4
Horace Slughorn
Pese a que llevaba varios días ansiando que fuera verdad que Dumbledore iría a recogerlo, Harry se sintió muy incómodo en cuanto comenzaron a andar
juntos por Privet Drive. Era la primera vez que mantenía una conversación
propiamente dicha con el director de su colegio fuera de Hogwarts, pues por lo
general los separaba un escritorio. Además, el recuerdo de su último encuentro
cara a cara no dejaba de acudirle a la mente, e incrementaba su sensación de
bochorno; en aquella ocasión, él había gritado como un loco, y, por si fuera
poco, se había empeñado en romper algunas de las posesiones más preciadas
de Dumbledore.
Sin embargo, éste parecía completamente relajado.
—Ten la varita preparada, Harry —le advirtió con tranquilidad.
—Creía que tenía prohibido hacer magia fuera del colegio, señor.
—Si te atacan, te autorizo a usar cualquier contraembrujo o
contramaldición que se te ocurra. Sin embargo, no creo que esta noche deba
preocuparte esa eventualidad.
—¿Por qué no, señor?
—Porque estás conmigo. Con eso bastará, Harry. —Al llegar al final de
Privet Drive se detuvo en seco—. Todavía no has aprobado el examen de
Aparición, ¿verdad? —preguntó.
—No. Creía que para presentarse a ese examen había que tener diecisiete
años.
—Así es. De modo que tendrás que sujetarte con fuerza a mi brazo. Al
izquierdo, si no te importa. Como ya has visto, mi brazo derecho está un poco
frágil. —Harry se agarró al antebrazo que le ofrecía—. Muy bien. Allá vamos.
Notó que el brazo del anciano profesor se alejaba de él y se aferró con más
fuerza. De pronto todo se volvió negro, y el muchacho empezó a percibir una
fuerte presión procedente de todas direcciones; no podía respirar, como si unas
bandas de hierro le ciñeran el pecho; sus globos oculares empujaban hacia el
interior del cráneo; los tímpanos se le hundían más y más en la cabeza, y
entonces...
Aspiró a bocanadas el aire nocturno y abrió los llorosos ojos. Se sentía como
si lo hubieran hecho pasar por un tubo de goma muy estrecho. Tardó varios
segundos en darse cuenta de que Privet Drive había desaparecido. Dumbledore
y él estaban de pie en una plaza de pueblo desierta, en cuyo centro había un
viejo monumento a los caídos y unos cuantos bancos. Tras recuperar por
completo los sentidos, comprendió que acababa de aparecerse por primera vez
en su vida.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Dumbledore mirándolo con interés—.
Lleva tiempo acostumbrarse a esta sensación.
—Estoy bien —contestó el chico frotándose las orejas, a las que no parecía
haberles agradado dejar Privet Drive—. Pero creo que prefiero las escobas.
Dumbledore sonrió, se ciñó un poco más el cuello de la capa de viaje e
indicó:
—Por aquí. —Echó a andar con brío por delante de una posada vacía y de
varias casas. Según el reloj de una iglesia cercana, era casi medianoche—. Y
dime, Harry, ¿te ha dolido últimamente... la cicatriz?
El chico se llevó una mano a la frente y se frotó la marca con forma de rayo.
—No —contestó—, y no lo entiendo. Creí que me ardería siempre, ya que
Voldemort está recobrando su poder.
Vio que el anciano ponía cara de satisfacción.
—Yo, en cambio, creí todo lo contrario. Lord Voldemort ha comprendido
por fin lo peligroso que puede resultar que accedas a sus pensamientos y sus
sentimientos. Al parecer, ahora está empleando la Oclumancia contra ti.
—Pues por mí, mejor —repuso Harry, que no echaba de menos ni los
inquietantes sueños ni los fugaces momentos en que se introducía en la mente
de Voldemort.
Doblaron una esquina y pasaron ante una cabina telefónica y una parada
de autobús. Harry volvió a mirar de reojo a Dumbledore.
—Profesor...
—Dime, Harry.
—Hum... ¿Dónde estamos?
—Esto, Harry, es el precioso pueblo de Budleigh Babberton.
—¿Y qué hacemos aquí?
—¡Ah, sí, claro! Todavía no te lo he explicado. Verás, ya he perdido la
cuenta de las veces que he dicho esto en los últimos años, pero resulta que de
nuevo hay un puesto vacante en el profesorado. Hemos venido aquí para
convencer a un viejo colega mío, que ya se ha jubilado, para que regrese a
Hogwarts.
—¿Y cómo puedo ayudarlo yo a convencerlo?
—¡Oh, ya encontraremos alguna manera! A la izquierda, Harry.
Subieron por una calle estrecha y empinada con hileras de casas a ambos
lados, pero no había luz en ninguna ventana. El frío que, desde hacía dos
semanas, se había instalado en Privet Drive reinaba también allí. Pensando en
los dementores, Harry miró hacia atrás y, para tranquilizar se, sujetó con fuerza
la varita que llevaba en el bolsillo.
—¿Por qué no nos aparecimos directamente en casa de su viejo colega,
profesor?
—Porque eso sería tan descortés como echar abajo la puerta. Es de buena
educación ofrecer a los otros magos la oportunidad de negarnos la entrada. De
cualquier modo, la mayoría de las viviendas mágicas están protegidas de
aparecedores no deseados. En Hogwarts, por ejemplo...
—...no puedes aparecerte ni en los edificios ni en los jardines —completó
rápidamente Harry—. Me lo dijo Hermione Granger.
—Y tiene mucha razón. Otra vez a la izquierda.
A sus espaldas, el reloj de la iglesia dio la medianoche. Harry se preguntó
por qué Dumbledore no consideraba descortés visitar a su colega tan tarde,
pero, en lo que a preguntas se refería, tenía algunas más urgentes que
plantearle.
—Señor, en El Profeta leí que han despedido a Fudge...
—Correcto —confirmó Dumbledore torciendo por una empinada
callejuela—. Lo ha sustituido, como estoy seguro de que también habrás leído,
Rufus Scrimgeour, que hasta ahora era el jefe de la Oficina de Aurores.
—¿Y qué tal...? ¿Qué tal es?
—Una pregunta interesante. Es competente, desde luego, y tiene una
personalidad más fuerte y decidida que Cornelius.
—Ya, pero a lo que me...
—Ya sé a qué te refieres. Rufus es un hombre de acción, y como lleva toda
su vida activa combatiendo a los magos tenebrosos, no subestima a lord
Voldemort.
Harry aguardó en silencio, pero Dumbledore no hizo ningún comentario
acerca de su desacuerdo con Scrimgeour que había mencionado El Profeta, y
como no tuvo valor para sacar el tema, habló de otra cosa.
—Y también leí lo de Madame Bones, señor.
—Sí —asintió el mago en voz baja—. Una pérdida terrible. Era una gran
bruja. Creo que es allí. ¡Ay! —Había señalado con la mano lastimada.
—Profesor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Ahora no tengo tiempo para explicártelo —le cortó—. Es una historia
emocionante y quiero hacerle justicia.
Sonrió al muchacho, y éste comprendió que no le estaba dando largas y que
tenía permiso para seguir formulando preguntas.
—Una lechuza me trajo un folleto del Ministerio de Magia, señor, con las
medidas de seguridad que todos deberíamos adoptar contra los mortífagos...
—Sí, yo también recibí uno —dijo Dumbledore, aún sonriendo—. ¿Lo
encontraste útil?
—No mucho.
—Ya me lo imaginaba. Pero no me has preguntado, por ejemplo, cuál es mi
mermelada favorita, ya sabes, para comprobar que soy el verdadero profesor
Dumbledore y no un impostor.
—No se me... —empezó Harry, sin saber si estaba riñéndole o no.
—Para otra vez, Harry, quiero que sepas que mi mermelada favorita es la
de frambuesa. Aunque, evidentemente, si yo fuera un mortífago me habría
asegurado de averiguar mis propias preferencias respecto a las mermeladas
antes de hacerme pasar por mí mismo.
—Ya, claro... Pues en ese folleto decía algo sobre los inferi. ¿Qué son? El
folleto no lo explicaba.
—Son cadáveres —contestó Dumbledore con serenidad—. Cuerpos de
personas muertas que han sido hechizados para hacer con ellos lo que se le
antoje a un mago tenebroso. Pero hace mucho tiempo que no se ven inferi, al
menos desde que Voldemort perdió el poder... El mató a tanta gente que pudo
formar un ejército con ellos, claro. Es aquí, Harry, aquí mismo...
Se estaban acercando a una casita de piedra rodeada de un jardín. Harry
estaba tan ocupado asimilando la espeluznante explicación sobre los inferi que
no prestaba atención a nada más, pero, cuando llegaron a la verja, Dumbledore
se detuvo en seco y el chico chocó contra él.
—¡Cáspita!
Harry siguió la mirada del anciano mago a lo largo del cuidado sendero del
jardín y se le cayó el alma a los pies: la puerta de la casa colgaba de los goznes.
Dumbledore miró a ambos lados de la calle, que parecía desierta.
—Saca tu varita y sígueme, Harry —ordenó en voz baja. A continuación
abrió la verja y recorrió con rapidez y sigilo el sendero, seguido del muchacho;
luego empujó muy despacio la puerta de la casa con la varita en ristre —.
¡Lumos!
La punta de la varita de Dumbledore se inflamó y proyectó su luz por un
estrecho recibidor. A la izquierda había otra puerta abierta. Manteniendo en
alto la iluminada varita, el anciano entró en el salón, con Harry pegado a sus
talones.
Ante ellos apareció un escenario de absoluta devastación: en el suelo yacía
un astillado reloj de pie, con la esfera rota y el péndulo tirado un poco más allá,
como una espada abandonada; un piano tumbado sobre un costado tenía las
teclas esparcidas a su alrededor; los restos de una lámpara de cristal
centelleaban a pocos pasos; los almohadones tenían tajos de los que salían
plumas, y fragmentos de cristal y porcelana lo cubrían todo como si fuese
polvo. Dumbledore alzó un poco más la varita para iluminar las paredes, cuyo
empapelado estaba salpicado de una sustancia pegajosa de color rojo oscuro. El
grito ahogado de Harry lo hizo volverse.
—Esto no pinta nada bien —observó con seriedad—. Sí, aquí ha pasado
algo horroroso.
Avanzó con cautela hasta el centro de la habitación mientras examinaba los
escombros. Harry lo siguió mirando a todas partes, temeroso de que pudieran
encontrarlo detrás de los restos del piano o del derribado sofá, pero no vio
ningún cadáver.
—Tal vez hubo una pelea y... se lo llevaron, ¿no, profesor? —sugirió,
intentando no imaginar lo malherido que tendría que estar un hombre para
dejar esas manchas en las paredes.
—No lo creo —repuso Dumbledore mientras miraba detrás de una volcada
butaca con exceso de relleno.
—¿Insinúa que está...?
—Por aquí, sí.
Y sin previo aviso, se precipitó sobre la butaca e hincó la punta de la varita
en el asiento, que gritó:
—¡Ay!
—Buenas noches, Horace —saludó Dumbledore, y se irguió de nuevo.
Harry se quedó boquiabierto. Un anciano calvo y tremendamente gordo,
que se frotaba la parte baja del vientre y miraba a Dumbledore con ojos
entrecerrados y gesto ofendido, se hallaba donde un segundo antes estaba la
butaca.
—No necesitabas clavarme la varita tan fuerte —refunfuñó, poniéndose en
pie con dificultad—. Me has hecho daño.
La luz de la varita brilló sobre su reluciente calva, sus saltones ojos y su
enorme y plateado bigote de morsa, así como sobre los bruñidos botones de la
chaqueta de terciopelo marrón que llevaba encima de un pijama de seda lila. La
coronilla de aquel personaje apenas llegaba a la altura de la barbilla de
Dumbledore.
—¿Cómo me has descubierto? —gruñó mientras se tambaleaba sin dejar de
frotarse el vientre. Se mostraba impertérrito a pesar de que acababan de
sorprenderlo haciéndose pasar por una butaca.
—Mi querido Horace —contestó Dumbledore, que parecía encontrar todo
aquello muy gracioso—, si fuera verdad que los mortífagos han venido a
visitarte, habría aparecido la Marca Tenebrosa encima de la casa.
El mago se dio una palmada en la ancha frente con una manaza.
—La Marca Tenebrosa —masculló—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo.
Bueno, en cualquier caso no habría tenido tiempo. Acababa de darle los últimos
retoques al tapizado cuando entraste en la habitación. —Exhaló un suspiro tan
hondo que estremeció las puntas del bigote.
—¿Quieres que te ayude a poner orden? —se ofreció Dumbledore con
amabilidad.
—Sí, por favor.
Los dos magos (uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo) se colocaron de
pie, espalda contra espalda, y sacudieron sus respectivas varitas con un amplio
e idéntico movimiento.
Los muebles volvieron volando a su posición original; los adornos se
recompusieron suspendidos en el aire; las plumas se metieron de nuevo en los
almohadones; los libros rotos se repararon por sí solos antes de regresar a sus
estantes; las lámparas de aceite se trasladaron por el aire hasta sus mesitas y
volvieron a encenderse; una serie de dañados marcos de plata también voló por
la habitación y aterrizó, intacta, en un aparador; desgarrones, grietas y agujeros
se repararon por todas partes, y las paredes se autolimpiaron.
—Por cierto, ¿qué clase de sangre era ésa? —preguntó Dumbledore,
elevando la voz para hacerse oír por encima de las campanadas del restaurado
reloj de pie.
—¿La de las paredes? ¡De dragón! —gritó el mago llamado Horace al
mismo tiempo que, con un agudo chirrido y un fuerte tintineo, la lámpara de
cristal volvía a enroscarse en el techo. Tras un último ¡pataplum! del piano,
volvió a reinar el silencio—. Sí, de dragón —repitió el mago con desenfado, y se
dirigió hacia una pequeña botella de cristal que había encima de un aparador.
La puso a contraluz para examinar el espeso líquido que contenía—. Mi última
botella, y por desgracia se ha puesto por las nubes. No obstante, quizá pueda
volver a utilizarla. Hum. Ha cogido un poco de polvo.
La dejó otra vez en el aparador y suspiró. Entonces fue cuando reparó por
primera vez en Harry.
—¡Atiza! —exclamó mientras clavaba sus saltones ojos en la frente de
Harry y en la cicatriz con forma de rayo que la surcaba—. ¡Ajajá!
—Este es Harry Potter —hizo las presentaciones Dumbledore—. Harry, te
presento a un viejo amigo y colega mío, Horace Slughorn.
Este se volvió hacia el director de Hogwarts con expresión sagaz.
—Creíste que así me persuadirías, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no,
Albus.
Apartó a Harry con decisión, volvió la cara hacia otro lado y adoptó el aire
de quien intenta resistir una tentación.
—Supongo que al menos podremos beber algo, ¿no? —propuso
Dumbledore—. Y brindar por los viejos tiempos.
Slughorn titubeó.
—Está bien, pero sólo una copa —concedió de mala gana.
