martes, 1 de julio de 2014

Harry Potter y el Cáliz de Fuego Cap. 16-18

16
El Cáliz de fuego

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Ron asombrado cuando los alumnos de Hogwarts,
formados en fila, volvían a subir la escalinata tras la comitiva de Durmstrang—.¡Krum,
Harry! ¡Es Viktor Krum!
—¡Ron, por Dios, no es más que un jugador de quidditch! —dijo Hermione.
—¿Nada más que un jugador de quidditch?  —repitió Ron, mirándola como si no
pudiera dar crédito a sus oídos—. ¡Es uno  de los mejores buscadores del mundo,
Hermione! ¡Nunca me hubiera imaginado que aún fuera al colegio!
Cuando volvían a cruzar el vestíbulo con el resto de los estudiantes de Hogwarts,
de camino al Gran Comedor, Harry vio a Lee Jordan dando saltos en vertical para poder
distinguir la nuca deKrum. Unas chicas de sexto revolvían en sus bolsillos mientras
caminaban.
—¡Ah, es increíble, no llevo ni una simple pluma! ¿Crees que accedería a firmarme
un autógrafo en el sombrero con mi lápiz de labios?
—¡Pero bueno! —bufó Hermione muy altanera al adelantar a las chicas, que habían
empezado a pelearse por el lápiz de labios.
—Voy a intentar conseguir su autógrafo  —dijo Ron—. No llevarás una pluma,
¿verdad, Harry?
—Las dejé todas en la mochila —contestó.
Se dirigieron a la mesa de Gryffindor. Ron puso mucho interés en sentarse
orientado hacia la puerta de entrada, porque Krum y sus compañeros de Durmstrang
seguían  amontonados junto a ella sin saber dónde sentarse. Los  alumnos de
Beauxbatons se habían puesto en la mesa de Ravenclaw y observaban el GranComedor
con expresión crítica. Tres de ellos se sujetaban aún bufandas o chales en torno a la
cabeza.
—No hace tanto frío —dijo Hermione, molesta—. ¿Por qué no han traído capa?
—¡Aquí! ¡Ven a sentarte aquí!  —decía Ron entre dientes—. ¡Aquí! Hermione,
hazte a un lado para hacerle sitio...
—¿Qué?
—Demasiado tarde —se lamentó Ron con amargura.
Viktor Krum y sus compañeros de Durmstrang se habían colocado en la mesa de
Slytherin. Harry vio que Malfoy, Crabbe y Goyle parecían muy ufanos por este hecho.
En elinstante en que miró, Malfoy se inclinaba un poco para dirigirse a Krum.
—Sí, muy bien, hazle la pelota, Malfoy  —dijo Ron de  forma mordaz—. Apuesto
algo a que Krum no tarda en calarte... Seguro que tiene montones de gente lisonjeándolo
todo el día... ¿Dónde creéis que dormirán? Podríamos hacerle sitio en nuestro
dormitorio, Harry... No me importaría dejarle mi cama: yo puedo dormir en una
plegable.
Hermione exhaló un sonoro resoplido.
—Parece que están mucho más contentos que los de  Beauxbatons  —comentó
Harry.
Los alumnos de Durmstrang se quitaban las pesadas pieles y miraban con
expresión de interés el negro techo lleno de estrellas. Dos de ellos cogían los platos y las
copas de oro y los examinaban, aparentemente muy impresionados.
En el fondo, en la  mesa de los profesores, Filch, el conserje, estaba añadiendo
sillas. Como la ocasión lo merecía,  llevaba puesto su frac viejo y enmohecido. Harry se
sorprendió de verlo añadir cuatro sillas, dos a cada lado de Dumbledore.
—Pero sólo hay dos profesores más  —se extrañó Harry—. ¿Por qué Filch pone
cuatro sillas? ¿Quién más va a venir?
—¿Eh? —dijo Ron un poco ido. Seguía observando a Krum con avidez.
Habiendo entrado todos los alumnos en el Gran Comedor y una vez sentados a las
mesas de sus respectivas casas,  empezaron a entrar en fila los profesores, que se
encaminaron a la mesa del fondo y ocuparon sus asientos. Los últimos en la  fila eran el
profesor Dumbledore, el profesor Karkarov y Madame Maxime. Al ver aparecer a su
directora, los alumnos de Beauxbatons  se pusieron inmediatamente en pie. Algunos de
los de Hogwarts se rieron. El grupo de Beauxbatons no pareció avergonzarse en
absoluto, y no volvió a ocupar sus  asientos hasta que Madame Maxime se hubo sentado
a la izquierda de Dumbledore. Éste, sin embargo, permaneció en pie, y el silencio cayó
sobre el Gran Comedor.
—Buenas noches, damas, caballeros, fantasmas y,  muy especialmente, buenas
noches a nuestros huéspedes  —dijo Dumbledore, dirigiendo una sonrisa a los
estudiantes extranjeros—. Es para mi un placer daros la bienvenida a Hogwarts. Deseo
que vuestra estancia aquí os resulte al mismo tiempo confortable y placentera, y confío
en que así sea.
Una de las chicas de Beauxbatons, que seguía aferrando la bufanda con que se
envolvía la cabeza, profirió loque inconfundiblemente era una risa despectiva.
—¡Nadie te obliga a quedarte! —susurró Hermione, irritada con ella.
—El Torneo quedará oficialmente abierto al final del banquete  —explicó
Dumbledore—. ¡Ahora os invito a todos  a comer, a beber y a disfrutarcomo si
estuvierais en vuestra casa!
Se sentó, y Harry vio que Karkarov se inclinaba inmediatamente hacia él y
trababan conversación.
Como de costumbre, las fuentes que tenían delante se llenaron de comida. Los elfos
domésticos de las cocinas parecían haber tocado todos los registros. Ante ellos tenían la
mayor variedad de platos que Harry hubiera visto nunca, incluidos algunos que eran
evidentemente extranjeros.
—¿Qué es esto?  —dijo Ron, señalando una larga sopera  llena de una especie de
guiso de marisco que había al lado de un familiar pastel de carne y riñones.
—Bullabesa —repuso Hermione.
—Por si acaso, tuya —replicó Ron.
—Es un plato francés  —explicó Hermione—. Lo probé en vacaciones, este verano
no, el anterior, y es muy rica.
—Te creo sin necesidadde probarla —dijo Ron sirviéndose pastel.
El Gran Comedor parecía mucho más lleno de lo usual, aunque había tan sólo unos
veinte estudiantes más que de costumbre. Quizá fuera porque sus uniformes, que eran
de colores diferentes, destacaban muy claramente contra el negro de las túnicas de
Hogwarts. Una vez desprendidos de sus pieles, los alumnos de Durmstrang mostraban
túnicas de color rojo sangre.
A los veinte minutos de banquete, Hagrid entró furtivamente en el Gran Comedor a
través de la puerta que estaba situada detrás de la mesa de los profesores. Ocupó su silla
en un extremo de la mesa y saludó a Harry, Ron y Hermione con la mano vendada.
—¿Están bien los escregutos, Hagrid? —le preguntó Harry.
—Prosperando —respondió Hagrid, muy contento.
—Sí, estoy seguro de que prosperan  —dijo Ron en voz baja—. Parece que por fin
han encontrado algo de comer que les gusta, ¿verdad? ¡Los dedos de Hagrid!
En aquel momento dijo una voz:
—«Pegdonad», ¿no «queguéis» bouillabaisse?
Se trataba de la misma chica de Beauxbatons que se había reído durante el discurso
de Dumbledore. Al fin se había quitado la bufanda. Una larga cortina de pelo rubio
plateado le caía casi hasta la cintura. Tenía los ojos muy azules y los dientes muy
blancos y regulares.
Ron se puso colorado.  La miró, abrió la boca para contestar, pero de ella no salió
nada más que un débil gorjeo.
—Puedes llevártela —le dijo Harry, acercándole a la chica la sopera.
—¿Habéis «tegminado» con ella?
—Sí —repuso Ron sin aliento—. Sí, es deliciosa.
La chica cogió  la sopera y se la llevó con cuidado a la mesa de Ravenclaw. Ron
seguía mirándola con ojos desorbitados, como si nunca hubiera visto una chica. Harry
se echó a reír, y el sonido de su risa pareció sacar a Ron de su ensimismamiento.
—¡Es una veela! —le dijoa Harry con voz ronca.
—¡Por supuesto que no lo es!  —repuso Hermione ásperamente—. No veo que
nadie más se haya quedado mirándola con la boca abierta como un idiota.
Pero no estaba totalmente en lo cierto. Cuando la chica cruzó el Gran Comedor
muchos chicos volvieron la cabeza, y algunos se quedaban sin habla, igual que Ron.
—¡Te digo que no es una chica normal!  —exclamó Ron, haciéndose a un lado para
verla mejor—. ¡Las de Hogwarts no están tan bien!
—En Hogwarts las hay que están muy bien  —contestó  Harry, sin pensar. Daba la
casualidad de que Cho Chang  estaba sentada a unas pocas sillas de distancia de la chica
del pelo plateado.
—Cuando podáis apartar la vista de ahí  —dijo Hermione—, veréis quién acaba de
llegar.
Señaló la mesa de los profesores, dondeya se habían ocupado los dos asientos
vacíos. Ludo Bagman estaba sentado al otro lado del profesor Karkarov, en tanto que el
señor Crouch, el jefe de Percy, ocupaba el asiento que había al  lado de Madame
Maxime.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Harry sorprendido.
—Son los que han organizado el Torneo de los tres magos, ¿no?  —repuso
Hermione—. Supongo que querían estar presentes en la inauguración.
Cuando llegaron los postres, vieron también algunos dulces extraños. Ron examinó
detenidamente una especie de crema pálida, y luego la desplazó un poco a la derecha,
para que quedara bien visible desde la mesa de Ravenclaw. Pero la chica que parecía
una veela debía de haber comido ya bastante, y no se acercó a pedirla.
Una vez limpios los platos de oro, Dumbledore  volvió a levantarse. Todos en el
Gran Comedor parecían emocionados y nerviosos. Con un estremecimiento, Harry se
preguntó qué iba a suceder a continuación. Unos asientos más allá, Fred y George se
inclinaban hacia delante, sin despegar los ojos de Dumbledore.
—Ha llegado el momento  —anunció Dumbledore, sonriendo a la multitud de
rostros levantados hacia él—. El Torneo de los tres magos va a dar comienzo. Me
gustaría pronunciar unas palabras para explicar algunas cosas antes de que traigan el
cofre...
—¿El qué? —murmuró Harry.
Ron se encogió de hombros.
—... sólo para aclarar en qué consiste el procedimiento que vamos a seguir. Pero
antes, para aquellos que no los conocéis, permitidme que os presente al señor Bartemius
Crouch, director del Departamento deCooperación Mágica  Internacional  —hubo un
asomo de aplauso cortés—, y al señor Ludo Bagman, director del Departamento de
Deportes y Juegos Mágicos.
Aplaudieron mucho más a Bagman que a Crouch, tal vez a causa de su fama como
golpeador de quidditch, o talvez simplemente porque tenía un aspecto mucho más
simpático. Bagman agradeció los aplausos con un jovial gesto de la mano, mientras que
Bartemius Crouch no saludó ni sonrió al ser presentado. Al recordarlo vestido con su
impecable traje en los Mundiales  de quidditch, Harry pensó que no le pegaba la túnica
de mago. El bigote de cepillo y la raya del pelo, tan recta, resultaban muy raros junto al
pelo y la barba de Dumbledore, que eran largos y blancos.
—Los señores Bagman y Crouch han trabajado sin descanso durante los últimos
meses en los preparativos del Torneo de los tres magos  —continuó Dumbledore—, y
estarán conmigo, con el profesor Karkarov y con Madame Maxime en el tribunal que
juzgará los esfuerzos de los campeones.
A la mención de la palabra «campeones», la atención de los alumnos aumentó aún
más.
Quizá Dumbledore percibió el repentino silencio, porque sonrió mientras decía:
—Señor Filch, si tiene usted la bondad de traer el cofre...
Filch, que había pasado inadvertido pero permanecía atento en  un apartado rincón
del Gran Comedor, se acercó a Dumbledore con una gran caja de madera con joyas
incrustadas. Parecía extraordinariamente vieja. De entre los alumnos se alzaron
murmullos de interés y emoción. Dennis Creevey se puso de pie sobre la silla  para ver
bien, pero era tan pequeño que su cabeza apenas sobresalía de las demás.
—Los señores Crouch y Bagman han examinado ya las instrucciones para las
pruebas que los campeones tendrán que afrontar  —dijo Dumbledore mientras Filch
colocaba con cuidado  el cofre en la mesa, ante él—, y han dispuesto todos los
preparativos necesarios para ellas. Habrá tres pruebas, espaciadas en el curso escolar,
que medirán a los campeones en muchos aspectos diferentes: sus habilidades mágicas,
su osadía, sus dotes de deducción y, por supuesto, su capacidad para sortear el peligro.
Ante esta última palabra, en el Gran Comedor se hizo un silencio tan absoluto que
nadie parecía respirar.
—Como todos sabéis, en el Torneo compiten tres campeones  —continuó
Dumbledore con tranquilidad—, uno por  cada colegio participante. Se puntuará la
perfección con que lleven a cabo cada una de las pruebas y el campeón que después de
la tercera tarea haya obtenido la puntuación más alta se alzará con la Copa de los tres
magos. Los campeones serán elegidos por un juez imparcial: el cáliz de fuego.
Dumbledore sacó la varita mágica y golpeó con ella tres veces en la parte superior
del cofre. La tapa se levantó lentamente con un crujido. Dumbledore introdujo una
mano para sacar un gran cáliz de  madera toscamente tallada. No habría llamado la
atención de no ser porque estaba lleno hasta el  borde de unas temblorosas llamas de
color blanco azulado.
Dumbledore cerró el cofre y con cuidado colocó el cáliz  sobre la tapa, para que
todos los presentes pudieran verlo bien.
—Todo el que quiera proponerse para campeón tiene que escribir su nombre y el de
su colegio en un trozo de pergamino con letra bien clara, y echarlo al cáliz  —explicó
Dumbledore—. Los aspirantes a campeones disponen de veinticuatro horaspara
hacerlo. Mañana, festividad de Halloween, por la noche, el cáliz nos devolverá los
nombres de los tres campeones a los que haya considerado más dignos  de representar a
sus colegios. Esta misma noche el cáliz  quedará expuesto en el vestíbulo, accesible a
todos aquellos que quieran competir.
