jueves, 17 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 4-6

4
Horace Slughorn

Pese a que llevaba varios días ansiando que fuera verdad que Dumbledore iría
a  recogerlo,  Harry  se  sintió  muy  incómodo  en  cuanto  comenzaron  a  andar
juntos  por  Privet  Drive.  Era  la  primera  vez  que  mantenía  una  conversación
propiamente dicha con el director de su colegio fuera de Hogwarts, pues por lo
general los separaba un  escritorio. Además, el recuerdo de su último encuentro
cara  a  cara  no  dejaba  de  acudirle  a  la  mente,  e  incrementaba  su  sensación  de
bochorno;  en  aquella  ocasión,  él  había  gritado  como  un  loco,  y,  por  si  fuera
poco, se había empeñado en romper algunas de las posesiones más preciadas
de Dumbledore.
Sin embargo, éste parecía completamente relajado.
—Ten la varita preparada, Harry —le advirtió con tranquilidad.
—Creía que tenía prohibido hacer magia fuera del colegio, señor.
—Si  te  atacan,  te  autorizo  a  usar  cualquier  contraembrujo  o
contramaldición  que  se  te  ocurra.  Sin  embargo,  no  creo  que  esta  noche  deba
preocuparte esa eventualidad.
—¿Por qué no, señor?
—Porque  estás  conmigo.  Con  eso  bastará,  Harry.  —Al  llegar  al  final  de
Privet  Drive  se  detuvo  en  seco—.  Todavía  no  has  aprobado  el  examen  de
Aparición, ¿verdad? —preguntó.
—No. Creía que para presentarse a ese examen había que tener diecisiete
años.
—Así  es.  De  modo  que  tendrás  que  sujetarte  con  fuerza  a  mi  brazo.  Al
izquierdo, si no te importa. Como ya has visto, mi brazo derecho está un poco
frágil. —Harry se agarró al antebrazo que le ofrecía—. Muy bien. Allá vamos.
Notó que el brazo del anciano profesor se alejaba de él y se aferró con más
fuerza. De pronto todo se volvió negro, y el muchacho empezó a percibir una
fuerte presión procedente de todas direcciones; no podía respirar, como si unas
bandas  de  hierro  le  ciñeran  el  pecho;  sus  globos  oculares  empujaban  hacia  el
interior  del  cráneo;  los  tímpanos  se  le  hundían  más  y  más  en  la  cabeza,  y
entonces...
Aspiró a bocanadas el aire nocturno y abrió los llorosos ojos. Se sentía como
si  lo  hubieran  hecho  pasar  por  un  tubo  de  goma  muy  estrecho.  Tardó  varios
segundos en darse cuenta de que Privet Drive había desaparecido. Dumbledore
y  él  estaban  de  pie  en  una  plaza  de  pueblo desierta,  en  cuyo  centro  había  un
viejo  monumento  a  los  caídos  y  unos  cuantos  bancos.  Tras  recuperar  por
completo los sentidos, comprendió que acababa de aparecerse por primera vez
en su vida.
—¿Te  encuentras  bien?  —preguntó  Dumbledore  mirándolo  con  interés—.
Lleva tiempo acostumbrarse a esta sensación.
—Estoy bien  —contestó el chico frotándose las orejas, a las que no parecía
haberles agradado dejar Privet Drive—. Pero creo que prefiero las escobas.
Dumbledore  sonrió,  se  ciñó  un  poco  más  el  cuello  de  la  capa  de  viaje  e
indicó:
—Por aquí.  —Echó a andar con brío por delante de una posada vacía y de
varias  casas.  Según  el  reloj  de  una  iglesia  cercana,  era  casi  medianoche—.  Y
dime, Harry, ¿te ha dolido últimamente... la cicatriz?
El chico se llevó una mano a la frente y se frotó la marca con forma de rayo.
—No  —contestó—, y no lo entiendo. Creí que me ardería siempre, ya que
Voldemort está recobrando su poder.
Vio que el anciano ponía cara de satisfacción.
—Yo,  en  cambio,  creí todo  lo  contrario.  Lord  Voldemort  ha  comprendido
por fin lo peligroso que puede resultar que accedas a sus pensamientos y sus
sentimientos. Al parecer, ahora está empleando la Oclumancia contra ti.
—Pues  por  mí,  mejor  —repuso  Harry,  que  no  echaba  de  menos  ni  los
inquietantes sueños ni los fugaces momentos en que se introducía en la mente
de Voldemort.
Doblaron una esquina y pasaron ante una cabina telefónica y una parada
de autobús. Harry volvió a mirar de reojo a Dumbledore.
—Profesor...
—Dime, Harry.
—Hum... ¿Dónde estamos?
—Esto, Harry, es el precioso pueblo de Budleigh Babberton.
—¿Y qué hacemos aquí?
—¡Ah,  sí,  claro!  Todavía  no  te  lo  he  explicado.  Verás,  ya  he  perdido  la
cuenta de las veces que he dicho esto en los últimos años, pero resulta que de
nuevo  hay  un  puesto  vacante  en  el  profesorado.  Hemos  venido  aquí  para
convencer  a  un  viejo  colega  mío,  que  ya  se  ha  jubilado,  para  que  regrese  a
Hogwarts.
—¿Y cómo puedo ayudarlo yo a convencerlo?
—¡Oh, ya encontraremos alguna manera! A la izquierda, Harry.
Subieron por una calle estrecha y empinada con hileras de casas a ambos
lados,  pero  no  había  luz  en  ninguna  ventana.  El  frío  que,  desde  hacía  dos
semanas, se había instalado en Privet Drive reinaba también allí. Pensando en
los dementores, Harry miró hacia atrás y, para tranquilizar se, sujetó con fuerza
la varita que llevaba en el bolsillo.
—¿Por  qué  no  nos  aparecimos  directamente  en  casa  de  su  viejo  colega,
profesor?
—Porque eso sería tan descortés como echar abajo la puerta. Es de buena
educación ofrecer a los otros magos la oportunidad de negarnos la entrada. De
cualquier  modo,  la  mayoría  de  las  viviendas  mágicas  están  protegidas  de
aparecedores no deseados. En Hogwarts, por ejemplo...
—...no  puedes  aparecerte  ni en  los  edificios  ni  en  los  jardines  —completó
rápidamente Harry—. Me lo dijo Hermione Granger.
—Y tiene mucha razón. Otra vez a la izquierda.
A sus espaldas, el reloj de la iglesia dio la medianoche. Harry se preguntó
por  qué  Dumbledore  no  consideraba  descortés  visitar  a  su  colega  tan  tarde,
pero,  en  lo  que  a  preguntas  se  refería,  tenía  algunas  más  urgentes  que
plantearle.
—Señor, en El Profeta leí que han despedido a Fudge...
—Correcto  —confirmó  Dumbledore  torciendo  por  una  empinada
callejuela—. Lo ha sustituido, como estoy seguro de que también habrás leído,
Rufus Scrimgeour, que hasta ahora era el jefe de la Oficina de Aurores.
—¿Y qué tal...? ¿Qué tal es?
—Una  pregunta  interesante.  Es  competente,  desde  luego,  y  tiene  una
personalidad más fuerte y decidida que Cornelius.
—Ya, pero a lo que me...
—Ya sé a qué te refieres. Rufus es un hombre de acción, y como lleva toda
su  vida  activa  combatiendo  a  los  magos  tenebrosos,  no  subestima  a  lord
Voldemort.
Harry  aguardó  en  silencio,  pero  Dumbledore  no  hizo  ningún  comentario
acerca  de  su  desacuerdo  con  Scrimgeour  que  había  mencionado  El  Profeta,  y
como no tuvo valor para sacar el tema, habló de otra cosa.
—Y también leí lo de Madame Bones, señor.
—Sí  —asintió  el  mago  en  voz  baja—.  Una  pérdida  terrible.  Era  una  gran
bruja. Creo que es allí. ¡Ay! —Había señalado con la mano lastimada.
—Profesor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Ahora  no  tengo  tiempo  para  explicártelo  —le  cortó—.  Es  una  historia
emocionante y quiero hacerle justicia.
Sonrió al muchacho, y éste comprendió que no le estaba dando largas y que
tenía permiso para seguir formulando preguntas.
—Una lechuza me trajo un folleto del Ministerio de Magia, señor, con las
medidas de seguridad que todos deberíamos adoptar contra los mortífagos...
—Sí,  yo  también  recibí  uno  —dijo  Dumbledore,  aún  sonriendo—.  ¿Lo
encontraste útil?
—No mucho.
—Ya me lo imaginaba. Pero no me has preguntado, por ejemplo, cuál es mi
mermelada  favorita,  ya  sabes,  para  comprobar  que  soy  el  verdadero  profesor
Dumbledore y no un impostor.
—No se me... —empezó Harry, sin saber si estaba riñéndole o no.
—Para otra vez, Harry, quiero que sepas que mi mermelada favorita es la
de  frambuesa.  Aunque,  evidentemente,  si  yo  fuera  un  mortífago  me  habría
asegurado  de  averiguar  mis  propias  preferencias  respecto  a  las  mermeladas
antes de hacerme pasar por mí mismo.
—Ya,  claro...  Pues  en  ese  folleto  decía  algo  sobre  los  inferi.  ¿Qué  son?  El
folleto no lo explicaba.
—Son  cadáveres  —contestó  Dumbledore  con  serenidad—.  Cuerpos  de
personas  muertas  que  han  sido  hechizados  para  hacer  con  ellos  lo  que  se  le
antoje a un mago tenebroso. Pero hace mucho tiempo que no se ven inferi, al
menos desde que Voldemort perdió el poder... El mató a tanta gente que pudo
formar un ejército con ellos, claro. Es aquí, Harry, aquí mismo...
Se  estaban  acercando  a  una  casita  de  piedra  rodeada  de  un  jardín.  Harry
estaba tan ocupado asimilando la espeluznante explicación sobre los inferi  que
no prestaba atención a nada más, pero, cuando llegaron a la verja, Dumbledore
se detuvo en seco y el chico chocó contra él.
—¡Cáspita!
Harry siguió la mirada del anciano mago a lo largo del cuidado sendero del
jardín y se le cayó el alma a los pies: la puerta de la casa colgaba de los goznes.
Dumbledore miró a ambos lados de la calle, que parecía desierta.
—Saca  tu  varita  y  sígueme,  Harry  —ordenó  en  voz  baja.  A  continuación
abrió  la verja y recorrió con rapidez y sigilo el sendero, seguido del muchacho;
luego  empujó  muy  despacio  la  puerta  de  la  casa  con  la  varita  en  ristre —.
¡Lumos!
La punta de la varita de Dumbledore se inflamó y proyectó su luz por un
estrecho  recibidor.  A  la  izquierda  había  otra  puerta  abierta.  Manteniendo  en
alto la iluminada varita, el anciano entró en el salón, con Harry pegado a sus
talones.
Ante ellos apareció un escenario de absoluta devastación: en el suelo yacía
un astillado reloj de pie, con la esfera rota y el péndulo tirado un poco más allá,
como  una  espada  abandonada;  un  piano  tumbado  sobre  un  costado  tenía  las
teclas  esparcidas  a  su  alrededor;  los  restos  de  una  lámpara  de  cristal
centelleaban  a  pocos  pasos;  los  almohadones  tenían  tajos  de  los  que  salían
plumas,  y  fragmentos  de  cristal  y  porcelana  lo  cubrían  todo  como  si  fuese
polvo. Dumbledore alzó un poco más la varita para iluminar las paredes, cuyo
empapelado estaba salpicado de una sustancia pegajosa de color rojo oscuro. El
grito ahogado de Harry lo hizo volverse.
—Esto  no  pinta  nada  bien  —observó  con  seriedad—.  Sí,  aquí  ha  pasado
algo horroroso.
Avanzó con cautela hasta el centro de la habitación mientras examinaba los
escombros. Harry lo siguió mirando a todas partes, temeroso de que pudieran
encontrarlo  detrás  de  los  restos  del  piano  o  del  derribado  sofá,  pero  no  vio
ningún cadáver.
—Tal  vez  hubo  una  pelea  y...  se  lo  llevaron,  ¿no,  profesor?  —sugirió,
intentando  no  imaginar  lo  malherido  que  tendría  que  estar  un  hombre  para
dejar esas manchas en las paredes.
—No lo creo —repuso Dumbledore mientras miraba detrás de una volcada
butaca con exceso de relleno.
—¿Insinúa que está...?
—Por aquí, sí.
Y sin previo aviso,  se  precipitó sobre la butaca e hincó la punta de la varita
en el asiento, que gritó:
—¡Ay!
—Buenas noches, Horace —saludó Dumbledore, y se irguió de nuevo.
Harry  se  quedó  boquiabierto.  Un  anciano  calvo  y  tremendamente  gordo,
que  se  frotaba  la  parte  baja  del  vientre  y  miraba  a  Dumbledore  con  ojos
entrecerrados  y  gesto  ofendido,  se  hallaba  donde  un  segundo  antes  estaba  la
butaca.
—No necesitabas clavarme la varita tan fuerte —refunfuñó, poniéndose en
pie con dificultad—. Me has hecho daño.
La  luz  de  la  varita  brilló  sobre  su  reluciente  calva,  sus  saltones  ojos  y  su
enorme y plateado bigote de  morsa, así como sobre los bruñidos botones de la
chaqueta de terciopelo marrón que llevaba encima de un pijama de seda lila. La
coronilla  de  aquel  personaje  apenas  llegaba  a  la  altura  de  la  barbilla  de
Dumbledore.
—¿Cómo me has descubierto? —gruñó mientras  se tambaleaba sin dejar de
frotarse  el  vientre.  Se  mostraba  impertérrito  a  pesar  de  que  acababan  de
sorprenderlo haciéndose pasar por una butaca.
—Mi querido Horace  —contestó Dumbledore, que parecía encontrar todo
aquello  muy  gracioso—,  si  fuera  verdad  que  los  mortífagos  han  venido  a
visitarte, habría aparecido la Marca Tenebrosa encima de la casa.
El mago se dio una palmada en la ancha frente con una manaza.
—La Marca Tenebrosa  —masculló—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo.
Bueno, en cualquier caso no habría tenido tiempo. Acababa de darle los últimos
retoques al tapizado cuando entraste en la habitación.  —Exhaló un suspiro tan
hondo que estremeció las puntas del bigote.
—¿Quieres  que  te  ayude  a  poner  orden?  —se  ofreció  Dumbledore  con
amabilidad.
—Sí, por favor.
Los dos magos (uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo) se colocaron de
pie, espalda contra espalda, y sacudieron sus respectivas varitas con un amplio
e idéntico movimiento.
Los  muebles  volvieron  volando  a  su  posición  original;  los  adornos  se
recompusieron suspendidos en el aire; las plumas se metieron de nuevo en los
almohadones; los libros rotos se repararon por sí solos antes de regresar a sus
estantes;  las  lámparas  de  aceite  se  trasladaron  por  el  aire  hasta  sus  mesitas  y
volvieron a encenderse; una serie de dañados marcos de plata también voló por
la habitación y aterrizó, intacta, en un aparador; desgarrones, grietas y agujeros
se repararon por todas partes, y las paredes se autolimpiaron.
—Por  cierto,  ¿qué  clase  de  sangre  era  ésa?  —preguntó  Dumbledore,
elevando la voz para hacerse oír por encima de las campanadas del restaurado
reloj de pie.
—¿La  de  las  paredes?  ¡De  dragón!  —gritó  el  mago  llamado  Horace  al
mismo tiempo que, con un agudo chirrido y un fuerte tintineo, la lámpara de
cristal  volvía  a  enroscarse  en  el  techo.  Tras  un  último  ¡pataplum!  del  piano,
volvió a reinar el silencio—. Sí, de dragón —repitió el mago con desenfado, y se
dirigió hacia una pequeña botella de cristal que había encima de un aparador.
La puso a contraluz para examinar el espeso líquido que contenía—. Mi última
botella, y por desgracia se ha puesto por las nubes. No obstante, quizá pueda
volver a utilizarla. Hum. Ha cogido un poco de polvo.
La dejó otra vez en el aparador y suspiró. Entonces fue cuando reparó por
primera vez en Harry.
—¡Atiza!  —exclamó  mientras  clavaba  sus  saltones  ojos  en  la  frente  de
Harry y en la cicatriz con forma de rayo que la surcaba—. ¡Ajajá!
—Este es Harry Potter  —hizo las presentaciones Dumbledore—. Harry, te
presento a un viejo amigo y colega mío, Horace Slughorn.
Este se volvió hacia el director de Hogwarts con expresión sagaz.
—Creíste que así me persuadirías, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no,
Albus.
Apartó a Harry con decisión, volvió la cara hacia otro lado y adoptó el aire
de quien intenta resistir una tentación.
—Supongo  que  al  menos  podremos  beber  algo,  ¿no?  —propuso
Dumbledore—. Y brindar por los viejos tiempos.
Slughorn titubeó.
—Está bien, pero sólo una copa —concedió de mala gana.