Dumbledore sonrió a Harry y lo condujo hacia una butaca (parecida a
aquella por la que Slughorn se había hecho pasar) situada junto al fuego que
había empezado a arder en la chimenea y al lado de una lámpara de aceite
encendida. El muchacho se sentó con la impresión de que Dumbledore, por
algún motivo, quería que él destacara cuanto fuera posible. Y en efecto, cuando
Slughorn, que había estado ocupado con licoreras y copas, se dio otra vez la
vuelta hacia la habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Harry.
—¡Rediez! —exclamó, y desvió la mirada, como si la visión del chico lo
asustara o le hiriera los ojos—. Toma... —Le dio una copa a Dumbledore, que se
había sentado, le acercó la bandeja a Harry y luego se apoltronó en el reparado
sofá. Tenía las piernas tan cortas que no tocaba el suelo con los pies.
—Cuéntame, Horace, ¿cómo te va? —preguntó Dumbledore.
—No muy bien. Tengo problemas respiratorios. Tos. Y también reuma. Ya
no puedo moverme como antes. En fin, era de esperar. Ya sabes, la edad, la
fatiga...
—Y sin embargo, debes de haberte movido con gran agilidad para
prepararnos semejante bienvenida en tan poco tiempo. No creo que hayas
tenido más de tres minutos desde el aviso.
—Dos —replicó Slughorn con una mezcla de fastidio y orgullo—. No oí el
encantamiento antiintrusos cuando sonó porque estaba dándome un baño. Aun
así —añadió con severidad y arrugando el entrecejo—, el hecho es que soy muy
mayor, Albus. Soy un anciano cansado que se ha ganado el derecho a tener una
vida tranquila y unas cuantas comodidades.
Desde luego, comodidades no le faltaban, pensó Harry recorriendo la
habitación con la mirada. La casa estaba atestada de cosas y se respiraba un aire
viciado, pero nadie afirmaría que no era cómoda; había butacas y banquetas
para poner los pies, bebidas y libros, cajas de chocolatinas y mullidos
almohadones. Si Harry no hubiera sabido quién vivía allí, habría apostado a
que era la casa de una anciana rica y maniática.
—Eres más joven que yo, Horace —comentó Dumbledore.
—Pues mira, quizá tú también deberías empezar a pensar en jubilarte —
respondió Slughorn, y sus ojos, de un tono rojizo, se fijaron en la lesionada
mano de Dumbledore—. Veo que has perdido reflejos.
—Tienes razón —reconoció Dumbledore, y de una sacudida se retiró la
manga para mostrar la yema de sus quemados y ennegrecidos dedos; al verlos,
Harry sintió un desagradable escalofrío—. No cabe duda de que soy más lento
que antes. Pero, por otra parte...
Se encogió de hombros y extendió los brazos, dando a entender que la edad
ofrecía sus compensaciones. Harry vio que en la mano ilesa llevaba un anillo
que no le conocía: era grande, elaborado toscamente con un material que
parecía oro, y tenía engarzada una gruesa y resquebrajada piedra negra.
Slughorn también reparó en el anillo, y Harry vio que fruncía la ancha frente.
—Y todas estas precauciones contra los intrusos, Horace... ¿las tomas por
los mortífagos o por mí? —preguntó Dumbledore.
—¿Qué van a querer los mortífagos de un pobre vejete averiado como yo?
—repuso Slughorn.
—Supongo que podrían pretender que pusieras tu considerable talento al
servicio de la coacción, la tortura y el asesinato. ¿Me estás diciendo en serio que
todavía no han venido a reclutarte?
Slughorn lo miró torvamente y luego masculló:
—No les he dado esa oportunidad. Llevo un año yendo de un lado para
otro y nunca me quedo más de una semana en el mismo sitio. Voy de casa en
casa de muggles; los dueños de esta vivienda están de vacaciones en las islas
Canarias. Aquí me he sentido muy a gusto; el día que me marche lo lamentaré.
Cuando le coges el tranquillo, resulta muy fácil: sólo tienes que hacerles un
simple encantamiento congelador a esas absurdas alarmas antirrobo que
utilizan en lugar de chivatoscopios, y asegurarte de que los vecinos no te vean
entrar el piano.
—Muy ingenioso —admitió Dumbledore—. Pero debe de ser una existencia
agotadora para un pobre vejete averiado en busca de una vida tranquila. Mira,
si volvieras a Hogwarts...
—¡Si vas a decirme que mi vida sería más apacible en ese agobiante colegio,
puedes ahorrarte el esfuerzo, Albus! ¡Quizá haya estado escondido, pero me
han llegado extraños rumores desde que Dolores Umbridge se marchó de allí!
Si es así como tratas a los maestros actualmente...
—La profesora Umbridge cometió una grave falta contra nuestra manada
de centauros —argumentó Dumbledore—. Creo que tú, Horace, no habrías
incurrido en el error de entrar tan campante en el Bosque Prohibido y llamar a
una horda de centauros «repugnantes híbridos».
—¿En serio? ¿Eso hizo? Qué mujer tan idiota. Nunca me cayó bien.
Harry rió entre dientes, y ambos magos lo miraron.
—Lo siento —se apresuró a decir el muchacho—. Es que... a mí tampoco me
caía bien.
De pronto Dumbledore se levantó.
—¿Ya te marchas? —preguntó Slughorn, como si eso fuera lo que estaba
deseando.
—No, pero si no te importa utilizaré tu cuarto de baño.
—¡Ah! —dijo Slughorn, decepcionado—. Está en el pasillo. Segunda puerta
a la izquierda.
Dumbledore cruzó la habitación. Tan pronto la puerta se hubo cerrado
detrás de él, se hizo el silencio. Tras unos instantes Slughorn se levantó,
inquieto. Le lanzó una mirada furtiva a Harry, luego se acercó a la chimenea y
se quedó de espaldas al fuego, calentándose el amplio trasero.
—No creas que no sé por qué te ha traído aquí —dijo con brusquedad.
Harry lo miró, pero no dijo nada. La acuosa mirada de Slughorn se deslizó por
la cicatriz del chico y esta vez le recorrió el resto del rostro —. Te pareces mucho
a tu padre.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Excepto en los ojos. Tienes...
—Ya, los ojos de mi madre. —Harry había oído aquel comentario tantas
veces que lo ponía un poco nervioso.
—Rediez. Sí, bueno... No está bien que los profesores tengan alumnos
predilectos, desde luego, pero ella era uno de los míos. Tu madre —añadió en
respuesta a la inquisitiva mirada del chico—. Lily Evans. Fue una de las
alumnas más brillantes que jamás tuve. Una chica encantadora, llena de vida.
Siempre le decía que debería haber estado en mi casa. Y recuerdo que me daba
unas respuestas muy astutas.
—¿A qué casa pertenecía usted?
—Yo era jefe de Slytherin —reveló Slughorn—. ¡Pero no debes guardarme
rencor por ello! —se apresuró a añadir al ver la expresión de Harry, y lo
amenazó con un grueso dedo índice—. Tú debes de ser de Gryffindor, como
ella. Sí, suele ser cosa de familia. Aunque no siempre. ¿Has oído hablar de
Sirius Black? Seguro que sí: desde hace un par de años lo mencionan mucho en
los periódicos. Murió hace pocas semanas.
Harry notó como si una mano invisible le retorciera las tripas.
—En fin, Sirius era un gran amigo de tu padre, iban juntos al colegio. Toda
la familia Black había estado en mi casa, ¡pero Sirius acabó en Gryffindor!
Lástima. Era un chico de gran talento. En cambio, sí tuve en Slytherin a su
hermano Regulus cuando entró en Hogwarts, pero me habría gustado tenerlos
a ambos. —Parecía un entusiasta coleccionista al que habían ganado en una
subasta. Se quedó contemplando la pared que tenía delante, al parecer
recordando el pasado, mientras se mecía distraídamente para calentar de
manera uniforme el trasero—. Tu madre era hija de muggles, ya lo sé. Cuando
me enteré no podía creerlo. Yo estaba convencido de que era una sangre limpia,
porque era una gran bruja.
—Una de mis mejores amigas es hija de muggles —intervino Harry—, y es
la mejor alumna de mi curso.
—Sí, tiene gracia que eso ocurra a veces, ¿verdad?
—Yo no le veo la gracia —repuso el chico con frialdad.
—¡No vayas a creer que tengo prejuicios! —replicó Slughorn con gesto de
sorpresa—. ¡No, no, no! ¿No acabo de decir que tu madre era una de mis
alumnas favoritas? Y un año después le di clases a Dirk Cresswell, que ahora es
jefe de la Oficina de Coordinación de los Duendes. Pues bien, él también era
hijo de muggles y un alumno de gran talento. ¡Todavía me proporciona
informaciones reservadas de lo que se cuece en Gringotts!
Sonriendo con gesto ufano, se balanceó ligeramente y señaló las relucientes
fotografías enmarcadas que reposaban en el aparador; en todas ellas había unos
diminutos ocupantes que se movían.
—Todos son ex alumnos míos y todos, grandes fichajes. Reconocerás a
Barnabás Cufie, director de El Profeta, a quien siempre le interesa escuchar mi
opinión sobre las noticias del día; a Ambrosius Flume, de Honeydukes (todos
los años me regala una cesta por mi cumpleaños, ¡sólo porque le presenté a
Cicerón Harkiss, que le ofreció su primer empleo!); y en la parte de atrás... la
verás si estiras un poco el cuello. Esa es Gwenog Jones, la capitana del
Holyhead Harpies. La gente siempre se sorprende cuando se entera de que me
tuteo con las Harpies, ¡y tengo entradas gratis siempre que quiero! —Esa idea
pareció animarlo muchísimo.
—¿Y toda esa gente sabe dónde encontrarlo y adonde enviarle esas cosas?
—preguntó Harry, que no entendía por qué los mortífagos todavía no habían
averiguado el paradero de Slughorn si las cestas de golosinas, las entradas para
partidos de quidditch y los visitantes deseosos de escuchar sus consejos y
opiniones podían localizarlo.
La sonrisa se borró de los labios de Slughorn con la misma rapidez con que
la sangre se había borrado de las paredes.
—Por supuesto que no —le respondió con altivez—. Hace un año que no
me pongo en contacto con nadie.
A Harry le pareció que a Slughorn lo impresionaban sus propias palabras,
ya que por un instante se mostró muy afectado. Luego se encogió de hombros.
—Con todo... Los magos prudentes se mantienen al margen en tiempos
como éstos. ¡Dumbledore puede decir lo que quiera, pero aceptar un empleo en
Hogwarts ahora equivaldría a declarar públicamente mi lealtad a la Orden del
Fénix! Y aunque estoy seguro de que son muy admirables, valientes y todo lo
demás, personalmente no me atrae su tasa de mortalidad...
—Para enseñar en Hogwarts no tiene que entrar en la Orden del Fénix —
aclaró Harry, y no pudo ocultar un deje de desdén; no le resultaba fácil
simpatizar con la mimada existencia de Slughorn si recordaba a Sirius
agazapado en una cueva y alimentándose de ratas—. La mayoría de los
profesores no pertenece a la Orden, y nunca ha muerto ninguno. Bueno, sin
contar a Quirrell; pero él tuvo lo que se merecía por trabajar para Voldemort. —
Estaba seguro de que Slughorn era uno de esos magos que no soportaba oír el
nombre de Voldemort pronunciado en voz alta, y no se equivocaba: Slughorn se
estremeció y soltó un chillido de protesta que Harry ignoró—. Yo diría que los
miembros del profesorado están más seguros que nadie mientras Dumbledore
sea el director del colegio; se supone que él es el único mago al que Voldemort
ha temido jamás, ¿no?
Slughorn se quedó con la mirada perdida reflexionando sobre lo que Harry
acababa de decir.
—Sí, claro, El-que-no-debe-ser-nombrado nunca ha buscado pelea con
Dumbledore —admitió—, y seguramente no me cuenta entre sus amigos, ya
que no me he unido a los mortífagos. Supongo que podría argumentarse algo
así. En cuyo caso, es posible que yo estuviera más seguro cerca de Albus. No
negaré que me afectó la muerte de Amelia Bones. Si ella, con todos los contactos
que tenía en el ministerio y con toda la protección de que gozaba...
Dumbledore entró en la habitación y Slughorn se sobresaltó, como si
hubiera olvidado que el director de Hogwarts se encontraba en la casa.
—¡Ah, Albus! —dijo—. Has tardado mucho. ¿Andas mal del estómago?
—No; estaba leyendo unas revistas de muggles. Me encantan los patrones
de prendas de punto. Bueno, Harry, ya hemos abusado bastante de la
hospitalidad de Horace; creo que debemos marcharnos.
A Harry no le costó nada obedecer y se puso en pie enseguida. Slughorn
pareció desconcertado.
—¿Os marcháis?
—En efecto, nos marchamos. Sé ver cuándo una causa está perdida.
—¿Perdi...? —Slughorn se puso muy nervioso. Hacía girar sus gruesos
pulgares y no paraba de moverse mientras Dumbledore se abrochaba la capa de
viaje y Harry se subía la cremallera de la cazadora.
—Bueno, lamento mucho que rechaces el empleo, Horace —dijo
Dumbledore alzando la mano lastimada en señal de despedida—. En Hogwarts
todos se habrían alegrado de volver a verte. Si así lo deseas, puedes visitarnos
cuando quieras, pese a nuestras endurecidas medidas de seguridad.
—Sí... bueno... muy amable. Como ya digo...
—Adiós, Horace.
—Adiós —dijo Harry.
Estaban en la puerta de la calle cuando oyeron un grito a sus espaldas.
—¡Está bien, está bien, lo haré!
Dumbledore se dio la vuelta y vio a Slughorn, jadeante, plantado en el
umbral del salón.
—¿Aceptas el empleo?
—Sí, sí —dijo Slughorn con impaciencia—. Debo de estar loco, pero sí.
—¡Maravilloso! —exclamó Dumbledore, radiante de alegría—. Así pues,
Horace, nos veremos allí el uno de septiembre.
—Sí, allí nos veremos —gruñó Slughorn.
Dumbledore y Harry ya recorrían el sendero del jardín cuando Slughorn
exclamó:
—¡Tendrás que aumentarme el sueldo, Albus!
Éste rió entre dientes. La verja del jardín se cerró detrás de ellos, que
descendieron por la colina en la oscuridad y en medio de una neblina que
formaba remolinos.
—Te felicito, Harry —dijo Dumbledore.
—Pero si no he hecho nada —repuso, sorprendido.
—Ya lo creo que sí. Le has mostrado con exactitud cuánto saldría ganando
si regresa a Hogwarts. ¿Te ha caído bien?
—Pues...
Harry no estaba seguro de si Slughorn le caía bien o mal. Había estado
simpático a su manera, pero por otra parte parecía vanidoso y, aunque lo había
negado, al parecer no entendía cómo una hija de muggles podía ser una buena
bruja.
—A Horace le gusta rodearse de comodidades —explicó Dumbledore,
liberando a Harry de tener que expresar en voz alta lo que pensaba—. También
le gusta estar acompañado de personas famosas, de éxito y con poder, y le
entusiasma creer que influye en ellas. El nunca ha querido ocupar el trono;
prefiere el asiento de atrás, donde tiene más espacio para estirar las piernas, por
así decirlo. Cuando enseñaba en Hogwarts, escogía a sus alumnos favoritos, a
veces por la ambición o la inteligencia que demostraban, otras por su encanto o
su talento, y tenía una habilidad especial para elegir a aquellos que acabarían
destacando en diversos campos. Horace formó una especie de club integrado
por sus alumnos predilectos, del cual él era el centro; presentaba unos
miembros a otros, forjaba útiles contactos entre ellos y siempre obtenía algún
beneficio a cambio, ya fuera una caja de su piña confitada favorita o la ocasión
de recomendar a un nuevo empleado de la Oficina de Coordinación de los
Duendes.
