento y removió una vez en el sentido de las agujas del reloj.
El efecto fue inmediato: la poción se tornó rosa claro.
—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Hermione, que tenía las mejillas
encendidas y el cabello cada vez más encrespado a causa de los vapores que
rezumaba su caldero; su poción todavía presentaba un color morado intenso.
—Remueve una vez en el sentido de las agujas del reloj...
—¡No, no, el libro dice que hay que remover en sentido contrario a las
agujas del reloj! —se empeñó ella.
Harry se encogió de hombros y siguió con lo suyo. Siete vueltas en sentido
contrario a las agujas del reloj, una en el sentido de las agujas del reloj, pausa;
siete vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj...
Al otro lado de la mesa, Ron maldecía por lo bajo; su poción parecía regaliz
líquido. Harry miró alrededor y comprobó que ninguna poción se había vuelto
tan clara como la suya. Estaba eufórico, algo que nunca le había pasado en esa
mazmorra.
—¡Tiempo! —anunció Slughorn—. ¡Parad de remover, por favor!
A continuación se paseó despacio entre las mesas mirando en el interior de
los calderos. No hacía ningún comentario, pero de vez en cuando agitaba un
poco alguna poción, o la olfateaba. Al fin llegó a la mesa de Harry, Ron,
Hermione y Ernie. Sonrió con indulgencia al ver la sustancia parecida al
alquitrán que había obtenido Ron, pasó por alto el brebaje azul marino de Ernie
y al ver la poción de Hermione asintió en señal de aprobación. Entonces vio la
de Harry, y una expresión de júbilo le iluminó el rostro.
—¡He aquí el ganador, sin duda! —exclamó para que lo oyeran todos—.
¡Excelente, Harry, excelente! ¡Caramba, es evidente que has heredado el talento
de tu madre! Lily tenía muy buena mano para las pociones. Así pues, aquí
tienes: una botella de Felix Felicis, ¡y empléala bien!
Harry se guardó la botellita de líquido dorado en el bolsillo interior de la
túnica; sentía una extraña mezcla de satisfacción ante las miradas rabiosas de
los alumnos de Slytherin y de culpa ante la visible decepción de Hermione. Ron
estaba sencillamente atónito.
—¿Cómo lo has hecho? —le preguntó ella cuando salieron de la mazmorra.
—Supongo que he tenido suerte —contestó Harry porque Malfoy estaba
cerca y podía oírlos.
Pero a la hora de comer, una vez instalados en la mesa de Gryffindor,
Harry se sintió lo bastante a salvo de indiscreciones para contarles la verdad a
sus amigos. La mirada de Hermione se iba endureciendo a cada palabra que
pronunciaba Harry.
—Supongo que no pensarás que he hecho trampas —concluyó el
muchacho, exasperado por la cara con que lo miraba su amiga.
—Hombre, tampoco puede decirse que hayas hecho el trabajo tú solo —
repuso ella con frialdad.
—Lo único que hizo fue seguir unas instrucciones distintas de las que
seguiste tú —razonó Ron—. El resultado habría podido ser catastrófico, ¿no?
Pero Harry se arriesgó y le salió bien. —Exhaló un suspiro—. Slughorn habría
podido darme a mí ese libro, pero no, a mí me dio uno sin ninguna anotación.
Eso sí, creo que alguien le vomitó encima en la página cincuenta y dos...
—Un momento —dijo una voz cerca del oído de Harry, y el muchacho
percibió una vaharada del perfume floral que había olido en la mazmorra de
Slughorn. Era Ginny, que se unía a ellos—. ¿He oído bien? ¿Has seguido las
instrucciones anotadas por alguien en un libro, Harry?
Ginny parecía enfadada y alarmada. Harry enseguida supo en qué estaba
pensando.
—Descuida —la tranquilizó, bajando la voz—. No tiene nada que ver con...
el diario de Ryddle. Sólo se trata de un viejo libro de texto en el que alguien
hizo unos garabatos.
—Pero tú has hecho lo que ponía el libro, ¿no?
—Sólo probé algunos consejos anotados en los márgenes. En serio, Ginny,
no hay nada de raro en...
—Ginny tiene razón —coincidió Hermione volviendo a animarse—.
Tenemos que comprobar que no sea nada raro. Quién sabe, esas extrañas
instrucciones...
—¡Eh! —protestó Harry al ver que su amiga le sacaba el viejo ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas de la mochila y levantaba la varita.
—¡Specialis revelio! —exclamó Hermione, y golpeó la cubierta del libro con
la punta de la varita.
No pasó nada. El libro siguió allí, igual de viejo, sucio y sobado que antes,
sin alterarse lo más mínimo.
—¿Has terminado? —dijo Harry, molesto—. ¿O quieres esperar por si se
pone a dar volteretas?
—Parece normal —admitió ella, pero siguió observándolo con recelo—. Es
decir, parece... un libro de texto normal y corriente.
—Estupendo. Entonces me lo llevo —repuso él, agarrándolo, pero el libro
se le escurrió y fue a parar abierto al suelo.
Harry se agachó para recogerlo y vio algo anotado en la última página.
Tenía la misma caligrafía pequeña y apretada de las instrucciones gracias a las
cuales había ganado la botella de Felix Felicis, que ya había guardado dentro de
un calcetín que, a su vez, había escondido en su baúl. La anotación rezaba:
Este libro es propiedad del Príncipe Mestizo.
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