10
La casa de los Gaunt
En las clases de Pociones del resto de la semana, Harry siguió poniendo en práctica los consejos del Príncipe Mestizo siempre que diferían de las
instrucciones de Libatius Borage, de modo que en la cuarta clase Slughorn ya
deliraba sobre las habilidades de Harry y aseguraba que pocas veces había
tenido un alumno de tanto talento.
Esas alabanzas no les hacían ninguna gracia a Ron y Hermione. Pese a que
Harry les había ofrecido compartir su libro, a Ron le costaba mucho descifrar la
caligrafía del misterioso príncipe y Harry no podía leerle en voz alta todo el
rato, porque habría levantado sospechas. Por su parte, Hermione se mantuvo
firme y siguió trabajando con lo que ella denominaba «instrucciones oficiales»,
pero cada vez estaba más malhumorada porque éstas daban peores resultados
que las del príncipe.
De vez en cuando, Harry se preguntaba quién habría sido ese personaje.
Aunque la cantidad de deberes que les mandaban le impedía leer de cabo a
rabo su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas, lo había ojeado lo
suficiente para comprobar que apenas quedaba una página que no contuviese
anotaciones al margen. Pero no todas estaban relacionadas con la elaboración
de pociones, sino que algunas parecían hechizos inventados por el propio
príncipe.
—O por «ella» —puntualizó Hermione después de oír cómo Harry le
exponía esas ideas a Ron en la sala común, el sábado después de la cena—. A lo
mejor era una chica. Creo que la letra parece más de chica que de chico.
—Firma «el Príncipe Mestizo» —le recordó Harry—. ¿Cuántas chicas
conoces que sean «príncipes»?
Hermione no supo cómo rebatir ese argumento, así que se limitó a fruncir
el entrecejo y retirar su redacción «Los principios de la rematerialización» del
alcance de Ron, que intentaba leerla al revés.
Harry miró la hora en su reloj y guardó el misterioso libro en su mochila.
—Son las ocho menos cinco, tengo que irme o llegaré tarde a mi cita con
Dumbledore.
—¡Oh! —exclamó Hermione, agrandando los ojos—. ¡Buena suerte! Te
esperaremos levantados, estamos ansiosos por saber qué quiere enseñarte.
—Que te vaya bien —dijo Ron, y los dos se quedaron mirando cómo Harry
salía por el hueco del retrato.
Avanzó por los desiertos pasillos con paso decidido, pero al doblar un
recodo tuvo que esconderse precipitadamente detrás de una estatua porque vio
a la profesora Trelawney, que iba murmurando al tiempo que mezclaba una
baraja de sucias cartas que al parecer leía mientras andaba.
—Dos de picas: conflicto —musitó al pasar por delante de la estatua—.
Siete de picas: mal augurio. Diez de picas: violencia. Jota de picas: un joven
moreno, preocupado y... a quien no le cae bien la vidente. —Se detuvo en
seco—. No puede ser —masculló con irritación.
Harry oyó cómo volvía a barajar las cartas y se ponía de nuevo en marcha,
dejando tras de sí un olorcillo a jerez para cocinar.
Tras comprobar que la profesora se había marchado, echó a andar a buen
paso hasta el lugar del pasillo del séptimo piso donde había una única gárgola
pegada a la pared.
—Píldoras acidas —dijo Harry.
La gárgola se apartó y la pared de detrás, al abrirse, reveló una escalera de
caracol de piedra que no cesaba de ascender con un movimiento continuo.
Harry se montó en ella y dejó que lo transportara, describiendo círculos, hasta
la puerta con aldaba de bronce del despacho de Dumbledore.
Llamó con los nudillos.
—Pasa.
—Buenas noches, señor —saludó al entrar en el despacho del director.
—Buenas noches, Harry. Siéntate —dijo Dumbledore, sonriente—. Espero
que tu primera semana en el colegio haya resultado agradable.
—Sí, señor. Gracias.
—Debes de haber estado muy ocupado, pues ya tienes un castigo en tu
haber.
—Es que... —balbuceó el chico, pero Dumbledore no parecía enfadado.
—He hablado con el profesor Snape y hemos acordado que cumplirás tu
castigo el próximo sábado en lugar de hoy.
—De acuerdo —repuso Harry, que tenía cosas más urgentes en la cabeza
que el castigo de Snape, y miró con disimulo en busca de algún indicio sobre lo
que Dumbledore pensaba hacer con él esa noche. El despacho, de forma
circular, ofrecía el mismo aspecto de siempre: los frágiles instrumentos de plata,
zumbando y humeando, reposaban sobre las mesas de delgadas patas; los
retratos de anteriores directores y directoras de Hogwarts dormitaban en sus
marcos; y el magnífico fénix de Dumbledore, Fawkes, estaba en su percha, detrás
de la puerta, observando a Harry con gran interés. Tampoco se apreciaba que
Dumbledore hubiera apartado los muebles para realizar prácticas de duelo.
—Muy bien, Harry —dijo el director con tono serio y formal—. Imagino
que te habrás preguntado qué he planeado para estas... llamémoslas clases, a
falta de una palabra más apropiada.
—Sí, señor.
—Pues bien, he decidido que ha llegado el momento de que conozcas cierta
información, ahora que ya sabes qué movió a lord Voldemort a intentar matarte
hace quince años.
Hubo una pausa.
—Al final del curso pasado usted dijo que me lo explicaría todo —le
recordó Harry, esforzándose por eliminar el deje acusador de su voz—. Señor
—añadió.
—Es cierto —concedió Dumbledore con voz apacible—. Y te conté todo lo
que sé. Pero a partir de ahora abandonaremos la firme base de los hechos y
viajaremos por los turbios pantanos de la memoria hasta adentrarnos en la
fronda de las más ilógicas conjeturas. A partir de aquí, Harry, puedo estar tan
deplorablemente equivocado como Humphrey Belcher, quien creyó que se
daban las circunstancias idóneas para inventar el caldero de queso.
—Pero usted cree que tiene razón, ¿no?
—Por supuesto que sí, pero ya te he demostrado que yo cometo errores,
como todo ser humano. Y si me permites añadiré que, dado que soy más
inteligente que la mayoría de los hombres, mis errores tienden a ser también
más graves.
—Señor —dijo Harry con vacilación—, lo que va a contarme ¿tiene algo que
ver con la profecía? ¿Me ayudará a... sobrevivir?
—Tiene mucho que ver con la profecía —confirmó Dumbledore sin darle
importancia, como si le hubiera preguntado qué tiempo haría por la mañana—.
Y espero, en efecto, que te ayude a sobrevivir.
Se levantó y pasó por el lado de Harry, quien, sin ponerse en pie, vio cómo
el profesor se inclinaba sobre el armario que había junto a la puerta. Cuando se
incorporó, tenía en la mano aquella vasija de piedra poco profunda, con
extrañas inscripciones grabadas alrededor del borde. La colocó encima del
escritorio, frente a Harry.
—Pareces preocupado.
Era verdad que Harry contemplaba el pensadero con cierta aprensión ya
que, pese a que sus anteriores experiencias con ese extraño aparato, que
almacenaba y revelaba pensamientos y recuerdos, resultaron muy instructivas,
también fueron desagradables. La última vez que se había asomado a su
contenido vio muchas más cosas de las que le habría gustado ver. Pero
Dumbledore sonreía.
—Esta vez entrarás en el pensadero conmigo. Y con permiso, lo cual aún es
más insólito.
—¿Adónde vamos, señor?
—Daremos un paseo por los recuerdos de Bob Ogden —contestó el
anciano, y extrajo de su bolsillo una pequeña botella que contenía una sustancia
plateada.
—¿Quién era Bob Ogden?
—Trabajaba para el Departamento de Seguridad Mágica. Hace tiempo que
murió, pero logré localizarlo antes de que falleciera y conseguí que me confiara
estos recuerdos. Nos disponemos a acompañarlo en una visita que realizó
mientras cumplía sus obligaciones. Si haces el favor de ponerte en pie, Harry...
Pero a Dumbledore le costaba quitar el tapón de corcho de la botella; al
parecer, la mano lesionada le dolía y la tenía agarrotada.
—¿Quiere que...? ¿Me deja probar, señor?
—No te preocupes, Harry. —Dumbledore apuntó su varita hacia la botella
y el tapón salió despedido.
—¿Cómo se hizo eso en la mano, señor? —volvió a preguntar el muchacho,
mirando los ennegrecidos dedos del director con una mezcla de repugnancia y
lástima.
—No es momento para esa historia, Harry. Todavía no. Ahora tenemos una
cita con Bob Ogden.
Vertió el plateado contenido de la botella, que no era ni líquido ni gaseoso,
en el pensadero, donde empezó a arremolinarse y brillar.
—Tú primero —dijo Dumbledore señalando la vasija.
Harry se inclinó sobre el recipiente, respiró hondo y hundió la cara en la
sustancia plateada. Notó que sus pies se separaban del suelo y empezó a caer
por un oscuro torbellino, hasta que de pronto se encontró parpadeando bajo un
sol deslumbrante. Antes de acostumbrarse al resplandor, Dumbledore ya
aterrizaba a su lado.
Se hallaban en un camino rural bordeado de altos y enmarañados setos,
bajo un cielo de verano tan azul e intenso como un nomeolvides. Delante de
ellos, a unos pocos metros, había un individuo regordete y de escasa estatura.
Llevaba unas gafas gruesísimas que le reducían los ojos al tamaño de motitas y
estaba leyendo un poste indicador que sobresalía entre las zarzas del lado
izquierdo del camino. Harry supuso que era Ogden, pues no se veía a nadie
más por allí, y además llevaba el extraño surtido de prendas que solían elegir
los magos inexpertos cuando intentaban parecerse a los muggles: en esta
ocasión, una levita y polainas encima de un traje de baño de cuerpo entero a
rayas. Sin embargo, antes de que tuvieran tiempo de otra cosa que tomar nota
del absurdo atuendo del individuo, éste echó a andar a buen paso por el
camino.
Dumbledore y Harry lo siguieron. Al pasar por delante del poste indicador,
el muchacho leyó los dos letreros. El que señalaba el camino por el que ellos
habían llegado decía: «Gran Hangleton, 8 kilómetros», y el que señalaba el
camino tomado por Ogden indicaba: «Pequeño Hangleton, 2 kilómetros.»
Avanzaron un trecho sin ver otra cosa que setos, el inmenso cielo azul y la
figura que iba delante de ellos agitando los faldones de la levita al andar. Al
poco rato, el camino describió una curva hacia la izquierda y empezó a
descender por la abrupta ladera de una colina para desembocar en un amplio
valle. Harry divisó un pueblo, sin duda Pequeño Hangleton, enclavado entre
dos empinadas colinas, y distinguió la iglesia y el cementerio. Al otro lado del
valle, en la ladera de la colina de enfrente, se erigía una hermosa casa solariega
rodeada de una amplia extensión de césped verde y aterciopelado.
Ogden, a su pesar, se había puesto a trotar debido a la pronunciada
pendiente de la ladera. Dumbledore alargó el paso y Harry se apresuró para no
quedarse rezagado. El muchacho dedujo que se dirigían a Pequeño Hangleton y
se preguntó, como había hecho la noche que visitaron a Slughorn, por qué no se
habían aparecido más cerca del pueblo. Sin embargo, pronto descubrió que su
deducción estaba equivocada, pues el camino torcía hacia la derecha, alejándose
del pueblo. Se apresuraron, y al salir de la curva vieron que los faldones de
Ogden desaparecían por un hueco en el seto.
Fueron tras el hombre por un estrecho sendero de tierra bordeado por setos
aún más altos y espesos que los del camino anterior. Era un sendero tortuoso,
pedregoso y lleno de baches; también descendía bruscamente, y parecía
conducir a un oscuro bosquecillo un poco más abajo. En efecto, poco después
desembocó en él, y Dumbledore y Harry se detuvieron detrás de Ogden, que
también se había detenido y sacado su varita.
Pese a que no había ni una nube en el cielo, los añosos árboles proyectaban
grandes y frescas sombras, y Harry tardó unos segundos en distinguir un
edificio semioculto entre la maraña de troncos. Le pareció un lugar muy extraño
para construir una casa o, en cualquier caso, una extraña decisión la de permitir
que los árboles crecieran tan cerca de ella tapando la luz y la panorámica del
valle que se extendía más allá. Se preguntó si allí viviría alguien, puesto que las
paredes estaban recubiertas de musgo y se habían caído tantas tejas que en
algunos sitios se veían las vigas. Además, el edificio estaba rodeado de ortigas
que llegaban hasta las pequeñas ventanas, perdidas de mugre. Con todo,
cuando Harry acababa de deducir que allí no podía vivir nadie, una chirriante
ventana se abrió y por ella salió un delgado hilo de vapor o humo, como si
dentro estuvieran cocinando.
Ogden avanzó sigilosamente y, le pareció a Harry, con cautela. Cuando las
oscuras sombras de los árboles se deslizaron sobre la figura del hombre, éste
volvió a detenerse y se quedó mirando la puerta de la casa, donde alguien había
clavado una serpiente muerta.
Entonces se oyó una especie de chasquido, y un individuo cubierto de
harapos saltó del árbol más cercano y cayó de pie delante de Ogden, que pegó
un brinco hacia atrás con tanta precipitación que se pisó los faldones y tropezó.
—Tu presencia no nos es grata.
El hombre tenía una densa mata de pelo, tan sucio que no se sabía de qué
color era. Le faltaban varios dientes y sus ojos, pequeños y oscuros, bizqueaban.
Habría podido parecer cómico, pero el efecto que producía su aspecto era
aterrador, y a Harry no le extrañó que Ogden retrocediera unos pasos más antes
de presentarse:
—Buenos días. Me envía el Ministerio de Magia.