Harry se imaginó una enorme y gorda araña que tejía una red y movía un
hilo aquí y otro allá para atraer grandes y jugosas moscas.
—Te cuento todo esto —continuó Dumbledore— no para ponerte en contra
de Horace, o mejor dicho, del profesor Slughorn, pues así debemos llamarlo
ahora, sino para que estés alerta. No cabe duda de que intentará captarte,
Harry. Tú serías la joya de su colección: el niño que sobrevivió... O, como te
llaman últimamente, el Elegido.
Ante esas palabras, Harry sintió un escalofrío que no tenía nada que ver
con la neblina que los rodeaba, y recordó una frase escuchada unas semanas
atrás, una frase que tenía un atroz y particular significado para él: «Ninguno de
los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida...»
Dumbledore se detuvo al llegar a la iglesia por la que habían pasado en el
camino de ida.
—Ya hemos caminado bastante, Harry. Sujétate a mi brazo.
El muchacho, que esta vez estaba prevenido, se preparó para
desaparecerse, pero, no obstante, la experiencia le resultó desagradable.
Cuando cesó la presión y pudo volver a respirar, se hallaba de pie en un camino
rural, al lado de Dumbledore, cerca de la torcida silueta del edificio que más le
gustaba en el mundo después de Hogwarts: La Madriguera. Pese a la sensación
de espanto que acababa de experimentar, se animó al ver la casa. Ron estaba allí
y también la señora Weasley, que cocinaba mejor que nadie.
—Si no te importa, Harry —dijo Dumbledore al traspasar la verja—, antes
de que nos despidamos me gustaría hablar contigo en privado. ¿Qué te parece
allí? —Señaló un destartalado cobertizo de piedra donde los Weasley
guardaban sus escobas.
Un tanto perplejo, Harry lo siguió, pasó por la chirriante puerta y entró en
un recinto tan pequeño como un armario. Dumbledore iluminó la punta de su
varita, que empezó a alumbrar como una antorcha, y miró al muchacho con una
sonrisa en los labios.
—Espero que me perdones por mencionarlo, Harry, pero estoy muy
satisfecho y muy orgulloso de lo bien que sobrellevas todo lo que sucedió en el
ministerio. Permíteme decirte que Sirius también se habría enorgullecido de ti.
—El chico tragó saliva, como si se hubiera quedado sin habla. No se sentía
capaz de hablar de Sirius. Bastante le había dolido oír a tío Vernon decir «¿Ha
muerto su padrino?», y aún había sido peor que Slughorn lo mencionara con
toda tranquilidad—. Es una pena —prosiguió Dumbledore— que él y tú no
pudierais pasar más tiempo juntos. Fue un final cruel para lo que debería haber
sido una larga y feliz relación.
Harry asintió con la mirada fija en la araña que trepaba por el sombrero de
Dumbledore. Se daba cuenta de que éste lo comprendía y quizá intuía que,
hasta el día en que recibió su carta, había pasado todo el tiempo en casa de los
Dursley tumbado en la cama, negándose a comer y mirando fijamente por una
empañada ventana que enmarcaba un gélido vacío que él asociaba con los
dementores.
—Lo que más me cuesta —dijo por fin con un hilo de voz— es aceptar que
nunca volverá a escribirme.
Le escocieron los ojos y parpadeó. Se sentía estúpido por admitirlo, pero el
haber tenido a alguien fuera de Hogwarts a quien le importaba lo que le pasaba
(alguien que era casi como un padre) había sido una de las mejores cosas que le
habían sucedido. Pero las lechuzas del correo nunca volverían a llevarle ese
consuelo...
—Sirius significaba mucho para ti; representaba algo que no habías
conocido antes —continuó Dumbledore con delicadeza—. Como es lógico, una
pérdida así supone un golpe tremendo...
—Pero mientras estaba en casa de los Dursley —lo interrumpió Harry con
voz más firme—, me daba cuenta de que no podía aislarme del mundo, ni...
derrumbarme. A Sirius no le habría gustado, ¿verdad? Además, la vida es
demasiado corta. Fíjese en Madame Bones y Emmeline Vance... Yo podría ser el
siguiente, ¿no? Pero si lo soy —añadió con ímpetu, mirando fijamente los azules
ojos de Dumbledore, que destellaban bajo la luz de la varita—, me aseguraré de
llevarme conmigo a tantos mortífagos como pueda, y si es posible, también a
Voldemort.
—¡Unas palabras dignas del hijo de sus padres y del verdadero ahijado de
Sirius! —declaró Dumbledore, y le dio una palmadita en la espalda—. Me quito
el sombrero ante ti, o lo haría si no temiera llenarte de arañas. Y ahora, Harry,
hablando de otra cosa relacionada con el tema que acabamos de abordar...
Tengo entendido que estas dos semanas pasadas has recibido El Profeta, ¿no?
—Sí —afirmó, y se le aceleró un poco el corazón.
—Entonces habrás visto que han corrido ríos de tinta con relación a tu
aventura en la Sala de las Profecías.
—Sí —volvió a asentir—. Y ahora todo el mundo sabe que yo soy el que...
—No, no lo saben. Sólo hay dos personas en el mundo que conocen el
contenido íntegro de la profecía que os concierne a ti y a lord Voldemort, y
ambas están en esta apestosa escobera llena de arañas. Sin embargo, es cierto
que muchos han deducido, y correctamente, que Voldemort envió a sus
mortífagos a robar una profecía, y que ésta hablaba de ti. Pues bien, creo que no
me equivoco si digo que no le has contado a nadie que conoces dicho contenido.
—No.
—Una sabia decisión, hablando en términos generales. Aunque creo que
deberías relajar tu celo en favor de tus amigos, el señor Ronald Weasley y la
señorita Hermione Granger. Sí —continuó al ver la perplejidad de Harry—, creo
que ellos tendrían que saberlo. No los tratarías como se merecen si no les
confías algo tan importante.
—Es que no quería...
—¿Que se preocuparan o se asustaran? —Dumbledore lo observó por
encima de sus gafas de media luna—. ¿O quizá no te apetecía confesar que tú
también estás preocupado y asustado? Necesitas a tus amigos, Harry. Como
muy bien has dicho, Sirius no habría querido que te aislaras del mundo. —El
muchacho se quedó callado, pero no parecía que Dumbledore esperara una
respuesta, porque añadió—: Y una cuestión más, aunque también relacionada
con lo que acabamos de comentar: he decidido que este año voy a darte clases
particulares.
—¿Clases particulares? ¿Usted? —preguntó Harry, a quien la sorpresa hizo
recuperar el habla.
—Sí. Me parece que ya va siendo hora de que participe de forma más activa
en tu educación.
—¿Qué asignatura va a enseñarme, señor?
—Bueno, un poco de esto y un poco de aquello —contestó sin darle
importancia.
Harry esperó, intrigado, pero el anciano profesor no le dio más detalles, así
que preguntó otra cosa que también le tenía un poco preocupado.
—Si usted me da clases particulares, no tendré que ir a las de Oclumancia
con Snape, ¿verdad?
—Con el profesor Snape, Harry. Pues no.
—Qué bien, porque eran un... —Se interrumpió antes de decir lo que en
realidad pensaba.
—Creo que «fracaso» sería el término adecuado —aportó Dumbledore
asintiendo con la cabeza.
—Bueno, eso significa que a partir de ahora no veré mucho al profesor
Snape —observó el muchacho, sonriendo—, porque él no me dejará seguir
estudiando Pociones a menos que haya conseguido un Extraordinario en el
TIMO, y estoy seguro de no haberlo conseguido.
—No cuentes tus lechuzas antes de verlas llegar —le aconsejó Dumbledore
con gravedad, y agregó—: Por cierto, es hoy cuando deberían llegar las
lechuzas con las notas. Y ahora, dos cosas más, Harry, antes de que nos
separemos.
»En primer lugar, de aquí en adelante quiero que siempre lleves contigo tu
capa invisible, incluso dentro de Hogwarts. Por si acaso, ¿entendido? —Harry
asintió—. Y en segundo lugar, has de tener en cuenta que mientras te alojes
aquí, La Madriguera contará con las más sofisticadas medidas de seguridad de
que dispone el Ministerio de Magia. Esas medidas han causado ciertos
inconvenientes a Arthur y Molly; todo su correo, por ejemplo, es examinado en
el ministerio antes de llegar aquí. A ellos no les importa, ya que su única
preocupación es tu seguridad. Sin embargo, no los recompensarías
debidamente si te jugaras el pellejo mientras estás con ellos.
—Entiendo —se apresuró a decir Harry.
—Muy bien. —El profesor abrió la puerta de la escobera y salió al jardín—.
Veo luz en la cocina. No privemos más a Molly de la ocasión de lamentar lo
delgado que estás.
5
Flegggrrr
Harry y Dumbledore se dirigieron a la puerta trasera de La Madriguera que, como era habitual, estaba rodeada de botas de lluvia viejas y calderos oxidados.
Harry oyó el débil cloqueo de unas gallinas que dormían en otro cobertizo cerca
de allí. Dumbledore dio tres golpes en la puerta y el chico vio moverse algo con
precipitación detrás de la ventana de la cocina.
—¿Quién es? —preguntó la señora Weasley, nerviosa—. ¡Identifíquese!
—Soy yo, Dumbledore. Y traigo a Harry.
La puerta se abrió al instante. Allí estaba la señora Weasley, bajita,
regordeta y con una vieja bata verde.
—¡Harry, querido! ¡Cielos, Albus, me has asustado! ¡Dijiste que no te
esperáramos hasta mañana por la mañana!
—Hemos tenido suerte —repuso Dumbledore mientras hacía entrar al
chico—. Slughorn resultó más fácil de persuadir de lo que imaginaba. Todo ha
sido cosa de Harry, claro. ¡Ah, hola, Nymphadora!
La señora Weasley no estaba sola, pese a que ya era muy tarde. Una joven
bruja, con cara en forma de corazón, pálida y con un desvaído pelo castaño,
estaba sentada a la mesa con un tazón entre las manos.
—¡Hola, profesor! —saludó—. ¿Qué tal, Harry?
—¡Hola, Tonks!
Harry se fijó en que estaba muy demacrada y sonreía de manera forzada.
Desde luego, su aspecto era bastante menos llamativo de lo habitual, pues solía
llevar el pelo de color rosa chicle.
—Tengo que marcharme —se disculpó Tonks; se levantó y se echó la capa
por los hombros—. Gracias por el té y por tu interés, Molly.
—Por mí no te marches, por favor —dijo Dumbledore con cortesía—. No
puedo quedarme, tengo que tratar asuntos urgentes con Rufus Scrimgeour.
—No, no, debo irme —insistió Tonks sin mirarlo a los ojos—. Buenas
noches.
—¿Por qué no vienes a cenar este fin de semana, querida? Vendrán Remus
y Ojoloco...
—No, Molly, de verdad... No obstante, muchas gracias. Buenas noches a
todos.
Tonks se apresuró a pasar junto a Dumbledore y Harry y salió al jardín.
Cuando se hubo alejado un poco de la casa, se dio la vuelta y desapareció.
Harry tuvo la impresión de que la señora Weasley estaba preocupada.
—Bueno, Harry, nos veremos en Hogwarts —se despidió Dumbledore—.
Cuídate mucho. A tus pies, Molly.
Le hizo una reverencia, siguió a Tonks y desapareció en el mismo lugar en
que lo había hecho la bruja. La señora Weasley cerró la puerta que daba al
jardín, ya vacío; luego, sujetando a Harry por los hombros, lo acercó al farol que
había encima de la mesa para examinar su aspecto.
—Igual que Ron —dictaminó mirándolo de arriba abajo—. Parece que os
hayan hecho un embrujo extensor. Ron ha crecido como mínimo diez
centímetros desde la última vez que le compré una túnica del colegio. ¿Tienes
hambre, Harry?
—Sí, un poco. —De repente se dio cuenta de lo hambriento que estaba.
—Siéntate, cielo. Te prepararé algo.
En cuanto se sentó, un gato rojizo y peludo de cara aplastada le saltó a las
rodillas, se instaló allí y se puso a ronronear.
—¿Está Hermione aquí? —preguntó el muchacho, contento, mientras
acariciaba a Crookshanks detrás de una oreja.
—¡Ah, sí, llegó anteayer! —respondió la señora Weasley antes de golpear
con la varita mágica un gran cazo de hierro. El recipiente pegó un salto, se
colocó encima de un fogón con un fuerte ruido metálico y empezó a
borbotear—. Están todos acostados, claro. No te esperábamos hasta dentro d e
muchas horas. Toma... —Volvió a golpear el cazo, que se elevó, voló hacia
Harry y se inclinó. La bruja deslizó un cuenco debajo del cazo para recibir el
chorro de una espesa y humeante sopa de cebolla—. ¿Quieres pan, tesoro?
—Sí, gracias, señora Weasley.
Ella sacudió la varita por encima del hombro, y una barra de pan y un
cuchillo volaron directamente hasta la mesa. Mientras la barra se cortaba por sí
misma y el cazo de sopa volvía a posarse sobre el fogón, la anfitriona se sentó
frente a su invitado.
—Así que has convencido a Horace Slughorn para que acepte el empleo.
Harry asintió con la cabeza porque tenía la boca llena de sopa.
—Nos daba clase a Arthur y a mí. Estuvo muchos años en Hogwarts; creo
que empezó en la misma época que Dumbledore. ¿Te ha caído bien?
Harry, que ahora tenía la boca a rebosar de pan, se encogió de hombros y
movió la cabeza sin definirse.
—Te entiendo perfectamente —dijo la señora Weasley con gesto de
complicidad—. Cuando se lo propone es encantador, pero a Arthur nunca le ha
caído muy bien. El ministerio está repleto de antiguos alumnos predilectos de
Slughorn; siempre supo echar un cable a quien convenía, pero para Arthur
nunca tuvo mucho tiempo. Por lo visto, no lo consideraba suficientemente
prometedor. Pues bien, eso te demuestra que también él comete errores. No sé
si Ron te lo habrá contado en alguna de sus cartas, porque es muy reciente... ¡A
Arthur lo han ascendido!
Resultó evidente que llevaba rato muriéndose de ganas por revelar esa
novedad. Harry se tragó una rebosante cucharada de sopa muy caliente y le
pareció que le salían ampollas en el esófago.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó lagrimeando.
—Qué bueno eres —replicó ella con una sonrisa radiante, seguramente
creyendo que los llorosos ojos de Harry se debían a la emoción de la noticia—.
Sí, Rufus Scrimgeour ha creado varias oficinas nuevas, en vista de la actual
situación, y Arthur dirige la Oficina para la Detección y Confiscación de
Hechizos Defensivos y Objetos Protectores Falsos. ¡Es un cargo importante;
ahora tiene diez personas a sus órdenes!