Dumbledore  sonrió  a  Harry  y  lo  condujo  hacia  una  butaca  (parecida  a
aquella  por  la  que  Slughorn  se  había  hecho  pasar)  situada  junto  al  fuego  que
había  empezado  a  arder  en  la  chimenea  y  al  lado  de  una  lámpara  de  aceite
encendida.  El  muchacho  se  sentó  con  la  impresión  de  que  Dumbledore,  por
algún motivo, quería que él destacara cuanto fuera posible. Y en efecto, cuando
Slughorn,  que  había  estado  ocupado  con  licoreras  y  copas,  se  dio  otra  vez  la
vuelta hacia la habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Harry.
—¡Rediez!  —exclamó,  y  desvió  la  mirada,  como  si  la  visión  del  chico  lo
asustara o le hiriera los ojos—. Toma... —Le dio una copa a Dumbledore, que se
había sentado, le acercó la bandeja a Harry y luego se apoltronó en el reparado
sofá. Tenía las piernas tan cortas que no tocaba el suelo con los pies.
—Cuéntame, Horace, ¿cómo te va? —preguntó Dumbledore.
—No muy bien. Tengo problemas respiratorios. Tos. Y también reuma. Ya
no  puedo  moverme  como  antes.  En  fin,  era  de  esperar.  Ya  sabes,  la  edad,  la
fatiga...
—Y  sin  embargo,  debes  de  haberte  movido  con  gran  agilidad  para
prepararnos  semejante  bienvenida  en  tan  poco  tiempo.  No  creo  que  hayas
tenido más de tres minutos desde el aviso.
—Dos —replicó Slughorn con una mezcla de fastidio y orgullo—. No oí el
encantamiento antiintrusos cuando sonó porque estaba dándome un baño. Aun
así —añadió con severidad y arrugando el entrecejo—, el hecho es que soy muy
mayor, Albus. Soy un anciano cansado que se ha ganado el derecho a tener una
vida tranquila y unas cuantas comodidades.
Desde  luego,  comodidades  no  le  faltaban,  pensó  Harry  recorriendo  la
habitación con la mirada. La casa estaba atestada de cosas y se respiraba un aire
viciado,  pero  nadie  afirmaría  que  no  era  cómoda;  había  butacas  y  banquetas
para  poner  los  pies,  bebidas  y  libros,  cajas  de  chocolatinas  y  mullidos
almohadones.  Si  Harry  no  hubiera  sabido  quién  vivía  allí,  habría  apostado  a
que era la casa de una anciana rica y maniática.
—Eres más joven que yo, Horace —comentó Dumbledore.
—Pues  mira,  quizá  tú  también  deberías  empezar  a  pensar  en  jubilarte  —
respondió  Slughorn,  y  sus  ojos,  de  un  tono  rojizo,  se  fijaron  en  la  lesionada
mano de Dumbledore—. Veo que has perdido reflejos.
—Tienes  razón  —reconoció  Dumbledore,  y  de  una  sacudida  se  retiró  la
manga para mostrar la yema de sus quemados y ennegrecidos  dedos; al verlos,
Harry sintió un desagradable escalofrío—. No cabe duda de que soy más lento
que antes. Pero, por otra parte...
Se encogió de hombros y extendió los brazos, dando a entender que la edad
ofrecía  sus  compensaciones.  Harry  vio  que en  la  mano  ilesa  llevaba  un  anillo
que  no  le  conocía:  era  grande,  elaborado  toscamente  con  un  material  que
parecía  oro,  y  tenía  engarzada  una  gruesa  y  resquebrajada  piedra  negra.
Slughorn también reparó en el anillo, y Harry vio que fruncía la ancha frente.
—Y  todas  estas  precauciones  contra  los  intrusos,  Horace...  ¿las  tomas  por
los mortífagos o por mí? —preguntó Dumbledore.
—¿Qué van a querer los mortífagos de un pobre vejete averiado como yo?
—repuso Slughorn.
—Supongo que podrían pretender que pusieras tu considerable talento al
servicio de la coacción, la tortura y el asesinato. ¿Me estás diciendo en serio que
todavía no han venido a reclutarte?
Slughorn lo miró torvamente y luego masculló:
—No  les  he  dado  esa  oportunidad.  Llevo  un  año  yendo  de  un  lado  para
otro  y nunca me quedo más de una semana en el mismo sitio. Voy de casa en
casa de  muggles; los  dueños de esta vivienda están de vacaciones en las islas
Canarias. Aquí me he sentido muy a gusto; el día que me marche lo lamentaré.
Cuando  le  coges  el  tranquillo,  resulta  muy  fácil:  sólo  tienes  que  hacerles  un
simple  encantamiento  congelador  a  esas  absurdas  alarmas  antirrobo  que
utilizan en lugar de chivatoscopios, y asegurarte de que los vecinos no te vean
entrar el piano.
—Muy ingenioso —admitió Dumbledore—. Pero debe de ser una existencia
agotadora para un pobre vejete averiado en busca de una vida tranquila. Mira,
si volvieras a Hogwarts...
—¡Si vas a decirme que mi vida sería más apacible en ese agobiante colegio,
puedes  ahorrarte  el  esfuerzo,  Albus!  ¡Quizá  haya  estado  escondido,  pero  me
han llegado extraños rumores desde que Dolores Umbridge se marchó de allí!
Si es así como tratas a los maestros actualmente...
—La profesora Umbridge cometió una grave falta contra nuestra manada
de  centauros  —argumentó  Dumbledore—.  Creo  que  tú,  Horace,  no  habrías
incurrido en el error de entrar tan campante en el Bosque Prohibido y llamar a
una horda de centauros «repugnantes híbridos».
—¿En serio? ¿Eso hizo? Qué mujer tan idiota. Nunca me cayó bien.
Harry rió entre dientes, y ambos magos lo miraron.
—Lo siento —se apresuró a decir el muchacho—. Es que... a mí tampoco me
caía bien.
De pronto Dumbledore se levantó.
—¿Ya  te  marchas?  —preguntó  Slughorn,  como  si  eso  fuera  lo  que  estaba
deseando.
—No, pero si no te importa utilizaré tu cuarto de baño.
—¡Ah!  —dijo Slughorn, decepcionado—. Está en el pasillo. Segunda puerta
a la izquierda.
Dumbledore  cruzó  la  habitación.  Tan  pronto  la  puerta  se  hubo  cerrado
detrás  de  él,  se  hizo  el  silencio.  Tras  unos  instantes  Slughorn  se  levantó,
inquieto. Le lanzó una mirada furtiva a Harry, luego se acercó a la chimenea y
se quedó de espaldas al fuego, calentándose el amplio trasero.
—No  creas  que  no  sé  por  qué  te  ha  traído  aquí  —dijo  con  brusquedad.
Harry lo miró, pero no dijo nada. La acuosa mirada de  Slughorn se deslizó por
la cicatriz del chico y esta vez le recorrió el resto del rostro —. Te pareces mucho
a tu padre.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Excepto en los ojos. Tienes...
—Ya,  los  ojos  de  mi  madre.  —Harry  había  oído  aquel  comentario  tantas
veces que lo ponía un poco nervioso.
—Rediez.  Sí,  bueno...  No  está  bien  que  los  profesores  tengan  alumnos
predilectos, desde luego, pero ella era uno de los míos. Tu madre  —añadió en
respuesta  a  la  inquisitiva  mirada  del  chico—.  Lily  Evans.  Fue  una  de  las
alumnas más brillantes que jamás tuve. Una chica encantadora, llena de vida.
Siempre le decía que debería haber estado en mi casa. Y recuerdo que me daba
unas respuestas muy astutas.
—¿A qué casa pertenecía usted?
—Yo era jefe de Slytherin  —reveló Slughorn—. ¡Pero  no debes guardarme
rencor  por  ello!  —se  apresuró  a  añadir  al  ver  la  expresión  de  Harry,  y  lo
amenazó  con  un  grueso  dedo  índice—.  Tú  debes  de  ser  de  Gryffindor,  como
ella.  Sí,  suele  ser  cosa  de  familia.  Aunque  no  siempre.  ¿Has  oído  hablar  de
Sirius  Black? Seguro que sí: desde hace un par de años lo mencionan mucho en
los periódicos. Murió hace pocas semanas.
Harry notó como si una mano invisible le retorciera las tripas.
—En fin, Sirius  era un gran amigo de tu padre, iban juntos al colegio. Toda
la  familia  Black  había  estado  en  mi  casa,  ¡pero  Sirius  acabó  en  Gryffindor!
Lástima.  Era  un  chico  de  gran  talento.  En  cambio,  sí  tuve  en  Slytherin  a  su
hermano Regulus cuando entró en Hogwarts, pero me habría gustado tenerlos
a  ambos.  —Parecía  un  entusiasta  coleccionista  al  que  habían  ganado  en  una
subasta.  Se  quedó  contemplando  la  pared  que  tenía  delante,  al  parecer
recordando  el  pasado,  mientras  se  mecía  distraídamente  para  calentar  de
manera uniforme el trasero—. Tu madre era hija de muggles, ya lo sé. Cuando
me enteré no podía creerlo. Yo estaba convencido de que era una sangre limpia,
porque era una gran bruja.
—Una de mis mejores amigas es hija de muggles —intervino Harry—, y es
la mejor alumna de mi curso.
—Sí, tiene gracia que eso ocurra a veces, ¿verdad?
—Yo no le veo la gracia —repuso el chico con frialdad.
—¡No vayas a creer que tengo prejuicios!  —replicó Slughorn con gesto de
sorpresa—.  ¡No,  no,  no!  ¿No  acabo  de  decir  que  tu  madre  era  una  de  mis
alumnas favoritas? Y un año después le di clases a Dirk Cresswell, que ahora es
jefe  de  la  Oficina  de  Coordinación  de  los  Duendes.  Pues  bien,  él  también  era
hijo  de  muggles  y  un  alumno  de  gran  talento.  ¡Todavía  me  proporciona
informaciones reservadas de lo que se cuece en Gringotts!
Sonriendo con gesto ufano, se balanceó ligeramente y señaló las relucientes
fotografías enmarcadas que reposaban en el aparador; en todas ellas había unos
diminutos ocupantes que se movían.
—Todos  son  ex  alumnos  míos  y  todos,  grandes  fichajes.  Reconocerás  a
Barnabás Cufie, director de  El Profeta, a quien siempre le interesa escuchar mi
opinión sobre las noticias del día; a Ambrosius Flume, de Honeydukes (todos
los  años  me  regala  una  cesta  por  mi  cumpleaños,  ¡sólo  porque  le  presenté  a
Cicerón Harkiss, que le ofreció su primer empleo!); y en la  parte de atrás... la
verás  si  estiras  un  poco  el  cuello.  Esa  es  Gwenog  Jones,  la  capitana  del
Holyhead Harpies. La gente siempre se sorprende cuando se entera de que me
tuteo con las Harpies, ¡y tengo entradas gratis siempre que quiero!  —Esa idea
pareció animarlo muchísimo.
—¿Y toda esa gente sabe dónde encontrarlo y adonde enviarle esas cosas?
—preguntó Harry, que no entendía por qué los mortífagos todavía no habían
averiguado el paradero de Slughorn si las cestas de golosinas, las entradas para
partidos  de  quidditch  y  los  visitantes  deseosos  de  escuchar  sus  consejos  y
opiniones podían localizarlo.
La sonrisa se borró de los labios de Slughorn con la misma rapidez con que
la sangre se había borrado de las paredes.
—Por supuesto que no  —le respondió con altivez—. Hace un año que no
me pongo en contacto con nadie.
A Harry le pareció que a Slughorn lo impresionaban sus propias palabras,
ya que por un instante se mostró muy afectado. Luego se encogió de hombros.
—Con  todo...  Los  magos  prudentes  se  mantienen  al  margen  en  tiempos
como éstos. ¡Dumbledore puede decir lo que quiera, pero aceptar un empleo en
Hogwarts ahora equivaldría a declarar públicamente mi lealtad a la Orden del
Fénix! Y aunque estoy seguro de que son muy admirables, valientes y todo lo
demás, personalmente no me atrae su tasa de mortalidad...
—Para enseñar en Hogwarts no tiene que entrar en la Orden del Fénix  —
aclaró  Harry,  y  no  pudo  ocultar  un  deje  de  desdén;  no  le  resultaba  fácil
simpatizar  con  la  mimada  existencia  de  Slughorn  si  recordaba  a  Sirius
agazapado  en  una  cueva  y  alimentándose  de  ratas—.  La  mayoría  de  los
profesores  no  pertenece  a  la  Orden,  y  nunca  ha  muerto  ninguno.  Bueno,  sin
contar a Quirrell; pero él tuvo lo que se merecía por trabajar para Voldemort.  —
Estaba seguro de que Slughorn era uno de esos magos que no soportaba oír el
nombre de Voldemort pronunciado en voz alta, y no se equivocaba: Slughorn se
estremeció y soltó un chillido de protesta que Harry ignoró—. Yo diría que los
miembros del profesorado están más seguros que nadie  mientras Dumbledore
sea el director del colegio; se supone que él es el único mago al que Voldemort
ha temido jamás, ¿no?
Slughorn se quedó con la mirada perdida reflexionando sobre lo que Harry
acababa de decir.
—Sí,  claro,  El-que-no-debe-ser-nombrado  nunca  ha  buscado  pelea  con
Dumbledore  —admitió—,  y  seguramente  no  me  cuenta  entre  sus  amigos,  ya
que no me he unido a los mortífagos. Supongo que podría argumentarse algo
así. En cuyo caso, es posible que yo estuviera más seguro cerca de Albus. No
negaré que me afectó la muerte de Amelia Bones. Si ella, con todos los contactos
que tenía en el ministerio y con toda la protección de que gozaba...
Dumbledore  entró  en  la  habitación  y  Slughorn  se  sobresaltó,  como  si
hubiera olvidado que el director de Hogwarts se encontraba en la casa.
—¡Ah, Albus! —dijo—. Has tardado mucho. ¿Andas mal del estómago?
—No; estaba leyendo unas revistas de muggles. Me encantan los patrones
de  prendas  de  punto.  Bueno,  Harry,  ya  hemos  abusado  bastante  de  la
hospitalidad de Horace; creo que debemos marcharnos.
A Harry no le costó nada obedecer y se puso en pie enseguida. Slughorn
pareció desconcertado.
—¿Os marcháis?
—En efecto, nos marchamos. Sé ver cuándo una causa está perdida.
—¿Perdi...?  —Slughorn  se  puso  muy  nervioso.  Hacía  girar  sus  gruesos
pulgares y no paraba de moverse mientras Dumbledore se abrochaba la capa de
viaje y Harry se subía la cremallera de la cazadora.
—Bueno,  lamento  mucho  que  rechaces  el  empleo,  Horace  —dijo
Dumbledore alzando la mano lastimada en señal de despedida—. En Hogwarts
todos se habrían alegrado de volver a verte. Si así lo deseas, puedes visitarnos
cuando quieras, pese a nuestras endurecidas medidas de seguridad.
—Sí... bueno... muy amable. Como ya digo...
—Adiós, Horace.
—Adiós —dijo Harry.
Estaban en la puerta de la calle cuando oyeron un grito a sus espaldas.
—¡Está bien, está bien, lo haré!
Dumbledore  se  dio  la  vuelta  y  vio  a  Slughorn,  jadeante,  plantado  en  el
umbral del salón.
—¿Aceptas el empleo?
—Sí, sí —dijo Slughorn con impaciencia—. Debo de estar loco, pero sí.
—¡Maravilloso!  —exclamó  Dumbledore,  radiante  de  alegría—.  Así  pues,
Horace, nos veremos allí el uno de septiembre.
—Sí, allí nos veremos —gruñó Slughorn.
Dumbledore  y  Harry  ya  recorrían  el  sendero  del  jardín  cuando  Slughorn
exclamó:
—¡Tendrás que aumentarme el sueldo, Albus!
Éste  rió  entre  dientes.  La  verja  del  jardín  se  cerró  detrás  de  ellos,  que
descendieron  por  la  colina  en  la  oscuridad  y  en  medio  de  una  neblina  que
formaba remolinos.
—Te felicito, Harry —dijo Dumbledore.
—Pero si no he hecho nada —repuso, sorprendido.
—Ya lo creo que sí. Le has mostrado con exactitud cuánto saldría ganando
si regresa a Hogwarts. ¿Te ha caído bien?
—Pues...
Harry  no  estaba  seguro  de  si  Slughorn  le  caía  bien  o  mal.  Había  estado
simpático a su manera, pero por  otra parte parecía vanidoso y, aunque lo había
negado, al parecer no entendía cómo una hija de muggles podía ser una buena
bruja.
—A  Horace  le  gusta  rodearse  de  comodidades  —explicó  Dumbledore,
liberando a Harry de tener que expresar en voz alta lo que pensaba—. También
le  gusta  estar  acompañado  de  personas  famosas,  de  éxito  y  con  poder,  y  le
entusiasma  creer  que  influye  en  ellas.  El  nunca  ha  querido  ocupar  el  trono;
prefiere el asiento de atrás, donde tiene más espacio para estirar las piernas, por
así decirlo. Cuando enseñaba en Hogwarts, escogía a sus alumnos favoritos, a
veces por la ambición o la inteligencia que demostraban, otras por su encanto o
su talento, y tenía una habilidad especial para elegir a aquellos que acabarían
destacando  en  diversos  campos.  Horace  formó  una  especie  de  club  integrado
por  sus  alumnos  predilectos,  del  cual  él  era  el  centro;  presentaba  unos
miembros  a  otros,  forjaba  útiles  contactos  entre  ellos  y  siempre  obtenía  algún
beneficio a cambio, ya fuera una caja de su  piña confitada  favorita o la ocasión
de  recomendar  a  un  nuevo  empleado  de  la  Oficina  de  Coordinación  de  los
Duendes.