—Tu presencia no nos es grata.
—Oiga... Lo siento, pero no le entiendo —repuso Ogden con nerviosismo.
Harry pensó que Ogden debía de ser muy corto de luces: el desconocido se
estaba expresando con toda claridad, y por si fuera poco blandía una varita
mágica en una mano y un cuchillo corto y manchado de sangre en la otra.
—Tú sí lo entiendes, ¿verdad, Harry? —susurró Dumbledore.
—Pues sí, claro —contestó, sorprendido por la pregunta—. ¿Cómo es qué
Ogden no...? —Pero entonces volvió a fijarse en la serpiente clavada en la
puerta, y de pronto lo comprendió—. Habla pársel, ¿verdad?
—Exacto. —Dumbledore asintió con la cabeza y sonrió.
El hombre que iba cubierto de harapos echó a andar hacia Ogden.
—Mire... —empezó éste, pero era demasiado tarde: se oyó un golpe sordo y
Ogden cayó al suelo cubriéndose la nariz con las manos. Entre sus dedos se
escurría un pringue asqueroso y amarillento.
—¡Morfin! —gritó una voz.
Un anciano salió a toda prisa de la casa y cerró de un portazo, por lo que la
serpiente quedó oscilando de forma macabra. Era un individuo más bajo que el
primero y muy desproporcionado: tenía hombros muy anchos y brazos muy
largos, lo cual, sumado a sus relucientes ojos castaños, al áspero y corto cabello
y al rostro lleno de arrugas, lo hacía parecer un mono viejo y fornido. Se paró
delante del hombre que empuñaba el cuchillo, que se había puesto a reír a
carcajadas al ver a Ogden tendido en el suelo.
—Del ministerio, ¿eh? —dijo el anciano, observándolo con ceño.
—¡Correcto! —asintió Ogden, furioso, mientras se limpiaba la cara—. Y
usted es el señor Gaunt, ¿verdad?
—El mismo. Le ha dado en la cara, ¿no?
—¡Pues sí! —se quejó Ogden.
—Debió advertirnos de su presencia, ¿no cree? —le espetó Gaunt—. Esto es
una propiedad privada. No puede entrar aquí como si tal cosa y esperar que mi
hijo no se defienda.
—¿Que se defienda de qué, si no le importa? —preguntó Ogden al tiempo
que se levantaba.
—De entrometidos. De intrusos. De muggles e indeseables.
Ogden se apuntó la varita a la nariz, de la que todavía rezumaba una
sustancia que parecía pus, y el flujo se interrumpió al instante. Gaunt le ordenó
a su hijo:
—Entra en la casa. No discutas.
Harry, ya prevenido, reconoció la lengua pársel, y además de entender lo
que Gaunt había dicho, también distinguió el extraño silbido que debió de oír
Ogden. Morfin fue a protestar, pero cambió de opinión cuando su padre lo
amenazó con una mirada; echó a andar pesadamente hacia la casa con un
curioso bamboleo y cerró de un portazo detrás de él, de modo que la serpiente
volvió a oscilar de forma siniestra.
—He venido a ver a su hijo, señor Gaunt —explicó Ogden mientras se
limpiaba los restos de pus de la levita—. Ese era Morfin, ¿verdad?
—Sí, es Morfin —corroboró el anciano con indiferencia—. ¿Es usted sangre
limpia? —preguntó con tono belicoso.
—Eso no viene al caso —repuso Ogden con frialdad, y Harry sintió un
mayor respeto por él.
Al parecer, Gaunt no opinaba lo mismo. Escudriñó a su interlocutor con los
ojos entornados y masculló con un tono claramente ofensivo:
—Ahora que lo pienso, he visto narices como la suya en el pueblo.
—No lo dudo, sobre todo si su hijo ha tenido algo que ver —replicó
Ogden—. ¿Qué le parece si continuamos esta discusión dentro?
—¿Dentro?
—Sí, señor Gaunt. Ya se lo he dicho. Estoy aquí para hablar de Morfin.
Enviamos una lechuza...
—No me interesan las lechuzas —le cortó Gaunt—. Yo no abro las cartas.
—Entonces no se queje de que sus visitas no le adviertan de su llegada —
replicó Ogden con aspereza—. He venido con motivo de una grave violación de
la ley mágica cometida aquí a primera hora de la mañana...
—¡Está bien, está bien! —bramó Gaunt—. ¡Entre en la maldita casa! ¡Para lo
que le va a servir...!
La vivienda parecía tener tres habitaciones, pues en la habitación principal,
que servía a la vez de cocina y salón, había otras dos puertas. Morfin estaba
sentado en un mugriento sillón junto a la humeante chimenea, jugueteando con
una víbora viva que hacía pasar entre sus gruesos dedos mientras le
canturreaba en lengua pársel:
Silba, silba, pequeño reptil,
arrástrate por el suelo
y pórtate bien con Morfin,
o te clavo en el alero.
Algo se movió en un rincón, junto a una ventana abierta, y Harry advirtió
que había otra persona en la habitación: una chica cuyo andrajoso vestido era
del mismo color que la sucia pared de piedra que tenía detrás. Se hallaba de pie
al lado de una cocina mugrienta y renegrida, sobre la que había una cazuela
humeante, manipulando los asquerosos cacharros colocados encima de un
estante. Tenía el cabello lacio y sin brillo, la cara pálida, feúcha y de toscas
facciones, y era bizca como su hermano. Parecía un poco más aseada que los
dos hombres, pero Harry pensó que nunca había visto a nadie con un aspecto
tan desgraciado.
—Mi hija Mérope —masculló Gaunt al ver que Ogden miraba a la
muchacha con gesto inquisitivo.
—Buenos días —la saludó Ogden.
Ella no contestó y se limitó a mirar cohibida a su padre. Luego se volvió de
espaldas a la habitación y siguió cambiando de lugar los cacharros del estante.
—Bueno, señor Gaunt —dijo Ogden—, iré directamente al grano. Tenemos
motivos para creer que la pasada madrugada su hijo Morfin realizó magia
delante de un muggle.
Se oyó un golpe estrepitoso: a Mérope se le había caído una olla.
—¡Recógela! —le gritó su padre—. Eso es, escarba en el suelo como una
repugnante muggle. ¿Para qué tienes la varita, inútil saco de estiércol?
—¡Por favor, señor Gaunt! —se escandalizó Ogden.
Mérope, que ya había recogido la olla, se ruborizó y la cara se le cubrió de
manchitas rojas. Entonces volvió a caérsele. Desesperada, se apresuró a coger su
varita con una mano temblorosa, apuntó hacia la olla y farfulló un rápido e
inaudible hechizo que hizo que el cacharro rodase por el suelo, golpeara contra
la pared de enfrente y se partiera por la mitad.
Morfin soltó una carcajada salvaje y Gaunt gritó:
—¡Arréglala, pedazo de zopenca, arréglala!
Mérope se precipitó dando traspiés, pero antes de que pudiera apuntar su
varita, Ogden elevó la suya y dijo: «¡Reparo!», con lo que la olla se arregló al
instante.
Por un momento pareció que Gaunt iba a reñirlo, pero se lo pensó mejor y
prefirió burlarse de su hija:
—Tienes suerte de que esté aquí este amable caballero del ministerio, ¿no te
parece? Quizá él no tenga nada contra las asquerosas squibs como tú y me libre
de ti.
Sin mirar a nadie ni dar las gracias a Ogden, Mérope, muy agitada, recogió
la olla y volvió a colocarla en el estante. A continuación se que dó quieta, con la
espalda pegada a la pared entre la sucia ventana y la cocina, como si no deseara
otra cosa que fundirse con la piedra y desaparecer.
—Señor Gaunt —volvió a empezar Ogden—, como ya le he dicho, el
motivo de mi visita...
—¡Ya le he oído! ¿Y qué? Morfin le dio su merecido a un muggle. ¿Qué
pasa, eh?
—Morfin ha violado la ley mágica —dijo Ogden con severidad.
—«Morfin ha violado la ley mágica.» —Gaunt lo imitó con tono pomposo y
cantarín. Su hijo volvió a reír a carcajadas—. Le dio una lección a un sucio
muggle. ¿Es eso ilegal?
—Sí. Me temo que sí. —Sacó de un bolsillo interior un pequeño rollo de
pergamino y lo desenrolló.
—¿Qué es eso? ¿Su sentencia? —preguntó Gaunt elevando la voz, cada vez
más alterado.
—Es una citación del ministerio para una vista...
—¿Una citación? ¡Una citación! ¿Y usted quién se ha creído que es para
citar a mi hijo a ninguna parte?
—Soy el jefe del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales.
—Y nos considera escoria, ¿verdad? —le espetó Gaunt avanzando hacia
Ogden y señalándolo con un sucio dedo de uña amarillenta—. Una escoria que
acudirá corriendo cuando el ministerio se lo ordene, ¿no es así? ¿Sabe usted con
quién está hablando, roñoso sangre sucia?
—Tenía entendido que con el señor Gaunt —respondió Ogden, receloso
pero sin ceder terreno.
—¡Exacto! —rugió.
Por un momento, Harry pensó que Gaunt hacía un gesto obsceno con la
mano, pero entonces se dio cuenta de que estaba mostrándole a Ogden el feo y
voluminoso anillo que llevaba en el dedo corazón, agitándoselo ante los ojos.
—¿Ve esto? ¿Lo ve? ¿Sabe qué es? ¿Sabe de dónde procede? ¡Hace siglos
que pertenece a nuestra familia, pues nuestro linaje se remonta a épocas
inmemoriales, y siempre hemos sido de sangre limpia! ¿Sabe cuánto me han
ofrecido por esta joya, con el escudo de armas de los Peverell grabado en esta
piedra negra?
—Pues no, no lo sé —admitió Ogden parpadeando, mientras el anillo le
pasaba a un centímetro de la nariz—, pero creo que eso no viene a cuento ahora,
señor Gaunt. Su hijo ha cometido...
Gaunt dio un alarido de rabia y, volviéndose, se abalanzó sobre su hija. Al
ver que dirigía una mano hacia el cuello de la chica, Harry creyó que iba a
estrangularla, pero lo que hizo fue arrastrarla hasta Ogden tirando de la cadena
de oro que la muchacha llevaba colgada del cuello.
—¿Ve esto? —bramó agitando un grueso guardapelo mientras Mérope
farfullaba y boqueaba intentando respirar.
—¡Sí, ya lo veo! —se apresuró a decir Ogden.
—¡Es de Slytherin! —chilló Gaunt—. ¡Es de Salazar Slytherin! Somos sus
últimos descendientes vivos. ¿Qué me dice ahora, eh?
—¡Su hija se ahoga! —se alarmó Ogden, pero Gaunt ya había soltado a
Mérope, que, tambaleándose, regresó al rincón y se quedó allí frotándose el
cuello y recuperando el resuello.
—¡Muy bien! —se ufanó Gaunt, como si acabara de demostrar un
complicado argumento más allá de toda discusión—. ¡No vuelva a hablarnos
como si fuéramos barro de sus zapatos! ¡Procedemos de generaciones y
generaciones de sangre limpia, todos magos! ¡Más de lo que usted puede decir,
estoy seguro!
Y escupió en el suelo, junto a los pies de Ogden. Morfin volvió a reír, pero
Mérope, acurrucada junto a la ventana, con la cabeza inclinada y la cara oculta
por el lacio cabello, no dijo nada.
—Señor Gaunt —perseveró Ogden—, me temo que ni sus antepasados ni
los míos tienen nada que ver con el asunto que nos ocupa. He venido a causa de
Morfin, de él y del muggle al que agredió esta madrugada. Según nuestras
informaciones —consultó el pergamino—, su hijo realizó un embrujo o un
maleficio contra el susodicho muggle provocándole una urticaria muy dolorosa.
Morfin rió por lo bajo.
—Cállate, chico —gruñó Gaunt en lengua pársel—. ¿Y qué pasa si lo hizo? —
preguntó, desafiante—. Supongo que ya le habrán limpiado la inmunda cara a
ese muggle, y de paso la memoria.
—No se trata de eso, señor Gaunt. Fue una agresión sin que mediara
provocación contra un indefenso...
—¿Sabe?, nada más verlo me di cuenta de que era usted partidario de los
muggles —repuso Gaunt con desprecio, y volvió a escupir en el suelo.
—Esta discusión no nos llevará a ninguna parte —replicó Ogden con
firmeza—. Es evidente que su hijo no está arrepentido de sus actos, a juzgar por
la actitud que mantiene. —Volvió a consultar el pergamino y agregó—: Morfin
acudirá a una vista el catorce de septiembre para responder por la acusación de
utilizar magia delante de un muggle y provocarle daños físicos y psicológicos a
ese mismo mu...
Ogden se vio interrumpido por un cascabeleo y un repiqueteo de cascos de
caballo acompañados de risas y voces. Por lo visto, el tortuoso sendero que
conducía al pueblo pasaba muy cerca del bosquecillo. Gaunt aguzó el oído con
los ojos muy abiertos; Morfin emitió un silbido y volvió la cabeza hacia la
ventana abierta, con expresión de avidez, y Mérope levantó la cabeza. Harry se
fijó en que la muchacha estaba blanca como la cera.
—¡Oh, qué monstruosidad! —dijo una cantarina voz de mujer; a pesar de
provenir del exterior, las palabras se oyeron con tanta claridad como si las
hubieran pronunciado en la habitación—. ¿Cómo es que tu padre no ha hecho
derribar esa casucha, Tom?
—No es nuestra —respondió el aludido—. Todo lo que hay al otro lado del
valle nos pertenece, pero esta casa es de un viejo vagabundo llamado Gaunt, y
de sus hijos. El hijo está loco; tendrías que oír las historias que cuentan sobre él
en el pueblo...