—¿Y a qué se dedica exactamente?
—Pues verás, con el pánico desatado a causa de Quien-tú-sabes, han salido
a la venta todo tipo de artilugios, cosas que en teoría protegen de él y los
mortífagos. Ya puedes imaginarte qué clase de cosas: pociones presuntamente
protectoras que en realidad son salsa de carne con una pizca de pus de
bubotubérculos, o instrucciones para realizar embrujos defensivos que de hecho
provocan la caída de las orejas... Bueno, en general los inventores suelen ser
personas como Mundungus Fletcher. No han trabajado en su vida y se
aprovechan de lo asustada que está la gente, pero de vez en cuando surge algo
feo de verdad. El otro día Arthur confiscó una caja de chivatoscopios
embrujados que, casi con toda seguridad, fueron colocados por un mortífago.
Como verás, es un trabajo importante, y yo no me canso de repetirle a mi
marido que es una tontería que eche de menos las bujías, las tostadoras y todos
esos cachivaches de los muggles —concluyó frunciendo el entrecejo, como si
Harry hubiera insinuado que era lógico echar de menos las bujías.
—¿Dónde está el señor Weasley? ¿Aún no ha vuelto del trabajo?
—No, todavía no. La verdad es que se está retrasando un poco. Dijo que
llegaría alrededor de la medianoche.
La señora Weasley miró un gran reloj de pared que se sostenía
precariamente en lo alto del montón de sábanas que había en el cesto de la
colada, en un extremo de la mesa. Harry lo reconoció de inmediato: tenía nueve
manecillas, cada una con el nombre de un miembro de la familia escrito, y
normalmente colgaba de la pared del salón de los Weasley, aunque su nueva
ubicación indicaba que la señora Weasley había decidido llevárselo consigo de
un lado a otro de la casa. Todas las manecillas señalaban las palabras «Peligro
de muerte».
—Lleva algún tiempo así —comentó ella con un tono despreocupado que
no resultó muy convincente—; desde que regresó Quien-tú-sabes. Supongo que
ahora todo el mundo está en peligro de muerte... no sólo nuestra familia. Pero
como no conozco a nadie que tenga un reloj como ése, no puedo comprobarlo.
¡Oh! —Señaló la esfera del reloj. La manecilla del señor Weasley se había
movido y señalaba la palabra «Viajando»—. ¡Ya viene!
Y en efecto, instantes después llamaron a la puerta trasera. La señora
Weasley se levantó presurosa y corrió a abrir; con una mano sobre el pomo de
la puerta y una mejilla pegada a la madera, preguntó en voz baja:
—¿Eres tú, Arthur?
—Sí —respondió la cansada voz del señor Weasley—. Pero eso lo diría
aunque fuera un mortífago, cariño.
—¿Y ahora cómo sé si...?
—¡Venga, Molly, hazme la pregunta!
—Está bien, está bien. ¿Cuál es tu mayor ambición?
—Entender cómo se mantienen en el aire los aviones.
Ella asintió e hizo girar el pomo de la puerta, pero al parecer el señor
Weasley lo estaba sujetando desde el otro lado, porque la puerta no se abrió.
—¡Molly! ¡Antes tengo que hacerte yo la pregunta!
—De verdad, Arthur, esto es una tontería...
—¿Cómo te gusta que te llame cuando estamos a solas?
Pese a la tenue luz del farol, Harry se dio cuenta de que la señora Weasley
se había puesto como un tomate, e incluso él mismo notó un calórenlo en las
orejas y el cuello, y empezó a tragarse la sopa a toda prisa golpeando el cuenco
con la cuchara para hacer el mayor ruido posible.
—Flancito mío —susurró ella, muerta de vergüenza.
—Correcto. Ahora ya puedes dejarme entrar.
La señora Weasley abrió la puerta y su marido entró. Era un mago delgado,
pelirrojo y con calva incipiente; llevaba unas gafas con montura de carey y una
larga y polvorienta capa de viaje.
—Sigo sin entender por qué tenemos que hacer esto cada vez que llegas a
casa —protestó ella, todavía ruborizada, mientras lo ayudaba a quitarse la
capa—. ¿No ves que un mortífago podría sonsacarte la respuesta para hacerse
pasar por ti?
—Ya lo sé, corazón, pero es el procedimiento ordenado por el ministerio, y
yo tengo que dar ejemplo. ¿Qué huele tan bien? ¿Sopa de cebolla?
El señor Weasley se dio la vuelta hacia la mesa, animado.
—¡Harry! ¡No te esperábamos hasta mañana!
Se estrecharon la mano y luego el señor Weasley se sentó en una silla al
lado de Harry. Su esposa le sirvió un cuenco de sopa humeante.
—Gracias, Molly. Ha sido una noche agotadora. Algún idiota se ha puesto a
vender metamorfomedallas. Te las cuelgas del cuello y puedes cambiar de
apariencia a tu antojo. ¡Cien mil disfraces por sólo diez galeones!
—¿Y qué pasa en realidad cuando te las cuelgas?
—En la mayoría de los casos sólo te vuelves de un color naranja muy feo,
pero a un par de incautos también les han salido verrugas con forma de
tentáculos por todo el cuerpo. ¡Como si en San Mungo no tuvieran ya bastante
trabajo!
—Me suena a la clase de cosas que Fred y George encontrarían graciosas —
especuló la señora Weasley—. ¿Estás seguro, Arthur, de que...?
—¡Claro que lo estoy! ¡A los chicos no se les ocurriría hacer algo así ahora
que la gente está tan asustada y necesitada de protección!
—¿Es por culpa de las metamorfomedallas que llegas tarde?
—No. Ha sido por un caso muy desagradable de embrujo con efectos
secundarios producido en Elephant and Castle, pero afortunadamente el Grupo
de Operaciones Mágicas Especiales ya lo había solucionado cuando nosotros
llegamos.
Harry contuvo un bostezo tapándose la boca con la mano.
—¡A la cama! —ordenó la señora Weasley, que no se dejaba engañar—. Te
he preparado la habitación de Fred y George; allí podrás estar a tus anchas.
—¿Cómo es eso? ¿Dónde están?
—En el callejón Diagon. Viven en el pisito que hay encima de su tienda de
artículos de broma. He de admitir que al principio no me pareció bien, ¡pero da
la impresión de que realmente ese par tienen olfato para los negocios! Vamos,
querido, tu baúl ya está arriba.
—Buenas noches, señor Weasley —se despidió Harry al tiempo que
retiraba la silla. Crookshanks saltó con agilidad de su regazo y se escabulló.
—Buenas noches, Harry.
Al salir de la cocina, el chico advirtió que la señora Weasley le echaba otro
vistazo al reloj. Las nueve manecillas volvían a señalar las palabras «Peligro de
muerte».
El dormitorio de Fred y George estaba en el segundo piso. La señora
Weasley apuntó su varita hacia una lámpara que había en la mesilla de noche;
se encendió al instante y bañó la habitación con un agradable resplandor
dorado. Había un gran jarrón de flores en el escritorio situado delante de la
pequeña ventana, pero su perfume no lograba disimular un persistente olor a
pólvora. Gran parte del suelo la ocupaban montones de cajas de cartón cerradas
y sin marcar, entre las que se hallaba el baúl que contenía el material escolar de
Harry. La habitación parecía utilizarse como almacén provisional.
Cuando vio a su amo, Hedwig ululó con alegría desde lo alto de un gran
armario, y luego salió volando por la ventana; Harry comprendió que su
lechuza no había querido salir a cazar hasta haberlo visto. Luego le deseó
buenas noches a la señora Weasley, se puso el pijama y se metió en una de las
camas. Notó algo duro dentro de la funda de la almohada; metió una mano y
sacó un pegajoso caramelo de colores morado y naranja que no le costó
reconocer: una pastilla vomitiva. Sonrió, se dio la vuelta y se quedó dormido
enseguida.
Unos segundos más tarde, o eso le pareció, lo despertó un ruido semejante
a un cañonazo al abrirse de par en par la puerta de la habitación. Se incorporó
bruscamente y oyó que alguien descorría las cortinas. Un sol deslumbrante le
dio en los ojos; se hizo pantalla con una mano y con la otra buscó a tientas las
gafas.
—¿Qué pa... pasa?
—¡No sabíamos que ya habías llegado! —exclamó una exaltada voz, y
Harry recibió un manotazo en la coronilla.
—¡No le pegues, Ron! —lo regañó una voz de chica.
Harry encontró las gafas y logró ponérselas, aunque la luz era tan intensa
que apenas veía nada. Una larga sombra osciló por un momento ante él, que
parpadeó y consiguió enfocar a Ron Weasley. Este lo miraba con una sonrisa de
oreja a oreja.
—¿Estás bien?
—Nunca había estado mejor —contestó frotándose la coronilla, y se dejó
caer de nuevo sobre la almohada—. ¿Y tú?
—No puedo quejarme —respondió Ron; acercó una caja de cartón y se
sentó en ella—. ¿Cuándo has llegado? Mi madre acaba de decirnos que estabas
aquí.
—Sobre la una de la madrugada.
—¿Cómo se han portado los muggles contigo?
—Igual que siempre —contestó, mientras Hermione se sentaba en el borde
de la cama—. Apenas me dirigen la palabra, pero yo lo prefiero así. ¿Y tú,
Hermione? ¿Cómo estás?
—Muy bien —respondió la chica, que escudriñaba el rostro de su amigo
como si éste estuviera incubando alguna enfermedad.
Harry creía saber por qué lo miraba así, y como no tenía ganas de hablar de
la muerte de Sirius ni de ningún otro tema deprimente, preguntó:
—¿Qué hora es? ¿Me he perdido el desayuno?
—Por eso no te preocupes, mi madre va a subirte una bandeja. Dice que
estás desnutrido. —Ron puso los ojos en blanco—. Bueno, ¿qué ha pasado?
—No gran cosa. ¿No sabes que he estado todo este tiempo encerrado en
casa de mis tíos?
—¡Anda ya! —protestó Ron—. ¡Fuiste a no sé dónde con Dumbledore!
—Bah, nada emocionante. Sólo quería que lo ayudara a convencer a un
antiguo profesor para que aceptara un empleo en Hogwarts. Se llama Horace
Slughorn.
—¡Ah! —dijo Ron, decepcionado—. Creímos que... —Hermione le lanzó
una mirada de advertencia y el chico rectificó—: Ya nos imaginamos que se
trataría de algo así.
—¿En serio? —dijo Harry, que había advertido la metedura de pata de Ron.
—Sí... sí, claro, ahora que no está Umbridge, es evidente que necesitamos
otro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no? Cuenta, cuenta, ¿qué
tal es?
—Pues mira, parece una morsa y fue jefe de la casa de Slytherin. ¿Te pasa
algo, Hermione?
La muchacha lo observaba como a la espera de que unos extraños síntomas
se manifestaran en cualquier momento. Cambió rápidamente de expresión y
compuso una sonrisa poco convincente.
—¡No, qué va! Y... ¿crees que Slughorn será un buen profesor?
—No lo sé —respondió Harry—. Pero no puede ser peor que la profesora
Umbridge, ¿no?
—Yo conozco a alguien peor que ella —terció una voz desde el umbral. La
hermana pequeña de Ron entró arrastrando los pies, con gesto de fastidio—.
¡Hola, Harry!
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Ron.
—Es ella —dijo Ginny desplomándose en la cama de Harry—. Me está
volviendo loca.
—¿Qué ha hecho esta vez? —inquirió Hermione, comprensiva.
—Es que me habla de una manera... ¡Como si yo tuviera tres años!
—Ya lo sé —la consoló Hermione—. Es muy creída.
A Harry le sorprendió oír a su amiga hablar de ese modo de la señora
Weasley, y no le extrañó que Ron se enfadase:
—¿No podéis dejarla en paz ni cinco segundos?
—Eso, defiéndela —le espetó Ginny—. Ya sabemos que tú nunca te cansas
de ella.
Harry encontró muy raro ese comentario sobre la madre de Ron, y empezó
a pensar que se le estaba escapando algo, así que preguntó:
—¿De quién estáis...?
Pero la respuesta llegó antes de que terminara la pregunta: la puerta del
dormitorio se abrió otra vez, y Harry, instintivamente, tiró de las sábanas y se
tapó hasta la barbilla, con tanta fuerza que Hermione y Ginny resbalaron de la
cama y cayeron al suelo.
En el umbral había una joven de una belleza tan impresionante que la
habitación pareció quedarse sin aire. Era alta y esbelta, tenía una larga cabellera
rubia e irradiaba un débil resplandor plateado. Para completar esa imagen de
perfección, llevaba una bandeja de desayuno llena a rebosar.
—¡Hagy! —exclamó con voz gutural—. ¡Cuánto tiempo sin vegte!
Entró majestuosamente y se dirigió hacia el muchacho; detrás de la joven
apareció la señora Weasley con cara de malas pulgas.
—¡No hacía falta que subieras la bandeja, estaba a punto de hacerlo yo! —
refunfuñó.
—No hay ningún pgoblema —replicó Fleur Delacour, y dejó la bandeja sobre
las rodillas de Harry. A continuación se inclinó para plantarle un beso en cada
mejilla, y él notó cómo le ardía allí donde se posaban los labios de Fleur—.
Tenía muchas ganas de veglo. ¿Te acuegdas de mi hegmana Gabgielle? Sólo sabe
hablag de Hagy Potteg. Se alegagá mucho de volverg a vegte.
—Ah, ¿también está aquí? —preguntó Harry con voz ronca.
—No, bobo, no —contestó ella con una risa cantarina—. Me gefiego al
pgóximo vegano, cuando nos... ¿Es que no lo sabes? —Abrió mucho sus grandes
ojos azules y miró con reproche a la señora Weasley, que se defendió:
—Todavía no hemos tenido ocasión de contárselo.
Fleur se volvió bruscamente hacia Harry, y al hacerlo le dio de lleno en la
cara a la señora Weasley con su cortina de cabello plateado.
—¡Bill y yo vamos a casagnos!
—¡Oh! —exclamó Harry, sin comprender por qué la señora Weasley,
Hermione y Ginny se empecinaban en no mirarse a la cara—. ¡Uau!
¡Felicidades!
Fleur se inclinó y volvió a besarlo.
—Últimamente Bill está muy ocupado, tiene mucho tgabajo, y yo sólo
tgabajo a media jognada en Gingotts para mejogag mi inglés; pog eso me pgopuso
venig a pasag unos días aquí paga conoceg a su familia. Me alegé tanto de sabeg
que ibas a venig... ¡Aquí no hay gan cosa que haceg, a menos que te guste cocinag
y dag de comeg a las gallinas! ¡Buen pgovecho, Hagy!
Y dicho esto, se dio la vuelta con garbo, salió de la habitación como si
flotara y cerró la puerta con cuidado.
La señora Weasley no pudo contener un despectivo «¡Bah!».
—Mi madre no la traga —aclaró Ginny en voz baja.
—¡Eso no es verdad! —la corrigió la aludida con un susurro cargado de
enojo—. ¡Lo que pasa es que opino que se han precipitado con este
compromiso, nada más!
—Hace un año que se conocen —intervino Ron, que parecía un poco grogui
y tenía la vista clavada en la puerta que Fleur acababa de cerrar.