Harry se imaginó una enorme y gorda araña que tejía una red y movía un
hilo aquí y otro allá para atraer grandes y jugosas moscas.
—Te cuento todo esto —continuó Dumbledore— no para ponerte en contra
de  Horace,  o  mejor  dicho,  del  profesor  Slughorn,  pues  así  debemos  llamarlo
ahora,  sino  para  que  estés  alerta.  No  cabe  duda  de  que  intentará  captarte,
Harry.  Tú  serías  la  joya  de  su  colección:  el  niño  que  sobrevivió...  O,  como  te
llaman últimamente, el Elegido.
Ante  esas  palabras,  Harry  sintió  un  escalofrío  que  no  tenía  nada  que  ver
con  la  neblina  que  los  rodeaba,  y  recordó  una  frase  escuchada  unas  semanas
atrás, una frase que tenía un atroz y particular significado para él: «Ninguno de
los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida...»
Dumbledore se detuvo al llegar a la iglesia por la que habían pasado en el
camino de ida.
—Ya hemos caminado bastante, Harry. Sujétate a mi brazo.
El  muchacho,  que  esta  vez  estaba  prevenido,  se  preparó  para
desaparecerse,  pero,  no  obstante,  la  experiencia  le  resultó  desagradable.
Cuando cesó la presión y pudo volver a respirar, se hallaba de pie en un camino
rural, al lado de Dumbledore, cerca de la torcida silueta del edificio que más le
gustaba en el mundo después de Hogwarts: La Madriguera. Pese a la sensación
de espanto que acababa de experimentar, se animó al ver la casa. Ron estaba allí
y también la señora Weasley, que cocinaba mejor que nadie.
—Si no te importa, Harry  —dijo Dumbledore al traspasar la verja—, antes
de que nos despidamos me gustaría hablar contigo en privado. ¿Qué te parece
allí?  —Señaló  un  destartalado  cobertizo  de  piedra  donde  los  Weasley
guardaban sus escobas.
Un tanto perplejo, Harry lo siguió, pasó por la chirriante puerta y entró en
un recinto tan pequeño como un armario. Dumbledore iluminó la punta de su
varita, que empezó a alumbrar como una antorcha, y miró al muchacho con una
sonrisa en los labios.
—Espero  que  me  perdones  por  mencionarlo,  Harry,  pero  estoy  muy
satisfecho y muy orgulloso de lo bien que sobrellevas todo lo que sucedió en el
ministerio. Permíteme decirte que  Sirius  también se habría enorgullecido de ti.
—El  chico  tragó  saliva,  como  si  se  hubiera  quedado  sin  habla.  No  se  sentía
capaz de hablar de  Sirius. Bastante le había dolido oír a tío Vernon decir «¿Ha
muerto  su  padrino?»,  y  aún  había  sido  peor  que  Slughorn  lo  mencionara  con
toda  tranquilidad—.  Es  una  pena  —prosiguió  Dumbledore—  que  él  y  tú  no
pudierais pasar más tiempo juntos. Fue un final cruel para lo que debería haber
sido una larga y feliz relación.
Harry asintió con la mirada fija en la araña que trepaba por el sombrero de
Dumbledore.  Se  daba  cuenta  de  que  éste  lo  comprendía  y  quizá  intuía  que,
hasta el día en que recibió su carta, había pasado todo el tiempo en casa de los
Dursley tumbado en la cama, negándose a comer y mirando fijamente por una
empañada  ventana  que  enmarcaba  un  gélido  vacío  que  él  asociaba  con  los
dementores.
—Lo que más me cuesta —dijo por fin con un hilo de voz—  es aceptar que
nunca volverá a escribirme.
Le escocieron los ojos y parpadeó. Se sentía estúpido por admitirlo, pero el
haber tenido a alguien fuera de Hogwarts a quien le importaba lo que le pasaba
(alguien que era casi como un padre) había sido una  de las mejores cosas que le
habían  sucedido.  Pero  las  lechuzas  del  correo  nunca  volverían  a  llevarle  ese
consuelo...
—Sirius  significaba  mucho  para  ti;  representaba  algo  que  no  habías
conocido antes  —continuó Dumbledore con delicadeza—. Como es lógico, una
pérdida así supone un golpe tremendo...
—Pero mientras estaba en casa de los Dursley  —lo interrumpió Harry con
voz  más  firme—,  me  daba  cuenta  de  que  no  podía  aislarme  del  mundo,  ni...
derrumbarme.  A  Sirius  no  le  habría  gustado,  ¿verdad?  Además,  la  vida  es
demasiado corta. Fíjese en Madame Bones y Emmeline Vance... Yo podría ser el
siguiente, ¿no? Pero si lo soy —añadió con ímpetu, mirando fijamente los azules
ojos de Dumbledore, que destellaban bajo la luz de la varita—, me aseguraré de
llevarme  conmigo  a  tantos  mortífagos  como pueda,  y  si  es  posible,  también  a
Voldemort.
—¡Unas palabras dignas del hijo de sus padres y del verdadero ahijado de
Sirius! —declaró Dumbledore, y le dio una palmadita en la espalda—. Me quito
el sombrero ante ti, o lo haría si no  temiera llenarte de arañas. Y ahora, Harry,
hablando  de  otra  cosa  relacionada  con  el  tema  que  acabamos  de  abordar...
Tengo entendido que estas dos semanas pasadas has recibido El Profeta, ¿no?
—Sí —afirmó, y se le aceleró un poco el corazón.
—Entonces  habrás  visto  que  han  corrido  ríos  de  tinta  con  relación  a  tu
aventura en la Sala de las Profecías.
—Sí —volvió a asentir—. Y ahora todo el mundo sabe que yo soy el que...
—No,  no  lo  saben.  Sólo  hay  dos  personas  en  el  mundo  que  conocen  el
contenido  íntegro  de  la  profecía  que  os  concierne  a  ti  y  a  lord  Voldemort,  y
ambas  están  en  esta  apestosa  escobera  llena  de  arañas.  Sin  embargo,  es  cierto
que  muchos  han  deducido,  y  correctamente,  que  Voldemort  envió  a  sus
mortífagos a robar una profecía, y que ésta hablaba de ti. Pues bien, creo que no
me equivoco si digo que no le has contado a nadie que conoces dicho contenido.
—No.
—Una  sabia  decisión,  hablando  en  términos  generales.  Aunque  creo  que
deberías  relajar  tu  celo  en  favor  de  tus  amigos,  el  señor  Ronald  Weasley  y  la
señorita Hermione Granger. Sí —continuó al ver la perplejidad de Harry—, creo
que  ellos  tendrían  que  saberlo.  No  los  tratarías  como  se  merecen  si  no  les
confías algo tan importante.
—Es que no quería...
—¿Que  se  preocuparan  o  se  asustaran?  —Dumbledore  lo  observó  por
encima de sus gafas de media luna—. ¿O quizá no te apetecía confesar que tú
también  estás  preocupado  y  asustado?  Necesitas  a  tus  amigos,  Harry.  Como
muy bien has dicho,  Sirius  no habría querido que te aislaras del mundo.  —El
muchacho  se  quedó  callado,  pero  no  parecía  que  Dumbledore  esperara  una
respuesta, porque añadió—: Y una cuestión más, aunque también  relacionada
con lo que acabamos de comentar: he decidido que este año voy a darte clases
particulares.
—¿Clases particulares? ¿Usted?  —preguntó Harry, a quien la sorpresa hizo
recuperar el habla.
—Sí. Me parece que ya va siendo hora de que participe de forma más activa
en tu educación.
—¿Qué asignatura va a enseñarme, señor?
—Bueno,  un  poco  de  esto  y  un  poco  de  aquello  —contestó  sin  darle
importancia.
Harry esperó, intrigado, pero el anciano profesor no le dio más detalles, así
que preguntó otra cosa que también le tenía un poco preocupado.
—Si usted me da clases particulares, no tendré que ir a las de Oclumancia
con Snape, ¿verdad?
—Con el profesor Snape, Harry. Pues no.
—Qué  bien,  porque  eran  un...  —Se  interrumpió  antes  de  decir  lo  que  en
realidad pensaba.
—Creo  que  «fracaso»  sería  el  término  adecuado  —aportó  Dumbledore
asintiendo con la cabeza.
—Bueno,  eso  significa  que  a  partir  de  ahora  no  veré  mucho  al  profesor
Snape  —observó  el  muchacho,  sonriendo—,  porque  él  no  me  dejará  seguir
estudiando  Pociones  a  menos  que  haya  conseguido  un  Extraordinario  en  el
TIMO, y estoy seguro de no haberlo conseguido.
—No cuentes tus lechuzas antes de verlas llegar —le aconsejó Dumbledore
con  gravedad,  y  agregó—:  Por  cierto,  es  hoy  cuando  deberían  llegar  las
lechuzas  con  las  notas.  Y  ahora,  dos  cosas  más,  Harry,  antes  de  que  nos
separemos.
»En primer lugar, de aquí en adelante quiero que siempre lleves contigo tu
capa invisible, incluso dentro de Hogwarts. Por si acaso, ¿entendido?  —Harry
asintió—.  Y  en  segundo  lugar,  has  de  tener  en  cuenta  que  mientras  te  alojes
aquí, La Madriguera contará con las más sofisticadas medidas de seguridad de
que  dispone  el  Ministerio  de  Magia.  Esas  medidas  han  causado  ciertos
inconvenientes a Arthur y Molly; todo su correo, por ejemplo, es   examinado en
el  ministerio  antes  de  llegar  aquí.  A  ellos  no  les  importa,  ya  que  su  única
preocupación  es  tu  seguridad.  Sin  embargo,  no  los  recompensarías
debidamente si te jugaras el pellejo mientras estás con ellos.
—Entiendo —se apresuró a decir Harry.
—Muy bien. —El profesor abrió la puerta de la escobera y salió al jardín—.
Veo  luz  en  la  cocina.  No  privemos  más  a  Molly  de  la  ocasión  de  lamentar  lo
delgado que estás.

5
Flegggrrr

Harry  y  Dumbledore  se  dirigieron  a  la  puerta  trasera  de  La  Madriguera  que,
como era habitual, estaba rodeada de botas de lluvia viejas y calderos oxidados.
Harry oyó el débil cloqueo de unas gallinas que dormían en otro cobertizo cerca
de allí. Dumbledore dio tres golpes en la puerta y el chico vio moverse algo con
precipitación detrás de la ventana de la cocina.
—¿Quién es? —preguntó la señora Weasley, nerviosa—. ¡Identifíquese!
—Soy yo, Dumbledore. Y traigo a Harry.
La  puerta  se  abrió  al  instante.  Allí  estaba  la  señora  Weasley,  bajita,
regordeta y con una vieja bata verde.
—¡Harry,  querido!  ¡Cielos,  Albus,  me  has  asustado!  ¡Dijiste  que  no  te
esperáramos hasta mañana por la mañana!
—Hemos  tenido  suerte  —repuso  Dumbledore  mientras  hacía  entrar  al
chico—. Slughorn resultó más fácil de persuadir de lo que imaginaba. Todo ha
sido cosa de Harry, claro. ¡Ah, hola, Nymphadora!
La señora Weasley no estaba sola, pese a que ya era muy tarde. Una joven
bruja,  con  cara  en  forma  de  corazón,  pálida  y  con  un  desvaído  pelo  castaño,
estaba sentada a la mesa con un tazón entre las manos.
—¡Hola, profesor! —saludó—. ¿Qué tal, Harry?
—¡Hola, Tonks!
Harry se fijó en que estaba muy demacrada y sonreía de manera forzada.
Desde luego, su aspecto era bastante menos llamativo de lo habitual, pues solía
llevar el pelo de color rosa chicle.
—Tengo que marcharme  —se disculpó Tonks; se levantó y se echó la capa
por los hombros—. Gracias por el té y por tu interés, Molly.
—Por  mí  no te  marches,  por  favor  —dijo  Dumbledore  con  cortesía—.  No
puedo quedarme, tengo que tratar asuntos urgentes con Rufus Scrimgeour.
—No,  no,  debo  irme  —insistió  Tonks  sin  mirarlo  a  los  ojos—.  Buenas
noches.
—¿Por qué no vienes a cenar este fin de semana, querida? Vendrán Remus
y Ojoloco...
—No,  Molly,  de  verdad...  No  obstante,  muchas  gracias.  Buenas  noches  a
todos.
Tonks  se  apresuró  a  pasar  junto  a  Dumbledore  y  Harry  y  salió  al  jardín.
Cuando  se  hubo  alejado  un  poco  de  la  casa,  se  dio  la  vuelta  y  desapareció.
Harry tuvo la impresión de que la señora Weasley estaba preocupada.
—Bueno,  Harry,  nos  veremos  en  Hogwarts  —se  despidió  Dumbledore—.
Cuídate mucho. A tus pies, Molly.
Le hizo una reverencia, siguió a Tonks y desapareció en el mismo lugar en
que  lo  había  hecho  la  bruja.  La  señora  Weasley  cerró  la  puerta  que  daba  al
jardín, ya vacío; luego, sujetando a Harry por los hombros, lo acercó al farol que
había encima de la mesa para examinar su aspecto.
—Igual  que  Ron  —dictaminó  mirándolo  de  arriba  abajo—.  Parece  que  os
hayan  hecho  un  embrujo  extensor.  Ron  ha  crecido  como  mínimo  diez
centímetros desde la última vez que le compré una túnica del colegio. ¿Tienes
hambre, Harry?
—Sí, un poco. —De repente se dio cuenta de lo hambriento que estaba.
—Siéntate, cielo. Te prepararé algo.
En cuanto se  sentó, un gato rojizo y peludo de cara aplastada le saltó a las
rodillas, se instaló allí y se puso a ronronear.
—¿Está  Hermione  aquí?  —preguntó  el  muchacho,  contento,  mientras
acariciaba a Crookshanks detrás de una oreja.
—¡Ah, sí, llegó anteayer!  —respondió la señora Weasley antes de  golpear
con  la  varita  mágica  un  gran  cazo  de  hierro.  El  recipiente  pegó  un  salto,  se
colocó  encima  de  un  fogón  con  un  fuerte  ruido  metálico  y  empezó  a
borbotear—. Están todos acostados, claro. No te esperábamos hasta dentro d e
muchas  horas.  Toma...  —Volvió  a  golpear  el  cazo,  que  se  elevó,  voló  hacia
Harry y  se  inclinó.  La  bruja  deslizó  un  cuenco  debajo  del  cazo  para  recibir  el
chorro de una espesa y humeante sopa de cebolla—. ¿Quieres pan, tesoro?
—Sí, gracias, señora Weasley.
Ella  sacudió  la  varita  por  encima  del  hombro,  y  una  barra  de  pan  y  un
cuchillo volaron directamente hasta la mesa. Mientras la barra se cortaba por sí
misma y el cazo de sopa volvía a posarse sobre el fogón, la anfitriona se sentó
frente a su invitado.
—Así que has convencido a Horace Slughorn para que acepte el empleo.
Harry asintió con la cabeza porque tenía la boca llena de sopa.
—Nos daba clase a Arthur y a mí. Estuvo muchos años en Hogwarts; creo
que empezó en la misma época que Dumbledore. ¿Te ha caído bien?
Harry, que ahora tenía la boca a rebosar de pan, se encogió de hombros y
movió la cabeza sin definirse.
—Te  entiendo  perfectamente  —dijo  la  señora  Weasley  con  gesto  de
complicidad—. Cuando se lo propone es encantador, pero a Arthur nunca le ha
caído muy bien. El ministerio está repleto de antiguos alumnos predilectos de
Slughorn;  siempre  supo  echar  un  cable  a  quien  convenía,  pero  para  Arthur
nunca  tuvo  mucho  tiempo.  Por  lo  visto,  no  lo  consideraba  suficientemente
prometedor. Pues bien, eso te demuestra que también él comete errores. No sé
si Ron te lo habrá contado en alguna de sus cartas, porque es muy reciente... ¡A
Arthur lo han ascendido!
Resultó  evidente  que  llevaba  rato  muriéndose  de  ganas  por  revelar  esa
novedad.  Harry  se  tragó  una  rebosante  cucharada  de  sopa  muy  caliente  y  le
pareció que le salían ampollas en el esófago.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó lagrimeando.
—Qué  bueno  eres  —replicó  ella  con  una  sonrisa  radiante,  seguramente
creyendo que los llorosos ojos de Harry se debían a la emoción de la noticia—.
