martes, 1 de julio de 2014

Harry Potter y el Cáliz de Fuego Cap. 4-6

4
Retorno a La Madriguera

A las doce del día siguiente, el baúl de Harry ya estaba lleno de sus cosas del colegio y
de sus posesiones más apreciadas: la  capa invisible heredada de su padre, la escoba
voladora que le había regalado Sirius y el mapa encantado de Hogwarts que le habían
dado Fred y George el curso anterior. Había vaciado de todo comestible el espacio
oculto debajo de la tabla suelta de su habitación y repasado dos veces hasta el último
rincón de su dormitorio para no dejarse olvidados ninguna pluma ni ningún libro de
embrujos, y había despegado de la pared el calendario en que marcaba los días que
faltaban para el 1 de septiembre, el día de lavuelta a Hogwarts.
El ambiente en el número 4 de Privet Drive estaba muy tenso. La inminente llegada
a la casa de un grupo de brujos ponía nerviosos e irritables a los Dursley. Tío Vernon se
asustó mucho cuando Harry le informó de que los Weasley llegarían al día siguiente a
las cinco en punto.
—Espero que le hayas dicho a esa gente que se vista adecuadamente  —gruñó de
inmediato—. He visto cómo van. Deberían tener la decencia de ponerse ropa normal.
Harry tuvo un presentimiento que le preocupó. Muy raramente había visto a los
padres de Ron vistiendo algo que los Dursley pudieran calificar de «normal». Los hijos
a veces se ponían ropa muggle durante las vacaciones, pero los padres llevaban
generalmente túnicas largas en diversos estados de deterioro. A Harry no le inquietaba
lo que pensaran los vecinos, pero sí lo desagradables que podían resultar los Dursley
con los Weasley si aparecían con el aspecto que aquéllos reprobaban en los brujos.
Tío Vernon se había puesto su mejor traje. Alguien podría interpretarlo como un
gesto de bienvenida, pero Harry sabía que lo había hecho para impresionar e intimidar.
Dudley, por otro lado, parecía algo disminuido, lo cual no se debía a que su dieta
estuviera por fin dando resultado, sino al pánico. La última vez que  Dudley se había
encontrado con un mago adulto salió ganando una cola de cerdo que le sobresalía de los
pantalones, y tía Petunia y tío Vernon tuvieron que llevarlo a un hospital privado de
Londres para que se la extirparan. Por eso no era sorprendente que  Dudley se pasara
todo el tiempo restregándose la mano nerviosamente por la rabadilla y caminando de
una habitación a otra como los cangrejos, con la idea de no presentar al enemigo el
mismo objetivo.
La comida (queso fresco y apio rallado) transcurrió casi en total silencio. Dudley ni
siquiera protestó por ella. Tía Petunia no probó bocado. Tenía los brazos cruzados, los
labios fruncidos, y se mordía la lengua como masticando la furiosa reprimenda que
hubiera querido echarle a Harry.
—Vendrán en coche,  espero  —dijo a voces tío Vernon desde el otro lado de la
mesa.
—Ehhh... —Harry no supo qué contestar.
La verdad era que no había pensado en aquel detalle. ¿Cómo irían a buscarlo los
Weasley? Ya no tenían coche, porque el viejo Ford Anglia que habían poseído corría
libre y salvaje por el bosque prohibido de Hogwarts. Sin embargo, el año anterior el
Ministerio de Magia le había prestado un coche al señor Weasley. ¿Haría lo mismo en
aquella ocasión?
—Creo que sí —respondió al final.
El bigote de tío Vernon  se alborotó con su resoplido. Normalmente hubiera
preguntado qué coche tenía el señor Weasley, porque solía juzgar a los demás hombres
por el tamaño y precio de su automóvil. Pero, en opinión de Harry, a tío Vernon no le
gustaría el señor Weasley aunque tuviera un Ferrari.
Harry pasó la mayor parte de la tarde en su habitación. No podía soportar la visión
de tía Petunia escudriñando a través de los visillos cada pocos segundos como si
hubieran avisado que andaba suelto un rinoceronte. A las cinco menos cuarto Harry
volvió a bajar y entró en la sala. Tía Petunia colocaba y recolocaba los cojines de
manera compulsiva. Tío Vernon hacía como que leía el periódico, pero no movía los
minúsculos ojos, y Harry supuso que en realidad escuchaba con total atención por si oía
el ruido de un coche. Dudley estaba hundido en un sillón, con las manos de cerdito
puestas debajo de él y agarrándose firmemente la rabadilla. Incapaz de aguantar la
tensión que había en el ambiente, Harry salió de la habitación y se fue al recibidor, a
sentarse en la escalera, con los ojos fijos en el reloj y el corazón latiéndole muy rápido
por la emoción y los nervios.
Pero llegaron las cinco en punto... y pasaron. Tío Vernon, sudando ligeramente
dentro de su traje, abrió la puerta de la calle, escudriñó a un lado y a otro, y volvió a
meter la cabeza en la casa.
—¡Se retrasan! —le gruñó a Harry.
—Ya lo sé —murmuró Harry—. A lo mejor hay problemas de tráfico, yo qué sé.
Las cinco y diez... las cinco y cuarto... Harry ya empezaba a preocuparse. A las
cinco y media oyó a tío Vernon y a tía Petunia rezongando en la sala de estar.
—No tienen consideración.
—Podríamos haber tenido un compromiso.
—Tal vez creen que llegando tarde los invitaremos a cenar.
—Ni soñarlo  —dijo tío Vernon. Harry lo oyó ponerse en pie y caminar
nerviosamente por la sala—. Recogerán al chico y se irán. No se entretendrán. Eso... si
es que vienen. A lo mejor se han confundido de día. Me atrevería a decir que la gente de
su clase no le da mucha importancia a la puntualidad. O  bien es que en vez de coche
tienen una cafetera que se les ha avena... ¡Ahhhhhhhhhhhhh!
Harry pegó un salto. Del otro lado de la puerta de la sala le llegó el ruido que
hacían los Dursley moviéndose aterrorizados y descontroladamente por la sala. Un
instante después, Dudley entró en el recibidor como una bala, completamente lívido.
—¿Qué pasa?  —preguntó Harry—. ¿Qué ocurre? Pero Dudley parecía incapaz de
hablar y, con movimientos de pato y agarrándose todavía las nalgas con las manos,
entró en la cocina. En el interior de la chimenea de los Dursley, que tenía empotrada una
estufa eléctrica que simulaba un falso fuego, se oían golpes y rasguños.
—¿Qué es eso?  —preguntó jadeando tía Petunia, que había retrocedido hacia la
pared y miraba aterrorizada la estufa—. ¿Qué es, Vernon?
La duda sólo duró un segundo. Desde dentro de la chimenea cegada se podían oír
voces.