—¡Un año es muy poco tiempo! Pero yo sé por qué lo han hecho, no vayáis
a creer. Es por la incertidumbre que nos crea a todos el regreso de Quienvosotros-sabéis; así que, como la gente piensa que mañana podría estar muerta,
se precipita a tomar decisiones a las que, en otras circunstancias, dedicaría un
tiempo de reflexión. Pasó lo mismo la última vez que él se hizo con el poder:
todos los días se fugaba alguna pareja...
—Papá y tú, por ejemplo —le recordó Ginny con picardía.
—Sí, pero nuestro caso era diferente. Vuestro padre y yo estábamos hechos
el uno para el otro. ¿Qué sentido tenía esperar? —argumentó la señora
Weasley—. En cambio, Bill y Fleur... A fin de cuentas, ¿qué tienen en común? Él
es una persona trabajadora y realista, mientras que ella es...
—Una plasta —sentenció Ginny asintiendo con la cabeza—. Pero Bill
tampoco es tan realista que digamos. Es un rompedor de maldiciones, ¿no? Le
gusta la aventura, el glamour... Supongo que por eso lo atrae tanto Flegggrrr —
concluyó exagerando tanto el sonido gutural de la erre que pareció que iba a
soltar un escupitajo.
—No hagas eso, Ginny —la reprendió la señora Weasley mientras Harry y
Hermione reían—. Bueno, será mejor que siga con lo mío. Cómete los huevos
ahora que están calientes, Harry.
Y salió del cuarto con gesto de preocupación. Ron seguía atontado y movía
la cabeza a intervalos, como un perro que intenta quitarse el agua de las orejas.
—¿No se acostumbra uno a ella viviendo en la misma casa? —le preguntó
Harry.
—Sí, claro, pero cuando te la encuentras por sorpresa...
—¡Qué patético! —bufó Hermione. Se alejó cuanto pudo de él a grandes
zancadas y, al llegar a la pared opuesta, se cruzó de brazos y lo miró.
—No querrás que se quede aquí para siempre, ¿verdad? —preguntó Ginny
a Ron con incredulidad. Pero como su hermano se limitó a encogerse de
hombros, agregó—: Pues mamá va a hacer todo lo que pueda para impedirlo,
me apuesto lo que quieras.
—¿Y cómo va a impedirlo? —preguntó Harry.
—No para de invitar a Tonks a cenar. Me parece que alberga esperanzas de
que Bill se enamore de ella. Y yo también lo espero; preferiría mil veces tener a
Tonks en la familia.
—Sí, seguro —ironizó Ron—. Mira, a ningún hombre en su sano juicio
puede gustarle Tonks estando Fleur cerca. Vale, Tonks no está del todo mal
cuando no hace estupideces con su pelo ni con su nariz, pero...
—Es muchísimo más simpática que Flegggrrr —opinó Ginny.
—¡Y más inteligente! ¡Es una auror! —terció Hermione desde el rincón.
—Fleur tampoco es tonta. Acordaos de que participó en el Torneo de los
Tres Magos —intervino Harry.
—¿Tú también? —dijo Hermione con resentimiento.
—Seguro que te encanta cómo Flegggrrr pronuncia tu nombre: Hagggrrry —
comentó Ginny con desdén.
—No —respondió él, lamentando haber abierto la boca—. Sólo decía que
Flegggrrr... quiero decir, Fleur...
—Yo prefiero a Tonks —insistió Ginny—. Al menos, con ella te ríes.
—Pues últimamente no está muy risueña —objetó Ron—. Las últimas veces
que ha venido a casa parecía Myrtle la Llorona.
—No seas injusto con ella —le espetó Hermione—. Todavía no ha superado
lo que pasó en... ya sabes... ¡Era su primo!
Harry apretó los labios. Al final salía a relucir el tema de Sirius. Cogió un
tenedor y empezó a engullir los huevos revueltos con la esperanza de aislarse
de esa parte de la conversación.
—¡Pero si Tonks y Sirius apenas se conocían! —arguyó Ron—. Sirius pasó
un montón de años en Azkaban, y antes de que lo encerraran allí sus familias
casi no se habían visto.
—No se trata de eso —aclaró Hermione—. ¡Ella está convencida de que
Sirius murió por su culpa!
—¿De dónde ha sacado eso? —saltó Harry pese a su intención de
permanecer callado.
—Bueno, ella peleó contra Bellatrix Lestrange, ¿no? Supongo que cree que
si hubiera acabado con ella, Bellatrix no habría matado a Sirius.
—Menuda estupidez —afirmó Ron.
—Es el complejo de culpabilidad del superviviente —opinó Hermione—.
Me consta que Lupin ha intentado quitarle esas ideas de la cabeza, pero ella
sigue muy deprimida. ¡Hasta tiene problemas para metamorfosearse!
—¿Para...?
—Ya no puede cambiar de aspecto como antes —explicó Hermione—. Creo
que sus poderes se han debilitado a causa de la conmoción, o algo así.
—No sabía que eso pudiera pasar —comentó Harry.
—Yo tampoco —admitió Hermione—, pero imagino que cuando estás muy,
muy deprimido...
La puerta volvió a abrirse y la señora Weasley asomó la cabeza.
—Ginny —susurró—, baja a ayudarme a preparar la comida.
—¡Estoy hablando con mis amigos! —protestó la niña, indignada.
—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Weasley, y se retiró
—¡Me hace bajar para no estar a solas con Flegggrrr! —rezongó Ginny. Se
apartó la larga melena pelirroja imitando a Fleur y salió de la habitación
pavoneándose y con los brazos en alto como si fuera una bailarina—. No tardéis
mucho en bajar, por favor —dijo al marcharse.
Harry aprovechó el breve silencio para seguir desayunando. Hermione se
puso a examinar el interior de las cajas de Fred y George, aunque de vez en
cuando le lanzaba miradas de soslayo a Harry. Y Ron, que estaba comiéndose
una tostada de su amigo, seguía contemplando la puerta con ojos soñadores.
—¿Qué es esto? —preguntó Hermione, sosteniendo una cosa que parecía
un pequeño telescopio.
—No lo sé —respondió Ron—, pero si Fred y George lo han dejado aquí,
seguro que todavía no ha pasado los controles de calidad, así que ten cuidado.
—Tu madre dice que la tienda funciona muy bien —comentó Harry—. Y
que los gemelos tienen buen olfato para los negocios.
—Eso es quedarse corto —repuso Ron—. ¡Se están embolsando galeones a
mansalva! Me muero de ganas de ver la tienda. Todavía no hemos ido al
callejón Diagon porque mamá dice que papá tiene que acompañarnos para
asegurarse de que no nos pase nada, pero él tiene muchísimo trabajo; por lo que
sé, la tienda es una pasada.
—¿Y Percy? —preguntó Harry. El otro hermano Weasley había reñido con
el resto de la familia—. ¿Todavía no se habla con tus padres?
—No —contestó Ron.
—Pero si ahora ya sabe que tu padre tenía razón cuando decía que
Voldemort había vuelto...
—Dumbledore afirma que para la gente es más fácil perdonar a los demás
por haberse equivocado que por tener razón —terció Hermione—. Le oí
decírselo a tu madre, Ron.
—La típica majadería de Dumbledore.
—Este año va a darme clases particulares —comentó Harry.
Ron se atragantó con un trozo de tostada y Hermione soltó un gritito
ahogado.
—¡Qué callado te lo tenías! —exclamó Ron.
—Acabo de acordarme —repuso Harry con sinceridad—. Me lo dijo anoche
en vuestra escobera.
—¡Jo, clases particulares con Dumbledore! —se admiró Ron—. ¿Y por qué
supones que...?
Dejó la frase en el aire. Harry vio que sus dos amigos intercambiaban una
mirada cómplice. Dejó el cuchillo y el tenedor en el plato; el corazón le latía
deprisa a pesar de estar sentado en la cama. Dumbledore le había pedido que lo
hiciera, y ese momento era tan bueno como cualquier otro. Clavó la mirada en
el tenedor, que brillaba iluminado por la luz que entraba por la ventana, y dijo:
—No sé con exactitud por qué quiere darme clases particulares, pero me
parece que es por la profecía. —Ron y Hermione permanecieron callados. Harry
tuvo la impresión de que se habían quedado pasmados. Sin dejar de mirar el
tenedor, añadió—: Ya sabéis, esa que intentaban robar en el ministerio.
—Pero si nadie sabe lo que decía —repuso Hermione con presteza—. Se
rompió.
—Aunque según El Profeta... —empezó Ron, pero Hermione le cortó:
—¡Chissst!
—El Profeta tiene razón —continuó Harry, haciendo un esfuerzo para
levantar la cabeza y mirarlos. Hermione ponía cara de susto y Ron, de
asombro—. Aquella esfera de cristal que se rompió no era el único registro de la
profecía. Yo la escuché entera en el despacho de Dumbledore; fue a él a quien se
la hicieron, por eso pudo revelármela. Según ella —prosiguió, y respiró
hondo—, al parecer soy yo quien acabará con Voldemort. Al menos, vaticinaba
que ninguno de los dos podría vivir mientras el otro siguiera con vida.
Los tres se miraron en silencio. Entonces se oyó un fuerte «¡pum!» y
Hermione desapareció detrás de una bocanada de humo negro.
—¡Hermione! —gritaron Harry y Ron al unísono, y la bandeja del desayuno
cayó al suelo con estrépito.
Hermione reapareció tosiendo entre el humo, con el telescopio en una
mano y un ojo amoratado.
—Lo he apretado y... ¡me ha dado un puñetazo! —dijo jadeando.
Y en efecto, Harry y Ron vieron un pequeño puño acoplado a un largo
muelle que salía del extremo del telescopio.
—No te preocupes —la tranquilizó Ron conteniendo la risa—. Mi madre te
curará. Tiene remedios para todo.
—¡Eso ahora no importa! —replicó Hermione—. Harry... ¡Oh, Harry! —
Volvió a sentarse en el borde de la cama—. Cuando salimos del ministerio no
sabíamos qué... No quisimos decirte nada, pero por lo que oímos decir a Lucius
Malfoy acerca de la profecía... que estaba relacionada contigo y con Voldemort...
Bueno, ya nos imaginamos que podía ser algo así. ¡Ostras, Harry! —Lo miró
fijamente y susurró—: ¿Tienes miedo?
—No tanto como antes. Cuando la escuché por primera vez me quedé...
Pero ahora es como si siempre hubiera sabido que al final tendría que
enfrentarme a Voldemort.
—Cuando nos enteramos de que Dumbledore iría a recogerte en persona,
imaginamos que tal vez quería contarte o enseñarte algo relacionado con la
profecía —intervino Ron, entusiasmado—. Y no nos equivocábamos mucho,
¿verdad? Dumbledore no te daría clases particulares si pensara que eres
hombre muerto, no perdería el tiempo contigo. ¡Debe de creer que tienes
posibilidades!
—Es verdad —coincidió Hermione—. ¿Qué piensas que quiere enseñarte,
Harry? Magia defensiva muy avanzada, supongo. Poderosos contraembrujos y
contramaldiciones...
Harry ya no los escuchaba. Se le estaba extendiendo por todo el cuerpo una
especie de ardor que no tenía nada que ver con el calor del sol, y la presión que
notaba en el pecho se le reducía. Sabía que Ron y Hermione se sentían más
impresionados de lo que parecía, pero el simple hecho de que siguieran allí, a
su lado, dándole ánimos en lugar de apartarse de él como si tuviera algún virus
o fuera peligroso, no tenía precio.
—...y todo tipo de sortilegios elusivos —concluyó Hermione—. Bueno, al
menos tú ya te has enterado de cuál será una de las asignaturas que estudiarás
este año. En cambio, Ron y yo... Me pregunto si tardarán mucho en llegar
nuestros TIMOS.
—No puede faltar mucho. Ya ha pasado un mes —calculó Ron.
—Un momento —apuntó Harry al recordar otra parte de la conversación
con el director del colegio—. ¡Me parece que Dumbledore dijo que las notas de
nuestros TIMOS llegarían hoy!
—¿Hoy? —exclamó Hermione—. ¿Hoy? Pero ¿por qué no...? ¡Cielos,
debiste decírnoslo enseguida! —Se puso en pie de un brinco y añadió—: Voy a
ver si ha llegado alguna lechuza.
Pero diez minutos más tarde, cuando Harry bajó, vestido y con la bandeja
del desayuno vacía, encontró a Hermione sentada a la mesa de la cocina, muy
nerviosa, mientras la señora Weasley intentaba disimular el parecido del ojo de
la chica con el de un panda.
—Nada, no hay manera de que se vaya —decía la señora Weasley,
angustiada; estaba plantada enfrente de Hermione con la varita en una mano
mientras revisaba un ejemplar de El manual del sanador, abierto por el capítulo
«Contusiones, cortes y rozaduras»—. Esto nunca había fallado, no me lo
explico.
—Por eso Fred y George lo consideran una broma graciosa: porque no se va
—opinó Ginny.
—¡Pues tiene que irse! —chilló Hermione—. ¡No puedo quedarme así para
siempre!
—No te quedarás así, querida, ya encontraremos algún antídoto, no temas
—le aseguró la señora Weasley.
—Bill ya me ha contado que los gemelos son muy gaciosos —intervino Fleur
sonriendo.
—Sí, me muero de risa —le espetó Hermione. Se levantó y se puso a dar
vueltas por la cocina mientras se retorcía las manos—. ¿Está segura de que esta
mañana no ha llegado ninguna lechuza, señora Weasley?
—Sí, querida. Me habría dado cuenta —respondió ésta con paciencia—.
Pero sólo son las nueve, todavía hay mucho tiempo para...
—Ya sé que fallé en Runas Antiguas —rezongó Hermione con ansiedad—.
Como mínimo cometí un grave error en la traducción. Y el examen práctico de
Defensa Contra las Artes Oscuras tampoco me salió como esperaba. En
Transformaciones creía que lo había hecho bien, pero ahora que lo pienso...
—¿Quieres hacer el favor de callarte, Hermione? ¡No eres la única que está
nerviosa! —gruñó Ron—. Además, cuando veas tus diez extraordinarios...
—¡No, no, no! —chilló Hermione agitando ambas manos, histérica—.
¡Seguro que lo he suspendido todo!
—¿Y qué pasa si suspendemos? —preguntó Harry a nadie en particular,
pero una vez más fue Hermione quien contestó:
—Analizamos nuestras opciones con el jefe de nuestra casa. Se lo pregunté
a la profesora McGonagall a final de curso.
A Harry se le retorció el estómago y se arrepintió de haber desayunado
tanto.
—En Beauxbatons —explicó Fleur con suficiencia— lo hacíamos de otga
manega. Cgeo que ega mejog. Nos examinábamos tgas seis años de estudios en
lugag de cinco, y luego...
Las palabras de Fleur quedaron ahogadas por un grito. Hermione señalaba
por la ventana de la cocina. En el cielo se veían tres motitas negras que iban
aumentando de tamaño.
—Lechuzas —dijo Ron con voz quebrada, y corrió hacia la ventana donde
estaba su amiga.
—Una para cada uno —añadió Hermione con un susurro que denotaba
terror—. ¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Oh, no!
Agarró con fuerza por los codos a Harry y a Ron.