Sí,  Rufus  Scrimgeour  ha  creado  varias  oficinas  nuevas,  en  vista  de  la  actual
situación,  y  Arthur  dirige  la  Oficina  para  la  Detección  y  Confiscación  de
Hechizos  Defensivos  y  Objetos  Protectores  Falsos.  ¡Es  un  cargo  importante;
ahora tiene diez personas a sus órdenes!
—¿Y a qué se dedica exactamente?
—Pues verás, con el pánico desatado a causa de Quien-tú-sabes, han salido
a  la  venta  todo  tipo  de  artilugios,  cosas  que  en  teoría  protegen  de  él  y  los
mortífagos. Ya puedes imaginarte qué clase de  cosas: pociones presuntamente
protectoras  que  en  realidad  son  salsa  de  carne  con  una  pizca  de  pus  de
bubotubérculos, o instrucciones para realizar embrujos defensivos que de hecho
provocan  la  caída  de  las  orejas...  Bueno,  en  general  los  inventores  suelen  ser
personas  como  Mundungus  Fletcher.  No  han  trabajado  en  su  vida  y  se
aprovechan de lo asustada que está la gente, pero de vez en cuando surge algo
feo  de  verdad.  El  otro  día  Arthur  confiscó  una  caja  de  chivatoscopios
embrujados que, casi  con toda seguridad, fueron colocados por un mortífago.
Como  verás,  es  un  trabajo  importante,  y  yo  no  me  canso  de  repetirle  a  mi
marido que es una tontería que eche de menos las bujías, las tostadoras y todos
esos  cachivaches  de  los  muggles  —concluyó  frunciendo  el  entrecejo,  como  si
Harry hubiera insinuado que era lógico echar de menos las bujías.
—¿Dónde está el señor Weasley? ¿Aún no ha vuelto del trabajo?
—No,  todavía  no.  La verdad  es  que  se  está  retrasando  un  poco. Dijo  que
llegaría alrededor de la medianoche.
La  señora  Weasley  miró  un  gran  reloj  de  pared  que  se  sostenía
precariamente  en  lo  alto  del  montón  de  sábanas  que  había  en  el  cesto  de  la
colada, en un extremo de la mesa. Harry lo reconoció de inmediato: tenía nueve
manecillas,  cada  una  con  el  nombre  de  un  miembro  de  la  familia  escrito,  y
normalmente colgaba  de la pared del salón  de los Weasley, aunque su nueva
ubicación indicaba que la señora Weasley había decidido llevárselo consigo de
un lado a otro de la casa. Todas las manecillas señalaban las palabras «Peligro
de muerte».
—Lleva algún tiempo así  —comentó ella con un tono despreocupado que
no resultó muy convincente—; desde que regresó Quien-tú-sabes. Supongo que
ahora todo el mundo está en peligro de muerte... no sólo nuestra familia. Pero
como no conozco a nadie que tenga un reloj como ése, no puedo comprobarlo.
¡Oh!  —Señaló  la  esfera  del  reloj.  La  manecilla  del  señor  Weasley  se  había
movido y señalaba la palabra «Viajando»—. ¡Ya viene!
Y  en  efecto,  instantes  después  llamaron  a  la  puerta  trasera.  La  señora
Weasley se levantó presurosa y corrió a abrir; con una mano sobre el pomo de
la puerta y una mejilla pegada a la madera, preguntó en voz baja:
—¿Eres tú, Arthur?
—Sí  —respondió  la  cansada  voz  del  señor  Weasley—.  Pero  eso  lo  diría
aunque fuera un mortífago, cariño.
—¿Y ahora cómo sé si...?
—¡Venga, Molly, hazme la pregunta!
—Está bien, está bien. ¿Cuál es tu mayor ambición?
—Entender cómo se mantienen en el aire los aviones.
Ella  asintió  e  hizo  girar  el  pomo  de  la  puerta,  pero  al  parecer  el  señor
Weasley lo estaba sujetando desde el otro lado, porque la puerta no se abrió.
—¡Molly! ¡Antes tengo que hacerte yo la pregunta!
—De verdad, Arthur, esto es una tontería...
—¿Cómo te gusta que te llame cuando estamos a solas?
Pese a la tenue luz del farol, Harry se dio cuenta de que la señora Weasley
se había puesto como  un tomate, e incluso él mismo  notó un calórenlo en las
orejas y el cuello, y empezó a tragarse la sopa a toda prisa golpeando el cuenco
con la cuchara para hacer el mayor ruido posible.
—Flancito mío —susurró ella, muerta de vergüenza.
—Correcto. Ahora ya puedes dejarme entrar.
La señora Weasley abrió la puerta y su marido entró. Era un mago delgado,
pelirrojo y con calva incipiente; llevaba unas gafas con montura de carey y una
larga y polvorienta capa de viaje.
—Sigo sin entender por qué tenemos que hacer esto cada vez que llegas a
casa  —protestó  ella,  todavía  ruborizada,  mientras  lo  ayudaba  a  quitarse  la
capa—. ¿No ves que un mortífago podría sonsacarte la respuesta para hacerse
pasar por ti?
—Ya lo sé, corazón, pero es el procedimiento ordenado por el ministerio, y
yo tengo que dar ejemplo. ¿Qué huele tan bien? ¿Sopa de cebolla?
El señor Weasley se dio la vuelta hacia la mesa, animado.
—¡Harry! ¡No te esperábamos hasta mañana!
Se  estrecharon  la  mano  y  luego  el  señor  Weasley  se  sentó  en  una  silla  al
lado de Harry. Su esposa le sirvió un cuenco de sopa humeante.
—Gracias, Molly. Ha sido una noche agotadora. Algún idiota se ha puesto a
vender  metamorfomedallas.  Te  las  cuelgas  del  cuello  y  puedes  cambiar  de
apariencia a tu antojo. ¡Cien mil disfraces por sólo diez galeones!
—¿Y qué pasa en realidad cuando te las cuelgas?
—En la mayoría de los casos sólo te vuelves de un color naranja muy feo,
pero  a  un  par  de  incautos  también  les  han  salido  verrugas  con  forma  de
tentáculos por todo el cuerpo. ¡Como si en San Mungo no tuvieran ya bastante
trabajo!
—Me suena a la clase de cosas que Fred y George encontrarían graciosas —
especuló la señora Weasley—. ¿Estás seguro, Arthur, de que...?
—¡Claro que lo estoy! ¡A los chicos no se les ocurriría hacer algo así ahora
que la gente está tan asustada y necesitada de protección!
—¿Es por culpa de las metamorfomedallas que llegas tarde?
—No.  Ha  sido  por  un  caso  muy  desagradable  de  embrujo  con  efectos
secundarios producido en Elephant and Castle, pero afortunadamente el Grupo
de  Operaciones  Mágicas  Especiales  ya  lo  había  solucionado  cuando  nosotros
llegamos.
Harry contuvo un bostezo tapándose la boca con la mano.
—¡A la cama!  —ordenó la señora Weasley, que no se dejaba engañar—. Te
he preparado la habitación de Fred y George; allí podrás estar a tus anchas.
—¿Cómo es eso? ¿Dónde están?
—En el callejón Diagon. Viven en el pisito que hay encima de su tienda de
artículos de broma. He de admitir que al principio no me pareció bien, ¡pero  da
la impresión de que realmente ese par tienen olfato para los negocios! Vamos,
querido, tu baúl ya está arriba.
—Buenas  noches,  señor  Weasley  —se  despidió  Harry  al  tiempo  que
retiraba la silla. Crookshanks saltó con agilidad de su regazo y se escabulló.
—Buenas noches, Harry.
Al salir de la cocina, el chico advirtió que la señora Weasley le echaba otro
vistazo al reloj. Las nueve manecillas volvían a señalar las palabras «Peligro de
muerte».
El  dormitorio  de  Fred  y  George  estaba  en  el  segundo  piso.  La  señora
Weasley apuntó su varita hacia una lámpara que había en la mesilla de noche;
se  encendió  al  instante  y  bañó  la  habitación  con  un  agradable  resplandor
dorado.  Había  un  gran  jarrón  de  flores  en  el  escritorio  situado  delante  de  la
pequeña ventana, pero su  perfume no lograba disimular un persistente olor a
pólvora. Gran parte del suelo la ocupaban montones de cajas de cartón cerradas
y sin marcar, entre las que se hallaba el baúl que contenía el material escolar de
Harry. La habitación parecía utilizarse como almacén provisional.
Cuando  vio  a  su  amo,  Hedwig  ululó  con  alegría  desde  lo  alto  de  un  gran
armario,  y  luego  salió  volando  por  la  ventana;  Harry  comprendió  que  su
lechuza  no  había  querido  salir  a  cazar  hasta  haberlo  visto.  Luego  le  deseó
buenas noches a  la señora Weasley, se puso el pijama y se metió en una de las
camas. Notó algo duro dentro de la funda de la almohada; metió una mano y
sacó  un  pegajoso  caramelo  de  colores  morado  y  naranja  que  no  le  costó
reconocer:  una  pastilla  vomitiva.  Sonrió,  se  dio  la  vuelta  y  se  quedó  dormido
enseguida.
Unos segundos más tarde, o eso le pareció, lo despertó un ruido semejante
a un cañonazo al abrirse de par en par la puerta de la habitación. Se incorporó
bruscamente y oyó que alguien descorría las cortinas. Un sol deslumbrante le
dio en los ojos; se hizo pantalla con una mano y con la otra buscó a tientas las
gafas.
—¿Qué pa... pasa?
—¡No  sabíamos  que  ya  habías  llegado!  —exclamó  una  exaltada  voz,  y
Harry recibió un manotazo en la coronilla.
—¡No le pegues, Ron! —lo regañó una voz de chica.
Harry encontró las gafas y logró ponérselas, aunque la luz era tan intensa
que  apenas  veía  nada.  Una  larga  sombra  osciló  por  un  momento  ante  él,  que
parpadeó y consiguió enfocar a Ron Weasley. Este lo miraba con una sonrisa de
oreja a oreja.
—¿Estás bien?
—Nunca  había  estado  mejor  —contestó  frotándose  la  coronilla,  y  se  dejó
caer de nuevo sobre la almohada—. ¿Y tú?
—No  puedo  quejarme  —respondió  Ron;  acercó  una  caja  de  cartón  y  se
sentó en ella—. ¿Cuándo has llegado? Mi madre acaba de  decirnos que estabas
aquí.
—Sobre la una de la madrugada.
—¿Cómo se han portado los muggles contigo?
—Igual que siempre  —contestó, mientras Hermione se sentaba en el borde
de  la  cama—.  Apenas  me  dirigen  la  palabra,  pero  yo  lo  prefiero  así.  ¿Y  tú,
Hermione? ¿Cómo estás?
—Muy  bien  —respondió  la  chica,  que  escudriñaba  el  rostro  de  su  amigo
como si éste estuviera incubando alguna enfermedad.
Harry creía saber por qué lo miraba así, y como no tenía ganas de hablar de
la muerte de Sirius ni de ningún otro tema deprimente, preguntó:
—¿Qué hora es? ¿Me he perdido el desayuno?
—Por  eso  no  te  preocupes,  mi  madre  va  a  subirte  una  bandeja.  Dice  que
estás desnutrido. —Ron puso los ojos en blanco—. Bueno, ¿qué ha pasado?
—No  gran  cosa.  ¿No  sabes  que  he  estado  todo  este  tiempo  encerrado  en
casa de mis tíos?
—¡Anda ya! —protestó Ron—. ¡Fuiste a no sé dónde con Dumbledore!
—Bah,  nada  emocionante.  Sólo  quería  que  lo  ayudara  a  convencer  a  un
antiguo profesor para que aceptara un empleo en Hogwarts. Se llama Horace
Slughorn.
—¡Ah!  —dijo  Ron,  decepcionado—.  Creímos  que...  —Hermione  le  lanzó
una  mirada  de  advertencia  y  el  chico  rectificó—:  Ya  nos  imaginamos  que  se
trataría de algo así.
—¿En serio? —dijo Harry, que había advertido la metedura de pata de Ron.
—Sí... sí, claro, ahora  que no está Umbridge, es evidente que necesitamos
otro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no? Cuenta, cuenta, ¿qué
tal es?
—Pues mira, parece una morsa y fue jefe de la casa de Slytherin. ¿Te pasa
algo, Hermione?
La muchacha lo observaba como a la espera de que unos extraños síntomas
se  manifestaran  en  cualquier  momento.  Cambió  rápidamente  de  expresión  y
compuso una sonrisa poco convincente.
—¡No, qué va! Y... ¿crees que Slughorn será un buen profesor?
—No lo sé  —respondió Harry—. Pero no puede  ser peor que la profesora
Umbridge, ¿no?
—Yo conozco a alguien peor que ella —terció una voz desde el umbral. La
hermana  pequeña  de  Ron  entró  arrastrando  los  pies,  con  gesto  de  fastidio—.
¡Hola, Harry!
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Ron.
—Es  ella  —dijo  Ginny  desplomándose  en  la  cama  de  Harry—.  Me  está
volviendo loca.
—¿Qué ha hecho esta vez? —inquirió Hermione, comprensiva.
—Es que me habla de una manera... ¡Como si yo tuviera tres años!
—Ya lo sé —la consoló Hermione—. Es muy creída.
A  Harry  le  sorprendió  oír  a  su  amiga  hablar  de  ese  modo  de  la  señora
Weasley, y no le extrañó que Ron se enfadase:
—¿No podéis dejarla en paz ni cinco segundos?
—Eso, defiéndela  —le espetó Ginny—. Ya sabemos que tú nunca te cansas
de ella.
Harry encontró muy raro ese comentario sobre la madre de Ron, y empezó
a pensar que se le estaba escapando algo, así que preguntó:
—¿De quién estáis...?
Pero  la  respuesta  llegó  antes  de  que  terminara  la  pregunta:  la  puerta  del
dormitorio se abrió otra vez, y Harry, instintivamente, tiró de las sábanas y se
tapó hasta la barbilla, con tanta fuerza que Hermione y Ginny resbalaron de la
cama y cayeron al suelo.
En  el  umbral  había  una  joven  de  una  belleza  tan  impresionante  que  la
habitación pareció quedarse sin aire. Era alta y esbelta, tenía una larga cabellera
rubia e irradiaba un débil resplandor plateado. Para completar esa imagen de
perfección, llevaba una bandeja de desayuno llena a rebosar.
—¡Hagy! —exclamó con voz gutural—. ¡Cuánto tiempo sin vegte!
Entró majestuosamente y se dirigió hacia  el muchacho; detrás de la joven
apareció la señora Weasley con cara de malas pulgas.
—¡No hacía falta que subieras la bandeja, estaba a punto de hacerlo yo!  —
refunfuñó.
—No hay ningún pgoblema —replicó Fleur Delacour, y dejó la bandeja sobre
las rodillas  de Harry. A continuación se inclinó para plantarle un beso en cada
mejilla,  y  él  notó  cómo  le  ardía  allí  donde  se  posaban  los  labios  de  Fleur—.
Tenía muchas ganas de  veglo. ¿Te  acuegdas  de mi  hegmana  Gabgielle? Sólo sabe
hablag de Hagy Potteg. Se alegagá mucho de volverg a vegte.
—Ah, ¿también está aquí? —preguntó Harry con voz ronca.
—No,  bobo,  no  —contestó  ella  con  una  risa  cantarina—.  Me  gefiego  al
pgóximo  vegano, cuando nos... ¿Es  que no lo sabes?  —Abrió mucho sus grandes
ojos azules y miró con reproche a la señora Weasley, que se defendió:
—Todavía no hemos tenido ocasión de contárselo.
Fleur se volvió bruscamente hacia Harry, y al hacerlo le dio de lleno en la
cara a la señora Weasley con su cortina de cabello plateado.
—¡Bill y yo vamos a casagnos!
—¡Oh!  —exclamó  Harry,  sin  comprender  por  qué  la  señora  Weasley,
Hermione  y  Ginny  se  empecinaban  en  no  mirarse  a  la  cara—.  ¡Uau!
¡Felicidades!
Fleur se inclinó y volvió a besarlo.
—Últimamente  Bill  está  muy  ocupado,  tiene  mucho  tgabajo,  y  yo  sólo
tgabajo  a media  jognada  en  Gingotts  para  mejogag  mi inglés;  pog  eso me  pgopuso
venig  a  pasag  unos  días  aquí  paga  conoceg  a  su  familia.  Me  alegé  tanto  de  sabeg
que ibas a venig... ¡Aquí no hay  gan  cosa que haceg, a menos que te guste  cocinag
y dag de comeg a las gallinas! ¡Buen pgovecho, Hagy!
Y  dicho  esto,  se  dio  la  vuelta  con  garbo,  salió  de  la  habitación  como  si
flotara y cerró la puerta con cuidado.
La señora Weasley no pudo contener un despectivo «¡Bah!».
—Mi madre no la traga —aclaró Ginny en voz baja.
—¡Eso  no  es  verdad!  —la  corrigió  la  aludida  con  un  susurro  cargado  de
enojo—.  ¡Lo  que  pasa  es  que  opino  que  se  han  precipitado  con  este
compromiso, nada más!
—Hace un año que se conocen —intervino Ron, que parecía un poco grogui
y tenía la vista clavada en la puerta que Fleur acababa de cerrar.
