martes, 22 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 10-12

10
La casa de los Gaunt

En  las  clases  de  Pociones  del  resto  de  la  semana,  Harry  siguió  poniendo  en
práctica  los  consejos  del  Príncipe  Mestizo  siempre  que  diferían  de  las
instrucciones de Libatius Borage, de modo que en la cuarta clase Slughorn ya
deliraba  sobre  las  habilidades  de  Harry  y  aseguraba  que  pocas  veces  había
tenido un alumno de tanto talento.
Esas alabanzas no les hacían ninguna gracia a Ron y Hermione. Pese a que
Harry les había ofrecido compartir su libro, a Ron le costaba mucho descifrar la
caligrafía  del  misterioso  príncipe  y  Harry  no  podía  leerle  en  voz  alta  todo  el
rato,  porque  habría  levantado  sospechas.  Por  su  parte,  Hermione  se  mantuvo
firme y siguió trabajando con lo que ella denominaba «instrucciones oficiales»,
pero cada vez estaba más malhumorada porque éstas  daban peores resultados
que las del príncipe.
De  vez  en  cuando,  Harry  se  preguntaba  quién  habría  sido  ese  personaje.
Aunque  la  cantidad  de  deberes  que  les  mandaban  le  impedía  leer  de  cabo  a
rabo  su  ejemplar  de  Elaboración  de  pociones  avanzadas,  lo  había  ojeado  lo
suficiente para comprobar que apenas quedaba una página que no contuviese
anotaciones  al  margen.  Pero  no  todas  estaban  relacionadas  con  la  elaboración
de  pociones,  sino  que  algunas  parecían  hechizos  inventados  por  el  propio
príncipe.
—O  por  «ella»  —puntualizó  Hermione  después  de  oír  cómo  Harry  le
exponía esas ideas a Ron en la sala común, el sábado después de la cena—. A lo
mejor era una chica. Creo que la letra parece más de chica que de chico.
—Firma  «el  Príncipe  Mestizo»  —le  recordó  Harry—.  ¿Cuántas  chicas
conoces que sean «príncipes»?
Hermione no supo cómo rebatir ese argumento, así que se limitó a fruncir
el entrecejo y retirar su redacción «Los principios de la rematerialización» del
alcance de Ron, que intentaba leerla al revés.
Harry miró la hora en su reloj y guardó el misterioso libro en su mochila.
—Son  las  ocho  menos  cinco,  tengo  que  irme  o  llegaré  tarde  a  mi  cita  con
Dumbledore.
—¡Oh!  —exclamó  Hermione,  agrandando  los  ojos—.  ¡Buena  suerte!  Te
esperaremos levantados, estamos ansiosos por saber qué quiere enseñarte.
—Que te vaya bien —dijo Ron, y los dos se quedaron mirando cómo Harry
salía por el hueco del retrato.
Avanzó  por  los  desiertos  pasillos  con  paso  decidido,  pero  al  doblar  un
recodo tuvo que esconderse precipitadamente detrás de una estatua porque vio
a  la  profesora  Trelawney,  que  iba  murmurando  al  tiempo  que  mezclaba  una
baraja de sucias cartas que al parecer leía mientras andaba.
—Dos  de  picas:  conflicto  —musitó  al  pasar  por  delante  de  la  estatua—.
Siete  de  picas:  mal  augurio.  Diez  de  picas:  violencia.  Jota  de  picas:  un  joven
moreno,  preocupado  y...  a  quien  no  le  cae  bien  la  vidente.  —Se  detuvo  en
seco—. No puede ser —masculló con irritación.
Harry oyó cómo volvía a barajar las cartas y se ponía de nuevo en marcha,
dejando tras de sí un olorcillo a jerez para cocinar.
Tras comprobar que la profesora se había marchado, echó a andar a buen
paso hasta el lugar del pasillo del séptimo piso donde había una única gárgola
pegada a la pared.
—Píldoras acidas —dijo Harry.
La gárgola se apartó y la pared de detrás, al abrirse, reveló una escalera de
caracol  de  piedra  que  no  cesaba  de  ascender  con  un  movimiento  continuo.
Harry se montó en ella y dejó que lo transportara, describiendo círculos, hasta
la puerta con aldaba de bronce del despacho de Dumbledore.
Llamó con los nudillos.
—Pasa.
—Buenas noches, señor —saludó al entrar en el despacho del director.
—Buenas  noches,  Harry.  Siéntate  —dijo  Dumbledore,  sonriente—.  Espero
que tu primera semana en el colegio haya resultado agradable.
—Sí, señor. Gracias.
—Debes  de  haber  estado  muy  ocupado,  pues  ya  tienes  un  castigo  en  tu
haber.
—Es que... —balbuceó el chico, pero Dumbledore no parecía enfadado.
—He  hablado  con  el  profesor  Snape  y  hemos  acordado  que  cumplirás  tu
castigo el próximo sábado en lugar de hoy.
—De acuerdo  —repuso Harry, que tenía cosas más urgentes en la cabeza
que el castigo de Snape, y miró con disimulo en busca de algún indicio sobre lo
que  Dumbledore  pensaba  hacer  con  él  esa  noche.  El  despacho,  de  forma
circular, ofrecía el mismo aspecto de siempre: los frágiles instrumentos de plata,
zumbando  y  humeando,  reposaban  sobre  las  mesas  de  delgadas  patas;  los
retratos  de  anteriores  directores  y  directoras  de  Hogwarts  dormitaban  en  sus
marcos; y el magnífico fénix de Dumbledore, Fawkes, estaba en su percha, detrás
de la puerta, observando a Harry con gran interés.  Tampoco se apreciaba que
Dumbledore hubiera apartado los muebles para realizar prácticas de duelo.
—Muy  bien,  Harry  —dijo  el  director  con  tono  serio  y  formal—.  Imagino
que  te  habrás  preguntado  qué  he  planeado  para  estas...  llamémoslas  clases,  a
falta de una palabra más apropiada.
—Sí, señor.
—Pues bien, he decidido que ha llegado el momento de que conozcas cierta
información, ahora que ya sabes qué movió a lord Voldemort a intentar  matarte
hace quince años.
Hubo una pausa.
—Al  final  del  curso  pasado  usted  dijo  que  me  lo  explicaría  todo  —le
recordó Harry, esforzándose por eliminar el deje acusador de su voz—. Señor
—añadió.
—Es cierto  —concedió Dumbledore con voz apacible—. Y te conté  todo lo
que  sé.  Pero  a  partir  de  ahora  abandonaremos  la  firme  base  de  los  hechos  y
viajaremos  por  los  turbios  pantanos  de  la  memoria  hasta  adentrarnos  en  la
fronda de las más ilógicas conjeturas. A partir de aquí, Harry, puedo estar tan
deplorablemente  equivocado  como  Humphrey  Belcher,  quien  creyó  que  se
daban las circunstancias idóneas para inventar el caldero de queso.
—Pero usted cree que tiene razón, ¿no?
—Por  supuesto  que  sí,  pero  ya  te  he  demostrado  que  yo  cometo  errores,
como  todo  ser  humano.  Y  si  me  permites  añadiré  que,  dado  que  soy  más
inteligente  que  la  mayoría  de  los  hombres,  mis  errores  tienden  a  ser  también
más graves.
—Señor —dijo Harry con vacilación—, lo que va a contarme ¿tiene algo que
ver con la profecía? ¿Me ayudará a... sobrevivir?
—Tiene  mucho  que  ver  con  la  profecía  —confirmó  Dumbledore  sin  darle
importancia, como si le hubiera preguntado qué tiempo haría por la mañana—.
Y espero, en efecto, que te ayude a sobrevivir.
Se levantó y pasó por el lado de Harry, quien, sin ponerse en pie,  vio cómo
el profesor se inclinaba sobre el armario que había junto a la puerta. Cuando se
incorporó,  tenía  en  la  mano  aquella  vasija  de  piedra  poco  profunda,  con
extrañas  inscripciones  grabadas  alrededor  del  borde.  La  colocó  encima  del
escritorio, frente a Harry.
—Pareces preocupado.
Era  verdad  que  Harry  contemplaba  el  pensadero  con  cierta  aprensión  ya
que,  pese  a  que  sus  anteriores  experiencias  con  ese  extraño  aparato,  que
almacenaba y revelaba pensamientos y recuerdos, resultaron muy instructivas,
también  fueron  desagradables.  La  última  vez  que  se  había  asomado  a  su
contenido  vio  muchas  más  cosas  de  las  que  le  habría  gustado  ver.  Pero
Dumbledore sonreía.
—Esta vez entrarás en el pensadero conmigo. Y con permiso, lo cual aún es
más insólito.
—¿Adónde vamos, señor?
—Daremos  un  paseo  por  los  recuerdos  de  Bob  Ogden  —contestó  el
anciano, y extrajo de su bolsillo una pequeña botella que contenía una sustancia
plateada.
—¿Quién era Bob Ogden?
—Trabajaba para el Departamento de Seguridad Mágica. Hace tiempo que
murió, pero logré localizarlo antes de que falleciera y conseguí que me confiara
estos  recuerdos.  Nos  disponemos  a  acompañarlo  en  una  visita  que  realizó
mientras cumplía sus obligaciones. Si haces el favor de ponerte en pie, Harry...
Pero  a  Dumbledore  le  costaba  quitar  el  tapón  de  corcho  de  la  botella;  al
parecer, la mano lesionada le dolía y la tenía agarrotada.
—¿Quiere que...? ¿Me deja probar, señor?
—No te preocupes, Harry. —Dumbledore apuntó su varita hacia la botella
y el tapón salió despedido.
—¿Cómo se  hizo eso en la mano, señor? —volvió a preguntar el muchacho,
mirando los ennegrecidos dedos del director con una mezcla de repugnancia y
lástima.
—No es momento para esa historia, Harry. Todavía no. Ahora tenemos una
cita con Bob Ogden.
Vertió el plateado  contenido de la botella, que no era ni líquido ni gaseoso,
en el pensadero, donde empezó a arremolinarse y brillar.
—Tú primero —dijo Dumbledore señalando la vasija.
Harry  se  inclinó  sobre  el  recipiente, respiró hondo  y  hundió  la  cara  en  la
sustancia plateada. Notó que sus pies se separaban del suelo y empezó a caer
por un oscuro torbellino, hasta que de pronto se encontró parpadeando  bajo un
sol  deslumbrante.  Antes  de  acostumbrarse  al  resplandor,  Dumbledore  ya
aterrizaba a su lado.
Se  hallaban  en  un  camino  rural  bordeado  de  altos  y  enmarañados  setos,
bajo  un  cielo  de  verano  tan  azul  e  intenso  como  un  nomeolvides.  Delante  de
ellos, a unos pocos metros, había un individuo regordete y de escasa estatura.
Llevaba unas gafas gruesísimas que le reducían los ojos  al tamaño de motitas y
estaba  leyendo  un  poste  indicador  que  sobresalía  entre  las  zarzas  del  lado
izquierdo  del  camino.  Harry  supuso  que  era  Ogden,  pues  no  se  veía  a  nadie
más por allí, y además llevaba el extraño surtido de prendas que solían elegir
los  magos  inexpertos  cuando  intentaban  parecerse  a  los  muggles:  en  esta
ocasión,  una  levita  y polainas  encima  de  un  traje  de  baño  de  cuerpo  entero a
rayas. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de otra cosa que tomar nota
del  absurdo  atuendo  del  individuo,  éste  echó  a  andar  a  buen  paso  por  el
camino.
Dumbledore y Harry lo siguieron. Al pasar por delante del poste indicador,
el  muchacho  leyó  los  dos  letreros.  El  que  señalaba  el  camino  por  el  que  ellos
habían  llegado  decía:  «Gran  Hangleton,  8  kilómetros»,  y  el  que  señalaba  el
camino tomado por Ogden indicaba: «Pequeño Hangleton, 2 kilómetros.»
Avanzaron un trecho sin ver otra cosa que setos, el inmenso cielo azul y la
figura  que  iba  delante  de  ellos  agitando  los  faldones  de  la  levita  al  andar.  Al
poco  rato,  el  camino  describió  una  curva  hacia  la  izquierda  y  empezó  a
descender por la abrupta ladera de una colina para desembocar en un amplio
valle.  Harry  divisó  un  pueblo,  sin  duda  Pequeño  Hangleton,  enclavado  entre
dos empinadas colinas, y distinguió la iglesia y  el cementerio. Al otro lado del
valle, en la ladera de la colina de enfrente, se erigía una hermosa casa solariega
rodeada de una amplia extensión de césped verde y aterciopelado.
Ogden,  a  su  pesar,  se  había  puesto  a  trotar  debido  a  la  pronunciada
pendiente de la ladera. Dumbledore alargó el paso y Harry se apresuró para no
quedarse rezagado. El muchacho dedujo que se dirigían a Pequeño Hangleton y
se preguntó, como había hecho la noche que visitaron a Slughorn, por qué no se
habían aparecido más cerca del  pueblo. Sin embargo, pronto descubrió que su
deducción estaba equivocada, pues el camino torcía hacia la derecha, alejándose
del  pueblo.  Se  apresuraron,  y  al  salir  de  la  curva  vieron  que  los  faldones  de
Ogden desaparecían por un hueco en el seto.
Fueron tras el hombre por un estrecho sendero de tierra bordeado por setos
aún más altos y espesos que los del camino anterior. Era un sendero tortuoso,
pedregoso  y  lleno  de  baches;  también  descendía  bruscamente,  y  parecía
conducir a un oscuro bosquecillo un poco  más abajo. En efecto, poco después
desembocó en él, y  Dumbledore y Harry se detuvieron detrás de Ogden, que
también se había detenido y sacado su varita.
Pese a que no había ni una nube en el cielo, los añosos árboles proyectaban
grandes  y  frescas  sombras,  y  Harry  tardó  unos  segundos  en  distinguir  un
edificio semioculto entre la maraña de troncos. Le pareció un lugar muy extraño
para construir una casa o, en cualquier caso, una extraña decisión la de permitir
que los árboles crecieran tan cerca de ella tapando la luz y la panorámica del
valle que se extendía más allá. Se preguntó si allí viviría alguien, puesto que las
paredes  estaban  recubiertas  de  musgo  y  se  habían  caído  tantas  tejas  que  en
algunos sitios se veían las vigas. Además, el edificio estaba rodeado de ortigas
que  llegaban  hasta  las  pequeñas  ventanas,  perdidas  de  mugre.  Con  todo,
cuando Harry acababa de deducir que allí no podía vivir nadie, una chirriante
ventana  se  abrió  y  por  ella  salió  un  delgado  hilo  de  vapor  o  humo,  como  si
dentro estuvieran cocinando.
Ogden avanzó sigilosamente y, le pareció a Harry, con cautela. Cuando las
oscuras  sombras  de  los  árboles  se  deslizaron  sobre  la  figura  del  hombre,  éste
volvió a detenerse y se quedó mirando la puerta de la casa, donde alguien había
clavado una serpiente muerta.
Entonces  se  oyó  una  especie  de  chasquido,  y  un  individuo  cubierto  de
harapos saltó del árbol más cercano y cayó de pie delante de Ogden, que pegó
un brinco hacia atrás con tanta precipitación que se pisó los faldones y tropezó.
—Tu presencia no nos es grata.