La mujer rió. El cascabeleo y el repiqueteo de cascos cada vez se
aproximaban más. Morfin hizo ademán de levantarse del sillón.
—Quédate sentado —le ordenó su padre en pársel.
—Tom —dijo entonces la mujer, ya delante de la casa—, quizá me
equivoque, pero creo que alguien ha clavado una serpiente en la puerta.
—¡Vaya, tienes razón! —exclamó el hombre—. Debe de haber sido el hijo,
ya te digo que no está bien de la cabeza. No la mires, Cecilia, querida.
Los sonidos de los cascabeles y los cascos se alejaron poco a poco.
—Querida —susurró Morfin en pársel, mirando a su hermana—. La ha
llamado «querida». Ya ves, de cualquier modo no te habría querido a ti.
Mérope estaba tan pálida que Harry temió que se desmayara de un
momento a otro.
—¿Cómo? —dijo Gaunt con aspereza, mirando primero a su hijo y luego a
su hija—. ¿Qué acabas de decir, Morfin?
—Le gusta mirar a ese muggle —explicó Morfin contemplando con maldad a
su hermana, que estaba aterrorizada—. Siempre sale al jardín cuando él pasa y lo
espía desde detrás del seto, ¿verdad? Y anoche... —Mérope sacudió la cabeza con
brusquedad e imploró en silencio, pero Morfin prosiguió sin piedad—: Anoche
se asomó a la ventana para verlo cuando volvía a su casa, ¿verdad?
—¿Que te asomaste a la ventana para ver a un muggle? —dijo Gaunt sin
levantar la voz. Los tres Gaunt se comportaban como si no se acordaran de
Ogden, que parecía entre desconcertado e irritado ante aquella nueva serie de
silbidos y sonidos ásperos—. ¿Es eso cierto? —inquirió el padre como si no
pudiera creérselo, y dio un par de pasos hacia la aterrada muchacha—. ¿Mi hija,
una sangre limpia descendiente de Salazar Slytherin, coqueteando con un nauseabundo
muggle de venas roñosas? —añadió con crueldad.
Mérope negó de nuevo con la cabeza frenéticamente y apretó el cuerpo
contra la pared; por lo visto se había quedado sin habla.
—¡Pero le di, padre! —dijo Morfin riendo—. Le di cuando pasaba por el sendero,
y lleno de urticaria ya no estaba tan guapo, ¿verdad que no, Mérope?
—¡Inepta! ¡Repugnante squib! ¡Sucia traidora a la sangre! —rugió Gaunt
perdiendo el control, y cerró las manos alrededor del cuello de su hija.
Harry y Ogden gritaron «¡No!» al unísono, y Ogden levantó su varita y
chilló: «¡Relaxo!» Gaunt salió despedido hacia atrás, tropezó con una silla y cayó
de espaldas. Con un rugido de cólera, Morfin saltó del sillón y, blandiendo su
ensangrentado cuchillo y lanzando maleficios a diestro y siniestro con su varita,
se abalanzó sobre Ogden, que puso pies en polvorosa.
Dumbledore indicó por señas a Harry que tenían que seguirlo, y el
muchacho obedeció, pero los gritos de Mérope resonaban en sus oídos.
Ogden, que se protegía la cabeza con los brazos, se precipitó por el sendero
y salió al camino principal, donde chocó contra un lustroso caballo castaño
montado por un joven moreno muy atractivo. Tanto el joven como la hermosa
muchacha que iba a su lado, a lomos de un caballo gris, rieron a carcajadas,
pues Ogden rebotó en la ijada del animal y echó a correr atolondradamente por
el camino, con los faldones de la levita ondeando, cubierto de polvo de pies a
cabeza.
—Creo que con esto basta, Harry —dijo Dumbledore, y agarró al muchacho
por el codo y tiró de él.
Al cabo de un instante, ambos se elevaron, como si fueran ingrávidos, en
medio de la oscuridad, y poco después aterrizaron de pie en el despacho de
Dumbledore, que estaba en penumbra.
—¿Qué fue de la chica que había en la casa? —preguntó Harry mientras el
director de Hogwarts encendía varias lámparas con una sacudida de la varita—.
Mérope, o como se llamara.
—Descuida: sobrevivió —dijo Dumbledore; se sentó detrás de su escritorio
e indicó a Harry que lo imitase—. Ogden se apareció en el ministerio y regresó
con refuerzos al cabo de quince minutos. Morfin y su padre intentaron ofrecer
resistencia, pero los redujeron y los sacaron de la casa, y más tarde el
Wizengamot los condenó. Morfin, que ya tenía antecedentes por otras
agresiones a muggles, fue sentenciado a tres años en Azkaban. A Sorvolo, que
había herido a varios empleados del ministerio además de Ogden, le cayeron
seis meses.
—¿Sorvolo? —repitió Harry, sorprendido.
—Eso es —confirmó Dumbledore con una sonrisa de aprobación—. Me
alegra ver que te mantienes al tanto.
—¿Ese anciano era...?
—Sí, el abuelo de Voldemort. Sorvolo, su hijo Morfin y su hija Mérope eran
los últimos de la familia Gaunt, una familia de magos muy antigua, célebre por
un rasgo de inestabilidad y violencia que se fue agravando a lo largo de las
generaciones debido a la costumbre de casarse entre primos. La falta de sentido
común, combinada con una fuerte tendencia a los delirios de grandeza, hizo
que la familia despilfarrara todo su oro varias generaciones antes del
nacimiento de Sorvolo. Como has podido ver, él vivía en la miseria y tenía muy
mal carácter, una arrogancia y un orgullo insufribles y un par de reliquias
familiares que valoraba tanto como a su hijo, y mucho más que a su hija.
—Entonces Mérope... —dijo Harry, inclinándose sobre la mesa y mirando
de hito en hito a Dumbledore— entonces Mérope era... ¿Significa que era... la
madre de Voldemort, señor?
—Así es. Y resulta que también hemos visto al padre de Voldemort. ¿No te
has dado cuenta?
—¿Ese muggle al que atacó Morfin? ¿El que iba a caballo?
—Muy bien, Harry —sonrió Dumbledore—. En efecto, ése era Tom Ryddle
sénior, el apuesto muggle que solía pasar a caballo por delante de la casa de los
Gaunt, y por quien Mérope sentía una pasión secreta.
—¿Y acabaron casándose? —preguntó Harry, incrédulo. No concebía dos
personas que tuvieran menos cosas en común, y por eso no entendía cómo
podían haberse enamorado.
—Me parece que olvidas que Mérope era una bruja, aunque no es de
extrañar que no sacara el máximo partido de sus poderes mientras estuvo
sometida al yugo de su padre. Sin embargo, cuando encerraron a Sorvolo y
Morfin en Azkaban y ella se encontró sola y libre por primera vez, estoy seguro
de que consiguió dar rienda suelta a sus habilidades y planear la huida de la
desgraciada vida que había llevado durante dieciocho años. ¿Se te ocurre
alguna medida que Mérope pudiese tomar para lograr que Tom Ryddle
olvidara a su compañera muggle y se enamorara de ella?
—¿La maldición imperius? —sugirió Harry—. O tal vez un filtro de amor.
—Muy bien. Personalmente, me inclino a pensar que utilizó un filtro de
amor. Supongo que le parecería más romántico, y no creo que le resultara difícil
convencer a Ryddle para que aceptara un vaso de agua cuando, un día
caluroso, él pasó por allí a caballo. Sea como fuere, transcurridos unos meses
del episodio que acabamos de presenciar, hubo un gran escándalo en Pequeño
Hangleton. Imagínate los chismorreos de los vecinos al enterarse de que el hijo
del señor del lugar se había fugado con la hija del pelagatos.
»Pero la conmoción de los vecinos no fue nada comparada con la de
Sorvolo. Salió de Azkaban y regresó a su casa, donde creía que Mérope estaría
esperándolo con un plato caliente en la mesa. En cambio, lo que encontró fue
una capa de polvo en toda la vivienda y una nota de despedida en la que la
muchacha explicaba lo que había hecho. Según mis averiguaciones, a partir de
ese día Sorvolo nunca volvió a mencionar el nombre ni la existencia de su hija.
El trastorno que le produjo su abandono quizá contribuyó a su prematura
muerte, o quizá ésta se debió a que, sencillamente, no sabía alimentarse
adecuadamente por sí solo. Sorvolo se había debilitado mucho en Azkaban, y al
final murió antes de que Morfin regresara al hogar.
—¿Y Mérope? Ella... también murió, ¿verdad? ¿No se crió Voldemort en un
orfanato?
—Sí, así es —corroboró Dumbledore—. De modo que hemos de hacer
algunas conjeturas, aunque no es difícil deducir lo que sucedió. Verás, unos
meses después de la boda de los dos fugitivos, Tom Ryddle se presentó un buen
día en la casa solariega de Pequeño Hangleton sin su esposa. Por el pueblo
corrió el rumor de que el joven aseguraba que Mérope lo había seducido y
embaucado. Está claro que con eso se refería a que había estado bajo el influjo
de un hechizo del que ya se había librado, pero supongo que no se atrevió a
decirlo con esas palabras por temor a que lo tomaran por tonto. Con todo,
cuando los vecinos se enteraron de lo que Tom contaba, supusieron que Mérope
le había mentido fingiendo que iba a tener un hijo suyo, y que él había
consentido encasarse con la bruja por ese motivo.
—Pero es verdad, tuvo un hijo suyo.
—Sí, pero no dio a luz hasta un año después de casada. Tom Ryddle la
abandonó cuando ella todavía estaba embarazada.
—¿Qué fue lo que salió mal? ¿Por qué dejó de funcionar el filtro de amor?
—Siempre en el terreno de las conjeturas, supongo que Mérope, que estaba
perdidamente enamorada de su marido, no fue capaz de seguir esclavizándolo
mediante magia y probablemente decidió dejar de administrarle la poción.
Quizá, obsesionada, creyó que a esas alturas Tom ya se habría enamorado de
ella, o pensó que se quedaría a su lado por el bien del bebé. En ambos casos se
equivocaba. El la abandonó y nunca volvió a verla ni se molestó en saber qué
había sido de su hijo.
El cielo se había puesto completamente negro y las lámparas del despacho
parecían iluminar más que antes.
—Bien, ya es suficiente por esta noche, Harry —determinó el director de
Hogwarts tras una breve pausa.
—Sí, señor. —El muchacho se levantó, pero aún hizo otra pregunta—:
Señor... ¿es importante saber todo esto acerca del pasado de Voldemort?
—Muy importante, diría yo —respondió el anciano.
—Y... ¿tiene algo que ver con la profecía?
—Sí, tiene mucho que ver con la profecía.
—Vale —dijo Harry, un poco desconcertado y sin embargo más tranquilo.
Se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero entonces se le ocurrió una última
pregunta y se volvió una vez más—. Señor, ¿puedo contarles a Ron y Hermione
todo lo que usted me ha explicado?
Dumbledore reflexionó unos instantes y resolvió:
—Sí, creo que el señor Weasley y la señorita Granger han demostrado ser
dignos de confianza. Pero, Harry, pídeles que guarden el secreto
escrupulosamente. No es conveniente que se sepa lo que yo sé, o sospecho,
acerca de los secretos de Voldemort.
—De acuerdo, señor. Me aseguraré de que ninguno de los dos hable con
nadie de esta historia. Buenas noches.
Al dirigirse hacia la puerta, de pronto se detuvo. Encima de una de las
mesitas abarrotadas de frágiles instrumentos de plata había un feo anillo de oro
con una gran piedra, negra y hendida, engastada.
—Señor —dijo—, este anillo...
—¿Sí?
—Usted lo llevaba puesto la noche que fuimos a visitar al profesor
Slughorn.
—Así es.
—Pero, señor... ¿no es... no es el mismo que Sorvolo Gaunt le enseñó a
Ogden?
—Cierto, lo es —afirmó Dumbledore asintiendo con la cabeza.
—Pero ¿cómo es que...? ¿Siempre lo ha tenido usted?
—No; lo adquirí hace poco. Unos días antes de ir a recogerte a casa de tus
tíos.
—¿Fue entonces cuando se lastimó la mano, señor?
—Sí, fue entonces.
Harry titubeó. Dumbledore sonreía.
—Señor, ¿cómo se...?
—¡Ahora es demasiado tarde, Harry! Ya oirás esa historia en otra ocasión.
Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
11
Con la ayuda de Hermione
Como Hermione pronosticara, las horas libres de los alumnos de sexto no eran los períodos de dicha y tranquilidad con que soñaba Ron, sino ratos para
intentar ponerse al día de la ingente cantidad de deberes que les mandaban. Los
chicos estudiaban como si tuvieran exámenes todos los días, y por si fuera poco
las clases exigían más concentración que nunca. Harry apenas entendía la mitad
de lo que explicaba la profesora McGonagall; hasta Hermione había tenido que
pedirle que repitiera las instrucciones en un par de ocasiones. Aunque pareciera
increíble, Harry destacaba inesperadamente en Pociones gracias al Príncipe
Mestizo, y eso fastidiaba cada vez más a Hermione.
Se pedía a los alumnos que realizaran hechizos no verbales, no sólo en
Defensa Contra las Artes Oscuras, sino también en Encantamientos y
Transformaciones. Muchas veces, en la sala común o durante las comidas,
Harry miraba a sus compañeros de clase y los veía colorados y haciendo fuerza
como si hubieran ingerido un exceso de Lord Kakadura, pero sabía que en
realidad estaban esforzándose por realizar hechizos sin pronunciar los conjuros
en voz alta. Por suerte, en los invernaderos encontraban cierto desahogo; en las
clases de Herbología trabajaban con plantas cada vez más peligrosas, pero al
menos todavía les permitían decir palabrotas si la Tentácula venenosa los
agarraba por sorpresa desde atrás.