Las lechuzas volaban derechito hacia La Madriguera; eran tres hermosos
ejemplares, y cuando ya sobrevolaban el sendero que conducía hasta la casa,
todos vieron que cada una llevaba un gran sobre cuadrado.
—¡Oh, no! —aulló Hermione.
La señora Weasley se coló entre los muchachos y abrió la ventana de la
cocina. Una a una, las lechuzas entraron y se posaron sobre la mesa en una
ordenada hilera. Las tres levantaron la pata derecha.
Harry fue hacia ellas. La carta dirigida a él estaba atada a la pata de la
lechuza de en medio. La desató con dedos temblorosos. A su izquierda, Ron
intentaba coger también sus notas; a su derecha tenía a Hermione, pero a ella le
temblaban tanto las manos que también hacía temblar a la lechuza.
Durante unos instantes nadie dijo ni pío. Al final, Harry consiguió soltar el
sobre. Lo abrió a toda prisa y sacó la hoja de pergamino que contenía.
TÍTULO INDISPENSABLE DE MAGIA ORDINARIA
APROBADOS: Extraordinario (E)
Supera las expectativas (S)
Aceptable (A)
SUSPENSOS: Insatisfactorio (I)
Desastroso (D)
Trol(T)
RESULTADOS DE HARRY JAMES POTTER
Astronomía: A
Cuidado de Criaturas Mágicas: S
Encantamientos: S
Defensa Contra las Artes Oscuras: E
Adivinación: I
Herbología: S
Historia de la Magia: D
Pociones: S
Transformaciones: S
Harry releyó varias veces la hoja de pergamino, y poco a poco su
respiración se fue haciendo más acompasada. No estaba mal: siempre había
sabido que suspendería Adivinación, y era imposible que hubiera aprobado
Historia de la Magia, dado que se había desmayado en medio del examen; ¡pero
había aprobado las otras asignaturas! Deslizó el dedo por las notas... ¡Había
sacado buena nota en Transformaciones y en Herbología, y hasta había
superado las expectativas en Pociones! ¡Y lo mejor era que había conseguido un
extraordinario en Defensa Contra las Artes Oscuras!
Miró alrededor. Hermione estaba de espaldas a él, con la cabeza agachada,
pero Ron parecía contentísimo.
—Sólo he suspendido Adivinación e Historia de la Magia, las que menos
me importan. A ver, cambiemos... —Harry leyó las notas de Ron y vio que no
tenía ningún extraordinario—. Ya sabía que sacarías buena nota en Defensa
Contra las Artes Oscuras —dijo Ron dándole un puñetazo en el hombro—. No
nos ha ido tan mal, ¿verdad?
—¡Enhorabuena! —dijo la señora Weasley con orgullo, alborotándole el
cabello a Ron—. ¡Siete TIMOS! ¡Más de los que consiguieron Fred y George
juntos!
—¿Y a ti, Hermione, cómo te ha ido? —preguntó Ginny con vacilación,
porque su amiga todavía no se había dado la vuelta.
—No está mal —respondió en voz baja.
—No digas tonterías —saltó Ron; se acercó a ella y le quitó la hoja de las
manos—. Aja, nueve extraordinarios, y un supera las expectativas en Defensa
Contra las Artes Oscuras. —La miró entre alegre y exasperado—. Y estás
decepcionada, ¿no?
Hermione negó con la cabeza, pero Harry se rió.
—¡Bueno, ya somos estudiantes de ÉXTASIS! —se alegró Ron, sonriente—.
¿Quedan salchichas, mamá?
Harry volvió a repasar sus notas y se dio cuenta de que no habrían podido
ser mejores. Sólo lamentaba un pequeño detalle: esos resultados ponían fin a su
ambición de convertirse en auror, puesto que no había alcanzado la nota
requerida en Pociones. Ya sabía que no iba a conseguirla, pero aun así notó un
vacío en el estómago al mirar de nuevo la negra y pequeña «s».
En realidad era extraño, pues había sido un mortífago disfrazado el
primero en comentarle que sería un buen auror; pero esa idea se había
apoderado de él, y no le atraía ninguna otra profesión. Además, después de
haber escuchado la profecía, creía que ése podía ser un destino adecuado para
él. «Ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida...» ¿Acaso no
haría honor a la profecía y no aumentarían sus posibilidades de sobrevivir si se
unía a esos magos tan bien preparados, cuyo cometido consistía en encontrar y
matar a Voldemort?
6
Draco se larga
Harry no salió de los límites del jardín de La Madriguera durante varias semanas. Pasaba gran parte del día jugando al quidditch, dos contra dos, en el
huerto de árboles frutales de los Weasley (Hermione y él contra Ron y Ginny;
Hermione era malísima y Ginny bastante buena, así que los dos equipos
quedaban razonablemente igualados). Y gran parte de la noche la dedicaba a
repetir tres veces de todo lo que la señora Weasley le servía en el plato.
Habrían sido unas felices y tranquilas vacaciones de no ser por las historias
de desapariciones, extraños accidentes e incluso muertes que aparecían casi a
diario en El Profeta. A veces, Bill y el señor Weasley explicaban en casa las
noticias antes de que éstas salieran en los periódicos. La señora Weasley
lamentó mucho que las celebraciones del decimosexto cumpleaños de Harry
quedaran deslucidas por las truculentas nuevas con que se presentó en la fiesta
Remus Lupin, a quien se lo veía delgado y deprimido; además, le habían salido
muchas canas y llevaba la ropa más raída y remendada que nunca.
—Se han producido otros dos ataques de dementores —anunció Lupin
mientras la señora Weasley le servía un suculento trozo de pastel de
cumpleaños—. Y han encontrado el cadáver de Igor Karkarov en una choza, en
el norte; los asesinos dejaron la Marca Tenebrosa. La verdad es que me
sorprende que Karkarov siguiera con vida un año después de haber
abandonado a los mortífagos; si no recuerdo mal, Regulus, el hermano de
Sirius, sólo sobrevivió unos días.
—Ya —dijo la señora Weasley arrugando el entrecejo—. ¿Qué os parece si
hablamos de otra...?
—¿Te has enterado de lo de Florean Fortescue, Remus? —preguntó Bill, a
quien Fleur no paraba de servir vino—. El dueño de la...
—...¿heladería del callejón Diagon? —terció Harry, sintiendo una
desagradable sensación de vacío en el estómago—. Siempre me regalaba
helados. ¿Qué le ha pasado?
—Tal como ha quedado la tienda, parece que se lo han llevado.
—¿Por qué? —preguntó Ron mientras la señora Weasley fulminaba a su
hijo Bill con la mirada.
—Quién sabe. Debió de hacer algo que les molestó. Florean era un buen
hombre.
—Hablando del callejón Diagon —intervino Arthur Weasley—, por lo visto
el señor Ollivander también ha desaparecido.
—¿El fabricante de varitas mágicas? —preguntó Ginny, asustada.
—Exacto. Su tienda está vacía, pero no se ven señales de violencia. Nadie
sabe si Ollivander se ha marchado voluntariamente o si lo han secuestrado.
—¿Y las varitas? ¿Dónde las comprará ahora la gente?
—Tendrán que comprárselas a otros fabricantes —contestó Lupin—. Pero
Ollivander era el mejor, y no nos beneficia nada que lo retenga el otro bando.
Al día siguiente de esa lúgubre merienda de cumpleaños, llegaron de
Hogwarts las cartas y listas de libros para los muchachos. La carta dirigida a
Harry incluía una sorpresa: lo habían elegido capitán de su equipo de
quidditch.
—¡Ahora tendrás la misma categoría que los prefectos! —exclamó
Hermione—. ¡Y podrás utilizar nuestro cuarto de baño especial!
—¡Vaya! Me acuerdo de cuando Charlie llevaba una como ésta —comentó
Ron examinando con regocijo la insignia de su amigo—. ¡Qué pasada, Harry,
eres mi capitán! Suponiendo que me incluyas otra vez en el equipo, claro. ¡Ja, ja,
ja!
—Bueno, me temo que ahora que ya tenéis vuestras listas no podremos
aplazar mucho más la excursión al callejón Diagon —se lamentó la señora
Weasley mientras repasaba la lista de libros de Ron—. Iremos el sábado, si
vuestro padre no tiene que trabajar. No pienso ir de compras sin él.
—¿De verdad crees que Quien-tú-sabes podría estar escondido detrás de
un estante de Flourish y Blotts, mamá? —se burló Ron.
—¡Como si Fortescue y Ollivander se hubieran ido de vacaciones! —replicó
ella, que se exaltaba con facilidad—. Si consideras que la seguridad es un tema
para hacer chistes, puedes quedarte aquí y ya te traeré yo las cosas.
—¡No, no! ¡Quiero ir, quiero ver la tienda de Fred y George! —se apresuró
a decir Ron.
—Entonces pórtate bien, jovencito, antes de que decida que eres demasiado
inmaduro para venir con nosotros —le espetó ella, y a continuación cogió su
reloj de pared, cuyas nueve manecillas todavía señalaban «Peligro de muerte»,
y lo puso encima de un montón de toallas limpias—. ¡Y lo mismo digo respecto
a regresar a Hogwarts! —añadió antes de levantar el cesto de la colada, con el
reloj en lo alto a punto de caer, y salir con paso firme de la habitación.
Ron miró con gesto de incredulidad a Harry.
—¡Jo! En esta casa ya no puedes ni hacer una broma —se lamentó.
Pero los días siguientes Ron procuró no bromear sobre Voldemort, así que
llegó el sábado sin que la señora Weasley tuviese más rabietas, aunque durante
el desayuno estuvo muy tensa. Bill, que iba a quedarse en casa con Fleur (de lo
que Hermione y Ginny se alegraron mucho), le pasó a Harry una bolsita llena
de dinero por encima de la mesa.
—¿Y el mío? —saltó Ron, con los ojos como platos.
—Ese dinero ya era suyo, idiota —replicó Bill—. Te lo he sacado de la
cámara acorazada, Harry, porque ahora el público tarda unas cinco horas en
acceder a su oro, ya que los duendes han endurecido mucho las medidas de
seguridad. Hace un par de días, a Arkie Philpott le metieron una sonda de
rectitud por el... Bueno, créeme, es más fácil así.
—Gracias, Bill —dijo Harry, y se guardó las monedas.
—Siempge tan atento —le susurró Fleur a Bill con adoración mientras le
acariciaba la nariz. Ginny, a espaldas de Fleur, simuló vomitar en su cuenco de
cereales; Harry se atragantó con los copos de maíz y Ron le dio unas palmadas
en la espalda.
Hacía un día oscuro y nublado. Cuando salieron de la casa abrochándose
las capas, uno de los coches especiales del Ministerio de Magia, en los que
Harry ya había viajado, los esperaba en el jardín delantero.
—Qué bien que papá nos haya conseguido otra vez un coche —comentó
Ron, agradecido, y estiró ostentosamente brazos y piernas mientras el coche
arrancaba y se alejaba despacio de La Madriguera.
Bill y Fleur los despidieron con la mano desde la ventana de la cocina. Ron,
Harry, Hermione y Ginny iban cómodamente arrellanados en el espacioso
asiento trasero del vehículo.
—Pero no te acostumbres, hijo, porque todo esto sólo se hace por Harry —
le advirtió el señor Weasley, volviéndose para mirarlo. Su esposa y él iban
delante, junto al chofer oficial; el asiento del pasajero se había extendido y
convertido en una especie de sofá de dos plazas—. Le han asignado una
protección de la más alta categoría. Y en el Caldero Chorreante se nos unirá otro
destacamento de seguridad.
Harry no comentó nada, pero no le hacía mucha gracia ir de compras
rodeado de un batallón de aurores. Se había guardado la capa invisible en la
mochila porque suponía que si Dumbledore no tenía inconveniente en que la
usara, tampoco debía de tenerlo el ministerio; aunque, ahora que se lo
planteaba, tuvo sus dudas de que estuvieran al corriente de la existencia de esa
capa.
—Ya hemos llegado —anunció el chofer tras un rato asombrosamente
corto, al tiempo que reducía la velocidad en Charing Cross Road y detenía el
coche frente al Caldero Chorreante—. Me han ordenado que los espere aquí.
¿Tienen idea de cuánto tardarán?
—Calculo que un par de horas —contestó el señor Weasley—. ¡Ah, ahí está!
¡Estupendo!
Harry imitó al señor Weasley y miró por la ventanilla. El corazón le dio un
vuelco: no había ningún auror esperándolos fuera de la taberna, sino la
gigantesca y barbuda figura de Rubeus Hagrid, el guardabosques de Hogwarts,
que llevaba un largo abrigo de piel de castor. Al ver a Harry, sonrió sin prestar
atención a las asustadas miradas de los muggles que pasaban por allí.
—¡Harry! —bramó, y en cuanto el muchacho se bajó del coche, lo abrazó
tan fuerte que casi le tritura los huesos—. Buckbeak... quiero decir Witherwings...
ya lo verás, Harry, es tan feliz de volver a trotar por ahí...
—Me alegro de que esté contento —repuso sonriente el chico mientras se
frotaba las costillas—. ¡No sabíamos que el «destacamento de seguridad» eras
tú!
—Ya. Como en los viejos tiempos, ¿verdad? Verás, el ministerio pretendía
enviar un puñado de aurores, pero Dumbledore dijo que podía encargarme yo
—explicó Hagrid con orgullo, sacando pecho y metiendo los pulgares en los
bolsillos—. ¡En marcha! —exclamó, y al punto se corrigió—: Molly, Arthur,
vosotros primero.
Si a Harry no le fallaba la memoria, era la primera vez que el Caldero
Chorreante estaba vacío. Aparte del arrugado y desdentado tabernero, Tom, no
había ni un cliente. Al verlos entrar sonrió ilusionado, pero antes de que abriera
la boca, Hagrid anunció dándose importancia:
—Hoy sólo estamos de paso, Tom. Espero que lo entiendas. Asuntos de
Hogwarts, ya sabes.
El hombre asintió con resignación y siguió secando vasos. Harry,
Hermione, Hagrid y los Weasley cruzaron el local y salieron al pequeño y frío
patio trasero, donde estaban los cubos de basura. Hagrid levantó su paraguas
rosa y dio unos golpecitos en determinado ladrillo de la pared, que se abrió al
instante para formar un arco que daba a una tortuosa calle adoquinada.
Traspusieron la entrada, se pararon y miraron alrededor.
El callejón Diagon había cambiado: los llamativos y destellantes escaparates
donde se exhibían libros de hechizos, ingredientes para pociones y calderos,
ahora quedaban ocultos detrás de los enormes carteles de color morado del
Ministerio de Magia que había pegados en los cristales (en su mayoría, copias
ampliadas de los consejos de seguridad detallados en los folletos que el
ministerio había distribuido en verano). Algunos carteles tenían fotografías
animadas en blanco y negro de mortífagos que andaban sueltos: Bellatrix
Lestrange, por ejemplo, miraba con desdén desde el escaparate de la botica más
cercano. Varias ventanas estaban cegadas con tablones, entre ellas las de la
Heladería Florean Fortescue. Por lo demás, en diversos puntos de la calle
habían surgido tenderetes destartalados; en uno de ellos, instalado enfrente de
Flourish y Blotts bajo un sucio toldo a rayas, un letrero rezaba: «Eficaces
amuletos contra hombres lobo, dementores e inferi.»