El hombre tenía una densa mata de pelo, tan sucio que no se sabía de qué
color era. Le faltaban varios dientes y sus ojos, pequeños y oscuros, bizqueaban.
Habría  podido  parecer  cómico,  pero  el  efecto  que  producía  su  aspecto  era
aterrador, y a Harry no le extrañó que Ogden retrocediera unos pasos más antes
de presentarse:
—Buenos días. Me envía el Ministerio de Magia.
—Tu presencia no nos es grata.
—Oiga... Lo siento, pero no le entiendo —repuso Ogden con nerviosismo.
Harry pensó que Ogden debía de ser muy corto de luces: el desconocido se
estaba  expresando  con  toda  claridad,  y  por  si  fuera  poco  blandía  una  varita
mágica en una mano y un cuchillo corto y manchado de sangre en la otra.
—Tú sí lo entiendes, ¿verdad, Harry? —susurró Dumbledore.
—Pues sí, claro  —contestó, sorprendido por la pregunta—. ¿Cómo es qué
Ogden  no...?  —Pero  entonces  volvió  a  fijarse  en  la  serpiente  clavada  en  la
puerta, y de pronto lo comprendió—. Habla pársel, ¿verdad?
—Exacto. —Dumbledore asintió con la cabeza y sonrió.
El hombre que iba cubierto de harapos echó a andar hacia Ogden.
—Mire... —empezó éste, pero era demasiado tarde: se oyó un golpe sordo y
Ogden  cayó  al  suelo  cubriéndose  la  nariz  con  las  manos.  Entre  sus  dedos  se
escurría un pringue asqueroso y amarillento.
—¡Morfin! —gritó una voz.
Un anciano salió a toda prisa de la casa y cerró de un portazo, por lo que la
serpiente quedó oscilando de forma macabra. Era un individuo más bajo que el
primero  y  muy  desproporcionado:  tenía  hombros  muy  anchos  y  brazos  muy
largos, lo cual, sumado a sus relucientes ojos castaños, al áspero y corto cabello
y al rostro lleno de arrugas, lo hacía parecer un mono viejo y fornido. Se paró
delante  del  hombre  que  empuñaba  el  cuchillo,  que  se  había  puesto  a  reír  a
carcajadas al ver a Ogden tendido en el suelo.
—Del ministerio, ¿eh? —dijo el anciano, observándolo con ceño.
—¡Correcto!  —asintió  Ogden,  furioso,  mientras  se  limpiaba  la  cara—.  Y
usted es el señor Gaunt, ¿verdad?
—El mismo. Le ha dado en la cara, ¿no?
—¡Pues sí! —se quejó Ogden.
—Debió advertirnos de su presencia, ¿no cree? —le espetó Gaunt—. Esto es
una propiedad privada. No puede entrar aquí como si tal cosa y esperar que mi
hijo no se defienda.
—¿Que se defienda de qué, si no le importa?  —preguntó Ogden al tiempo
que se levantaba.
—De entrometidos. De intrusos. De muggles e indeseables.
Ogden  se  apuntó  la  varita  a  la  nariz,  de  la  que  todavía  rezumaba  una
sustancia que parecía pus, y el flujo se interrumpió al instante. Gaunt le ordenó
a su hijo:
—Entra en la casa. No discutas.
Harry, ya prevenido, reconoció la lengua pársel, y además de entender lo
que Gaunt había dicho, también distinguió el extraño silbido que debió de oír
Ogden.  Morfin  fue  a  protestar,  pero  cambió  de  opinión  cuando  su  padre  lo
amenazó  con  una  mirada;  echó  a  andar  pesadamente  hacia  la  casa  con  un
curioso bamboleo y cerró de un portazo detrás de él, de modo que la serpiente
volvió a oscilar de forma siniestra.
—He  venido  a  ver  a  su  hijo,  señor  Gaunt  —explicó  Ogden  mientras  se
limpiaba los restos de pus de la levita—. Ese era Morfin, ¿verdad?
—Sí, es Morfin —corroboró el anciano con indiferencia—. ¿Es usted sangre
limpia? —preguntó con tono belicoso.
—Eso  no  viene  al  caso  —repuso  Ogden  con  frialdad,  y  Harry  sintió  un
mayor respeto por él.
Al parecer, Gaunt no opinaba lo mismo. Escudriñó a su interlocutor con los
ojos entornados y masculló con un tono claramente ofensivo:
—Ahora que lo pienso, he visto narices como la suya en el pueblo.
—No  lo  dudo,  sobre  todo  si  su  hijo  ha  tenido  algo  que  ver  —replicó
Ogden—. ¿Qué le parece si continuamos esta discusión dentro?
—¿Dentro?
—Sí,  señor  Gaunt.  Ya  se  lo  he  dicho.  Estoy  aquí  para  hablar  de  Morfin.
Enviamos una lechuza...
—No me interesan las lechuzas —le cortó Gaunt—. Yo no abro las cartas.
—Entonces no se queje de que sus visitas no le adviertan de su llegada  —
replicó Ogden con aspereza—. He venido con motivo de una grave violación de
la ley mágica cometida aquí a primera hora de la mañana...
—¡Está bien, está bien! —bramó Gaunt—. ¡Entre en la maldita casa! ¡Para lo
que le va a servir...!
La vivienda parecía tener tres habitaciones, pues en la habitación principal,
que  servía  a  la  vez  de  cocina  y  salón,  había  otras  dos  puertas.  Morfin  estaba
sentado en un mugriento sillón junto a la humeante chimenea, jugueteando con
una  víbora  viva  que  hacía  pasar  entre  sus  gruesos  dedos  mientras  le
canturreaba en lengua pársel:
Silba, silba, pequeño reptil,
arrástrate por el suelo
y pórtate bien con Morfin,
o te clavo en el alero.
Algo se movió en un rincón, junto a una ventana abierta, y Harry advirtió
que había otra persona en la habitación: una chica cuyo andrajoso vestido era
del mismo color que la sucia pared de piedra que tenía detrás. Se hallaba de pie
al  lado  de  una  cocina  mugrienta  y  renegrida,  sobre  la  que  había  una  cazuela
humeante,  manipulando  los  asquerosos  cacharros  colocados  encima  de  un
estante.  Tenía  el  cabello  lacio  y  sin  brillo,  la  cara  pálida,  feúcha  y  de  toscas
facciones,  y  era  bizca  como  su  hermano.  Parecía  un  poco  más  aseada  que  los
dos hombres, pero Harry pensó que nunca había visto a nadie con un aspecto
tan desgraciado.
—Mi  hija  Mérope  —masculló  Gaunt  al  ver  que  Ogden  miraba  a  la
muchacha con gesto inquisitivo.
—Buenos días —la saludó Ogden.
Ella no contestó y se limitó a mirar cohibida a su padre. Luego se volvió de
espaldas a la habitación y siguió cambiando de lugar los cacharros del estante.
—Bueno, señor Gaunt  —dijo Ogden—, iré directamente al grano. Tenemos
motivos  para  creer  que  la  pasada  madrugada  su  hijo  Morfin  realizó  magia
delante de un muggle.
Se oyó un golpe estrepitoso: a Mérope se le había caído una olla.
—¡Recógela!  —le  gritó  su  padre—.  Eso  es,  escarba  en  el  suelo  como  una
repugnante muggle. ¿Para qué tienes la varita, inútil saco de estiércol?
—¡Por favor, señor Gaunt! —se escandalizó Ogden.
Mérope, que ya había recogido la olla, se ruborizó y la cara se le cubrió de
manchitas rojas. Entonces volvió a caérsele. Desesperada, se apresuró a coger su
varita  con  una  mano  temblorosa,  apuntó  hacia  la  olla  y  farfulló  un  rápido  e
inaudible hechizo que hizo que el cacharro rodase por el suelo, golpeara contra
la pared de enfrente y se partiera por la mitad.
Morfin soltó una carcajada salvaje y Gaunt gritó:
—¡Arréglala, pedazo de zopenca, arréglala!
Mérope se precipitó dando traspiés, pero antes de que pudiera apuntar su
varita,  Ogden  elevó  la  suya  y  dijo:  «¡Reparo!»,  con  lo  que  la  olla  se  arregló  al
instante.
Por un momento pareció que Gaunt iba a reñirlo, pero se lo pensó mejor y
prefirió burlarse de su hija:
—Tienes suerte de que esté aquí este amable caballero del ministerio, ¿no te
parece? Quizá él no tenga nada contra las asquerosas squibs como tú y me libre
de ti.
Sin mirar a nadie ni dar las gracias a Ogden, Mérope, muy agitada, recogió
la olla y volvió a colocarla en el estante. A continuación se que dó quieta, con la
espalda pegada a la pared entre la sucia ventana y la cocina, como si no deseara
otra cosa que fundirse con la piedra y desaparecer.
—Señor  Gaunt  —volvió  a  empezar  Ogden—,  como  ya  le  he  dicho,  el
motivo de mi visita...
—¡Ya  le  he  oído!  ¿Y  qué?  Morfin  le  dio  su  merecido  a  un  muggle.  ¿Qué
pasa, eh?
—Morfin ha violado la ley mágica —dijo Ogden con severidad.
—«Morfin ha violado la ley mágica.» —Gaunt lo imitó con tono pomposo y
cantarín.  Su  hijo  volvió  a  reír  a  carcajadas—.  Le  dio  una  lección  a  un  sucio
muggle. ¿Es eso ilegal?
—Sí.  Me  temo  que  sí.  —Sacó  de  un  bolsillo  interior  un  pequeño  rollo  de
pergamino y lo desenrolló.
—¿Qué es eso? ¿Su sentencia?  —preguntó Gaunt elevando la voz, cada vez
más alterado.
—Es una citación del ministerio para una vista...
—¿Una  citación?  ¡Una  citación!  ¿Y  usted  quién  se  ha  creído  que  es  para
citar a mi hijo a ninguna parte?
—Soy el jefe del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales.
—Y  nos  considera  escoria,  ¿verdad?  —le  espetó  Gaunt  avanzando  hacia
Ogden y señalándolo con un sucio dedo de uña amarillenta—. Una escoria que
acudirá corriendo cuando el ministerio se lo ordene, ¿no es así? ¿Sabe usted con
quién está hablando, roñoso sangre sucia?
—Tenía  entendido  que  con  el  señor  Gaunt  —respondió  Ogden,  receloso
pero sin ceder terreno.
—¡Exacto! —rugió.
Por  un  momento,  Harry  pensó  que  Gaunt  hacía  un  gesto  obsceno  con  la
mano, pero entonces se dio cuenta de que estaba mostrándole a Ogden el feo y
voluminoso anillo que llevaba en el dedo corazón, agitándoselo ante los ojos.
—¿Ve  esto?  ¿Lo  ve?  ¿Sabe  qué  es?  ¿Sabe  de  dónde  procede?  ¡Hace  siglos
que  pertenece  a  nuestra  familia,  pues  nuestro  linaje  se  remonta  a  épocas
inmemoriales,  y  siempre  hemos  sido  de  sangre  limpia!  ¿Sabe  cuánto  me  han
ofrecido por esta joya, con el escudo de armas de los Peverell grabado en esta
piedra negra?
—Pues  no,  no  lo  sé  —admitió  Ogden  parpadeando,  mientras  el  anillo  le
pasaba a un centímetro de la nariz—, pero creo que eso no viene a cuento ahora,
señor Gaunt. Su hijo ha cometido...
Gaunt dio un alarido de rabia y, volviéndose, se abalanzó sobre su hija. Al
ver  que  dirigía  una  mano  hacia  el  cuello  de  la  chica,  Harry  creyó  que  iba  a
estrangularla, pero lo que hizo fue arrastrarla hasta Ogden tirando de la cadena
de oro que la muchacha llevaba colgada del cuello.
—¿Ve  esto?  —bramó  agitando  un  grueso  guardapelo  mientras  Mérope
farfullaba y boqueaba intentando respirar.
—¡Sí, ya lo veo! —se apresuró a decir Ogden.
—¡Es  de  Slytherin!  —chilló  Gaunt—.  ¡Es  de  Salazar  Slytherin!  Somos  sus
últimos descendientes vivos. ¿Qué me dice ahora, eh?
—¡Su  hija  se  ahoga!  —se  alarmó  Ogden,  pero  Gaunt  ya  había  soltado  a
Mérope,  que,  tambaleándose,  regresó  al  rincón  y  se  quedó  allí  frotándose  el
cuello y recuperando el resuello.
—¡Muy  bien!  —se  ufanó  Gaunt,  como  si  acabara  de  demostrar  un
complicado  argumento  más  allá  de  toda  discusión—.  ¡No  vuelva  a  hablarnos
como  si  fuéramos  barro  de  sus  zapatos!  ¡Procedemos  de  generaciones  y
generaciones de sangre limpia, todos magos! ¡Más de lo que usted puede decir,
estoy seguro!
Y escupió en el suelo, junto a los pies de Ogden. Morfin volvió a reír, pero
Mérope, acurrucada junto a la ventana, con la cabeza inclinada y la cara oculta
por el lacio cabello, no dijo nada.
—Señor Gaunt  —perseveró Ogden—, me temo que ni sus antepasados ni
los míos tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa. He venido a causa de
Morfin,  de  él  y  del  muggle  al  que  agredió  esta  madrugada.  Según  nuestras
informaciones  —consultó  el  pergamino—,  su  hijo  realizó  un  embrujo  o  un
maleficio contra el susodicho muggle provocándole una urticaria muy dolorosa.
Morfin rió por lo bajo.
—Cállate, chico —gruñó Gaunt en lengua pársel—. ¿Y qué pasa si lo hizo? —
preguntó, desafiante—. Supongo que ya le habrán limpiado la inmunda cara a
ese muggle, y de paso la memoria.
—No  se  trata  de  eso,  señor  Gaunt.  Fue  una  agresión  sin  que  mediara
provocación contra un indefenso...
—¿Sabe?, nada más verlo me di cuenta de que era usted partidario de los
muggles —repuso Gaunt con desprecio, y volvió a escupir en el suelo.
—Esta  discusión  no  nos  llevará  a  ninguna  parte  —replicó  Ogden  con
firmeza—. Es evidente que su hijo no está arrepentido de sus actos, a juzgar por
la actitud que mantiene.  —Volvió a consultar el pergamino y agregó—: Morfin
acudirá a una vista el catorce de septiembre para responder por la acusación de
utilizar magia delante de un muggle y provocarle daños físicos y psicológicos a
ese mismo mu...
Ogden se vio interrumpido por un cascabeleo y un repiqueteo de cascos de
caballo  acompañados  de  risas  y  voces.  Por  lo  visto,  el  tortuoso  sendero  que
conducía al pueblo pasaba muy cerca del bosquecillo. Gaunt aguzó el oído con
los  ojos  muy  abiertos;  Morfin  emitió  un  silbido  y  volvió  la  cabeza  hacia  la
ventana abierta, con expresión de avidez, y Mérope levantó la cabeza. Harry se
fijó en que la muchacha estaba blanca como la cera.
—¡Oh, qué monstruosidad!  —dijo una  cantarina  voz de mujer; a pesar de
provenir  del  exterior,  las  palabras  se  oyeron  con  tanta  claridad  como  si  las
hubieran pronunciado en la habitación—. ¿Cómo es que tu padre no  ha hecho
derribar esa casucha, Tom?