—¡Un año es muy poco tiempo! Pero yo sé por qué lo han hecho, no vayáis
a  creer.  Es  por  la  incertidumbre  que  nos  crea  a  todos  el  regreso  de  Quienvosotros-sabéis; así que, como la gente piensa que mañana podría estar muerta,
se  precipita a tomar decisiones a las que, en otras circunstancias, dedicaría un
tiempo de reflexión. Pasó lo mismo la última vez que él se hizo con el poder:
todos los días se fugaba alguna pareja...
—Papá y tú, por ejemplo —le recordó Ginny con picardía.
—Sí, pero nuestro caso era diferente. Vuestro padre y yo estábamos hechos
el  uno  para  el  otro.  ¿Qué  sentido  tenía  esperar?  —argumentó  la  señora
Weasley—. En cambio, Bill y Fleur... A fin de cuentas, ¿qué tienen en común? Él
es una persona trabajadora y realista, mientras que ella es...
—Una  plasta  —sentenció  Ginny  asintiendo  con  la  cabeza—.  Pero  Bill
tampoco es tan realista que digamos. Es un rompedor de maldiciones, ¿no? Le
gusta la aventura,  el  glamour... Supongo que por eso lo atrae tanto  Flegggrrr  —
concluyó  exagerando tanto  el  sonido gutural  de  la  erre  que  pareció  que  iba  a
soltar un escupitajo.
—No hagas eso, Ginny —la reprendió la señora Weasley mientras Harry y
Hermione reían—. Bueno, será mejor que siga con lo mío. Cómete los huevos
ahora que están calientes, Harry.
Y salió del cuarto con gesto de preocupación. Ron seguía atontado y movía
la cabeza a intervalos, como un perro que intenta quitarse el agua de las orejas.
—¿No se acostumbra uno a ella viviendo en la misma casa?  —le preguntó
Harry.
—Sí, claro, pero cuando te la encuentras por sorpresa...
—¡Qué  patético!  —bufó  Hermione.  Se  alejó  cuanto  pudo  de  él  a  grandes
zancadas y, al llegar a la pared opuesta, se cruzó de brazos y lo miró.
—No querrás que se quede aquí para siempre, ¿verdad? —preguntó Ginny
a  Ron  con  incredulidad.  Pero  como  su  hermano  se  limitó  a  encogerse  de
hombros, agregó—: Pues mamá va a hacer todo lo que pueda para impedirlo,
me apuesto lo que quieras.
—¿Y cómo va a impedirlo? —preguntó Harry.
—No para de invitar a Tonks a cenar. Me parece que alberga esperanzas de
que Bill se enamore de ella. Y yo también lo espero; preferiría mil veces tener a
Tonks en la familia.
—Sí,  seguro  —ironizó  Ron—.  Mira,  a  ningún  hombre  en  su  sano  juicio
puede  gustarle  Tonks  estando  Fleur  cerca.  Vale,  Tonks  no  está  del  todo  mal
cuando no hace estupideces con su pelo ni con su nariz, pero...
—Es muchísimo más simpática que Flegggrrr —opinó Ginny.
—¡Y más inteligente! ¡Es una auror! —terció Hermione desde el rincón.
—Fleur  tampoco  es  tonta.  Acordaos  de  que  participó  en  el  Torneo  de  los
Tres Magos —intervino Harry.
—¿Tú también? —dijo Hermione con resentimiento.
—Seguro que te encanta cómo Flegggrrr pronuncia tu nombre: Hagggrrry —
comentó Ginny con desdén.
—No  —respondió  él,  lamentando  haber  abierto  la  boca—.  Sólo  decía  que
Flegggrrr... quiero decir, Fleur...
—Yo prefiero a Tonks —insistió Ginny—. Al menos, con ella te ríes.
—Pues últimamente no está muy risueña —objetó Ron—. Las últimas veces
que ha venido a casa parecía Myrtle la Llorona.
—No seas injusto con ella —le espetó Hermione—. Todavía no ha superado
lo que pasó en... ya sabes... ¡Era su primo!
Harry apretó los labios. Al final salía a relucir el tema de  Sirius. Cogió un
tenedor y empezó a engullir los huevos revueltos con la esperanza de aislarse
de esa parte de la conversación.
—¡Pero si Tonks y  Sirius  apenas se conocían!  —arguyó  Ron—.  Sirius  pasó
un montón de años en Azkaban, y antes de que lo encerraran allí sus familias
casi no se habían visto.
—No  se  trata  de  eso  —aclaró  Hermione—.  ¡Ella  está  convencida  de  que
Sirius murió por su culpa!
—¿De  dónde  ha  sacado  eso?  —saltó  Harry  pese  a  su  intención  de
permanecer callado.
—Bueno, ella peleó contra Bellatrix Lestrange, ¿no? Supongo que cree que
si hubiera acabado con ella, Bellatrix no habría matado a Sirius.
—Menuda estupidez —afirmó Ron.
—Es  el  complejo  de  culpabilidad  del  superviviente  —opinó  Hermione—.
Me  consta  que  Lupin  ha  intentado  quitarle  esas  ideas  de  la  cabeza,  pero  ella
sigue muy deprimida. ¡Hasta tiene problemas para metamorfosearse!
—¿Para...?
—Ya no puede cambiar de aspecto como antes —explicó Hermione—. Creo
que sus poderes se han debilitado a causa de la conmoción, o algo así.
—No sabía que eso pudiera pasar —comentó Harry.
—Yo tampoco —admitió Hermione—, pero imagino que cuando estás muy,
muy deprimido...
La puerta volvió a abrirse y la señora Weasley asomó la cabeza.
—Ginny —susurró—, baja a ayudarme a preparar la comida.
—¡Estoy hablando con mis amigos! —protestó la niña, indignada.
—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Weasley, y se retiró
—¡Me hace bajar para no estar a solas con  Flegggrrr!  —rezongó Ginny. Se
apartó  la  larga  melena  pelirroja  imitando  a  Fleur  y  salió  de  la  habitación
pavoneándose y con los brazos en alto como si fuera una bailarina—. No tardéis
mucho en bajar, por favor —dijo al marcharse.
Harry aprovechó el breve silencio para seguir desayunando. Hermione se
puso  a  examinar  el  interior  de  las  cajas  de  Fred  y  George,  aunque  de  vez  en
cuando le lanzaba miradas de soslayo a Harry. Y Ron, que estaba comiéndose
una tostada de su amigo, seguía contemplando la puerta con ojos soñadores.
—¿Qué  es  esto?  —preguntó  Hermione,  sosteniendo  una  cosa  que  parecía
un pequeño telescopio.
—No lo sé  —respondió Ron—, pero si Fred y George lo han dejado aquí,
seguro que todavía no ha pasado los controles de calidad, así que ten cuidado.
—Tu  madre  dice  que  la  tienda  funciona  muy  bien  —comentó  Harry—. Y
que los gemelos tienen buen olfato para los negocios.
—Eso es quedarse corto  —repuso Ron—. ¡Se están embolsando galeones a
mansalva!  Me  muero  de  ganas  de  ver  la  tienda.  Todavía  no  hemos  ido  al
callejón  Diagon  porque  mamá  dice  que  papá  tiene  que  acompañarnos  para
asegurarse de que no nos pase nada, pero él tiene muchísimo trabajo; por lo que
sé, la tienda es una pasada.
—¿Y Percy?  —preguntó Harry. El otro  hermano Weasley había reñido con
el resto de la familia—. ¿Todavía no se habla con tus padres?
—No —contestó Ron.
—Pero  si  ahora  ya  sabe  que  tu  padre  tenía  razón  cuando  decía  que
Voldemort había vuelto...
—Dumbledore afirma que para la gente es más fácil perdonar a los demás
por  haberse  equivocado  que  por  tener  razón  —terció  Hermione—.  Le  oí
decírselo a tu madre, Ron.
—La típica majadería de Dumbledore.
—Este año va a darme clases particulares —comentó Harry.
Ron  se  atragantó  con  un  trozo  de  tostada  y  Hermione  soltó  un  gritito
ahogado.
—¡Qué callado te lo tenías! —exclamó Ron.
—Acabo de acordarme —repuso Harry con sinceridad—. Me lo dijo anoche
en vuestra escobera.
—¡Jo, clases particulares con Dumbledore!  —se admiró Ron—. ¿Y por qué
supones que...?
Dejó la  frase en el aire. Harry vio que sus dos amigos intercambiaban una
mirada  cómplice.  Dejó  el  cuchillo  y  el  tenedor  en  el  plato;  el  corazón  le  latía
deprisa a pesar de estar sentado en la cama. Dumbledore le había pedido que lo
hiciera, y ese momento era tan  bueno como cualquier otro. Clavó la mirada en
el tenedor, que brillaba iluminado por la luz que entraba por la ventana, y dijo:
—No  sé  con  exactitud  por  qué  quiere  darme  clases  particulares,  pero  me
parece que es por la profecía. —Ron y Hermione permanecieron callados. Harry
tuvo  la  impresión  de que  se  habían  quedado  pasmados.  Sin  dejar  de  mirar  el
tenedor, añadió—: Ya sabéis, esa que intentaban robar en el ministerio.
—Pero  si  nadie  sabe  lo  que  decía  —repuso  Hermione  con  presteza—.  Se
rompió.
—Aunque según El Profeta... —empezó Ron, pero Hermione le cortó:
—¡Chissst!
—El  Profeta  tiene  razón  —continuó  Harry,  haciendo  un  esfuerzo  para
levantar  la  cabeza  y  mirarlos.  Hermione  ponía  cara  de  susto  y  Ron,  de
asombro—. Aquella esfera de cristal que se rompió no era el único registro de la
profecía. Yo la escuché entera en el despacho de Dumbledore; fue a él a quien se
la  hicieron,  por  eso  pudo  revelármela.  Según  ella  —prosiguió,  y  respiró
hondo—, al parecer soy yo quien acabará con Voldemort. Al menos, vaticinaba
que ninguno de los dos podría vivir mientras el otro siguiera con vida.
Los  tres  se  miraron  en  silencio.  Entonces  se  oyó  un  fuerte  «¡pum!»  y
Hermione desapareció detrás de una bocanada de humo negro.
—¡Hermione! —gritaron Harry y Ron al unísono, y la bandeja del desayuno
cayó al suelo con estrépito.
Hermione  reapareció  tosiendo  entre  el  humo,  con  el  telescopio  en  una
mano y un ojo amoratado.
—Lo he apretado y... ¡me ha dado un puñetazo! —dijo jadeando.
Y  en  efecto,  Harry  y  Ron  vieron  un  pequeño  puño  acoplado  a  un  largo
muelle que salía del extremo del telescopio.
—No te preocupes —la tranquilizó Ron conteniendo la risa—. Mi madre te
curará. Tiene remedios para todo.
—¡Eso  ahora  no  importa!  —replicó  Hermione—.  Harry...  ¡Oh,  Harry!  —
Volvió a sentarse en el borde  de la cama—. Cuando salimos del ministerio no
sabíamos qué... No quisimos decirte nada, pero por lo que oímos decir a Lucius
Malfoy acerca de la profecía... que estaba relacionada contigo y con Voldemort...
Bueno,  ya  nos  imaginamos  que  podía  ser  algo  así.  ¡Ostras,  Harry!  —Lo  miró
fijamente y susurró—: ¿Tienes miedo?
—No  tanto  como  antes.  Cuando  la  escuché  por  primera  vez  me  quedé...
Pero  ahora  es  como  si  siempre  hubiera  sabido  que  al  final  tendría  que
enfrentarme a Voldemort.
—Cuando nos enteramos de que Dumbledore iría a recogerte en persona,
imaginamos  que  tal  vez  quería  contarte  o  enseñarte  algo  relacionado  con  la
profecía  —intervino  Ron,  entusiasmado—.  Y  no  nos  equivocábamos  mucho,
¿verdad?  Dumbledore  no  te  daría  clases  particulares  si  pensara  que  eres
hombre  muerto,  no  perdería  el  tiempo  contigo.  ¡Debe  de  creer  que  tienes
posibilidades!
—Es  verdad  —coincidió  Hermione—.  ¿Qué piensas  que  quiere  enseñarte,
Harry? Magia defensiva muy avanzada, supongo. Poderosos contraembrujos y
contramaldiciones...
Harry ya no los escuchaba. Se le estaba extendiendo por todo el cuerpo una
especie de ardor que no tenía nada que ver con el calor del sol, y la presión que
notaba  en  el  pecho  se  le  reducía.  Sabía  que  Ron  y  Hermione  se  sentían  más
impresionados de lo que parecía,  pero el simple hecho de que siguieran allí, a
su lado, dándole ánimos en lugar de apartarse de él como si tuviera algún virus
o fuera peligroso, no tenía precio.
—...y  todo  tipo  de  sortilegios  elusivos  —concluyó  Hermione—.  Bueno,  al
menos tú ya te has enterado de cuál será una de las asignaturas que estudiarás
este  año.  En  cambio,  Ron  y  yo...  Me  pregunto  si  tardarán  mucho  en  llegar
nuestros TIMOS.
—No puede faltar mucho. Ya ha pasado un mes —calculó Ron.
—Un  momento  —apuntó  Harry  al  recordar otra  parte  de  la  conversación
con el director del colegio—. ¡Me parece que Dumbledore dijo que las notas de
nuestros TIMOS llegarían hoy!
—¿Hoy?  —exclamó  Hermione—.  ¿Hoy?  Pero  ¿por  qué  no...?  ¡Cielos,
debiste decírnoslo enseguida!  —Se puso en pie de un brinco y añadió—:  Voy a
ver si ha llegado alguna lechuza.
Pero diez minutos más tarde, cuando Harry bajó, vestido y con la bandeja
del desayuno vacía, encontró a Hermione sentada a la mesa de la cocina, muy
nerviosa, mientras la señora Weasley intentaba disimular el parecido del ojo de
la chica con el de un panda.
—Nada,  no  hay  manera  de  que  se  vaya  —decía  la  señora  Weasley,
angustiada;  estaba  plantada  enfrente  de  Hermione  con  la  varita  en  una  mano
mientras revisaba un ejemplar de  El manual del sanador, abierto por el capítulo
«Contusiones,  cortes  y  rozaduras»—.  Esto  nunca  había  fallado,  no  me  lo
explico.
—Por eso Fred y George lo consideran una broma graciosa: porque no se va
—opinó Ginny.
—¡Pues tiene que irse!  —chilló Hermione—. ¡No puedo quedarme así para
siempre!
—No te  quedarás así, querida, ya encontraremos algún antídoto, no temas
—le aseguró la señora Weasley.
—Bill ya me ha contado que los gemelos son muy gaciosos —intervino Fleur
sonriendo.
—Sí, me muero de risa  —le espetó Hermione. Se levantó y se puso a dar
vueltas por la cocina mientras se retorcía las manos—. ¿Está segura de que esta
mañana no ha llegado ninguna lechuza, señora Weasley?
—Sí,  querida.  Me  habría  dado  cuenta  —respondió  ésta  con  paciencia—.
Pero sólo son las nueve, todavía hay mucho tiempo para...
—Ya sé que fallé en Runas Antiguas  —rezongó Hermione con ansiedad—.
Como mínimo cometí un grave error en la traducción. Y el examen práctico de
Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras  tampoco  me  salió  como  esperaba.  En
Transformaciones creía que lo había hecho bien, pero ahora que lo pienso...
—¿Quieres hacer el favor de callarte, Hermione? ¡No eres la única que está
nerviosa! —gruñó Ron—. Además, cuando veas tus diez extraordinarios...
—¡No,  no,  no!  —chilló  Hermione  agitando  ambas  manos,  histérica—.
¡Seguro que lo he suspendido todo!
—¿Y  qué  pasa  si  suspendemos?  —preguntó  Harry  a  nadie  en  particular,
pero una vez más fue Hermione quien contestó:
—Analizamos nuestras opciones con el jefe de nuestra casa. Se lo pregunté
a la profesora McGonagall a final de curso.
A  Harry  se  le  retorció  el  estómago  y  se  arrepintió  de  haber  desayunado
tanto.
—En  Beauxbatons  —explicó  Fleur  con  suficiencia—  lo  hacíamos  de  otga
manega.  Cgeo  que  ega  mejog.  Nos  examinábamos  tgas  seis  años  de  estudios  en
lugag de cinco, y luego...
Las palabras de Fleur quedaron ahogadas por un grito. Hermione señalaba
por  la  ventana  de  la  cocina.  En  el  cielo  se  veían  tres  motitas  negras  que  iban
aumentando de tamaño.
—Lechuzas  —dijo Ron con voz quebrada, y corrió hacia la ventana donde
estaba su amiga.
—Una  para  cada  uno  —añadió  Hermione  con  un  susurro  que  denotaba
terror—. ¡Oh, no! ¡Oh, no! ¡Oh, no!
Agarró con fuerza por los codos a Harry y a Ron.
Las  lechuzas  volaban  derechito  hacia  La  Madriguera;  eran  tres  hermosos
ejemplares,  y  cuando  ya  sobrevolaban  el  sendero  que  conducía  hasta  la  casa,
todos vieron que cada una llevaba un gran sobre cuadrado.
—¡Oh, no! —aulló Hermione.