Un brujo menudo y con mala pinta hacía tintinear un montón de cadenas
con símbolos de plata que, colgadas de los brazos, ofrecía a los peatones.
—¿No quiere una para su hijita, señora? —abordó a la señora Weasley
lanzándole una lasciva mirada a Ginny—. ¿Para proteger su hermoso cuello?
—Si estuviera de servicio... —masculló el señor Weasley mirando con ceño
al vendedor de amuletos.
—Sí, pero ahora no detengas a nadie, querido, que tenemos prisa —le rogó
su esposa mientras consultaba una lista, nerviosa—. Me parece que lo mejor
sería ir primero a Madame Malkin; Hermione quiere una túnica de gala nueva y
Ron enseña demasiado los tobillos con la del uniforme. Y tú también necesitarás
una nueva, Harry, porque has crecido mucho. Vamos, por aquí...
—Molly, no tiene sentido que vayamos todos a Madame Malkin —objetó su
marido—. ¿Por qué no dejas que Hagrid los acompañe a ellos tres y nosotros
vamos con Ginny a Flourish y Blotts a comprarles los libros de texto?
—No sé, no sé —respondió ella, angustiada; era evidente que se debatía
entre el deseo de terminar las compras deprisa y el de mantener unido el
grupo—. Hagrid, ¿crees que...?
—No sufras, Molly, conmigo no va a pasarles nada —la tranquilizó éste
agitando una peluda mano del tamaño de la tapa de un cubo de basura.
La señora Weasley no parecía muy convencida, pero permitió que se
separaran y salió presurosa hacia Flourish y Blotts con su marido y Ginny,
mientras que Harry, Ron, Hermione y Hagrid se dirigieron hacia el
establecimiento de Madame Malkin.
Harry advirtió que muchas de las personas con que se cruzaban tenían la
misma expresión atribulada y atemorizada que la señora Weasley, y ninguna de
ellas se detenía a hablar; los compradores permanecían juntos formando grupos
muy unidos y no se distraían. Tampoco había nadie que hiciera las compras
solo.
—No sé si vamos a caber todos ahí dentro —observó Hagrid tras detenerse
delante de la tienda de Madame Malkin y mirar por el escaparate—. Si os
parece bien, me quedaré vigilando aquí.
Así que los tres amigos entraron en la pequeña tienda. A primera vista
parecía vacía, pero tan pronto la puerta se hubo cerrado tras ellos, oyeron una
voz conocida detrás de un perchero de túnicas de gala con lentejuelas azules y
verdes.
—...ningún niño, por si no te habías dado cuenta, madre. Soy perfectamente
capaz de hacer las compras por mi cuenta.
Alguien chascó la lengua, y luego una voz que Harry identificó como la de
Madame Malkin dijo:
—Mira, querido, tu madre tiene razón; en los tiempos que corren no es
conveniente pasear solo por ahí, no tiene nada que ver con la edad...
—¡Quiere hacer el favor de mirar dónde clava el alfiler!
Un adolescente pálido, de facciones afiladas y cabello rubio platino, salió de
detrás del perchero. Llevaba puesta una elegante túnica verde oscuro con una
reluciente hilera de alfileres alrededor del dobladillo y los bordes de las
mangas. Dio un par de zancadas, se colocó ante el espejo y se miró; tardó unos
instantes en ver a Harry, Ron y Hermione reflejados detrás de él, y enton ces
entrecerró sus ojos grises.
—Si te preguntas por qué huele mal, madre, es que acaba de entrar una
sangre sucia —anunció Draco Malfoy.
—¡No hay ninguna necesidad de emplear ese lenguaje! —lo reprendió
Madame Malkin saliendo de detrás del perchero a toda prisa, con una cinta
métrica y una varita en las manos—. ¡Y tampoco quiero ver varitas en mi
tienda! —se apresuró a añadir, pues al mirar hacia la puerta vio a Harry y Ron
allí plantados con las varitas en ristre apuntando a Malfoy.
Hermione, que estaba detrás de los chicos, les susurró:
—Dejadlo, en serio, no vale la pena.
—¡Bah, como si os atrevierais a hacer magia fuera del colegio! —se burló
Malfoy—. ¿Quién te ha puesto el ojo morado, Granger? Me gustaría enviarle
flores.
—¡Basta ya! —ordenó Madame Malkin, y miró a sus espaldas en busca de
ayuda—. Por favor, señora...
Narcisa Malfoy salió de detrás del perchero con aire despreocupado.
—Guardad las varitas —exigió con frialdad a Harry y Ron—. Si volvéis a
atacar a mi hijo, me encargaré de que sea lo último que hagáis.
—¿Lo dice en serio? —la desafió Harry. Avanzó un paso y miró con fijeza a
la mujer cuyo arrogante rostro, pese a su palidez, recordaba al de su hermana.
Harry ya era tan alto como ella—. ¿Qué piensa hacer? ¿Pedirles a algunos
mortífagos amigos suyos que nos liquiden?
Madame Malkin soltó un gritito y se llevó las manos al pecho.
—Chicos, no deberíais acusar... Es peligroso decir cosas así. ¡Guardad las
varitas, por favor!
Pero Harry no la bajó. Narcisa Malfoy esbozó una desagradable sonrisa.
—Veo que ser el preferido de Dumbledore te ha dado una falsa sensación
de seguridad, Harry Potter. Pero él no estará siempre a tu lado para protegerte.
—¡Ostras! —exclamó Harry, mirando con sorna alrededor—. ¡Ahora no lo
veo por aquí! ¿Por qué no lo intenta? ¡Quizá le encuentren una celda doble en
Azkaban y pueda ir a hacerle compañía al fracasado de su marido!
Draco, furioso, se abalanzó sobre Harry, pero tropezó con el dobladillo de
la túnica. Ron soltó una carcajada.
—¡No te atrevas a hablarle así a mi madre, Potter! —gruñó.
—No pasa nada, hijo —intervino Narcisa, poniéndole una mano de
delgados y blancos dedos en el hombro para sujetarlo—. Creo que Potter se
reunirá con su querido Sirius antes de que yo vaya a hacer compañía a Lucius.
Harry levantó un poco más la varita.
—¡No, Harry! —gimió Hermione y le tiró del brazo para bajárselo—.
Piensa... No debes... no te metas en líos.
Madame Malkin titubeó un momento y decidió comportarse como si no
pasara nada, con la esperanza de que realmente no llegara a pasar nada. Se
inclinó hacia Draco, que todavía miraba con odio a Harry, y dijo:
—Me parece que tendríamos que acortar la manga izquierda un poquito
más, querido. Déjame...
—¡Ay! —chilló Draco, y le dio un golpe brusco en la mano—. ¡Cuidado con
los alfileres, señora! Madre, creo que no quiero esta túnica...
Se quitó la prenda por la cabeza y la arrojó al suelo, a los pies de Madame
Malkin.
—Tienes razón, hijo —coincidió Narcisa, y le lanzó una mirada de
profundo desprecio a Hermione—, ahora veo la clase de gentuza que compra
aquí. Será mejor que vayamos a Twilfitt y Tatting.
Madre e hijo abandonaron con aire decidido la tienda y, al salir, Draco se
aseguró de tropezar con Ron y darle tan fuerte como pudo.
—¡Habrase visto! —se horrorizó Madame Malkin. Recogió la túnica del
suelo y le pasó la punta de la varita por encima para quitarle el polvo, como
quien pasa un aspirador.
La dueña de la tienda estuvo muy alterada mientras Ron y Harry se
probaban las túnicas nuevas; intentó venderle a Hermione una túnica de gala
de mago en lugar de una de bruja, y cuando por fin se despidió de ellos, se notó
que se alegraba de verlos marchar.
—¿Ya lo tenéis todo? —preguntó Hagrid, jovial, cuando los tres amigos
salieron a la calle.
—Más o menos —contestó Harry—. ¿Has visto a los Malfoy?
—Sí. Pero descuida, Harry, jamás se les ocurriría armar jaleo en medio del
callejón Diagon.
Los tres amigos se miraron, pero, antes de que pudieran sacar a Hagrid de
su error, llegaron los señores Weasley y Ginny cargados con pesados paquetes
de libros.
—¿Estáis todos bien? —preguntó la señora Weasley—. ¿Tenéis las túnicas?
Estupendo, entonces podemos pasar por el boticario y El Emporio de camino
hacia la tienda de Fred y George. ¡Vamos, no os separéis!
Ni Harry ni Ron compraron ingredientes para pociones en el boticario,
dado que no iban a seguir estudiando Pociones, pero en El Emporio de la
Lechuza ambos adquirieron grandes cajas de frutos secos para Hedwig y
Pigwidgeon. Luego, mientras la señora Weasley consultaba la hora en su reloj de
pulsera a cada minuto, siguieron recorriendo la calle en busca de Sortilegios
Weasley, la tienda de artículos de broma que regentaban Fred y George.
—No nos queda mucho tiempo —les advirtió la señora Weasley—. Sólo
echaremos un vistazo y luego volveremos al coche. Debemos de estar cerca: ése
es el número noventa y dos... noventa y cuatro...
—¡Vaya! —exclamó Ron deteniéndose en seco.
Comparados con los sosos escaparates de las tiendas de los alrededores,
cubiertos de carteles, los del local de Fred y George parecían un espectáculo de
fuegos artificiales. Al pasar por delante, los peatones se volvían para admirarlos
y algunos incluso se detenían para contemplarlos con perplejidad.
El escaparate de la izquierda era deslumbrante, lleno de artículos que
giraban, reventaban, destellaban, brincaban y chillaban; Harry se desternilló de
risa al verlo. El de la derecha se hallaba tapado por un gran cartel morado,
como los del ministerio, pero con unas centelleantes letras amarillas que decían:
¿Por qué le inquieta El-que-no-debe-ser-nombrado?
¡Debería preocuparle
LORD KAKADURA,
La epidemia de estreñimiento que arrasa el país!
Harry rompió a reír, pero oyó un débil gemido a su lado. Era la señora
Weasley contemplando el cartel, estupefacta, mientras articulaba en silencio las
palabras «Lord Kakadura».
—¡Esto va a costarles la vida! —susurró.
—¡Qué va! —saltó Ron, que reía también—. ¡Es genial!
Los dos amigos fueron los primeros en entrar en la tienda, tan abarrotada
de clientes que Harry no pudo acercarse a los estantes. Sin embargo, miró
fascinado alrededor y contempló las cajas amontonadas hasta el techo: allí
estaban los Surtidos Saltaclases que los gemelos habían perfeccionado durante
su último curso en Hogwarts, que aún no habían acabado; el turrón
sangranarices era el más solicitado, pues sólo quedaba una abollada caja en el
estante. También había cajones llenos de varitas trucadas (las más baratas se
convertían en pollos de goma o en calzoncillos cuando las agitaban; las más
caras golpeaban al desprevenido usuario en la cabeza y la nuca) y cajas de
plumas de tres variedades: autorrecargables, con corrector ortográfico
incorporado y sabelotodo. Harry se abrió paso entre la multitud hasta el
mostrador, donde un grupo de maravillados niños de unos diez años
observaban una figurita de madera que subía lentamente los escalones que
conducían a una horca; en la caja sobre la que se exponía el artilugio, una
etiqueta indicaba: «Ahorcado reutilizable. ¡Si no aciertas, lo ahorcan!»
—«Fantasías patentadas»... —Hermione había logrado acercarse a un gran
expositor y leía la información impresa en una caja con una llamativa fotografía
de un apuesto joven y una embelesada chica en la cubierta de un barco pirata—.
«Tan sólo con un sencillo conjuro accederás a una fantasía de treinta minutos de
duración, de primera calidad y muy realista, fácil de colar en una clase normal
de colegio y prácticamente indetectable. Posibles efectos secundarios: mirada
ausente y ligero babeo. Prohibida la venta a menores de dieciséis años.»
¡Caramba, esto es magia muy avanzada! —comentó Hermione mirando a
Harry.
—Por haber dicho eso, Hermione —los sorprendió una voz a sus
espaldas—, puedes llevarte una gratis.
Harry y Hermione se dieron la vuelta y vieron a Fred, que sonreía radiante.
Llevaba una túnica de color magenta que desentonaba con su cabello pelirrojo.
—¿Cómo estás, Harry? —Se estrecharon la mano—. ¿Y a ti qué te ha
pasado en el ojo, Hermione?
—Ha sido ese telescopio zurrador vuestro —contestó ella, compungida.
—¡Ostras, no me acordaba! Toma... —Se sacó una tarrina del bolsillo y se la
dio; Hermione desenroscó la tapa con cautela y contempló la espesa pasta
amarilla que contenía—. Póntela en el ojo y dentro de una hora el cardenal
habrá desaparecido —le aseguró Fred—. Hemos tenido que procurarnos un
quitacardenales decente, porque la mayoría de nuestros productos los
probamos nosotros mismos.
—¿Seguro que es inofensivo? —preguntó la chica.
—Pues claro. Ven, Harry, voy a enseñártelo todo.
Harry dejó a Hermione untándose la pomada en el ojo amoratado y siguió
a Fred hacia el fondo de la tienda, donde había un tenderete con trucos de
cartas y de cuerdas.
—¡Trucos de magia muggle! —explicó Fred con entusiasmo,
señalándolos—. Para los bichos raros como mi padre que se pirran por las cosas
de muggles. No dejan mucha ganancia, pero se venden bien; la gente los
compra por la novedad. ¡Ah, mira, ahí está George!
El hermano gemelo de Fred le dio un enérgico apretón de manos a Harry.
—¿Le estás enseñando nuestros tesoros? Ven al reservado, Harry, ahí es
donde de verdad ganamos dinero. ¡Eh, tú! —le advirtió a un niño que
rápidamente retiró la mano de un tubo con la etiqueta «Marcas Tenebrosas
comestibles: ¡ponen malo a cualquiera!»—. ¡Si birlas alguna cosa pagarás con
algo más que galeones!
George apartó una cortina que había detrás de los trucos de muggles y
Harry vio una sala con menos iluminación y menos gente. Los embalajes de los
productos que llenaban los estantes no eran tan llamativos.
—Hemos creado una línea más seria —explicó Fred—. Fue muy curioso...
—No te imaginas cuántas personas no saben hacer un encantamiento
escudo decente —explicó George—. ¡Ni siquiera los empleados del ministerio!
Claro, como nunca te han tenido de maestro, Harry...
—Exacto. Pues bien, se nos ocurrió que los sombreros escudo podían tener
gracia. Ya sabes, desafías a un colega a que te haga un embrujo con el sombrero
puesto y observas la cara que pone cuando el embrujo rebota y le da a él. ¡Pero
el ministerio nos compró quinientos para su personal de refuerzo! ¡Y todavía
siguen haciendo unos pedidos descomunales!
—Así que ampliamos la idea y creamos una extensa gama de capas escudo,
guantes escudo...
—Bueno, no servirán de gran cosa contra las maldiciones imperdonables,
pero para maleficios o embrujos de leves a moderados...