»Para asegurarme de que ningún estudiante menor de edad sucumbe a la tentación
—prosiguió Dumbledore—, trazaré una raya de edad alrededor del cáliz de fuego una
vez que lo hayamos colocado en el vestíbulo. No podrá  cruzar la línea nadie que no
haya cumplido los diecisiete años.
»Por último, quiero recalcar a todos los que estén pensando en competir que hay
que meditar muy bien antes de  entrar en el Torneo. Cuando el cáliz de fuego haya
seleccionado a un campeón, él o ella estarán obligados a continuar  en el Torneo hasta el
final. Al echar vuestro nombre en el  cáliz de fuego estáis firmando un contrato mágico
de tipo  vinculante. Una vez convertido en campeón, nadie puede  arrepentirse. Así que
debéis estar muy seguros antes de ofrecer vuestra candidatura. Y ahora me parece que
ya es hora de ir a la cama. Buenas noches a todos.
—¡Una raya de edad!  —dijo Fred Weasley con ojos chispeantes de camino hacia la
puerta que daba al vestíbulo—.  Bueno, creo que bastará con una  poción envejecedora
para burlarla. Y, una vez que el nombre de alguien esté en el cáliz, ya no podrán hacer
nada. Al cáliz le da igual que uno tenga diecisiete años o no.
—Pero no creo que nadie menor de diecisiete años tenga ninguna posibilidad
—objetó Hermione—. No hemos aprendido bastante...
—Habla por ti —replicó George—. Tú lo vas a intentar, ¿no, Harry?
Harry pensó un momento en la insistencia de Dumbledore en que nadie se ofreciera
como candidato si no había cumplido los diecisiete años, pero luego volvió a imaginarse
a sí mismo ganando el Torneo de los tres magos... Se preguntó hasta qué punto se
enfadaría Dumbledore si alguien por debajo de los diecisiete hallaba la manera de
cruzar la raya de edad...
—¿Dónde está?  —dijo Ron, que no escuchaba una palabra de la conversación,
porque escrutaba la multitud para ver dónde se encontraba Krum—. Dumbledore no ha
dicho nada de dónde van a dormir los de Durmstrang, ¿verdad?
Pero su pregunta quedó  respondida al instante. Habían llegado a la altura dela
mesa de Slytherin, y Karkarov les metía prisa en aquel momento a sus alumnos.
—Al barco, vamos  —les decía—. ¿Cómo te encuentras, Viktor? ¿Has comido
bastante? ¿Quieres que pida que te preparen un ponche en las cocinas?
Harry vio que Krum negaba con la cabeza mientras se ponía su capa de pieles.
—Profesor, a mí sí me gustaría tomar un ponche  —dijo otro de los alumnos de
Durmstrang.
—No te lo he ofrecido a ti, Poliakov —contestó con brusquedad Karkarov, de cuyo
rostro había desaparecido todo aire paternal—. Ya veo que has vuelto a mancharte de
comida la pechera de la túnica, niño indeseable...
Karkarov se volvió y marchó hacia la puerta por delante de sus alumnos. Llegó a
ella exactamente al mismo tiempo que Harry, Ron y Hermione, y Harry se detuvo para
cederle el paso.
—Gracias —dijo Karkarov despreocupadamente, echándole una mirada.
Y de repente Karkarov se quedó como helado. Volvió a mirar a Harry y dejó los
ojos fijos en él, como si no pudiera creer lo que veía. Detrás de su director, también se
detuvieron los alumnos de Durmstrang. Muy lentamente, los ojos de Karkarov fueron
ascendiendo por la cara de Harry hasta llegar a la cicatriz. También sus alumnos
observaban a  Harry con curiosidad. Por el rabillo del ojo, Harry veía en sus caras la
expresión  de haber caído en la cuenta de algo. El chico que se había manchado de
comida la pechera le dio un codazo a la chica que estaba a su lado y señaló sin disimulo
la frente de Harry.
—Sí, es Harry Potter —dijo desde detrás de ellos una voz gruñona.
El profesor Karkarov se dio la vuelta. Ojoloco Moody estaba allí, apoyando todo su
peso en el bastón y observando con su ojo mágico, sin parpadear, al director de
Durmstrang.
Ante los ojos de Harry, Karkarov palideció y le dirigió a  Moody una mirada
terrible, mezcla de furia y miedo.
—¡Tú! —exclamó, mirando a Moody como si no diera crédito a sus ojos.
—Sí, yo  —contestó Moody muy serio—. Y, a no ser que tengas algo que decirle a
Potter, Karkarov, deberías salir. Estás obstruyendo el paso.
Era cierto. La mitad de losalumnos que había en el Gran Comedor aguardaban tras
ellos, y se ponían de puntillas para ver qué era lo que ocasionaba el atasco.
Sin pronunciar otra palabra, el profesor Karkarov salió con sus alumnos. Moody
clavó los ojos en su espalda y, con  un gestode intenso desagrado, lo siguió con la vista
hasta que se alejó.
Como al día siguiente era sábado, lo normal habría sido que la mayoría de los alumnos
bajaran tarde a desayunar. Sin embargo, Harry, Ron y Hermione no fueron los únicos
que se levantaron  mucho antes de lo habitual en días de  fiesta. Al bajar al vestíbulo
vieron a unas veinte personas  agrupadas allí, algunas comiendo tostadas, y todas
contemplando el cáliz de fuego. Lo habían colocado en el centro  del vestíbulo, encima
del taburete sobre el  que se ponía el Sombrero Seleccionador. En el suelo, a su
alrededor, una fina línea de color dorado formaba un círculo de tres metros de radio.
—¿Ya ha dejado alguien su nombre?  —le preguntó Ron algo nervioso a una de
tercero.
—Todos los de Durmstrang  —contestó ella—. Pero de  momento no he visto a
ninguno de Hogwarts.
—Seguro que lo hicieron ayer después de que los demás nos acostamos  —dijo
Harry—. Yo lo habría hecho así si me fuera a presentar: preferiría que no me viera
nadie. ¿Y si el cáliz te manda a freír espárragos?
Alguien se reía detrás de Harry. Al volverse, vio a Fred,  George y Lee Jordan que
bajaban corriendo la escalera. Los tres parecían muy nerviosos.
—Ya está  —les dijo Fred a Harry, Ron y Hermione en tono triunfal—. Acabamos
de tomárnosla.
—¿El qué? —preguntó Ron.
—La poción envejecedora, cerebro de mosquito —respondió Fred.
—Una gota cada uno  —explicó George, frotándose las manos con júbilo—. Sólo
necesitamos ser unos meses más viejos.
—Si uno de nosotros gana, repartiremos el premio entre  los tres  —añadió Lee, con
una amplia sonrisa.
—No estoy muy convencida de que funcione, ¿sabéis?  Seguro que Dumbledore ha
pensado en eso —les advirtió Hermione.
Fred, George y Lee no le hicieron caso.
—¿Listos?  —les dijo Fred a los otros dos, temblando de  emoción—. Entonces,
vamos. Yo voy primero...
Harry observó, fascinado, cómo Fred se sacaba del bolsillo un pedazo de
pergamino con las palabras: «Fred Weasley,  Hogwarts.» Fred avanzó hasta el borde de
la línea y se quedó  allí, balanceándose sobre las puntas de los pies como un saltador de
trampolín que se dispusiera a tirarse desde veinte metros de altura. Luego, observado
por todos los que estaban en el vestíbulo, tomó aire y dio un paso para cruzar la línea.
Durante una fracción de segundo, Harry creyó  que el truco había funcionado.
George, desde luego, también lo creyó, porque profirió un grito de triunfo y avanzó tras
Fred.  Pero al momento siguiente se oyó un chisporroteo, y ambos hermanos se vieron
expulsados del círculo dorado como si los hubiera echado un invisible lanzador de peso.
Cayeron al suelo de fría piedra a tres metros de distancia, haciéndose  bastante daño, y
para colmo sonó un «¡plin!» y a los dos les salió de repente la misma barba larga y
blanca.
En el vestíbulo, todos prorrumpieron en carcajadas. Incluso Fred y George se rieron
al ponerse en pie y verse cada uno la barba del otro.
—Os lo advertí —dijo la voz profunda de alguien que parecía estar divirtiéndose, y
todo el mundo se volvió para  ver salir del Gran Comedor al profesor Dumbledore.
Examinó a Fred  y George con los ojos brillantes—. Os sugiero que vayáis los dos a ver
a la señora Pomfrey. Está atendiendo ya a la señorita Fawcett, de Ravenclaw, y al señor
Summers, de Hufflepuff, que también decidieron envejecerse un poquito. Aunque tengo
que decir que me gusta más vuestra barba que la que les ha salido a ellos.
Fred y George salieron para la  enfermería acompañados por Lee, que se partía de
risa, y Harry, Ron y Hermione, que también se reían con ganas, entraron a desayunar.
Habían cambiado la decoración del Gran Comedor. Como era Halloween, una nube
de murciélagos vivos revoloteaba por el techo encantado mientras cientos de calabazas
lanzaban macabras sonrisas desde cada rincón. Se encaminaron hacia donde estaban
Dean y Seamus, que hablaban sobre los estudiantes de Hogwarts que tenían diecisiete
años o más y que podrían intentar participar.
—Corre por ahí el rumor de que Warrington se ha levantado temprano para echar el
pergamino con su nombre  —le dijo Dean a Harry—. Sí, hombre,  ese tío grande de
Slytherin que parece un oso perezoso...
Harry, que se había enfrentado a Warrington en quidditch, movió la cabeza en
señal de disgusto.
—¡Espero que no tengamos de campeón a nadie de Slytherin!
—Y los de Hufflepuff hablan todos de Diggory  —comentó Seamus con desdén—.
Pero no creo que quiera arriesgarse a perder su belleza.
—¡Escuchad! —dijo Hermione repentinamente.
En el vestíbulo estaban lanzando vítores. Se volvieron todos en sus asientos y
vieron entrar en el Gran Comedor, sonriendo con un poco de vergüenza, a Angelina
Johnson. Era una chica negra, alta, que jugaba como cazadora en el equipo de quidditch
de Gryffindor. Angelina fue hacia ellos, se sentó y dijo:
—¡Bueno, lo he hecho! ¡Acabo de echar mi nombre!
—¡No puedo creerlo! —exclamó Ron, impresionado.
—Pero ¿tienes diecisiete años? —inquirió Harry.
—Claro que los tiene. Porque si no le habría salido barba, ¿no? —dijo Ron.
—Mi cumpleaños fue la semana pasada —explicó Angelina.
—Bueno, me alegro de que entre alguien de Gryffindor  —declaró Hermione—.
¡Espero que quedes tú, Angelina!
—Gracias, Hermione —contestó Angelina sonriéndole.
—Sí, mejor tú que Diggory el hermoso  —dijo Seamus, lo que arrancó miradas de
rencor de unos de Hufflepuff que pasaban al lado.
—¿Qué vamos a hacer hoy?  —preguntó Ron a Harry y Hermione cuando hubieron
terminado el desayuno y salían del Gran Comedor.
—Aún no hemos bajado a visitar a Hagrid —comentó Harry.
—Bien  —dijo Ron—, mientras no nos pida que donemos  los dedos para que
coman los escregutos...
A Hermione se le iluminó súbitamente la cara.
—¡Acabo de darme cuenta de que todavía no le he pedido a Hagrid que se afilie a
la P.E.D.D.O.!  —dijo con alegría—. ¿Querréis esperarme un momento mientras subo y
cojo las insignias?
—Pero ¿qué pretende?  —dijo Ron, exasperado, mientras Hermione subía por la
escalinata de mármol.
—Eh, Ron —le advirtió Harry—, por ahí viene tu amiga...
Los estudiantes de Beauxbatons estaban entrando por  la puerta principal,
provenientes de los terrenos del colegio, y entre ellos llegaba  la chica veela. Los que
estaban alrededor del cáliz de fuego se echaron atrás para dejarlos pasar, y se los comían
con los ojos.
Madame Maxime entró en el vestíbulo detrás de sus  alumnos y los hizo colocarse
en fila. Uno a uno, los alumnos  de Beauxbatons  fueron cruzando la raya de edad y
depositando en las llamas de un blanco azulado sus pedazos de pergamino. Cada vez
que caía un nombre al fuego, éste se volvía momentáneamente rojo y arrojaba chispas.
—¿Qué crees que harán los que no sean elegidos?  —le susurró Ron a Harry
mientras la chica veela dejaba caer al fuego su trozo de pergamino—. ¿Crees que
volverán a su colegio, o se quedarán para presenciar el Torneo?
—No lo sé  —dijo Harry—. Supongo que se quedarán, porque Madame Maxime
tiene que estar en el tribunal, ¿no?
Cuando todos los estudiantes de Beauxbatons hubieron presentado sus nombres,
Madame Maxime los hizo volver a salir del castillo.
—¿Dónde dormirán? —preguntó Ron, acercándose a la puerta y observándolos.
Un sonoro traqueteo anunció tras ellos  la reaparición de Hermione, que llevaba
consigo las insignias de la P.E.D.D.O.
—¡Démonos prisa!  —dijo Ron, y bajó de un salto la escalinata de piedra, sin
apartar los ojos de la chica veela, que iba con Madame Maxime por la mitad de la
explanada.
Al acercarse a la cabaña de Hagrid, al borde del bosque prohibido, el misterio de
los dormitorios de los de Beauxbatons quedó disipado. El gigantesco carruaje de color
azul claro en el que habían llegado estaba aparcado a unos doscientos metros de la
cabaña de  Hagrid, y los de Beauxbatons entraron en él de nuevo. Al lado, en un
improvisado potrero, pacían los caballos de tamaño de elefantes que habían tirado del
carruaje.
Harry llamó a la puerta de Hagrid, y los estruendosos ladridos de  Fang
respondieron al instante.
—¡Ya era hora!  —exclamó Hagrid, después de abrir la puerta de golpe y verlos—.
¡Creía que no os acordabais de dónde vivo!
—Hemos estado muy ocupados, Hag... —empezó a decir Hermione, pero se detuvo
de pronto, estupefacta, al ver a Hagrid.
Hagrid llevaba su mejor traje peludo de color marrón (francamente horrible), con
una corbata a cuadros amarillos y naranja. Y eso no era lo peor: era evidente que había
tratado de peinarse usando grandes cantidades de lo que parecía aceite lubricante hasta
alisar elpelo formando dos coletas. Puede que hubiera querido hacerse una coleta como
la de Bill y se hubiera dado cuenta de que tenía demasiado pelo. A Hagrid aquel tocado
le sentaba como a un santo dos pistolas. Durante un instante Hermione lo miró con ojos
desorbitados, y luego, obviamente decidiendo no hacer ningún comentario, dijo:
—Eh... ¿dónde están los escregutos?