Una de las consecuencias del gran volumen de trabajo y las frenéticas horas
de prácticas de hechizos no verbales era que, hasta ese momento, Harry, Ron y
Hermione no habían tenido tiempo de ir a visitar a Hagrid, quien ya no comía
en la mesa de los profesores, lo cual era muy mala señal; curiosamente, en las
pocas ocasiones en que se habían cruzado por los pasillos o el jardín, él no los
había visto ni oído sus saludos.
—Debemos ir y explicárselo —propuso Hermione el sábado siguiente, a la
hora del desayuno, mientras miraba la enorme silla que, una vez más, Hagrid
había dejado vacía en la mesa de los profesores.
—¡Esta mañana se celebran las pruebas de selección de quidditch! —objetó
Ron—. ¡Y tenemos que practicar ese encantamiento aguamenti para el profesor
Flitwick! Además, ¿qué quieres explicarle? ¿Cómo vamos a decirle que
odiábamos su absurda asignatura?
—¡No la odiábamos! —gritó Hermione.
—Eso lo dirás tú; yo todavía me acuerdo de los escregutos —dijo Ron sin
entrar en detalles—. Y créeme, nos hemos salvado por los pelos. Tú no le oíste
hablar del idiota de su hermano; si nos hubiéramos matriculado en Cuidado de
Criaturas Mágicas, ahora estaríamos enseñando a Grawp a atarse los cordones
de los zapatos.
—Es insoportable no poder hablar con Hagrid —resopló Hermione con
cara de disgusto.
—Iremos después del quidditch —propuso Harry para tranquilizarla. Él
también echaba de menos a Hagrid, aunque, como Ron, se alegraba de haberse
librado de Grawp—. Pero es posible que las pruebas duren toda la mañana; se
ha apuntado mucha gente. —Estaba un poco nervioso ante la perspectiva de su
primera actuación como capitán—. No entiendo por qué de repente el equipo
despierta tanto interés.
—¡Vamos, Harry! —dijo Hermione con un deje de impaciencia—. ¡Lo que
despierta interés no es el quidditch, sino tú! Nunca habías provocado tanta
fascinación, pero, francamente, no me extraña, porque nunca habías estado tan
atractivo. —Ron se atragantó con un trozo de arenque ahumado. Hermione le
lanzó una fugaz mirada de desdén y continuó—. Ahora todo el mundo sabe
que decías la verdad, ¿no? La comunidad mágica ha tenido que admitir que
estabas en lo cierto cuando asegurabas que Voldemort había regresado, y que es
verdad que luchaste contra él dos veces en los dos últimos años y que en ambas
ocasiones lograste escapar de sus garras. Ahora te llaman «el Elegido». Vamos,
hombre, ¿todavía no entiendes por qué la gente está fascinada contigo?
De repente Harry notó mucho calor en el Gran Comedor, pese a que el cielo
todavía se veía frío y lluvioso.
—Además, fuiste víctima de la persecución del ministerio, que intentó
demostrar por todos los medios que eras un desequilibrado y un mentiroso, y
aún conservas en la mano las señales que te hiciste escribiendo con tu propia
sangre durante los castigos que te imponía aquella horrible mujer. Pero, pese a
todo, te mantuviste firme en tu versión...
—Yo todavía tengo las marcas que me hicieron aquellos cerebros en el
ministerio cuando me agarraron, mira —terció Ron arremangándose la túnica.
—Y por si fuera poco, este verano has crecido más de un palmo —concluyó
Hermione haciendo caso omiso de Ron.
—Yo también soy alto —adujo Ron a la desesperada.
En ese momento llegaron las lechuzas del correo, y al entrar por las
ventanas salpicaron gotas de lluvia por todas partes. La mayoría de los alumnos
recibía más correo de lo habitual porque los padres, preocupados, querían saber
cómo les iba a sus hijos y, asimismo, tranquilizarlos respecto a que en casa
todos seguían bien. Harry no había recibido ninguna carta desde el inicio del
curso; la única persona que se había carteado con él con regularidad estaba
muerta. Había pensado que quizá Lupin le escribiría de vez en cuando, pero de
momento no lo había hecho. Por eso se llevó una sorpresa al ver a Hedwig, su
lechuza blanca, describir círculos entre una nube de lechuzas marrones y grises;
el ave aterrizó delante de él portando un gran paquete cuadrado. Poco después,
otro paquete idéntico aterrizó delante de Ron, traído por su pequeña y agotada
lechuza, Pigwidgeon.
—¡Aja! —exclamó Harry al desenvolver el suyo y encontrar un ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas nuevecito, recién llegado de Flourish y Blotts.
—Mira qué bien —comentó Hermione, encantada—. Ahora podrás
devolver ese libro garabateado.
—Ni hablar —repuso Harry—. Me lo quedaré. Ya verás, lo he estado
pensando y...
Sacó el viejo ejemplar del Príncipe Mestizo de su mochila y tocó la cubierta
con la varita al tiempo que murmuraba: «¡Diffindo!» La cubierta se separó del
libro. Acto seguido repitió la operación con el libro nuevo ante la escandalizada
mirada de Hermione. Luego intercambió las cubiertas, les dio unos toques y
dijo: «¡Reparo!»
Ante ellos tenían el ejemplar del príncipe, disfrazado de libro nuevo, y el
que acababa de llegar de Flourish y Blotts, convertido en un libro de segunda
mano.
—A Slughorn le devolveré el nuevo con la cubierta vieja. No puede
quejarse, me ha costado nueve galeones.
Hermione apretó los labios y se enfurruñó, pero la distrajo una tercera
lechuza que aterrizó delante de ella con El Profeta de ese día. Lo extendió
rápidamente y leyó la primera plana.
—¿Ha muerto alguien que conozcamos? —preguntó Ron con ligereza.
Formulaba la misma pregunta con el mismo tono cada vez que Hermione abría
el periódico.
—No, pero ha habido más ataques de dementores. Y una detención.
—Me alegro. ¿A quién han detenido? —preguntó Harry, pensando en
Bellatrix Lestrange.
—A Stan Shunpike —contestó Hermione.
—¿Qué? —se extrañó el muchacho.
—«Stanley Shunpike, el cobrador del autobús noctámbulo (el popular
vehículo), ha sido detenido como sospechoso de ser mortífago. El señor
Shunpike, de veintiún años, fue detenido a última hora de anoche tras una
redada en su casa de Clapham...»
—¿Que Stan Shunpike es un mortífago? —se asombró Harry, recordando al
joven lleno de acné que había conocido tres años atrás—. ¡No puede ser!
—Quizá esté bajo una maldición imperius —sugirió Ron—. Nunca se sabe.
—No lo parece —discrepó Hermione, que seguía leyendo—. Aquí dice que
lo detuvieron porque en un pub lo oyeron hablar acerca de los planes se cretos
de los mortífagos. —Levantó la cabeza y miró a sus amigos con ceño—. Si
hubiera estado bajo una maldición imperius no se habría puesto a cotillear sobre
esos planes, ¿no os parece?
—Quizá intentaba aparentar que sabía más cosas de las que en realidad
sabía —argumentó Ron—. ¿No era él quien aseguraba que iban a nombrarlo
ministro de Magia cuando pretendía ligar con aquellas veelas?
—Sí, era él —afirmó Harry—. No sé a qué juegan, mira que tomarse en
serio a Stan...
—Supongo que pretenden demostrar a la comunidad mágica que son
eficaces —discurrió Hermione—. La gente está muerta de miedo. ¿Sabíais que
los padres de las gemelas Patil quieren llevárselas a casa? ¿Y que Eloise
Midgeon ya se ha marchado? Su padre vino a recogerla anoche.
—¡Qué dices! —se extrañó Ron mirándola con los ojos como platos—. ¡Pero
si en Hogwarts están mucho más seguros que en sus casas! Aquí hay aurores y
un montón de hechizos protectores nuevos. ¡Y tenernos a Dumbledore!
—Me parece que a él no lo tenemos las veinticuatro horas del día —repuso
Hermione bajando la voz, y miró hacia la mesa de los profesores por encima del
periódico—. ¿No os habéis fijado? La semana pasada su asiento estuvo vacío
tan a menudo como el de Hagrid.
Harry y Ron miraron también y comprobaron que, en efecto, la silla del
director estaba vacía. Entonces Harry reparó en que no había visto a
Dumbledore desde su clase particular con él, la semana anterior.
—Creo que se ha marchado del colegio para hacer algo con la Orden —
murmuró Hermione—. No sé... La situación parece grave, ¿no?
Ni Harry ni Ron contestaron, pero todos coincidían en ese punto. El día
anterior habían vivido una experiencia terrible: Hannah Abbott había tenido
que salir de la clase de Herbología para recibir la triste noticia de que habían
encontrado muerta a su madre. Desde entonces no habían vuelto a verla.
Cinco minutos más tarde, cuando se dirigían al campo de quidditch, se
cruzaron con Lavender Brown y Parvati Patil. Sabiendo que los padres de las
gemelas Patil querían llevárselas de Hogwarts, a Harry no le extrañó que las
dos íntimas amigas estuvieran diciéndose cosas al oído con cara de aflicción. Lo
que sí le sorprendió fue que cuando las chicas vieron a Ron, Parvati le dio un
codazo a Lavender, que volvió la cabeza y le dedicó al chico una sonrisa
radiante. Ron parpadeó y luego, titubeante, le devolvió la sonrisa. De inmediato
los andares del chico se volvieron presuntuosos. Harry resistió la tentación de
reírse al recordar que Ron también se había aguantado la risa cuando se enteró
de que Malfoy le había roto la nariz; Hermione, en cambio, se mostró
indiferente y distante hasta que llegaron al estadio después de caminar bajo la
fría y neblinosa llovizna. Una vez allí, fue a buscar un asiento en las gradas sin
desearle buena suerte a Ron.
Como Harry preveía, las pruebas duraron toda la mañana. Se había
presentado la mitad de la casa de Gryffindor: desde nerviosos alumnos de
primer año aferrados a escobas viejas del colegio, hasta alumnos de séptimo
mucho más altos que el resto y que mostraban una actitud intimidante. Entre
éstos se hallaba un chico de elevada estatura y cabello crespo a quien Harry
había visto en el expreso de Hogwarts.
—Nos conocimos en el tren, en el compartimiento del viejo Sluggy —dijo el
muchacho con aplomo, apartándose del grupo para estrecharle la mano—.
Cormac McLaggen, guardián.
—El año pasado no te presentaste a las pruebas, ¿verdad? —comentó
Harry, fijándose en su corpulencia y pensando que, seguramente, taparía los
tres aros de gol sin siquiera moverse.
—Pues no; estaba en la enfermería cuando se celebraron —explicó con
cierta chulería—. Perdí una apuesta y me comí medio kilo de huevos de doxy.
—Ya —dijo Harry—. Bueno, si quieres esperar allí... —Señaló el borde del
campo, cerca de donde estaba sentada Hermione, y le pareció detectar una
pizca de irritación en la cara de McLaggen. ¿Acaso el chico esperaba un trato
preferente por el hecho de que ambos eran alumnos predilectos del «viejo
Sluggy»?
Decidió empezar con una prueba elemental: pidió a los aspirantes a entrar
en el equipo que se repartieran en grupos de diez y dieran una vuelta al campo
montados en sus escobas. Fue una decisión acertada porque los diez primeros
eran alumnos de primer año, y saltaba a la vista que volaban por primera vez, o
casi. Sólo uno consiguió mantenerse en el aire más de unos segundos, y se llevó
una sorpresa tan grande que se estrelló contra uno de los postes de gol.
El segundo grupo lo formaban diez de las niñas más tontas que Harry
había conocido jamás. Cuando él hizo sonar el silbato, se limitaron a echarse a
reír abrazadas unas a otras. Romilda Vane estaba entre ellas. Harry les mandó
salir del campo y ellas, muy risueñas, fueron a sentarse en las gradas, donde no
hicieron otra cosa que molestar a los demás.
El tercer grupo protagonizó un choque en cadena cuando todavía no había
terminado la vuelta al campo. En cuanto al cuarto grupo, la mayoría de sus
integrantes se había presentado sin escoba, y los del quinto eran de Hufflepuff.
—¡Si hay aquí alguien más que no sea de Gryffindor —ordenó Harry, que
empezaba a perder la paciencia—, que se vaya ahora mismo, por favor!
Tras una pausa, un par de alumnos de Ravenclaw salieron corriendo del
campo, riendo a carcajadas.
Después de dos horas, muchas quejas y varios berrinches (uno de ellos
relacionado con una Cometa 260 y varios dientes rotos), Harry disponía de tres
cazadoras: Katie Bell, que conservaba su puesto en el equipo tras una gran
exhibición; Demelza Robins, un nuevo fichaje que tenía una habilidad especial
para esquivar las bludgers, y Ginny Weasley, que había volado mejor que nadie
y, además, había marcado diecisiete tantos. A pesar de que estaba muy contento
con sus nuevas cazadoras, Harry se había quedado afónico de tanto discutir con
los que no estaban de acuerdo con su elección, y en ese momento libraba una
batalla parecida con los golpeadores rechazados.
—¡Es mi última palabra, y si no os apartáis ahora mismo para que pasen los
guardianes, os echo un maleficio! —les advirtió.
Ninguno de los golpeadores elegidos tenía el estilo de Fred ni George, pero
aun así estaba bastante satisfecho con ellos: Jimmy Peakes, un alumno de
tercero, bajito pero ancho de hombros, que le había hecho un enorme chichón
en la cabeza a Harry con una bludger golpeada con muy mala uva, y Ritchie
Coote, que parecía enclenque pero tenía buena puntería. Los dos golpeadores se
unieron a Katie, Demelza y Ginny en las gradas para ver la selección del último
miembro del equipo.