—No es nuestra —respondió el aludido—. Todo lo que hay al otro lado del
valle nos pertenece, pero esta casa es de un viejo vagabundo llamado Gaunt, y
de sus hijos. El hijo está loco; tendrías que oír las historias que cuentan sobre él
en el pueblo...
La  mujer  rió.  El  cascabeleo  y  el  repiqueteo  de  cascos  cada  vez  se
aproximaban más. Morfin hizo ademán de levantarse del sillón.
—Quédate sentado —le ordenó su padre en pársel.
—Tom  —dijo  entonces  la  mujer,  ya  delante  de  la  casa—,  quizá  me
equivoque, pero creo que alguien ha clavado una serpiente en la puerta.
—¡Vaya, tienes razón!  —exclamó el hombre—. Debe de haber sido el hijo,
ya te digo que no está bien de la cabeza. No la mires, Cecilia, querida.
Los sonidos de los cascabeles y los cascos se alejaron poco a poco.
—Querida  —susurró  Morfin  en  pársel,  mirando  a  su  hermana—.  La  ha
llamado «querida». Ya ves, de cualquier modo no te habría querido a ti.
Mérope  estaba  tan  pálida  que  Harry  temió  que  se  desmayara  de  un
momento a otro.
—¿Cómo?  —dijo Gaunt con aspereza, mirando primero a su hijo y luego a
su hija—. ¿Qué acabas de decir, Morfin?
—Le gusta mirar a ese muggle  —explicó Morfin contemplando con maldad a
su hermana, que estaba aterrorizada—.  Siempre sale al jardín cuando él  pasa y lo
espía  desde  detrás  del  seto,  ¿verdad?  Y  anoche...  —Mérope  sacudió  la  cabeza  con
brusquedad e imploró en silencio, pero Morfin prosiguió sin piedad—:  Anoche
se asomó a la ventana para verlo cuando volvía a su casa, ¿verdad?
—¿Que te asomaste a  la  ventana para ver a un muggle?  —dijo Gaunt sin
levantar  la  voz.  Los  tres  Gaunt  se  comportaban  como  si  no  se  acordaran  de
Ogden, que parecía entre desconcertado e irritado ante aquella nueva serie de
silbidos  y  sonidos  ásperos—.  ¿Es  eso  cierto?  —inquirió  el  padre  como  si  no
pudiera creérselo, y dio un par de pasos hacia la aterrada muchacha—. ¿Mi hija,
una sangre limpia descendiente de Salazar Slytherin, coqueteando con un nauseabundo
muggle de venas roñosas? —añadió con crueldad.
Mérope  negó  de  nuevo  con  la  cabeza  frenéticamente  y  apretó  el  cuerpo
contra la pared; por lo visto se había quedado sin habla.
—¡Pero le di, padre! —dijo Morfin riendo—.  Le di cuando pasaba por el sendero,
y lleno de urticaria ya no estaba tan guapo, ¿verdad que no, Mérope?
—¡Inepta!  ¡Repugnante  squib!  ¡Sucia  traidora  a  la  sangre!  —rugió  Gaunt
perdiendo el control, y cerró las manos alrededor del cuello de su hija.
Harry  y  Ogden  gritaron  «¡No!»  al  unísono,  y  Ogden  levantó  su  varita  y
chilló: «¡Relaxo!» Gaunt salió despedido hacia atrás, tropezó con una silla y cayó
de espaldas. Con un rugido de cólera, Morfin saltó del sillón y, blandiendo su
ensangrentado cuchillo y lanzando maleficios a diestro y siniestro con su varita,
se abalanzó sobre Ogden, que puso pies en polvorosa.
Dumbledore  indicó  por  señas  a  Harry  que  tenían  que  seguirlo,  y  el
muchacho obedeció, pero los gritos de Mérope resonaban en sus oídos.
Ogden, que se protegía la cabeza con los brazos, se precipitó por el sendero
y  salió  al  camino  principal,  donde  chocó  contra  un  lustroso  caballo  castaño
montado por un joven moreno muy atractivo. Tanto el joven como la hermosa
muchacha  que  iba  a  su  lado,  a  lomos  de  un  caballo  gris,  rieron  a  carcajadas,
pues Ogden rebotó en la ijada del animal y echó a correr atolondradamente por
el camino, con los faldones de la levita ondeando, cubierto de polvo de pies a
cabeza.
—Creo que con esto basta, Harry —dijo Dumbledore, y agarró al muchacho
por el codo y tiró de él.
Al cabo de un instante, ambos se elevaron, como si fueran ingrávidos, en
medio  de  la  oscuridad,  y  poco  después  aterrizaron  de  pie  en  el  despacho  de
Dumbledore, que estaba en penumbra.
—¿Qué fue de la chica que había en la casa?  —preguntó Harry mientras el
director de Hogwarts encendía varias lámparas con una sacudida de la varita—.
Mérope, o como se llamara.
—Descuida: sobrevivió —dijo Dumbledore; se sentó detrás de su escritorio
e indicó a Harry que lo imitase—. Ogden se apareció en el ministerio y regresó
con refuerzos al cabo de quince minutos. Morfin y su padre intentaron ofrecer
resistencia,  pero  los  redujeron  y  los  sacaron  de  la  casa,  y  más  tarde  el
Wizengamot  los  condenó.  Morfin,  que  ya  tenía  antecedentes  por  otras
agresiones a  muggles, fue sentenciado a tres años en Azkaban. A Sorvolo, que
había  herido  a  varios empleados  del  ministerio  además  de  Ogden,  le  cayeron
seis meses.
—¿Sorvolo? —repitió Harry, sorprendido.
—Eso  es  —confirmó  Dumbledore  con  una  sonrisa  de  aprobación—.  Me
alegra ver que te mantienes al tanto.
—¿Ese anciano era...?
—Sí, el abuelo de Voldemort. Sorvolo, su hijo Morfin y su hija Mérope eran
los últimos de la familia Gaunt, una familia de magos muy antigua, célebre por
un  rasgo  de  inestabilidad  y  violencia  que  se  fue  agravando  a  lo  largo  de  las
generaciones debido a la costumbre de casarse entre primos. La falta de sentido
común,  combinada  con  una  fuerte  tendencia  a  los  delirios  de  grandeza,  hizo
que  la  familia  despilfarrara  todo  su  oro  varias  generaciones  antes  del
nacimiento de Sorvolo. Como has podido ver, él vivía en la miseria y tenía muy
mal  carácter,  una  arrogancia  y  un  orgullo  insufribles  y  un  par  de  reliquias
familiares que valoraba tanto como a su hijo, y mucho más que a su hija.
—Entonces Mérope...  —dijo  Harry, inclinándose  sobre la mesa y mirando
de hito en hito a Dumbledore—  entonces Mérope era... ¿Significa que era... la
madre de Voldemort, señor?
—Así es. Y resulta que también hemos visto al padre de Voldemort. ¿No te
has dado cuenta?
—¿Ese muggle al que atacó Morfin? ¿El que iba a caballo?
—Muy bien, Harry —sonrió Dumbledore—. En efecto, ése era Tom Ryddle
sénior, el apuesto muggle que solía pasar a caballo por delante de la casa de los
Gaunt, y por quien Mérope sentía una pasión secreta.
—¿Y  acabaron  casándose?  —preguntó  Harry,  incrédulo.  No  concebía  dos
personas  que  tuvieran  menos  cosas  en  común,  y  por  eso  no  entendía  cómo
podían haberse enamorado.
—Me  parece  que  olvidas  que  Mérope  era  una  bruja,  aunque  no  es  de
extrañar  que  no  sacara  el  máximo  partido  de  sus  poderes  mientras  estuvo
sometida  al  yugo  de  su  padre.  Sin  embargo,  cuando  encerraron  a  Sorvolo  y
Morfin en Azkaban y ella se encontró sola y libre por primera vez, estoy seguro
de que consiguió dar rienda suelta a sus  habilidades y planear la  huida de la
desgraciada  vida  que  había  llevado  durante  dieciocho  años.  ¿Se  te  ocurre
alguna  medida  que  Mérope  pudiese  tomar  para  lograr  que  Tom  Ryddle
olvidara a su compañera muggle y se enamorara de ella?
—¿La maldición imperius? —sugirió Harry—. O tal vez un filtro de amor.
—Muy  bien.  Personalmente,  me  inclino  a  pensar  que  utilizó  un  filtro  de
amor. Supongo que le parecería más romántico, y no creo que le resultara difícil
convencer  a  Ryddle  para  que  aceptara  un  vaso  de  agua  cuando,  un  día
caluroso,  él  pasó  por allí  a  caballo.  Sea  como  fuere,  transcurridos unos  meses
del episodio que acabamos de presenciar, hubo un gran escándalo en Pequeño
Hangleton. Imagínate los chismorreos de los vecinos al enterarse de que el hijo
del señor del lugar se había fugado con la hija del pelagatos.
»Pero  la  conmoción  de  los  vecinos  no  fue  nada  comparada  con  la  de
Sorvolo. Salió de Azkaban y regresó a su casa, donde creía que Mérope estaría
esperándolo con un plato caliente en la mesa. En cambio, lo que encontró fue
una  capa  de  polvo  en  toda  la  vivienda  y  una  nota  de  despedida  en  la  que  la
muchacha explicaba lo que había hecho. Según mis averiguaciones, a partir de
ese día Sorvolo nunca volvió a mencionar el nombre ni la existencia de su hija.
El  trastorno  que  le  produjo  su  abandono  quizá  contribuyó  a  su  prematura
muerte,  o  quizá  ésta  se  debió  a  que,  sencillamente,  no  sabía  alimentarse
adecuadamente por sí solo. Sorvolo se había debilitado mucho en Azkaban, y al
final murió antes de que Morfin regresara al hogar.
—¿Y Mérope? Ella... también murió, ¿verdad? ¿No se crió Voldemort en un
orfanato?
—Sí,  así  es  —corroboró  Dumbledore—.  De  modo  que  hemos  de  hacer
algunas  conjeturas,  aunque  no  es  difícil  deducir  lo  que  sucedió.  Verás,  unos
meses después de la boda de los dos fugitivos, Tom Ryddle se presentó un buen
día  en  la  casa  solariega  de  Pequeño  Hangleton  sin  su  esposa.  Por  el  pueblo
corrió  el  rumor  de  que  el  joven  aseguraba  que  Mérope  lo  había  seducido  y
embaucado. Está claro que con eso se refería a que había estado bajo el influjo
de  un  hechizo  del  que  ya  se  había  librado,  pero  supongo  que  no  se  atrevió  a
decirlo  con  esas  palabras  por  temor  a  que  lo  tomaran  por  tonto.  Con  todo,
cuando los vecinos se enteraron de lo que Tom contaba, supusieron que Mérope
le  había  mentido  fingiendo  que  iba  a  tener  un  hijo  suyo,  y  que  él  había
consentido encasarse con la bruja por ese motivo.
—Pero es verdad, tuvo un hijo suyo.
—Sí,  pero  no  dio  a  luz  hasta  un  año  después  de  casada.  Tom  Ryddle  la
abandonó cuando ella todavía estaba embarazada.
—¿Qué fue lo que salió mal? ¿Por qué dejó de funcionar el filtro de amor?
—Siempre en el terreno de las conjeturas, supongo que Mérope, que estaba
perdidamente enamorada de su marido, no fue capaz de seguir esclavizándolo
mediante  magia  y  probablemente  decidió  dejar  de  administrarle  la  poción.
Quizá, obsesionada, creyó que a esas alturas Tom ya se habría enamorado  de
ella, o pensó que se quedaría a su lado por el bien del bebé. En ambos casos se
equivocaba. El la abandonó y nunca volvió a verla ni se molestó en saber qué
había sido de su hijo.
El cielo se había puesto completamente negro y las lámparas del despacho
parecían iluminar más que antes.
—Bien,  ya  es  suficiente  por  esta  noche,  Harry  —determinó  el  director  de
Hogwarts tras una breve pausa.
—Sí,  señor.  —El  muchacho  se  levantó,  pero  aún  hizo  otra  pregunta—:
Señor... ¿es importante saber todo esto acerca del pasado de Voldemort?
—Muy importante, diría yo —respondió el anciano.
—Y... ¿tiene algo que ver con la profecía?
—Sí, tiene mucho que ver con la profecía.
—Vale  —dijo Harry, un poco desconcertado y sin embargo más tranquilo.
Se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero entonces se le ocurrió una última
pregunta y se volvió una vez más—. Señor, ¿puedo contarles a Ron y Hermione
todo lo que usted me ha explicado?
Dumbledore reflexionó unos instantes y resolvió:
—Sí, creo que el señor Weasley y la señorita Granger han demostrado ser
dignos  de  confianza.  Pero,  Harry,  pídeles  que  guarden  el  secreto
escrupulosamente.  No  es  conveniente  que  se  sepa  lo  que  yo  sé,  o  sospecho,
acerca de los secretos de Voldemort.
—De  acuerdo,  señor.  Me  aseguraré  de  que  ninguno  de  los  dos  hable  con
nadie de esta historia. Buenas noches.
Al  dirigirse  hacia  la  puerta,  de  pronto  se  detuvo.  Encima  de  una  de  las
mesitas abarrotadas de frágiles instrumentos de plata había un feo anillo de oro
con una gran piedra, negra y hendida, engastada.
—Señor —dijo—, este anillo...
—¿Sí?
—Usted  lo  llevaba  puesto  la  noche  que  fuimos  a  visitar  al  profesor
Slughorn.
—Así es.
—Pero,  señor...  ¿no  es...  no  es  el  mismo  que  Sorvolo  Gaunt  le  enseñó  a
Ogden?
—Cierto, lo es —afirmó Dumbledore asintiendo con la cabeza.
—Pero ¿cómo es que...? ¿Siempre lo ha tenido usted?
—No; lo adquirí hace poco. Unos días antes de ir a recogerte a casa de tus
tíos.
—¿Fue entonces cuando se lastimó la mano, señor?
—Sí, fue entonces.
Harry titubeó. Dumbledore sonreía.
—Señor, ¿cómo se...?
—¡Ahora es demasiado tarde, Harry! Ya oirás esa historia en otra ocasión.
Buenas noches.
—Buenas noches, señor.

11
Con la ayuda de Hermione

Como Hermione pronosticara, las horas libres de los alumnos de sexto no eran
los  períodos  de  dicha  y  tranquilidad  con  que  soñaba  Ron,  sino  ratos  para
intentar ponerse al día de la ingente cantidad de deberes que les mandaban. Los
chicos estudiaban como si tuvieran exámenes todos los días, y por si fuera poco
las clases exigían más concentración que nunca. Harry apenas entendía la mitad
de lo que explicaba la profesora McGonagall; hasta Hermione había tenido que
pedirle que repitiera las instrucciones en un par de ocasiones. Aunque pareciera
increíble,  Harry  destacaba  inesperadamente  en  Pociones  gracias  al  Príncipe
Mestizo, y eso fastidiaba cada vez más a Hermione.