—Y luego creímos que sería buena idea entrar en el terreno de la Defensa
Contra las Artes Oscuras, porque con eso te forras —prosiguió George,
irradiando entusiasmo—. Mira, esto mola un montón. Es polvo de oscuridad
instantánea; lo importamos de Perú. Resulta muy útil si nece sitas emprender
una huida rápida.
—Y nuestros detonadores trampa se venden solos, ¡fíjate! —dijo Fred,
señalando una colección de extraños objetos negros con forma de bocinas que
intentaban saltar de los estantes—. Tiras uno con disimulo, sale disparado, se
esconde y hace un ruido muy fuerte que te proporciona un divertimiento
estratégico en un momento de apuro.
—Muy útil —admitió Harry, impresionado.
—Ten —dijo George al tiempo que atrapaba un par y se los lanzaba.
Una joven bruja de cabello corto y rubio asomó la cabeza por detrás de la
cortina; Harry vio que ella también llevaba la túnica de color magenta del
personal.
—Ahí fuera hay un cliente que busca un caldero de broma, señor Weasley y
señor Weasley —dijo la bruja.
Harry encontró muy raro que alguien llamara a los gemelos «señor
Weasley y señor Weasley», pero a ellos no pareció extrañarles.
—Muy bien, Verity, ya voy —dijo George—. Coge lo que quieras, ¿vale,
Harry? Y ni se te ocurra pagar.
—¡Cómo que no! —protestó Harry, que ya había sacado su bolsa de
monedas para pagar los detonadores trampa.
—Aquí no pagas —insistió Fred, apartando el dinero que le ofrecía.
—Pero...
—Tú nos diste el dinero para abrir este negocio, no creas que lo hemos
olvidado —intervino George con seriedad—. Llévate lo que te apetezca, y si
alguien te pregunta, acuérdate de decirle dónde puede encontrarlo.
George apartó la cortina y fue a atender a los clientes, y Fred condujo de
nuevo a Harry hasta la parte delantera de la tienda, donde Hermione y Ginny
seguían examinando las fantasías patentadas.
—¿Todavía no habéis visto nuestros productos especiales Wonderbruja,
chicas? —les preguntó Fred—. Síganme, señoritas...
Cerca del escaparate había una selección de productos de color rosa chillón;
un grupo de exaltadas jovencitas reían apiñadas alrededor de ellos. Hermione y
Ginny, recelosas, se quedaron atrás.
—Aquí los tenéis —dijo Fred con orgullo—. El mejor surtido de filtros de
amor que pueden encontrarse en el mercado.
Ginny arqueó una ceja con escepticismo y preguntó:
—¿Funcionan?
—Claro que funcionan, hasta veinticuatro horas seguidas, según el peso del
chico en cuestión...
—...y del atractivo de la chica —terminó George, que acababa de aparecer a
su lado—. Pero no pensamos vendérselos a nuestra hermana —agregó con
expresión severa—, porque según nos han contado ya sale con cinco chicos ala
vez...
—Cualquier cosa que te haya contado Ron es una mentira como una casa
—repuso Ginny sin perder la calma, y se inclinó para coger del estante un
pequeño tarro rosa—. ¿Qué es esto?
—Crema desvanecedora de granos de eficacia garantizada. Actúa en diez
segundos —explicó Fred—. Infalible con lo que sea, desde forúnculos hasta
espinillas. Pero no cambies de tema. ¿Es verdad que sales con un chico llamado
Dean Thomas?
—Sí, es verdad —admitió Ginny—. Y la última vez que me fijé, te aseguro
que era un chico y no cinco. ¿Y eso qué es? —Señaló unas bolas de pelusa color
rosa y morado que rodaban por el fondo de una jaula y emitían agudos
chillidos.
—Micropuffs —dijo George—. Puffskeins en miniatura. No damos abasto.
Pero cuéntame, ¿qué ha pasado con Michael Corner?
—Lo dejé, era un mal perdedor —respondió Ginny al tiempo que metía un
dedo entre los barrotes de la jaula y miraba cómo los micropuffs se
concentraban alrededor de él—. ¡Qué monos son!
—Sí, adorables —concedió Fred—. Pero ¿no crees que cambias muy rápido
de novio?
Ginny se dio la vuelta y puso los brazos en jarras. La mirada que le lanzó a
su hermano se parecía tanto a las de la señora Weasley que a Harry le
sorprendió que Fred no retrocediera.
—Eso no es asunto tuyo. ¡Y a ti —añadió dirigiéndose a Ron, que acababa
de llegar cargado de artículos— te agradecería que no les contaras cuentos
sobre mí a estos dos!
—Serán tres galeones, nueve sickles y un knut —calculó Fred tras examinar
las cajas que Ron llevaba—. Suelta la pasta.
—¡Pero si soy tu hermano!
—Y eso que pretendes llevarte son nuestros productos. Tres galeones y
nueve sickles. Te perdono el knut.
—¡No tengo tanto dinero!
—Entonces ya puedes devolverlo todo a sus estantes correspondientes.
Ron dejó caer varias cajas, soltó una palabrota e hizo un ademán grosero
dirigido a Fred, pero, por desgracia, fue detectado por su madre, que había
elegido justo ese momento para pasar por allí.
—Si te veo hacer eso otra vez te coso los dedos con un embrujo —lo
amenazó.
—¿Me compras un micropuff, mamá? —saltó Ginny.
—¿Un qué? —preguntó ella con desconfianza.
—Mira, son tan cucos...
La señora Weasley se acercó para ver qué eran los micropuffs, y Harry, Ron
y Hermione tuvieron ocasión de echar una ojeada por el cristal del escaparate.
Draco Malfoy, solo, corría calle arriba. Al pasar por delante de Sortilegios
Weasley miró hacia atrás, pero segundos más tarde lo perdieron de vista.
—¿Dónde estará su madre? —se preguntó Harry frunciendo el entrecejo.
—Por lo que parece, le ha dado esquinazo —dijo Ron.
—Pero ¿por qué? —se extrañó Hermione.
Harry se esforzó por hallar una respuesta. No parecía lógico que Narcisa
Malfoy hubiera permitido que su precioso hijo se alejara de su lado; Draco
debía de haber utilizado toda su habilidad para librarse de ella. Harry, que
conocía y odiaba a Draco, sabía que las razones de éste no podían ser inocentes.
Echó un vistazo alrededor: la señora Weasley y Ginny estaban inclinadas
sobre los micropuffs; el señor Weasley examinaba con interés una baraja de
cartas de muggles marcada; Fred y George atendían a los clientes, y al otro lado
del cristal Hagrid estaba de espaldas mirando a uno y otro lado de la calle.
—Rápido, meteos debajo de la capa —apremió Harry a sus amigos al
tiempo que sacaba su capa invisible de la mochila.
—No sé, Harry... —vaciló Hermione, y echó un vistazo a la señora Weasley.
—¡Vamos! —la urgió Ron.
Hermione titubeó un segundo más y luego se deslizó bajo la capa con
Harry y Ron. Nadie advirtió que se habían esfumado: todos estaban centrados
en inspeccionar los productos de los gemelos. Los tres amigos fueron
abriéndose camino hasta la puerta tan deprisa como pudieron, pero, cuando
llegaron a la calle, Malfoy se había desvanecido con la misma habilidad que
ellos.
—Iba en esa dirección —murmuró Harry en voz baja para que no los oyera
Hagrid, que tarareaba una melodía—. ¡Vamos!
Echaron a andar por la calle, observando a derecha e izquierda y en puertas
y ventanas, hasta que Hermione señaló al frente.
—Es ese de ahí, ¿no? —susurró—. El que ahora gira a la izquierda.
—Vaya, vaya —susurró Ron.
Malfoy, tras mirar en derredor, se había metido por el callejón Knockturn.
—Rápido, o lo perderemos —instó Harry, y aceleró el paso.
—¡Nos van a ver los pies! —les advirtió Hermione, angustiada, al
comprobar que la capa les ondeaba alrededor de los tobillos; habían crecido
tanto que la capa ya no les cubría los pies.
—No importa —dijo Harry, impaciente—. ¡Corred!
Pero el callejón Knockturn, la callejuela dedicada a las artes oscuras, se veía
completamente desierto. Fisgaron en los escaparates de las tiendas a medida
que avanzaban, pero no vieron clientes en ninguna de ellas. Harry lo atribuyó a
que en esos tiempos de peligros y sospechas, uno se arriesgaba a delatarse si
compraba artilugios tenebrosos, o al menos si lo veían comprándolos.
Hermione le dio un pellizco en el brazo.
—¡Ay!
—¡Chist! ¡Mira! ¡Está ahí dentro! —le susurró ella al oído.
Habían llegado a la altura de la única tienda del callejón Knockturn en que
Harry había entrado alguna vez: Borgin y Burkes, donde vendían una amplia
variedad de objetos siniestros. Allí, rodeado de cajas llenas de cráneos y botellas
viejas, se encontraba Draco Malfoy, de espaldas a la calle y semioculto por el
mismo armario negro en que Harry se había escondido en una ocasión para
evitar que lo vieran Malfoy y su padre. A juzgar por los movimientos que hacía
con las manos, Draco estaba enfrascado en una animada disertación, mientras el
propietario de la tienda, el señor Borgin (un individuo chepudo de cabello
grasiento), permanecía de pie frente al chico, escuchándolo con una curiosa
expresión de resentimiento y temor.
—¡Ojalá pudiéramos oír lo que están diciendo! —se lamentó Hermione.
—¡Podemos oírlo! —saltó Ron—. Esperad... ¡Mecachis...!
Dejó caer un par de cajas de las que todavía llevaba en las manos y se puso
a hurgar en la más grande.
—¡Mirad! ¡Orejas extensibles!
—¡Genial! —dijo Hermione mientras Ron desenredaba las largas cuerdas
de color carne y empezaba a pasarlas por debajo de la puerta—. Espero que no
le hayan hecho un encantamiento de impasibilidad a la puerta...
—¡Pues no! —se alegró Ron—. ¡Escuchad!
Juntaron las cabezas y escucharon con atención, acercando los oídos al
extremo de las cuerdas: la voz de Malfoy les llegó con toda claridad, como si
hubieran encendido una radio.
—¿... sabría arreglarlo?
—Es posible —contestó Borgin con tono evasivo—. Pero necesito verlo.
¿Por qué no lo traes a la tienda?
—No puedo —repuso Malfoy—. Tiene que quedarse donde está. Lo que
necesito es que me indique cómo hacerlo.
Harry vio que Borgin se pasaba la lengua por los labios, nervioso.
—Es que así, sin haberlo visto, va a ser un trabajo muy difícil, quizá
imposible. No puedo garantizarte nada.
—¿Ah, no? —dijo Malfoy, y Harry comprendió, por su tono, que Draco
miraba con desdén a su interlocutor—. Tal vez esto lo haga decidirse.
Malfoy avanzó hacia Borgin y el armario lo ocultó. Harry, Ron y Hermione
se desplazaron hacia un lado para no perderlo de vista, pero sólo alcanzaron a
ver a Borgin, que parecía asustado.
—Si se lo cuenta a alguien —amenazó Malfoy—, habrá represalias. ¿Conoce
a Fenrir Greyback? Es amigo de mi familia; pasará por aquí de vez en cuando
para comprobar que usted le dedica toda su atención a este problema.
—No será necesario que...
—Eso lo decidiré yo —le espetó Malfoy—. Bueno, me marcho. Y no olvide
guardar bien ése, ya sabe que lo necesitaré.
—¿No quiere llevárselo ahora?
—No, claro que no, estúpido. ¿Cómo voy a ir por la calle con eso? Pero no
lo venda.
—Naturalmente que no... señor.
Borgin hizo una reverencia tan pronunciada como la que en su día Harry le
había visto hacer ante Lucius Malfoy.
—Ni una palabra a nadie, Borgin, y eso incluye a mi madre, ¿entendido?
—Por supuesto, por supuesto —murmuró Borgin, y volvió a hacer una
reverencia.
La campanilla colgada encima de la puerta tintineó con brío y Malfoy salió
de la tienda muy ufano. Pasó tan cerca de Harry y sus amigos que los tres
notaron cómo la capa invisible ondeaba de nuevo alrededor de sus tobillos.
Borgin, que se había quedado inmóvil dentro de la tienda, parecía preocupado
y su empalagosa sonrisa se había borrado.
—¿De qué hablaban? —susurró Ron mientras guardaba las orejas
extensibles.
—No lo sé —dijo Harry, e intentó buscarle algún sentido a aquella extraña
conversación—. Malfoy quiere que le reparen algo... y que le guarden algo que
hay en la tienda. ¿Habéis visto qué señalaba cuando dijo «no olvide guardar
bien ése»?
—No, el armario lo tapaba.
—Quedaos aquí —susurró Hermione.
—¿Qué...?
Pero ella ya había salido de debajo de la capa. Se arregló el pelo
contemplándose en el cristal del escaparate y entró con decisión en el local,
haciendo sonar de nuevo la campanilla. Ron se apresuró a pasar otra vez las
orejas extensibles por debajo de la puerta y le dio un extremo a Harry.
—¡Hola! Qué día tan feo, ¿verdad? —saludó Hermione a Borgin, que no
contestó y la miró con recelo. Tarareando alegremente, ella se paseó entre el
revoltijo de objetos expuestos—. ¿Está a la venta este collar? —preguntó
deteniéndose junto a una vitrina.
—Sí, si tienes mil quinientos galeones —respondió Borgin con frialdad.
—Pues no, no tengo tanto dinero —dijo ella, y siguió paseándose—. Y...
¿qué me dice de este precioso... hum... cráneo?
—Dieciséis galeones.
—Entonces está en venta, ¿no? ¿No se lo reserva a nadie?
Borgin la miró con los ojos entornados y Harry tuvo la desagradable
sensación de que el tendero sabía exactamente lo que Hermione pretendía. Por
lo visto, ella también se figuró que la habían descubierto, ya que de repente
abandonó toda precaución.
—Verá, es que... hum... ese chico que acaba de marcharse de aquí, Draco
Malfoy, es amigo mío, y quiero hacerle un regalo de cumpleaños. Como es
lógico, no quisiera comprarle algo que él ya haya reservado, así que... hum...
Harry consideró que era una excusa muy pobre, y al parecer Borgin opinó
lo mismo.
—¡Fuera! —ordenó sin miramientos—. ¡Largo de aquí!
Hermione no esperó a que se lo repitieran y corrió hacia la puerta con
Borgin pisándole los talones. Cuando volvió a sonar la campanilla, el hombre
pegó un portazo y colgó el letrero de «Cerrado».
—Ha valido la pena intentarlo —dijo Ron echándole la capa por encima a
Hermione—, pero era una excusa demasiado obvia.
—¡La próxima vez vas tú y me enseñas cómo se hace, Maestro del Misterio!
—le espetó ella.
Ron y Hermione discutieron todo el camino hasta Sortilegios Weasley,
donde tuvieron que callarse para poder esquivar, sin ser detectados, a Hagrid y
la señora Weasley, quienes evidentemente se habían percatado de su ausencia y
estaban preocupados. Una vez en la tienda, Harry se quitó la capa invisible y la
guardó en la mochila. A continuación, en respuesta a los reproches de la señora
Weasley, insistió, igual que sus amigos, en que no se habían movido del
reservado y fingió extrañarse de que ella no los hubiera visto.
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