Harry había dejado la elección del guardián para el final porque creía que
el estadio se habría vaciado y así los aspirantes no se sentirían tan presionados.
Pero, por desgracia, todos los jugadores rechazados y los numerosos curiosos
que acudían después de un prolongado desayuno se habían unido al público,
de modo que había más gente que antes. Cada vez que un guardián volaba
delante de los aros de gol, una parte de los espectadores lo aplaudía y la otra lo
abucheaba. Harry buscó con la mirada a Ron, a quien siempre lo habían
traicionado los nervios; confiaba en que tras haber ganado el último partido del
curso pasado se habría curado, pero por lo visto no era el caso, porque Ron se
había puesto verde.
Ninguno de los cinco primeros aspirantes paró más de dos lanzamientos.
Para desesperación de Harry, Cormac McLaggen detuvo cuatro de los cinco
penaltis. Sin embargo, en el último se lanzó en la dirección equivocada; el
público rió y lo abucheó, y él bajó a tierra haciendo rechinar los dientes.
Cuando se montó en su Barredora 11, Ron parecía al borde del desmayo.
—¡Buena suerte! —le gritó alguien desde las gradas.
Harry miró esperando ver a Hermione, pero se trataba de Lavender Brown.
A él también le habría gustado taparse la cara con las manos como hizo ella un
momento después, pero pensó que, como capitán, debía demostrar temple, así
que se volvió, dispuesto a ver la actuación de Ron.
Pero su aprensión no estaba justificada: Ron paró cinco penaltis seguidos.
Harry, tan contento como sorprendido, tuvo que esforzarse por no unirse a los
gritos de júbilo del público. Se volvió hacia McLaggen para decirle que lo sentía
pero que Ron le había ganado, y se encontró con la enrojecida cara de
McLaggen a escasos centímetros de la suya. Harry retrocedió un paso.
—La hermana de Ron ha hecho trampa —espetó McLaggen; en la sien le
palpitaba una vena como la que Harry había visto latir tantas veces en la sien de
tío Vernon—. Se lo ha puesto facilísimo.
—Te equivocas —replicó Harry con frialdad—. Tuvo que esforzarse a tope.
McLaggen dio un paso hacia Harry, que esta vez no se arredró.
—Déjame intentarlo otra vez.
—Ni hablar —se plantó Harry—. Ya has tenido tu oportunidad. Has
parado cuatro y Ron ha parado cinco. Así que él se queda de guardián: se lo ha
ganado a pulso. Apártate.
Por un instante creyó que McLaggen iba a darle un puñetazo, pero éste se
contentó con hacer una desagradable mueca y se marchó hecho un basilisco,
murmurando vagas amenazas.
Harry se dio la vuelta. Su nuevo equipo lo miraba sonriente.
—Os felicito —dijo con voz ronca—. Habéis volado muy bien...
—¡Has estado fenomenal, Ron!
Esa vez sí era Hermione, que bajaba corriendo de las gradas; Harry vio que
Lavender se marchaba del campo cogida del brazo de Parvati, con cara de mal
humor. Ron parecía muy satisfecho consigo mismo, e incluso más alto de lo
normal, y sonreía de oreja a oreja.
Concretaron el primer entrenamiento para el siguiente jueves, y a
continuación Harry, Ron y Hermione se despidieron de todos y se dirigieron a
la cabaña de Hagrid. Por fin había dejado de lloviznar, y un sol tenue intentaba
atravesar las nubes. Harry estaba hambriento, pero confiaba en que hubiera
algo para comer en casa de Hagrid.
—Creí que no podría parar el cuarto penalti —iba diciendo Ron
alegremente—. El lanzamiento de Demelza fue peliagudo, ¿os habéis fijado?
Llevaba un efecto...
—Sí, sí, has estado sensacional —repuso Hermione, risueña.
—Al menos lo he hecho mejor que McLaggen —se ufanó el chico—.
¿Habéis visto cómo se lanzó en la dirección opuesta en el quinto penalti?
Parecía presa de un encantamiento confundus...
Harry advirtió que Hermione se sonrojaba al oír esas palabras. Ron no se
dio cuenta de nada: estaba demasiado entusiasmado describiendo con todo
detalle cada uno de los penaltis que había detenido.
Buckbeak, el enorme hipogrifo gris, estaba amarrado delante de la cabaña de
Hagrid. Al ver acercarse a los muchachos, hizo un ruido seco con su pico
afilado y giró la descomunal cabeza hacia ellos.
—¡Oh, cielos! —dijo Hermione con nerviosismo—. Todavía da un poco de
miedo, ¿verdad?
—No digas tonterías. ¡Pero si has montado en él! —le recordó Ron.
Harry se adelantó y le hizo una reverencia mirándolo a los ojos y sin
parpadear. Unos segundos después, Buckbeak le devolvió la reverencia.
—¿Cómo estás? —susurró Harry, y se acercó al animal para acariciarle la
plumífera cabeza—. ¿Lo echas de menos? Pero aquí, con Hagrid, estás bien,
¿verdad?
—¡Eh, cuidado!
Hagrid salió dando zancadas por detrás de la cabaña; llevaba puesto un
gran delantal con estampado de flores y cargaba un saco de patatas. Fang, su
enorme perro jabalinero que le seguía los pasos, soltó un ladrido atronador y se
abalanzó hacia los jóvenes.
—¡Apartaos de él! ¡Os va a dejar sin de...! Ah, sois vosotros.
Fang saltaba sobre Hermione y Ron intentando lamerles las orejas. Hagrid
los observó un momento y luego se dirigió hacia su cabaña dando largas
zancadas. Entró y cerró la puerta.
—¡Ay, madre! —se lamentó Hermione, compungida.
—No te preocupes —la tranquilizó Harry. Fue hasta la puerta y llamó con
los nudillos—. ¡Hagrid! ¡Abre, queremos hablar contigo! —No se oía nada en el
interior—. ¡O abres o derribamos la puerta! —amenazó, y sacó su varita.
—¡Harry! —dijo Hermione—. No puedes...
—¡Claro que puedo! Apartaos...
Pero antes de que dijera nada más, la puerta se abrió de par en par, como él
sabía que ocurriría, y apareció Hagrid, que se lo quedó mirando con fiereza,
pese al cómico aspecto que ofrecía con su delantal de flores.
—¡Estás hablando con un profesor! —rugió—. ¡Con un profesor, Potter!
¿Cómo te atreves a amenazar con derribar mi puerta?
—Lo siento, señor —respondió Harry poniendo énfasis en la última
palabra, y se guardó la varita en el bolsillo interior de la túnica.
Hagrid estaba pasmado.
—¿Desde cuándo me llamas «señor»?
—¿Y desde cuándo me llamas «Potter»?
—¡Vaya, qué listo! —gruñó Hagrid—. Muy gracioso. Intentas tomarme el
pelo, ¿eh? Muy bonito. Pasa, pedazo de mocoso desagradecido... —Sin dejar de
refunfuñar, se apartó para que entraran. Hermione lo hizo pegada a Harry, con
cara de susto—. ¿Y bien? —gruñó Hagrid mientras los tres amigos se sentaban a
la enorme mesa de madera; Fang apoyó la cabeza en las rodillas de Harry y le
babeó la túnica—. ¿Qué pasa? ¿Sentís lástima por mí? ¿Creéis que estoy triste o
algo así?
—No —contestó Harry sin vacilar—. Sólo queríamos verte.
—¡Te hemos echado de menos! —dijo Hermione.
—¿Que me habéis echado de menos? —se burló Hagrid—. Sí, claro.
Sacudió la cabeza y fue a preparar té en una gran tetera de cobre. Luego
llevó a la mesa tres tazas del tamaño de cubos, llenas de un té color caoba, y un
plato de pastelitos de pasas. Harry estaba tan hambriento que hasta se sentía
capaz de comer algo cocinado por Hagrid, así que cogió uno.
—Mira, Hagrid —dijo Hermione con vacilación cuando el guardabosques
por fin volvió a sentarse y se puso a pelar patatas con brutalidad, como si
aquellos tubérculos lo hubiesen ofendido gravemente—, nosotros queríamos
seguir estudiando Cuidado de Criaturas Mágicas pero...
Hagrid soltó un bufido. A Harry le pareció que unos cuantos mocos iban a
parar a las patatas y se alegró de no tener que quedarse a comer.
—¡Es verdad! —insistió Hermione—. ¡Pero no teníamos más horas libres!
—Ya. Claro —masculló Hagrid.
Se oyó un extraño sonido similar a un eructo y todos miraron alrededor;
Hermione soltó un gritito y Ron se levantó de un brinco y se trasladó a la otra
punta de la mesa para apartarse del barril que acababan de descubrir en un
rincón. Estaba lleno de unas cosas que parecían gusanos de un palmo de largo;
eran viscosas, blancas y se retorcían.
—¿Qué es eso, Hagrid? —preguntó Harry intentando parecer interesado en
lugar de asqueado, pero dejó su pastelito en el plato.
—Larvas gigantes.
—¿Y en qué se convierten? —preguntó Ron con aprensión.
—No se convierten en nada. Son para alimentar a Aragog. —Y sin previo
aviso, rompió a llorar.
—¡Oh, Hagrid! —exclamó Hermione, y, bordeando la mesa por el lado más
largo para evitar el barril de gusanos, le rodeó los temblorosos hombros—.
¿Qué te pasa?
—Es... él... —dijo entre sollozos; sus ojos, negros como el azabache,
derramaban gruesas lágrimas mientras se enjugaba con el delantal—. Es...
Aragog... Creo que se está muriendo. El verano pasado enfermó y no mejora. No
sé qué voy a hacer si... si... Llevamos tanto tiempo juntos...
Hermione le dio unas palmaditas en la espalda, pero no encontraba
palabras para consolarlo; Harry supuso que los sentimientos de su amiga
debían de ser confusos. El sabía que Hagrid le había regalado un osito de
peluche a una cría de dragón, y también lo había visto canturrearle a
escorpiones gigantes provistos de ventosas y aguijones, e intentar razonar con
su hermanastro, un gigante brutal. Pero la gigantesca araña parlante, Aragog,
que vivía en la espesura del Bosque Prohibido y de la que Ron había escapado
de milagro cuatro años atrás, era quizá el más incomprensible de los
monstruosos caprichos del guardabosques.
—¿Podemos hacer algo para ayudarte? —ofreció Hermione.
—Me temo que no, Hermione —gimoteó Hagrid, intentando detener el
caudal de lágrimas—. Verás, el resto de la tribu... la familia de Aragog... se están
poniendo muy raros ahora que él está enfermo... un poco nerviosos...
—Sí, creo recordar que ya vimos esa faceta suya —comentó Ron en voz
baja.
—Tal como están las cosas, no me parece oportuno que se acerque a la
colonia nadie que no sea yo —concluyó Hagrid. Se sonó con el delantal, levantó
la cabeza y agregó—: Pero gracias por el ofrecimiento, Hermione, eres muy
amable.
Al final el ambiente se suavizó bastante. Aunque ni Harry ni Ron
mostraron el menor entusiasmo por llevarle gusanos gigantes a una araña
asesina y glotona, Hagrid parecía dar por descontado que les habría encantado
hacerlo y volvió a ser el de siempre.
—Sí, ya sabía yo que os costaría mucho incluir mi asignatura en vuestros
horarios —dijo mientras les servía más té—. Aunque si hubierais pedido
giratiempos...
—No podíamos pedirlos —explicó Hermione—. El verano pasado
destrozamos todos los que se guardaban en el ministerio. Se publicó en El
Profeta.
—Ah, vaya... —se resignó Hagrid—. No podíais hacerlo... Perdonad que
haya estado... Bueno, es que estoy preocupado por Aragog, y creí que como la
profesora Grubbly-Plank os había dado clases...
Entonces los tres amigos mintieron y afirmaron categóricamente que la
profesora Grubbly-Plank, que había sustituido a Hagrid varias veces, era una
pésima educadora. El resultado fue que al anochecer, cuando se despidieron de
Hagrid, se lo veía bastante animado.
—Me muero de hambre —dijo Harry cuando enfilaron a buen paso el
oscuro y desierto camino de regreso; había dejado definitivamente el pastelito
en el plato después de notar cómo una muela le crujía de forma sospechosa—. Y
esta noche debo cumplir el castigo con Snape, así que no tendré mucho tiempo
para cenar.
Al llegar al castillo vieron que Cormac McLaggen iba a entrar en el Gran
Comedor, pero tuvo que intentarlo dos veces para pasar por la puerta, pues la
primera vez rebotó contra el marco. Ron soltó una risotada, regodeándose, y
entró con pasos exagerados detrás de McLaggen. Sin embargo, Harry retuvo a
Hermione.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Lo he estado pensando —contestó él en voz baja—, y yo diría que a
McLaggen le han hecho un encantamiento confundus. Y estaba justo delante de
donde tú te habías sentado.
—De acuerdo, fui yo —confesó ella ruborizándose—. ¡Pero tendrías que
haber oído cómo hablaba de Ron y Ginny! Además, tiene muy mal genio, ya
viste cómo reaccionó cuando no lo elegiste. No te interesa tener a alguien así en
el equipo.
—No —admitió Harry—. No, supongo que tienes razón. Pero ¿no crees que
ha sido un proceder deshonesto, Hermione? Recuerda que eres prefecta.
—¡Va, cállate! —le espetó ella mientras él sonreía.
—¿Qué hacéis? —preguntó Ron, que había regresado sobre sus pasos y los
miraba con desconfianza.
—Nada —contestaron ellos al unísono, y lo acompañaron dentro.