Se  pedía  a  los  alumnos  que  realizaran  hechizos  no  verbales,  no  sólo  en
Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras,  sino  también  en  Encantamientos  y
Transformaciones.  Muchas  veces,  en  la  sala  común  o  durante  las  comidas,
Harry miraba a sus compañeros de clase y los veía colorados y haciendo fuerza
como  si  hubieran  ingerido  un  exceso  de  Lord  Kakadura,  pero  sabía  que  en
realidad estaban esforzándose por realizar hechizos sin pronunciar los conjuros
en voz alta. Por suerte,  en los invernaderos encontraban cierto desahogo; en las
clases  de  Herbología  trabajaban  con  plantas  cada  vez  más  peligrosas,  pero  al
menos  todavía  les  permitían  decir  palabrotas  si  la  Tentácula  venenosa  los
agarraba por sorpresa desde atrás.
Una de las consecuencias del gran volumen de trabajo y las frenéticas horas
de prácticas de hechizos no verbales era que, hasta ese momento, Harry, Ron y
Hermione no habían tenido tiempo de ir a visitar a Hagrid, quien ya no comía
en la mesa de los profesores, lo cual  era muy mala señal; curiosamente, en las
pocas ocasiones en que se habían cruzado por los pasillos o el jardín, él no los
había visto ni oído sus saludos.
—Debemos ir y explicárselo  —propuso Hermione el sábado siguiente, a la
hora del desayuno, mientras miraba la enorme silla que, una vez más, Hagrid
había dejado vacía en la mesa de los profesores.
—¡Esta mañana se celebran las pruebas de selección de quidditch!  —objetó
Ron—. ¡Y tenemos que practicar ese encantamiento  aguamenti  para el profesor
Flitwick!  Además,  ¿qué  quieres  explicarle?  ¿Cómo  vamos  a  decirle  que
odiábamos su absurda asignatura?
—¡No la odiábamos! —gritó Hermione.
—Eso lo dirás tú; yo todavía me acuerdo de los escregutos  —dijo Ron sin
entrar en detalles—. Y créeme, nos hemos salvado por los pelos. Tú no le oíste
hablar del idiota de su hermano; si nos hubiéramos matriculado en Cuidado de
Criaturas Mágicas, ahora estaríamos enseñando a Grawp a atarse los cordones
de los zapatos.
—Es  insoportable  no  poder  hablar  con  Hagrid  —resopló  Hermione  con
cara de disgusto.
—Iremos  después  del  quidditch  —propuso  Harry  para  tranquilizarla.  Él
también echaba de menos a Hagrid, aunque, como Ron, se alegraba de haberse
librado de Grawp—. Pero es posible que las pruebas duren toda la mañana; se
ha apuntado mucha gente. —Estaba un poco nervioso ante la perspectiva de su
primera actuación como capitán—. No entiendo por qué de repente el equipo
despierta tanto interés.
—¡Vamos, Harry!  —dijo Hermione con un deje de impaciencia—. ¡Lo que
despierta  interés  no  es  el  quidditch,  sino  tú!  Nunca  habías  provocado  tanta
fascinación, pero, francamente, no me extraña, porque nunca habías estado tan
atractivo.  —Ron se atragantó con un trozo de arenque  ahumado. Hermione le
lanzó  una  fugaz  mirada  de  desdén  y  continuó—.  Ahora  todo  el  mundo  sabe
que  decías  la  verdad,  ¿no?  La  comunidad  mágica  ha  tenido  que  admitir  que
estabas en lo cierto cuando asegurabas que Voldemort había regresado, y que es
verdad que luchaste contra él dos veces en los dos últimos años y que en ambas
ocasiones lograste escapar de sus garras. Ahora te llaman «el Elegido». Vamos,
hombre, ¿todavía no entiendes por qué la gente está fascinada contigo?
De repente Harry notó mucho calor en el Gran Comedor, pese a que el cielo
todavía se veía frío y lluvioso.
—Además,  fuiste  víctima  de  la  persecución  del  ministerio,  que  intentó
demostrar por todos los medios que eras un desequilibrado y un mentiroso, y
aún conservas en la  mano las señales que  te hiciste escribiendo  con tu propia
sangre durante los castigos que te imponía aquella horrible mujer. Pero, pese a
todo, te mantuviste firme en tu versión...
—Yo  todavía  tengo  las  marcas  que  me  hicieron  aquellos  cerebros  en  el
ministerio cuando me agarraron, mira —terció Ron arremangándose la túnica.
—Y por si fuera poco, este verano has crecido más de un palmo —concluyó
Hermione haciendo caso omiso de Ron.
—Yo también soy alto —adujo Ron a la desesperada.
En  ese  momento  llegaron  las  lechuzas  del  correo,  y  al  entrar  por  las
ventanas salpicaron gotas de lluvia por todas partes. La mayoría de los alumnos
recibía más correo de lo habitual porque los padres, preocupados, querían saber
cómo  les  iba  a  sus  hijos  y,  asimismo,  tranquilizarlos  respecto  a  que  en  casa
todos seguían bien.  Harry no había recibido ninguna carta desde  el inicio  del
curso;  la  única  persona  que  se  había  carteado  con  él  con  regularidad  estaba
muerta. Había pensado que quizá Lupin le escribiría de vez en cuando, pero de
momento no lo había hecho. Por eso se llevó una sorpresa al ver a  Hedwig, su
lechuza blanca, describir círculos entre una nube de lechuzas marrones y grises;
el ave aterrizó delante de él portando un gran paquete cuadrado.  Poco después,
otro paquete idéntico aterrizó delante de Ron, traído por su pequeña y agotada
lechuza, Pigwidgeon.
—¡Aja! —exclamó Harry al desenvolver el suyo y encontrar un ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas nuevecito, recién llegado de Flourish y Blotts.
—Mira  qué  bien  —comentó  Hermione,  encantada—.  Ahora  podrás
devolver ese libro garabateado.
—Ni  hablar  —repuso  Harry—.  Me  lo  quedaré.  Ya  verás,  lo  he  estado
pensando y...
Sacó el viejo ejemplar del Príncipe Mestizo de su mochila y tocó la cubierta
con la varita al tiempo que murmuraba: «¡Diffindo!» La cubierta se separó del
libro. Acto seguido repitió la operación con el libro nuevo ante la escandalizada
mirada  de  Hermione.  Luego  intercambió  las  cubiertas,  les  dio  unos  toques  y
dijo: «¡Reparo!»
Ante ellos tenían el ejemplar del príncipe, disfrazado de libro nuevo, y el
que acababa de llegar de Flourish y Blotts, convertido en un libro de segunda
mano.
—A  Slughorn  le  devolveré  el  nuevo  con  la  cubierta  vieja.  No  puede
quejarse, me ha costado nueve galeones.
Hermione  apretó  los  labios  y  se  enfurruñó,  pero  la  distrajo  una  tercera
lechuza  que  aterrizó  delante  de  ella  con  El  Profeta  de  ese  día.  Lo  extendió
rápidamente y leyó la primera plana.
—¿Ha  muerto  alguien  que  conozcamos?  —preguntó  Ron  con  ligereza.
Formulaba la misma pregunta con el mismo tono cada vez que Hermione abría
el periódico.
—No, pero ha habido más ataques de dementores. Y una detención.
—Me  alegro.  ¿A  quién  han  detenido?  —preguntó  Harry,  pensando  en
Bellatrix Lestrange.
—A Stan Shunpike —contestó Hermione.
—¿Qué? —se extrañó el muchacho.
—«Stanley  Shunpike,  el  cobrador  del  autobús  noctámbulo  (el  popular
vehículo),  ha  sido  detenido  como  sospechoso  de  ser  mortífago.  El  señor
Shunpike,  de  veintiún  años,  fue  detenido  a  última  hora  de  anoche  tras  una
redada en su casa de Clapham...»
—¿Que Stan Shunpike es un mortífago? —se asombró Harry, recordando al
joven lleno de acné que había conocido tres años atrás—. ¡No puede ser!
—Quizá esté bajo una maldición imperius —sugirió Ron—. Nunca se sabe.
—No lo parece —discrepó Hermione, que seguía leyendo—. Aquí dice que
lo detuvieron porque en un pub lo oyeron hablar acerca de los planes se cretos
de  los  mortífagos.  —Levantó  la  cabeza  y  miró  a  sus  amigos  con  ceño—.  Si
hubiera estado bajo una maldición imperius  no se habría puesto a cotillear sobre
esos planes, ¿no os parece?
—Quizá  intentaba  aparentar  que  sabía  más  cosas  de  las  que  en  realidad
sabía  —argumentó  Ron—.  ¿No  era  él  quien  aseguraba  que  iban  a  nombrarlo
ministro de Magia cuando pretendía ligar con aquellas veelas?
—Sí,  era  él  —afirmó  Harry—.  No  sé  a  qué  juegan,  mira  que  tomarse  en
serio a Stan...
—Supongo  que  pretenden  demostrar  a  la  comunidad  mágica  que  son
eficaces  —discurrió Hermione—. La gente está muerta de miedo. ¿Sabíais que
los  padres  de  las  gemelas  Patil  quieren  llevárselas  a  casa?  ¿Y  que  Eloise
Midgeon ya se ha marchado? Su padre vino a recogerla anoche.
—¡Qué dices! —se extrañó Ron mirándola con los ojos como platos—. ¡Pero
si en Hogwarts están mucho más seguros que en sus casas! Aquí hay aurores y
un montón de hechizos protectores nuevos. ¡Y tenernos a Dumbledore!
—Me parece que a él no lo tenemos las veinticuatro horas del  día —repuso
Hermione bajando la voz, y miró hacia la mesa de los profesores por encima del
periódico—.  ¿No  os  habéis  fijado?  La  semana  pasada  su  asiento  estuvo  vacío
tan a menudo como el de Hagrid.
Harry  y  Ron  miraron  también  y  comprobaron  que,  en  efecto,  la  silla  del
director  estaba  vacía.  Entonces  Harry  reparó  en  que  no  había  visto  a
Dumbledore desde su clase particular con él, la semana anterior.
—Creo  que  se  ha  marchado  del  colegio  para  hacer  algo  con  la  Orden  —
murmuró Hermione—. No sé... La situación parece grave, ¿no?
Ni  Harry  ni  Ron  contestaron,  pero  todos  coincidían  en  ese  punto.  El  día
anterior  habían  vivido  una  experiencia  terrible:  Hannah  Abbott  había  tenido
que salir de la  clase de Herbología para recibir la triste noticia de que habían
encontrado muerta a su madre. Desde entonces no habían vuelto a verla.
Cinco  minutos  más  tarde,  cuando  se  dirigían  al  campo  de  quidditch,  se
cruzaron con Lavender Brown y Parvati Patil. Sabiendo que los padres de las
gemelas  Patil  querían  llevárselas  de  Hogwarts,  a  Harry  no  le  extrañó  que  las
dos íntimas amigas estuvieran diciéndose cosas al oído con cara de aflicción. Lo
que sí le sorprendió fue que cuando las chicas vieron a Ron, Parvati le dio un
codazo  a  Lavender,  que  volvió  la  cabeza  y  le  dedicó  al  chico  una  sonrisa
radiante. Ron parpadeó y luego, titubeante, le devolvió la sonrisa. De inmediato
los andares del chico se volvieron presuntuosos. Harry resistió la tentación de
reírse al recordar que Ron también se había aguantado la risa cuando se enteró
de  que  Malfoy  le  había  roto  la  nariz;  Hermione,  en  cambio,  se  mostró
indiferente y distante hasta que llegaron al estadio después de caminar bajo la
fría y neblinosa llovizna. Una vez allí, fue a buscar un asiento en las gradas sin
desearle buena suerte a Ron.
Como  Harry  preveía,  las  pruebas  duraron  toda  la  mañana.  Se  había
presentado  la  mitad  de  la  casa  de  Gryffindor:  desde  nerviosos  alumnos  de
primer  año  aferrados  a  escobas  viejas  del  colegio,  hasta  alumnos  de  séptimo
mucho más altos que el resto y que mostraban una actitud intimidante. Entre
éstos  se  hallaba  un  chico  de  elevada  estatura  y  cabello  crespo  a  quien  Harry
había visto en el expreso de Hogwarts.
—Nos conocimos en el tren, en el compartimiento del viejo Sluggy —dijo el
muchacho  con  aplomo,  apartándose  del  grupo  para  estrecharle  la  mano—.
Cormac McLaggen, guardián.
—El  año  pasado  no  te  presentaste  a  las  pruebas,  ¿verdad?  —comentó
Harry,  fijándose  en  su  corpulencia  y  pensando  que,  seguramente,  taparía  los
tres aros de gol sin siquiera moverse.
—Pues  no;  estaba  en  la  enfermería  cuando  se  celebraron  —explicó  con
cierta chulería—. Perdí una apuesta y me comí medio kilo de huevos de doxy.
—Ya  —dijo Harry—. Bueno, si quieres esperar allí...  —Señaló el borde del
campo,  cerca  de  donde  estaba  sentada  Hermione,  y  le  pareció  detectar  una
pizca de irritación en la cara de McLaggen. ¿Acaso el chico esperaba un trato
preferente  por  el  hecho  de  que  ambos  eran  alumnos  predilectos  del  «viejo
Sluggy»?
Decidió empezar con una prueba elemental: pidió a los aspirantes a entrar
en  el equipo que se repartieran en grupos de diez y dieran una vuelta al campo
montados en sus escobas. Fue una decisión acertada porque los diez primeros
eran alumnos de primer año, y saltaba a la vista que volaban por primera vez, o
casi. Sólo uno consiguió mantenerse en el aire más de unos segundos, y se llevó
una sorpresa tan grande que se estrelló contra uno de los postes de gol.
El  segundo  grupo  lo  formaban  diez  de  las  niñas  más  tontas  que  Harry
había conocido jamás. Cuando él hizo sonar el silbato, se  limitaron a echarse a
reír abrazadas unas a otras. Romilda Vane estaba entre ellas. Harry les mandó
salir del campo y ellas, muy risueñas, fueron a sentarse en las gradas, donde no
hicieron otra cosa que molestar a los demás.
El tercer grupo protagonizó un  choque en cadena cuando todavía no había
terminado  la  vuelta  al  campo.  En  cuanto  al  cuarto  grupo,  la  mayoría  de  sus
integrantes se había presentado sin escoba, y los del quinto eran de Hufflepuff.
—¡Si hay aquí alguien más que no sea de Gryffindor  —ordenó  Harry, que
empezaba a perder la paciencia—, que se vaya ahora mismo, por favor!
Tras  una  pausa,  un  par  de  alumnos  de  Ravenclaw  salieron  corriendo  del
campo, riendo a carcajadas.
Después  de  dos  horas,  muchas  quejas  y  varios  berrinches  (uno  de  ellos
relacionado con una Cometa 260 y varios dientes rotos), Harry disponía de tres
cazadoras:  Katie  Bell,  que  conservaba  su  puesto  en  el  equipo  tras  una  gran
exhibición; Demelza Robins, un nuevo fichaje que tenía una habilidad especial
para esquivar las bludgers, y Ginny Weasley, que había volado mejor que nadie
y, además, había marcado diecisiete tantos. A pesar de que estaba muy contento
con sus nuevas cazadoras, Harry se había quedado afónico de tanto discutir con
los que no estaban de acuerdo con su elección, y en  ese momento libraba una
batalla parecida con los golpeadores rechazados.
—¡Es mi última palabra, y si no os apartáis ahora mismo para que pasen los
guardianes, os echo un maleficio! —les advirtió.