—Andan entre las calabazas  —repuso Hagrid contento—. Se están poniendo
grandes: ya deben de tener cerca de un metro. El único problema es que han empezado a
matarse unos a otros.
—¡No!, ¿de verdad?  —dijo Hermione, echándole a Ron  una dura mirada para que
se callara, porque éste, viendo el  peinado de Hagrid, acababa de abrir la boca para
comentar algo.
—Sí —contestó Hagrid con tristeza—. Pero están bien. Los he separado en cajas, y
aún quedan unos veinte.
—Bueno, eso es una suerte  —comentó Ron. Hagrid no  percibió el sarcasmo de la
frase.
La cabaña de Hagrid constaba de una sola habitación, uno de cuyos rincones se
hallaba ocupado por una cama gigante cubierta con un edredón de retazos multicolores.
Delante de la chimenea había una mesa de madera, también de enorme tamaño, y unas
sillas, sobre las que colgaban unos cuantos jamones curados y aves muertas. Se sentaron
a la mesa mientras Hagrid comenzaba a preparar el té, y no tardaron en hablar sobre el
Torneo de los tres magos. Hagrid parecía tan nervioso como ellos a causa del Torneo.
—Esperad y veréis  —dijo, entusiasmado—. No tenéis más que esperar. Vais a ver
lo que no habéis visto nunca. La primera prueba... Ah, pero se supone que no debo decir
nada.
—¡Vamos, Hagrid! —lo animaron Harry, Ron y Hermione.
Pero él negó con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo.
—No, no, no quiero estropearlo por vosotros. Pero os aseguro que será muy
espectacular. Los campeones van a tener en qué demostrar su valía. ¡Nunca creí que
viviría lo bastante para ver una nueva edición del Torneo de los tres magos!
Terminaron comiendo con Hagrid, aunque no comieron mucho: Hagrid había
preparado lo que decía que era un estofado de buey, pero, cuando Hermione sacó una
garra de su  plato, los tres amigos perdieron gran parte del apetito. Sin embargo, lo
pasaron bastante bien intentando sonsacar a Hagrid cuáles iban a ser las pruebas del
Torneo, especulando qué candidatos elegiría el cáliz de fuego y preguntándose si Fred y
George habrían vuelto a ser barbilampiños.
A media tarde empezó a caer una lluvia suave. Resultaba muy agradable estar
sentados junto al fuego, escuchando el suave golpeteo de las gotas de lluvia contra los
cristales de la ventana, viendo a Hagrid zurcir calcetines y discutir con Hermione sobre
los elfos domésticos, porque él se negó tajantemente a afiliarse a la P.E.D.D.O. cuando
ella le mostró las insignias.
—Eso sería jugarles una mala pasada, Hermione  —dijo Hagrid gravemente,
enhebrando un grueso hilo amarillo en una enorme aguja de hueso—. Lo de cuidar a los
humanos forma parte de su naturaleza. Es lo que les gusta, ¿te das cuenta? Los harías
muy desgraciados si los apartaras de su  trabajo, y si intentaraspagarles se lo tomarían
como un insulto.
—Pero Harry liberó a Dobby, ¡y él se puso loco de contento! —objetó Hermione—
. ¡Y nos han dicho que ahora quiere que le paguen!
—Sí, bien, en todas partes hay quien se desmadra. No niego que haya elfos raros a
los que les gustaría ser libres, pero nunca conseguirías convencer a la mayoría. No, nada
de eso, Hermione.
A Hermione no le hizo ni pizca de gracia su negativa y  volvió a guardarse la caja
de las insignias en el bolsillo de la capa.
Hacia las cinco y media  se hacía de noche, y Ron,  Harry y Hermione decidieron
que era el momento de volver al castillo para el banquete de Halloween. Y, lo más
importante de todo, para el anuncio de los campeones de los colegios.
—Voy con vosotros —dijo Hagrid, dejando la labor—. Esperad un segundo.
Hagrid se levantó, fue hasta la cómoda que había junto a la cama y empezó a
buscar algo dentro de ella. No pusieron mucha atención hasta que un olor horrendo les
llegó a las narices. Entre toses, Ron preguntó:
—¿Qué es eso, Hagrid?
—¿Qué, no os gusta?  —dijo Hagrid, volviéndose con una botella grande en la
mano.
—¿Es una loción para después del afeitado?  —preguntó  Hermione con un hilo de
voz.
—Eh... es agua de colonia  —murmuró Hagrid. Se había  ruborizado—. Tal vez me
he puesto demasiada. Voy a quitarme un poco, esperad...
Salió de la cabaña ruidosamente, y lo vieron lavarse con vigor en el barril con agua
que había al otro lado de la ventana.
—¿Agua de colonia? —se preguntó Hermione sorprendida—. ¿Hagrid?
—¿Y qué me decís del traje y del peinado? —preguntó a su vez Harry en voz baja.
—¡Mirad! —dijo de pronto Ron, señalando algo fuera de la ventana.
Hagrid acababa de enderezarse y de volverse. Si antes  se había ruborizado, aquello
no había sido nada comparado  con lo de aquel momento. Levantándose muy despacio
para  que Hagrid no se diera cuenta, Harry, Ron y Hermione echaron un vistazo por la
ventana y vieron que Madame Maxime y los alumnos de Beauxbatons acababan de salir
del carruaje, evidentemente para acudir, como ellos, al banquete.No oían nada de lo que
decía Hagrid, pero se dirigía a  Madame Maxime con una expresión embelesada que
Harry  sólo le había visto una vez: cuando contemplaba a  Norberto,  el cachorro de
dragón.
—¡Se va al castillo con ella! —exclamó Hermione, indignada—. ¡Creía que iba a ir
con nosotros!
Sin siquiera volver la vista hacia la cabaña, Hagrid caminaba pesadamente a través
de los terrenos de Hogwarts al lado de Madame Maxime. Detrás de ellos iban los
alumnos de Beauxbatons, casi corriendo para poder seguir las  enormes zancadas de los
dos gigantes.
—¡Le gusta!  —dijo Ron, incrédulo—. Bueno, si terminan teniendo niños, batirán
un récord mundial. Seguro que pesarán alrededor de una tonelada.
Salieron de la cabaña y cerraron la puerta. Fuera estaba ya sorprendentemente
oscuro. Se arrebujaron bien en la capa y empezaron a subir la cuesta.
—¡Mirad, son ellos! —susurró Hermione.
El grupo de Durmstrang subía desde el lago hacia el castillo. Viktor Krum
caminaba junto a Karkarov, y los otros alumnos de Durmstrang los seguían un poco
rezagados. Ron observó a Krum emocionado, pero éste no miró a ningún lado al entrar
por la puerta principal, un poco por delante de Hermione, Ron y Harry.
Una vez dentro vieron que el Gran Comedor, iluminado por velas, estaba casi
abarrotado.Habían quitado del vestíbulo el cáliz de fuego y lo habían puesto delante de
la silla vacía de Dumbledore, sobre la mesa de los profesores. Fred y George,
nuevamente lampiños, parecían haber encajado bastante bien la decepción.
—Espero que salga Angelina  —dijo Fred mientras Harry, Ron y Hermione se
sentaban.
—¡Yo también! —exclamó Hermione—. ¡Bueno, pronto lo sabremos!
El banquete de Halloween les pareció mucho más largo de lo habitual. Quizá
porque era su segundo banquete en  dos días, Harry no disfrutó  la insólita comida tanto
como la  habría disfrutado cualquier otro día. Como todos cuantos se  encontraban en el
Gran Comedor —a juzgar por los cuellos que se giraban continuamente, las expresiones
de impaciencia, las piernas que se movían nerviosas y la gente que se levantaba para ver
si Dumbledore ya había terminado de comer—, Harry sólo deseaba que la cena
terminara y anunciaran quiénes habían quedado seleccionados como campeones.
Por fin, los platos de oro volvieron a su original estado  inmaculado. Se  produjo
cierto alboroto en el salón, que se cortó casi instantáneamente cuando Dumbledore se
puso  en pie. Junto a él, el profesor Karkarov y Madame Maxime parecían tan tensos y
expectantes como los demás. Ludo  Bagman sonreía y guiñaba el ojo a varios
estudiantes. El señor Crouch, en cambio, no parecía nada interesado, sino más bien
aburrido.
—Bien, el cáliz está casi preparado para tomar una decisión  —anunció
Dumbledore—. Según me parece, falta tan sólo un minuto. Cuando pronuncie el
nombre de un campeón,le ruego que venga a esta parte del Gran Comedor,  pase por la
mesa de los profesores y entre en la sala de al lado  —indicó la puerta que había detrás
de su mesa—, donde recibirá las primeras instrucciones.
Sacó la varita y ejecutó con ella un amplio movimiento en el aire. De inmediato se
apagaron todas las velas salvo  las que estaban dentro de las calabazas con forma de
cara, y la estancia quedó casi a oscuras. No había nada en el Gran  Comedor que brillara
tanto como el cáliz de fuego, y el fulgor de laschispas y la blancura azulada de las
llamas casi hacia daño a los ojos. Todo el mundo miraba, expectante.  Algunos
consultaban los relojes.
—De un instante a otro —susurró Lee Jordan, dos asientos más allá de Harry.
De pronto, las llamas del cáliz se volvieron rojas, y empezaron a salir chispas. A
continuación, brotó en el aire una  lengua de fuego y arrojó un trozo carbonizado de
pergamino. La sala entera ahogó un grito.
Dumbledore cogió el trozo de pergamino y lo alejó tanto como le daba el brazo
para poder leerlo a la luz de las llamas, que habían vuelto a adquirir un color blanco
azulado.
—El campeón de Durmstrang —leyó con voz alta y clara—será Viktor Krum.
—¡Era de imaginar!  —gritó Ron, al tiempo que una tormenta de aplausos y vítores
inundaba el  Gran Comedor. Harry vio a Krum levantarse de la mesa de Slytherin y
caminar hacia Dumbledore. Se volvió a la derecha, recorrió la mesa de los profesores y
desapareció por la puerta hacia la sala contigua.
—¡Bravo, Viktor!  —bramó Karkarov, tan fuerte que  todo el mundo lo oyó incluso
por encima de los aplausos—. ¡Sabía que serías tú!
Se apagaron los aplausos y los comentarios. La atención de todo el mundo volvía a
recaer sobre el cáliz, cuyo fuego  tardó unos pocos segundos en volverse nuevamente
rojo. Las llamas arrojaron un segundo trozo de pergamino.
—La campeona de Beauxbatons —dijo Dumbledore—es ¡Fleur Delacour!
—¡Es ella, Ron!  —gritó Harry, cuando la chica que parecía una veela se puso en
pie elegantemente, sacudió la cabeza para retirarse hacia atrásla amplia cortina de pelo
plateado, y caminó por entre las mesas de Hufflepuff y Ravenclaw.
—¡Mirad qué decepcionados están todos!  —dijo Hermione elevando la voz por
encima del alboroto, y señalando con la cabeza al resto de los alumnos de Beauxbatons.
«Decepcionados» era decir muy poco, pensó Harry. Dos de las chicas que no
habían resultado elegidas habían roto a llorar, y sollozaban con la cabeza escondida
entre los brazos.
Cuando Fleur Delacour hubo desaparecido también por la puerta, volvió a hacerse
el silencio, pero esta vez era un silencio tan tenso y lleno de emoción, que casi se
palpaba. El siguiente sería el campeón de Hogwarts...
Y el cáliz de fuego volvió a tornarse rojo; saltaron chispas, la lengua de fuego se
alzó, y de su punta Dumbledore retiró un nuevo pedazo de pergamino.
—El campeón de Hogwarts —anunció—es ¡Cedric Diggory!
—¡No!  —dijo Ron en voz alta, pero sólo lo oyó Harry: el jaleo proveniente de la
mesa de al lado era demasiado estruendoso. Todos y cada uno de los alumnos de
Hufflepuff se habían puesto de repente de pie, gritando y pataleando, mientras Cedric se
abría camino entre ellos, con una amplia sonrisa, y marchaba hacia la sala que había tras
la mesa de los profesores. Naturalmente, los aplausos dedicados a Cedric se prolongaron
tanto que Dumbledore tuvo que esperar un buen rato para poder volver a dirigirse a la
concurrencia.
—¡Estupendo!  —dijo Dumbledore en voz alta y muy contento cuando se apagaron
los últimos aplausos—. Bueno, ya tenemos a nuestros tres campeones. Estoy seguro de
que puedo confiar en que todos vosotros, incluyendo a los alumnos de Durmstrang y
Beauxbatons, daréis a vuestros respectivos campeones todo el apoyo que podáis. Al
animarlos, todos vosotros contribuiréis de forma muy significativa a...
Pero Dumbledore se calló de repente, y fue evidente para todo el mundo por qué se
había interrumpido.
El fuego del cáliz había vuelto a ponerse de color rojo.  Otra vez lanzaba chispas.
Una larga lengua de fuego se elevó de repente en el aire y arrojó otro trozode
pergamino.
Dumbledore alargó la mano y lo cogió. Lo extendió y  miró el nombre que había
escrito en él. Hubo una larga pausa, durante la cual Dumbledore contempló el trozo de
pergamino que tenía en las manos, mientras el resto de la sala lo observaba.Finalmente,
Dumbledore se aclaró la garganta y leyó en voz alta:
—Harry Potter.

17
Los cuatro campeones

Harry permaneció sentado, consciente de que todos cuantos estaban en el Gran
Comedor lo miraban. Se sentía aturdido, atontado. Debía de estar  soñando. O no había
oído bien.
Nadie aplaudía. Un zumbido como de abejas enfurecidas comenzaba a llenar el
salón. Algunos alumnos se levantaban para ver mejor a Harry, que seguía inmóvil,
sentado en su sitio.
En la mesa de los profesores, la profesora McGonagall  se levantó y se acercó a
Dumbledore, con el que cuchicheó impetuosamente. El profesor Dumbledore inclinaba
hacia ella la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo.
Harry se volvió hacia Ron y Hermione. Más allá de ellos, vio que todos los demás
ocupantes de la larga mesa de Gryffindor lo miraban con la boca abierta.
—Yo no puse mi nombre —dijo Harry, totalmente confuso—. Vosotros lo sabéis.