El olor a rosbif hizo que a Harry le rugiera el estómago, pero tan sólo
habían dado tres pasos en dirección a la mesa de Gryffindor cuando el profesor
Slughorn se plantó delante de ellos.
—¡Harry! ¡Me alegro de encontrarte! —dijo con voz tronante y tono cordial,
retorciéndose las puntas del bigote de morsa e hinchando la enorme barriga—.
¡Necesitaba pillarte antes de la cena! ¿Qué me dices de venir a picar algo a mis
aposentos? Vamos a celebrar una pequeña fiesta; sólo seremos unas cuantas
jóvenes promesas y yo. Vendrán McLaggen, Zabini, la encantadora Melinda
Bobbin... ¿La conoces? Su familia tiene una gran cadena de boticas. Y por
supuesto, espero que la señorita Granger me honre también con su presencia. —
Y le dedicó una leve reverencia a Hermione. Era como si Ron fuera invisible; ni
siquiera lo miró.
—No puedo ir, profesor —se excusó Harry—. Tengo un castigo con el
profesor Snape.
—¡No me digas! —exclamó Slughorn componiendo una cómica mueca de
disgusto—. ¡Vaya, pues yo contaba contigo, Harry! ¿Sabes qué? Voy a hablar
con Severus y le expondré la situación. Estoy seguro de que lograré que aplace
el castigo. ¡Descuida, nos vemos luego!
Y salió precipitadamente del Gran Comedor.
—No lo logrará —dijo Harry en cuanto Slughorn se hubo alejado—. Este
castigo ya se ha aplazado una vez; Snape lo hizo por Dumbledore, pero no lo
hará por nadie más.
—Ostras, ojalá puedas venir. ¡No me apetece nada ir sola! —se quejó
Hermione con aprensión, y Harry comprendió que estaba pensando en
McLaggen.
—No creo que estés sola, supongo que también habrá invitado a Ginny —
apuntó Ron, a quien no le había sentado nada bien que Slughorn lo ignorara.
Después de la cena regresaron a la torre de Gryffindor. La sala común
estaba abarrotada, pues la mayoría de la gente había terminado de cenar, pero
los tres amigos encontraron una mesa libre. Ron, que estaba de mal humor
desde el encuentro con Slughorn, se cruzó de brazos y se quedó contemplando
el techo con ceño, y Hermione cogió un ejemplar de El Profeta Vespertino que
alguien había dejado encima de una silla y se puso a hojearlo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Harry.
—Pues no... Mira, Ron, aquí está tu padre... ¡No, no le ha pasado nada! —se
apresuró a añadir, pues el chico la miró con cara de susto—. Sólo dice que ha
ido a investigar la casa de los Malfoy: «Este segundo registro de la residencia
del mortífago no parece haber dado ningún resultado. Arthur Weasley, de la
Oficina para la Detección y Confiscación de Hechizos Defensivos y Objetos
Protectores Falsos, declaró que su equipo había actuado tras recibir el soplo de
un confidente.»
—¡Toma, el mío! —saltó Harry—. En King's Cross le hablé de Draco y de su
interés en que Borgin le arreglara una cosa. Bueno, si esa cosa no está en casa de
los Malfoy, Draco debe de haberla traído a Hogwarts...
—¿Te refieres a que la trajo de contrabando? —repuso Hermione bajando el
periódico—. Imposible. Nos registraron a todos cuando llegamos, ¿recuerdas?
—¿Sí? —se extrañó Harry—. Pues a mí no me registró nadie.
—No, claro, a ti no porque llegaste tarde. Filch nos repasó uno por uno con
sensores de ocultamiento cuando llegamos al vestíbulo. Habría detectado
cualquier objeto tenebroso; me consta que a Crabbe le confiscaron una cabeza
reducida. Es imposible que Malfoy entrara en el colegio con algo peligroso.
Harry, frustrado, se quedó contemplando cómo Ginny Weasley jugaba con
Arnold, su micropuff, mientras buscaba la forma de rebatir la objeción.
—Entonces se lo habrá enviado alguien con una lechuza —dijo al cabo—.
Su madre, por ejemplo.
—También revisan a las lechuzas —replicó Hermione—. Filch nos lo dijo
mientras nos pasaba esos sensores de ocultamiento por todas partes.
Esta vez Harry se quedó sin réplica. No parecía posible que Malfoy hubiera
introducido en el colegio ningún objeto peligroso ni tenebroso. Miró a Ron, que
estaba con los brazos cruzados observando a Lavender Brown.
—¿Se te ocurre alguna manera de que Malfoy...?
—Déjalo ya, Harry —le cortó su amigo con malos modos.
—Oye, que yo no tengo la culpa de que Slughorn nos haya invitado a
Hermione y a mí a esa estúpida fiesta. Ninguno de los dos quería ir, ¿vale?
—Vale, pero como a mí no me han invitado a ninguna fiesta, creo que voy a
acostarme.
Y se marchó con paso decidido, dejándolos plantados. En ese momento
Demelza Robins, la nueva cazadora, se acercó a la mesa.
—¡Hola, Harry! —saludó—. Tengo un mensaje para ti.
—¿Del profesor Slughorn? —preguntó él, enderezándose.
—No, del profesor Snape —dijo Demelza. Harry se llevó un chasco—. Dice
que te espera en su despacho a las ocho y media y que le tiene sin cuidado las
fiestas a que te hayan invitado. También quiere que sepas que tendrás que
separar los gusarajos podridos de los buenos para utilizarlos en la clase de
Pociones, y... que no hace falta que lleves guantes protectores.
—Muy bien —se resignó Harry—. Gracias, Demelza.
12
Plata y ópalos
¿Dónde estaba Dumbledore y qué hacía? Durante las semanas siguientes, Harry sólo vio al director de Hogwarts en dos ocasiones. Ya casi nunca se presentaba a
las horas de las comidas, y el muchacho creía que Hermione tenía razón al
pensar que cada vez se ausentaba del colegio varios días seguidos. ¿Habría
olvidado Dumbledore que tenía que darle clases particulares? El anciano
profesor le había dicho que esas clases estaban relacionadas con la profecía, lo
que había animado y reconfortado a Harry; sin embargo, ahora la sensación era
de ligero abandono.
A mediados de octubre tuvo lugar la primera excursión del curso a
Hogsmeade. Harry había puesto en duda que esas excursiones continuaran
realizándose, dado que las medidas de seguridad se habían endurecido mucho,
pero le alegró saber que no se habían suspendido; siempre sentaba bien salir del
castillo unas horas.
El día de la excursión se despertó temprano por la mañana, que amaneció
tormentosa, y mató el tiempo hasta la hora del desayuno leyendo su ejemplar
de Elaboración de pociones avanzadas. No solía quedarse en la cama leyendo libros
de texto porque ese tipo de comportamiento, como decía Ron, resultaba
indecoroso para cualquiera que no fuera Hermione, que era así de rara. Sin
embargo, Harry opinaba que el ejemplar del Príncipe Mestizo no era
propiamente un libro de texto. A medida que lo examinaba iba descubriendo la
abundante información que contenía: no sólo los útiles consejos y las fórmulas
fáciles y rápidas sobre pociones con que se ganaba los elogios de Slughorn, sino
también imaginativos embrujos y maleficios anotados en los márgenes que, a
juzgar por las tachaduras y correcciones, el príncipe había inventado él mismo.
Harry ya había probado algunos de los hechizos concebidos por aquel
misterioso personaje; por ejemplo, un maleficio que hacía crecer las uñas de los
pies con alarmante rapidez (lo había probado con Crabbe en el pasillo, con
resultados muy divertidos); un embrujo que pegaba la lengua al paladar (lo
había utilizado dos veces con Argus Filch, sin que éste sospechara nada, y le
había valido los aplausos de sus compañeros); y quizá el más útil de todos, el
hechizo muffliato, que producía un zumbido inidentificable en los oídos de
cualquiera que estuviera cerca de quien lo lanzaba, de modo que podías
sostener largas conversaciones en clase sin que te oyeran. La única persona que
no encontró divertidos esos encantamientos fue Hermione, y cada vez que
Harry utilizaba el muffliato ella adoptaba una rígida expresión de desaprobación
y se negaba a hablar.
Sentado en la cama, inclinó el libro para examinar de cerca las instrucciones
de un hechizo que al parecer le había causado problemas al príncipe. Había
muchas tachaduras y cambios, pero al final, apretujado en una esquina de la
página, ponía: «Levicorpus (n-vrbl).»
Mientras el viento y la aguanieve azotaban las ventanas sin cesar y Neville
roncaba como un elefante, Harry observó las letras entre paréntesis: «nvrbl»...
Tenía que significar «no verbal». Dudó mucho que fuera capaz de realizarlo
porque todavía le costaba que le saliera bien esa clase de hechizos, fallo que
Snape no olvidaba mencionar en ninguna clase de Defensa Contra las Artes
Oscuras. Sin embargo, hasta ese momento el príncipe había demostrado ser un
maestro mucho más eficaz que Snape.
Sacudió la varita hacia arriba, sin apuntar a nada en particular, y pensó
«¡Levicorpus!» sin articular sonido alguno.
—¡Aaaaahhhhh!
Hubo un destello y la habitación se llenó de voces: todos se habían
despertado y Ron había soltado un grito. Harry, presa del pánico, dejó caer el
libro. Ron colgaba cabeza abajo, como si una cuerda invisible lo sostuviese por
el tobillo.
—¡Lo siento! —exclamó Harry mientras Dean y Seamus reían a carcajadas y
Neville se levantaba del suelo, pues se había caído de la cama—. Espera, ahora
mismo te bajo...
Buscó a tientas el libro y lo hojeó a toda prisa, muy asustado, buscando la
página; al final la encontró y descifró una palabra escrita con letra muy pequeña
debajo del hechizo. Rezando para que fuera el contrahechizo, Harry pensó
«¡Liberacorpus!» con todas sus fuerzas.
Hubo otro destello y Ron se desplomó sobre el colchón.
—Lo siento mucho, de verdad —musitó Harry mientras Dean y Seamus
seguían desternillándose.
—Si no te importa, preferiría que mañana pusieras el despertador —repuso
Ron con un hilo de voz.
No obstante, cuando al día siguiente se hubieron vestido, abrigándose con
jerséis tejidos a mano por la señora Weasley y con capas, bufandas y guantes,
Ron se había recuperado de la conmoción y pensaba que el nuevo hechizo de
Harry era graciosísimo; de hecho, lo encontraba tan divertido que en cuanto se
sentaron a desayunar se lo contó a Hermione.
—... ¡y entonces se produjo otro destello y volví a aterrizar en la cama! —
concluyó sonriendo mientras se servía unas salchichas.
Hermione no había sonreído mientras oía la anécdota, y ahora miró a Harry
con desaprobación.
—¿No sería ese hechizo, por casualidad, otro de los de ese libro de
pociones? —le preguntó.
—Siempre piensas lo peor, ¿eh? —respondió él, ceñudo.
—¿Lo era?
—Bueno... Sí, lo era, ¿y qué?
—¿Estás diciéndome que decidiste probar un conjuro desconocido que
encontraste escrito a mano y ver qué pasaba?
—¿Por qué importa tanto que estuviera escrito a mano? —replicó Harry, sin
contestar al resto de la pregunta.
—Porque seguramente no está aprobado por el Ministerio de Magia —
contestó Hermione—. Y también —añadió mientras sus amigos ponían los ojos
en blanco— porque estoy empezando a pensar que ese príncipe no era de fiar.
—¡Fue una broma! —dijo Ron mientras ponía boca abajo una botella de
ketchup encima de su plato de salchichas—. ¡Sólo nos divertíamos un poco,
Hermione!
—¿Colgar a la gente del tobillo es divertido? —comentó ella—. ¿Quién
invierte tiempo y energía en realizar hechizos como ése?
—Fred y George —contestó Ron encogiéndose de hombros—. Es propio de
ellos. Y de...
—Mi padre —dijo Harry. Acababa de recordarlo.
—¿Cómo dices? —preguntaron Ron y Hermione a la vez.
—Mi padre usaba ese hechizo. Me lo contó Lupin. —Esto último no era
verdad; en realidad, Harry había visto a su padre haciéndole ese hechizo a
Snape, pero a sus amigos nunca les había hablado de esa excursión con el
pensadero. Sin embargo, en ese momento se le ocurrió una fabulosa
posibilidad: ¿y si el Príncipe Mestizo era...?
—Quizá tu padre lo utilizó, Harry —dijo Hermione—, pero no es el único.
Hemos visto a un montón de gente emplearlo, por si no te acuerdas. Colgar a la
gente en el aire... Hacerlos flotar dormidos, indefensos...
Harry la miró. El también recordó, con una sensación amarga, el
comportamiento de los mortífagos en la Copa del Mundo de Quidditch. Ron le
echó un cable.
—Eso era diferente —dijo—. Ellos se pasaron. Harry y su padre sólo lo
hacían para divertirse. A ti no te gusta el príncipe, Hermione —añadió
apuntándola con una salchicha—, porque Harry es mejor que tú. en Pociones.
—¡No es por eso! —se defendió ella con las mejillas encendidas—. Lo que
pasa es que considero muy irresponsable realizar hechizos cuando ni siquiera
sabes para qué sirven. ¡Y deja de hablar del «príncipe» como si fuera un título,
seguro que sólo es un apodo absurdo! Además, no me parece que fuera una
persona muy agradable.
—No sé de dónde sacas eso —replicó Harry acaloradamente—. Si hubiera
sido un mortífago en ciernes no habría ido por ahí alardeando de ser mestizo,
¿no te parece? —Mientras lo decía, Harry recordó que su padre era sangre
limpia, pero apartó esa idea de la mente; ya pensaría en ello más tarde...