Ninguno de los golpeadores elegidos tenía el estilo de Fred ni George, pero
aun  así  estaba  bastante  satisfecho  con  ellos:  Jimmy  Peakes,  un  alumno  de
tercero, bajito pero ancho de hombros, que le había hecho un enorme chichón
en  la  cabeza  a  Harry con  una  bludger  golpeada  con  muy  mala  uva,  y  Ritchie
Coote, que parecía enclenque pero tenía buena puntería. Los dos golpeadores se
unieron a Katie, Demelza y Ginny en las gradas para ver la selección del último
miembro del equipo.
Harry había dejado la elección del guardián para el final porque creía que
el estadio se habría vaciado y así los aspirantes no se sentirían tan presionados.
Pero,  por  desgracia,  todos  los  jugadores  rechazados  y  los  numerosos  curiosos
que acudían después de un prolongado desayuno se habían unido al público,
de  modo  que  había  más  gente  que  antes.  Cada  vez  que  un  guardián  volaba
delante de los aros de gol, una parte de los espectadores lo aplaudía y la otra lo
abucheaba.  Harry  buscó  con  la  mirada  a  Ron,  a  quien  siempre  lo  habían
traicionado los nervios; confiaba en que tras haber ganado el último partido del
curso pasado se habría curado, pero por lo visto no era el caso, porque Ron se
había puesto verde.
Ninguno de los cinco primeros aspirantes paró más de dos lanzamientos.
Para  desesperación  de  Harry,  Cormac  McLaggen  detuvo  cuatro  de  los  cinco
penaltis.  Sin  embargo,  en  el  último  se  lanzó  en  la  dirección  equivocada;  el
público rió y lo abucheó, y él bajó a tierra haciendo rechinar los dientes.
Cuando se montó en su Barredora 11, Ron parecía al borde del desmayo.
—¡Buena suerte! —le gritó alguien desde las gradas.
Harry miró esperando ver a Hermione, pero se trataba de Lavender Brown.
A él también le habría gustado taparse la cara con las manos como hizo ella un
momento después, pero pensó que, como capitán, debía demostrar temple, así
que se volvió, dispuesto a ver la actuación de Ron.
Pero su aprensión no estaba justificada: Ron paró cinco penaltis seguidos.
Harry, tan contento como sorprendido, tuvo que esforzarse por no unirse a los
gritos de júbilo del público. Se volvió hacia McLaggen para decirle que lo sentía
pero  que  Ron  le  había  ganado,  y  se  encontró  con  la  enrojecida  cara  de
McLaggen a escasos centímetros de la suya. Harry retrocedió un paso.
—La  hermana  de  Ron  ha  hecho  trampa  —espetó  McLaggen; en  la  sien  le
palpitaba una vena como la que Harry había visto latir tantas veces en la sien de
tío Vernon—. Se lo ha puesto facilísimo.
—Te equivocas —replicó Harry con frialdad—. Tuvo que esforzarse a tope.
McLaggen dio un paso hacia Harry, que esta vez no se arredró.
—Déjame intentarlo otra vez.
—Ni  hablar  —se  plantó  Harry—.  Ya  has  tenido  tu  oportunidad.  Has
parado cuatro y Ron ha parado cinco. Así que él se queda de guardián: se lo ha
ganado a pulso. Apártate.
Por un instante creyó que McLaggen iba a darle un puñetazo, pero éste se
contentó  con  hacer  una  desagradable  mueca  y  se  marchó  hecho  un  basilisco,
murmurando vagas amenazas.
Harry se dio la vuelta. Su nuevo equipo lo miraba sonriente.
—Os felicito —dijo con voz ronca—. Habéis volado muy bien...
—¡Has estado fenomenal, Ron!
Esa vez sí era Hermione, que bajaba corriendo de las gradas; Harry vio que
Lavender se marchaba del campo cogida del brazo de Parvati, con cara de mal
humor.  Ron  parecía  muy  satisfecho  consigo  mismo,  e  incluso  más  alto  de  lo
normal, y sonreía de oreja a oreja.
Concretaron  el  primer  entrenamiento  para  el  siguiente  jueves,  y  a
continuación Harry, Ron y Hermione se despidieron de todos y se dirigieron a
la cabaña  de Hagrid. Por fin había dejado de lloviznar, y un sol tenue intentaba
atravesar  las  nubes.  Harry  estaba  hambriento,  pero  confiaba  en  que  hubiera
algo para comer en casa de Hagrid.
—Creí  que  no  podría  parar  el  cuarto  penalti  —iba  diciendo  Ron
alegremente—.  El  lanzamiento  de  Demelza  fue  peliagudo,  ¿os  habéis  fijado?
Llevaba un efecto...
—Sí, sí, has estado sensacional —repuso Hermione, risueña.
—Al  menos  lo  he  hecho  mejor  que  McLaggen  —se  ufanó  el  chico—.
¿Habéis  visto  cómo  se  lanzó  en  la  dirección  opuesta  en  el  quinto  penalti?
Parecía presa de un encantamiento confundus...
Harry advirtió que Hermione se sonrojaba al oír esas  palabras. Ron no se
dio  cuenta  de  nada:  estaba  demasiado  entusiasmado  describiendo  con  todo
detalle cada uno de los penaltis que había detenido.
Buckbeak, el enorme hipogrifo gris, estaba amarrado delante de la  cabaña de
Hagrid.  Al  ver  acercarse  a  los  muchachos,  hizo  un  ruido  seco  con  su  pico
afilado y giró la descomunal cabeza hacia ellos.
—¡Oh, cielos!  —dijo Hermione con nerviosismo—. Todavía da un poco de
miedo, ¿verdad?
—No digas tonterías. ¡Pero si has montado en él! —le recordó Ron.
Harry  se  adelantó  y  le  hizo  una  reverencia  mirándolo  a  los  ojos  y  sin
parpadear. Unos segundos después, Buckbeak le devolvió la reverencia.
—¿Cómo estás?  —susurró Harry, y se acercó al animal para acariciarle la
plumífera  cabeza—.  ¿Lo  echas  de  menos?  Pero  aquí,  con  Hagrid,  estás  bien,
¿verdad?
—¡Eh, cuidado!
Hagrid  salió  dando  zancadas  por  detrás  de  la  cabaña;  llevaba  puesto  un
gran delantal con estampado de flores y  cargaba un  saco de patatas.  Fang, su
enorme perro jabalinero que le seguía los pasos, soltó un ladrido atronador y se
abalanzó hacia los jóvenes.
—¡Apartaos de él! ¡Os va a dejar sin de...! Ah, sois vosotros.
Fang  saltaba sobre Hermione y Ron intentando lamerles las orejas. Hagrid
los  observó  un  momento  y  luego  se  dirigió  hacia  su  cabaña  dando  largas
zancadas. Entró y cerró la puerta.
—¡Ay, madre! —se lamentó Hermione, compungida.
—No te preocupes —la tranquilizó Harry. Fue hasta la puerta y llamó con
los nudillos—. ¡Hagrid! ¡Abre, queremos hablar contigo!  —No se oía nada en el
interior—. ¡O abres o derribamos la puerta! —amenazó, y sacó su varita.
—¡Harry! —dijo Hermione—. No puedes...
—¡Claro que puedo! Apartaos...
Pero antes de que dijera nada más, la puerta se abrió de par en par, como él
sabía  que  ocurriría,  y  apareció  Hagrid,  que  se  lo  quedó  mirando  con  fiereza,
pese al cómico aspecto que ofrecía con su delantal de flores.
—¡Estás  hablando  con  un  profesor!  —rugió—.  ¡Con  un  profesor,  Potter!
¿Cómo te atreves a amenazar con derribar mi puerta?
—Lo  siento,  señor  —respondió  Harry  poniendo  énfasis  en  la  última
palabra, y se guardó la varita en el bolsillo interior de la túnica.
Hagrid estaba pasmado.
—¿Desde cuándo me llamas «señor»?
—¿Y desde cuándo me llamas «Potter»?
—¡Vaya,  qué  listo!  —gruñó  Hagrid—. Muy  gracioso.  Intentas  tomarme  el
pelo, ¿eh? Muy bonito. Pasa,  pedazo de mocoso desagradecido... —Sin dejar de
refunfuñar, se apartó para que entraran. Hermione lo hizo pegada a Harry, con
cara de susto—. ¿Y bien? —gruñó Hagrid mientras los tres amigos se sentaban a
la enorme mesa  de madera;  Fang  apoyó la cabeza en las rodillas de Harry y le
babeó la túnica—. ¿Qué pasa? ¿Sentís lástima por mí? ¿Creéis que estoy triste o
algo así?
—No —contestó Harry sin vacilar—. Sólo queríamos verte.
—¡Te hemos echado de menos! —dijo Hermione.
—¿Que me habéis echado de menos? —se burló Hagrid—. Sí, claro.
Sacudió  la  cabeza  y  fue  a  preparar  té  en  una  gran  tetera  de  cobre.  Luego
llevó a la mesa tres tazas del tamaño de cubos, llenas de un té color caoba, y un
plato  de  pastelitos  de  pasas.  Harry  estaba  tan  hambriento  que  hasta  se  sentía
capaz de comer algo cocinado por Hagrid, así que cogió uno.
—Mira, Hagrid  —dijo Hermione con vacilación cuando el guardabosques
por  fin  volvió  a  sentarse  y  se  puso  a  pelar  patatas  con  brutalidad,  como  si
aquellos  tubérculos  lo  hubiesen  ofendido  gravemente—,  nosotros  queríamos
seguir estudiando Cuidado de Criaturas Mágicas pero...
Hagrid soltó un bufido. A Harry le pareció que unos cuantos mocos iban a
parar a las patatas y se alegró de no tener que quedarse a comer.
—¡Es verdad! —insistió Hermione—. ¡Pero no teníamos más horas libres!
—Ya. Claro —masculló Hagrid.
Se  oyó  un  extraño  sonido  similar  a  un  eructo  y  todos  miraron  alrededor;
Hermione soltó un gritito y Ron se levantó de un brinco y se trasladó a la otra
punta  de  la  mesa  para  apartarse  del  barril  que  acababan  de  descubrir  en  un
rincón. Estaba lleno de unas cosas que parecían gusanos de un palmo de largo;
eran viscosas, blancas y se retorcían.
—¿Qué es eso, Hagrid? —preguntó Harry intentando parecer interesado en
lugar de asqueado, pero dejó su pastelito en el plato.
—Larvas gigantes.
—¿Y en qué se convierten? —preguntó Ron con aprensión.
—No  se  convierten  en  nada.  Son  para  alimentar  a  Aragog.  —Y  sin  previo
aviso, rompió a llorar.
—¡Oh, Hagrid! —exclamó Hermione, y, bordeando la mesa por el lado más
largo  para  evitar  el  barril  de  gusanos,  le  rodeó  los  temblorosos  hombros—.
¿Qué te pasa?
—Es...  él...  —dijo  entre  sollozos;  sus  ojos,  negros  como  el  azabache,
derramaban  gruesas  lágrimas  mientras  se  enjugaba  con  el  delantal—.  Es...
Aragog... Creo que se está  muriendo. El verano pasado enfermó y no mejora. No
sé qué voy a hacer si... si... Llevamos tanto tiempo juntos...
Hermione  le  dio  unas  palmaditas  en  la  espalda,  pero  no  encontraba
palabras  para  consolarlo;  Harry  supuso  que  los  sentimientos  de  su  amiga
debían  de  ser  confusos.  El  sabía  que  Hagrid  le  había  regalado  un  osito  de
peluche  a  una  cría  de  dragón,  y  también  lo  había  visto  canturrearle  a
escorpiones gigantes provistos de ventosas y aguijones, e intentar razonar con
su  hermanastro,  un  gigante  brutal.  Pero  la  gigantesca  araña  parlante,  Aragog,
que vivía en la espesura del Bosque Prohibido y de la que Ron había escapado
de  milagro  cuatro  años  atrás,  era  quizá  el  más  incomprensible  de  los
monstruosos caprichos del guardabosques.
—¿Podemos hacer algo para ayudarte? —ofreció Hermione.
—Me  temo  que  no,  Hermione  —gimoteó  Hagrid,  intentando  detener  el
caudal de lágrimas—. Verás, el resto de la tribu... la familia  de Aragog... se están
poniendo muy raros ahora que él está enfermo... un poco nerviosos...
—Sí,  creo  recordar  que  ya  vimos  esa  faceta  suya  —comentó  Ron  en  voz
baja.
—Tal  como  están  las  cosas,  no  me  parece  oportuno  que  se  acerque  a  la
colonia nadie que no sea yo —concluyó Hagrid. Se sonó con el delantal, levantó
la  cabeza  y  agregó—:  Pero  gracias  por  el  ofrecimiento,  Hermione,  eres  muy
amable.
Al  final  el  ambiente  se  suavizó  bastante.  Aunque  ni  Harry  ni  Ron
mostraron  el  menor  entusiasmo  por  llevarle  gusanos  gigantes  a  una  araña
asesina y glotona, Hagrid parecía dar por descontado que les habría encantado
hacerlo y volvió a ser el de siempre.
—Sí, ya sabía yo que os costaría mucho incluir mi asignatura en vuestros
horarios  —dijo  mientras  les  servía  más  té—.  Aunque  si  hubierais  pedido
giratiempos...
—No  podíamos  pedirlos  —explicó  Hermione—.  El  verano  pasado
destrozamos  todos  los  que  se  guardaban  en  el  ministerio.  Se  publicó  en  El
Profeta.
—Ah,  vaya...  —se  resignó  Hagrid—.  No  podíais  hacerlo...  Perdonad  que
haya estado... Bueno, es que estoy preocupado por  Aragog, y creí que como la
profesora Grubbly-Plank os había dado clases...
Entonces  los  tres  amigos  mintieron  y  afirmaron  categóricamente  que  la
profesora  Grubbly-Plank,  que  había  sustituido  a  Hagrid  varias  veces,  era  una
pésima educadora. El resultado fue que al anochecer, cuando se despidieron de
Hagrid, se lo veía bastante animado.
—Me  muero  de  hambre  —dijo  Harry  cuando  enfilaron  a  buen  paso  el
oscuro y desierto camino de regreso; había dejado definitivamente el pastelito
en el plato después de notar cómo una muela le crujía de forma sospechosa—. Y
esta noche  debo cumplir el castigo con Snape, así que no tendré mucho tiempo
para cenar.
Al llegar al castillo vieron que Cormac McLaggen iba a entrar en el Gran
Comedor, pero tuvo que intentarlo dos veces para pasar por la puerta, pues la
primera  vez  rebotó  contra  el  marco.  Ron  soltó  una  risotada,  regodeándose,  y
entró con pasos exagerados detrás de McLaggen. Sin embargo, Harry retuvo a
Hermione.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Lo  he  estado  pensando  —contestó  él  en  voz  baja—,  y  yo  diría  que  a
McLaggen le han hecho un encantamiento  confundus. Y estaba justo delante de
donde tú te habías sentado.
—De  acuerdo,  fui  yo  —confesó  ella  ruborizándose—.  ¡Pero  tendrías  que
haber  oído  cómo  hablaba  de  Ron  y  Ginny!  Además,  tiene  muy  mal  genio,  ya
viste cómo reaccionó cuando no lo elegiste. No te interesa tener a alguien así en
el equipo.
—No —admitió Harry—. No, supongo que tienes razón. Pero ¿no crees que
ha sido un proceder deshonesto, Hermione? Recuerda que eres prefecta.
—¡Va, cállate! —le espetó ella mientras él sonreía.
—¿Qué hacéis? —preguntó Ron, que había regresado sobre sus pasos y los
miraba con desconfianza.
—Nada —contestaron ellos al unísono, y lo acompañaron dentro.
El  olor  a  rosbif  hizo  que  a  Harry  le  rugiera  el  estómago,  pero  tan  sólo
habían dado tres pasos en dirección  a la mesa de Gryffindor cuando el profesor
Slughorn se plantó delante de ellos.
—¡Harry! ¡Me alegro de encontrarte!  —dijo con voz tronante y tono cordial,
retorciéndose las puntas del bigote de morsa e hinchando la enorme barriga—.
¡Necesitaba pillarte antes de la cena! ¿Qué me dices de venir a picar algo a mis
aposentos?  Vamos  a  celebrar  una  pequeña  fiesta;  sólo  seremos  unas  cuantas
jóvenes  promesas  y  yo.  Vendrán  McLaggen,  Zabini,  la  encantadora  Melinda
Bobbin...  ¿La  conoces?  Su  familia  tiene  una  gran  cadena  de  boticas.  Y  por
supuesto, espero que la señorita Granger me honre también con su presencia. —
Y le dedicó una leve reverencia a Hermione. Era como si Ron fuera invisible; ni
siquiera lo miró.
—No  puedo  ir,  profesor  —se  excusó  Harry—.  Tengo  un  castigo  con  el
profesor Snape.
—¡No me digas!  —exclamó Slughorn componiendo una cómica mueca de
disgusto—.  ¡Vaya,  pues  yo  contaba  contigo,  Harry!  ¿Sabes  qué?  Voy  a  hablar
con Severus y le expondré la situación. Estoy seguro de que lograré que aplace
el castigo. ¡Descuida, nos vemos luego!
Y salió precipitadamente del Gran Comedor.
—No  lo  logrará  —dijo  Harry  en  cuanto  Slughorn  se  hubo  alejado—.  Este
castigo ya se ha aplazado una vez; Snape lo hizo por Dumbledore, pero no lo
hará por nadie más.
—Ostras,  ojalá  puedas  venir.  ¡No  me  apetece  nada  ir  sola!  —se  quejó
Hermione  con  aprensión,  y  Harry  comprendió  que  estaba  pensando  en
McLaggen.
—No creo que estés sola, supongo que también habrá invitado a Ginny  —
apuntó Ron, a quien no le había sentado nada bien que Slughorn lo ignorara.
Después  de  la  cena  regresaron  a  la  torre  de  Gryffindor.  La  sala  común
estaba abarrotada, pues la mayoría de la gente había terminado de cenar, pero
los  tres  amigos  encontraron  una  mesa  libre.  Ron,  que  estaba  de  mal  humor
desde el encuentro con Slughorn, se cruzó de brazos y se quedó contemplando
el  techo  con  ceño,  y  Hermione  cogió  un  ejemplar  de  El  Profeta  Vespertino  que
alguien había dejado encima de una silla y se puso a hojearlo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Harry.
—Pues no... Mira, Ron, aquí está tu padre... ¡No, no le ha pasado nada! —se
apresuró a añadir, pues el chico la miró con cara de susto—. Sólo dice que ha
ido a investigar la casa de los Malfoy: «Este segundo registro de la residencia
del  mortífago  no  parece  haber  dado  ningún  resultado.  Arthur  Weasley,  de  la
Oficina  para  la  Detección  y  Confiscación  de  Hechizos  Defensivos  y  Objetos
Protectores Falsos, declaró que su equipo había actuado tras recibir el soplo de
un confidente.»
—¡Toma, el mío! —saltó Harry—. En King's Cross le hablé de Draco y de su
interés en que Borgin le arreglara una cosa. Bueno, si esa cosa no está en casa de
los Malfoy, Draco debe de haberla traído a Hogwarts...
—¿Te refieres a que la trajo de contrabando? —repuso Hermione bajando el
periódico—. Imposible. Nos registraron a todos cuando llegamos, ¿recuerdas?
—¿Sí? —se extrañó Harry—. Pues a mí no me registró nadie.
—No, claro, a ti no porque llegaste tarde. Filch  nos repasó uno por uno con
sensores  de  ocultamiento  cuando  llegamos  al  vestíbulo.  Habría  detectado
cualquier objeto tenebroso; me consta que a Crabbe le confiscaron una cabeza
reducida. Es imposible que Malfoy entrara en el colegio con algo peligroso.
Harry, frustrado, se quedó contemplando cómo Ginny Weasley jugaba con
Arnold, su micropuff, mientras buscaba la forma de rebatir la objeción.
—Entonces se lo habrá enviado alguien con una lechuza  —dijo al cabo—.
Su madre, por ejemplo.
—También  revisan  a  las  lechuzas  —replicó  Hermione—.  Filch  nos  lo  dijo
mientras nos pasaba esos sensores de ocultamiento por todas partes.
Esta vez Harry se quedó sin réplica. No parecía posible que Malfoy hubiera
introducido en el colegio ningún objeto peligroso ni tenebroso. Miró a Ron, que
estaba con los brazos cruzados observando a Lavender Brown.
—¿Se te ocurre alguna manera de que Malfoy...?
—Déjalo ya, Harry —le cortó su amigo con malos modos.
—Oye,  que  yo  no  tengo  la  culpa  de  que  Slughorn  nos  haya  invitado  a
Hermione y a mí a esa estúpida fiesta. Ninguno de los dos quería ir, ¿vale?
—Vale, pero como a mí no me han invitado a ninguna fiesta, creo que voy a
acostarme.
Y  se  marchó  con  paso  decidido,  dejándolos  plantados.  En  ese  momento
Demelza Robins, la nueva cazadora, se acercó a la mesa.
—¡Hola, Harry! —saludó—. Tengo un mensaje para ti.
—¿Del profesor Slughorn? —preguntó él, enderezándose.
—No, del profesor Snape —dijo Demelza. Harry se llevó un chasco—. Dice
que te espera en su despacho a las ocho y media y que le tiene sin cuidado las
fiestas  a  que  te  hayan  invitado.  También  quiere  que  sepas  que  tendrás  que
separar  los  gusarajos  podridos  de  los  buenos  para  utilizarlos  en  la  clase  de
Pociones, y... que no hace falta que lleves guantes protectores.
—Muy bien —se resignó Harry—. Gracias, Demelza.

12
Plata y ópalos

¿Dónde estaba Dumbledore y qué hacía? Durante las semanas siguientes, Harry
sólo vio al director de Hogwarts en dos ocasiones. Ya casi nunca se presentaba a
las  horas  de  las  comidas,  y  el  muchacho  creía  que  Hermione  tenía  razón  al
pensar  que  cada  vez  se  ausentaba  del  colegio  varios  días  seguidos.  ¿Habría
olvidado  Dumbledore  que  tenía  que  darle  clases  particulares?  El  anciano
profesor le había dicho que esas clases estaban relacionadas con la profecía, lo
que había animado y reconfortado a Harry; sin embargo, ahora la sensación era
de ligero abandono.
A  mediados  de  octubre  tuvo  lugar  la  primera  excursión  del  curso  a
Hogsmeade.  Harry  había  puesto  en  duda  que  esas  excursiones  continuaran
realizándose, dado que las medidas de seguridad se habían endurecido mucho,
pero le alegró saber que no se habían suspendido; siempre sentaba bien salir del
castillo unas horas.
El día de la excursión se despertó temprano por la mañana, que amaneció
tormentosa, y mató el tiempo hasta la hora del desayuno leyendo su ejemplar
de Elaboración de pociones avanzadas. No solía quedarse en la cama leyendo libros
de  texto  porque  ese  tipo  de  comportamiento,  como  decía  Ron,  resultaba
indecoroso  para  cualquiera  que  no  fuera  Hermione,  que  era  así  de  rara.  Sin
embargo,  Harry  opinaba  que  el  ejemplar  del  Príncipe  Mestizo  no  era
propiamente un libro de texto. A medida que lo examinaba iba descubriendo la
abundante información que contenía: no sólo los útiles consejos y las fórmulas
fáciles y rápidas sobre pociones con que se ganaba los elogios de Slughorn, sino
también  imaginativos  embrujos  y  maleficios  anotados  en  los  márgenes  que,  a
juzgar por las tachaduras y correcciones, el príncipe había inventado él mismo.
Harry  ya  había  probado  algunos  de  los  hechizos  concebidos  por  aquel
misterioso personaje; por ejemplo, un maleficio que hacía crecer las uñas de los
pies  con  alarmante  rapidez  (lo  había  probado  con  Crabbe  en  el  pasillo,  con
resultados  muy  divertidos);  un  embrujo  que  pegaba  la  lengua  al  paladar  (lo
había  utilizado  dos  veces  con  Argus  Filch,  sin  que  éste  sospechara  nada,  y  le
había valido los aplausos de sus  compañeros); y quizá el más útil de todos, el
hechizo  muffliato,  que  producía  un  zumbido  inidentificable  en  los  oídos  de
cualquiera  que  estuviera  cerca  de  quien  lo  lanzaba,  de  modo  que  podías
sostener largas conversaciones en clase sin que te oyeran. La única persona que
no  encontró  divertidos  esos  encantamientos  fue  Hermione,  y  cada  vez  que
Harry utilizaba el muffliato ella adoptaba una rígida expresión de desaprobación
y se negaba a hablar.
Sentado en la cama, inclinó el libro para examinar de cerca las instrucciones
de  un  hechizo  que  al  parecer  le  había  causado  problemas  al  príncipe.  Había
muchas  tachaduras  y  cambios,  pero  al  final,  apretujado  en  una  esquina  de  la
página, ponía: «Levicorpus (n-vrbl).»
Mientras el viento y la aguanieve azotaban las ventanas sin cesar y Neville
roncaba como un elefante, Harry observó las letras entre paréntesis: «nvrbl»...
Tenía  que  significar  «no  verbal».  Dudó  mucho  que  fuera  capaz  de  realizarlo
porque  todavía  le  costaba  que  le  saliera  bien  esa  clase  de  hechizos,  fallo  que
Snape  no  olvidaba  mencionar  en  ninguna  clase  de  Defensa  Contra  las  Artes
Oscuras. Sin embargo, hasta ese momento el príncipe había demostrado ser un
maestro mucho más eficaz que Snape.
Sacudió  la  varita  hacia  arriba,  sin  apuntar  a  nada  en  particular,  y  pensó
«¡Levicorpus!» sin articular sonido alguno.
—¡Aaaaahhhhh!
Hubo  un  destello  y  la  habitación  se  llenó  de  voces:  todos  se  habían
despertado y Ron había soltado un grito. Harry, presa del pánico, dejó caer el
libro. Ron colgaba cabeza abajo, como si una cuerda invisible lo sostuviese por
el tobillo.
—¡Lo siento! —exclamó Harry mientras Dean y Seamus reían a carcajadas y
Neville se levantaba del suelo, pues se había caído de la cama—. Espera, ahora
mismo te bajo...
Buscó a tientas el libro y lo hojeó a toda prisa, muy asustado, buscando la
página; al final la encontró y descifró una palabra escrita con letra muy pequeña
debajo  del  hechizo.  Rezando  para  que  fuera  el  contrahechizo,  Harry  pensó
«¡Liberacorpus!» con todas sus fuerzas.
Hubo otro destello y Ron se desplomó sobre el colchón.
—Lo  siento  mucho,  de  verdad  —musitó  Harry  mientras  Dean  y  Seamus
seguían desternillándose.
—Si no te importa, preferiría que mañana pusieras el despertador —repuso
Ron con un hilo de voz.
No obstante, cuando al día siguiente se hubieron vestido, abrigándose con
jerséis tejidos a mano por la señora Weasley y con capas, bufandas y guantes,
Ron se había recuperado de la conmoción y pensaba que el nuevo hechizo de
Harry era graciosísimo; de hecho, lo encontraba tan divertido que en cuanto se
sentaron a desayunar se lo contó a Hermione.
—... ¡y entonces se produjo otro destello y volví a aterrizar en la cama!  —
concluyó sonriendo mientras se servía unas salchichas.
Hermione no había sonreído mientras oía la anécdota, y ahora miró a Harry
con desaprobación.
—¿No  sería  ese  hechizo,  por  casualidad,  otro  de  los  de  ese  libro  de
pociones? —le preguntó.
—Siempre piensas lo peor, ¿eh? —respondió él, ceñudo.
—¿Lo era?
—Bueno... Sí, lo era, ¿y qué?
—¿Estás  diciéndome  que  decidiste  probar  un  conjuro  desconocido  que
encontraste escrito a mano y ver qué pasaba?
—¿Por qué importa tanto que estuviera escrito a mano? —replicó Harry, sin
contestar al resto de la pregunta.
—Porque  seguramente  no  está  aprobado  por  el  Ministerio  de  Magia  —
contestó Hermione—. Y  también  —añadió mientras sus amigos ponían los ojos
en blanco— porque estoy empezando a pensar que ese príncipe no era de fiar.
—¡Fue  una  broma!  —dijo  Ron  mientras  ponía  boca  abajo  una  botella  de
ketchup  encima  de  su  plato  de  salchichas—.  ¡Sólo  nos  divertíamos  un  poco,
Hermione!
—¿Colgar  a  la  gente  del  tobillo  es  divertido?  —comentó  ella—.  ¿Quién
invierte tiempo y energía en realizar hechizos como ése?
—Fred y George —contestó Ron encogiéndose de hombros—. Es propio de
ellos. Y de...
—Mi padre —dijo Harry. Acababa de recordarlo.
—¿Cómo dices? —preguntaron Ron y Hermione a la vez.
—Mi  padre  usaba  ese  hechizo.  Me  lo  contó  Lupin.  —Esto  último  no  era
verdad;  en  realidad,  Harry  había  visto  a  su  padre  haciéndole  ese  hechizo  a
Snape,  pero  a  sus  amigos  nunca  les  había  hablado  de  esa  excursión  con  el
pensadero.  Sin  embargo,  en  ese  momento  se  le  ocurrió  una  fabulosa
posibilidad: ¿y si el Príncipe Mestizo era...?
—Quizá tu padre lo utilizó, Harry —dijo Hermione—, pero no es el único.
Hemos visto a un montón de gente emplearlo, por si no te acuerdas. Colgar a la
gente en el aire... Hacerlos flotar dormidos, indefensos...
Harry  la  miró.  El  también  recordó,  con  una  sensación  amarga,  el
comportamiento de los mortífagos en la Copa del Mundo de Quidditch. Ron le
echó un cable.
—Eso  era  diferente  —dijo—.  Ellos  se  pasaron.  Harry  y  su  padre  sólo  lo
hacían  para  divertirse.  A  ti  no  te  gusta  el  príncipe,  Hermione  —añadió
apuntándola con una salchicha—, porque Harry es mejor que tú. en Pociones.
—¡No es por eso!  —se defendió ella con  las mejillas encendidas—. Lo que
pasa es que considero muy irresponsable realizar hechizos cuando ni siquiera
sabes para qué sirven. ¡Y deja de hablar del «príncipe» como si fuera un título,
seguro  que  sólo  es  un  apodo  absurdo!  Además,  no  me  parece  que  fuera  una
persona muy agradable.
—No sé de dónde sacas eso  —replicó Harry acaloradamente—. Si hubiera
sido un mortífago en ciernes no habría ido por ahí alardeando de ser mestizo,
¿no  te  parece?  —Mientras  lo  decía,  Harry  recordó  que  su  padre  era  sangre
limpia, pero apartó esa idea de la mente; ya pensaría en ello más tarde...
—Todos los mortífagos no pueden ser sangre limpia, no quedan suficientes
magos de sangre limpia  —se empecinó Hermione—. Supongo que la mayoría
de ellos son sangre mestiza que se hacen pasar por sangre limpia. Sólo odian a
los hijos de muggles, pero a vosotros dos os aceptarían sin problemas.
—¡A  mí  jamás  me  dejarían  ser  mortífago!  —saltó  Ron,  indignado,  y  un
trozo de salchicha se le desprendió del tenedor que blandía y fue a parar a la
cabeza  de  Ernie  Macmillan—.  ¡Toda  mi  familia  se  compone  de  traidores  a  la
sangre! ¡Para los mortífagos, eso es tan grave como ser hijo de muggles!
—Sí,  y  les  encantaría  que  yo  estuviera  en  sus  filas  —ironizó  Harry—.
Seríamos supercolegas, siempre y cuando no intentaran matarme.
Eso  hizo  reír  a  Ron  e  incluso  Hermione  sonrió  a  regañadientes.  En  ese
momento llegó Ginny, muy oportuna.
—¡Hola, Harry! Me han pedido que te entregue esto.
Era  un  rollo  de  pergamino  con  el  nombre  de  Harry  escrito  con  una  letra
pulcra y estilizada que el muchacho reconoció enseguida.
—Gracias, Ginny. ¡Debe de ser la cita para la próxima clase de Dumbledore!
—exclamó abriendo el pergamino—. El lunes por la noche —anunció tras leerlo,
de pronto feliz y contento—. ¿Vienes con nosotros a Hogsmeade, Ginny?
—Iré con Dean. Quizá nos veamos allí  —replicó ella, y les dijo adiós con la
mano.
Filch  estaba  plantado  junto  a  las  puertas  de  roble,  como  de  costumbre,
comprobando  los  nombres  de  los  alumnos  que  tenían  permiso  para  ir  a
Hogsmeade.  El  proceso  llevó  más  tiempo  del  habitual  porque  el  conserje
registraba tres veces a todo el mundo con su sensor de ocultamiento.
—¿Qué  más  le  da  que  saquemos  del  colegio  cosas  tenebrosas?  —le
preguntó  Ron  mirando  con  aprensión  el  largo  y  delgado  aparato—.  ¿No  cree
que lo que debería importarle es lo que podamos entrar?
Su insolencia le valió unos cuantos pinchazos más con el sensor, y el pobre
todavía  hacía  muecas  de  dolor  cuando  bajaron  los  escalones  de  piedra  y
salieron al jardín, azotado por el viento y la aguanieve.
El paseo hasta Hogsmeade no fue nada placentero. Harry se tapó la nariz
con  la  bufanda,  pero  la  parte  de  la  cara  expuesta  al  aire  no  tardó  en
entumecérsele. El camino que llevaba al pueblo estaba lleno de alumnos que se
doblaban  por  la  cintura  para  resistir  el  fuerte  viento.  En  más  de  una  ocasión,
Harry  se  preguntó  si  no  hubiera  sido  mejor  quedarse  en  la  caldeada  sala
común,  y  cuando  por  fin  llegaron  a  Hogsmeade  y  vieron  que  la  tienda  de
artículos de broma Zonko estaba cerrada con tablones, lo interpretó como una
confirmación de que esa excursión no estaba destinada a ser divertida. Con una
mano  enfundada  en  un  grueso  guante  Ron  señaló  hacia  Honeydukes,  que
afortunadamente estaba abierta, y los otros lo siguieron tambaleándose hasta la
abarrotada tienda.
—¡Menos  mal!  —dijo  Ron,  tiritando,  al  verse  acogido  por  un  caldeado
ambiente que olía a tofee—. Quedémonos toda la tarde aquí.
—¡Harry, amigo mío! —bramó una voz a sus espaldas.
—¡Oh, no! —masculló Harry.
Los  tres  amigos  se  dieron  la  vuelta  y  vieron  al  profesor  Slughorn,  que
llevaba  un  grotesco  sombrero  de  piel  y  un  abrigo  con  cuello  de  piel  a  juego.
Sostenía en la mano  una gran bolsa de piña confitada y ocupaba al menos una
cuarta parte de la tienda.
—¡Ya te has perdido tres de mis cenas, Harry!  —rezongó  Slughorn, y le dio
unos  golpecitos  amistosos  en  el  pecho—.  ¡Pero  no  te  vas  a  librar,  amigo  mío,
porque me he propuesto tenerte en mi club! A la señorita Granger le encantan
nuestras reuniones, ¿no es así?
—Sí —asintió Hermione, obligada—. Son muy...
—¿Por qué no vienes nunca, Harry? —inquirió Slughorn.
—Es  que  he  tenido  entrenamientos  de  quidditch,  profesor  —se  excusó.  Y
era verdad: programaba entrenamiento cada vez que recibía una invitación de
Slughorn  adornada  con  una  cinta  violeta.  Gracias  a  esa  estrategia,  Ron  no  se
sentía  excluido,  y  los  dos  amigos  podían  reírse  con  Ginny  imaginándose  a
Hermione sola con McLaggen y Zabini.
—¡Espero que ganes tu primer partido después de tanto esfuerzo! Pero un
poco de esparcimiento no le viene mal a nadie. ¿Qué tal el  lunes por la noche?
No me dirás que vais a entrenar con este tiempo...
—No puedo, profesor. El lunes por la noche tengo... una cita con el profesor
Dumbledore.
—¡Nada, no hay manera!  —se lamentó Slughorn con gesto teatral—. ¡Está
bien, Harry, pero no creas que podrás eludirme eternamente!
El profesor les dedicó un afectado ademán de despedida y salió de la tienda
andando como un pato, sin fijarse en Ron, como si éste fuera un expositor de
cucuruchos de cucarachas.
—No  puedo  creer  que  le  hayas  dado  esquinazo  otra  vez  —comentó
Hermione—. Esas reuniones no están tan mal. A veces hasta son divertidas.  —
Pero entonces se fijó en la expresión de Ron y dijo—: ¡Mirad, tienen plumas de
azúcar de lujo! ¡Deben de durar horas!
Harry,  contento  de  que  Hermione  cambiase  de  tema,  mostró  más  interés
por las nuevas plumas de azúcar de tamaño especial del que habría demostrado
en  circunstancias  normales,  pero  Ron  siguió  con  aire  taciturno  y  se  limitó  a
encogerse de hombros cuando Hermione le preguntó adonde quería ir.
—Vamos a Las Tres Escobas —propuso Harry—. Allí no pasaremos frío.
Volvieron a taparse con las bufandas y salieron de la tienda de golosinas. El
frío  viento  les  lastimaba  la  cara  después  del  dulce  calor  de  Honeydukes.  No
había  mucha  gente  en  la  calle;  nadie  se  entretenía  para  charlar  y  todos  iban
derecho  a  sus  destinos.  La  excepción  eran  dos  individuos  plantados  un  poco
más allá, delante de Las Tres Escobas. Uno de ellos era muy alto y delgado. A
pesar de llevar las gafas mojadas por la lluvia, Harry reconoció al camarero que
trabajaba  en  Cabeza  de  Puerco,  el  otro  pub  de  Hogsmeade.  Cuando  los  tres
amigos se acercaron más a ellos, el camarero se ciñó la capa y se alejó, pero el
otro individuo se quedó; era más bajito y sostenía algo en los brazos. Estaban a
escasos pasos de él cuando Harry también lo reconoció.
—¡Mundungus!
El  hombre,  achaparrado,  patizambo  y  de  largo  y  desgreñado  pelo  rojizo,
dio un respingo y dejó caer una vieja maleta, que al dar contra el suelo se abrió
y esparció lo que parecía mercancía de una tienda de artículos usados.
—¡Ah, hola, Harry!  —saludó Mundungus Fletcher con un aire de ligereza
nada convincente—. Bueno, no quisiera entretenerte.
Y empezó a recoger del suelo el contenido de su maleta. Era evidente que
estaba deseando largarse de allí.
—¿Qué es esto? ¿Para vender?  —preguntó Harry mientras Mundungus se
afanaba en recuperar su surtido de objetos.
—Bueno, de alguna manera tengo que ganarme la vida... ¡Eh, dame eso!
Ron había recogido una copa de plata.
—Un momento —dijo despacio—. Esto me suena...
—¡Gracias!  —exclamó Mundungus, quitándosela de las manos, y la metió
en la maleta—. Bueno, ya nos veremos... ¡Pero qué...!
Harry  lo  agarró  por  el  cuello  y  lo  estampó  contra  la  pared  del  pub.  A
continuación lo sujetó fuertemente con una mano y sacó su varita mágica.
—¡Harry! —gritó Hermione.
—Eso  lo  has  cogido  de  casa  de  Sirius  —lo  acusó  Harry  con  la  nariz  casi
pegada a la suya, percibiendo su desagradable aliento a tabaco y licor—. Tiene
el emblema de la casa de Black.
—Yo no... ¿Qué...?  —farfulló Mundungus, cuyo rostro iba adquiriendo un
tono azulado.
—¿Qué hiciste, volviste allí la noche que lo mataron y desvalijaste la casa?
—Yo no...
—¡Dámelo!
—¡No lo hagas, Harry!  —suplicó Hermione mientras Mundungus se ponía
cada vez más morado.
Se  oyó  un  estallido  y  las  manos  de  Harry  se  soltaron  del  cuello  de
Mundungus. Resollando y farfullando, el hombre recogió la maleta del suelo y
entonces... ¡crac!, se desapareció.
—¡Vuelve, ladrón de...!
—No pierdas el tiempo, Harry. —Tonks había aparecido de la nada, con  el
desvaído cabello mojado por la aguanieve—. Mundungus ya debe de estar en
Londres. De nada te servirá gritar.
—¡Ha robado las cosas de Sirius! ¡Las ha robado!
—Sí,  pero  de  cualquier  modo  —repuso  Tonks,  impasible  ante  esa
revelación— deberíais resguardaros del frío.
La bruja se quedó fuera y los tres amigos entraron en Las Tres Escobas. Una
vez dentro, Harry explotó:
—¡Esa sabandija ha robado las cosas de Sirius!
—Ya lo sé, Harry, pero no grites, por favor. Nos están mirando  —susurró
Hermione—. Siéntate. Voy a buscarte algo de beber.
Harry seguía echando chispas cuando, minutos más tarde, su amiga volvió
a la mesa con tres botellas de cerveza de mantequilla.
—¿No  puede  la  Orden  controlar  a  Mundungus?  —preguntó  Harry,
esforzándose por no levantar la voz—. ¿No pueden impedir, como mínimo, que
robe todo lo que encuentre cuando va al cuartel general?
—¡Chist! Más bajo —insistió Hermione. Un par de magos sentados cerca de
ellos miraban a Harry con gran interés, y Zabini se apoyaba contra una columna
no  lejos  de  allí—.  Yo  también  estaría  enfadada,  Harry;  ya  sé  que  eso  que  ha
robado es tuyo...
El  muchacho  se  atragantó  con  la  cerveza  de  mantequilla;  se  le  había
olvidado que era el nuevo propietario del número 12 de Grimmauld Place.
—¡Es  verdad,  todo  lo que  hay  allí  es  mío!  —exclamó  quedamente—.  ¡Por
eso no se alegró de verme!... Se lo contaré a Dumbledore; él es el único a quien
Mundungus teme.
—Buena  idea  —susurró  Hermione,  aliviada  de  que  Harry  se  sosegara—.
¿Qué miras, Ron?
—Nada  —contestó  éste  desviando  rápidamente  la  vista  de  la  barra,  pero
Harry  se  dio  cuenta  de  que  intentaba  localizar  a  la  curvilínea  y  atractiva
camarera,  la  señora  Rosmerta,  por  quien  Ron  sentía  debilidad  desde  hacía
tiempo.
—Creo que «nada» ha ido a la parte de atrás a buscar más whisky de fuego
—ironizó Hermione.
Ron ignoró la pulla y se puso a beber su cerveza de mantequilla a pequeños
sorbos, sumido en lo que sin duda consideraba un silencio digno. Por su parte,
Harry pensaba en  Sirius  y en que éste, de cualquier modo, detestaba aquellas
copas de plata. Hermione tamborileaba con los dedos en la mesa y su mirada
iba de la barra a Ron una y otra vez.
Tan  pronto  Harry  apuró  el  último  sorbo  de  cerveza,  Hermione  propuso
regresar al colegio. Los dos chicos asintieron; la excursión había sido un fracaso
y el tiempo empeoraba. Volvieron a ceñirse las capas, enrollarse las bufandas y
ponerse los guantes; luego salieron del pub detrás de Katie Bell y de una amiga
suya y enfilaron la calle principal.
Mientras avanzaba con dificultad por la nieve semiderretida que cubría el
camino  de  Hogwarts,  Harry  pensó  en  Ginny,  con  quien  no  se  habían
encontrado. Supuso que habría ido con Dean al salón de té de Madame Pudipié;
lo más probable es que pasaran la tarde bien calentitos, guarecidos en el refugio
de las parejas felices. Con gesto ceñudo, agachó la cabeza para protegerse de los
remolinos de aguanieve y siguió avanzando trabajosamente.
Tardó un rato en darse cuenta de que las voces de Katie Bell y su amiga,
que  el  viento  arrastraba  hasta  él,  se  oían  más  fuertes  y  chillonas.  Harry
escudriñó sus figuras, que apenas lograba distinguir. Las dos chicas discutían
acerca de un paquete que Katie llevaba.
—¡No  es  asunto  tuyo,  Leanne!  —exclamó  Katie,  antes  de  que  ambas
desaparecieran tras un recodo del camino.
Fuertes ráfagas de aguanieve golpeaban a Harry y le empañaban las gafas.
Al doblar el recodo fue a secárselas, pero en ese preciso instante vio que Leanne
intentaba quitarle a Katie el paquete, ésta trataba de recuperarlo y en el forcejeo
el paquete caía al suelo.
De  inmediato, Katie se elevó por los aires, pero no como había hecho Ron
(cómicamente suspendido por un tobillo), sino con gracilidad y con los brazos
extendidos, como a punto de echar a volar. Sin embargo, en su postura había
algo extraño, algo estremecedor... La ventisca le alborotaba el cabello y tenía los
ojos  cerrados  y  el  rostro  inexpresivo.  Harry,  Ron,  Hermione  y  Leanne  se
detuvieron en seco, estupefactos.
Entonces, cuando estaba a casi dos metros del suelo, Katie soltó un chillido
aterrador  y  abrió  los  ojos.  Sin  duda  lo  que  veía  o  sentía  le  producía  una
tremenda angustia. No paraba de chillar. Leanne empezó a gritar también, y la
agarró por los tobillos intentando bajarla al suelo. Los demás se precipitaron a
ayudarla,  y  cuando  lograron  cogerla  por  las  piernas  Katie  se  les vino  encima.
Los  dos  chicos  consiguieron  atraparla,  pero  Katie  se  retorcía  violentamente  y
apenas lograban sujetarla. La tumbaron en el suelo, donde la muchacha siguió
revolcándose y chillando, como si no reconociera a nadie.
Harry miró alrededor; el lugar parecía desierto.
—¡No  os  mováis  de  aquí!  —ordenó  en  medio  del  viento  huracanado—.
¡Voy a pedir ayuda!
Corrió  hacia  el  colegio;  nunca  había  visto  a  nadie  comportarse  como
acababa  de  hacerlo  Katie,  y  no  sabía  cuál  podía  ser  la  causa;  dobló  a  toda
velocidad una curva del camino y chocó contra lo que parecía un oso enorme
erguido sobre las patas traseras.
—¡Hagrid!  —gritó jadeando mientras se desenredaba del seto en que había
caído al rebotar.
—¡Harry! —exclamó el guardabosques, que tenía aguanieve en las cejas y la
barba y llevaba puesto su raído abrigo de piel de castor—. Vengo de visitar a
Grawp, no te imaginas cuánto ha...
—Hagrid, hay una persona herida, le han echado una maldición o algo así...
—¿Qué?  —dijo  Hagrid  agachándose  para  oír  mejor,  pues  el  viento  rugía
con fuerza.
—¡Le han echado una maldición!
—¿Una maldición? ¿A quién? No habrá sido a Ron o Hermione...
—No, a ellos no, a Katie Bell. Vamos, deprisa...
Ambos avanzaron presurosos por el camino. Katie seguía retorciéndose y
chillando en el suelo mientras Ron, Hermione y Leanne intentaban calmarla.
—¡Apartaos! —ordenó el guardabosques—. ¡Dejadme verla!
—¡Le ha pasado algo! —sollozó Leanne—. No sé qué...
Hagrid  miró  a  Katie  y  luego,  sin  decir  palabra,  se  agachó,  la  levantó  en
brazos y echó a correr hacia el castillo. A los pocos segundos, los desgarradores
gritos de Katie se habían apagado y sólo se oía el bramido del viento.
Hermione abrazó a la compungida amiga de Katie.
—Te llamas Leanne, ¿verdad?
La chica asintió con la cabeza.
—¿Ha pasado de repente o...?
—Ha  ocurrido  cuando  se  abrió  el  paquete  —gimoteó  Leanne,  y  señaló  el
empapado envoltorio de papel marrón que había en el suelo; se había abierto
un poco y dejaba entrever un destello verdoso.
Ron se agachó para tocarlo, pero Harry le sujetó el brazo.
—¡Ni  se  te  ocurra  tocarlo!  —le  advirtió,  y  se  agachó  a  su  vez  junto  al
paquete: un ornamentado collar de ópalos asomaba por el envoltorio—. Lo he
visto antes  —comentó—. Fue expuesto en Borgin y Burkes hace mucho tiempo
y la etiqueta ponía que estaba maldito. Katie debe de haberlo tocado.  —Miró a
Leanne, que había empezado a temblar—. ¿Cómo llegó a manos de Katie?
—Por eso discutíamos. Volvió del lavabo de Las Tres Escobas trayendo el
paquete y dijo que era una sorpresa para alguien  de Hogwarts y que tenía que
entregárselo. Cuando lo dijo estaba muy rara... ¡Oh, no! ¡Ahora lo entiendo! ¡Le
han echado una maldición  imperius, y no me di cuenta!  —Rompió a sollozar de
nuevo.
Hermione le dio unas palmaditas de consuelo.
—¿No te dijo quién se lo había dado, Leanne?
—No... no quiso contármelo... Y yo le dije que no fuera estúpida y que no lo
llevara  al  colegio,  pero  ella  se  negaba  a  escucharme  y...  y  entonces  intenté
quitárselo... y... y... —Emitió un gemido de desesperación.
—Será  mejor  que  vayamos  a  Hogwarts  —propuso  Hermione  sin dejar  de
abrazar  a  la  desdichada  chica—.  Así  sabremos  cómo  se  encuentra  Katie.
Vamos...
Harry  vaciló  un  momento,  se  quitó  la  bufanda  del  cuello  e,  ignorando  la
exclamación  de  asombro  de  Ron,  envolvió  con  ella  el  collar  y  lo  levantó  con
mucho cuidado.
—Se lo enseñaremos a la señora Pomfrey —dijo.
Mientras seguían a Hermione y Leanne por el camino, Harry no paraba de
pensar, y cuando entraron en el jardín del castillo ya no pudo contenerse:
—Malfoy  sabe  que  existe  este  collar.  Estaba  en  una  vitrina  de  Borgin  y
Burkes hace cuatro años; vi cómo lo examinaba mientras me escondía de él y de
su padre. ¡Seguramente era lo que quería comprar el día que lo seguimos! ¡Se
acordó del collar y fue a buscarlo!
—No sé, Harry... —repuso Ron, poco convencido—. A Borgin y Burkes va
mucha  gente...  ¿Y  no  dice  esa  chica  que  Katie  lo  encontró  en  el  lavabo  de
señoras?
—Dice que volvió con él del lavabo, pero eso no significa necesariamente
que lo encontrara allí.
—¡McGonagall a la vista! —anunció Ron.
Harry levantó la cabeza y vio a la profesora bajar a toda prisa los escalones
de  piedra  del  castillo,  azotada  por  las  ráfagas  de  aguanieve.  Se  acercó  a  ellos
presurosa.
—Hagrid  dice  que  habéis  visto  lo  ocurrido.  ¡Subid  enseguida  a  mi
despacho, por favor! ¿Qué es eso que llevas, Potter?
—Es la cosa que tocó Katie.
—¡Cielos!  —dijo la profesora con espanto mientras cogía el envuelto collar
de las manos de Harry—. ¡No, no, Filch, están conmigo!  —se apresuró a aclarar
al  ver  que  el  conserje  cruzaba  el  vestíbulo  hacia  ellos,  con  gesto  de  avidez  y
sensor  de  ocultamiento  en  ristre—.  ¡Lleve  inmediatamente  esto  al  profesor
Snape, pero sobre todo no lo toque, no retire la bufanda!
Harry y los demás siguieron a la profesora por la escalera y entraron en su
despacho.  Las  ventanas  salpicadas  de  aguanieve  vibraban  y  en  la  habitación
hacía  mucho  frío,  pese  a  que  la  chimenea  estaba  encendida.  Tras  cerrar  la
puerta,  McGonagall  se  ubicó  detrás  de  su  mesa,  de  cara  a  Harry,  Ron,
Hermione y Leanne, que no paraba de sollozar.
—¿Y bien? —dijo con brusquedad—. ¿Qué ha sucedido?
Con  voz  entrecortada  y  haciendo  pausas  para  dominar  el  llanto,  Leanne
contó que Katie había vuelto del lavabo de Las Tres Escobas con un paquete en
las  manos,  que  a  ella  le  había  parecido  un  poco  raro  y  que  habían  discutido
sobre  la  conveniencia  de  prestarse  a  entregar  objetos  desconocidos,  de  modo
que al final la discusión había culminado en un forcejeo y el paquete se había
abierto. Al llegar a ese punto, Leanne estaba tan abrumada que no hubo manera
de sonsacarle una palabra más.
—Está  bien  —dijo  la  profesora,  comprensiva—.  Leanne,  sube  a  la
enfermería, y que la señora Pomfrey te dé algo para el susto.
Cuando  la  muchacha  abandonó  el  despacho,  McGonagall  se  volvió  hacia
los otros tres.
—¿Qué ocurrió cuando Katie tocó el collar?
—Se  elevó  por  los  aires  —contestó  Harry  adelantándose  a  sus  amigos—.
Luego se puso a chillar y al final se desplomó. Profesora, ¿puedo hablar con el
profesor Dumbledore, por favor?
—El director se ha marchado y no volverá hasta el lunes, Potter.
—¿Que se ha marchado?
—¡Sí,  Potter,  se  ha  marchado!  —repitió  la  profesora  con  tono  cortante—.
Pero  cualquier  cosa  que  tengas  que  decir  relacionada  con  este  desagradable
incidente puedes confiármela a mí.
Harry vaciló una fracción de segundo. Aquella profesora no invitaba a que
le  hicieran  confidencias;  Dumbledore,  pese  a  ser  más  intimidante  que  ella  en
muchos  aspectos,  parecía  menos  inclinado  a  menospreciar  las  teorías  de  los
demás,  por  descabelladas  que  fueran.  Pero  aquello  era  un  asunto  de  vida  o
muerte, y no era momento para preocuparse por si se iban a reír de él. Así que
inspiró hondo y dijo:
—Creo que Draco Malfoy le dio ese collar a Katie, profesora.
Ron, a un lado de Harry, se frotó la nariz con gesto de bochorno; Hermione,
al otro lado, arrastró los pies como si deseara poner distancias.
—Ésa  es  una  acusación  muy  grave,  Potter  —manifestó  la  profesora
McGonagall tras un momento tenso—. ¿Tienes alguna prueba?
—No,  pero...  —Y  le  contó  que  habían  seguido  a  Malfoy  hasta  Borgin  y
Burkes y la conversación que le habían oído mantener con Borgin.
Cuando hubo terminado, McGonagall parecía un tanto desconcertada.
—¿Malfoy llevó algo a Borgin y Burkes para que se lo repararan?
—No, profesora, sólo quería que Borgin le explicara cómo reparar esa  cosa.
No la llevaba consigo. Pero no se  trata de eso; lo que importa es que ese mismo
día compró algo en la tienda, y creo que era ese collar.
—¿Visteis a Malfoy salir de la tienda con un paquete parecido?
—No, profesora, él le dijo a Borgin que se lo guardara en la tienda...
—En realidad  —lo interrumpió Hermione—, Borgin le preguntó si quería
llevárselo, y Malfoy contestó que no...
—¡Pues claro, porque no quería tocarlo! —saltó Harry.
—Lo  que  dijo  fue:  «¿Cómo  voy  a  ir  por  la  calle  con  eso?»  —le  recordó
Hermione.
—Hombre,  habría  quedado  como  un  imbécil  con  un  collar  puesto  —
intervino Ron.
—¡Ron!  —se desesperó Hermione—. ¡Se lo habría llevado envuelto para no
tocarlo, y no le habría costado esconderlo debajo de la capa para que nadie lo
viera!  Yo  creo  que  esa  cosa  que  reservó  en  Borgin  y  Burkes  hacía  ruido  o
abultaba mucho; debía de ser algo que habría llamado la atención por la calle. Y
de cualquier modo  —insistió, adelantándose a las objeciones de Harry—, yo le
pregunté a Borgin acerca del collar, ¿no os acordáis? Lo vi en la tienda cuando
entré para averiguar qué le había pedido Malfoy que le guardara. Y Borgin se
limitó a decirme el precio, pero no me dijo  que ya estuviera vendido ni nada
parecido...
—Ya, pero fuiste muy poco sutil y él se dio cuenta de tus intenciones. Es
lógico que no te dijera nada... Además, Malfoy pudo enviar a alguien a buscarlo
más tarde...
—¡Ya  basta!  —se  impuso  la  profesora  cuando  Hermione,  enfadada,  se
disponía a replicar—. Potter, te agradezco que me hayas contado esto, pero no
es posible acusar al señor Malfoy únicamente porque visitó la tienda donde tal
vez  se  comprara  ese  collar.  Podríamos  acusar  de  lo  mismo  a  centenares  de
personas.
—Eso mismo dije yo —murmuró Ron.
—Además,  este  año  hemos  instalado  rigurosas  medidas  de  seguridad.
Dudo  mucho  que  ese  collar  haya  entrado  en  este  colegio  sin  nuestro
conocimiento.
—Pero...
—Es más —prosiguió McGonagall, adoptando un tono inapelable—, hoy el
señor Malfoy no ha ido a Hogsmeade.
Harry la miró boquiabierto y se desinfló de golpe.
—¿Cómo lo sabe, profesora?
—Porque  estaba  cumpliendo  un  castigo  conmigo.  Ya  van  dos  veces
seguidas  que  no  entrega  sus  deberes  de  Transformaciones.  De  modo  que
gracias por comunicarme tus sospechas, Potter —añadió al pasar por delante de
los  muchachos—,  pero  tengo  que  subir  a  la  enfermería  para  ver  cómo
evoluciona Katie Bell. Que tengáis un buen día.
Abrió la puerta del despacho y la mantuvo así, de modo que los tres amigos
no tuvieron más remedio que desfilar hacia el pasillo sin más comentarios.
Harry  estaba  furioso  con  los  otros  dos  por  haberle  dado  la  razón  a  la
profesora  McGonagall;  sin  embargo,  no  fue  capaz  de  permanecer  callado
cuando empezaron a hablar de lo ocurrido.
—Entonces,  ¿a  quién  creéis  que  Katie  tenía  que  entregar  el  collar?  —
preguntó Ron mientras subían la escalera que conducía a la sala común.
—Quién sabe —dijo Hermione—. Pero quienquiera que fuese se ha librado
por casualidad. Nadie habría abierto ese paquete sin tocar el collar.
—Podría  ir  dirigido  a  mucha  gente  —intervino  Harry—:  a  Dumbledore,
por ejemplo; a los mortífagos les encantaría librarse de él, así que debe de ser
uno de sus blancos prioritarios. O a Slughorn; Dumbledore dice que Voldemort
quería  tenerlo  en  su  bando,  y  no  estarán  contentos  de  que  se  haya  puesto  de
parte de Dumbledore. O...
—O a ti —sugirió Hermione con gesto de consternación.
—A mí no puede ser, porque Katie me lo habría dado por el camino, ¿no?
Yo iba detrás de ella desde que salimos de Las Tres Escobas. Habría sido más
lógico entregarme el paquete fuera de Hogwarts, sabiendo que Filch registra a
todo el que entra y sale del castillo. No entiendo por qué Malfoy le dijo que lo
llevara al colegio.
—¡Pero si Malfoy no ha ido a Hogsmeade!  —exclamó Hermione dando un
pisotón en el suelo.
—Entonces  tenía  un  cómplice  —arguyó  Harry—.  Crabbe  o  Goyle.  O,
pensándolo bien, otro mortífago; seguro que tiene mejores compinches que esos
dos ahora que se ha unido a...
Ron y Hermione se miraron como diciendo «inútil intentar razonar con este
cabezota».
—«¡Sopa  de  leche!»  —pronunció  ella  cuando  llegaron  al  retrato  de  la
Señora Gorda.
El retrato se apartó para dejarlos entrar en la sala común, que estaba muy
concurrida y olía a ropa húmeda,  pues  muchos alumnos habían regresado de
Hogsmeade  temprano  a  causa  del  mal  tiempo.  Sin  embargo,  no  se  respiraba
una atmósfera de miedo ni especulación; al parecer, la noticia del accidente de
Katie todavía no se había extendido.
—Si os fijáis, en realidad no ha sido un ataque muy logrado  —observó Ron
mientras desalojaba a un alumno de primer año de una de las mejores butacas
junto al fuego para sentarse en ella—. La maldición ni siquiera ha conseguido
llegar al castillo. Infalible no era.
—Tienes razón  —concedió Hermione, empujándolo con el pie para que se
levantara de la butaca, que ofreció otra vez al alumno de primero—. No estaba
muy bien planificado.
—¿Acaso Malfoy es uno de los grandes pensadores del mundo?  —ironizó
Harry.
Ron y Hermione sonrieron.

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