—¡Ay! No, Fred... Vuelve, vuelve. Ha habido algún error. Dile a George que no...
¡Ay! No, George, no hay espacio. Regresa enseguida y dile a Ron...
—A lo mejor Harry nos puede oír, papá... A lo mejor puede ayudarnos a salir...
Se oyó golpear fuerte con los puños al otro lado de la estufa.
—¡Harry! Harry, ¿nos oyes?
Los Dursley rodearon a Harry como un par de lobos hambrientos.
—¿Qué es eso? —gruñó tío Vernon—. ¿Qué pasa?
—Han... han intentado llegar con polvos  flu  —explicó Harry, conteniendo unas
ganas locas de reírse—. Pueden viajar de una chimenea a otra... pero no se imaginaban
que la chimenea estaría obstruida. Un momento...
Se acercó a la chimenea y gritó a través de las tablas:
—¡Señor Weasley! ¿Me oye?
El martilleo cesó. Alguien, dentro de la chimenea, chistó: «¡Shh!»
—¡Soy Harry, señor Weasley. ..! La chimenea está cegada. No podrán entrar por
aquí.
—¡Maldita sea!  —dijo la voz del señor Weasley—. ¿Para qué diablos taparon la
chimenea?
—Tienen una estufa eléctrica —explicó Harry.
—¿De verdad?  —preguntó emocionado el señor Weasley—. ¿Has dicho  ecléctica?
¿Con enchufe? ¡Santo Dios! ¡Eso tengo que verlo...! Pensemos... ¡Ah, Ron!
La voz de Ron seunió a la de los otros.
—¿Qué hacemos aquí? ¿Algo ha ido mal?
—No, Ron, qué va —dijo sarcásticamente la voz de Fred—. Éste es exactamente el
sitio al que queríamos venir.
—Sí, nos lo estamos pasando en grande  —añadió George, cuya voz sonaba
ahogada, comosi lo estuvieran aplastando contra la pared.
—Muchachos, muchachos...  —dijo vagamente el señor Weasley—. Estoy
intentando pensar qué podemos hacer... Sí... el único modo... Harry, échate atrás.
Harry se retiró hasta el sofá, pero tío Vernon dio un paso hacia delante.
—¡Esperen un momento!  —bramó en dirección a la chimenea—. ¿Qué es lo que
pretenden...?
¡BUM!
La estufa eléctrica salió disparada hasta el otro extremo de la sala cuando todas las
tablas que tapaban la chimenea saltaron de golpe y expulsaronal señor Weasley, Fred,
George y Ron entre una nube de escombros y gravilla suelta. Tía Petunia dio un grito y
cayó de espaldas sobre la mesita del café. Tío Vernon la cogió antes de que pegara
contra el suelo, y se quedó con la boca abierta, sin habla,  mirando a los Weasley, todos
con el pelo de color rojo vivo, incluyendo a Fred y George, que eran idénticos hasta el
último detalle.
—Así está mejor  —dijo el señor Weasley, jadeante, sacudiéndose el polvo de la
larga túnica verde y colocándose bien las gafas—. ¡Ah, ustedes deben de ser los tíos de
Harry!
Alto, delgado y calvo, se dirigió hacia tío Vernon con la mano tendida, pero tío
Vernon retrocedió unos pasos para alejarse de él, arrastrando a tía Petunia e incapaz de
pronunciar una palabra. Tenía su mejor traje cubierto de polvo blanco, así como el
cabello y el bigote, lo que lo hacía parecer treinta años más viejo.
—Eh... bueno... disculpe todo esto  —dijo el señor Weasley, bajando la mano y
observando por encima del hombro el estropicio de la chimenea—. Ha sido culpa mía:
no se me ocurrió que podía estar cegada. Hice que conectaran su chimenea a la Red Flu,
¿sabe? Sólo por esta tarde, para que pudiéramos recoger a Harry. Se supone que las
chimeneas de los muggles no deben conectarse... pero tengo un  conocido en el Equipo
de Regulación de la Red Flu que me ha hecho el favor. Puedo dejarlo como estaba en un
segundo, no se preocupe. Encenderé un fuego para que regresen los muchachos, y
repararé su chimenea antes de desaparecer yo mismo.
Harry sabía que  los Dursley no habían entendido ni una palabra. Seguían mirando
al señor Weasley con la boca abierta, estupefactos. Con dificultad, tía Petunia se alzó y
se ocultó detrás de tío Vernon.
—¡Hola, Harry! —saludó alegremente el señor Weasley—. ¿Tienes listo elbaúl?
—Arriba, en la habitación —respondió Harry, devolviéndole la sonrisa.
—Vamos por él  —dijo Fred de inmediato. Él y George salieron de la sala
guiñándole un ojo a Harry. Sabían dónde estaba su habitación porque en una ocasión lo
habían ayudado a fugarse de ella en plena noche. A Harry le dio la impresión de que
Fred y George esperaban echarle un vistazo a Dudley, porque les había hablado mucho
de él.
—Bueno —dijo el señor Weasley, balanceando un poco los brazos mientras trataba
de encontrar palabrascon las que romper el incómodo silencio—. Tie... tienen ustedes
una casa muy agradable.
Como la sala habitualmente inmaculada se hallaba ahora cubierta de polvo y trozos
de ladrillo, este comentario no agradó demasiado a los Dursley. El rostro de tío Vernon
se tiñó otra vez de rojo, y tía Petunia volvió a quedarse boquiabierta. Pero tanto uno
como otro estaban demasiado asustados para decir nada.
El señor Weasley miró a su alrededor. Le fascinaba todo lo relacionado con los
muggles. Harry lo notó impaciente por ir a examinar la televisión y el vídeo.
—Funcionan por eclectricidad, ¿verdad? —dijo en tono de entendido—. ¡Ah, sí, ya
veo los enchufes! Yo colecciono enchufes  —añadió dirigiéndose a tío Vernon—. Y
pilas. Tengo una buena colección de pilas. Mi mujer cree que estoy chiflado, pero ya ve.
Era evidente que tío Vernon era de la misma opinión que la señora Weasley. Se
movió ligeramente hacia la derecha para ponerse delante de tía Petunia, como si pensara
que el señor Weasley podía atacarlos de un momento a otro.
Dudley apareció de repente en la sala. Harry oyó el golpeteo del baúl en los
peldaños y comprendió que el ruido había hecho salir a Dudley de la cocina. Fue
caminando pegado a la pared, vigilando al señor Weasley con ojos desorbitados, e
intentó ocultarse detrás de sus padres. Por desgracia, las dimensiones de tío Vernon, que
bastaban para ocultar a la delgada tía Petunia, de ninguna manera podían hacer lo
mismo con Dudley.
—¡Ah, éste es tu primo!, ¿no, Harry?  —dijo el señor Weasley, tratandode entablar
conversación.
—Sí —dijo Harry—, es Dudley.