La  señora  Weasley  se  coló  entre  los  muchachos  y  abrió  la  ventana  de  la
cocina.  Una  a  una,  las  lechuzas  entraron  y  se  posaron  sobre  la  mesa  en  una
ordenada hilera. Las tres levantaron la pata derecha.
Harry  fue  hacia  ellas.  La  carta  dirigida  a  él  estaba  atada  a  la  pata  de  la
lechuza  de  en  medio.  La  desató  con  dedos  temblorosos.  A  su  izquierda,  Ron
intentaba coger también sus notas; a su derecha tenía a Hermione, pero a ella le
temblaban tanto las manos que también hacía temblar a la lechuza.
Durante unos instantes nadie dijo ni pío. Al final, Harry consiguió soltar el
sobre. Lo abrió a toda prisa y sacó la hoja de pergamino que contenía.
TÍTULO INDISPENSABLE DE MAGIA ORDINARIA
APROBADOS:    Extraordinario (E)
Supera las expectativas (S)
Aceptable (A)
SUSPENSOS:    Insatisfactorio (I)
Desastroso (D)
Trol(T)
RESULTADOS DE HARRY JAMES POTTER
Astronomía:    A
Cuidado de Criaturas Mágicas:  S
Encantamientos:  S
Defensa Contra las Artes Oscuras:    E
Adivinación:  I
Herbología:  S
Historia de la Magia:  D
Pociones:  S
Transformaciones:  S
Harry  releyó  varias  veces  la  hoja  de  pergamino,  y  poco  a  poco  su
respiración  se  fue  haciendo  más  acompasada.  No  estaba  mal:  siempre  había
sabido  que  suspendería  Adivinación,  y  era  imposible  que  hubiera  aprobado
Historia de la Magia, dado que se había desmayado en medio del examen; ¡pero
había  aprobado  las  otras  asignaturas!  Deslizó  el  dedo  por  las  notas...  ¡Había
sacado  buena  nota  en  Transformaciones  y  en  Herbología,  y  hasta  había
superado las expectativas en Pociones! ¡Y lo mejor era que había conseguido un
extraordinario en Defensa Contra las Artes Oscuras!
Miró alrededor. Hermione estaba de espaldas a él,  con la cabeza agachada,
pero Ron parecía contentísimo.
—Sólo  he  suspendido  Adivinación  e  Historia  de  la  Magia,  las  que  menos
me importan. A ver, cambiemos...  —Harry leyó las notas de Ron y vio que no
tenía  ningún  extraordinario—.  Ya  sabía  que  sacarías  buena  nota  en  Defensa
Contra las Artes Oscuras  —dijo Ron dándole un puñetazo en el hombro—. No
nos ha ido tan mal, ¿verdad?
—¡Enhorabuena!  —dijo  la  señora  Weasley  con  orgullo,  alborotándole  el
cabello  a  Ron—.  ¡Siete  TIMOS!  ¡Más  de  los  que  consiguieron  Fred  y  George
juntos!
—¿Y  a  ti,  Hermione,  cómo  te  ha  ido?  —preguntó  Ginny  con  vacilación,
porque su amiga todavía no se había dado la vuelta.
—No está mal —respondió en voz baja.
—No digas tonterías  —saltó Ron; se acercó a ella y le quitó la hoja de las
manos—. Aja, nueve extraordinarios, y un supera las expectativas en Defensa
Contra  las  Artes  Oscuras.  —La  miró  entre  alegre  y  exasperado—.  Y  estás
decepcionada, ¿no?
Hermione negó con la cabeza, pero Harry se rió.
—¡Bueno, ya somos estudiantes de ÉXTASIS!  —se alegró Ron, sonriente—.
¿Quedan salchichas, mamá?
Harry volvió a repasar sus notas y se dio cuenta de que no habrían podido
ser mejores. Sólo lamentaba un pequeño detalle: esos resultados ponían fin a su
ambición  de  convertirse  en  auror,  puesto  que  no  había  alcanzado  la  nota
requerida en Pociones. Ya sabía que no iba a conseguirla, pero aun así notó un
vacío en el estómago al mirar de nuevo la negra y pequeña «s».
En  realidad  era  extraño,  pues  había  sido  un  mortífago  disfrazado  el
primero  en  comentarle  que  sería  un  buen  auror;  pero  esa  idea  se  había
apoderado  de  él,  y  no  le  atraía  ninguna  otra  profesión.  Además,  después  de
haber escuchado la profecía, creía que ése podía ser un destino adecuado para
él. «Ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida...» ¿Acaso no
haría honor a la profecía y no aumentarían sus posibilidades de sobrevivir si se
unía a esos magos tan bien preparados, cuyo cometido consistía en encontrar y
matar a Voldemort?

6
Draco se larga

Harry  no  salió  de  los  límites  del  jardín  de  La  Madriguera  durante  varias
semanas. Pasaba gran parte del día jugando al quidditch, dos contra dos, en el
huerto de árboles frutales de los Weasley (Hermione y él contra Ron y Ginny;
Hermione  era  malísima  y  Ginny  bastante  buena,  así  que  los  dos  equipos
quedaban  razonablemente  igualados).  Y  gran  parte  de  la  noche  la  dedicaba  a
repetir tres veces de todo lo que la señora Weasley le servía en el plato.
Habrían sido unas felices y tranquilas vacaciones de no ser por las historias
de  desapariciones,  extraños  accidentes  e  incluso  muertes  que  aparecían  casi  a
diario  en  El  Profeta.  A  veces,  Bill  y  el  señor  Weasley  explicaban  en  casa  las
noticias  antes  de  que  éstas  salieran  en  los  periódicos.  La  señora  Weasley
lamentó  mucho  que  las  celebraciones  del  decimosexto  cumpleaños  de  Harry
quedaran deslucidas por las truculentas nuevas con que se presentó en la fiesta
Remus Lupin, a quien se lo veía delgado y deprimido; además, le habían salido
muchas canas y llevaba la ropa más raída y remendada que nunca.
—Se  han  producido  otros  dos  ataques  de  dementores  —anunció  Lupin
mientras  la  señora  Weasley  le  servía  un  suculento  trozo  de  pastel  de
cumpleaños—. Y han encontrado el cadáver de Igor Karkarov en una choza, en
el  norte;  los  asesinos  dejaron  la  Marca  Tenebrosa.  La  verdad  es  que  me
sorprende  que  Karkarov  siguiera  con  vida  un  año  después  de  haber
abandonado  a  los  mortífagos;  si  no  recuerdo  mal,  Regulus,  el  hermano  de
Sirius, sólo sobrevivió unos días.
—Ya  —dijo la señora Weasley arrugando el entrecejo—. ¿Qué os parece si
hablamos de otra...?
—¿Te has enterado de lo de Florean Fortescue, Remus?  —preguntó Bill, a
quien Fleur no paraba de servir vino—. El dueño de la...
—...¿heladería  del  callejón  Diagon?  —terció  Harry,  sintiendo  una
desagradable  sensación  de  vacío  en  el  estómago—.  Siempre  me  regalaba
helados. ¿Qué le ha pasado?
—Tal como ha quedado la tienda, parece que se lo han llevado.
—¿Por  qué?  —preguntó  Ron  mientras  la  señora  Weasley  fulminaba  a  su
hijo Bill con la mirada.
—Quién  sabe.  Debió  de  hacer  algo  que  les  molestó.  Florean  era  un  buen
hombre.
—Hablando del callejón Diagon —intervino Arthur Weasley—, por lo visto
el señor Ollivander también ha desaparecido.
—¿El fabricante de varitas mágicas? —preguntó Ginny, asustada.
—Exacto. Su tienda está vacía, pero no se ven señales de violencia. Nadie
sabe si Ollivander se ha marchado voluntariamente o si lo han secuestrado.
—¿Y las varitas? ¿Dónde las comprará ahora la gente?
—Tendrán  que  comprárselas  a  otros  fabricantes  —contestó  Lupin—.  Pero
Ollivander era el mejor, y no nos beneficia nada que lo retenga el otro bando.
Al  día  siguiente  de  esa  lúgubre  merienda  de  cumpleaños,  llegaron  de
Hogwarts  las  cartas  y  listas  de  libros  para  los  muchachos.  La  carta  dirigida  a
Harry  incluía  una  sorpresa:  lo  habían  elegido  capitán  de  su  equipo  de
quidditch.
—¡Ahora  tendrás  la  misma  categoría  que  los  prefectos!  —exclamó
Hermione—. ¡Y podrás utilizar nuestro cuarto de baño especial!
—¡Vaya! Me acuerdo de cuando Charlie llevaba una como ésta  —comentó
Ron  examinando  con  regocijo  la  insignia  de  su  amigo—.  ¡Qué  pasada,  Harry,
eres mi capitán! Suponiendo que me incluyas otra vez en el equipo, claro. ¡Ja, ja,
ja!
—Bueno,  me  temo  que  ahora  que  ya  tenéis  vuestras  listas  no  podremos
aplazar  mucho  más  la  excursión  al  callejón  Diagon  —se  lamentó  la  señora
Weasley  mientras  repasaba  la  lista  de  libros  de  Ron—.  Iremos  el  sábado,  si
vuestro padre no tiene que trabajar. No pienso ir de compras sin él.
—¿De  verdad  crees  que  Quien-tú-sabes  podría  estar  escondido  detrás  de
un estante de Flourish y Blotts, mamá? —se burló Ron.
—¡Como si Fortescue y Ollivander se hubieran ido de vacaciones!  —replicó
ella, que se exaltaba con facilidad—. Si consideras que la seguridad es un tema
para hacer chistes, puedes quedarte aquí y ya te traeré yo las cosas.
—¡No, no! ¡Quiero ir, quiero ver la tienda de Fred y George!  —se apresuró
a decir Ron.
—Entonces pórtate bien, jovencito, antes de que decida que eres demasiado
inmaduro  para  venir  con  nosotros  —le  espetó  ella,  y  a  continuación  cogió  su
reloj de pared, cuyas nueve manecillas todavía señalaban «Peligro de muerte»,
y lo puso encima de un montón de toallas limpias—. ¡Y lo mismo digo respecto
a regresar a Hogwarts!  —añadió antes de levantar el cesto de la colada, con el
reloj en lo alto a punto de caer, y salir con paso firme de la habitación.
Ron miró con gesto de incredulidad a Harry.
—¡Jo! En esta casa ya no puedes ni hacer una broma —se lamentó.
Pero los días siguientes Ron procuró no bromear sobre Voldemort, así que
llegó el sábado sin que la señora Weasley tuviese más rabietas,  aunque durante
el desayuno estuvo muy tensa. Bill, que iba a quedarse en casa con Fleur (de lo
que Hermione y Ginny se alegraron mucho), le pasó a Harry una bolsita llena
de dinero por encima de la mesa.
—¿Y el mío? —saltó Ron, con los ojos como platos.
—Ese  dinero  ya  era  suyo,  idiota  —replicó  Bill—.  Te  lo  he  sacado  de  la
cámara  acorazada,  Harry,  porque  ahora  el  público  tarda  unas  cinco  horas  en
acceder  a  su  oro,  ya  que  los  duendes  han  endurecido  mucho  las  medidas  de
seguridad.  Hace  un  par  de  días,  a  Arkie  Philpott  le  metieron  una  sonda  de
rectitud por el... Bueno, créeme, es más fácil así.
—Gracias, Bill —dijo Harry, y se guardó las monedas.
—Siempge  tan  atento  —le  susurró  Fleur  a  Bill  con  adoración  mientras  le
acariciaba la nariz. Ginny, a espaldas de Fleur, simuló vomitar en su cuenco de
cereales; Harry se atragantó con los copos de maíz y Ron le dio unas palmadas
en la espalda.
Hacía un día oscuro y nublado. Cuando salieron de la casa abrochándose
las  capas,  uno  de  los  coches  especiales  del  Ministerio  de  Magia,  en  los  que
Harry ya había viajado, los esperaba en el jardín delantero.
—Qué  bien  que  papá  nos  haya  conseguido  otra  vez  un  coche  —comentó
Ron,  agradecido,  y  estiró  ostentosamente  brazos  y  piernas  mientras  el  coche
arrancaba y se alejaba despacio de La Madriguera.
Bill y Fleur los despidieron con la mano desde la ventana de la cocina. Ron,
Harry,  Hermione  y  Ginny  iban  cómodamente  arrellanados  en  el  espacioso
asiento trasero del vehículo.
—Pero no te acostumbres, hijo, porque todo esto sólo se hace por  Harry —
le  advirtió  el  señor  Weasley,  volviéndose  para  mirarlo.  Su  esposa  y  él  iban
delante,  junto  al  chofer  oficial;  el  asiento  del  pasajero  se  había  extendido  y
convertido  en  una  especie  de  sofá  de  dos  plazas—.  Le  han  asignado  una
protección de la más alta categoría. Y en el Caldero Chorreante se nos unirá otro
destacamento de seguridad.
Harry  no  comentó  nada,  pero  no  le  hacía  mucha  gracia  ir  de  compras
rodeado  de  un  batallón  de  aurores.  Se  había  guardado  la  capa  invisible  en  la
mochila  porque  suponía  que  si  Dumbledore  no  tenía  inconveniente  en  que  la
usara,  tampoco  debía  de  tenerlo  el  ministerio;  aunque,  ahora  que  se  lo
planteaba, tuvo sus dudas de que estuvieran al corriente de la existencia de esa
capa.
—Ya  hemos  llegado  —anunció  el  chofer  tras  un  rato  asombrosamente
corto, al tiempo que reducía la velocidad en Charing Cross Road y detenía el
coche  frente  al  Caldero  Chorreante—.  Me  han  ordenado  que  los  espere  aquí.
¿Tienen idea de cuánto tardarán?
—Calculo que un par de horas —contestó el señor Weasley—. ¡Ah, ahí está!
¡Estupendo!
Harry imitó al señor Weasley y miró por la ventanilla. El corazón le dio un
vuelco:  no  había  ningún  auror  esperándolos  fuera  de  la  taberna,  sino  la
gigantesca y barbuda figura de Rubeus Hagrid, el guardabosques de Hogwarts,
que llevaba un largo abrigo de piel de castor. Al ver a Harry, sonrió sin prestar
atención a las asustadas miradas de los muggles que pasaban por allí.
—¡Harry!  —bramó,  y en  cuanto  el  muchacho  se  bajó  del  coche,  lo  abrazó
tan fuerte que casi le tritura los huesos—.  Buckbeak... quiero decir  Witherwings...
ya lo verás, Harry, es tan feliz de volver a trotar por ahí...
—Me alegro de que esté contento  —repuso sonriente el chico mientras se
frotaba las costillas—. ¡No sabíamos que el «destacamento de seguridad» eras
tú!
—Ya. Como en los viejos tiempos, ¿verdad? Verás, el ministerio pretendía
enviar un puñado de aurores, pero Dumbledore dijo que podía encargarme yo
—explicó  Hagrid  con  orgullo,  sacando  pecho  y  metiendo  los  pulgares  en  los
bolsillos—.  ¡En  marcha!  —exclamó,  y  al  punto  se  corrigió—:  Molly,  Arthur,
vosotros primero.
Si  a  Harry  no  le  fallaba  la  memoria,  era  la  primera  vez  que  el  Caldero
Chorreante estaba vacío. Aparte del arrugado y desdentado tabernero, Tom, no
había ni un cliente. Al verlos entrar sonrió ilusionado, pero antes de que abriera
la boca, Hagrid anunció dándose importancia:
—Hoy  sólo  estamos  de  paso,  Tom.  Espero  que  lo  entiendas.  Asuntos  de
Hogwarts, ya sabes.
El  hombre  asintió  con  resignación  y  siguió  secando  vasos.  Harry,
Hermione, Hagrid y los Weasley cruzaron el  local y salieron al pequeño y frío
patio trasero, donde estaban los cubos de basura. Hagrid levantó su paraguas
rosa y dio unos golpecitos en determinado ladrillo de la pared, que se abrió al
instante  para  formar  un  arco  que  daba  a  una  tortuosa  calle  adoquinada.
Traspusieron la entrada, se pararon y miraron alrededor.
El callejón Diagon había cambiado: los llamativos y destellantes escaparates
donde  se  exhibían  libros  de  hechizos,  ingredientes  para  pociones  y  calderos,
ahora  quedaban  ocultos  detrás  de  los  enormes  carteles  de  color  morado  del
Ministerio de Magia que había pegados en los cristales (en su mayoría, copias
ampliadas  de  los  consejos  de  seguridad  detallados  en  los  folletos  que  el
ministerio  había  distribuido  en  verano).  Algunos  carteles  tenían  fotografías
animadas  en  blanco  y  negro  de  mortífagos  que  andaban  sueltos:  Bellatrix
Lestrange, por ejemplo, miraba con desdén desde el escaparate de la botica más
cercano.  Varias  ventanas  estaban  cegadas  con  tablones,  entre  ellas  las  de  la
Heladería  Florean  Fortescue.  Por  lo  demás,  en  diversos  puntos  de  la  calle
habían surgido tenderetes destartalados; en uno de ellos, instalado enfrente de
Flourish  y  Blotts  bajo  un  sucio  toldo  a  rayas,  un  letrero  rezaba:  «Eficaces
amuletos contra hombres lobo, dementores e inferi.»