Uno y otro le devolvieron la misma mirada de aturdimiento.
En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió  e hizo un gesto afirmativo a la
profesora McGonagall.
—¡Harry Potter! —llamó—. ¡Harry! ¡Levántate y ven aquí, por favor!
—Vamos —le susurró Hermione, dándole a Harry un leve empujón.
Harry se puso en pie, se pisó el dobladillo de la túnica y  se tambaleó unpoco.
Avanzó por el hueco que había entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff. Le pareció
un camino larguísimo. La mesa de los profesores no parecía hallarse más cerca aunque
él caminara hacia ella, y notaba la mirada de cientos y cientos de ojos, como si cada uno
de ellos fuera un reflector. El zumbido se hacía cada vez más fuerte. Después de lo que
le pareció una hora, se halló delante de Dumbledore y notó las miradas de todos los
profesores.
—Bueno... cruza la puerta, Harry —dijo Dumbledore, sin sonreír.
Harry pasó por la mesa de profesores. Hagrid, sentado justo en un extremo, no le
guiñó un ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo.
Parecía completamente aturdido y, al pasar Harry, lo miró como hacían todos los demás.
Harry salió del Gran Comedor y se encontró en una sala más pequeña, decorada con
retratos de brujos y brujas. Delante de él, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor.
Cuando entró, las caras de los retratados se volvieron  hacia él. Vio que una bruja
con el rostro lleno de arrugas salía precipitadamente de los límites de su marco y se iba
al cuadro vecino, que era el retrato de un mago con bigotes de foca. La bruja del rostro
arrugado empezó a susurrarle algo al oído.
Viktor Krum, Cedric Diggory y Fleur Delacour estaban junto a la chimenea. Con
sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente.
Krum,  cabizbajo y siniestro, se apoyaba en la repisa de la chimenea, ligeramente
separado de los otros dos. Cedric, de pie con las manos a la espalda, observaba el fuego.
Fleur Delacour lo miró cuando entró y volvió a echarse para atrás su largo pelo
plateado.
—¿Qué pasa?  —preguntó, creyendo que había entrado para transmitirles algún
mensaje—. ¿«Quieguen» que volvamos al «comedog»?
Harry no sabía cómo explicar lo que acababa de suceder. Se quedó allí quieto,
mirando a los tres campeones, sorprendido de lo altos que parecían.
Oyó detrás un ruido de pasos apresurados. Era Ludo, que entraba en la sala. Cogió
del brazo a Harry ylo llevó hacia delante.
—¡Extraordinario!  —susurró, apretándole el brazo—. ¡Absolutamente
extraordinario! Caballeros... señorita  —añadió, acercándose al fuego y dirigiéndose a
los otros tres—. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, al cuarto campeón del
Torneo de los tres magos?
Viktor Krum se enderezó. Su hosca cara se ensombreció al examinar a Harry.
Cedric parecía desconcertado: pasó la vista de Bagman a Harry y de Harry a Bagman
como si estuviera convencido de que había oído mal. Fleur Delacour, sin embargo, se
sacudió el pelo y dijo con una sonrisa:
—¡Oh, un chiste muy «divegtido», «señog» Bagman!
—¿Un chiste?  —repitió Bagman, desconcertado—. ¡No, no, en absoluto! ¡El
nombre de Harry acaba de salir del cáliz de fuego!
Krum contrajo levementesus espesas cejas negras. Cedric seguía teniendo el
mismo aspecto de cortés desconcierto. Fleur frunció el entrecejo.
—«Pego» es evidente que ha habido un «egog»  —le dijo a Bagman con desdén—.
Él no puede «competig». Es demasiado joven.
—Bueno... esto  ha sido muy extraño  —reconoció Bagman, frotándose la barbilla
impecablemente afeitada y mirando sonriente a Harry—. Pero, como sabéis, la
restricción es una novedad de este año, impuesta sólo como medida extra de seguridad.
Y como su nombre ha salido del cáliz de fuego... Quiero decir que no creo que ahora
haya ninguna posibilidad de hacer algo para impedirlo. Son las reglas, Harry, y no
tienes más remedio que concursar. Tendrás que hacerlo lo mejor que puedas...
Detrás de ellos, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un grupo numeroso de
gente: el profesor Dumbledore, seguido de cerca por el señor Crouch, el profesor
Karkarov, Madame Maxime, la profesora McGonagall y el profesor Snape. Antes de
que la profesora McGonagall cerrara la puerta, Harry oyó el rumor de los cientos de
estudiantes que estaban al otro lado del muro.
—¡Madame Maxime!  —dijo Fleur de inmediato, caminando con decisión hacia la
directora de su academia—. ¡Dicen que este niño también va a «competig»!
En medio de su aturdimiento e  incredulidad, Harry sintió una punzada de ira:
«¿Niño?»
Madame Maxime se había erguido completamente hasta alcanzar toda su
considerable altura. La parte superior  de la cabeza rozó en la araña llena de velas, y el
pecho gigantesco, cubierto de satén negro, pareció inflarse.
—¿Qué significa todo esto, «Dumbledog»? —preguntó imperiosamente.
—Es  lo mismo que quisiera saber yo, Dumbledore  —dijo el profesor Karkarov.
Mostraba una tensa sonrisa, y sus azules ojos parecían pedazos de hielo—. ¿Dos
campeones de  Hogwarts? No recuerdo que nadie me explicara que el colegio anfitrión
tuviera derecho a dos campeones. ¿O es que no he leído las normas con el suficiente
cuidado?
Soltó una risa breve y desagradable.
—C’est impossible! —exclamó Madame Maxime, apoyando suenorme mano llena
de soberbias cuentas de ópalo sobre el hombro de Fleur—. «Hogwag» no puede «teneg»
dos campeones. Es absolutamente injusto.
—Creíamos que tu raya de edad rechazaría a los aspirantes más jóvenes,
Dumbledore  —añadió Karkarov, sin perder  su sonrisa, aunque tenía los ojos más fríos
que nunca—. De no ser así, habríamos traído una más amplia selección de candidatos de
nuestros colegios.
—No es culpa de nadie más que de Potter, Karkarov  —intervino Snape con voz
melosa. La malicia daba un brillo especial a sus negros ojos—. No hay que culpar a
Dumbledore del empeño de Potter en quebrantar las normas. Desde que llegó aquí no ha
hecho otra cosa que traspasar límites...
—Gracias, Severus  —dijo con firmeza Dumbledore, y  Snape se calló, aunque sus
ojos siguieron lanzando destellos malévolos entre la cortina de grasiento pelo negro.
El profesor Dumbledore miró a Harry, y éste le devolvió la mirada, intentando
descifrar la expresión de los ojos tras las gafas de media luna.
—¿Echaste tu nombre en el  cáliz de fuego, Harry?  —le  preguntó Dumbledore con
tono calmado.
—No  —contestó Harry, muy consciente de que todos lo observaban con gran
atención. Semioculto en la sombra, Snape profirió una suave exclamación de
incredulidad.
—¿Le pediste a algún alumno mayor que echara tu nombre en el cáliz de fuego?
—inquirió el director, sin hacer caso a Snape.
—No —respondió Harry con vehemencia.
—¡Ah, «pog» supuesto está mintiendo! —gritó Madame Maxime.
Snape agitaba la cabeza de un lado a otro, con un rictus en los labios.
—Él no pudo cruzar la raya de edad  —dijo severamente la profesora
McGonagall—. Supongo que todos estamos de acuerdo en ese punto...
—«Dumbledog» pudo «habeg» cometido algún «egog»  —replicó Madame
Maxime, encogiéndose de hombros.
—Por supuesto, eso es posible —admitió Dumbledore por cortesía.
—¡Sabes perfectamente que no has cometido error alguno, Dumbledore!  —repuso
airada la profesora McGonagall—. ¡Por Dios, qué absurdo! ¡Harry no pudo traspasar
por sí mismo la raya! Y, puesto que el profesor Dumbledore está seguro de que Harry
no convenció a ningún alumno mayor para que lo hiciera por él, mi parecer es que eso
debería bastarnos a los demás.
Y le dirigió al profesor Snape una mirada encolerizada.
—Señor Crouch... señor Bagman  —dijo Karkarov, de nuevo con voz afectada—,
ustedes son nuestros jueces imparciales. Supongo que estarán de acuerdo en que esto es
completamente irregular.
Bagman se pasó un pañuelo por la cara, redonda e infantil, y miró al señor Crouch,
que estaba fuera del círculo iluminado por el fuego de la chimenea y tenía el rostro
medio oculto en la sombra. Su aspecto era vagamente misterioso, y la semioscuridad lo
hacia parecer mucho más viejo, dándole una apariencia casi de calavera. Pero, al hablar,
su voz fue tan cortante como siempre:
—Hay que seguir las reglas, y las reglas establecen claramente que aquellas
personas cuyos nombres salgan del  cáliz de fuego estarán obligadas a competir en el
Torneo.
—Bien, Barty conoce el reglamento de cabo a rabo  —dijo Bagman, sonriendo y
volviéndose hacia Karkarov y Madame Maxime, como si el asunto estuviera cerrado.
—Insisto en que se vuelva a proponer a consideración el  nombre del resto de mis
alumnos —dijo Karkarov. La sonrisa y el tono afectado habían desaparecido. De hecho,
la expresión  de su rostro no era nada agradable—. Vuelve a sacar  el cáliz de fuego, y
continuaremos añadiendo nombres hasta que cada colegio cuente con dos campeones.
No pido más que lo justo, Dumbledore.
—Pero, Karkarov, no es así como funciona el cáliz de fuego  —objetó Bagman—.
El cáliz acaba de apagarse y no volverá a arder hasta el comienzo del próximo Torneo.
—¡En el que, desde luego, Durmstrang no participará!  —estalló Karkarov—.
¡Después de todos nuestros encuentros, negociaciones y compromisos, no esperaba que
ocurriera algo de esta naturaleza! ¡Estoy tentado de irme ahora mismo!
—Ésa es una falsa amenaza, Karkarov —gruñó una voz, junto a la puerta—. Ahora
no puedes retirar a tu campeón. Está obligado a competir. Como dijo Dumbledore, ha
firmado un contrato mágico vinculante. Te conviene, ¿eh?
Moody acababa de entrar en la sala. Se acercó al fuego  cojeando, y, a cada paso
que daba, retumbaba la pata de palo.
—¿Que si me conviene?  —repitió Karkarov—. Me temo que no te comprendo,
Moody.
A Harry le pareció que Karkarov intentaba adoptar un  tono de desdén, como si ni
siquiera mereciera la pena escuchar lo que Moody decía, pero las manos traicionaban
sus sentimientos. Estaban apretadas en sendos puños.
—¿No me entiendes?  —dijo Moody en voz baja—. Pues es muy sencillo,
Karkarov. Tan sencillo como que alguien eche el nombre de Potter en ese cáliz sabiendo
que si sale se verá forzado a participar.
—¡Evidentemente, alguien tenía mucho empeño en que «Hogwag tuviega» el doble
de «opogiunidades»! —declaró Madame Maxime.
—Estoy completamente de acuerdo, Madame Máxime  —asintió Karkarov,
haciendo ante ella una leve reverencia—. Voy a presentar mi queja ante el Ministerio de
Magia y la Confederación Internacional de Magos...
—Si alguien tiene motivos para quejarse es Potter  —gruñó Moody—, y, sin
embargo, es curioso... No le oigo decir ni medio...
—¿Y «pog» qué «tendgía» que «quejagse»?  —estalló Fleur Delacour, dando una
patada en el suelo—. Va a «podeg pagticipag», ¿no? ¡Todos hemos soñado «dugante»
semanas y semanas con «seg» elegidos! Mil galeones en metálico... ¡es una
«opogtunidad pog» la que muchos «moguiguían»!
—Tal vez alguien espera que Potter muera por ella  —replicó Moody, con un
levísimo matiz de exasperación en la voz.
A estas palabras les siguió un silencio extremadamente tenso.
Ludo Bagman, que parecía muy nervioso, se alzaba sobre las puntas de los pies y
volvía apoyarse sobre las plantas.
—Pero hombre, Moody... ¡vaya cosas dices! —protestó.
—Como todo el mundo sabe, el profesor Moody da la mañana por perdida si no ha
descubierto antes de la comida  media docena de intentos de asesinato —dijo en voz alta
Karkarov—. Por lo que parece, ahora les está enseñando a sus alumnos a hacer lo
mismo. Una rara cualidad en un profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras,
Dumbledore, pero no dudo que tenías tus motivos para contratarlo.
—Conque imagino cosas, ¿eh?  —gruñó Moody—. Conque veo cosas, ¿eh? Fue
una bruja o un mago competente el que echó el nombre del muchacho en el cáliz.
—¡Ah!, ¿qué prueba hay de eso?  —preguntó Madame Maxime, alzando sus
enormes manos.
—¡Que consiguió engañar a un objeto mágico extraordinario!  —replicó Moody—.
Para hacerle olvidar al cáliz de fuego que sólo compiten tres colegios tuvo que usarse un
encantamiento confundidor excepcionalmente fuerte...Porque creo estar en lo cierto al
suponer que propuso el nombre de Potter como representante de un cuarto colegio, para
asegurarse de que era el único en su grupo...
—Parece que has pensado mucho en ello, Moody  —apuntó Karkarov con
frialdad—, y la verdad es que te ha quedado una teoría muy ingeniosa... aunque he oído
que recientemente se te metió en la cabeza que uno de tus regalos de cumpleaños
contenía un huevo de basilisco astutamente disimulado,  y lo hiciste trizas antes de darte
cuenta de que eraun reloj de mesa. Así que nos disculparás si no te tomamos demasiado
en serio...
—Hay gente que puede aprovecharse de las situaciones  más inocentes  —contestó
Moody con voz amenazante—. Mi  trabajo consiste en pensar cómo obran los magos
tenebrosos, Karkarov, como deberías recordar.
—¡Alastor! —dijo Dumbledore en tono de advertencia.
Por un momento, Harry se preguntó a quién se estaba dirigiendo, pero luego
comprendió que Ojoloco no podía ser el verdadero nombre de Moody. Éste se calló,
aunque siguió mirando con satisfacción a Karkarov, que tenía el rostro encendido de
cólera.
—No sabemos cómo se ha originado esta situación  —continuó Dumbledore
dirigiéndose a todos los reunidos en la sala—. Pero me parece que no nos queda más
remedio que aceptar las cosas  tal como están. Tanto Cedric como Harry han sido
seleccionados para competir en el Torneo. Y eso es lo que tendrán que hacer.
—Ah, «pego, Dumbledog»...
—Mi querida Madame Maxime, si se le ha ocurrido a  usted una alternativa, estaré
encantado de escucharla.
Dumbledore aguardó, pero Madame Maxime no dijo nada; se limitó a mirarlo
duramente. Y no era la única: Snape parecía furioso, Karkarov estaba lívido. Bagman,
en cambio, parecía bastante entusiasmado.
—Bueno, ¿nos ponemos a ello, entonces? —dijo frotándose las manos y sonriendo
a todo el mundo—. Tenemos que  darles las instrucciones a nuestros campeones, ¿no?
Barty, ¿quieres hacer el honor?
El señor Crouch pareció salir de un profundo ensueño.
—Sí —respondió—, las instrucciones. Sí... la primera prueba...
Fue hacia la zona iluminada por el fuego. De cerca, a  Harry le pareció que se
encontraba enfermo. Se lo veía ojeroso, y la piel, arrugada y reseca, mostraba un
aspecto que no era el que tenía durante los Mundiales de quidditch.
—La primera prueba está pensada para medir vuestro coraje  —les explicó a Harry,
Cedric, Fleur y Krum—, así  que no os vamos a decir en qué consiste. El coraje para
afrontar lo desconocido es una cualidad muy importante en un mago, muy importante...
»La primera prueba se llevará a caboel veinticuatro de noviembre, ante los demás
estudiantes y el tribunal.
»A los campeones no les está permitido solicitar ni aceptar ayuda de ningún tipo
por parte de sus profesores para llevar a cabo las pruebas del Torneo. Harán frente al
primero de los retos armados sólo con su varita. Cuando la primera prueba haya dado
fin, recibirán información sobre la segunda. Debido a que el Torneo exige una gran
dedicación a los campeones, éstos quedarán exentos de los exámenes de fin de año.
El señor Crouch se volvió hacia Dumbledore.
—Eso es todo, ¿no, Albus?
—Creo que sí  —respondió Dumbledore, que observaba al señor Crouch con algo
de preocupación—. ¿Estás seguro de que no quieres pasar la noche en Hogwarts, Barty?
—No, Dumbledore, tengo que volver al Ministerio—contestó el señor Crouch—.
Es un  momento muy dificil, tenemos mucho trabajo. He dejado a cargo al joven
Weatherby... Es muy entusiasta; a decir verdad, quizá sea demasiado entusiasta...
—Al menos tomarás algo de beber antes de irte... —insistió Dumbledore.
—Vamos, Barty. ¡Yo me voy a quedar!  —dijo Bagman muy animado—. Ahora es
en Hogwarts donde ocurren las cosas, ya lo sabes. ¡Es mucho más emocionante que la
oficina!
—Creo que no, Ludo —contestó Crouch, con algo de su sempiterna impaciencia.
—Profesor Karkarov, Madame Maxime, ¿una bebida antes de que nos retiremos a
descansar? —ofreció Dumbledore.
Pero Madame Maxime ya le había pasado a Fleur un brazo por los hombros y la
sacaba rápidamente de la sala. Harry las oyó hablar muy rápido en francés al salir al
Gran Comedor. Karkarov le hizo a Krum una seña, y ellos también salieron, aunque en
silencio.
—Harry, Cedric, os recomiendo que subáis a los dormitorios  —les dijo
Dumbledore, sonriéndoles—. Estoy seguro  de que las casas de Hufflepuff y Gryffindor
os aguardan  para celebrarlo con vosotros, y no estaría bien privarlas de esta excelente
excusa para armar jaleo.
Harry miró a Cedric, que asintió con la cabeza, y salieron juntos.
El Gran Comedor se hallaba desierto. Las velas, casi consumidas ya, conferían a las
dentadas sonrisas de las calabazas un aspecto misterioso y titilante.
—O sea  —comentó Cedric con una sutil sonrisa—¡que volvemos a jugar el uno
contra el otro!
—Eso parece  —repuso Harry. No se le ocurría nada que decir. En su cabeza
reinaba una confusión total, como si le hubieran robado el cerebro.
—Bueno, cuéntame  —le dijo Cedric cuando entraban en el vestíbulo, pálidamente
iluminado por las antorchas—. ¿Cómo hiciste para dejar tu nombre?
—No lo hice  —le contestó Harry levantando la mirada hacia él—. Yo no lo puse.
He dicho la verdad.
—Ah... vale  —respondió Cedric. Era evidente que no le  creía—. Bueno... hasta
mañana, pues.
En vez de continuar por la escalinata de mármol, Cedric se metió por una puerta
que quedaba a su derecha.  Harry lo oyó bajar por la escalera de piedra y luego,
despacio, comenzó él mismo a subir por la de mármol.
¿Iba a creerle alguien aparte de Ron y Hermione, o pensarían todos que él mismo
se había apuntado para el Torneo?  Pero ¿cómo podía creer eso nadie, cuando iba a
enfrentarse a tres competidores que habían recibido tres años más de  educación mágica
que él, cuando tendría que enfrentarse a unas pruebas que no sólo serían muy peligrosas,
sino que debían ser realizadas ante cientos de personas? Sí, es verdad que había pensado
en ser campeón: había dejado volar la imaginación. Pero había sido una locura,
realmente, una especie de sueño. En ningún momento había considerado seriamente la
posibilidad de entrar...
Pero había alguien que sí lo había considerado, alguien que quería que participara
en el Torneo, y se había asegurado de que entraba. ¿Por qué? ¿Para darle un gusto? No
sabía por qué, pero le parecía que no. ¿Para verlo hacer el ridículo? Bueno, seguramente
quedaría complacido. ¿O lo había hecho  para que muriera? ¿Moody había estado
simplemente dando  sus habituales muestras de paranoia? ¿No podía haber puesto
alguien su nombre en el cáliz de fuego para hacerle una gracia, como parte de un juego?
¿De verdad había alguien que deseaba que muriera?
A Harry no le costó responderse esa última pregunta. Sí, había alguien que deseaba
que muriera, había alguien que quería matarlo desde antes de que cumpliera un año:
lord Voldemort. Pero ¿cómo podía Voldemort haber echado el nombre de Harry en el
cáliz de fuego? Se suponía que  estaba muy lejos, en algún país distante, solo, oculto,
débil e impotente...
Pero, en aquel sueño que había tenido justo antes de  despertarse con el dolor en la
cicatriz, Voldemort no se hallaba solo: hablaba con Colagusano, tramaba con él el
asesinato de Harry...
Harry se llevó una sorpresa al encontrarse de pronto delante de la Señora Gorda,
porque apenas se había percatado de adónde lo llevaban los pies. Fue también
sorprendente ver que la Señora Gorda no estaba sola dentro de su marco: la bruja del
rostro arrugado  —la que se había metido en el cuadro de su vecino cuando él había
entrado en la sala donde aguardaban los campeones—se hallaba en  aquel momento
sentada, muy orgullosa, al lado de la Señora Gorda. Tenía que haber pasado a toda prisa
de cuadro en cuadro a través de siete tramos de escalera para llegar allí antes que él.
Tanto ella como la Señora Gorda lo miraban con el más vivo interés.
—Bien, bien  —dijo la  Señora Gorda—, Violeta acaba de contármelo todo. ¿A
quién han escogido al final como campeón?
—«Tonterías» —repuso Harry desanimado.
—¡Cómo que son tonterías! —exclamó indignada la bruja del rostro arrugado.
—No, no, Violeta, ésa es la contraseña  —dijo en tono apaciguador la Señora
Gorda, girando sobre sus goznes para dejarlo pasar a la sala común.
El jaleo que estalló ante Harry al abrirse el retrato casi lo hace retroceder. Al
segundo siguiente se vio arrastrado dentro de la sala común por doce pares de manos y
rodeado  por todos los integrantes de la casa de Gryffindor, que gritaban, aplaudían y
silbaban.
—¡Tendrías que habernos dicho que ibas a participar!  —gritó Fred. Parecía en
parte enfadado y en parte impresionado.
—¿Cómo te las arreglaste para que no te saliera barba? ¡Increíble! —gritó George.
—No lo hice —respondió Harry—. No sécómo...
Pero Angelina se abalanzaba en aquel momento hacia él.
—¡Ah, ya que no soy yo, me alegro de que por lo menos  sea alguien de
Gryffindor...!
—¡Ahora podrás tomarte la revancha contra Diggory por lo del último partido de
quidditch, Harry!  —le dijo chillando Katie Bell, otra de las cazadoras del equipo de
Gryffindor.
—Tenemos algo de comida, Harry. Ven a tomar algo...
—No tengo hambre. Ya comí bastante en el banquete.
Pero nadie quería escuchar que no tenía hambre, nadie  quería escuchar que él no
había puesto su nombre en el cáliz de fuego, nadie en absoluto se daba cuenta de que no
estaba de humor para celebraciones... Lee Jordan había sacado de algún lado un
estandarte de Gryffindor y se empeñó  en ponérselo a Harry a modo de capa. Harry no
pudo zafarse. Cada vez que intentaba escabullirse por la escalera hacia los dormitorios,
sus compañeros cerraban filas obligándolo  a tomar otra cerveza de mantequilla y
llenándole las manos de patatas fritas y cacahuetes. Todos querían averiguar cómo lo
había hecho, cómo había burlado la raya de edad de Dumbledore y logrado meter el
nombre en el cáliz de fuego.
—No lo hice —repetía una y otra vez—. No sé cómo ha ocurrido.
Pero, para el caso que le hacían, lo mismo le hubiera dado no abrir la boca.
—¡Estoy cansado!  —gritó al fin, después de casi media hora—. No, George, en
serio... Me voy a la cama.
Lo que quería por encima de todo era encontrar a Ron y  Hermione para comentar
las cosas con algo de sensatez, pero ninguno de ellos parecía hallarse en la sala común.
Insistiendo en que necesitaba dormir, y casi pasando por encima de  los pequeños
hermanos Creevey, que intentaron detenerlo al  pie de la escalera, Harry consiguió
desprenderse de todo el mundo y subir al dormitorio tan rápido como pudo.
Para su alivio, vio  aRon tendido en su cama, completamente vestido; no había
nadie más en el dormitorio. Miró a Harry cuando éste cerró la puerta tras él.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Harry.
—Ah, hola —contestó Ron.
Le sonreía, pero era una sonrisa muy rara, muy tensa.  De pronto Harry se dio
cuenta de que todavía llevaba el estandarte de Gryffindor que le había puesto Lee
Jordan. Se apresuró a quitárselo, pero lo tenía muy bien atado. Ron permaneció quieto
en la cama, observando los forcejeos de Harry para aflojar los nudos.
—Bueno  —dijo, cuando por fin Harry se desprendió el estandarte y lo tiró a un
rincón—, enhorabuena.
—¿Qué quieres decir con eso de «enhorabuena»?  —preguntó Harry, mirando a
Ron. Decididamente había algo raro en la manera en que sonreía su amigo. Era  más
bien una mueca.
—Bueno... eres el único que logró cruzar la raya de edad  —repuso Ron—. Ni
siquiera lo lograron Fred y George. ¿Qué usaste, la capa invisible?
—La capa invisible no me hubiera permitido cruzar la línea —respondió Harry.
—Ah, bien. Penséque, si había sido con la capa, podrías habérmelo dicho... porque
podría habernos tapado a los dos, ¿no? Pero encontraste otra manera, ¿verdad?
—Escucha —dijo Harry—. Yo no eché mi nombre en el cáliz de fuego. Ha tenido
que hacerlo alguien, no sé quién.
Ron alzó las cejas.
—¿Y por qué se supone que lo ha hecho?
—No lo sé  —dijo Harry. Le pareció que sonaría demasiado melodramático
contestar «para verme muerto».
Ron levantó las cejas tanto que casi quedan ocultas bajo el flequillo.
—Vale, bien. A mí puedes decirme la verdad —repuso—. Si no quieres que lo sepa
nadie más, estupendo, pero no entiendo por qué te molestas en mentirme a mí. No te vas
a ver envuelto en ningún lío por decirme la verdad. Esa amiga de la Señora Gorda, esa
tal Violeta, nos ha contado  a todos que Dumbledore te ha permitido entrar. Un premio
de mil galeones, ¿eh? Y te vas a librar de los exámenes finales...
—¡No eché mi nombre en el cáliz! —exclamó Harry, comenzando a enfadarse.
—Vale, tío  —contestó Ron, empleando exactamente el mismo  tono escéptico de
Cedric—. Pero esta mañana dijiste que lo habrías hecho de noche, para que nadie te
viera... No soy tan tonto, ¿sabes?
—Pues nadie lo diría.
—¿Sí?  —Del rostro de Ron se borró todo asomo de sonrisa, ya fuera forzada o de
otro tipo—. Supongo que querrás acostarte ya, Harry. Mañana tendrás que levantarte
temprano para alguna sesión de fotos o algo así.
Tiró de las colgaduras del dosel de su cama para cerrarlas, dejando a Harry allí, de
pie junto a la puerta, mirando las cortinas de terciopelo rojo que en aquel momento
ocultaban a una de las pocas personas de las que nunca habría pensado que no le creería.

18
La comprobación de las varitas mágicas

Al despertar el domingo por la mañana, a Harry le costó un rato recordar por qué se
sentía tan mal. Luego, el recuerdo de la noche anterior estuvo dándole vueltas en la
cabeza. Se incorporó en la cama y descorrió las cortinas del dosel para intentar hablar
con Ron y explicarle las cosas, pero la cama de su amigo se hallaba vacía.
Evidentemente, había bajado a desayunar.
Harry se vistió y bajó por la escalera de caracol a la sala común. En cuanto
apareció, los que ya habían vuelto del desayuno prorrumpieron en aplausos. La
perspectiva de bajar al Gran Comedor, donde estaría el resto de los alumnos de
Gryffindor, que lo tratarían como a una especie de héroe, no lo seducía en absoluto. La
alternativa, sin embargo, era quedarse allí y ser acorralado por los hermanos Creevey,
que en aquel momento le insistían por señas en que se acercara. Caminó resueltamente
hacia el retrato, lo abrió, traspasó el hueco y se encontró de cara con Hermione.
—Hola  —saludó ella, que llevaba una pila de tostadas envueltas en una
servilleta—. Te he traído esto... ¿Quieres dar un paseo?
—Buena idea —le contestó Harry, agradecido.
Bajaron la escalera, cruzaron aprisa el vestíbulo sin desviar la mirada hacia el Gran
Comedor y pronto recorrían a zancadas la explanada en dirección al lago, donde estaba
anclado el barco de Durmstrang, que se reflejaba en la superficie como una mancha
oscura. Era una mañana fresca, y no dejaron de moverse, masticando las tostadas,
mientras Harry le contaba a Hermione qué era exactamente lo que había ocurrido
después de abandonar la noche anterior la mesa de Gryffindor. Para alivio suyo,
Hermione aceptó su versión sin un asomo de duda.
—Bueno, estaba segura de que tú no te habías propuesto  —declaró cuando él
terminó de relatar lo sucedido en la  sala—. ¡Si hubieras visto la cara que pusiste cuando
Dumbledore leyó tu nombre! Pero la pregunta es:  ¿quién lo hizo? Porque Moody tiene
razón, Harry: no creo que ningún estudiante pudiera hacerlo... Ninguno sería capaz de
burlar el cáliz de fuego, ni de traspasar la raya de...
—¿Has visto a Ron? —la interrumpió Harry.
Hermione dudó.
—Eh... sí... está desayunando —dijo.
—¿Sigue pensando que yo eché mi nombre en el cáliz?
—Bueno, no... no creo... no en realidad —contestó Hermione con embarazo.
—¿Qué quiere decir «no en realidad»?
—¡Ay, Harry!, ¿es que no te das cuenta? —dijo Hermione—. ¡Está celoso!
—¿Celoso? —repitió Harry sin dar crédito a sus oídos—. ¿Celoso de qué? ¿Es que
le gustaría hacer el ridículo delante de todo el colegio?
—Mira  —le explicó Hermione armándose de paciencia—, siempre eres tú el que
acapara la atención, lo sabes bien. Sé que no  es culpa tuya  —se apresuró a añadir,
viendo que Harry abría la boca para protestar—, sé que no lo vas buscando... pero el
caso es que Ron tiene en casa todos esos hermanos con los que competir, y tú eres su
mejor amigo, y eres famoso. Cuando te ven a ti, nadie se fija en él, y él lo aguanta,
nunca se queja. Pero supongo que esto ha sido la gota que colma el vaso...
—Genial —dijo Harry con amargura—, realmente genial. Dile de mi parte que me
cambio con él cuando quiera. Dile de mi parte que por mi encantado... Verá lo que es
que todo el mundo se quede mirando su cicatriz de la frente con la boca abierta a donde
quiera que vaya...
—No pienso decirle nada  —replicó Hermione—. Díselo tú: es la única manera de
arreglarlo.
—¡No voy a ir detrás de él para ver si madura! —estalló Harry. Había hablado tan
alto que, alarmadas, algunas lechuzas que había en un árbol cercano echaron a volar—.
A lo mejor se da cuenta de que no lo estoy pasando bomba cuando me rompan el cuello
o...
—Eso no tiene gracia  —dijo Hermione en vozbaja—, no tiene ninguna gracia.
—Parecía muy nerviosa—. He estado pensando, Harry. Sabes qué es lo que tenemos
que hacer, ¿no? Hay que hacerlo en cuanto volvamos al castillo.
—Sí, claro, darle a Ron una buena patada en el...
—Escribir a Sirius. Tienes  que contarle lo que ha pasado. Te pidió que lo
mantuvieras informado de todo lo que ocurría en Hogwarts. Da la impresión de que
esperaba que sucediera algo así. Llevo conmigo una pluma y un pedazo de pergamino...
—Olvídalo —contestó Harry, mirando a su  alrededor para asegurarse de que nadie
los oía. Pero los terrenos del castillo parecían desiertos—. Le bastó saber que me dolía
la  cicatriz, para regresar al país. Si le cuento que alguien me ha hecho entrar en el
Torneo de los tres magos se presentará en el castillo.
—Él querría que tú se lo dijeras  —dijo Hermione con  severidad—. Se enterará de
todas formas.
—¿Cómo?
—Harry, esto no va a quedar en secreto. El Torneo es famoso, y tú también lo eres.
Me sorprendería mucho que  El Profeta  no dijera nada de que  has sido elegido
campeón...  Se te menciona en la mitad de los libros sobre Quien-tú-sabes. Y Sirius
preferiría que se lo contaras tú.
—Vale, vale, ya le escribo  —aceptó Harry, tirando al lago el último pedazo de
tostada.
Lo vieron flotar un momento, antes  de que saliera del agua un largo tentáculo, lo
cogiera y se lo llevara a la profundidad del lago. Entonces volvieron al castillo.
—¿Y qué lechuza voy a utilizar?  —preguntó Harry,  mientras subían la pequeña
escalinata—. Me pidió que no volviera a enviarle a Hedwig.
—Pídele a Ron...
—No le pienso pedir nada a Ron —declaró tajantemente Harry.
—Bueno, pues utiliza cualquiera de las lechuzas del colegio  —propuso
Hermione—. Están a disposición de todos.
Así que subieron a la lechucería. Hermione le dejó a Harry un trozo de pergamino,
una pluma y un frasco de tinta, y luego paseó entre los largos palos observando las
lechuzas, mientras Harry se sentaba con la espalda apoyada en el muro y escribía:
Querido Sirius:
Me pediste que te mantuviera al corriente de todo lo que ocurriera en
Hogwarts, así que ahí va: no sé si habrás oído ya algo, pero este año se
celebra el Torneo de los tres magos, y el sábado por la noche me eligieron
cuarto campeón. No sé quién introduciría mi nombre en el cáliz de fuego,
porque yo  no fui. El otro campeón de Hogwarts es Cedric Diggory, de
Hufflepuff.
Se detuvo en aquel punto, meditando. Tuvo la tentación de decir algo sobre la
angustia que lo invadía desde la noche  anterior, pero no se le ocurrió la manera de
explicarlo, de modo que simplemente volvió a mojar la pluma en la tinta y escribió:
Espero que estés bien, y también Buckbeak.
Harry
—Ya he acabado —le dijo a Hermione poniéndose en pie y sacudiéndose la paja de
la túnica.
Al oír aquello,  Hedwig  bajó revoloteando, se le posó en  el hombro y alargó una
pata.
—No te puedo enviar a ti  —le explicó Harry, buscando  entre las lechuzas del
colegio—. Tengo que utilizar una de éstas.
Hedwig  ululó muy fuerte y echó a volar tan repentinamente que las garras le
hicieron un rasguño en el hombro. No dejó de darle la espalda mientras Harry le ataba la
carta  a una lechuza grande. Cuando ésta partió, Harry se acercó a  Hedwig  para
acariciarla, pero ella chasqueó el pico con furia y revoloteó hacia el techo, donde Harry
no podía alcanzarla.
—Primero Ron y ahora tú —le dijo enfadado—. Y yo no tengo la culpa.
Si Harry había tenido esperanzas de que las cosas mejoraran cuando todo el mundo se
hubiera hecho a la idea de que él era campeón, al día siguiente comprobó lo equivocado
que estaba. Una vez  reanudadas las clases, no pudo seguir evitando al resto del colegio,
y resultaba evidente que el resto del colegio, exactamente igual que sus compañeros de
Gryffindor, pensaba que era Harry el que se había presentado al Torneo. Pero, a
diferencia de sus  compañeros de Gryffindor, no parecían favorablemente
impresionados.
Los de Hufflepuff, que generalmente se llevaban muy bien con los de Gryffindor,
se mostraban ahora muy antipáticos con ellos. Bastó una clase de Herbología para que
esto quedara patente.No había duda de que los de Hufflepuff pensaban que Harry le
quería robar la gloria a su campeón. Un sentimiento que, tal vez, se veía incrementado
por el hecho de que la casa de Hufflepuff no estaba acostumbrada a la gloria, y de que
Cedric era uno de  los pocos que alguna vez le habían conferido alguna, cuando ganó a
Gryffindor al quidditch. Ernie Macmillan y Justin Finch-Fletchley, con quienes Harry
solía llevarse muy bien, no le dirigieron la palabra ni siquiera cuando estuvieron
trasplantando bulbos  botadores a la misma bandeja, pero se rieron de manera bastante
desagradable al ver que uno de los bulbos botadores se le escapaba a Harry de las manos
y se le estrellaba en la cara. Ron también le había retirado la palabra. Hermione se sentó
entre ellos,forzando la conversación; pero, aunque uno y otro le respondían con
normalidad, evitaban el contacto visual entre sí. A Harry le pareció que hasta la
profesora Sprout lo trataba de manera distante. Y es que ella era la jefa de la casa
Hufflepuff.
En circunstancias normales se hubiera muerto de ganas de ver a Hagrid, pero la
asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas implicaba ver también a los de Slytherin.
Era la primera vez que se vería con ellos desde su conversión en campeón.
Como era de esperar,  Malfoy llegó a la cabaña de Hagrid con su habitual cara de
desprecio.
—¡Ah, mirad, tíos, es el campeón!  —les dijo a Crabbe y Goyle en cuanto llegaron
a donde él podía oírlos—. ¿Habéis traído el libro de autógrafos? Tenéis que daros prisa
para que os lo firme, porque no creo que dure mucho: la mitad de  los campeones
murieron durante el Torneo. ¿Cuánto crees  que vas a durar, Potter? Mi apuesta es que
diez minutos de la primera prueba.
Crabbe y Goyle le rieron la gracia a carcajadas, pero Malfoy tuvo que dejarlo ahí
porque Hagrid salió de la parte de atrás de la cabaña con una torre bamboleante de
cajas, cada una de las cuales contenía un escreguto bastante  grande. Para espanto de la
clase, Hagrid les explicó que la razón de que los escregutos se hubieran estado matando
unos a otros era un exceso de energía contenida, y la solución sería que cada alumno le
pusiera una correa a un escreguto y lo sacara a dar una vuelta. Lo único bueno de
aquello fue que acaparó toda la atención de Malfoy.
—¿Sacarlo a dar una vuelta?  —repitió con desagrado, mirando una de las cajas—.
¿Y dónde le vamos a atar la correa? ¿Alrededor del aguijón, de la cola explosiva o del
aparato succionador?
—En el medio —dijo Hagrid, mostrándoles cómo—. Eh... tal vez deberíais poneros
antes los  guantes de piel de dragón, por si acaso. Harry, ven aquí y ayúdame con este
grande...
En realidad, la auténtica intención de Hagrid era hablar con Harry lejos del resto de
la clase.
Esperó hasta que todo el mundo se hubo alejado con los escregutos, y luego se
volvió a Harry y le dijo, muy serio:
—Así que te toca participar, Harry. En el Torneo. Campeón del colegio.
—Uno de los campeones —lo corrigió Harry.
Debajo de las cejas enmarañadas, los ojos de color negro azabache de Hagrid lo
observaron con nerviosismo.
—¿No tienes ni idea de quién pudo hacerlo, Harry?
—Entonces, ¿tú sí me crees cuando digo que yo no fui?  —le preguntó Harry,
haciendo un esfuerzo para disimular el sentimiento de gratitud que le habían inspirado
las palabras de Hagrid.
—Por supuesto  —gruñó Hagrid—. Has dicho que no  fuiste tú, y yo te creo. Y
también te cree Dumbledore.
—Me gustaría saber quién lo hizo —dijo Harry amargamente.
Los dos miraron hacia la explanada. La clase se hallaba  en aquel momento muy
dispersa, y todos parecían encontrarse en apuros. Los escregutos median casi un metro y
se habían vuelto muy fuertes. Ya no eran blandos y descoloridos, porque les había
salido una especie de coraza de color gris brillante. Parecían un cruce entre escorpiones
gigantes y cangrejos de  río, pero seguían sin tener nada que pudiera identificarse como
cabeza u ojos. Se habían vuelto vigorosos y difíciles de dominar.
—Parece que lo pasan bien, ¿no? —comentó Hagrid contento.
Harry dio por sentado que se refería a los escregutos, porque sus compañeros de
clase, decididamente, no lo estaban pasando nada bien: de vez en cuando estallaba la
cola de uno de los escregutos, que salía disparado a varios metros de distancia, y más de
un alumno acababa arrastrado por el suelo, boca abajo, e intentaba  desesperadamente
ponerse en pie.
—Ah, Harry, no sé...  —dijo Hagrid de pronto con un suspiro, mirándolo otra vez
con preocupación—. Campeón del colegio... Parece que todo te pasa a ti, ¿verdad?
Harry no respondió. Sí, parecía que todo le pasaba a él. Eso era más o menos lo que
le había dicho Hermione paseando por el lago, y ése, según ella, era el motivo de que
Ron le hubiera retirado la palabra.
Los días siguientes se contaron entre los peores que Harry pasó en Hogwarts. Lo más
parecido que había experimentado habían sido aquellos meses, cuando estaba en
segundo, en que una gran parte del colegio sospechaba que era él el que atacaba a sus
compañeros, pero en aquella ocasión Ron había  estado de su parte. Le parecía que
podría haber soportado la actitud delresto del colegio si hubiera vuelto a contar con la
amistad de Ron, pero no iba a intentar convencerlo de que se volvieran a hablar si él no
quería hacerlo. Sin embargo, se sentía solo y no recibía más que desprecio de todas
partes.
Era capaz de entender  la actitud de los de Hufflepuff, aunque no le hiciera ninguna
gracia, porque ellos tenían un campeón propio al que apoyar. Tampoco esperaba otra
cosa que insultos por parte de los de Slytherin (les caía muy mal,  y siempre había sido
así, porque él había contribuido muy a menudo a la victoria de Gryffindor frente a ellos,
tanto en quidditch como en la Copa de las Casas). Pero había esperado que los de
Ravenclaw encontraran tantos motivos para  apoyarlo a él como a Cedric. Y se había
equivocado: la mayor  parte de los de Ravenclaw parecía pensar que él se desesperaba
por conseguir un poco más de fama y que por eso había  engañado al cáliz de fuego para
que aceptara su nombre.
Además estaba el hecho de que Cedric quedaba mucho mejor que él como
campeón. Era extraordinariamente guapo, con la nariz recta, el pelo moreno y los ojos
grises, y aquellos días no se sabía quién era más admirado, si él o Viktor Krum. Harry
llegó a ver un día a la hora de la comida  que las mismas chicas de sexto que tanto
interés habían mostrado en conseguir el autógrafo de Viktor Krum le pedían a Cedric
que les firmara en las mochilas.
Mientras tanto, Sirius no contestaba,  Hedwig  no lo dejaba acercarse, la profesora
Trelawney le predecía la muerte incluso con más convicción de la habitual, y en la clase
del profesor Flitwick le fue tan mal con los encantamientos convocadores que le mandó
más deberes (y fue el único al que se los mandó, aparte de Neville).
—De verdad que no es tan dificil, Harry  —le decía Hermione para animarlo, al
salir de la clase. Ella había logrado que los objetos fueran zumbando a su encuentro
desde cualquier parte del aula, como si tuviera algún tipo de extraño imán que atraía
borradores, papeleras y lunascopios—. Lo que pasa es que no te concentrabas.
—¿Por qué  sería?  —contestó Harry con amargura. En  ese momento pasó Cedric
rodeado de un numeroso grupo de tontitas, todas las cuales miraron a Harry como si
fuera un  escreguto de cola explosiva especialmente crecido—. Pero no importa. Me
muero de ganas de que llegue la clase doble de Pociones que tenemos esta tarde...
La clase doble de Pociones constituía siempre una mala experiencia, pero aquellos
días era una verdadera tortura.  Estar encerrado en una mazmorra durante hora y media
con Snape y los de Slytherin, dispuestos a mortificar a Harry todo lo posible por haberse
atrevido a ser campeón del colegio, era una de las cosas más desagradables que Harry
pudiera imaginar. Así había sido el viernes anterior, en el que Hermione, sentada a su
lado, se pasó la clase repitiéndole en voz baja: «No les hagas caso, no les hagas caso»; y
no tenía motivos para pensar que la lección de aquella tarde fuera a ser más llevadera.
Cuando, después de comer, él y Hermione llegaron a la puerta de la mazmorra de
Snape, se encontraron a los de Slytherin que esperaban fuera, cada uno con una insignia
bien grande en la pechera de la túnica. Por un momento, Harry tuvo la absurda idea de
que eran insignias de la  P.E.D.D.O. Luego vio que todas mostraban el mismo mensaje
en caracteres luminosos rojos, que brillaban en el corredor subterráneo apenas
iluminado:
Apoya a CEDRIC DIGGORY:
¡el AUTÉNTICO campeón de Hogwarts!
—¿Te gustan, Potter?  —preguntó Malfoy en voz muy alta, cuando Harry se
aproximó—. Y eso no es todo, ¡mira!
Apretó la insignia  contra el pecho, y el mensaje desapareció para ser reemplazado
por otro que emitía un resplandor verde:
POTTER APESTA
Los de Slytherin berrearon de risa. Todos apretaron su insignia hasta que el
mensaje POTTER APESTA brilló intensamente por todos lados. Harry notó que se
ponía rojo de furia.
—¡Ah, muy divertido!  —le dijo Hermione a Pansy Parkinson y su grupo de chicas
de Slytherin, que se reían más fuerte que nadie—. Derrocháis ingenio.
Ron estaba apoyado contra el muro con Dean y Seamus. No se rió,  pero tampoco
defendió a Harry.
—¿Quieres una, Granger?  —le dijo Malfoy, ofreciéndosela—. Tengo montones.
Pero con la condición de que no me toques la mano. Me la acabo de lavar y no quiero
que una sangre sucia me la manche.
La ira que Harry había acumuladodurante días y días  pareció a punto de reventar
un dique en su pecho. Antes de  que se diera cuenta de lo que hacía había cogido la
varita mágica. Todos los que estaban alrededor se apartaron y retrocedieron hacia el
corredor.
—¡Harry! —le advirtió Hermione.
—Vamos, Potter  —lo desafió Malfoy con tranquilidad, también sacando su
varita—. Ahora no tienes a Moody para  que te proteja. A ver si tienes lo que hay que
tener...
Se miraron a los ojos durante una fracción de segundo, y luego, exactamente al
mismo tiempo, ambos atacaron:
—¡Furnunculus! —gritó Harry.
—¡Densaugeo! —gritó Malfoy.
De las varitas salieron unos chorros de luz, que chocaron en el aire y rebotaron en
ángulo. El conjuro de Harry le dio a Goyle en la cara, y el de Malfoy a Hermione. Goyle
chilló y se llevó las manos a la nariz, donde le brotaban en aquel  momento unos
forúnculos grandes y feos. Hermione se tapaba la boca con gemidos de pavor.
—¡Hermione! —Ron se acercó a ella apresuradamente, para ver qué le pasaba.
Harry se volvió y vio a Ronque le retiraba a Hermione la mano de la cara. No fue
una visión agradable. Los dos incisivos superiores de Hermione, que ya de por si eran
más grandes de lo normal, crecían a una velocidad alarmante. Se parecía más y más a un
castor conforme los dientesalargados pasaban el labio inferior hacia la barbilla. Los
notó allí, horrorizada, y lanzó un grito de terror.
—¿A qué viene todo este ruido?  —dijo una voz baja y apagada. Acababa de llegar
Snape.
Los de Slytherin se explicaban a gritos. Snape apuntó a  Malfoy con un largo dedo
amarillo y le dijo:
—Explícalo tú.
—Potter me atacó, señor...
—¡Nos atacamos el uno al otro al mismo tiempo! —gritó Harry.
—... y le dio a Goyle. Mire...
Snape examinó a Goyle, cuya cara no hubiera estado fuera de lugar en un libro  de
setas venenosas.
—Ve a la enfermería, Goyle —indicó Snape con calma.
—¡Malfoy le dio a Hermione! —dijo Ron—. ¡Mire!
Obligó a Hermione a que le enseñara los dientes a Snape, porque ella hacía todo lo
posible para taparlos con las  manos, cosa bastante dificil dado que ya le pasaban del
cuello de la camisa. Pansy Parkinson y las otras chicas de Slytherin se reían en silencio
con grandes aspavientos, y señalaban a Hermione desde detrás de la espalda de Snape.
Snape miró a Hermione fríamente y luego dijo:
—No veo ninguna diferencia.
Hermione profirió un gemido y se le empañaron los ojos. Dando media vuelta,
echó a correr por el corredor hasta perderse de vista.
Tal vez fue una suerte que Harry y Ron empezaran a gritar a Snape a la vez, y
también que sus voces retumbaran en el corredor de piedra, porque con el alboroto le
fue imposible entender lo que le decían exactamente. Pero captó la esencia.
—Muy bien  —declaró con su voz más suave—. Cincuenta puntos menos para
Gryffindor, y Weasley y Potter se quedarán castigados. Ahora entrad, o tendréis que
quedaros castigados una semana entera.
A Harry le zumbaban los oídos. Era tal la injusticia cometida por Snape que sentía
el impulso de cortarlo en mil pedazos. Pasó por delante de él, se dirigió con Ron hacia
la parte de atrás de la mazmorra y arrojó violentamente la mochila en el pupitre.
También Ron temblaba de cólera, y por un momento Harry creyó que todo iba a volver
a ser entre ellos como antes. Pero entonces Ron se fue a sentar con Dean y Seamus,
dejándolo solo en el pupitre. Al otro lado de la mazmorra, Malfoy le dio la espalda a
Snape y apretó la insignia, sonriendo de satisfacción. La inscripción  «POTTER
APESTA» brilló en el aula.
La clase dio comienzo, y Harry clavó los ojos en Snape mientras imaginabaque le
sucedían cosas horribles. Si hubiera sabido cómo hacer la maldición  cruciatus...  Snape
se habría caído de espaldas al suelo y allí se habría quedado, sacudiéndose y
retorciéndose como aquella araña...
—¡Antídotos!  —dijo Snape, mirándolos a todos  con sus fríos ojos negros de brillo
desagradable—. Ahora debéis preparar vuestras recetas. Quiero que las elaboréis  con
mucho cuidado, y luego elegiremos a alguien en quien probarlas...
Los ojos de Snape se posaron en Harry, y éste comprendió lo que se avecinaba:
Snape iba a envenenarlo. Harry se imaginó cogiendo el caldero, corriendo hasta el
frente de la clase y volcándolo encima del grasiento pelo de Snape.
Pero entonces llamaron a la puerta de la mazmorra, y Harry despertó de sus
ensoñaciones.
Era Colin Creevey. Entró en el aula, sonrió a Harry y fue hacia la mesa de Snape.
—¿Sí? —preguntó éste escuetamente.
—Disculpe, señor. Tengo que llevar a Harry Potter arriba.
Snape apuntó su ganchuda nariz hacia Colin y clavó los  ojos en él. La sonrisa de
Colin desapareció.
—A Potter le queda otra hora de Pociones —contestó Snape con frialdad—. Subirá
cuando la clase haya acabado.
Colin se ruborizó.
—Señor..., el señor Bagman quiere que vaya  —dijo muy  nervioso—. Tienen que ir
todos los campeones. Creo que les quieren hacer unas fotos...
Harry hubiera dado cualquier cosa por que Colin no hubiera dicho las últimas
palabras. Se arriesgó a echar una ojeada a Ron, pero éste no quitaba la vista del techo.
—Muy bien, muy bien  —replicó Snape con brusquedad—. Potter, deje  aquí sus
cosas. Quiero que vuelva luego para probar el antídoto.
—Disculpe, señor. Tiene que llevarse sus cosas  —dijo Colin—. Todos los
campeones...
—¡Muy bien! —lo cortó Snape—. ¡Potter, coja su mochila y salga de mi vista!
Harry se echó la bolsa al hombro, se levantó y se dirigió a la puerta. Al pasar por
entre los pupitres de los de Slytherin,  vio la inscripción  «POTTER APESTA» brillando
por todos lados.
—Es alucinante, ¿no, Harry?  —comentó Colin en cuanto Harry cerró tras él la
puerta de la mazmorra—.¿No te parece? ¿Tú, campeón?
—Sí, realmente alucinante  —repuso Harry con pesadumbre, encaminándose hacia
la escalinata del vestíbulo—. ¿Para qué quieren las fotos, Colin?
—¡Creo que para El Profeta!
—Genial —dijo Harry con tristeza—. Justo lo que necesito. Más publicidad.
—¡Buena suerte! —le deseó Colin cuando llegaron.
Harry llamó a la puerta y entró.
Era un aula bastante pequeña. Habían retirado hacia el fondo la mayoría de los
pupitres para dejar un amplio espacio en el medio, pero habían juntado tresde ellos
delante de la pizarra, y los habían cubierto con terciopelo. Detrás de los pupitres habían
colocado cinco sillas, y Ludo Bagman se hallaba sentado en una de ellas hablando con
una bruja a quien Harry no conocía, que llevaba una túnica de color fucsia.
Como de costumbre, Viktor Krum estaba de pie en un rincón, sin hablar con nadie.
Cedric y Fleur conversaban. Fleur parecía mucho más contenta de lo que la había visto
Harry hasta el momento, y repetía su habitual gesto de sacudir la cabeza para quela luz
arrancara reflejos a su largo pelo plateado. Un hombre barrigudo con una enorme
cámara de fotos negra que echaba un poco de humo observaba a Fleur por el rabillo del
ojo.
Bagman vio de pronto a Harry, se levantó rápidamente y avanzó como a saltos.
—¡Ah, aquí está! ¡El campeón número cuatro! Entra, Harry, entra... No hay de qué
preocuparse: no es más que la ceremonia de comprobación de la varita. Los demás
miembros del tribunal llegarán enseguida...
—¿Comprobación de la varita? —repitió Harry nervioso.
—Tenemos que comprobar que vuestras varitas se hallan en perfectas condiciones,
que no dan ningún problema. Como sabes, son las herramientas más importantes con
que vais a contar en las pruebas que tenéis por delante —explicó Bagman—. El experto
está arriba en estos momentos, con Dumbledore. Luego habrá una pequeña sesión
fotográfica. Esta es Rita Skeeter —añadió, señalando con un gesto a la bruja de la túnica
de color fucsia—. Va a escribir para El Profeta un pequeño artículo sobre el Torneo.
—A lo mejor no tan pequeño, Ludo —apuntó Rita Skeeter mirando a Harry.
Tenía peinado el cabello en unos rizos muy elaborados y  curiosamente rígidos que
ofrecían un extraño contraste con su rostro de fuertes mandíbulas; llevaba unas gafas
adornadas con piedras  preciosas, y los gruesos dedos  —que agarraban un bolso de piel
de cocodrilo—terminaban en unas  uñas de varios centímetros de longitud, pintadas de
carmesí.
—Me pregunto si podría hablar un ratito con Harry antes de que empiece la
ceremonia  —le dijo a  Bagman sin  apartar los ojos de Harry—. El más joven de los
campeones, ya sabes... Por darle un poco de gracia a la cosa.
—¡Por supuesto! —aceptó Bagman—. Es decir, si Harry no tiene inconveniente...
—Eh... —vaciló Harry.
—Divinamente —exclamó Rita Skeeter.
Sin perder un instante, sus dedos como garras cogieron a Harry por el brazo con
sorprendente fuerza, lo volvieron a sacar del aula y abrieron una puerta cercana.
—Es mejor no quedarse ahí con todo ese ruido —explicó—. Veamos... ¡Ah, sí, este
sitio es bonito y acogedor!
Era el armario de la limpieza. Harry la miró.
—Entra, cielo, está muy bien. Divinamente  —repitió  Rita Skeeter sentándose a
duras penas en un cubo vuelto  boca abajo. Empujó a Harry para que se sentara sobre
una caja de cartón y cerró la puerta, con lo que quedaron a oscuras—. Veamos...
Abrió el bolso de piel de cocodrilo y sacó unas cuantas  velas que encendió con un
toque de la varita, y por arte de magia las dejó colgando en medio del aire para que
iluminaran el armario.
—¿No te importa  que use una pluma a vuelapluma, Harry? Me dejará más libre
para hablar...
—¿Una qué? —preguntó Harry.
Rita Skeeter sonrió más pronunciadamente, y Harry contó tres dientes de oro.
Volvió a coger el bolso de piel de  cocodrilo y sacó de él una pluma de color  verde
amarillento  y un rollo de pergamino que extendió entre ellos, sobre una  caja de
Quitamanchas mágico multiusos de la señora Skower. Se metió en la boca el plumín de
la pluma verde amarillenta, la chupó por un momento con aparente fruición y luego la
puso sobre el pergamino, donde se quedó balanceándose sobre la punta, temblando
ligeramente.
—Probando: mi nombre es Rita Skeeter, periodista de El Profeta.
Harry bajó de inmediato la vista a la pluma. En cuanto Rita Skeeter empezó a
hablar, la pluma se puso a escribir, deslizándose por la superficie del pergamino:
La atractiva rubia Rita Skeeter, de cuarenta y tres años, cuya despiadada
pluma ha pinchado tantas reputaciones demasiado infladas...
—Divinamente —dijo Rita Skeeter una vez más.
Rasgó la partesuperior del pergamino, la estrujó y se la metió en el bolso. Entonces
se inclinó hacia Harry.
—Bien, Harry, ¿qué te decidió a entrar en el Torneo?
—Eh... —volvió a vacilar Harry, pero la pluma lo distraía. Aunque él no hablara, se
deslizaba por el pergamino a toda velocidad, y en su recorrido Harry pudo distinguir
una nueva frase:
Una terrible cicatriz, recuerdo del trágico pasado, desfigura el rostro por lo
demás muy agradable de Harry Potter, cuyos ojos...
—No mires a la pluma, Harry  —le dijo con firmeza Rita Skeeter. De mala gana,
Harry la miró a ella—. Bien, ¿qué te decidió a participar en el Torneo?
—Yo no decidí participar  —repuso Harry—. No sé cómo llegó mi nombre al cáliz
de fuego. Yo no lo puse.
Rita Skeeter alzó una ceja muy perfilada.
—Vamos,Harry, no tengas miedo de verte metido en problemas. Ya sabemos
todos que tú no deberías participar. Pero no te preocupes por eso: a nuestros lectores les
gustan los rebeldes.
—Pero es que no fui yo —repitió Harry—. No sé quién...
—¿Qué te parecen las pruebas que tienes por delante?  —lo interrumpió Rita
Skeeter—. ¿Estás emocionado? ¿Nervioso?
—No he pensado realmente... Sí, supongo que estoy nervioso  —reconoció Harry.
La verdad es que mientras hablaba se le revolvían las tripas.
—En el pasado murieron algunos de los campeones, ¿no?  —dijo Rita Skeeter—.
¿Has pensado en eso?
—Bueno, dicen que este año habrá mucha más seguridad —contestó Harry.
Entre ellos, la pluma recorría el pergamino a tal velocidad que parecía que
estuviera patinando.
—Desde luego, túte has enfrentado en otras ocasiones a la muerte, ¿no?
—prosiguió Rita Skeeter, mirándolo atentamente—. ¿Cómo dirías que te ha afectado?
—Eh...
—¿Piensas que el trauma de tu pasado puede haberte empujado a probarte a ti
mismo, a intentar estar a la altura de tu nombre? ¿Crees que tal vez te sentiste tentado de
presentarte al Torneo de los tres magos porque...?
—Yo no me presenté —la cortó Harry, empezando a enfadarse.
—¿Recuerdas algo de tus padres?
—No.
—¿Cómo crees que se sentirían ellos  si supieran que vas a competir en el Torneo
de los tres magos? ¿Orgullosos?, ¿preocupados?, ¿enfadados?
Harry estaba ya realmente enojado. ¿Cómo demonios iba a saber lo que sentirían
sus padres si estuvieran vivos? Podía notar la atenta mirada de Rita Skeeter. Frunciendo
el entrecejo, evitó sus ojos y miró las palabras que acababa de escribir la pluma.
Las lágrimas empañan sus ojos, de un verde intenso, cuando nuestra
conversación aborda el tema de sus padres, a los que él a duras penas puede
recordar.
—¡Yo no tengo lágrimas en los ojos! —dijo casi gritando.
Antes de que Rita pudiera responder una palabra, la  puerta del armario de la
limpieza volvió a abrirse. Harry miró hacia fuera, parpadeando ante la brillante luz.
Albus Dumbledore estaba ante ellos, observándolos a ambos, allí, apretujados en el
armario.
—¡Dumbledore! —exclamó Rita Skeeter, aparentemente encantada.
Pero Harry se dio cuenta de que la pluma y el pergamino habían desaparecido de
repente de la caja de quitamanchas mágico, y los dedos como  garras de Rita se
apresuraban a cerrar el bolso de piel de cocodrilo.
—¿Cómo estás?  —saludó ella, levantándose y tendiéndole a Dumbledore una
mano grande y varonil—. Supongo que verías mi artículo del verano sobre el Congreso
de la Confederación Internacional de Magos, ¿no?
—Francamente repugnante  —contestó Dumbledore, echando chispas por los
ojos—. Disfruté en especial la descripción que hiciste de mi como un imbécil obsoleto.
Rita Skeeter no pareció avergonzarse lo más mínimo.
—Sólo me refería a que algunas de tus ideas son un poco anticuadas, Dumbledore,
y que muchos magos de la calle...
—Me encantaría oír los razonamientos que justifican tus modales, Rita  —la
interrumpió Dumbledore, con una cortés inclinación y una sonrisa—, pero me temo que
tendremosque dejarlo para más tarde. Está a punto de empezar la comprobación de las
varitas, y no puede tener lugar si uno de los campeones está escondido en un armario de
la limpieza.
Muy contento de librarse de Rita Skeeter, Harry se apresuró a volver al aula.  Los
otros campeones ya estaban sentados en sillas cerca de la puerta, y él se sentó
rápidamente al lado de Cedric y observó la mesa cubierta de terciopelo, donde ya se
encontraban reunidos cuatro de los cinco miembros del tribunal: el profesor Karkarov,
Madame Maxime, el señor Crouch y Ludo Bagman. Rita Skeeter tomó asiento en un
rincón. Harry vio que volvía a sacar el pergamino del bolso, lo extendía sobre la rodilla,
chupaba la punta de la pluma a vuelapluma y la depositaba sobre el pergamino.
—Permitidme que os presente al señor Ollivander  —dijo  Dumbledore, ocupando
su sitio en la mesa del tribunal y dirigiéndose a los campeones—. Se encargará de
comprobar vuestras varitas para asegurarse de que se hallan en buenas condiciones antes
del Torneo.
Harry miró hacia donde señalaba Dumbledore, y dio  un respingo de sorpresa al ver
al anciano mago de grandes ojos claros que aguardaba en silencio al lado de la ventana.
Ya conocía al señor Ollivander. Se trataba de un fabricante de varitas mágicas al que
hacía  más de tres años, en  el callejón Diagon, le había comprado la varita que aún
poseía.
—Mademoiselle Delacour, ¿le importaría a usted venir en primer lugar?  —dijo el
señor Ollivander, avanzando hacia el espacio vacío que había en medio del aula.
Fleur Delacour fue a su encuentro y le entregó su varita.
Como si fuera una batuta, el anciano mago la hizo girar entre sus largos dedos, y de
ella brotaron unas chispas de color oro y rosa. Luego se la acercó a los ojos y la
examinó detenidamente.
—Sí  —murmuró—, veinticinco centímetros... rígida...  palisandro... y contiene...
¡Dios mío!...
—Un pelo de la cabeza de una veela —dijo Fleur—, una de mis abuelas.
De forma que Fleur tenía realmente algo de veela, se dijo Harry, pensando que
debía contárselo a Ron... Luego recordó que no se hablaba con él.
—Sí  —confirmó el señor Ollivander—, sí. Nunca he  usado pelo de veela. Me
parece que da como resultado unas  varitas muy temperamentales. Pero a cada uno la
suya, y si ésta le viene bien a usted...
Pasó los dedos por la varita, según parecía en busca de  golpes o arañazos. Luego
murmuró:
—¡Orchideous!  —Y de la punta de la varita brotó un ramo de flores—. Bien, muy
bien, está en perfectas condiciones de uso  —declaró, recogiendo las flores y
ofreciéndoselas a Fleur junto con la varita—. Señor Diggory, ahora usted.
Fleur se volvió a su asiento, sonriendo a Cedric cuando se cruzaron.
—¡Ah!, veamos, ésta la hice yo, ¿verdad?  —dijo el señor  Ollivander con mucho
más entusiasmo, cuando Cedric le entregó la suya—. Sí, la recuerdo bien.  Contiene un
solo  pelo de la cola de un excelente ejemplar de unicornio macho.  Debía de medir
diecisiete palmos. Casi me clava el cuerno cuando le corté la cola. Treinta centímetros y
medio... madera de fresno... agradablemente flexible. Está en muy buenascondiciones...
¿La trata usted con regularidad?
—Le di brillo anoche —repuso Cedric con una sonrisa.
Harry miró su propia varita. Estaba llena de marcas de dedos. Con la tela de la
túnica intentó frotarla un poco, con disimulo, pero de la punta saltaron  unas chispas
doradas. Fleur Delacour le dirigió una mirada de desdén, y desistió.
El señor Ollivander hizo salir de la varita de Cedric una serie de anillos de humo
plateado, se declaró satisfecho y luego dijo:
—Señor Krum, si tiene usted la bondad...
Viktor Krum se levantó y avanzó hasta el señor Ollivander desgarbadamente, con
la cabeza gacha y un andar torpe. Sacó la varita y se quedó allí con el entrecejo fruncido
y las manos en los bolsillos de la túnica.
—Mmm —dijo el señor Ollivander—, ésta es una  manufactura Gregorovitch, si no
me equivoco. Un excelente fabricante, aunque su estilo no acaba de ser lo que yo... Sin
embargo...
Levantó la varita para examinarla minuciosamente, sin parar de darle vueltas ante
los ojos.
—Sí... ¿Madera de carpe y fibrasensible de dragón?  —le preguntó a Krum, que
asintió con la cabeza—. Bastante más gruesa de lo usual... bastante rígida... veintiséis
centímetros... ¡Avis!
La varita de carpe produjo un estallido semejante a un disparo, y un montón de
pajarillos salieron piando de la punta y se fueron por la ventana abierta hacia la pálida
luz del sol.
—Bien  —dijo el viejo mago, devolviéndole la varita a Krum—. Ahora queda... el
señor Potter.
Harry se levantó y fue hasta el señor Ollivander cruzándose con Krum. Le entregó
su varita.
—¡Aaaah, sí!  —exclamó el señor Ollivander con ojos  brillantes de entusiasmo—.
Sí, sí, sí. La recuerdo perfectamente.
Harry también se acordaba. Lo recordaba como si hubiera sido el día anterior.
Cuatro veranos antes, el día en que cumplía once años, había entrado con Hagrid en
la tienda del señor Ollivander para comprar una varita mágica. El señor Ollivander le
había tomado medidas y luego le fue entregando una serie de  varitas para que las
probara. Harry cogió y probó casi todas las varitas de la tienda, o al menos eso le
pareció, hasta encontrar una que le iba bien, aquélla, que estaba hecha de acebo, medía
veintiocho centímetros y contenía una única pluma de la cola de un fénix. El señor
Ollivander se había quedado  muy sorprendido de que a Harry le fuera tan bien aquella
varita. «Curioso  —había dicho—... muy curioso.» Y sólo cuando al fin Harry le
preguntó qué era lo curioso, le había explicado que la pluma de fénix de aquella varita
provenía del mismo pájaro que la del interior de la varita de lord Voldemort.
Harry no se lo había dicho a nadie. Le tenía mucho cariño a su varita, y no había
nada que pudiera hacer para evitar  aquel parentesco con la de Voldemort, de la misma
manera que no podía evitar el suyo con tía Petunia. Pero esperaba que el señor
Ollivander no les revelara a los presentes nada de aquello. Le daba la impresión de que,
silo hacia, la pluma a vuelapluma de Rita Skeeter explotaría de la emoción.
El anciano mago se pasó mucho más rato examinando  la varita de Harry que la  de
ningún otro. Pero al final hizo  manar de ella un chorro de vino y se la devolvió a Harry,
declarando que estaba en perfectas condiciones.
—Gracias a todos  —dijo Dumbledore, levantándose—. Ya podéis regresar a clase.
O tal vez sería más práctico ir directamente a cenar, porque falta poco para que
terminen...
Harry se levantó para irse, con la sensación de que al final no todo había ido mal
aquel día, pero el hombre de la cámara de fotos negra se levantó de un salto y se aclaró
la garganta.
—¡Las fotos, Dumbledore, las fotos!  —gritó Bagman—. Todos los campeones y
los miembros del tribunal. ¿Qué te parece, Rita?
—Eh... sí, ésas primero  —dijo Rita Skeeter, poniendo  los ojos de nuevo en
Harry—. Y luego tal vez podríamos sacar unas individuales.
Las fotografías llevaron bastante tiempo. Dondequiera que se colocara, Madame
Maxime le quitaba la luz a todo el mundo, y el fotógrafo no podía retroceder lo
suficiente para que ella cupiera. Por último se tuvo que sentar mientras los demás se
quedaban de pie a su  alrededor. Karkarov se empeñaba en enroscar la perilla con el
dedo para que quedara más curvada. Krum, a quien Harry suponía acostumbrado a
aquel tipo de cosas, se escondió al fondo para quedar medio oculto. El fotógrafo parecía
querer que Fleur se pusieradelante, pero Rita Skeeter se acercó y tiró de Harry para
destacarlo. Luego insistió en que se tomaran fotos individuales de los campeones, tras lo
cual por fin pudieron irse.
Harry bajó a cenar. Vio que Hermione no estaba en el Gran Comedor, e imaginó
que seguía en la enfermería por lo de los dientes. Cenó solo a un extremo de la mesa, y
luego volvió a la torre de Gryffindor pensando en todos los deberes extra que tendría
que hacer sobre los encantamientos  convocadores. Arriba, en el dormitorio, se encontró
con Ron.
—Has recibido una lechuza  —le informó éste con brusquedad, señalando la
almohada de Harry. La lechuza del colegio lo aguardaba allí.
—Ah, bien —dijo Harry.
—Y tenemos que cumplir el castigo mañana por la noche, en la mazmorra de
Snape —añadió Ron.
Entonces salió del dormitorio sin mirar a Harry. Por un momento, Harry pensó en
seguirlo, sin saber muy bien si quería hablar con él o pegarle, porque tanto una cosa
como  otra le resultaban tentadoras. Pero la carta de Sirius era más urgente, así  que fue
hacia la lechuza, le quitó la carta de la pata y la desenrolló:
Harry:
No puedo decir en una carta todo lo que quisiera, porque sería demasiado
arriesgado si interceptaran la lechuza. Tenemos que hablar cara a cara.
¿Podrías asegurarte de estar  solo junto a la chimenea de la torre de Gryffindor
a la una de la noche del 22 de noviembre?
Sé mejor que nadie que eres capaz de cuidar de ti mismo, y mientras estés
cerca de Dumbledore y de Moody no creo que nadie te pueda hacer daño
alguno. Sin embargo,parece que alguien está haciendo intentos bastante
acertados. El que te presentó al Torneo tuvo que arriesgarse bastante,
especialmente con Dumbledore tan cerca.
Estate al acecho, Harry. Sigo queriendo que me  informes de cualquier
cosa anormal. En cuanto puedas, hazme saber si te viene bien el 22 de
noviembre.

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