—Todos los mortífagos no pueden ser sangre limpia, no quedan suficientes
magos de sangre limpia —se empecinó Hermione—. Supongo que la mayoría
de ellos son sangre mestiza que se hacen pasar por sangre limpia. Sólo odian a
los hijos de muggles, pero a vosotros dos os aceptarían sin problemas.
—¡A mí jamás me dejarían ser mortífago! —saltó Ron, indignado, y un
trozo de salchicha se le desprendió del tenedor que blandía y fue a parar a la
cabeza de Ernie Macmillan—. ¡Toda mi familia se compone de traidores a la
sangre! ¡Para los mortífagos, eso es tan grave como ser hijo de muggles!
—Sí, y les encantaría que yo estuviera en sus filas —ironizó Harry—.
Seríamos supercolegas, siempre y cuando no intentaran matarme.
Eso hizo reír a Ron e incluso Hermione sonrió a regañadientes. En ese
momento llegó Ginny, muy oportuna.
—¡Hola, Harry! Me han pedido que te entregue esto.
Era un rollo de pergamino con el nombre de Harry escrito con una letra
pulcra y estilizada que el muchacho reconoció enseguida.
—Gracias, Ginny. ¡Debe de ser la cita para la próxima clase de Dumbledore!
—exclamó abriendo el pergamino—. El lunes por la noche —anunció tras leerlo,
de pronto feliz y contento—. ¿Vienes con nosotros a Hogsmeade, Ginny?
—Iré con Dean. Quizá nos veamos allí —replicó ella, y les dijo adiós con la
mano.
Filch estaba plantado junto a las puertas de roble, como de costumbre,
comprobando los nombres de los alumnos que tenían permiso para ir a
Hogsmeade. El proceso llevó más tiempo del habitual porque el conserje
registraba tres veces a todo el mundo con su sensor de ocultamiento.
—¿Qué más le da que saquemos del colegio cosas tenebrosas? —le
preguntó Ron mirando con aprensión el largo y delgado aparato—. ¿No cree
que lo que debería importarle es lo que podamos entrar?
Su insolencia le valió unos cuantos pinchazos más con el sensor, y el pobre
todavía hacía muecas de dolor cuando bajaron los escalones de piedra y
salieron al jardín, azotado por el viento y la aguanieve.
El paseo hasta Hogsmeade no fue nada placentero. Harry se tapó la nariz
con la bufanda, pero la parte de la cara expuesta al aire no tardó en
entumecérsele. El camino que llevaba al pueblo estaba lleno de alumnos que se
doblaban por la cintura para resistir el fuerte viento. En más de una ocasión,
Harry se preguntó si no hubiera sido mejor quedarse en la caldeada sala
común, y cuando por fin llegaron a Hogsmeade y vieron que la tienda de
artículos de broma Zonko estaba cerrada con tablones, lo interpretó como una
confirmación de que esa excursión no estaba destinada a ser divertida. Con una
mano enfundada en un grueso guante Ron señaló hacia Honeydukes, que
afortunadamente estaba abierta, y los otros lo siguieron tambaleándose hasta la
abarrotada tienda.
—¡Menos mal! —dijo Ron, tiritando, al verse acogido por un caldeado
ambiente que olía a tofee—. Quedémonos toda la tarde aquí.
—¡Harry, amigo mío! —bramó una voz a sus espaldas.
—¡Oh, no! —masculló Harry.
Los tres amigos se dieron la vuelta y vieron al profesor Slughorn, que
llevaba un grotesco sombrero de piel y un abrigo con cuello de piel a juego.
Sostenía en la mano una gran bolsa de piña confitada y ocupaba al menos una
cuarta parte de la tienda.
—¡Ya te has perdido tres de mis cenas, Harry! —rezongó Slughorn, y le dio
unos golpecitos amistosos en el pecho—. ¡Pero no te vas a librar, amigo mío,
porque me he propuesto tenerte en mi club! A la señorita Granger le encantan
nuestras reuniones, ¿no es así?
—Sí —asintió Hermione, obligada—. Son muy...
—¿Por qué no vienes nunca, Harry? —inquirió Slughorn.
—Es que he tenido entrenamientos de quidditch, profesor —se excusó. Y
era verdad: programaba entrenamiento cada vez que recibía una invitación de
Slughorn adornada con una cinta violeta. Gracias a esa estrategia, Ron no se
sentía excluido, y los dos amigos podían reírse con Ginny imaginándose a
Hermione sola con McLaggen y Zabini.
—¡Espero que ganes tu primer partido después de tanto esfuerzo! Pero un
poco de esparcimiento no le viene mal a nadie. ¿Qué tal el lunes por la noche?
No me dirás que vais a entrenar con este tiempo...
—No puedo, profesor. El lunes por la noche tengo... una cita con el profesor
Dumbledore.
—¡Nada, no hay manera! —se lamentó Slughorn con gesto teatral—. ¡Está
bien, Harry, pero no creas que podrás eludirme eternamente!
El profesor les dedicó un afectado ademán de despedida y salió de la tienda
andando como un pato, sin fijarse en Ron, como si éste fuera un expositor de
cucuruchos de cucarachas.
—No puedo creer que le hayas dado esquinazo otra vez —comentó
Hermione—. Esas reuniones no están tan mal. A veces hasta son divertidas. —
Pero entonces se fijó en la expresión de Ron y dijo—: ¡Mirad, tienen plumas de
azúcar de lujo! ¡Deben de durar horas!
Harry, contento de que Hermione cambiase de tema, mostró más interés
por las nuevas plumas de azúcar de tamaño especial del que habría demostrado
en circunstancias normales, pero Ron siguió con aire taciturno y se limitó a
encogerse de hombros cuando Hermione le preguntó adonde quería ir.
—Vamos a Las Tres Escobas —propuso Harry—. Allí no pasaremos frío.
Volvieron a taparse con las bufandas y salieron de la tienda de golosinas. El
frío viento les lastimaba la cara después del dulce calor de Honeydukes. No
había mucha gente en la calle; nadie se entretenía para charlar y todos iban
derecho a sus destinos. La excepción eran dos individuos plantados un poco
más allá, delante de Las Tres Escobas. Uno de ellos era muy alto y delgado. A
pesar de llevar las gafas mojadas por la lluvia, Harry reconoció al camarero que
trabajaba en Cabeza de Puerco, el otro pub de Hogsmeade. Cuando los tres
amigos se acercaron más a ellos, el camarero se ciñó la capa y se alejó, pero el
otro individuo se quedó; era más bajito y sostenía algo en los brazos. Estaban a
escasos pasos de él cuando Harry también lo reconoció.
—¡Mundungus!
El hombre, achaparrado, patizambo y de largo y desgreñado pelo rojizo,
dio un respingo y dejó caer una vieja maleta, que al dar contra el suelo se abrió
y esparció lo que parecía mercancía de una tienda de artículos usados.
—¡Ah, hola, Harry! —saludó Mundungus Fletcher con un aire de ligereza
nada convincente—. Bueno, no quisiera entretenerte.
Y empezó a recoger del suelo el contenido de su maleta. Era evidente que
estaba deseando largarse de allí.
—¿Qué es esto? ¿Para vender? —preguntó Harry mientras Mundungus se
afanaba en recuperar su surtido de objetos.
—Bueno, de alguna manera tengo que ganarme la vida... ¡Eh, dame eso!
Ron había recogido una copa de plata.
—Un momento —dijo despacio—. Esto me suena...
—¡Gracias! —exclamó Mundungus, quitándosela de las manos, y la metió
en la maleta—. Bueno, ya nos veremos... ¡Pero qué...!
Harry lo agarró por el cuello y lo estampó contra la pared del pub. A
continuación lo sujetó fuertemente con una mano y sacó su varita mágica.
—¡Harry! —gritó Hermione.
—Eso lo has cogido de casa de Sirius —lo acusó Harry con la nariz casi
pegada a la suya, percibiendo su desagradable aliento a tabaco y licor—. Tiene
el emblema de la casa de Black.
—Yo no... ¿Qué...? —farfulló Mundungus, cuyo rostro iba adquiriendo un
tono azulado.
—¿Qué hiciste, volviste allí la noche que lo mataron y desvalijaste la casa?
—Yo no...
—¡Dámelo!
—¡No lo hagas, Harry! —suplicó Hermione mientras Mundungus se ponía
cada vez más morado.
Se oyó un estallido y las manos de Harry se soltaron del cuello de
Mundungus. Resollando y farfullando, el hombre recogió la maleta del suelo y
entonces... ¡crac!, se desapareció.
—¡Vuelve, ladrón de...!
—No pierdas el tiempo, Harry. —Tonks había aparecido de la nada, con el
desvaído cabello mojado por la aguanieve—. Mundungus ya debe de estar en
Londres. De nada te servirá gritar.
—¡Ha robado las cosas de Sirius! ¡Las ha robado!
—Sí, pero de cualquier modo —repuso Tonks, impasible ante esa
revelación— deberíais resguardaros del frío.
La bruja se quedó fuera y los tres amigos entraron en Las Tres Escobas. Una
vez dentro, Harry explotó:
—¡Esa sabandija ha robado las cosas de Sirius!
—Ya lo sé, Harry, pero no grites, por favor. Nos están mirando —susurró
Hermione—. Siéntate. Voy a buscarte algo de beber.
Harry seguía echando chispas cuando, minutos más tarde, su amiga volvió
a la mesa con tres botellas de cerveza de mantequilla.
—¿No puede la Orden controlar a Mundungus? —preguntó Harry,
esforzándose por no levantar la voz—. ¿No pueden impedir, como mínimo, que
robe todo lo que encuentre cuando va al cuartel general?
—¡Chist! Más bajo —insistió Hermione. Un par de magos sentados cerca de
ellos miraban a Harry con gran interés, y Zabini se apoyaba contra una columna
no lejos de allí—. Yo también estaría enfadada, Harry; ya sé que eso que ha
robado es tuyo...
El muchacho se atragantó con la cerveza de mantequilla; se le había
olvidado que era el nuevo propietario del número 12 de Grimmauld Place.
—¡Es verdad, todo lo que hay allí es mío! —exclamó quedamente—. ¡Por
eso no se alegró de verme!... Se lo contaré a Dumbledore; él es el único a quien
Mundungus teme.
—Buena idea —susurró Hermione, aliviada de que Harry se sosegara—.
¿Qué miras, Ron?
—Nada —contestó éste desviando rápidamente la vista de la barra, pero
Harry se dio cuenta de que intentaba localizar a la curvilínea y atractiva
camarera, la señora Rosmerta, por quien Ron sentía debilidad desde hacía
tiempo.
—Creo que «nada» ha ido a la parte de atrás a buscar más whisky de fuego
—ironizó Hermione.
Ron ignoró la pulla y se puso a beber su cerveza de mantequilla a pequeños
sorbos, sumido en lo que sin duda consideraba un silencio digno. Por su parte,
Harry pensaba en Sirius y en que éste, de cualquier modo, detestaba aquellas
copas de plata. Hermione tamborileaba con los dedos en la mesa y su mirada
iba de la barra a Ron una y otra vez.
Tan pronto Harry apuró el último sorbo de cerveza, Hermione propuso
regresar al colegio. Los dos chicos asintieron; la excursión había sido un fracaso
y el tiempo empeoraba. Volvieron a ceñirse las capas, enrollarse las bufandas y
ponerse los guantes; luego salieron del pub detrás de Katie Bell y de una amiga
suya y enfilaron la calle principal.
Mientras avanzaba con dificultad por la nieve semiderretida que cubría el
camino de Hogwarts, Harry pensó en Ginny, con quien no se habían
encontrado. Supuso que habría ido con Dean al salón de té de Madame Pudipié;
lo más probable es que pasaran la tarde bien calentitos, guarecidos en el refugio
de las parejas felices. Con gesto ceñudo, agachó la cabeza para protegerse de los
remolinos de aguanieve y siguió avanzando trabajosamente.
Tardó un rato en darse cuenta de que las voces de Katie Bell y su amiga,
que el viento arrastraba hasta él, se oían más fuertes y chillonas. Harry
escudriñó sus figuras, que apenas lograba distinguir. Las dos chicas discutían
acerca de un paquete que Katie llevaba.
—¡No es asunto tuyo, Leanne! —exclamó Katie, antes de que ambas
desaparecieran tras un recodo del camino.
Fuertes ráfagas de aguanieve golpeaban a Harry y le empañaban las gafas.
Al doblar el recodo fue a secárselas, pero en ese preciso instante vio que Leanne
intentaba quitarle a Katie el paquete, ésta trataba de recuperarlo y en el forcejeo
el paquete caía al suelo.
De inmediato, Katie se elevó por los aires, pero no como había hecho Ron
(cómicamente suspendido por un tobillo), sino con gracilidad y con los brazos
extendidos, como a punto de echar a volar. Sin embargo, en su postura había
algo extraño, algo estremecedor... La ventisca le alborotaba el cabello y tenía los
ojos cerrados y el rostro inexpresivo. Harry, Ron, Hermione y Leanne se
detuvieron en seco, estupefactos.
Entonces, cuando estaba a casi dos metros del suelo, Katie soltó un chillido
aterrador y abrió los ojos. Sin duda lo que veía o sentía le producía una
tremenda angustia. No paraba de chillar. Leanne empezó a gritar también, y la
agarró por los tobillos intentando bajarla al suelo. Los demás se precipitaron a
ayudarla, y cuando lograron cogerla por las piernas Katie se les vino encima.
Los dos chicos consiguieron atraparla, pero Katie se retorcía violentamente y
apenas lograban sujetarla. La tumbaron en el suelo, donde la muchacha siguió
revolcándose y chillando, como si no reconociera a nadie.
Harry miró alrededor; el lugar parecía desierto.