Un brujo menudo y con mala pinta hacía tintinear un montón de cadenas
con símbolos de plata que, colgadas de los brazos, ofrecía a los peatones.
—¿No  quiere  una  para  su  hijita,  señora?  —abordó  a  la  señora  Weasley
lanzándole una lasciva mirada a Ginny—. ¿Para proteger su hermoso cuello?
—Si estuviera de servicio...  —masculló el señor Weasley mirando con ceño
al vendedor de amuletos.
—Sí, pero ahora no detengas a nadie, querido, que tenemos prisa  —le rogó
su  esposa  mientras  consultaba  una  lista,  nerviosa—.  Me  parece  que  lo  mejor
sería ir primero a Madame Malkin; Hermione quiere una túnica de gala nueva y
Ron enseña demasiado los tobillos con la del uniforme. Y tú también necesitarás
una nueva, Harry, porque has crecido mucho. Vamos, por aquí... 
—Molly, no tiene sentido que vayamos todos a Madame Malkin —objetó su
marido—. ¿Por qué no dejas que Hagrid los acompañe a ellos tres y nosotros
vamos con Ginny a Flourish y Blotts a comprarles los libros de texto?
—No  sé,  no  sé  —respondió  ella,  angustiada;  era  evidente  que  se  debatía
entre  el  deseo  de  terminar  las  compras  deprisa  y  el  de  mantener  unido  el
grupo—. Hagrid, ¿crees que...?
—No  sufras,  Molly,  conmigo  no  va  a  pasarles  nada  —la  tranquilizó  éste
agitando una peluda mano del tamaño de la tapa de un cubo de basura.
La  señora  Weasley  no  parecía  muy  convencida,  pero  permitió  que  se
separaran  y  salió  presurosa  hacia  Flourish  y  Blotts  con  su  marido  y  Ginny,
mientras  que  Harry,  Ron,  Hermione  y  Hagrid  se  dirigieron  hacia  el
establecimiento de Madame Malkin.
Harry advirtió que muchas de las personas con que se cruzaban tenían la
misma expresión atribulada y atemorizada que la señora Weasley, y ninguna de
ellas se detenía a hablar; los compradores permanecían juntos formando grupos
muy  unidos  y  no  se  distraían.  Tampoco  había  nadie  que  hiciera  las  compras
solo.
—No sé si vamos a caber todos ahí dentro —observó Hagrid tras detenerse
delante  de  la  tienda  de  Madame  Malkin  y  mirar  por  el  escaparate—.  Si  os
parece bien, me quedaré vigilando aquí.
Así  que  los  tres  amigos  entraron  en  la  pequeña  tienda.  A  primera  vista
parecía vacía, pero tan pronto la puerta se hubo cerrado tras ellos, oyeron una
voz conocida detrás de un perchero de túnicas de gala con lentejuelas azules y
verdes.
—...ningún niño, por si no te habías dado cuenta, madre. Soy perfectamente
capaz de hacer las compras por mi cuenta.
Alguien chascó la lengua, y luego una voz que Harry identificó como la de
Madame Malkin dijo:
—Mira,  querido,  tu  madre  tiene  razón;  en  los  tiempos  que  corren  no  es
conveniente pasear solo por ahí, no tiene nada que ver con la edad...
—¡Quiere hacer el favor de mirar dónde clava el alfiler!
Un adolescente pálido, de facciones afiladas y cabello rubio platino, salió de
detrás del perchero. Llevaba puesta una elegante  túnica verde oscuro con una
reluciente  hilera  de  alfileres  alrededor  del  dobladillo  y  los  bordes  de  las
mangas. Dio un par de zancadas, se colocó ante el espejo y se miró; tardó unos
instantes  en  ver  a  Harry,  Ron  y  Hermione  reflejados  detrás  de  él,  y  enton ces
entrecerró sus ojos grises.
—Si  te  preguntas  por  qué  huele  mal,  madre,  es  que  acaba  de  entrar  una
sangre sucia —anunció Draco Malfoy.
—¡No  hay  ninguna  necesidad  de  emplear  ese  lenguaje!  —lo  reprendió
Madame  Malkin  saliendo  de  detrás  del  perchero  a  toda  prisa,  con  una  cinta
métrica  y  una  varita  en  las  manos—.  ¡Y  tampoco  quiero  ver  varitas  en  mi
tienda!  —se apresuró a añadir, pues al mirar hacia la puerta vio a Harry y Ron
allí plantados con las varitas en ristre apuntando a Malfoy.
Hermione, que estaba detrás de los chicos, les susurró:
—Dejadlo, en serio, no vale la pena.
—¡Bah,  como  si  os  atrevierais  a  hacer  magia  fuera  del  colegio!  —se  burló
Malfoy—.  ¿Quién  te  ha  puesto  el  ojo  morado,  Granger?  Me  gustaría  enviarle
flores.
—¡Basta ya!  —ordenó Madame Malkin, y miró a sus espaldas en busca de
ayuda—. Por favor, señora...
Narcisa Malfoy salió de detrás del perchero con aire despreocupado.
—Guardad las varitas  —exigió con frialdad a Harry y Ron—. Si volvéis a
atacar a mi hijo, me encargaré de que sea lo último que hagáis.
—¿Lo dice en serio? —la desafió Harry. Avanzó un paso y miró con fijeza a
la mujer cuyo arrogante rostro, pese a su palidez, recordaba al de su hermana.
Harry  ya  era  tan  alto  como  ella—.  ¿Qué  piensa  hacer?  ¿Pedirles  a  algunos
mortífagos amigos suyos que nos liquiden?
Madame Malkin soltó un gritito y se llevó las manos al pecho.
—Chicos,  no  deberíais  acusar...  Es  peligroso  decir  cosas  así.  ¡Guardad  las
varitas, por favor!
Pero Harry no la bajó. Narcisa Malfoy esbozó una desagradable sonrisa.
—Veo que ser el preferido de Dumbledore te ha dado una falsa sensación
de seguridad, Harry Potter. Pero él no estará siempre a tu lado para protegerte.
—¡Ostras!  —exclamó Harry, mirando con sorna alrededor—. ¡Ahora no lo
veo por aquí! ¿Por qué no lo intenta? ¡Quizá le encuentren una celda doble en
Azkaban y pueda ir a hacerle compañía al fracasado de su marido!
Draco, furioso, se abalanzó sobre Harry, pero tropezó con el dobladillo de
la túnica. Ron soltó una carcajada.
—¡No te atrevas a hablarle así a mi madre, Potter! —gruñó.
—No  pasa  nada,  hijo  —intervino  Narcisa,  poniéndole  una  mano  de
delgados  y  blancos  dedos  en  el  hombro  para  sujetarlo—.  Creo  que  Potter  se
reunirá con su querido Sirius antes de que yo vaya a hacer compañía a Lucius.
Harry levantó un poco más la varita.
—¡No,  Harry!  —gimió  Hermione  y  le  tiró  del  brazo  para  bajárselo—.
Piensa... No debes... no te metas en líos.
Madame  Malkin  titubeó  un  momento  y  decidió  comportarse  como  si  no
pasara  nada,  con  la  esperanza  de  que  realmente  no  llegara  a  pasar  nada.  Se
inclinó hacia Draco, que todavía miraba con odio a Harry, y dijo:
—Me  parece  que  tendríamos  que  acortar  la  manga  izquierda  un  poquito
más, querido. Déjame...
—¡Ay! —chilló Draco, y le dio un golpe brusco en la mano—. ¡Cuidado con
los alfileres, señora! Madre, creo que no quiero esta túnica...
Se quitó la prenda por la cabeza y la arrojó al suelo, a los pies de Madame
Malkin.
—Tienes  razón,  hijo  —coincidió  Narcisa,  y  le  lanzó  una  mirada  de
profundo desprecio a Hermione—, ahora veo la clase de gentuza que compra
aquí. Será mejor que vayamos a Twilfitt y Tatting.
Madre e hijo abandonaron con aire decidido la tienda y, al salir, Draco se
aseguró de tropezar con Ron y darle tan fuerte como pudo.
—¡Habrase  visto!  —se  horrorizó  Madame  Malkin.  Recogió  la  túnica  del
suelo  y  le  pasó  la  punta  de  la  varita  por  encima  para  quitarle  el  polvo,  como
quien pasa un aspirador.
La  dueña  de  la  tienda  estuvo  muy  alterada  mientras  Ron  y  Harry  se
probaban las túnicas  nuevas; intentó venderle a Hermione una túnica de gala
de mago en lugar de una de bruja, y cuando por fin se despidió de ellos, se notó
que se alegraba de verlos marchar.
—¿Ya  lo  tenéis  todo?  —preguntó  Hagrid,  jovial,  cuando  los  tres  amigos
salieron a la calle.
—Más o menos —contestó Harry—. ¿Has visto a los Malfoy?
—Sí. Pero descuida, Harry, jamás se les ocurriría armar jaleo en medio del
callejón Diagon.
Los tres amigos se miraron, pero, antes de que pudieran sacar a Hagrid de
su error, llegaron los señores Weasley y Ginny cargados con pesados paquetes
de libros.
—¿Estáis todos bien?  —preguntó la señora Weasley—. ¿Tenéis las túnicas?
Estupendo,  entonces  podemos  pasar  por  el  boticario y  El  Emporio  de  camino
hacia la tienda de Fred y George. ¡Vamos, no os separéis!
Ni  Harry  ni  Ron  compraron  ingredientes  para  pociones  en  el  boticario,
dado  que  no  iban  a  seguir  estudiando  Pociones,  pero  en  El  Emporio  de  la
Lechuza  ambos  adquirieron  grandes  cajas  de  frutos  secos  para  Hedwig  y
Pigwidgeon. Luego, mientras la señora Weasley consultaba la hora en su reloj de
pulsera  a  cada  minuto,  siguieron  recorriendo  la  calle  en  busca  de  Sortilegios
Weasley, la tienda de artículos de broma que regentaban Fred y George.
—No  nos  queda  mucho  tiempo  —les  advirtió  la  señora  Weasley—.  Sólo
echaremos un vistazo y luego volveremos al coche. Debemos de estar cerca: ése
es el número noventa y dos... noventa y cuatro...
—¡Vaya! —exclamó Ron deteniéndose en seco.
Comparados  con  los  sosos  escaparates  de  las  tiendas  de  los  alrededores,
cubiertos de carteles, los del local de Fred y George parecían un  espectáculo de
fuegos artificiales. Al pasar por delante, los peatones se volvían para admirarlos
y algunos incluso se detenían para contemplarlos con perplejidad.
El  escaparate  de  la  izquierda  era  deslumbrante,  lleno  de  artículos  que
giraban, reventaban,  destellaban, brincaban y chillaban; Harry se desternilló de
risa  al  verlo.  El  de  la  derecha  se  hallaba  tapado  por  un  gran  cartel  morado,
como los del ministerio, pero con unas centelleantes letras amarillas que decían:
¿Por qué le inquieta El-que-no-debe-ser-nombrado?
¡Debería preocuparle
LORD KAKADURA,
La epidemia de estreñimiento que arrasa el país!
Harry  rompió  a  reír,  pero  oyó  un  débil  gemido  a  su  lado.  Era  la  señora
Weasley contemplando el cartel, estupefacta, mientras articulaba en silencio las
palabras «Lord Kakadura».
—¡Esto va a costarles la vida! —susurró.
—¡Qué va! —saltó Ron, que reía también—. ¡Es genial!
Los dos amigos fueron los primeros en entrar en la tienda, tan abarrotada
de  clientes  que  Harry  no  pudo  acercarse  a  los  estantes.  Sin  embargo,  miró
fascinado  alrededor  y  contempló  las  cajas  amontonadas  hasta  el  techo:  allí
estaban los Surtidos Saltaclases que los gemelos habían perfeccionado durante
su  último  curso  en  Hogwarts,  que  aún  no  habían  acabado;  el  turrón
sangranarices era el más solicitado, pues sólo quedaba una abollada caja en el
estante.  También  había  cajones  llenos  de  varitas  trucadas  (las  más  baratas  se
convertían  en  pollos  de  goma  o  en  calzoncillos  cuando  las  agitaban;  las  más
caras  golpeaban  al  desprevenido  usuario  en  la  cabeza  y  la  nuca)  y  cajas  de
plumas  de  tres  variedades:  autorrecargables,  con  corrector  ortográfico
incorporado  y  sabelotodo.  Harry  se  abrió  paso  entre  la  multitud  hasta  el
mostrador,  donde  un  grupo  de  maravillados  niños  de  unos  diez  años
observaban  una  figurita  de  madera  que  subía  lentamente  los  escalones  que
conducían  a  una  horca;  en  la  caja  sobre  la  que  se  exponía  el  artilugio,  una
etiqueta indicaba: «Ahorcado reutilizable. ¡Si no aciertas, lo ahorcan!»
—«Fantasías patentadas»...  —Hermione había logrado acercarse a un gran
expositor y leía la información impresa en una caja con una llamativa fotografía
de un apuesto joven y una embelesada chica en la cubierta de un barco pirata—.
«Tan sólo con un sencillo conjuro accederás a una fantasía de treinta minutos de
duración, de primera calidad y muy realista, fácil de colar en una clase normal
de  colegio  y  prácticamente  indetectable.  Posibles  efectos  secundarios:  mirada
ausente  y  ligero  babeo.  Prohibida  la  venta  a  menores  de  dieciséis  años.»
¡Caramba,  esto  es  magia  muy  avanzada!  —comentó  Hermione  mirando  a
Harry.
—Por  haber  dicho  eso,  Hermione  —los  sorprendió  una  voz  a  sus
espaldas—, puedes llevarte una gratis.
Harry y Hermione se dieron la vuelta y vieron a Fred, que sonreía radiante.
Llevaba una túnica de color magenta que desentonaba con su cabello pelirrojo.
—¿Cómo  estás,  Harry?  —Se  estrecharon  la  mano—.  ¿Y  a  ti  qué  te  ha
pasado en el ojo, Hermione?
—Ha sido ese telescopio zurrador vuestro —contestó ella, compungida.
—¡Ostras, no me acordaba! Toma...  —Se sacó una tarrina del bolsillo y se la
dio;  Hermione  desenroscó  la  tapa  con  cautela  y  contempló  la  espesa  pasta
amarilla  que  contenía—.  Póntela  en  el  ojo  y  dentro  de  una  hora  el  cardenal
habrá  desaparecido  —le  aseguró  Fred—.  Hemos  tenido  que  procurarnos  un
quitacardenales  decente,  porque  la  mayoría  de  nuestros  productos  los
probamos nosotros mismos.
—¿Seguro que es inofensivo? —preguntó la chica.
—Pues claro. Ven, Harry, voy a enseñártelo todo.
Harry dejó a Hermione untándose la pomada en el ojo amoratado y siguió
a  Fred  hacia  el  fondo  de  la  tienda,  donde  había  un  tenderete  con  trucos  de
cartas y de cuerdas.
—¡Trucos  de  magia  muggle!  —explicó  Fred  con  entusiasmo,
señalándolos—. Para los bichos raros como mi padre que se pirran por las cosas
de  muggles.  No  dejan  mucha  ganancia,  pero  se  venden  bien;  la  gente  los
compra por la novedad. ¡Ah, mira, ahí está George!
El hermano gemelo de Fred le dio un enérgico apretón de manos a Harry.
—¿Le  estás  enseñando  nuestros  tesoros?  Ven  al  reservado,  Harry,  ahí  es
donde  de  verdad  ganamos  dinero.  ¡Eh,  tú!  —le  advirtió  a  un  niño  que
rápidamente  retiró  la  mano  de  un  tubo  con  la  etiqueta  «Marcas  Tenebrosas
comestibles:  ¡ponen  malo  a  cualquiera!»—.  ¡Si  birlas  alguna  cosa  pagarás  con
algo más que galeones!
George  apartó  una  cortina  que  había  detrás  de  los  trucos  de  muggles  y
Harry vio una sala con menos iluminación y menos gente. Los embalajes de los
productos que llenaban los estantes no eran tan llamativos.
—Hemos creado una línea más seria —explicó Fred—. Fue muy curioso...
—No  te  imaginas  cuántas  personas  no  saben  hacer  un  encantamiento
escudo decente  —explicó George—. ¡Ni siquiera los empleados del ministerio!
Claro, como nunca te han tenido de maestro, Harry...
—Exacto. Pues bien, se nos ocurrió que los sombreros escudo podían tener
gracia. Ya sabes, desafías a un colega a que te haga un embrujo con el sombrero
puesto y observas la cara que pone cuando el embrujo rebota y le da a él. ¡Pero
el  ministerio  nos  compró  quinientos  para  su  personal  de  refuerzo!  ¡Y  todavía
siguen haciendo unos pedidos descomunales!
—Así que ampliamos la idea y creamos una extensa gama de capas escudo,
guantes escudo...
—Bueno,  no  servirán  de  gran  cosa  contra  las  maldiciones  imperdonables,
pero para maleficios o embrujos de leves a moderados...
—Y luego creímos que  sería buena idea entrar en el terreno de la Defensa
Contra  las  Artes  Oscuras,  porque  con  eso  te  forras  —prosiguió  George,
irradiando  entusiasmo—.  Mira,  esto  mola  un  montón.  Es  polvo  de  oscuridad
instantánea;  lo  importamos  de  Perú.  Resulta  muy  útil  si  nece sitas  emprender
una huida rápida.
—Y  nuestros  detonadores  trampa  se  venden  solos,  ¡fíjate!  —dijo  Fred,
señalando una colección de extraños objetos negros con forma de bocinas que
intentaban saltar de los estantes—. Tiras  uno con disimulo, sale disparado, se
esconde  y  hace  un  ruido  muy  fuerte  que  te  proporciona  un  divertimiento
estratégico en un momento de apuro.
—Muy útil —admitió Harry, impresionado.
—Ten —dijo George al tiempo que atrapaba un par y se los lanzaba.
Una joven bruja de cabello corto y rubio  asomó la cabeza por detrás de la
cortina;  Harry  vio  que  ella  también  llevaba  la  túnica  de  color  magenta  del
personal.
—Ahí fuera hay un cliente que busca un caldero de broma, señor Weasley y
señor Weasley —dijo la bruja.
Harry  encontró  muy  raro  que  alguien  llamara  a  los  gemelos  «señor
Weasley y señor Weasley», pero a ellos no pareció extrañarles.
—Muy  bien,  Verity,  ya  voy  —dijo  George—.  Coge  lo  que  quieras,  ¿vale,
Harry? Y ni se te ocurra pagar.
—¡Cómo  que  no!  —protestó  Harry,  que  ya  había  sacado  su  bolsa  de
monedas para pagar los detonadores trampa.
—Aquí no pagas —insistió Fred, apartando el dinero que le ofrecía.
—Pero...
—Tú  nos  diste  el  dinero  para  abrir  este  negocio,  no  creas  que  lo  hemos
olvidado  —intervino  George  con  seriedad—.  Llévate  lo  que  te  apetezca,  y  si
alguien te pregunta, acuérdate de decirle dónde puede encontrarlo.
George apartó la cortina y fue a atender a los clientes, y Fred condujo de
nuevo a Harry hasta la parte delantera de la tienda, donde Hermione y Ginny
seguían examinando las fantasías patentadas.
—¿Todavía  no  habéis  visto  nuestros  productos  especiales  Wonderbruja,
chicas? —les preguntó Fred—. Síganme, señoritas...
Cerca del escaparate había una selección de productos de color rosa chillón;
un grupo de exaltadas jovencitas reían apiñadas alrededor de ellos. Hermione y
Ginny, recelosas, se quedaron atrás.
—Aquí los tenéis  —dijo Fred con orgullo—. El mejor surtido de filtros de
amor que pueden encontrarse en el mercado.
Ginny arqueó una ceja con escepticismo y preguntó:
—¿Funcionan?
—Claro que funcionan, hasta veinticuatro horas seguidas, según el peso del
chico en cuestión...
—...y del atractivo de la chica  —terminó George, que acababa de aparecer a
su  lado—.  Pero  no  pensamos  vendérselos  a  nuestra  hermana  —agregó  con
expresión severa—, porque según nos han contado ya sale con cinco chicos ala
vez...
—Cualquier cosa que te haya contado Ron es una mentira como una casa
—repuso  Ginny  sin  perder  la  calma,  y  se  inclinó  para  coger  del  estante  un
pequeño tarro rosa—. ¿Qué es esto?
—Crema  desvanecedora  de  granos  de  eficacia  garantizada. Actúa en  diez
segundos  —explicó  Fred—.  Infalible  con  lo  que  sea,  desde  forúnculos  hasta
espinillas. Pero no cambies de tema. ¿Es verdad que sales con un chico llamado
Dean Thomas?
—Sí, es verdad  —admitió Ginny—.  Y la última vez que me fijé, te aseguro
que era un chico y no cinco. ¿Y eso qué es?  —Señaló unas bolas de pelusa color
rosa  y  morado  que  rodaban  por  el  fondo  de  una  jaula  y  emitían  agudos
chillidos.
—Micropuffs  —dijo George—. Puffskeins en miniatura. No damos abasto.
Pero cuéntame, ¿qué ha pasado con Michael Corner?
—Lo dejé, era un mal perdedor —respondió Ginny al tiempo que metía un
dedo  entre  los  barrotes  de  la  jaula  y  miraba  cómo  los  micropuffs  se
concentraban alrededor de él—. ¡Qué monos son!
—Sí, adorables —concedió Fred—. Pero ¿no crees que cambias muy rápido
de novio?
Ginny se dio la vuelta y puso los brazos en jarras. La mirada que le lanzó a
su  hermano  se  parecía  tanto  a  las  de  la  señora  Weasley  que  a  Harry  le
sorprendió que Fred no retrocediera.
—Eso no es asunto tuyo. ¡Y a ti  —añadió dirigiéndose a Ron, que acababa
de  llegar  cargado  de  artículos—  te  agradecería  que  no  les  contaras  cuentos
sobre mí a estos dos!
—Serán tres galeones, nueve sickles y un knut —calculó Fred tras examinar
las cajas que Ron llevaba—. Suelta la pasta.
—¡Pero si soy tu hermano!
—Y  eso  que  pretendes  llevarte  son  nuestros  productos.  Tres  galeones  y
nueve sickles. Te perdono el knut.
—¡No tengo tanto dinero!
—Entonces ya puedes devolverlo todo a sus estantes correspondientes.
Ron  dejó  caer  varias  cajas,  soltó  una  palabrota  e  hizo  un  ademán  grosero
dirigido  a  Fred,  pero,  por  desgracia,  fue  detectado  por  su  madre,  que  había
elegido justo ese momento para pasar por allí.
—Si  te  veo  hacer  eso  otra  vez  te  coso  los  dedos  con  un  embrujo  —lo
amenazó.
—¿Me compras un micropuff, mamá? —saltó Ginny.
—¿Un qué? —preguntó ella con desconfianza.
—Mira, son tan cucos...
La señora Weasley se acercó para ver qué eran los micropuffs, y Harry, Ron
y Hermione tuvieron ocasión de echar una ojeada por el cristal del escaparate.
Draco  Malfoy,  solo,  corría  calle  arriba.  Al  pasar  por  delante  de  Sortilegios
Weasley miró hacia atrás, pero segundos más tarde lo perdieron de vista.
—¿Dónde estará su madre? —se preguntó Harry frunciendo el entrecejo.
—Por lo que parece, le ha dado esquinazo —dijo Ron.
—Pero ¿por qué? —se extrañó Hermione.
Harry  se  esforzó  por hallar  una  respuesta.  No  parecía  lógico  que  Narcisa
Malfoy  hubiera  permitido  que  su  precioso  hijo  se  alejara  de  su  lado;  Draco
debía  de  haber  utilizado  toda  su  habilidad  para  librarse  de  ella.  Harry,  que
conocía y odiaba a Draco, sabía que las razones de éste no podían ser inocentes.
Echó  un  vistazo  alrededor:  la  señora  Weasley  y  Ginny  estaban  inclinadas
sobre  los  micropuffs;  el  señor  Weasley  examinaba  con  interés  una  baraja  de
cartas de muggles marcada; Fred y George atendían a los clientes, y al otro lado
del cristal Hagrid estaba de espaldas mirando a uno y otro lado de la calle.
—Rápido,  meteos  debajo  de  la  capa  —apremió  Harry  a  sus  amigos  al
tiempo que sacaba su capa invisible de la mochila.
—No sé, Harry... —vaciló Hermione, y echó un vistazo a la señora Weasley.
—¡Vamos! —la urgió Ron.
Hermione  titubeó  un  segundo  más  y  luego  se  deslizó  bajo  la  capa  con
Harry y Ron. Nadie advirtió que se habían esfumado: todos estaban centrados
en  inspeccionar  los  productos  de  los  gemelos.  Los  tres  amigos  fueron
abriéndose  camino  hasta  la  puerta  tan  deprisa  como  pudieron,  pero,  cuando
llegaron  a  la  calle,  Malfoy  se  había  desvanecido  con  la  misma  habilidad  que
ellos.
—Iba en esa dirección —murmuró Harry en voz baja para que no los oyera
Hagrid, que tarareaba una melodía—. ¡Vamos!
Echaron a andar por la calle, observando a derecha e izquierda y en puertas
y ventanas, hasta que Hermione señaló al frente.
—Es ese de ahí, ¿no? —susurró—. El que ahora gira a la izquierda.
—Vaya, vaya —susurró Ron.
Malfoy, tras mirar en derredor, se había metido por el callejón Knockturn.
—Rápido, o lo perderemos —instó Harry, y aceleró el paso.
—¡Nos  van  a  ver  los  pies!  —les  advirtió  Hermione,  angustiada,  al
comprobar  que  la  capa  les  ondeaba  alrededor  de  los  tobillos;  habían  crecido
tanto que la capa ya no les cubría los pies.
—No importa —dijo Harry, impaciente—. ¡Corred!
Pero el callejón Knockturn, la callejuela dedicada a las artes oscuras, se veía
completamente  desierto.  Fisgaron  en  los  escaparates  de  las  tiendas  a  medida
que avanzaban, pero no vieron clientes en ninguna de ellas. Harry lo atribuyó a
que  en  esos  tiempos  de  peligros  y  sospechas,  uno  se  arriesgaba  a  delatarse  si
compraba artilugios tenebrosos, o al menos si lo veían comprándolos.
Hermione le dio un pellizco en el brazo.
—¡Ay!
—¡Chist! ¡Mira! ¡Está ahí dentro! —le susurró ella al oído.
Habían llegado a la altura de la única tienda del callejón Knockturn en que
Harry había entrado alguna vez: Borgin y Burkes, donde vendían una amplia
variedad de objetos siniestros. Allí, rodeado de cajas llenas de cráneos y botellas
viejas,  se  encontraba Draco  Malfoy,  de  espaldas  a  la  calle  y  semioculto  por  el
mismo  armario  negro  en  que  Harry  se  había  escondido  en  una  ocasión  para
evitar que lo vieran Malfoy y su padre. A juzgar por los movimientos que hacía
con las manos, Draco estaba enfrascado en una animada disertación, mientras el
propietario  de  la  tienda,  el  señor  Borgin  (un  individuo  chepudo  de  cabello
grasiento),  permanecía  de  pie  frente  al  chico,  escuchándolo  con  una  curiosa
expresión de resentimiento y temor.
—¡Ojalá pudiéramos oír lo que están diciendo! —se lamentó Hermione.
—¡Podemos oírlo! —saltó Ron—. Esperad... ¡Mecachis...!
Dejó caer  un par de cajas de las que todavía llevaba en las manos y se puso
a hurgar en la más grande.
—¡Mirad! ¡Orejas extensibles!
—¡Genial!  —dijo  Hermione  mientras  Ron  desenredaba  las  largas  cuerdas
de color carne y empezaba a pasarlas por debajo de la puerta—.  Espero que no
le hayan hecho un encantamiento de impasibilidad a la puerta...
—¡Pues no! —se alegró Ron—. ¡Escuchad!
Juntaron  las  cabezas  y  escucharon  con  atención,  acercando  los  oídos  al
extremo de las cuerdas: la voz de Malfoy les llegó con toda claridad, como si
hubieran encendido una radio.
—¿... sabría arreglarlo?
—Es  posible  —contestó  Borgin  con  tono  evasivo—.  Pero  necesito  verlo.
¿Por qué no lo traes a la tienda?
—No  puedo  —repuso  Malfoy—.  Tiene  que  quedarse  donde  está.  Lo  que
necesito es que me indique cómo hacerlo.
Harry vio que Borgin se pasaba la lengua por los labios, nervioso.
—Es  que  así,  sin  haberlo  visto,  va  a  ser  un  trabajo  muy  difícil,  quizá
imposible. No puedo garantizarte nada.
—¿Ah,  no?  —dijo  Malfoy,  y  Harry  comprendió,  por  su  tono,  que  Draco
miraba con desdén a su interlocutor—. Tal vez esto lo haga decidirse.
Malfoy avanzó hacia Borgin y el armario lo ocultó. Harry, Ron y Hermione
se desplazaron hacia un lado para no perderlo de vista, pero sólo alcanzaron a
ver a Borgin, que parecía asustado.
—Si se lo cuenta a alguien —amenazó Malfoy—, habrá represalias. ¿Conoce
a Fenrir Greyback? Es amigo de mi familia; pasará por aquí de vez en cuando
para comprobar que usted le dedica toda su atención a este problema.
—No será necesario que...
—Eso  lo decidiré yo  —le espetó Malfoy—. Bueno, me marcho. Y no olvide
guardar bien ése, ya sabe que lo necesitaré.
—¿No quiere llevárselo ahora?
—No, claro que no, estúpido. ¿Cómo voy a ir por la calle con eso? Pero no
lo venda.
—Naturalmente que no... señor.
Borgin hizo una reverencia tan pronunciada como la que en su día Harry le
había visto hacer ante Lucius Malfoy.
—Ni una palabra a nadie, Borgin, y eso incluye a mi madre, ¿entendido?
—Por  supuesto,  por  supuesto  —murmuró  Borgin,  y  volvió  a  hacer  una
reverencia.
La campanilla colgada encima de la puerta tintineó con brío y Malfoy salió
de  la  tienda  muy  ufano.  Pasó  tan  cerca  de  Harry  y  sus  amigos  que  los  tres
notaron  cómo  la  capa  invisible  ondeaba  de  nuevo  alrededor  de  sus  tobillos.
Borgin, que se había quedado  inmóvil dentro de la tienda, parecía preocupado
y su empalagosa sonrisa se había borrado.
—¿De  qué  hablaban?  —susurró  Ron  mientras  guardaba  las  orejas
extensibles.
—No lo sé —dijo Harry, e intentó buscarle algún sentido a aquella extraña
conversación—. Malfoy quiere que le reparen algo... y que le guarden algo que
hay  en  la  tienda.  ¿Habéis  visto  qué  señalaba  cuando  dijo  «no  olvide  guardar
bien ése»?
—No, el armario lo tapaba.
—Quedaos aquí —susurró Hermione.
—¿Qué...?
Pero  ella  ya  había  salido  de  debajo  de  la  capa.  Se  arregló  el  pelo
contemplándose  en  el  cristal  del  escaparate  y  entró  con  decisión  en  el  local,
haciendo  sonar  de  nuevo  la  campanilla.  Ron  se  apresuró  a  pasar  otra  vez  las
orejas extensibles por debajo de la puerta y le dio un extremo a Harry.
—¡Hola!  Qué  día  tan  feo,  ¿verdad?  —saludó  Hermione  a  Borgin,  que  no
contestó  y  la  miró  con  recelo.  Tarareando  alegremente,  ella  se  paseó  entre  el
revoltijo  de  objetos  expuestos—.  ¿Está  a  la  venta  este  collar?  —preguntó
deteniéndose junto a una vitrina.
—Sí, si tienes mil quinientos galeones —respondió Borgin con frialdad.
—Pues  no,  no  tengo  tanto  dinero  —dijo  ella,  y  siguió  paseándose—.  Y...
¿qué me dice de este precioso... hum... cráneo?
—Dieciséis galeones.
—Entonces está en venta, ¿no? ¿No se lo reserva a nadie?
Borgin  la  miró  con  los  ojos  entornados  y  Harry  tuvo  la  desagradable
sensación de que el tendero sabía exactamente lo que Hermione pretendía. Por
lo  visto,  ella  también  se  figuró  que  la  habían  descubierto,  ya  que  de  repente
abandonó toda precaución.
—Verá,  es  que...  hum...  ese  chico  que  acaba  de  marcharse  de  aquí,  Draco
Malfoy,  es  amigo  mío,  y  quiero  hacerle  un  regalo  de  cumpleaños.  Como  es
lógico, no quisiera comprarle algo que él ya haya reservado, así que... hum...
Harry consideró que era una excusa muy pobre, y al parecer Borgin opinó
lo mismo.
—¡Fuera! —ordenó sin miramientos—. ¡Largo de aquí!
Hermione  no  esperó  a  que  se  lo  repitieran  y  corrió  hacia  la  puerta  con
Borgin pisándole los talones. Cuando volvió a sonar la campanilla, el hombre
pegó un portazo y colgó el letrero de «Cerrado».
—Ha valido la pena intentarlo  —dijo Ron echándole la capa por encima a
Hermione—, pero era una excusa demasiado obvia.
—¡La próxima vez vas tú y me enseñas cómo se hace, Maestro del Misterio!
—le espetó ella.
Ron  y  Hermione  discutieron  todo  el  camino  hasta  Sortilegios  Weasley,
donde tuvieron que callarse para poder esquivar, sin ser detectados, a Hagrid y
la señora Weasley, quienes evidentemente se habían percatado de su ausencia y
estaban preocupados. Una vez en la  tienda, Harry se quitó la capa invisible y la
guardó en la mochila. A continuación, en respuesta a los reproches de la señora
Weasley,  insistió,  igual  que  sus  amigos,  en  que  no  se  habían  movido  del
reservado y fingió extrañarse de que ella no los hubiera visto.

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