Él y Ron se miraron y luego apartaron rápidamente la vista. La tentación de echarse
a reír fue casi irresistible. Dudley seguía agarrándose el trasero como si tuviera miedo
de que se le cayera. El señor Weasley, en cambio, parecía sinceramente preocupado por
el peculiar comportamiento de Dudley. Por el tono de voz que empleó al volver a
hablar, Harry comprendió que el señor Weasley suponía a Dudley tan mal de la cabeza
como los Dursley lo suponían a él, con la diferencia de que el señor Weasley sentía
hacia el muchacho más conmiseración que miedo.
—¿Estás pasando unas buenas vacaciones, Dudley? —preguntó cortésmente.
Dudley gimoteó. Harry vio que se agarraba aún con más fuerza el enorme trasero.
Fred yGeorge regresaron a la sala, transportando el baúl escolar de Harry. Miraron
a su alrededor en el momento en que entraron y distinguieron a Dudley. Se les iluminó
la cara con idéntica y maligna sonrisa.
—¡Ah, bien! —dijo el señor Weasley—. Será mejor darse prisa.
Se remangó la túnica y sacó la varita. Harry vio a los Dursley echarse atrás contra
la pared, como si fueran uno solo.
—¡Incendio!  —exclamó el señor Weasley, apuntando con su varita al orificio que
había en la pared.
De inmediato apareció una hoguera que crepitó como si llevara horas encendida. El
señor Weasley se sacó del bolsillo un saquito, lo desanudó, cogió un pellizco de polvos
de dentro y lo echó a las llamas, que adquirieron un color verde esmeralda y llegaron
más alto que antes.
—Tú primero, Fred —indicó el señor Weasley.
—Voy —dijo Fred—. ¡Oh, no! Esperad...
A Fred se le cayó del bolsillo una bolsa de caramelos, y su contenido rodó en todas
direcciones: grandes caramelos con envoltorios de vivos colores.
Fred los recogió a toda prisa y  los metió de nuevo en los bolsillos; luego se
despidió de los Dursley con un gesto de la mano y avanzó hacia el fuego diciendo: «¡La
Madriguera!» Tía Petunia profirió un leve grito de horror. Se oyó una especie de rugido
en la hoguera, y Fred desapareció.
—Ahora tú, George —dijo el señor Weasley—. Con el baúl.
Harry ayudó a George a llevar el baúl hasta la hoguera, y lo puso de pie para que
pudiera sujetarlo mejor. Luego, gritó «¡La Madriguera!», se volvió a oír el rugido de las
llamas y George desapareció a su vez.
—Te toca, Ron —indicó el señor Weasley.
—Hasta luego  —se despidió alegremente Ron. Tras dirigirle a Harry una amplia
sonrisa, entró en la hoguera, gritó «¡La Madriguera!» y desapareció.
Ya sólo quedaban Harry y el señor Weasley.
—Bueno... Pues adiós —les dijo Harry a los Dursley.
Pero ellos no respondieron. Harry avanzó hacia el fuego; pero, justo cuando llegaba
ante él, el señor Weasley lo sujetó con una mano. Observaba atónito a los Dursley.
—Harry les ha dicho adiós —dijo—. ¿No lo han oído?
—No tiene importancia  —le susurró Harry al señor Weasley—. De verdad, me da
igual.
Pero el señor Weasley no le quitó la mano del hombro.
—No va a ver a su sobrino hasta el próximo verano  —dijo indignado a tío
Vernon—. ¿No piensa despedirse de él?
El rostrode tío Vernon expresó su ira. La idea de que un hombre que había armado
aquel estropicio en su sala de estar le enseñara modales era insoportable. Pero el señor
Weasley seguía teniendo la varita en la mano, y tío Vernon clavó en ella sus diminutos
ojos antes de contestar con tono de odio:
—Adiós.
—Hasta luego  —respondió Harry, introduciendo un pie en la hoguera de color
verde, que resultaba de una agradable tibieza. Pero en aquel momento oyó detrás de él
un horrible sonido como de arcadas y a tía Petunia que se ponía a gritar.
Harry se dio la vuelta. Dudley ya no trataba de ocultarse detrás de sus padres, sino
que estaba arrodillado junto a la mesita del café, resoplando y dando arcadas ante una
cosa roja y delgada de treinta centímetros de largo que le  salía de la boca. Tras un
instante de perplejidad, Harry comprendió que aquella cosa era la lengua de Dudley... y
vio que delante de él, en el suelo, había un envoltorio de colores brillantes.
Tía Petunia se lanzó al suelo, al lado de Dudley, agarró el extremo de su larga
lengua y trató de arrancársela; como es lógico, Dudley gritó y farfulló más que antes,
intentando que ella desistiera. Tío Vernon daba voces y agitaba los brazos, y el señor
Weasley no tuvo más remedio que gritar para hacerse oír.
—¡No sepreocupen, puedo arreglarlo!  —chilló, avanzando hacia Dudley con la
mano tendida.
Pero tía Petunia gritó aún más y se arrojó sobre Dudley para servirle de escudo.
—¡No se pongan así!  —dijo el señor Weasley, desesperado—. Es un proceso muy
simple. Era elcaramelo. Mi hijo Fred... es un bromista redomado. Pero no es más que
un encantamiento aumentador... o al menos eso creo. Déjenme, puedo deshacerlo...
Pero, lejos de tranquilizarse, los Dursley estaban cada vez más aterrorizados: tía
Petunia sollozaba como una histérica y tiraba de la lengua de Dudley dispuesta a
arrancársela; Dudley parecía estar ahogándose bajo la doble presión de su madre y de su
lengua; y tío Vernon, que había perdido completamente el control de sí mismo, cogió
una figura de porcelana del aparador y se la tiró al señor Weasley con todas sus fuerzas.
Éste se agachó, y la figura de porcelana fue a estrellarse contra la descompuesta
chimenea.
—¡Vaya!  —exclamó el señor Weasley, enfadado y blandiendo la varita—. ¡Yo
sólo trataba de ayudar!
Aullando como un hipopótamo herido, tío Vernon agarró otra pieza de adorno.
—¡Vete, Harry! ¡Vete ya!  —gritó el señor Weasley, apuntando con la varita a tío
Vernon—. ¡Yo lo arreglaré!
Harry no quería perderse la diversión, pero un segundo adorno le pasó rozando la
oreja izquierda, y decidió que sería mejor dejar que el señor Weasley resolviera la
situación. Entró en el fuego dando un paso, sin dejar de mirar por encima del hombro
mientras decía «¡La Madriguera!». Lo último que alcanzó a ver en la salade estar fue
cómo el señor Weasley esquivaba con la varita el tercer adorno que le arrojaba tío
Vernon mientras tía Petunia chillaba y cubría con su cuerpo a Dudley, cuya lengua,
como una serpiente pitón larga y delgada, se le salía de la boca. Un instante después,
Harry giraba muy rápido, y la sala de estar de los Dursley se perdió de vista entre el
estrépito de llamas de color esmeralda.

5
Sortilegios Weasley

Harry dio vueltas cada vez más rápido con los codos pegados al cuerpo. Borrosas
chimeneas pasaban ante él a la velocidad del rayo, hasta que se sintió mareado y cerró
los ojos. Cuando por fin le pareció que su velocidad aminoraba, estiró los brazos, a
tiempo para evitar darse de bruces contra el suelo de la cocina de los Weasley al salir de
la chimenea.
—¿Se lo comió?  —preguntó Fred ansioso mientras le tendía a Harry la mano para
ayudarlo a levantarse.
—Sí —respondió Harry poniéndose en pie—. ¿Qué era?
—Caramelo  longuilinguo  —explicó Fred, muy contento—. Los hemos inventado
George y yo, y nos hemos pasado el verano buscando a alguien en quien probarlos...
Todos prorrumpieron en carcajadas en la pequeña cocina; Harry miró a su
alrededor, y vio que Ron y George estaban sentados a una mesa de madera desgastada
de tanto restregarla, con dos pelirrojos a los que Harry no había visto nunca, aunque no
tardó en suponer quiénes serían: Bill y Charlie, los dos hermanos mayores Weasley.
—¿Qué tal te va, Harry?  —preguntó el más cercano a él, dirigiéndole una amplia
sonrisa y tendiéndole una mano grande que Harry estrechó. Estaba llena de callos y
ampollas. Aquél tenía que ser Charlie, que trabajaba en Rumania con dragones. Su
constitución era igual a la de los gemelos, y diferente de la de Percy y Ron, que eran
más altos y delgados. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida
por el clima de Rumania y tan llena de pecas que parecía bronceada; los brazos eran
musculosos, y en uno de ellos se veía una quemadura grande y brillante.
Bill se levantó sonriendo y también le estrechó la  mano a Harry, quien se
sorprendió. Sabía que Bill trabajaba para Gringotts, el banco del mundo mágico, y que
había sido Premio Anual de Hogwarts, y siempre se lo había imaginado como una
versión crecida de Percy: quisquilloso en cuanto al incumplimiento delas normas e
inclinado a mandar a todo el mundo. Sin embargo, Bill era (no había otra palabra para
definirlo) guay: era alto, tenía el pelo largo y recogido en una coleta, llevaba un colmillo
de pendiente e iba vestido de manera apropiada para un concierto de rock, salvo por las
botas (que, según reconoció Harry, no eran de cuero sino de piel de dragón).
Antes de que ninguno de ellos pudiera añadir nada, se oyó un pequeño estallido y
el señor Weasley apareció de pronto al lado de George. Harry no lo había  visto nunca
tan enfadado.
—¡No ha tenido ninguna gracia, Fred! ¿Qué demonios le diste a ese niño muggle?
—No le di nada  —respondió Fred, con otra sonrisa maligna—. Sólo lo dejé caer...
Ha sido culpa suya: lo cogió y se lo comió. Yo no le dije que lo hiciera.
—¡Lo dejaste caer a propósito!  —vociferó el señor Weasley—. Sabías que se lo
comería porque estaba a dieta...
—¿Cuánto le creció la lengua? —preguntó George, con mucho interés.
—Cuando sus padres me permitieron acortársela había alcanzado más de un metro
de largo.
Harry y los Weasley prorrumpieron de nuevo en una sonora carcajada.
—¡No tiene gracia!  —gritó el señor Weasley—. ¡Ese tipo de comportamiento
enturbia muy seriamente las relaciones entre magos y muggles! Me paso la mitad de la
vida luchando contra los malos tratos a los muggles, y resulta que mis propios hijos...
—¡No se lo dimos porque fuera muggle! —respondió Fred, indignado.
—No. Se lo dimos porque es un asqueroso bravucón  —explicó George—. ¿No es
verdad, Harry?
—Sí, lo es —contestó Harry seriamente.
—¡Ésa no es la cuestión!  —repuso enfadado el señor Weasley—. Ya veréis cuando
se lo diga a vuestra madre.
—¿Cuando me digas qué? —preguntó una voz tras ellos.
La señora Weasley acababa de entrar en la cocina. Era bajita, rechoncha y tenía una
cara generalmente muy amable, aunque en aquellos momentos la sospecha le hacía
entornar los ojos.
—¡Ah, hola, Harry!  —dijo sonriéndole al advertir que estaba allí. Luego volvió
bruscamente la mirada a su mando—. ¿Qué es lo que tienes que decirme?
El señorWeasley dudó. Harry se dio cuenta de que, a pesar de estar tan enfadado
con Fred y George, no había tenido verdadera intención de contarle a la señora Weasley
lo ocurrido. Se hizo un silencio mientras el señor Weasley observaba nervioso a su
mujer. Entonces aparecieron dos chicas en la puerta de la cocina, detrás de la señora
Weasley: una, de pelo castaño y espeso e incisivos bastante grandes, era Hermione
Granger, la amiga de Harry y Ron; la otra, menuda y pelirroja, era Ginny, la hermana
pequeña de Ron. Las dos sonrieron a Harry, y él les sonrió a su vez, lo que provocó que
Ginny se sonrojara: Harry le había gustado desde su primera visita a La Madriguera.
—¿Qué tienes que decirme, Arthur? —repitió la señora Weasley en un tono de voz
que daba miedo.
—Nada, Molly  —farfulló el señor Weasley—. Fred y George sólo... He tenido
unas palabras con ellos...
—¿Qué han hecho esta vez?  —preguntó la señora Weasley—. Si tiene que ver con
los «Sortilegios Weasley»...
—¿Por qué no le enseñas a Harry dónde va a dormir,Ron?  —propuso Hermione
desde la puerta.
—Ya lo sabe —respondió Ron—. En mi habitación. Durmió allí la última...
—Podemos ir todos —dijo Hermione, con una significativa mirada.
—¡Ah! —exclamó Ron, cayendo en la cuenta—. De acuerdo.
—Sí, nosotros también vamos —dijo George.
—¡Vosotros os quedáis donde estáis! —gruñó la señora Weasley.
Harry y Ron salieron despacio de la cocina y, acompañados por Hermione y Ginny,
emprendieron el camino por el estrecho pasillo y subieron por la desvencijada escalera
que zigzagueaba hacia los pisos superiores.
—¿Qué es eso de los «Sortilegios Weasley»? —preguntó Harry mientras subían.
Ron y Ginny se rieron, pero Hermione no.
—Mi madre ha encontrado un montón de cupones de pedido cuando limpiaba la
habitación de Fred y George  —explicó Ron en voz baja—. Largas listas de precios de
cosas que ellos han inventado. Artículos de broma, ya sabes: varitas falsas y caramelos
con truco, montones de cosas. Es estupendo: nunca me imaginé que hubieran estado
inventando todo eso...
—Hace  mucho tiempo que escuchamos explosiones en su habitación, pero nunca
supusimos que estuvieran fabricando algo  —dijo Ginny—. Creíamos que simplemente
les gustaba el ruido.
—Lo que pasa es que la mayor parte de los inventos... bueno, todos, en realidad...
son algo peligrosos y, ¿sabes?, pensaban venderlos en Hogwarts para sacar dinero. Mi
madre se ha puesto furiosa con ellos. Les ha prohibido seguir fabricando nada y ha
quemado todos los cupones de pedido... Además está enfadada con ellos porque no han
conseguido tan buenas notas como esperaba...
—Y también ha habido broncas porque mi madre quiere que entren en el
Ministerio de Magia como nuestro padre, y ellos le han dicho que lo único que quieren
es abrir una tienda de artículos de broma —añadió Ginny.
Entonces se abrió una puerta en el segundo rellano y asomó por ella una cara con
gafas de montura de hueso y expresión de enfado.
—Hola, Percy —saludó Harry.
—Ah, hola, Harry  —contestó Percy—. Me preguntaba quién estaría armando tanto
jaleo. Intento trabajar, ¿sabéis? Tengo que terminar un informe para la oficina, y resulta
muy difícil concentrarse cuando la gente no para de subir y bajar la escalera haciendo
tanto ruido.
—No hacemos tanto ruido —replicó Ron, enfadado—. Estamos subiendo con paso
normal. Lamentamos haber entorpecido los asuntos reservados del Ministerio.
—¿En qué estás trabajando? —quiso saber Harry.
—Es un informe para el Departamento de Cooperación Mágica Internacional
—respondió Percy con aires de suficiencia—. Estamos intentando estandarizar el grosor
de los calderos. Algunos de los calderos importados son algo delgados, y el goteo se ha
incrementado en una proporción cercana al tres por ciento anual...
—Eso cambiará el mundo  —intervino Ron—. Ese informe será un bombazo. Ya
me lo imagino en la primera página de El Profeta: «Calderos con agujeros.»
Percy se sonrojó ligeramente.
—Puede que te parezca una tontería, Ron —repuso acaloradamente—, pero si no se
aprueba una ley internacional bien podríamos encontrar el mercado inundado de
productos endebles y de culo demasiado delgado que pondrían seriamente en peligro...
—Sí, sí, de acuerdo —interrumpió Ron, y siguió subiendo.
Percy cerró la puerta de su habitación dando un portazo. Mientras Harry, Hermione
y Ginny seguían a Ronotros tres tramos, les llegaban ecos de gritos procedentes de la
cocina. El señor Weasley debía de haberle contado a su mujer lo de los caramelos.
La habitación donde dormía Ron en la buhardilla de la casa estaba casi igual que el
verano anterior: los mismos pósters del equipo de quidditch favorito de Ron, los
Chudley Cannons, que daban vueltas y saludaban con la mano desde las paredes y el
techo inclinado; y en la pecera del alféizar de la ventana, que antes contenía huevas de
rana, había una rana enorme. Ya no estaba  Scabbers,  la vieja rata de Ron, pero su lugar
lo ocupaba la pequeña lechuza gris que había llevado la carta de Ron a Privet Drive para
entregársela a Harry. Daba saltos en una jaulita y gorjeaba como loca.
—¡Cállate,  Pig!  —le dijo Ron, abriéndose paso entre dos de las cuatro camas que
apenas cabían en la habitación—. Fred y George duermen con nosotros porque Bill y
Charlie ocupan su cuarto —le explicó a Harry—. Percy se queda la habitación toda para
él porque tiene que trabajar.
—¿Por qué llamas Pig a la lechuza? —le preguntó —Harry a Ron.
—Porque es tonto —dijo Ginny—. Su verdadero nombre es Pigwidgeon.
—Sí, y ése no es un nombre tonto  —contestó sarcásticamente Ron—. Ginny lo
bautizó. Le parece un nombre adorable. Yo intenté cambiarlo, pero era demasiado tarde:
ya no responde a ningún otro. Así que ahora se ha quedado con  Pig.  Tengo que tenerlo
aquí porque no gusta a Errol ni a Hermes. En realidad, a mí también me molesta.
Pigwidgeon  revoloteaba veloz y alegremente por la jaula, gorjeando  de forma
estridente. Harry conocía demasiado a Ron para tomar en serio sus palabras: siempre se
había quejado de su vieja rata  Scabbers, pero cuando creyó que Crookshanks, el gato de
Hermione, se la había comido, se disgustó muchísimo.
—¿Dónde está Crookshanks? —preguntó Harry a Hermione.
—Fuera, en el jardín, supongo. Le gusta perseguir a los gnomos; nunca los había
visto.
—Entonces, ¿Percy está contento con el trabajo?  —inquirió Harry, sentándose en
una de las camas y observando a los Chudley Cannons,  que entraban y salían como
balas de los pósters colgados en el techo.
—¿Contento?  —dijo Ron con desagrado—. Creo que no habría vuelto a casa si mi
padre no lo hubiera obligado. Está obsesionado. Pero no le menciones a su jefe. «Según
el señor Crouch... Comole iba diciendo al señor Crouch... El señor Crouch opina... El
señor Crouch me ha dicho...» Un día de éstos anunciarán su compromiso matrimonial.
—¿Has pasado un buen verano, Harry?  —quiso saber Hermione—. ¿Recibiste
nuestros paquetes de comida y todo lo demás?
—Sí, muchas gracias —contestó Harry—. Esos pasteles me salvaron la vida.
—¿Y has tenido noticias de...?  —comenzó Ron, pero se calló en respuesta a la
mirada de Hermione.
Harry se dio cuenta de que Ron quería preguntarle por Sirius. Ron y Hermione se
habían involucrado tanto en la fuga de Sirius que estaban casi tan preocupados por él
como Harry. Sin embargo, no era prudente hablar de él delante de Ginny. A excepción
de ellos y del profesor Dumbledore, nadie sabía cómo había escapado Sirius ni creía en
su inocencia.
—Creo que han dejado de discutir  —dijo Hermione para disimular aquel instante
de apuro, porque Ginny miraba con curiosidad tan pronto a Ron como a Harry—. ¿Qué
tal si bajamos y ayudamos a vuestra madre con la cena?
—De acuerdo —aceptó Ron.
Los cuatro salieron de la habitación de Ron, bajaron la escalera y encontraron a la
señora Weasley sola en la cocina, con aspecto de enfado.
—Vamos a comer en el jardín  —les dijo en cuanto entraron—. Aquí no cabemos
once personas. ¿Podríais sacar los  platos, chicas? Bill y Charlie están colocando las
mesas. Vosotros dos, llevad los cubiertos —les dijo a Ron y a Harry. Con más fuerza de
la debida, apuntó con la varita a un montón de patatas que había en el fregadero, y éstas
salieron de sus mondas tan  velozmente que fueron a dar en las paredes y el techo—.
¡Dios mío!  —exclamó, apuntando con la varita al recogedor, que saltó de su lugar y
empezó a moverse por el suelo recogiendo las patatas—. ¡Esos dos! —estalló de pronto,
mientras sacaba cazuelas del armario. Harry comprendió que se refería a Fred y a
George—. No sé qué va a ser de ellos, de verdad que no lo sé. No tienen ninguna
ambición, a menos que se considere ambición dar tantos problemas como pueden.
Depositó ruidosamente en la mesa de la cocina  una cazuela grande de cobre y
comenzó a dar vueltas a la varita dentro de la cazuela. De la punta salía una salsa
cremosa conforme iba removiendo.
—No es que no tengan cerebro —prosiguió irritada, mientras llevaba la cazuela a la
cocina y encendía el fuegocon otro toque de la varita—, pero lo desperdician, y si no
cambian pronto, se van a ver metidos en problemas de verdad. He recibido más lechuzas
de Hogwarts por causa de ellos que de todos los demás juntos. Si continúan así
terminarán en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia.
La señora Weasley tocó con la varita el cajón de los cubiertos, que se abrió de
golpe. Harry y Ron se quitaron de en medio de un salto cuando algunos de los cuchillos
salieron del cajón, atravesaron volando la cocina y se pusieron a cortar las patatas que el
recogedor acababa de devolver al fregadero.
—No sé en qué nos equivocamos con ellos  —dijo la señora Weasley posando la
varita y sacando más cazuelas—. Llevamos años así, una cosa detrás de otra, y no hay
manera de que entiendan... ¡OH, NO, OTRA VEZ!
Al coger la varita de la mesa, ésta lanzó un fuerte chillido y se convirtió en un ratón
de goma gigante.
—¡Otra de sus varitas falsas! —gritó—. ¿Cuántas veces les he dicho a esos dos que
no las dejen por ahí?
Cogió suvarita auténtica, y al darse la vuelta descubrió que la salsa humeaba en el
fuego.
—Vamos  —le dijo Ron a Harry apresuradamente, cogiendo un puñado de
cubiertos del cajón—. Vamos a echarles una mano a Bill y a Charlie.
Dejaron sola a la señora Weasley y salieron al patio por la puerta de atrás.
Apenas habían dado unos pasos cuando  Crookshanks,el gato color canela y
patizambo de Hermione, salió del jardín a toda velocidad con su cola de cepillo enhiesta
y persiguiendo lo que parecía una patata con piernas llenas de barro. Harry recordó que
aquello era un gnomo. Con su palmo de altura, golpeaba en el suelo con los pies como
los palillos en un tambor mientras corría a través del patio, y se zambulló de cabeza en
una de las botas de goma que había junto a lapuerta. Harry oyó al gnomo riéndose a
mandíbula batiente mientras  Crookshanks metía la pata en la bota intentando atraparlo.
Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casa llegó un ruido como de choque.
Comprendieron qué era lo que había causado el ruidocuando entraron en el jardín y
vieron que Bill y Charlie blandían las varitas haciendo que dos mesas viejas y
destartaladas volaran a gran altura por encima del césped, chocando una contra otra e
intentando hacerse retroceder mutuamente. Fred y George gritaban entusiasmados,
Ginny se reía y Hermione rondaba por el seto, aparentemente dividida entre la diversión
y la preocupación.
La mesa de Bill se estrelló contra la de Charlie con un enorme estruendo y le
rompió una de las patas. Se oyó entonces un traqueteo, y, al mirar todos hacia arriba,
vieron a Percy asomando la cabeza por la ventana del segundo piso.
—¿Queréis hacer menos ruido? —gritó.
—Lo siento, Percy  —se disculpó Bill con una risita—. ¿Cómo van los culos de los
calderos?
—Muy mal —respondió Percy malhumorado, y volvió a cerrar la ventana dando un
golpe. Riéndose por lo bajo, Bill y Charlie posaron las mesas en el césped, una pegada a
la otra, y luego, con un toquecito de la varita mágica, Bill volvió a pegar la pata rota e
hizo aparecer por arte de magia unos manteles.
A las siete de la tarde, las dos mesas crujían bajo el peso de un sinfín de platos que
contenían la excelente comida de la señora Weasley, y los nueve Weasley, Harry y
Hermione tomaban asiento para cenar bajo el cielo claro, de  un azul intenso. Para
alguien que había estado alimentándose todo el verano de tartas cada vez más pasadas,
aquello era un paraíso, y al principio Harry escuchó más que habló mientras se servía
empanada de pollo con jamón, patatas cocidas y ensalada.
Al otro extremo de la mesa, Percy ponía a su padre al corriente de todo lo relativo a
su informe sobre el grosor de los calderos.
—Le he dicho al señor Crouch que lo tendrá listo el martes  —explicaba Percy
dándose aires—. Eso es algo antes de lo que él mismo esperaba, pero me gusta hacer las
cosas aún mejor de lo que se espera de mí. Creo que me agradecerá que haya terminado
antes de tiempo. Quiero decir que, como ahora hay tanto que hacer en nuestro
departamento con todos los preparativos para los Mundiales,  y la verdad es que no
contamos con el apoyo que necesitaríamos del Departamento de Deportes y Juegos
Mágicos... Ludo Bagman...
—Ludo me cae muy bien  —dijo el señor Weasley en un tono afable—. Es el que
nos ha conseguido las entradas para la Copa. Yo le hice un pequeño favor: su hermano,
Otto, se vio metido en un aprieto a causa de una segadora con poderes sobrenaturales, y
arreglé todo el asunto...
—Desde luego, Bagman es una persona muy agradable  —repuso Percy
desdeñosamente—, pero no entiendo cómo pudo  llegar a director de departamento.
¡Cuando lo comparo con el señor Crouch...! Desde luego, si se perdiera un miembro de
nuestro departamento, el señor Crouch intentaría averiguar qué ha sucedido. ¿Sabes que
Bertha Jorkins lleva desaparecida ya más de un mes? Se fue a Albania de vacaciones y
no ha vuelto...
—Sí, le he preguntado a Ludo  —dijo el señor Weasley, frunciendo el entrecejo—.
Dice que Bertha se ha perdido ya un montón de veces. Aunque, si fuera alguien de mi
departamento, me preocuparía...
—Por supuesto, Bertha es un caso perdido  —siguió Percy—. Creo que se la han
estado pasando de un departamento a otro durante años: da más problemas de los que
resuelve. Pero, aun así, Ludo debería intentar encontrarla. El señor Crouch se ha
interesado personalmente... Ya sabes que ella trabajó en otro tiempo en nuestro
departamento, y creo que el señor Crouch le tiene estima. Pero Bagman no hace más
que reírse y decir que ella seguramente interpretó mal el mapa y llegó hasta Australia en
vez de Albania. En fin  —Percy lanzó un impresionante suspiro y bebió un largo trago
de vino de saúco—, tenemos ya bastantes problemas en el Departamento de
Cooperación Mágica Internacional para que intentemos encontrar al personal de otros
departamentos. Como sabes, hemos de  organizar otro gran evento después de los
Mundiales.  —Se aclaró la garganta como para llamar la atención de todos, y miró al
otro extremo de la mesa, donde estaban sentados Harry, Ron y Hermione, antes de
continuar—: Ya sabes de qué hablo, papá  —levantó ligeramente la voz—: el asunto
ultrasecreto.
Ron puso cara de resignación y les susurró a Harry y a Hermione:
—Ha estado intentando que le preguntemos de qué se trata desde que empezó a
trabajar. Seguramente es una exposición de calderos de culo delgado.
En  el medio de la mesa, la señora Weasley discutía con Bill a propósito de su
pendiente, que parecía ser una adquisición reciente.
—... con ese colmillazo horroroso ahí colgando... Pero ¿qué dicen en el banco?
—Mamá, en el banco a nadie le importa un comino  lo que me ponga mientras
ganen dinero conmigo —explicó Bill con paciencia.
—Y tu pelo da risa, cielo  —dijo la señora Weasley, acariciando su varita—. Si me
dejaras darle un corte...
—A mí me gusta  —declaró Ginny, que estaba sentada al lado de Bill—. Tú estás
muy anticuada, mamá. Además, no tienes más que mirar el pelo del profesor
Dumbledore...
Junto a la señora Weasley, Fred, George y Charlie hablaban animadamente sobre
los Mundiales.
—Va a ganar Irlanda  —pronosticó Charlie con la boca llena de patata—.  En las
semifinales le dieron una paliza a Perú.
—Ya, pero Bulgaria tiene a Viktor Krum —repuso Fred.
—Krum es un buen jugador, pero Irlanda tiene siete estupendos jugadores
—sentenció Charlie—. Ojalá Inglaterra hubiera pasado a la final. Fue  vergonzoso, eso
es lo que fue.
—¿Qué ocurrió?  —preguntó interesado Harry, lamentando más que nunca su
aislamiento del mundo mágico mientras estaba en Privet Drive. Harry era un apasionado
del quidditch. Jugaba de buscador en el equipo de Gryffindor desde  el primer curso, y
tenía una Saeta de Fuego, una de las mejores escobas de carreras del mundo.
—Fue derrotada por Transilvania, por trescientos noventa a diez  —repuso Charlie
con tristeza—. Una actuación terrorífica. Y Gales perdió frente a Uganda, y Escocia fue
vapuleada por Luxemburgo.
Antes de que tomaran el postre, helado casero de fresas, el señor Weasley hizo
aparecer mediante un conjuro unas velas para alumbrar el jardín, que se estaba
quedando a oscuras, y para cuando terminaron, las polillas revoloteaban sobre la mesa y
el aire templado olía a césped y a madreselva. Harry había comido maravillosamente y
se sentía en paz con el mundo mientras contemplaba a los gnomos que saltaban entre los
rosales, riendo como locos y corriendo delante de Crookshanks.
Ron observó con atención al resto de su familia para asegurarse de que estaban
todos distraídos hablando y le preguntó a Harry en voz muy baja:
—¿Has tenido últimamente noticias de Sirius?
Hermione vigilaba a los demás mientras no se perdía palabra.
—Sí  —dijo Harry también en voz baja—, dos veces. Parece que está muy bien.
Anteayer le escribí. Es probable que envíe la contestación mientras estamos aquí.
Recordó de pronto el motivo por el que había escrito a Sirius y, por un instante,
estuvo a punto de contarles a Ron y a Hermione que la cicatriz le había vuelto a doler y
el sueño que había tenido... pero no quiso preocuparlos precisamente en aquel momento
en que él mismo se sentía tan tranquilo y feliz.
—Mirad qué hora es  —dijo de pronto la señora  Weasley, consultando su reloj de
pulsera—. Ya tendríais que estar todos en la cama, porque mañana os tendréis que
levantar con el alba para llegar a la Copa. Harry, si me dejas la lista de la escuela, te
puedo comprar las cosas mañana en el callejón Diagon. Voy a comprar las de todos los
demás porque a lo mejor no queda tiempo después de la Copa. La última vez el partido
duró cinco días.
—¡Jo! ¡Espero que esta vez sea igual! —dijo Harry entusiasmado.
—Bueno, pues yo no  —replicó Percy en tono moralista—. M e horroriza pensar
cómo estaría mi bandeja de asuntos pendientes si faltara cinco días del trabajo.
—Desde luego, alguien podría volver a ponerte una caca de dragón, ¿eh, Percy?
—dijo Fred.
—¡Era una muestra de fertilizante proveniente de Noruega!  —respondió Percy,
poniéndose muy colorado—. ¡No era nada personal!
—Sí que lo era —le susurró Fred a Harry, cuando se levantaban de la mesa—. Se la
enviamos nosotros.

6
El traslador

Cuando, en la habitación de Ron, la señora Weasley lo zarandeó para  despertarlo, a
Harry le pareció que acababa de acostarse.
—Es la hora de irse, Harry, cielo —le susurró, dejándolo para ir a despertar a Ron.
Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sentó en la cama. Fuera todavía
estaba oscuro. Ron decía algoincomprensible mientras su madre lo levantaba. A los
pies del colchón vio dos formas grandes y despeinadas que surgían de sendos líos de
mantas.
—¿Ya es la hora? —preguntó Fred, más dormido que despierto.
Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y
desperezándose, los cuatro bajaron la escalera camino de la cocina.
La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el
señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas  de
pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que
pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros
muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un gruesocinturón
de cuero.
—¿Qué os parece?  —pregunto—. Se supone que vamos de incógnito... ¿Parezco
un muggle, Harry?
—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.
—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe... Pe... Percy?  —preguntó George, sin lograr
reprimir un descomunal bostezo.
—Bueno, van a aparecerse, ¿no?  —dijo la señora Weasley, cargando con la olla
hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de avena en los cuencos con un cazo—,
así que pueden dormir un poco más.
Harry sabía que aparecerse era algo muy  difícil; había que desaparecer de un lugar
y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.
—O sea, que siguen en la cama... —dijo Fred de malhumor, acercándose su cuenco
de gachas—. ¿Y por qué no podemos aparecernos nosotros también?
—Porque no tenéis la edady no habéis pasado el examen —contestó bruscamente
la señora Weasley—. ¿Y dónde se han metido esas chicas?
Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.
—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? —preguntó Harry.
—Desde luego  —respondió el señor Weasley, poniendo a buen recaudo las
entradas en el bolsillo trasero del pantalón—. El Departamento de Transportes Mágicos
tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La
aparición no es fácil, y cuando no se hacecomo se debe puede traer complicaciones
muy desagradables. Esos dos que os digo se escindieron.
Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.
—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.
—La mitad del cuerpo quedó atrás  —explicó el señor Weasley, echándose con la
cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—. Y, por supuesto, estaban
inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que esperar a que llegara
el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un
montón de papeleo, os lo puedo asegurar, con tantos muggles que vieron los trozos que
habían dejado atrás...
Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de
Privet Drive.
—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.
—Sí  —respondió el señor Weasley con tranquilidad—. Pero les cayó una buena
multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con
la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren
la escoba: es más lenta, pero más segura.
—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?
—Charlie tuvo que repetir el examen  —dijo Fred, con una sonrisita—. La primera
vez se lo cargaron porque apareció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que
tenía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra,
¿os acordáis?
—Bueno, pero aprobó a la segunda  —dijo la señora Weasley, entre un estallido de
carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.
—Percy lo ha conseguido hace sólo  dos semanas  —dijo George—. Desde
entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo para demostrar que es
capaz de hacerlo.
Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en la cocina, pálidas y
somnolientas.
—¿Por qué nos hemos levantado  tan temprano?  —preguntó Ginny, frotándose los
ojos y sentándose a la mesa.
—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.
—¿Paseo?  —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los
Mundiales?
—No, no, eso está muy lejos  —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay
que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se
reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos
a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch...
—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.
—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.
—¿Qué tienes en el bolsillo?
—¡Nada!
—¡No me mientas!
La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:
—¡Accio!
Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de
George, que en vano intentó agarrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano
extendida de la señora Weasley.
—¡Os dijimos que los destruyerais!  —exclamó, furiosa, la señora Weasley,
sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos  longuilinguos—.
¡Os dijimos que os deshicierais de todos! ¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!
Fue una escena desagradable. Evidentemente, los gemelos habían tratado de sacar
de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el
encantamiento convocador para encontrarlos todos.
—¡Accio! ¡Accio! ¡Accio!  —fue diciendo, y los caramelos  salieron de los lugares
más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los
vaqueros de Fred.
—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos!  —le gritó Fred a su madre, cuando
ella los tiró.
—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses!  —exclamó ella—. ¡No me extraña
que no tuvierais mejores notas!
El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La señora Weasley aún tenía el
entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los
gemelos, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a
su madre.
—Bueno, pasadlo bien —dijo la señora Weasley—, y portaos como Dios manda —
añadió dirigiéndose a los gemelos, pero ellos no se volvieron ni respondieron—. Os
enviaré a Bill,Charlie y Percy hacia mediodía  —añadió, mientras el señor Weasley,
Harry, Ron, Hermione y Ginny se marchaban por el oscuro patio precedidos por Fred y
George.
Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un pálido resplandor en el horizonte, a
su derecha, indicaba que el amanecer se hallaba próximo. Harry, que había estado
pensando en los miles de magos que se concentrarían para ver los Mundiales de
quidditch, apretó el paso para caminar junto al señor Weasley.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo noten los muggles? —preguntó.
—Ha sido un enorme problema de organización  —dijo el señor Weasley con un
suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los
Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para
acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate
que intentáramos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el andén nueve y
tres cuartos... Así que teníamos que encontrar un buen páramo desiertoy poner tantas
precauciones antimuggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando
en ello durante meses. En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas.
La gente con entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número
limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes.
Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen,
claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de
los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano.
Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos  trasladores.  Son
objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de
antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas.
Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran
Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la  colina de Stoatshead. Es allí
adonde nos dirigimos.
El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el pueblo de Ottery St. Catchpole,
donde se alzaba una enorme montaña negra.
—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó Harry con curiosidad.
—Bueno, pueden ser cualquier cosa —respondió el señor Weasley—. Cosas que no
llamen la atención, desde luego, para que los muggles no las cojan y jueguen con ellas...
Cosas que a ellos les parecerán simplemente basura.
Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo.
Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del
negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las
manos y los pies helados. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.
Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoatshead no les quedaban fuerzas
para hablar, y a menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o
resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. A Harry le costaba respirar, y las
piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.
—¡Uf!  —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el
jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...
Hermione llegó  en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un
costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.
—Ahora sólo falta el traslador  —dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las
gafas y buscando a su alrededor—. No será grande... Vamos...
Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito
rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos
siluetas altas.
—¡Amos!  —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia
el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.
El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de
color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.
—Éste es Amos Diggory  —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya
conocéis a su hijo Cedric.
Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y
buscador del equipo de quidditch de la casa Hufflepuff, en Hogwarts.
—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.
Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un
gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a Cedric que venciera al equipo de
Gryffindor en el partido de quidditch del año anterior.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.
—No demasiado  —respondió el señor Weasley—. Vivimos justo al otro lado de
ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos  a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando
tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos
perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones... que es lo que nos
han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a
otros...
Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry
y a Hermione.
—¿Son todos tuyos, Arthur?
—No, sólo los pelirrojos  —aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos—. Ésta
es Hermione, amiga de Ron... y éste es Harry, otro amigo...
—¡Por las barbas de Merlín!  —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—.
¿Harry? ¿Harry Potter?
—Ehhh... sí —contestó Harry.
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los
ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que
tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.
—Ced me ha hablado de ti, por supuesto  —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado
lo del partido contra tu equipo, el  año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a
tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George
volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.
—Harry se cayó de la escoba, papá  —masculló—. Ya te dije que fue un
accidente...
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no?  —dijo Amos de manera cordial, dando a su
hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de
costumbre... Pero  ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí?
Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡No hay que ser un genio para saber
quién es el mejor!
—Ya debe de ser casi la hora  —se apresuró a decir el señor Weasley, volviendo  a
sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron
entradas  —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta
zona, ¿o sí?
—No que yo sepa  —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que
nos preparemos.
Miró a Harry y a Hermione.
—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más: con poner un dedo será
suficiente.
Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los nueve se
reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.
Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría
la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería
aquella imagen a cualquier muggle que se presentara en aquel momento por allí: nueve
personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella
bota sucia, vieja y asquerosa, esperando...
—Tres... —masculló el señor Weasley, mirando al reloj—, dos...uno...
Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo,
tirara de él hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la
tierra; pudo notar a Ron y a Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros
golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de
colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la
bota, como por atracción magnética. Y entonces...
Tocó tierra con los pies.  Ron se tambaleó contra él y lo hizo caer. El traslador
golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.
Harry levantó la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie
aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás se habían caído al suelo.
—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.

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