—¡No os mováis de aquí! —ordenó en medio del viento huracanado—.
¡Voy a pedir ayuda!
Corrió hacia el colegio; nunca había visto a nadie comportarse como
acababa de hacerlo Katie, y no sabía cuál podía ser la causa; dobló a toda
velocidad una curva del camino y chocó contra lo que parecía un oso enorme
erguido sobre las patas traseras.
—¡Hagrid! —gritó jadeando mientras se desenredaba del seto en que había
caído al rebotar.
—¡Harry! —exclamó el guardabosques, que tenía aguanieve en las cejas y la
barba y llevaba puesto su raído abrigo de piel de castor—. Vengo de visitar a
Grawp, no te imaginas cuánto ha...
—Hagrid, hay una persona herida, le han echado una maldición o algo así...
—¿Qué? —dijo Hagrid agachándose para oír mejor, pues el viento rugía
con fuerza.
—¡Le han echado una maldición!
—¿Una maldición? ¿A quién? No habrá sido a Ron o Hermione...
—No, a ellos no, a Katie Bell. Vamos, deprisa...
Ambos avanzaron presurosos por el camino. Katie seguía retorciéndose y
chillando en el suelo mientras Ron, Hermione y Leanne intentaban calmarla.
—¡Apartaos! —ordenó el guardabosques—. ¡Dejadme verla!
—¡Le ha pasado algo! —sollozó Leanne—. No sé qué...
Hagrid miró a Katie y luego, sin decir palabra, se agachó, la levantó en
brazos y echó a correr hacia el castillo. A los pocos segundos, los desgarradores
gritos de Katie se habían apagado y sólo se oía el bramido del viento.
Hermione abrazó a la compungida amiga de Katie.
—Te llamas Leanne, ¿verdad?
La chica asintió con la cabeza.
—¿Ha pasado de repente o...?
—Ha ocurrido cuando se abrió el paquete —gimoteó Leanne, y señaló el
empapado envoltorio de papel marrón que había en el suelo; se había abierto
un poco y dejaba entrever un destello verdoso.
Ron se agachó para tocarlo, pero Harry le sujetó el brazo.
—¡Ni se te ocurra tocarlo! —le advirtió, y se agachó a su vez junto al
paquete: un ornamentado collar de ópalos asomaba por el envoltorio—. Lo he
visto antes —comentó—. Fue expuesto en Borgin y Burkes hace mucho tiempo
y la etiqueta ponía que estaba maldito. Katie debe de haberlo tocado. —Miró a
Leanne, que había empezado a temblar—. ¿Cómo llegó a manos de Katie?
—Por eso discutíamos. Volvió del lavabo de Las Tres Escobas trayendo el
paquete y dijo que era una sorpresa para alguien de Hogwarts y que tenía que
entregárselo. Cuando lo dijo estaba muy rara... ¡Oh, no! ¡Ahora lo entiendo! ¡Le
han echado una maldición imperius, y no me di cuenta! —Rompió a sollozar de
nuevo.
Hermione le dio unas palmaditas de consuelo.
—¿No te dijo quién se lo había dado, Leanne?
—No... no quiso contármelo... Y yo le dije que no fuera estúpida y que no lo
llevara al colegio, pero ella se negaba a escucharme y... y entonces intenté
quitárselo... y... y... —Emitió un gemido de desesperación.
—Será mejor que vayamos a Hogwarts —propuso Hermione sin dejar de
abrazar a la desdichada chica—. Así sabremos cómo se encuentra Katie.
Vamos...
Harry vaciló un momento, se quitó la bufanda del cuello e, ignorando la
exclamación de asombro de Ron, envolvió con ella el collar y lo levantó con
mucho cuidado.
—Se lo enseñaremos a la señora Pomfrey —dijo.
Mientras seguían a Hermione y Leanne por el camino, Harry no paraba de
pensar, y cuando entraron en el jardín del castillo ya no pudo contenerse:
—Malfoy sabe que existe este collar. Estaba en una vitrina de Borgin y
Burkes hace cuatro años; vi cómo lo examinaba mientras me escondía de él y de
su padre. ¡Seguramente era lo que quería comprar el día que lo seguimos! ¡Se
acordó del collar y fue a buscarlo!
—No sé, Harry... —repuso Ron, poco convencido—. A Borgin y Burkes va
mucha gente... ¿Y no dice esa chica que Katie lo encontró en el lavabo de
señoras?
—Dice que volvió con él del lavabo, pero eso no significa necesariamente
que lo encontrara allí.
—¡McGonagall a la vista! —anunció Ron.
Harry levantó la cabeza y vio a la profesora bajar a toda prisa los escalones
de piedra del castillo, azotada por las ráfagas de aguanieve. Se acercó a ellos
presurosa.
—Hagrid dice que habéis visto lo ocurrido. ¡Subid enseguida a mi
despacho, por favor! ¿Qué es eso que llevas, Potter?
—Es la cosa que tocó Katie.
—¡Cielos! —dijo la profesora con espanto mientras cogía el envuelto collar
de las manos de Harry—. ¡No, no, Filch, están conmigo! —se apresuró a aclarar
al ver que el conserje cruzaba el vestíbulo hacia ellos, con gesto de avidez y
sensor de ocultamiento en ristre—. ¡Lleve inmediatamente esto al profesor
Snape, pero sobre todo no lo toque, no retire la bufanda!
Harry y los demás siguieron a la profesora por la escalera y entraron en su
despacho. Las ventanas salpicadas de aguanieve vibraban y en la habitación
hacía mucho frío, pese a que la chimenea estaba encendida. Tras cerrar la
puerta, McGonagall se ubicó detrás de su mesa, de cara a Harry, Ron,
Hermione y Leanne, que no paraba de sollozar.
—¿Y bien? —dijo con brusquedad—. ¿Qué ha sucedido?
Con voz entrecortada y haciendo pausas para dominar el llanto, Leanne
contó que Katie había vuelto del lavabo de Las Tres Escobas con un paquete en
las manos, que a ella le había parecido un poco raro y que habían discutido
sobre la conveniencia de prestarse a entregar objetos desconocidos, de modo
que al final la discusión había culminado en un forcejeo y el paquete se había
abierto. Al llegar a ese punto, Leanne estaba tan abrumada que no hubo manera
de sonsacarle una palabra más.
—Está bien —dijo la profesora, comprensiva—. Leanne, sube a la
enfermería, y que la señora Pomfrey te dé algo para el susto.
Cuando la muchacha abandonó el despacho, McGonagall se volvió hacia
los otros tres.
—¿Qué ocurrió cuando Katie tocó el collar?
—Se elevó por los aires —contestó Harry adelantándose a sus amigos—.
Luego se puso a chillar y al final se desplomó. Profesora, ¿puedo hablar con el
profesor Dumbledore, por favor?
—El director se ha marchado y no volverá hasta el lunes, Potter.
—¿Que se ha marchado?
—¡Sí, Potter, se ha marchado! —repitió la profesora con tono cortante—.
Pero cualquier cosa que tengas que decir relacionada con este desagradable
incidente puedes confiármela a mí.
Harry vaciló una fracción de segundo. Aquella profesora no invitaba a que
le hicieran confidencias; Dumbledore, pese a ser más intimidante que ella en
muchos aspectos, parecía menos inclinado a menospreciar las teorías de los
demás, por descabelladas que fueran. Pero aquello era un asunto de vida o
muerte, y no era momento para preocuparse por si se iban a reír de él. Así que
inspiró hondo y dijo:
—Creo que Draco Malfoy le dio ese collar a Katie, profesora.
Ron, a un lado de Harry, se frotó la nariz con gesto de bochorno; Hermione,
al otro lado, arrastró los pies como si deseara poner distancias.
—Ésa es una acusación muy grave, Potter —manifestó la profesora
McGonagall tras un momento tenso—. ¿Tienes alguna prueba?
—No, pero... —Y le contó que habían seguido a Malfoy hasta Borgin y
Burkes y la conversación que le habían oído mantener con Borgin.
Cuando hubo terminado, McGonagall parecía un tanto desconcertada.
—¿Malfoy llevó algo a Borgin y Burkes para que se lo repararan?
—No, profesora, sólo quería que Borgin le explicara cómo reparar esa cosa.
No la llevaba consigo. Pero no se trata de eso; lo que importa es que ese mismo
día compró algo en la tienda, y creo que era ese collar.
—¿Visteis a Malfoy salir de la tienda con un paquete parecido?
—No, profesora, él le dijo a Borgin que se lo guardara en la tienda...
—En realidad —lo interrumpió Hermione—, Borgin le preguntó si quería
llevárselo, y Malfoy contestó que no...
—¡Pues claro, porque no quería tocarlo! —saltó Harry.
—Lo que dijo fue: «¿Cómo voy a ir por la calle con eso?» —le recordó
Hermione.
—Hombre, habría quedado como un imbécil con un collar puesto —
intervino Ron.
—¡Ron! —se desesperó Hermione—. ¡Se lo habría llevado envuelto para no
tocarlo, y no le habría costado esconderlo debajo de la capa para que nadie lo
viera! Yo creo que esa cosa que reservó en Borgin y Burkes hacía ruido o
abultaba mucho; debía de ser algo que habría llamado la atención por la calle. Y
de cualquier modo —insistió, adelantándose a las objeciones de Harry—, yo le
pregunté a Borgin acerca del collar, ¿no os acordáis? Lo vi en la tienda cuando
entré para averiguar qué le había pedido Malfoy que le guardara. Y Borgin se
limitó a decirme el precio, pero no me dijo que ya estuviera vendido ni nada
parecido...
—Ya, pero fuiste muy poco sutil y él se dio cuenta de tus intenciones. Es
lógico que no te dijera nada... Además, Malfoy pudo enviar a alguien a buscarlo
más tarde...
—¡Ya basta! —se impuso la profesora cuando Hermione, enfadada, se
disponía a replicar—. Potter, te agradezco que me hayas contado esto, pero no
es posible acusar al señor Malfoy únicamente porque visitó la tienda donde tal
vez se comprara ese collar. Podríamos acusar de lo mismo a centenares de
personas.
—Eso mismo dije yo —murmuró Ron.
—Además, este año hemos instalado rigurosas medidas de seguridad.
Dudo mucho que ese collar haya entrado en este colegio sin nuestro
conocimiento.
—Pero...
—Es más —prosiguió McGonagall, adoptando un tono inapelable—, hoy el
señor Malfoy no ha ido a Hogsmeade.
Harry la miró boquiabierto y se desinfló de golpe.
—¿Cómo lo sabe, profesora?
—Porque estaba cumpliendo un castigo conmigo. Ya van dos veces
seguidas que no entrega sus deberes de Transformaciones. De modo que
gracias por comunicarme tus sospechas, Potter —añadió al pasar por delante de
los muchachos—, pero tengo que subir a la enfermería para ver cómo
evoluciona Katie Bell. Que tengáis un buen día.
Abrió la puerta del despacho y la mantuvo así, de modo que los tres amigos
no tuvieron más remedio que desfilar hacia el pasillo sin más comentarios.
Harry estaba furioso con los otros dos por haberle dado la razón a la
profesora McGonagall; sin embargo, no fue capaz de permanecer callado
cuando empezaron a hablar de lo ocurrido.
—Entonces, ¿a quién creéis que Katie tenía que entregar el collar? —
preguntó Ron mientras subían la escalera que conducía a la sala común.
—Quién sabe —dijo Hermione—. Pero quienquiera que fuese se ha librado
por casualidad. Nadie habría abierto ese paquete sin tocar el collar.
—Podría ir dirigido a mucha gente —intervino Harry—: a Dumbledore,
por ejemplo; a los mortífagos les encantaría librarse de él, así que debe de ser
uno de sus blancos prioritarios. O a Slughorn; Dumbledore dice que Voldemort
quería tenerlo en su bando, y no estarán contentos de que se haya puesto de
parte de Dumbledore. O...
—O a ti —sugirió Hermione con gesto de consternación.
—A mí no puede ser, porque Katie me lo habría dado por el camino, ¿no?
Yo iba detrás de ella desde que salimos de Las Tres Escobas. Habría sido más
lógico entregarme el paquete fuera de Hogwarts, sabiendo que Filch registra a
todo el que entra y sale del castillo. No entiendo por qué Malfoy le dijo que lo
llevara al colegio.
—¡Pero si Malfoy no ha ido a Hogsmeade! —exclamó Hermione dando un
pisotón en el suelo.
—Entonces tenía un cómplice —arguyó Harry—. Crabbe o Goyle. O,
pensándolo bien, otro mortífago; seguro que tiene mejores compinches que esos
dos ahora que se ha unido a...
Ron y Hermione se miraron como diciendo «inútil intentar razonar con este
cabezota».
—«¡Sopa de leche!» —pronunció ella cuando llegaron al retrato de la
Señora Gorda.
El retrato se apartó para dejarlos entrar en la sala común, que estaba muy
concurrida y olía a ropa húmeda, pues muchos alumnos habían regresado de
Hogsmeade temprano a causa del mal tiempo. Sin embargo, no se respiraba
una atmósfera de miedo ni especulación; al parecer, la noticia del accidente de
Katie todavía no se había extendido.
—Si os fijáis, en realidad no ha sido un ataque muy logrado —observó Ron
mientras desalojaba a un alumno de primer año de una de las mejores butacas
junto al fuego para sentarse en ella—. La maldición ni siquiera ha conseguido
llegar al castillo. Infalible no era.
—Tienes razón —concedió Hermione, empujándolo con el pie para que se
levantara de la butaca, que ofreció otra vez al alumno de primero—. No estaba
muy bien planificado.
—¿Acaso Malfoy es uno de los grandes pensadores del mundo? —ironizó
Harry.
Ron y Hermione sonrieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario