miércoles, 2 de julio de 2014

Harry Potter y el Cáliz de Fuego Cap. 28-30

28
La locura del señor Crouch

El domingo después de desayunar, Harry, Ron  y  Hermione fueron a la lechucería para
enviar una carta a Percy, preguntándole, como Sirius les había sugerido, si había visto a
Crouch recientemente. Utilizaron a  Hedwig,  porque hacia tiempo que no le
encomendaban ninguna misión. Después de observarla perderse de vista desde las
ventanas de la lechucería, bajaron a lascocinas para entregar a Dobby sus calcetines
nuevos.
Los elfos domésticos les dispensaron una cálida acogida, haciendo reverencias y
apresurándose a prepararles un té. Dobby se emocionó con el regalo.
—¡Harry Potter es demasiado bueno con Dobby!  —chilló, secándose las lágrimas
de sus enormes ojos.
—Me salvaste la vida con esas branquialgas, Dobby, de verdad —dijo Harry.
—¿No hay más pastelitos de nata y chocolate?  —preguntó Ron, paseando la vista
por los elfos domésticos, que no paraban de sonreír ni dehacer reverencias.
—¡Acabas de desayunar!  —dijo Hermione enfadada, pero entre cuatro elfos ya le
habían llevado una enorme bandeja de plata llena de pastelitos.
—Deberíamos pedir algo de comida para mandarle a Hocicos —murmuró Harry.
—Buena idea  —dijo Ron—. Hay que darle a  Pig un poco de trabajo. ¿No podríais
proporcionarnos algo de comida? —preguntó a los elfos que había alrededor, y ellos se
inclinaron encantados y se apresuraron a llevarles más.
—¿Dónde está Winky, Dobby?  —quiso saber Hermione, que había estado
buscándola con la mirada.
—Winky está junto al fuego, señorita  —repuso Dobby en voz baja, abatiendo un
poco las orejas.
—¡Dios mío!
Harry también miró hacia la chimenea. Winky estaba sentada en el mismo taburete
que la última vez, pero se hallaba tan sucia que se confundía con los ladrillos
ennegrecidos por el humo que tenía detrás. La ropa que llevaba puesta estaba andrajosa
y sin lavar. Sostenía en las manos una botella de cerveza de mantequilla y se balanceaba
ligeramente sobre el taburete,  contemplando el fuego. Mientras la miraban, hipó muy
fuerte.
—Winky se toma ahora seis botellas al día —le susurró Dobby a Harry.
—Bueno, no es una bebida muy fuerte —comentó Harry.
Pero Dobby negó con la cabeza.
—Para una elfina doméstica sí que lo es, señor —repuso.
Ella volvió a hipar. Los elfos que les habían llevado los pastelitos le dirigieron
miradas reprobatorias mientras volvían al trabajo.
—Winky está triste, Harry Potter  —dijo Dobby apenado—. Quiere volver a su
casa. Piensa que el señor Crouchsigue siendo su amo, señor, y nada de lo que Dobby le
diga conseguirá persuadirla de que ahora su amo es Dumbledore.
Harry tuvo una idea brillante.
—Eh, Winky  —la llamó, yendo hacia ella e inclinándose para hablarle—, ¿tienes
alguna idea de lo que le pasa al señor Crouch? Porque ha dejado de asistir al Torneo de
los tres magos.
Winky parpadeó y clavó en Harry sus enormes ojos. Volvió a balancearse
ligeramente y luego dijo:
—¿El... el amo ha... dejado... ¡hip!... de asistir?
—Sí —dijo Harry—, no lo hemos v uelto a ver desde la primera prueba.  El Profeta
dice que está enfermo.
Winky se volvió a balancear, mirando a Harry con ojos enturbiados por las
lágrimas.
—El amo... ¡hip!... ¿enfermo?
Le empezó a temblar el labio inferior.
—Pero no estamos seguros de que sea cierto —se apresuró a añadir Hermione.
—¡El amo necesita a su... ¡hip!... Winky!  —gimoteó la elfina—. El amo no puede
¡hip! apañárselas ¡hip! él solo.
—Hay quien se las arregla para hacer por sí mismo las labores de la casa, ¿sabes,
Winky? —le dijo Hermione severamente.
—¡Winky... ¡hip!... no sólo le hacía... ¡hip!... las cosas de la casa al señor Crouch!
—chilló Winky indignada, balanceándose más que antes y derramando cerveza de
mantequilla por su ya muy manchada blusa—. El amo le... ¡hip!... confiaba a Winky
todos sus... ¡hip!... secretos más importantes.
—¿Qué secretos? —preguntó Harry.
Pero Winky negó rotundamente con la cabeza, derramándose encima más cerveza
de mantequilla.
—Winky le guarda... ¡hip!... los secretos a su amo  —contestó con brusquedad,
balanceándose más y poniéndole a Harry cara de pocos amigos—. Harry Potter quiere...
¡hip!... meter las narices.
—¡Winky no debería hablarle de esa manera a Harry Potter!  —la reprendió Dobby
enojado—. ¡Harry Potter es noble y valiente, y no quieremeter las narices en ningún
lado!
—Quiere meter las narices... ¡hip!... en las cosas privadas y secretas... ¡hip!... de mi
amo... ¡hip! Winky es una buena elfina doméstica... ¡hip! Winky guarda sus secretos...
¡hip!... aunque haya quien quiera fisgonear... ¡hip!... y meter las narices.  —Winky cerró
los párpados y de repente, sin previo aviso, se deslizó del taburete y cayó al suelo
delante de la chimenea, donde se puso a roncar muy fuerte. La botella vacía de cerveza
de mantequilla rodó por el enlosado.
Media docena de elfos domésticos corrieron hacia ella indignados. Mientras uno
cogía la botella, los otros cubrieron a Winky con un mantel grande de cuadros y
remetieron las esquinas, ocultándola.
—¡Lamentamos que hayan tenido que ver esto, señores y señorita!  —dijo un elfo
que tenían al lado y que parecía muy avergonzado—. Esperamos que no nos juzguen a
todos por el comportamiento de Winky, señores y señorita.
—¡Se siente desgraciada!  —replicó Hermione, exasperada—. ¿Por qué no intentáis
animarla en vezde taparla de la vista?
—Le rogamos que nos perdone, señorita  —dijo el elfo doméstico, repitiendo la
pronunciadísima reverencia—, pero los elfos domésticos no tenemos derecho a
sentirnos desgraciados cuando hay trabajo que hacer y amos a los que servir.
—¡Por Dios!  —exclamó Hermione enfadada—. ¡Escuchadme todos! ¡Tenéis el
mismo derecho que los magos a sentiros desgraciados! ¡Tenéis derecho a cobrar un
sueldo y a tener vacaciones y a llevar ropa de verdad! ¡No tenéis por qué obedecer a
todo lo que se os manda! ¡Fijaos en Dobby!
—Le ruego a la señorita que deje a Dobby al margen de esto  —murmuró Dobby,
asustado.
Las alegres sonrisas habían desaparecido de la cara de los elfos. De repente
observaban a Hermione como si fuera una peligrosa demente.
—¡Aquí tienen la comida! —chilló un elfo, y puso en los brazos de Harry un jamón
enorme, doce pasteles y algo de fruta—. ¡Adiós!
Los elfos domésticos se arremolinaron en torno a los tres amigos y los sacaron de
las cocinas, dándoles empujones en la espalda, a la altura de la cintura.
—¡Gracias por los calcetines, Harry Potter!  —gritó Dobby con tristeza desde la
chimenea, donde se encontraba junto al bulto en que había quedado convertida Winky,
arrebujada en el mantel.
—¿No podías cerrar la boca, Hermione?  —dijo Ron  enojado, cuando la puerta de
las cocinas se cerró tras ellos de un portazo—. ¡Ahora ya no querrán que vengamos a
visitarlos! ¡Hemos perdido la oportunidad de sacarle algo a Winky sobre Crouch!
—¡Ah, como si eso te preocupara!  —se burló Hermione—. ¡Lo quea ti te gusta es
que te den de comer!
Después de eso, el día se volvió inaguantable. Harry se hartó hasta tal punto de que
Ron y Hermione se metieran el uno con el otro mientras hacían los deberes en la sala
común, que por la noche llevó él solo la comida de Sirius a la lechucería.
Pigwidgeon  era demasiado pequeño para transportar un jamón a la montaña sin
ayuda, así que Harry reclutó también otras dos lechuzas. Cuando se internaron en la
oscuridad, componiendo una figura muy extraña las tres con el gran  paquete, Harry se
inclinó en el alféizar de la ventana y contempló los terrenos del colegio, las oscuras y
susurrantes copas de los árboles del bosque prohibido y las velas del barco de
Durmstrang ondeando al viento. Un búho real atravesó el humo que salía de la
chimenea de Hagrid, se acercó al castillo, planeó alrededor de la lechucería y
desapareció de su vista. Vio a Hagrid cavando enérgicamente delante de su cabaña, y se
preguntó qué estaría haciendo: era como si preparara un nuevo trozo de huerta. Mientras
miraba, Madame Maxime salió del carruaje de Beauxbatons y fue hacia Hagrid. Daba la
impresión de que intentaba trabar conversación con él. Hagrid se apoyó en la pala, pero
no parecía deseoso de prolongar la charla, porque Madame Maxime volvió a sucarruaje
poco después.
No le apetecía regresar a la torre de Gryffindor y oír a Ron y Hermione gruñéndose
el uno al otro, así que se quedó observando cavar a Hagrid hasta que la oscuridad lo
envolvió y, a su alrededor, las lechuzas empezaron a despertar  y a pasar zumbando por
su lado para internarse en la noche.
Al día siguiente, para el desayuno, se había disipado el mal humor de sus amigos, y,
para alivio de Harry, no se cumplieron las pesimistas predicciones de Ron de que los
elfos domésticos mandarían a la mesa de Gryffindor una pésima comida por culpa de
Hermione: el tocino, los huevos y los arenques ahumados estaban tan ricos como
siempre.
Cuando llegaron las lechuzas, ella las miró con impaciencia; parecía que esperaba
algo.
—Percy no habrá tenido tiempo de responder  —dijo Ron—. Enviamos a  Hedwig
ayer.
—No, no es eso —repuso Hermione—. Me he suscrito a  El Profeta: ya estoy harta
de enterarme de las cosas por los de Slytherin.
—¡Bien pensado!  —aprobó Harry, levantando también la vista hacia las
lechuzas—. ¡Eh, Hermione, me parece que estás de suerte!
Una lechuza gris bajaba hasta ella.
—Pero no trae ningún periódico —comentó ella decepcionada—. Es...
Para su asombro, la lechuza gris se posó delante de su plato, seguida de cerca por
cuatro lechuzascomunes, una parda y un cárabo.
—¿Cuántos ejemplares has pedido?  —preguntó Harry, agarrando la copa de
Hermione antes de que la tiraran las lechuzas, que se empujaban unas a otras intentando
acercarse a ella para entregar la carta primero.
—¿Qué demonios...? —exclamó Hermione, que cogió la carta de la lechuza gris, la
abrió y comenzó a leerla—. Pero ¡bueno! ¡Hay que ver!  —farfulló, poniéndose colorada.
—¿Qué pasa? —inquirió Ron.
—Es... ¡ah, qué ridículo...!
Le pasó la carta a Harry, que vio que no estabaescrita a mano, sino compuesta a
partir de letras que parecían recortadas de El Profeta:
eRes una ChicA malVAdA. HaRRy PottEr se merEce alGo MejoR quE tú.
vUelve a tU sitIO, mUggle.
—¡Son todas por el estilo!  —dijo Hermione desesperada, abriendo una  carta tras
otra—. «Harry Potter puede llegar mucho más lejos que la gente como tú...» «Te
mereces que te escalden en aceite hirviendo... » ¡Ay!
Acababa de abrir el último sobre, y un líquido verde amarillento con un olor a
gasolina muy fuerte se le derramó en las manos, que empezaron a llenarse de granos
amarillos.
—¡Pus de bubotubérculo sin diluir!  —dijo Ron, cogiendo con cautela el sobre y
oliéndolo.
Con lágrimas en los ojos, Hermione intentaba limpiarse las manos con una
servilleta, pero tenía ya los dedos tan llenos de dolorosas úlceras que parecía que se
hubiera puesto un par de guantes gruesos y nudosos.
—Será mejor que vayas a la enfermería —le aconsejó Harry al tiempo que echaban
a volar las lechuzas—. Nosotros le explicaremos a la profesora Sprout adónde has ido...
—¡Se lo advertí!  —dijo Ron mientras Hermione se apresuraba a salir del Gran
Comedor, soplándose las manos—. ¡Le advertí que no provocara a Rita Skeeter! Fíjate
en ésta.  —Leyó en voz alta una de las cartas que Hermione había dejado en la mesa—.
«He leído en  Corazón de bruja  cómo has jugado con Harry Potter, y quiero decirte que
ese chico ya ha pasado por cosas muy duras en esta vida. Pienso enviarte una maldición
por correo en cuanto encuentre un sobre lo bastante grande.» ¡Va a tener  que andarse
con cuidado!
Hermione no asistió a Herbología. Al salir del invernadero para ir a clase de
Cuidado de Criaturas Mágicas, Harry y Ron vieron a Malfoy, Crabbe y Goyle
descendiendo la escalinata de la puerta del castillo. Pansy Parkinson iba cuchicheando y
riéndose tras ellos con el grupo de chicas de Slytherin. Al ver a Harry, Pansy le gritó:
—Potter, ¿has roto con tu novia? ¿Por qué estaba tan alterada en el desayuno?
Harry no le hizo caso: no quería darle la satisfacción de que supiera cuántos
problemas les estaba causando el artículo de Corazón de bruja.
Hagrid, que en la clase anterior les había dicho que ya habían acabado con los
unicornios, los esperaba fuera de la cabaña con una nueva remesa de cajas. Al verlas, a
Harry se le cayó el almaa los pies. ¿Les tocaría cuidar otra camada de escregutos? Pero,
cuando llegaron lo bastante cerca para echar un vistazo, vieron un montón de animalitos
negros de aspecto esponjoso y largo hocico. Tenían las patas delanteras curiosamente
planas, como palas, y miraban a la clase sin dejar de parpadear, algo sorprendidos de la
atención que atraían.
—Son escarbatos —explicó Hagrid cuando la clase se congregó en torno a ellos—.
Se encuentran sobre todo en las minas. Les gustan las cosas brillantes... Mirad.
Uno de los escarbatos dio un salto para intentar quitarle de un mordisco el reloj de
pulsera a Pansy Parkinson, que gritó y se echó para atrás.
—Resultan muy útiles como detectores de tesoros —dijo Hagrid contento—. Pensé
que hoy podríamos divertirnos un  poco con ellos. ¿Veis eso?  —Señaló el trozo grande
de tierra recién cavada en la que Harry lo había visto trabajar desde la ventana de la
lechucería—. He enterrado algunas monedas de oro. Tengo preparado un premio para el
que coja al escarbato que consiga sacar más. Pero lo primero que tenéis que hacer es
quitaros las cosas de valor; luego escoged un escarbato y preparaos para soltarlo.
Harry se quitó el reloj, que sólo llevaba por costumbre, dado que ya no funcionaba,
y lo guardó en el bolsillo. Luego  cogió un escarbato, que le metió el hocico en la oreja,
olfateando. Era bastante cariñoso.
—Esperad  —dijo Hagrid mirando dentro de una caja—, aquí queda un escarbato.
¿Quién falta? ¿Dónde está Hermione?
—Ha tenido que ir a la enfermería —explicó Ron.
—Luego te lo explicamos  —susurró Harry, viendo que Pansy Parkinson estaba
muy atenta.
Era con diferencia lo más divertido que hubieran visto nunca en clase de Cuidado
de Criaturas Mágicas. Los escarbatos entraban y salían de la tierra como si ésta fuera
agua,y acudían corriendo a su estudiante respectivo para depositar el oro en sus manos.
El de Ron parecía especialmente eficiente. No tardó en llenarle el regazo de monedas.
—¿Se pueden comprar y tener de mascotas, Hagrid?  —le preguntó emocionado,
mientras suescarbato volvía a hundirse en la tierra, salpicándole la túnica.
—A tu madre no le haría gracia, Ron  —repuso Hagrid sonriendo—, porque
destrozan las casas. Me parece que ya deben de haberlas recuperado todas  —añadió
paseando por el trozo de tierra excavado, mientras los escarbatos continuaban
buscando—. Sólo enterré cien monedas. ¡Ah, ahí está Hermione!
Se acercaba por la explanada. Llevaba las manos llenas de vendajes, y parecía
triste. Pansy Parkinson la miró escrutadoramente.
—¡Bueno, comprobemos cómo ha ido la cosa!  —dijo Hagrid—. ¡Contad las
monedas! Y no merece la pena que intentes robar ninguna, Goyle  —agregó, entornando
los ojos de color azabache—. Es oro leprechaun: se desvanece al cabo de unas horas.
Goyle se vació los bolsillos, enfurruñado.Resultó que el que más monedas había
recuperado era el escarbato de Ron, así que Hagrid le dio como premio una enorme
tableta de chocolate de Honeydukes. En esos momentos sonó la campana del colegio
anunciando la comida. Todos regresaron al castillo salvo Harry, Ron y Hermione, que
se quedaron ayudando a Hagrid a guardar los escarbatos en las cajas. Harry se dio
cuenta de que Madame Maxime los observaba por la ventanilla del carruaje.
—¿Qué te ha pasado en las manos, Hermione? —preguntó Hagrid, preocupado.
Hermione le contó lo de los anónimos que había recibido aquella mañana, y el
sobre lleno de pus de bubotubérculo.
—¡Bah, no te preocupes! —le dijo Hagrid amablemente, mirándola desde lo alto de
su estatura—. Yo también recibí cartas de ésas después  de que Rita Skeeter escribió
sobre mi madre. «Eres un monstruo y deberían sacrificarte.» «Tu madre mató a gente
inocente, y si tú tuvieras un poco de dignidad, te tirarías al lago.»
—¡No! —exclamó Hermione, asustada.
—Sí —dijo Hagrid, levantando las cajas de los escarbatos y arrimándolas a la pared
de la cabaña—. Es gente que está chiflada, Hermione. No abras ninguna más. Échalas al
fuego según vengan.
—Te has perdido una clase estupenda  —le dijo Harry a Hermione de camino al
castillo—. Los escarbatos molan, ¿a que sí, Ron?
Pero Ron miraba ceñudo el chocolate que Hagrid le había dado. Parecía
preocupado por algo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Harry—. ¿No está bueno?
—No es eso —replicó Ron—. ¿Por qué no me dijiste lo del oro?
—¿Qué oro?
—El oro que te di en losMundiales de quidditch  —explicó Ron—. El oro
leprechaun que te di en pago de los omniculares. En la tribuna principal. ¿Por qué no me
dijiste que había desaparecido?
Harry tuvo que hacer un esfuerzo para entender de qué hablaba Ron.
—Ah... —dijo recordando—. No sé... no me di cuenta de que hubiera desaparecido.
Creo que estaba más preocupado por la varita.
Subieron la escalinata de piedra, entraron en el vestíbulo y fueron al Gran Comedor
para la comida.
—Tiene que ser estupendo  —dijo Ron de repente, cuando ya estaban sentados y
habían comenzado a servirse rosbif con budín de Yorkshire—eso de tener tanto dinero
que uno no se da cuenta si le desaparece un puñado de galeones.
—¡Mira, esa noche tenía otras cosas en la cabeza!  —contestó Harry perdiendo un
poco la paciencia—. Y no era el único, ¿recuerdas?
—Yo no sabía que el oro leprechaun se desvanecía —murmuró Ron—. Creí que te
estaba pagando. No tendrías que haberme regalado por Navidad el sombrero de los
Chudley Cannons.
—Olvídalo, ¿quieres? —le pidió Harry.
Ron ensartó con el tenedor una patata asada y se quedó mirándola. Luego dijo:
—Odio ser pobre.
Harry y Hermione se miraron. Ninguno de los dos sabía qué decir.
—Es un asco  —siguió Ron, sin dejar de observar la patata—. No me extraña que
Fred y Georgequieran ganar dinero. A mí también me gustaría. Quisiera tener un
escarbato.
—Bueno, ya sabemos qué regalarte la próxima Navidad  —dijo Hermione para
animarlo. Pero, como continuaba triste, añadió—: Vamos, Ron, podría ser peor. Por lo
menos no tienes losdedos llenos de pus.  —Hermione estaba teniendo dificultades para
manejar el tenedor y el cuchillo con los dedos tan rígidos e hinchados—. ¡Odio a esa
Skeeter! —exclamó—. ¡Me vengaré de esto aunque sea lo último que haga en la vida!
·  ·  ·
Hermione  continuó recibiendo anónimos durante la semana siguiente, y, aunque siguió
el consejo de Hagrid y dejó de abrirlos, varios de ellos eran vociferadores, así que
estallaron en la mesa de Gryffindor y le gritaron insultos que oyeron todos los que
estaban en  el Gran Comedor. Hasta los que no habían leído  Corazón de bruja  se
enteraron de todo lo relativo al supuesto triángulo amoroso Harry-Hermione-Krum.
Harry estaba harto de explicar a todo el mundo que Hermione no era su novia.
—Ya pasará  —le dijo a Hermione—. Basta con que no hagas caso... La gente
terminó por aburrirse de lo que ella escribió sobre mí.
—¡Tengo que enterarme de cómo logra escuchar las conversaciones privadas
cuando se supone que tiene prohibida la entrada a los terrenos del colegio!  —contestó
Hermione irritada.
Hermione se quedó al término de la siguiente clase de Defensa Contra las Artes
Oscuras para preguntarle algo al profesor Moody. El resto de la clase estaba deseando
marcharse: Moody les había puesto un examen de desvío de maleficios  tan duro que
muchos de ellos sufrían pequeñas heridas. Harry padecía un caso agudo de orejas
bailonas, y tenía que sujetárselas con las manos mientras salía de clase.
—Bueno, ¡por lo menos está claro que Rita no usó una capa invisible!  —dijo
Hermione jadeando cinco minutos más tarde, cuando alcanzó a Ron y Harry en el
vestíbulo y le apartó a éste una mano de la oreja bailona para que pudiera oírla—.
Moody dice que no la vio por ningún lado durante la segunda prueba, ni cerca de la
mesa del tribunal ni cercadel lago.
—¿Serviría de algo pedirte que lo olvidaras, Hermione? —le preguntó Ron.
—¡No!  —respondió ella testarudamente—. ¡Tengo que saber cómo escuchó mi
conversación con Viktor! ¡Y cómo averiguó lo de la madre de Hagrid!
—A lo mejor te ha pinchado —dijoHarry.
—¿Pinchado?  —repitió Ron sin entender—. ¿Qué quieres decir, que le ha clavado
alfileres?
Harry explicó lo que eran los micrófonos ocultos y los equipos de grabación. Ron
lo escuchaba fascinado, pero Hermione los interrumpió:
—Pero ¿es que no leeréis nunca Historia de Hogwarts?
—¿Para qué?  —repuso Ron—. Si tú te la sabes de memoria... Sólo tenemos que
preguntarte.
—Todos esos sustitutos de la magia que usan los muggles (electricidad,
informática, radar y todas esas cosas) no funcionan en los alrededores de Hogwarts
porque hay demasiada magia en el aire. No, Rita está usando la magia para escuchar a
escondidas. Si pudiera averiguar lo que es... ¡Ah, y si es ilegal, la tendré en mis redes!
—¿No tenemos ya bastantes motivos de preocupación, para emprender también
una vendetta contra Rita Skeeter? —le preguntó Ron.
—¡No te estoy pidiendo ayuda! —replicó Hermione—. ¡Me basto yo sola!
Subió por la escalinata de mármol sin volver la vista atrás. Harry estaba seguro de
que iba a la biblioteca.
—¿Qué te apuestas a que vuelve con una caja de insignias de «Odio a Rita
Skeeter»? —comentó Ron.
Hermione no les pidió que la ayudaran en su venganza contra Rita Skeeter, algo
que ambos le agradecían porque el trabajo se amontonaba en los días previos a la
semana de  Pascua. Harry se maravillaba de que Hermione fuera capaz de investigar
medios mágicos de escucha además de cumplir con todo lo que tenían que hacer para
clase. Él trabajaba muchísimo sólo para conseguir terminar los deberes, aunque también
se ocupaba de  enviar a Sirius regularmente paquetes de comida a la cueva de la
montaña. Después del último verano, sabía muy bien lo que era pasar hambre. Le
incluía notas diciéndole que no ocurría nada extraordinario y que continuaban
esperando la respuesta de Percy.
Hedwig  no volvió hasta el final de las vacaciones de Pascua. La carta de Percy iba
adjunta a un paquete con huevos de Pascua que enviaba la señora Weasley. Tanto el
huevo de Ron como el de Harry parecían de dragón, y estaban rellenos de caramelo
casero. Elde Hermione, en cambio, era más pequeño que un huevo de gallina. Al verlo
se quedó decepcionada.
—¿Tu madre no leerá por un casual Corazón de bruja? —preguntó en voz baja.
—Sí —contestó Ron con la boca llena de caramelo—. Lo compra por las recetas de
cocina.
Hermione miró con tristeza su diminuto huevo.
—¿No queréis ver lo que ha escrito Percy? —dijo Harry.
La carta de Percy era breve y estaba escrita con verdadero mal humor:
Como constantemente declaro a  El Profeta,  el señor Crouch se está tomando
un merecido descanso. Envía regularmente lechuzas con instrucciones. No, en
realidad no lo he visto, pero creo que puedo estar seguro de conocer la letra
de mi superior. Ya tengo bastante que hacer en estos días aparte de intentar
sofocar esos ridículos rumores. Os ruego que no me volváis a molestar si no
es por algo importante. Felices Pascuas.
Otros años, en primavera, Harry se entrenaba a fondo para el último partido de la
temporada. Aquel año, sin embargo, era la tercera prueba del Torneo de los tres magos
la que necesitaba prepararse, pero seguía sin saber qué tenía que hacer. Finalmente, en
la última semana de mayo, al final de una clase de Transformaciones, lo llamó la
profesora McGonagall.
—Esta noche a las nueve en punto tienes que ir al campo de quidditch —le dijo—.
El señor Bagman se encontrará allí para hablaros de la tercera prueba.
De forma que aquella noche, a las ocho y media, dejó a Ron y Hermione en la torre
de Gryffindor para acudir a la cita. Al cruzar el vestíbulo se encontró con Cedric, que
salía de la sala común de Hufflepuff.
—¿Qué crees que será?  —le preguntó a Harry, mientras bajaba con él la escalinata
de piedra y salían a la oscuridad de una noche encapotada—. Fleur no para de hablar de
túneles subterráneos: cree que tendremosque encontrar un tesoro.
—Eso no estaría mal  —dijo Harry, pensando que sencillamente le pediría a Hagrid
un escarbato para que hiciera el trabajo por él.
Bajaron por la oscura explanada hasta el estadio de quidditch, entraron a través de
una abertura en las gradas y salieron al terreno de juego.
—¿Qué han hecho? —exclamó Cedric indignado, parándose de repente.
El campo de quidditch ya no era llano ni liso: parecía que alguien había levantado
por todo él unos muros largos y bajos, que serpenteaban y se entrecruzaban en todos los
sentidos.
—¡Son setos! —dijo Harry, inclinándose para examinar el que tenía más cerca.
—¡Eh, hola! —los saludó una voz muy alegre.
Ludo Bagman estaba con Krum y Fleur en el centro del terreno de juego. Harry y
Cedric se les acercaron franqueando los setos. Fleur sonrió a Harry: su actitud hacia él
había cambiado por completo desde que había rescatado a su hermana del lago.
—Bueno, ¿qué os parece? —dijo Bagman contento, cuando Harry y Cedric pasaron
el último seto—. Están creciendobien, ¿no? Dentro de un mes Hagrid habrá conseguido
que alcancen los seis metros. No os preocupéis  —añadió sonriente, viendo la expresión
de tristeza de Harry y Cedric—, ¡en cuanto la prueba finalice vuestro campo de
quidditch volverá a estar como siempre! Bien, supongo que ya habréis adivinado en qué
consiste la prueba, ¿no?
Pasó un momento sin que nadie hablara. Luego dijo Krum:
—Un «laberrinto».
—¡Eso es!  —corroboró Bagman—. Un laberinto. La tercera prueba es así de
sencilla: la Copa de los tres magos estará en el centro del laberinto. El primero en llegar
a ella recibirá la máxima puntuación.
—¿Simplemente tenemos que «guecogueg» el «labeguinto»? —preguntó Fleur.
—Sí, pero habrá obstáculos  —dijo Bagman, dando saltitos de entusiasmo—.
Hagrid está  preparando unos cuantos bichejos... y tendréis que romper algunos
embrujos... Ese tipo de cosas, ya os imagináis. Bueno, los campeones que van delante
en puntuación saldrán los primeros.  —Bagman dirigió a Cedric y Harry una amplia
sonrisa—. Luego entrará  el señor Krum... y al final la señorita Delacour. Pero todos
tendréis posibilidades de ganar: eso dependerá de lo bien que superéis los obstáculos.
Parece divertido, ¿verdad?
Harry, que conocía de sobra el tipo de animales que Hagrid buscaría para una
ocasión como aquélla, pensó que no resultaría precisamente divertido. Sin embargo,
como los otros campeones, asintió por cortesía.
—Muy bien. Si no tenéis ninguna pregunta, volveremos al castillo. Está
empezando a hacer frío...
Bagman alcanzó a Harry cuando salían del laberinto. Tuvo la impresión de que iba
a volver a ofrecerle ayuda, pero justo entonces Krum le dio a Harry unas palmadas en el
hombro.
—¿«Podrríamos hablarr»?
—Sí, claro —contestó Harry, algo sorprendido.
—¿Te «imporrta» si caminamos juntos?
—No.
Bagman parecía algo contrariado.
—Te espero, ¿quieres, Harry?
—No, no hace falta, señor Bagman  —respondió Harry reprimiendo una sonrisa—.
Podré volver yo solo, gracias.
Harry y Krum dejaron juntos el estadio, pero Krum no tomó la dirección del barco
de Durmstrang. En vez de eso, se dirigió hacia el bosque.
—¿Por qué vamos por aquí?  —preguntó Harry al pasar ante la cabaña de Hagrid y
el iluminado carruaje de Beauxbatons.
—No «quierro» que nadie nos oiga —contestó simplemente Krum.
Cuando por fin llegaron  a un paraje tranquilo, a escasa distancia del potrero de los
caballos de Beauxbatons, Krum se detuvo bajo los árboles y se volvió hacia Harry.
—«Quisierra saberr»  —dijo, mirándolo con el entrecejo fruncido—si hay algo
«entrre» tú y Herr... mío... ne.
Harry, a quien la exagerada reserva de Krum le había hecho creer que hablaría de
algo mucho más grave, lo miró asombrado.
—Nada  —contestó. Pero Krum siguió mirándolo ceñudo, y Harry, que volvía a
sorprenderse de lo alto que parecía Krum a su lado, tuvo que explicarse—: Somos
amigos. No es mi novia y nunca lo ha sido. Todo se lo ha inventado esa Skeeter.
—Herr... mío... ne habla mucho de ti —dijo Krum, mirándolo con recelo.
—Sí —admitió Harry—, porque somos amigos.
No acababa de creer que estuviera manteniendoaquella conversación con Viktor
Krum, el famoso jugador internacional de quidditch. Era como si Krum, con sus
dieciocho años, lo considerara a él, a Harry, un igual... un verdadero rival.
—«Vosotrros» nunca... «vosotrros» no...
—No —dijo Harry con firmeza.
Krum parecía algo más contento. Miró a Harry durante unos segundos y luego le
dijo:
—Vuelas muy bien. Te vi en la «prrimerra prrueba».
—Gracias  —contestó, sonriendo de oreja a oreja y sintiéndose de pronto mucho
más alto—. Yo te vi en los Mundiales de quidditch. El amago de Wronski... la verdad es
que tú...
Pero algo se movió tras los árboles, y Harry, que tenía alguna experiencia del tipo
de cosas que se escondían en el bosque, agarró a Krum instintivamente del brazo y tiró
de él.
—¿Qué ha sido eso?
Harry negó con la cabeza, mirando al lugar en que algo se había movido, y metió la
mano en la túnica para coger la varita. Al instante, de detrás de un alto roble salió
tambaleándose un hombre. Harry tardó un momento en darse cuenta de que se trataba
delseñor Crouch.
Por su aspecto se habría dicho que llevaba días de un lado para otro: a la altura de
las rodillas, la túnica estaba rasgada y ensangrentada; tenía la cara llena de arañazos, sin
afeitar y con señales de agotamiento, y tanto el cabello como  el bigote, habitualmente
impecables, reclamaban un lavado y un corte. Su extraña apariencia, sin embargo, no
era tan llamativa como la forma en que se comportaba: murmuraba y gesticulaba, como
si hablara con alguien que sólo él veía. A Harry le recordó un  viejo mendigo que había
visto en una ocasión, cuando había acompañado a los Dursley a ir de compras. También
aquel hombre conversaba vehementemente con el aire. Tía Petunia había cogido a
Dudley de la mano y habían cruzado la calle para evitarlo. Luego tíoVernon dedicó a la
familia una larga diatriba sobre lo que él haría con mendigos y vagabundos.
—¿No es uno de los «miembrros» del «trribunal»?  —preguntó Krum, mirando al
señor Crouch—. ¿No es del «Ministerrio»?
Harry asintió y, tras dudar por un momento, caminó lentamente hacia el señor
Crouch, que, sin mirarlo, siguió hablando con un árbol cercano:
—... y cuando hayas acabado, Weatherby, envíale a Dumbledore una lechuza
confirmándole el número de alumnos de Durmstrang que asistirán al Torneo. Karkarov
acaba de comunicarme que serán doce...
—Señor Crouch... —dijo Harry con cautela.
—... y luego envíale otra lechuza a Madame Máxime, porque tal vez quiera traer a
algún alumno más, dado que Karkarov ha completado la docena... Hazlo, Weatherby,
¿querrás? ¿Querrás?  —El señor Crouch tenía los ojos desmesuradamente abiertos.
Siguió allí de pie mirando al árbol, moviendo la boca sin pronunciar una palabra. Luego
se tambaleó hacia un lado y cayó de rodillas.
—¡Señor Crouch! —exclamó Harry—, ¿se encuentra bien?
Los ojos le daban vueltas. Harry miró a Krum, que lo había seguido hasta los
árboles y observaba a Crouch asustado.
—¿Qué le pasa?
—Ni idea —susurró Harry—. Será mejor que vayas a buscar a alguien...
—¡A Dumbledore!  —dijo el señor Crouch con voz ahogada.Agarró a Harry de la
tela de la túnica y lo atrajo hacia él, aunque los ojos miraban por encima de su
cabeza—. Tengo... que ver... a Dumbledore...
—De acuerdo  —contestó Harry—. Si se levanta usted, señor Crouch, podemos ir
al...
—He hecho... idioteces... —musitó el señor Crouch. Parecía realmente trastornado:
los ojos se le movían desorbitados, y un hilo de baba le caía de la barbilla. Cada palabra
que pronunciaba parecía costarle un terrible esfuerzo—. Tienes que... decirle a
Dumbledore...
—Levántese,señor Crouch  —le indicó Harry en voz alta y clara—. ¡Levántese y lo
llevaré hasta Dumbledore!
El señor Crouch dirigió los ojos hacia él.
—¿Quién... eres? —susurró.
—Soy alumno del colegio  —contestó Harry, mirando a Krum en busca de ayuda,
pero éste se mostraba indeciso y nervioso.
—¿No eres de... él? —preguntó Crouch, y se quedó con la mandíbula caída.
—No —respondió, sin tener la más leve idea de lo que quería decir Crouch.
—¿De Dumbledore...?
—Sí.
Crouch tiraba de él hacia sí. Harry trató de soltarse, pero lo agarraba con demasiada
fuerza.
—Avisa a... Dumbledore...
—Traeré a Dumbledore si me suelta  —le dijo Harry—. Suélteme, señor Crouch, e
iré a buscarlo.
—Gracias, Weatherby. Y, cuando termines, me tomaría una taza de té. Mi mujer y
mi hijo no tardarán  en llegar. Vamos a ir esta noche a un concierto con Fudge y su
señora.  —Crouch hablaba otra vez con el árbol, completamente ajeno de Harry, que se
sorprendió tanto que no notó que lo había soltado—. Sí, mi hijo acaba de sacar doce
TIMOS, muy pero que muy  bien, sí, gracias, sí, sí que me siento orgulloso. Y ahora, si
me puedes traer ese memorándum del ministro de Magia de Andorra, creo que tendré
tiempo de redactar una respuesta...
—¡Quédate con él!  —le dijo Harry a Krum—. Yo traeré a Dumbledore. Puedo
hacerlo más rápido, porque sé dónde está su despacho...
—Está loco  —repuso Krum en tono dubitativo, mirando a Crouch, que seguía
hablando atropelladamente con el árbol, convencido de que era Percy.
—Quédate con él  —repitió Harry comenzando a levantarse, perosu movimiento
pareció desencadenar otro cambio repentino en el señor Crouch, que lo agarró
fuertemente de las rodillas y lo tiró al suelo.
—¡No me... dejes!  —susurró, con los ojos de nuevo desorbitados—. Me he
escapado... Tengo que avisar... tengo que decir... ver a Dumbledore... Ha sido culpa mía,
sólo mía... Bertha... muerta... sólo culpa mía... mi hijo... culpa mía... Tengo que
decírselo a Dumbledore... Harry Potter... el Señor Tenebroso... más fuerte... Harry
Potter...
—¡Le traeré a Dumbledore si usted deja que me vaya, señor Crouch!  —replicó
Harry. Miró nervioso a Krum—. Ayúdame, ¿quieres?
Como de mala gana, Krum avanzó y se agachó al lado del señor Crouch.
—Que no se mueva de aquí —dijo Harry, liberándose del señor Crouch—. Volveré
con Dumbledore.
—Date prisa  —le gritó Krum mientras Harry se alejaba del bosque corriendo y
atravesaba los terrenos del colegio, que estaban sumidos en la oscuridad.
Bagman, Cedric y Fleur habían desaparecido. Subió como un rayo la escalinata de
piedra, atravesó las puertas de roble y se lanzó por la escalinata de mármol hacia el
segundo piso. Cinco minutos después se precipitaba hacia una gárgola de piedra que
decoraba el vacío corredor.
—«¡Sor... sorbete de limón!» —dijo jadeando.
Era la contraseña de la oculta escalera que llevaba al despacho de Dumbledore. O
al menos lo había sido dos años antes, porque evidentemente había cambiado, ya que la
gárgola de piedra no revivió ni se hizo a un lado, sino que permaneció inmóvil,
dirigiendo a Harry su aterrorizadora mirada.
—¡Muévete! —le gritó Harry—. ¡Vamos!
Pero en Hogwarts las cosas no se movían simplemente porque uno les gritara: sabía
que no le serviría de nada. Miró a un lado y otro del oscuro corredor. Quizá Dumbledore
estuviera en la sala de profesores. Se precipitóa la carrera hacia la escalera.
—¡POTTER!
Snape acababa de salir de la escalera oculta tras la gárgola de piedra. El muro se
cerraba a sus espaldas mientras hacía señas a Harry para que fuera hacia él.
—¿Qué hace aquí, Potter?
—¡Tengo que hablar con el  profesor Dumbledore!  —respondió, retrocediendo por
el corredor y resbalando un poco  al  pararse en seco delante de Snape—. Es el señor
Crouch... Acaba de aparecer... Está en el bosque... Pregunta...
—Pero ¿qué está diciendo? —exclamó Snape. Los ojos negrosle brillaban—. ¿Qué
tonterías son ésas?
—¡El señor Crouch!  —gritó—. ¡El del Ministerio! ¡Está enfermo o algo
parecido...! Está en el bosque y quiere ver a Dumbledore. ¡Por favor, deme la
contraseña!
—El director está ocupado, Potter  —dijo Snape curvando  sus delgados labios en
una desagradable sonrisa.
—¡Tengo que decírselo a Dumbledore! —gritó.
—¿No me ha oído, Potter?
Harry hubiera jurado que Snape disfrutaba al negarle lo que le pedía en un
momento en el que estaba tan asustado.
—Mire —le dijo enfadado—, Crouch no está bien... Está... está como loco... Dice
que quiere advertir...
Tras Snape se volvió a abrir el muro. Apareció Dumbledore con una larga túnica
verde y expresión de ligera extrañeza.
—¿Hay algún problema? —preguntó, mirando a Harry y Snape.
—¡Profesor!  —dijo Harry, adelantándose a Snape—. El señor Crouch está aquí.
¡Está en el bosque, y quiere hablar con usted!
Harry esperaba que Dumbledore le hiciera preguntas pero, para alivio suyo, no fue
así.
—Llévame hasta allí —le indicó de inmediato,y fue tras él por el corredor dejando
a Snape junto a la gárgola, que a su lado no parecía tan fea.
—¿Qué ha dicho el señor Crouch, Harry?  —preguntó Dumbledore cuando bajaban
apresuradamente por la escalinata de mármol.
—Dice que quiere advertirle... Dice que ha hecho algo terrible... Menciona a su
hijo... y a Bertha Jorkins... y... y a Voldemort... Dice algo de que Voldemort se hace
fuerte...
—¿De veras?  —dijo Dumbledore, y apresuró el paso para atravesar los terrenos
sumidos en completa oscuridad.
—No  se comporta con normalidad  —comentó Harry, corriendo al lado de
Dumbledore—. No parece que sepa dónde está. Habla como si creyera que Percy
Weasley está con él, y de repente cambia y pide verlo a usted... Lo he dejado con Viktor
Krum.
—¿Cómo? ¿Lo has dejado con Krum?  —exclamó Dumbledore bruscamente, y
comenzó a dar pasos aún más largos. Harry tuvo que correr para no quedarse atrás—.
¿Sabes si alguien más ha visto al señor Crouch?
—Nadie  —respondió—. Krum y yo estábamos hablando. El señor Bagman ya
había  acabado de explicarnos en qué consiste la tercera prueba, y nosotros nos
quedamos atrás. Entonces vimos al señor Crouch salir del bosque.
—¿Dónde están?  —preguntó Dumbledore, cuando el carruaje de Beauxbatons se
hizo visible.
—Por ahí  —contestó Harry adelantándose a Dumbledore y guiándolo por entre los
árboles.
No se oía la voz de Crouch, pero sabía hacia dónde tenía que ir. No era mucho más
allá del carruaje de Beauxbatons... más o menos por aquella zona...
—¡Viktor! —gritó Harry.
No respondieron.
—Los dejé aquí —explicó—. Tienen que estar por aquí...
—¡Lumos! —dijo Dumbledore para encender la varita, y la mantuvo en alto.
El delgado foco de luz se desplazó de un oscuro tronco a otro, iluminando el suelo.
Y al final hizo visible un par de pies.
Harry y  Dumbledore se acercaron aprisa. Krum estaba tendido en el suelo del
bosque. Parecía inconsciente. No había ni rastro del señor Crouch. Dumbledore se
inclinó sobre Krum y le levantó un párpado con cuidado.
—Está desmayado —dijo con voz suave. En las gafas de media luna brilló la luz de
la varita cuando miró entre los árboles cercanos.
—¿Voy a buscar a alguien? —sugirió Harry—. ¿A la señora Pomfrey?
—No —dijo Dumbledore rápidamente—. Quédate aquí. Levantó en el aire la varita
y apuntó con ella a la cabaña de Hagrid. Harry vio que algo plateado salía de ella a gran
velocidad y atravesaba por entre los árboles como un pájaro fantasmal. A continuación
Dumbledore volvió a inclinarse sobre Krum, le apuntó con la varita y susurró:
—¡Enervate!
Krum abrió los ojos.Parecía confuso. Al ver a Dumbledore trató de sentarse, pero
él le puso una mano en el hombro y lo hizo permanecer tumbado.
—¡Me atacó!  —murmuró Krum, llevándose una mano a la cabeza—. ¡Me atacó el
viejo loco! Estaba «mirrando» si venía Potter, y me atacó por «detrrás»!
—Descansa un momento  —le indicó Dumbledore. Oyeron un ruido de pisadas
antes de ver llegar a Hagrid jadeando, seguido por Fang. Había cogido su ballesta.
—¡Profesor Dumbledore! —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¡Harry!, ¿qué...?
—Hagrid, necesito que vayas a buscar al profesor Karkarov —dijo Dumbledore—.
Han atacado a un alumno suyo. Cuando lo hayas hecho, ten la bondad de traer al
profesor Moody.
—No hará falta, Dumbledore  —dijo una voz que era como un gruñido sibilante—.
Estoy aquí.
Moody se acercaba cojeando, apoyándose en su bastón y con la varita encendida.
—Maldita pierna  —protestó furioso—. Hubiera llegado antes... ¿Qué ha pasado?
Snape dijo algo de Crouch...
—¿Crouch? —repitió Hagrid sin comprender.
—¡Hagrid, por favor, ve a  buscar a Karkarov!  —exclamó Dumbledore
bruscamente.
—Ah, sí... ya voy, profesor  —dijo Hagrid, y se volvió y desapareció entre los
oscuros árboles. Fang fue trotando tras él.
—No sé dónde estará Barty Crouch  —le dijo Dumbledore a Moody—, pero es
necesarioque lo encontremos.
—Me pondré a ello  —gruñó Moody. Sacó la varita, y penetró en el bosque
cojeando.
Ni Dumbledore ni Harry volvieron a decir nada hasta que oyeron los
inconfundibles sonidos de Hagrid y  Fang,  que volvían. Karkarov iba muy aprisa tras
ellos. Llevaba su lustrosa piel plateada, y parecía nervioso y pálido.
—¿Qué es esto?  —gritó al ver en el suelo a Krum, y a Dumbledore y Harry a su
lado—. ¿Qué pasa?
—¡Me ha atacado!  —dijo Krum, incorporándose en aquel momento y frotándose la
cabeza—. El «señorr Crrouch» o como se llame.
—¿Que Crouch te atacó? ¿Que Crouch te atacó? ¿El miembro del tribunal?
—Igor...  —comenzó Dumbledore, pero Karkarov se había erguido, agarrándose las
pieles con que se cubría.
—¡Traición!  —gritó, señalando a Dumbledore—. ¡Es  una confabulación! ¡Tú y tu
Ministerio de Magia me habéis atraído con falsedades, Dumbledore! ¡No es una
competición justa! ¡Primero cuelas a Potter en el Torneo, a pesar de que no tiene la
edad! ¡Ahora uno de tus amigos del Ministerio intenta dejar fuera de combate a mi
campeón! ¡Todo este asunto huele a corrupción y a trampa, y tú, Dumbledore, tú, con el
cuento de entablar lazos entre los magos de distintos países, de restablecer las antiguas
relaciones, de olvidar las diferencias... mira lo que pienso de ti!
Karkarov escupió a los pies de Dumbledore. Con un raudo movimiento, Hagrid
agarró a Karkarov por las pieles, lo levantó en el aire y lo estampo contra un árbol
cercano.
—¡Pida disculpas!  —le ordenó, mientras Karkarov intentaba respirar con el puño
de Hagrid en la garganta y los pies en el aire.
—¡Déjalo, Hagrid! —gritó Dumbledore, con un destello en los ojos.
Hagrid retiró la mano que sujetaba a Karkarov al árbol, y éste se deslizó por el
tronco y quedó despatarrado entre las raíces. Le cayeron  algunas hojas y ramitas en la
cabeza.
—¡Hagrid, ten la bondad de acompañar a Harry al castillo!  —le dijo Dumbledore
con brusquedad.
Resoplando de furia, Hagrid echó una dura mirada a Karkarov.
—Creo que sería mejor que me quedara aquí, director...
—Llevarása Harry de regreso al colegio, Hagrid  —le repitió Dumbledore con
firmeza—. Llévalo hasta la torre de Gryffindor. Y, Harry, quiero que no salgas de ella.
Cualquier cosa que tal vez quisieras hacer... como enviar alguna lechuza... puede
esperar a mañana, ¿me has entendido?
—Eh... sí  —dijo Harry, mirándolo. ¿Cómo había sabido Dumbledore que
precisamente estaba pensando en enviar a  Pigwidgeon  sin pérdida de tiempo a Sirius
contándole lo sucedido?
—Dejaré aquí a  Fang,  director  —dijo Hagrid, sin dejar de mirar
amenazadoramente a Karkarov, que seguía despatarrado al pie del árbol, enredado con
pieles y raíces—. Quieto, Fang. Vamos, Harry.
Caminaron en silencio, pasando junto al carruaje de Beauxbatons, y luego subieron
hacia el castillo.
—Cómo se atreve  —gruñó  Hagrid cuando iban a la altura del lago—. Cómo se
atreve a acusar a Dumbledore. Como si Dumbledore fuera a hacer algo así, como si él
deseara tu entrada en el Torneo. Creo que nunca lo había visto tan preocupado como
últimamente. ¡Y tú!  —le dijo de pronto, enfadado, a Harry, que lo miraba
desconcertado—. ¿Qué hacías paseando con ese maldito Krum? ¡Es de Durmstrang,
Harry! ¿Y si te echa un maleficio? ¿Es que Moody no te ha enseñado nada? Imagina
que te atrae a su propio...
—¡Krum no tiene nada de malo!  —replicó Harry mientras entraban en el
vestíbulo—. No ha intentado echarme ningún maleficio. Sólo hemos hablado de
Hermione.
—También tendré unas palabras con ella  —declaró Hagrid ceñudo, pisando fuerte
en los escalones—. Cuanto menos tengáis que ver con esos extranjeros, mejor os irá. No
se puede confiar en ninguno de ellos.
—Pues tú te llevabas muy bien con Madame Máxime —señaló Harry, disgustado.
—¡No me hables de ella!  —contestó Hagrid, y su aspecto se volvió amenazador
por un momento—. ¡Ya la tengo  calada! Trata de engatusarme para que le diga en qué
va a consistir la tercera prueba. ¡Ja! ¡No hay que fiarse de ninguno!
Hagrid estaba de tan mal humor que Harry se alegró de despedirse de él delante de
la Señora Gorda. Traspasó el hueco del retrato para entrar en la sala común, y se
apresuró a reunirse con Ron y Hermione para contarles todo lo ocurrido.

29
El sueño

—Hay dos posibilidades  —dijo Hermione frotándose la frente—: o el señor Crouch
atacó a Viktor, o algún otro los atacó a ambos mientrasViktor no miraba.
—Tiene que haber sido Crouch  —señaló Ron—. Por eso no estaba cuando llegaste
con Dumbledore. Ya se había dado el piro.
—No lo creo —replicó Harry, negando con la cabeza—. Estaba muy débil. No creo
que pudiera desaparecerse ni nada por elestilo.
—No es posible desaparecerse en los terrenos de Hogwarts. ¿No os lo he dicho un
montón de veces? —dijo Hermione.
—Vale... A ver qué os parece esta hipótesis  —propuso Ron con entusiasmo—:
Krum ataca a Crouch... (esperad, esperad a que acabe) ¡y  se aplica a sí mismo el
encantamiento aturdidor!
—Y el señor Crouch se evapora, ¿verdad? —apuntó Hermione con frialdad.
Rayaba el alba. Harry, Ron y Hermione se habían levantado muy temprano y se
habían ido a toda prisa a la lechucería para enviar una nota a Sirius. En aquel momento
contemplaban la niebla sobre los terrenos del colegio. Los tres estaban pálidos y
ojerosos porque se habían quedado hasta bastante tarde hablando del señor Crouch.
—Vuélvelo a contar, Harry  —pidió Hermione—. ¿Qué dijo exactamente el señor
Crouch?
—Ya te lo he dicho, lo que explicaba no tenía mucho sentido. Decía que quería
advertir a Dumbledore de algo. Desde luego mencionó a Bertha Jorkins, y parecía
pensar que estaba muerta. Insistía en que tenía la culpa de unas cuantas cosas...
mencionó a su hijo.
—Bueno, eso sí que fue culpa suya —dijo Hermione malhumorada.
—No estaba en sus cabales. La mitad del tiempo parecía creer que su mujer y su
hijo seguían vivos, y le daba instrucciones a Percy.
—Y... ¿me puedes recordar qué dijo  sobre Quien-tú-sabes?  —dijo Ron con
vacilación.
—Ya te lo he dicho  —repitió Harry con voz cansina—. Dijo que estaba
recuperando fuerzas.
Se quedaron callados. Luego Ron habló con fingida calma:
—Pero si Crouch no estaba en sus cabales, como dices, es probable que todo eso
fueran desvaríos.
—Cuando trataba de hablar de Voldemort parecía más cuerdo  —repuso Harry, sin
hacer caso del estremecimiento de Ron—. Tenía verdaderos problemas para decir dos
palabras seguidas, pero en esos momentos daba la impresión deque sabía dónde se
encontraba y lo que quería. Repetía que tenía que ver a Dumbledore.
Se separó de la ventana y miró las vigas de la lechucería. La mitad de las perchas
habían quedado vacías; de vez en cuando entraba alguna lechuza que volvía de su
cacería nocturna con un ratón en el pico.
—Si el encuentro con Snape no me hubiera retrasado  —dijo con amargura—,
podríamos haber llegado a tiempo. «El director está ocupado, Potter. Pero ¿qué dice,
Potter? ¿Qué tonterías son ésas, Potter?» ¿Por qué no se quitaría de en medio?
—¡A lo mejor no quería que llegaras a tiempo!  —exclamó Ron—. Puede que...
espera... ¿Cuánto podría haber tardado en llegar al bosque? ¿Crees que podría haberos
adelantado?
—No a menos que se convirtiera en murciélago o algo así —contestó Harry.
—En él no me extrañaría —murmuró Ron.
—Tenemos que ver al profesor Moody  —dijo Hermione—. Tenemos que saber si
encontró al señor Crouch.
—Si llevaba con él el mapa del merodeador, no pudo serle difícil —opinó Harry.
—A menos que Crouch hubiera salido ya de los terrenos  —observó Ron—, porque
el mapa sólo muestra los terrenos del colegio, ¿no?
—¡Chist! —los acalló Hermione de repente.
Alguien subía hacia la lechucería. Harry oyó dos voces que discutían, acercándose
cada vez más:
—... eso es chantaje, así de claro, y nos puede acarrear un montón de problemas.
—Lo hemos intentado por las buenas; ya es hora de jugar sucio como él. No le
gustaría que el Ministerio de Magia supiera lo que hizo...
—¡Te repito que, si eso se pone por escrito, es chantaje!
—Sí, y supongo que no te quejarás si te llega una buena cantidad, ¿no?
La puerta de la lechucería se abrió de golpe. Fred y George aparecieron en el
umbral y se quedaron de piedra al ver a Harry, Ron y Hermione.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntaron al mismo tiempo Ron y Fred.
—Enviar una carta —contestaron Harry y George también a la vez.
—¿A estas horas? —preguntaron Hermione y Fred.
Fred sonrió y dijo:
—Bueno, no os preguntaremos lo que hacéis si no nos preguntáis vosotros.
Sostenía en las manos un sobre sellado. Harry lo miró, pero Fred, ya fuera
casualmente o a propósito, movió la mano de tal forma que el nombre del destinatario
quedó oculto.
—Bueno, no queremos entreteneros  —añadió Fred haciendo una parodia de
reverencia y señalando hacia la puerta.
Pero Ron no se movió.
—¿A quién le hacéis chantaje? —inquirió.
La sonrisa desapareció de la cara de Fred. George le dirigió una rápida mirada a su
gemelo antes de sonreír a Ron.
—No seas tonto, estábamos de broma —dijo con naturalidad.
—No lo parecía —repuso Ron.
Fred y George se miraron. Luego Fred dijo abruptamente:
—Ya te lo he dicho antes, Ron: aparta las narices si te gusta la forma que tienen.
No es que sean una preciosidad, pero...
—Si le estáis haciendo chantaje a alguien, es asunto mío  —replicó Ron—. George
tiene razón: os podríais meter en problemas muy serios.
—Ya te he dicho que estábamos de broma  —dijo George. Se acercó a Fred, le
arrancó la carta de las manos y empezó a atarla a una pata de la lechuza que tenía más
cerca—. Te estás empezando a parecer a nuestro querido hermano mayor. Sigue así, y te
veremos convertido en prefecto.
—Eso nunca.
George llevó la lechuza hasta la ventana y la echó a volar. Luego se volvió y sonrió
a Ron.
—Pues entonces deja de decir a la gente lo que tiene que hacer. Hasta luego.
Los gemelos salieron de la lechucería. Harry, Ron y Hermione se miraron.
—¿Creéis que saben algo? —susurró Hermione—, ¿sobre Crouch y todo esto?
—No —contestó Harry—. Si fuera algo tan serio se lo dirían a alguien. Se lo dirían
a Dumbledore.
Pero Ron estaba preocupado.
—¿Qué pasa? —le preguntó Hermione.
—Bueno...  —dijo Ron pensativamente—, no sé si lo harían. Últimamente están
obsesionados con hacer dinero. Me di cuenta cuando andaba por ahí con ellos, cuando...
ya sabes.
—Cuando no nos hablábamos.  —Harry terminó la frase por él—. Sí, pero el
chantaje...
—Es por lo de la tienda de artículos de broma  —explicó Ron—. Creí que sólo lo
decían para incordiar a mi madre, pero no: es verdad que quieren abrir una. No les
queda más que un curso en Hogwarts, así que opinan que ya es hora de pensar en el
futuro. Mi padre no puede ayudarlos. Y necesitan dinero para empezar.
Hermione también se mostró preocupada.
—Sí, pero... no harían nada que fuera contra la ley para conseguirlo, ¿verdad?
—No lo sé... —repuso Ron—. Me temo que no les importa demasiado infringir las
normas.
—Ya, pero ahora se trata de la ley  —dijo Hermione, asustada—, no de una de esas
tontas normas del colegio... ¡Por hacer chantaje pueden recibir un castigo bastante más
serio que quedarseen el aula! Ron, tal vez fuera mejor que se lo dijeras a Percy...
—¿Estás loca? ¿A Percy? Lo más probable es que hiciera como Crouch y los
entregara a la justicia.  —Miró la ventana por la que había salido la lechuza de Fred y
George, y luego propuso—: Vamos a desayunar.
—¿Creéis que es demasiado temprano para ir a ver al profesor Moody? —preguntó
Hermione bajando la escalera de caracol.
—Sí  —respondió Harry—. Seguramente nos acribillaría a encantamientos a través
de la puerta si lo despertamos al alba:creería que queremos atacarlo mientras está
dormido. Será mejor que esperemos al recreo.
La clase de Historia de la Magia nunca había resultado tan lenta. Como Harry ya no
llevaba su reloj, a cada rato miraba el de Ron, el cual avanzaba tan despacio que parecía
que se hubiera parado también. Estaban tan cansados los tres que de buena gana habrían
apoyado la cabeza en la mesa para descabezar un sueño: ni siquiera Hermione tomaba
sus acostumbrados apuntes, sino que tenía la barbilla apoyada en una mano y seguía al
profesor Binns con la mirada perdida.
Cuando por fin sonó la campana, se precipitaron hacia el aula de Defensa Contra
las Artes Oscuras, y encontraron al profesor Moody que salía de allí. Parecía tan
cansado como ellos. Se le caía el párpado de suojo normal, lo que le daba a la cara una
apariencia más asimétrica de lo habitual.
—¡Profesor Moody! —gritó Harry, mientras avanzaban hacia él entre la multitud.
—Hola, Potter  —saludó Moody. Miró con su ojo mágico a un par de alumnos de
primero, que aceleraron nerviosos; luego giró el ojo hacia el interior de la cabeza y los
miró a través del cogote hasta que doblaron la esquina. Entonces les dijo—: Venid.
Se hizo atrás para dejarlos entrar en el aula vacía, entró tras ellos cojeando y cerró
la puerta.
—¿Lo encontró?  —le preguntó Harry, sin preámbulos—. ¿Encontró al señor
Crouch?
—No. —Moody fue hacia su mesa, se sentó, extendió su pata de palo con un ligero
gemido y sacó la petaca.
—¿Utilizó el mapa? —inquirió Harry.
—Por supuesto  —dijo Moody bebiendo unsorbo de la petaca—. Seguí tu ejemplo,
Potter: lo llamé para que llegara hasta mí desde mi despacho. Pero Crouch no aparecía
por ningún lado.
—¿Así que se desapareció? —preguntó Ron.
—¡Nadie se puede desaparecer en los terrenos del colegio, Ron!  —le recordó
Hermione—. ¿Podría haberse esfumado de alguna otra manera, profesor?
El ojo mágico de Moody tembló un poco al fijarse en Hermione.
—Tú también valdrías para auror —le dijo—. Tu mente funciona bien, Granger.
Hermione se puso colorada de satisfacción.
—Bueno, no era invisible  —observó Harry—, porque el mapa muestra también a
los invisibles. Por lo tanto debió de abandonar los terrenos del colegio.
—Pero ¿por sus propios medios? —preguntó Hermione—. ¿O se lo llevó alguien?
—Sí, alguien podría haberlo montado en una escoba y habérselo llevado por los
aires, ¿no?  —se apresuró a decir Ron, mirando a Moody esperanzado, como si esperara
que también le dijera a él que tenía madera de auror.
—No se puede descartar el secuestro —admitió Moody.
—Entonces, ¿cree que estará en algún lugar de Hogsmeade?
—Podría estar en cualquier sitio  —respondió Moody moviendo la cabeza—. Lo
único de lo que estamos seguros es de que no está aquí.
Bostezó de forma que las cicatrices del rostro se tensaron y la boca torcida reveló
que le faltaban unos cuantos dientes. Luego dijo:
—Dumbledore me ha dicho que os gusta jugar a los detectives, pero no hay nada
que podáis hacer por Crouch. El Ministerio ya andará buscándolo, porque Dumbledore
les ha informado. Ahora, Potter, quiero que pienses sólo en la tercera prueba.
—¿Qué? —exclamó Harry—. Ah, sí...
No había dedicado ni un segundo a pensar en el laberinto desde que había salido de
él con Krum la noche anterior.
—Esta prueba te tendría que ir como anillo al dedo —dijo Moody mirando a  Harry
y rascándose la barbilla llena de cicatrices y con barba de varios días—. Por lo que me
ha dicho Dumbledore, has salido bien librado unas cuantas veces de situaciones
parecidas. Cuando estabas en primero te abriste camino a través de una serie de
obstáculos que protegían la piedra filosofal, ¿no?
—Nosotros lo ayudamos —se apresuró a decir Ron—. Hermione y yo.
Moody sonrió.
—Bien, ayudadlo también a preparar esta prueba, y me llevaré una sorpresa si no
gana —dijo—. Y, mientras tanto... alerta permanente, Potter. Alerta permanente.
Echó otro largo trago de la petaca, y su ojo mágico giró hacia la ventana, desde la
cual se veía la vela superior del barco de Durmstrang.
—Y vosotros dos —su ojo normal se clavó en Ron y Hermione—no os apartéis de
Potter, ¿de acuerdo? Yo estoy alerta, pero, de todas maneras... cuantos más ojos, mejor.
Aquella misma mañana, Sirius envió otra lechuza de respuesta. Bajó revoloteando hasta
Harry al mismo tiempo que un cárabo se posaba delante de Hermione con un ejemplar
de El Profeta  en el pico. Ella cogió el periódico, echó un vistazo a las primeras páginas
y dijo:
—¡Ja! ¡No se ha enterado de lo de Crouch!
Y se puso a leer con Ron y Harry lo que Sirius tenía que decir sobre los misteriosos
sucesos ocurridos hacía ya dos noches.
¿A qué crees que juegas, Harry, dando paseos por el bosque con Viktor
Krum? Quiero que me jures, a vuelta de lechuza, que no vas a salir de noche
del castillo con ninguna otra persona. En Hogwarts hay alguien muy
peligroso. Es evidente que querían  impedir que Crouch viera a Dumbledore y
probablemente tú te encontraste muy cerca de ellos y en la oscuridad: podrían
haberte matado.
Tu nombre no entró en el cáliz de fuego por accidente. Si alguien trata de
atacarte, todavía tiene una última oportunidad. No te separes de Ron y
Hermione, no salgas de la torre de Gryffindor a deshoras, y prepárate para la
última prueba. Practica los encantamientos aturdidores y de desarme.
Tampoco te irían mal algunos maleficios. Por lo que respecta a Crouch, no
puedes  hacer nada. Ten mucho cuidado. Espero la respuesta dándome tu
palabra de que no vuelves a comportarte de manera imprudente.
Sirius
—¿Y quién es él para darme lecciones?  —dijo Harry algo indignado, doblando la
carta de Sirius y guardándosela en la túnica—. ¡Con todas las trastadas que hizo en el
colegio!
—¡Está preocupado por ti!  —replicó Hermione bruscamente—. ¡Lo mismo que
Moody y Hagrid! ¡Así que hazles caso!
—Nadie ha intentado atacarme en todo el año. Nadie me ha hecho nada...
—Salvo meter tu nombre  en el cáliz de fuego  —le recordó Hermione—. Y lo
tienen que haber hecho por algún motivo, Harry. Hocicos tiene razón. Tal vez estén
aguardando el momento oportuno, y ese momento puede ser la tercera prueba.
—Mira —dijo Harry algo harto—, supongamos que H ocicos está en lo cierto y que
alguien atacó a Krum para secuestrar a Crouch. Bien, en ese caso tendrían que haber
estado entre los árboles, muy cerca de nosotros, ¿no? Pero esperaron a que me hubiera
ido para actuar, ¿verdad? Parece como si yo no fuerasu objetivo.
—¡Si te hubieran asesinado en el bosque no habrían podido hacerlo pasar por un
accidente! —repuso Hermione—. Pero si mueres durante una prueba...
—Sin embargo, no tuvieron inconveniente en atacar a Krum  —objetó Harry—.
¿Por qué no liquidarmeal mismo tiempo? Podrían haber hecho que pareciera que Krum
y yo nos habíamos batido en un duelo o algo así.
—Yo tampoco lo comprendo, Harry  —dijo Hermione—. Sólo sé que pasan un
montón de cosas raras, y no me gusta... Moody tiene razón, Hocicos tiene razón: has de
empezar ya a entrenarte para la tercera prueba. Y que no se te olvide contestar a
Hocicos prometiéndole que no vas a volver a salir por ahí tú solo.
Los terrenos de Hogwarts nunca resultaban tan atractivos como cuando Harry tenía que
quedarse en el castillo. Durante los días siguientes, pasó todo el tiempo libre o bien en la
biblioteca, con Ron y Hermione, leyendo sobre maleficios, o bien en aulas vacías en las
que entraban a hurtadillas para practicar. Harry se dedicó en especial al encantamiento
aturdidor, que nunca había utilizado. El problema era que las prácticas exigían ciertos
sacrificios por parte de Ron y Hermione.
—¿No podríamos secuestrar a la  Señora Norris?  —sugirió Ron durante la hora de
la comida del lunes cuando, tumbado  boca arriba en el medio del aula de
Encantamientos, empezaba a despertarse después de que Harry le había aplicado el
encantamiento aturdidor por quinta vez consecutiva—. Podríamos aturdirla un poco a
ella, o podrías utilizar a Dobby, Harry. Estoy seguro  de que para ayudarte haría lo que
fuera. No es que me queje... —Se puso en pie con cuidado, frotándose el trasero—. Pero
me duele todo...
—Bueno, es que sigues sin caer encima de los cojines  —dijo Hermione perdiendo
la paciencia mientras volvía a acomodar  el montón de almohadones que habían usado
para practicar el encantamiento repulsor—. ¡Intenta caer hacia atrás!
—¡Cuando uno se desmaya no resulta fácil acertar dónde se cae! —replicó Ron con
enfado—. ¿Por qué no te pones tú ahora?
—Bueno, creo que Harry  ya le ha cogido el truco  —se apresuró a decir
Hermione—. Y no tenemos que preocuparnos de los encantamientos de desarme porque
hace mucho que es capaz de usarlos... Creo que deberíamos comenzar esta misma tarde
con los maleficios.
Observó la lista que habían confeccionado en la biblioteca.
—Me gusta la pinta de éste, el embrujo obstaculizador. Se supone que debería
frenar a cualquiera que intente atacarte. Vamos a comenzar con él.
Sonó la campana. Recogieron los cojines, los metieron en el armario de Flitwick a
toda prisa y salieron del aula.
—¡Nos vemos en la cena!  —dijo Hermione, y emprendió el camino hacia el aula
de Aritmancia, mientras Harry y Ron se dirigían a la de Adivinación, situada en la torre
norte.
Por las ventanas entraban amplias franjas dedeslumbrante luz solar que
atravesaban el corredor. Fuera, el cielo era de un azul tan brillante que parecía
esmaltado.
—En el aula de Trelawney hará un calor infernal: nunca apaga el fuego  —comentó
Ron empezando a subir la escalera que llevaba a la escalerilla plateada y la trampilla.
No se equivocaba. En la sala, tenuemente iluminada, el calor era sofocante. Los
vapores perfumados que emanaban del fuego de la chimenea eran más densos que
nunca. A Harry la cabeza le daba vueltas mientras iba hacia unade las ventanas
cubiertas de cortinas. Cuando la profesora Trelawney miraba a otro lado para retirar el
chal de una lámpara, abrió un resquicio en la ventana y se acomodó en su sillón
tapizado con tela de colores de manera que una suave brisa le daba enla cara. Resultaba
muy agradable.
—Queridos míos  —dijo la profesora Trelawney, sentándose en su butaca de orejas
delante de la clase y mirándolos a todos con sus ojos aumentados por las gafas—, casi
hemos terminado nuestro estudio de la adivinación por  los astros. Hoy, sin embargo,
tenemos una excelente oportunidad para examinar los efectos de Marte, ya que en estos
momento se halla en una posición muy interesante. Tened la bondad de mirar hacia
aquí: voy a bajar un poco la luz...
Apagó las lámparas con  un movimiento de la varita. La única fuente de luz en
aquel momento era el fuego de la chimenea. La profesora Trelawney se agachó y cogió
de debajo del sillón una miniatura del sistema solar contenida dentro de una campana de
cristal. Era un objeto muy bello: suspendidas en el aire, todas las lunas emitían un tenue
destello al girar alrededor de los nueve planetas y del brillante sol. Harry miró con
desgana mientras la profesora Trelawney indicaba el fascinante ángulo que formaba
Marte con Neptuno. Los vapores densamente perfumados lo embriagaban, y la brisa que
entraba por la ventana le acariciaba el rostro. Oyó tras la cortina el suave zumbido de un
insecto. Los párpados empezaron a cerrársele...
Iba volando sobre un búho real, planeando por el cielo  azul claro hacia una casa
vieja y cubierta de hiedra que se alzaba en lo alto de la ladera de una colina.
Descendieron poco a poco, con el viento soplándole agradablemente en la cara, hasta
que llegaron a una ventana oscura y rota del piso superior de la casa, y la cruzaron.
Volaron por un corredor lúgubre hasta una estancia que había al final. Atravesaron la
puerta y entraron en una habitación oscura que tenía las ventanas cegadas con tablas...
Harry descabalgó del búho, y lo observó revolotear por la habitación e ir a posarse
en un sillón con el respaldo vuelto hacia él. En el suelo, al lado del sillón, había dos
formas oscuras que se movían.
Una de ellas era una enorme serpiente, y la otra un hombre: un hombre bajo y
calvo, de ojos llorosos y nariz puntiaguda. Sollozaba y resollaba sobre la estera, al lado
de la chimenea...
—Has tenido suerte, Colagusano —dijo una voz fría y aguda desde el interior de la
butaca en que se había posado el búho—. Realmente has tenido mucha suerte. Tu error
no lo ha echado todo a perder: está muerto.
—Mi señor —balbuceó el hombre que estaba en el suelo—. Mi señor, estoy... estoy
tan agradecido... y lamento hasta tal punto...
—Nagini  —dijo la voz fría—, lo siento por ti. No vas a poder comerte a
Colagusano, pero no importa: todavía te queda Harry Potter...
La serpiente emitió un silbido. Harry vio cómo movía su amenazadora lengua.
—Y ahora, Colagusano  —añadió la voz fría—, un pequeño recordatorio de que no
toleraré un nuevo error por tu parte.
—Mi señor, no, os lo ruego...
Lapunta de una varita surgió del sillón, apuntando a Colagusano.
—¡Crucio! —exclamó la voz fría.
Colagusano empezó a chillar como si cada miembro de su cuerpo estuviera
ardiendo. Los gritos le rompían a Harry los tímpanos al tiempo que la cicatriz de la
frente le producía un dolor punzante: también él gritó. Voldemort lo iba a oír, advertiría
su presencia...
—¡Harry, Harry!
Abrió los ojos. Estaba tumbado en el suelo del aula de la profesora Trelawney,
tapándose la cara con las manos. La cicatriz seguía doliéndole tanto que tenía los ojos
llenos de lágrimas. El dolor había sido real. Toda la clase se hallaba de pie a su
alrededor, y Ron estaba arrodillado a su lado, aterrorizado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—¡Por supuesto que no se encuentra bien!  —dijo la profesora Trelawney, muy
agitada. Clavó en Harry sus grandes ojos—. ¿Qué ha ocurrido, Potter? ¿Una
premonición?, ¿una aparición? ¿Qué has visto?
—Nada  —mintió Harry. Se sentó, aún tembloroso. No podía dejar de mirar a su
alrededor entre las sombras: la voz de Voldemort se había oído tan cerca...
—¡Te apretabas la cicatriz!  —dijo la profesora Trelawney—. ¡Te revolcabas por el
suelo! ¡Vamos, Potter, tengo experiencia en estas cosas!
Harry levantó la vista hacia ella.
—Creo que tengo que ir a la enfermería. Me duele terriblemente la cabeza.
—¡Sin duda te han estimulado las extraordinarias vibraciones de clarividencia de
esta sala!  —exclamó la profesora Trelawney—. Si te vas ahora, tal vez pierdas la
oportunidad de ver más allá de lo que nunca has...
—Lo único que quiero ver es un analgésico.
Se puso en pie. Todos se echaron un poco para atrás. Parecían asustados.
—Hasta luego  —le dijo Harry a Ron en voz baja, y, recogiendo la mochila, fue
hacia la trampilla sin hacer caso de la profesora Trelawney, que tenía en la cara una
expresión de intensa frustración, como si le acabaran de negar un capricho.
Sin embargo, cuando Harry llegó al final de la escalera de mano, no se dirigió a la
enfermería. No tenía ninguna intención de ir allá. Sirius le habíadicho qué tenía que
hacer si volvía a dolerle la cicatriz, y Harry iba a seguir su consejo: se encaminó hacia el
despacho de Dumbledore. Anduvo por los corredores pensando en lo que había visto en
el sueño, que había sido tan vívido como el que lo había  despertado en Privet Drive.
Repasó los detalles en su mente, tratando de asegurarse de que los recordaba todos...
Había oído a Voldemort acusar a Colagusano de cometer un error garrafal... pero el
búho real le había llevado buenas noticias: el error estaba subsanado, alguien había
muerto... De manera que Colagusano no iba a servir de alimento a la serpiente... En su
lugar, la serpiente se lo comería a él, a Harry...
Harry pasó de largo la gárgola de piedra que guardaba la entrada al despacho de
Dumbledore. Parpadeó extrañado, miró alrededor, comprendió que lo había dejado atrás
y dio la vuelta, hasta detenerse delante de la gárgola. Entonces recordó que no conocía
la contraseña.
—¿Sorbete de limón? —dijo probando.
La gárgola no se movió.
—Bueno  —dijo Harry, mirándola—. Caramelo de pera. Eh... Palo de regaliz.
Meigas fritas. Chicle superhinchable. Grageas de todos los sabores de Bertie Bott... No,
no le gustan, creo... Vamos, ábrete, ¿por qué no te abres?  —exclamó irritado—. ¡Tengo
que verlo, es urgente!
La gárgola permaneció inmóvil.
Harry le dio una patada, pero sólo consiguió hacerse un daño terrible en el dedo
gordo del pie.
—¡Ranas de chocolate!  —gritó enfadado, sosteniéndose sobre un pie—. ¡Pluma de
azúcar! ¡Cucurucho de cucarachas!
La gárgola revivió de pronto y se movió a un lado. Harry cerró los ojos y volvió a
abrirlos.
—¿Cucurucho de cucarachas? —dijo sorprendido—. ¡Lo dije en broma!
Se metió rápidamente por el resquicio que había entre las paredes, y accedió a una
escalera de caracol de piedra,que empezó a ascender lentamente cuando la pared se
cerró tras él, hasta dejarlo ante una puerta de roble pulido con aldaba de bronce.
Oyó que hablaban en el despacho. Salió de la escalera móvil y dudó un momento,
escuchando.
—¡Me temo, Dumbledore, que  no veo la relación, no la veo en absoluto!  —Era la
voz del ministro de Magia, Cornelius Fudge—. Ludo dice que Bertha es perfectamente
capaz de perderse sin ayuda de nadie. Estoy de acuerdo en que a estas alturas
tendríamos que haberla encontrado, pero de  todas maneras no tenemos ninguna prueba
de que haya ocurrido nada grave, Dumbledore, ninguna prueba en absoluto. ¡Y en
cuanto a que su desaparición tenga alguna relación con la de Barty Crouch...!
—¿Y qué cree que le ha ocurrido a Barty Crouch, ministro?  —preguntó la voz
gruñona de Moody.
—Hay dos posibilidades, Alastor  —respondió Fudge—: o bien Crouch ha acabado
por tener un colapso nervioso (algo más que probable dada su biografía), ha perdido la
cabeza y se ha ido por ahí de paseo...
—Y pasea extraordinariamente aprisa, si ése es el caso, Cornelius  —observó
Dumbledore con calma.
—O bien... —Fudge parecía incómodo—. Bueno, me reservo el juicio para después
de ver el lugar en que lo encontraron, pero ¿decís que fue nada más pasar el carruaje de
Beauxbatons? Dumbledore, ¿sabes lo que es esa mujer?
—La considero una directora muy competente... y una excelente pareja de baile
—contestó Dumbledore en voz baja.
—¡Vamos, Dumbledore! —dijo Fudge enfadado—. ¿No te parece que puedes tener
prejuicios a su favor a causa de Hagrid? No todos son inofensivos... eso suponiendo que
realmente se pueda considerar inofensivo a Hagrid, con esa fijación que tiene con los
monstruos...
—No tengo más sospechas de Madame Máxime que de Hagrid  —declaró
Dumbledore sin perder la calma—, y creo que tal vez seas tú el que tiene prejuicios,
Cornelius.
—¿Podríamos zanjar esta discusión? —propuso Moody.
—Sí, sí, bajemos —repuso Cornelius impaciente.
—No, no lo digo por eso  —dijo Moody—. Lo digo porque Potter quiere hablar
contigo, Dumbledore: está esperando al otro lado de la puerta.

30
El pensadero

Se abrió la puerta del despacho.
—Hola, Potter —dijo Moody—. Entra.
Harry entró. Ya en otra ocasión había estado en el despacho de Dumbledore: se
trataba de una habitación circular, muy bonita, decorada con una hilera de retratos de
anteriores directores de Hogwarts de ambos sexos, todos los cuales estaban
profundamente dormidos. El pecho se les inflaba y desinflaba al respirar.
Cornelius Fudge se hallaba junto al escritorio de Dumbledore, con sus habituales
sombrero hongo de color verde lima y capa a rayas.
—¡Harry! —dijo Fudge jovialmente, adelantándose un poco—. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió Harry.
—Precisamente estábamos hablando de la noche en que apareció el señor Crouch
en los terrenos —explicó Fudge—. Fuiste tú quien se lo encontró, ¿verdad?
—Sí  —contestó Harry. Luego, pensando que no había razón para fingir que no
había oído nada de lo dicho, añadió: Pero no vi a Madame Máxime por allí, y no le
habría sido fácil ocultarse, ¿verdad?
Con ojos risueños, Dumbledore le sonrió a espaldas de Fudge.
—Sí, bien  —dijo Fudge embarazado—. Estábamos a punto de bajar a dar un
pequeño paseo, Harry. Si nos perdonas... Tal vez sería mejor que volvieras a clase.
—Yo quería hablar con usted, profesor  —se apresuró a decir Harry mirando a
Dumbledore, quien le dirigió una mirada rápida e inquisitiva.
—Espérame aquí, Harry  —le indicó—. Nuestro examen de los terrenos no se
prolongará demasiado.
Salieron en silencio y cerraron la puerta. Al cabo de un  minuto más o menos
dejaron de oírse, procedentes del corredor de abajo, los secos golpes de la pata de palo
de Moody. Harry miró a su alrededor.
—Hola, Fawkes —saludó.
Fawkes,  el fénix del profesor Dumbledore, estaba posado en su percha de oro, al
lado dela puerta. Era del tamaño de un cisne, con un magnifico plumaje dorado y
escarlata. Lo saludó agitando en el aire su larga cola y mirándolo con ojos entornados y
tiernos.
Harry se sentó en una silla delante del escritorio de Dumbledore. Durante varios
minutos se quedó allí, contemplando a los antiguos directores del colegio, que
resoplaban en sus retratos, mientras pensaba en lo que acababa de oír y se pasaba
distraídamente los dedos por la cicatriz: ya no le dolía.
Se sentía mucho más tranquilo hallándose en el despacho de Dumbledore y
sabiendo que no tardaría en hablar con él de su sueño. Harry miró la pared que había
tras el escritorio: el Sombrero Seleccionador, remendado y andrajoso, descansaba sobre
un estante. Junto a él había una urna de cristalque contenía una magnífica espada de
plata con grandes rubíes incrustados en la empuñadura; Harry la reconoció como la
espada que él mismo había sacado del Sombrero Seleccionador cuando se hallaba en
segundo. Aquélla era la espada de Godric Gryffindor,  el fundador de la casa a la que
pertenecía Harry. La estaba contemplando, recordando cómo había llegado en su ayuda
cuando lo daba todo por perdido, cuando vio que sobre la urna de cristal temblaba un
punto de luz plateada. Buscó de dónde provenía aquellaluz, y vio un brillante rayito que
salía de un armario negro que había a su espalda, con la puerta entreabierta. Harry dudó,
miró a Fawkes y luego se levantó; atravesó el despacho y abrió la puerta del armario.
Había allí una vasija de piedra poco profunda, con tallas muy raras alrededor del
borde: eran runas y símbolos que Harry no conocía. La luz plateada provenía del
contenido de la vasija, que no se parecía a nada que Harry hubiera visto nunca. No
hubiera podido decir si aquella sustancia era un líquido o un gas: era de color blanco
brillante, plateado, y se movía sin cesar. La superficie se agitó como el agua bajo el
viento, para luego separarse formando nubecillas que se arremolinaban. Daba la
sensación de ser luz licuada, o viento solidificado: Harry no conseguía comprenderlo.
Quiso tocarlo, averiguar qué tacto tenía, pero casi cuatro años de experiencia en el
mundo mágico le habían enseñado que era muy poco prudente meter la mano en un
recipiente lleno de una sustancia desconocida, así que sacóla varita de la túnica, echó
una ojeada nerviosa al despacho, volvió a mirar el contenido de la vasija y lo tocó con la
varita. La superficie de aquella cosa plateada comenzó a girar muy rápido.
Harry se inclinó más, metiendo la cabeza en el armario. La  sustancia plateada se
había vuelto transparente, parecía cristal. Miró dentro esperando distinguir el fondo de
piedra de la vasija, y en vez de eso, bajo la superficie de la misteriosa sustancia, vio una
enorme sala, una sala que él parecía observar desde una cúpula de cristal.
Estaba apenas iluminada, y Harry pensó que incluso podía ser subterránea, porque
no tenía ventanas, sólo antorchas sujetas en argollas como las que iluminaban los muros
de Hogwarts. Bajando la cara de forma que la nariz le quedó a  tres centímetros escasos
de aquella sustancia cristalina, vio que delante de cada pared había varias filas de
bancos, tanto más elevados cuanto más cercanos a la pared, en los que se encontraban
sentados muchos brujos de ambos sexos. En el centro exacto de  la sala había una silla
vacía. Algo en ella le producía inquietud. En los brazos de la silla había unas cadenas,
como si al ocupante de la silla se lo soliera atar a ella.
¿Dónde estaba aquel misterioso lugar? No parecía que perteneciera a Hogwarts:
nuncahabía visto en el castillo una sala como aquélla. Además, la multitud que la
ocupaba se hallaba compuesta exclusivamente de adultos, y Harry sabía que no había
tantos profesores en Hogwarts. Parecían estar esperando algo, pensó, aunque no les veía
más quelos sombreros puntiagudos. Todos miraban en la misma dirección, sin hablar.
Como la vasija era circular, y la sala que veía, cuadrada, Harry no distinguía lo que
había en los cuatro rincones. Se inclinó un poco más, ladeando la cabeza para poder
ver...
La punta de la nariz tocó la extraña sustancia.
El despacho de Dumbledore se sacudió terriblemente. Harry fue propulsado de
cabeza a la sustancia de la vasija...
Pero no dio de cabeza contra el suelo de piedra: se notó caer por entre algo negro y
helado, como si un remolino oscuro lo succionara...
Y, de repente, se hallaba sentado en uno de los últimos bancos de la sala que había
dentro de la vasija, un banco más elevado que los otros. Miró hacia arriba esperando ver
la cúpula de cristal a través de la quehabía estado mirando, pero no había otra cosa que
piedra oscura y maciza.
Respirando con dificultad, Harry observó a su alrededor. Ninguno de los magos y
brujas de la sala (y eran al menos doscientos) lo miraba. Ninguno de ellos parecía
haberse dado cuenta de que un muchacho de catorce años acababa de caer del techo y se
había sentado entre ellos. Harry se volvió hacia el mago que tenía a su lado, y profirió
un grito de sorpresa que retumbó en toda la silenciosa sala.
Estaba sentado justo al lado de AlbusDumbledore.
—¡Profesor!  —dijo Harry en una especie de susurro ahogado—, lo lamento... yo
no pretendía... Sólo estaba mirando la vasija que había en su armario... Yo... ¿Dónde
estamos?
Pero Dumbledore no respondió ni se inmutó. Hizo caso omiso de Harry.  Como
todos los demás, estaba vuelto hacia el rincón más alejado de la sala, en el que había
una puerta.
Harry miró a Dumbledore desconcertado, luego a toda la multitud que observaba
en silencio, y de nuevo a Dumbledore. Y entonces comprendió...
Ya en otraocasión se había encontrado en un lugar en el que nadie lo veía ni oía.
En aquella oportunidad había caído, a través de la página de un diario encantado, en la
memoria de otra persona. O mucho se equivocaba, o algo parecido había vuelto a
ocurrir.
Levantóla mano derecha, dudó un momento y la movió con brío delante de la cara
de Dumbledore, que ni parpadeó, ni lo miró, ni hizo movimiento alguno. Y eso, le
pareció a Harry, despejaba cualquier duda. Dumbledore no lo hubiera pasado por alto de
aquella manera. Se encontraba dentro de la memoria de alguien, y aquél no era el
Dumbledore actual. Sin embargo, tampoco podía hacer muchísimo tiempo de aquello,
porque el Dumbledore sentado a su lado ya tenía el pelo plateado. Pero ¿qué lugar era
aquél? ¿Qué era lo que aguardaban todos aquellos magos?
Observó con detenimiento. La sala, tal como había supuesto al observarla desde
arriba, era seguramente subterránea: pensó que, de hecho, tenía más de mazmorra que
de sala. La atmósfera del lugar era sórdida e intimidatoria. No había cuadros en las
paredes, ni ningún otro tipo de decoración, sólo aquellas apretadas filas de bancos que
se elevaban escalonadamente hacia las paredes, colocados para que todo el mundo
tuviera una clara visión de la silla de las cadenas.
Antes de que Harry pudiera llegar a una conclusión sobre el lugar en que se
encontraba, oyó pasos. Se abrió la puerta del rincón, y entraron tres personas... O, por lo
menos, uno de ellos era una persona, porque los otros dos, que lo flanqueaban, eran
dementores.
Notó frío en las tripas. Los dementores, unas criaturas altas que ocultaban la cara
bajo una capucha, se dirigieron muy lentamente hacia el centro de la sala, donde estaba
la silla, agarrando cada uno, con sus manos de aspecto putrefacto, uno de los brazos del
hombre. Éste parecía a punto de desmayarse, y Harry no se lo podía reprochar: no
estando más que en la memoria de alguien, los dementores no le podían causar ningún
daño, pero recordaba demasiado bien lo que hacían. La multitud se echó un poco para
atrás cuando los dementores colocaron al hombre en la silla con las cadenas para luego
salir de la sala. La puerta se cerró tras ellos.
Harry observó al hombre que habían conducido hasta la silla, y vio que se trataba
de Karkarov.
A diferencia de  Dumbledore, Karkarov parecía mucho más joven: tenía negros el
cabello y la perilla. No llevaba sus lustrosas pieles, sino una túnica delgada y raída.
Temblaba. Ante los ojos de Harry, las cadenas de los brazos de la silla emitieron un
destello dorado y solas se enroscaron como serpientes en torno a sus brazos, sujetándolo
a la silla.
—Igor Karkarov —dijo una voz seca que provenía de la izquierda de Harry. Éste se
volvió y vio al señor Crouch de pie ante el banco que había a su lado. Crouch tenía el
pelo  oscuro, el rostro mucho menos arrugado, y parecía fuerte y enérgico—. Se lo ha
traído a este lugar desde Azkaban para prestar declaración ante el Ministerio de Magia.
Usted nos ha dado a entender que dispone de información importante para nosotros.
Sujeto a la silla como estaba, Karkarov se enderezó cuanto pudo.
—Así es, señor —dijo, y, aunque la voz le temblaba, Harry pudo percibir en ella el
conocido deje empalagoso—. Quiero ser útil al Ministerio. Quiero ayudar. Sé... sé que
el Ministerio está tratando  de atrapar a los últimos partidarios del Señor Tenebroso. Mi
deseo es ayudar en todo lo que pueda...
Se escuchó un murmullo en los bancos. Algunos de los magos y brujas examinaban
a Karkarov con interés, otros con declarado recelo. Harry oyó, muy claramente y
procedente del otro lado de Dumbledore, una voz gruñona que le resultó conocida y que
pronunció la palabra:
—Escoria.
Se inclinó hacia delante para ver quién estaba al otro lado de Dumbledore. Era
Ojoloco  Moody, aunque con aspecto muy diferente. No tenía ningún ojo mágico, sino
dos normales, ambos fijos en Karkarov y relucientes de rabia.
—Crouch va a soltarlo  —musitó Moody dirigiéndose a Dumbledore—. Ha llegado
a un trato con él. Me ha costado seis meses encontrarlo, y Crouch va a dejarlo marchar
contal de que pronuncie suficientes nombres nuevos. Si por mí fuera, oiríamos su
información y luego lo mandaríamos de vuelta con los dementores.
Por su larga nariz aguileña, Dumbledore dejó escapar un pequeño resoplido en
señal de desacuerdo.
—¡Ah!, se me  olvidaba... No te gustan los dementores, ¿eh, Albus?  —dijo Moody
con sarcasmo.
—No —reconoció Dumbledore con tranquilidad—, me temo que no. Hace tiempo
que pienso que el Ministerio se ha equivocado al aliarse con semejantes criaturas.
—Pero con escoria semejante... —replicó Moody en voz baja.
—Dice usted, Karkarov, que tiene nombres que ofrecernos  —dijo el señor
Crouch—. Por favor, déjenos oírlos.
—Tienen que comprender  —se apresuró a decir Karkarov—que El-que-no-debeser-nombrado actuaba siempre con el secretismo más riguroso... Prefería que nosotros...
quiero decir, sus partidarios (y ahora lamento, muy profundamente, haberme contado
entre ellos)...
—No te enrolles —dijo Moody con desprecio.
—... no supiéramos los nombres de todos nuestros compañeros. Él era el único que
nos conocía a todos.
—Muy inteligente por su parte, para evitar que gente como tú, Karkarov, pudiera
delatarlos a todos —murmuró Moody.
—Aun así, usted dice que dispone de algunos nombres que ofrecernos —observó el
señor Crouch.
—Sí...  sí  —contestó Karkarov entrecortadamente—. Y son nombres de partidarios
importantes. Gente a la que vi con mis propios ojos cumpliendo sus órdenes. Ofrezco al
Ministerio esta información como prueba de que renuncio a él plena y totalmente, y que
me embarga un arrepentimiento tan profundo que a duras penas puedo...
—¿Y esos nombres son...? —lo cortó el señor Crouch.
Karkarov tomó aire.
—Estaba Antonin Dolohov  —declaró—. Lo... lo vi torturar a un sinfín de muggles
y... y de gente que no era partidaria del Señor Tenebroso.
—Y lo ayudaste a hacerlo —murmuró Moody.
—Ya hemos atrapado a Dolohov  —dijo Crouch—. Fue apresado poco después de
usted.
—¿De verdad?  —exclamó Karkarov, abriendo los ojos—.Me... ¡me alegro de
oírlo!
Pero no daba esa impresión. Harry se dio  cuenta de que la noticia era para él un
duro golpe, porque significaba que uno de los nombres que tenía preparados carecía de
utilidad.
—¿Hay más? —preguntó Crouch con frialdad.
—Bueno, sí... estaba Rosier —se apresuró a decir Karkarov—: Evan Rosier.
—Rosier ha muerto  —explicó Crouch—. Lo atraparon también poco después que a
usted. Prefirió resistir antes que entregarse, y murió en la lucha.
—Pero se llevó con él un trozo de mí  —susurró Moody a la derecha de Harry. Lo
miró de nuevo, y vio que le indicaba aDumbledore el trozo que le faltaba en la nariz.
—Se... ¡se lo tenía merecido! —exclamó Karkarov, con una genuina nota de pánico
en la voz.
Harry notó que empezaba a preocuparse por no poder dar al Ministerio ninguna
información de utilidad. Los ojos de Karkarov se dirigieron a la puerta del rincón, tras la
cual, sin duda, aguardaban los dementores.
—¿Alguno más? —preguntó Crouch.
—¡Sí!  —dijo Karkarov—. ¡Estaba Travers, que ayudó a matar a los McKinnons!
Mulciber... Su especialidad era la maldición  imperius,  ¡y obligó a un sinfín de personas
a hacer cosas horrendas! ¡Rookwood, que era espía y le pasó a El-que-no-debe-sernombrado mucha información desde el mismo Ministerio!
Harry comprendió que, aquella vez, Karkarov había dado en el clavo. Hubo
murmullos entre la multitud.
—¿Rookwood?  —preguntó el señor Crouch, haciendo un gesto con la cabeza
dirigido a una bruja sentada delante de él, que comenzó a escribir en un trozo de
pergamino—. ¿Augustus Rookwood, del Departamento de Misterios?
—El mismo  —confirmó Karkarov—. Creo que disponía de una red de magos
ubicados en posiciones privilegiadas, tanto dentro como fuera del Ministerio, para
recoger información...
—Pero a Travers y Mulciber ya los tenemos  —dijo el señor Crouch—. Muy bien,
Karkarov. Si eso es todo,se lo devolverá a Azkaban mientras decidimos...
—¡No! —gritó Karkarov, desesperado—. ¡Espere, tengo más!
A la luz de las antorchas, Harry pudo verlo sudar. Su blanca piel contrastaba
claramente con el negro del cabello y la barba.
—¡Snape! —gritó—. ¡Severus Snape!
—Snape ha sido absuelto por esta Junta  —replicó el señor Crouch con frialdad—.
Albus Dumbledore ha respondido por él.
—¡No!  —gritó Karkarov, tirando de las cadenas que lo ataban a la silla—. ¡Se lo
aseguro! ¡Severus Snape es un mortífago!
Dumbledore se puso en pie.
—Ya he declarado sobre este asunto  —dijo con calma—. Es cierto que Severus
Snape fue un mortífago. Sin embargo, se pasó a nuestro lado antes de la caída de lord
Voldemort y se convirtió en espía a nuestro servicio, asumiendo gravesriesgos
personales. Ahora no tiene de mortífago más que yo mismo.
Harry se volvió para mirar a  Ojoloco  Moody. A espaldas de Dumbledore, su
expresión era de escepticismo.
—Muy bien, Karkarov  —dijo Crouch fríamente—, ha sido de ayuda. Revisaré su
caso. Mientras tanto volverá a Azkaban...
La voz del señor Crouch se apagó, y Harry miró a su alrededor. La mazmorra se
disolvía como si fuera de humo, todo se desvanecía; sólo podía ver su propio cuerpo:
todo lo demás era una oscuridad envolvente.
Y entonces volvió la mazmorra. Estaba sentado en un asiento distinto: de nuevo en
el banco superior, pero esta vez a la izquierda del señor Crouch. La atmósfera parecía
muy diferente: relajada, se diría que alegre. Los magos y brujas hablaban entre sí, casi
como si se hallaran en algún evento deportivo. Una bruja sentada en las gradas del
medio, enfrente de Harry, atrajo su atención. Tenía el pelo rubio y corto, llevaba una
túnica de color fucsia y chupaba el extremo de una pluma de color verde limón: se
trataba, sin dudaalguna, de una Rita Skeeter más joven que la que conocía. Dumbledore
se encontraba de nuevo sentado a su lado, pero vestido con una túnica diferente. El
señor Crouch parecía más cansado y demacrado, pero también más temible... Harry
comprendió: se trataba de un recuerdo diferente, un día diferente, un juicio distinto.
Se abrió la puerta del rincón, y Ludo Bagman entró en la sala.
Pero no era el Ludo Bagman apoltronado y fondón, sino que se hallaba claramente
en la cumbre de su carrera como jugador de quidditch: aún no tenía la nariz rota, y era
alto, delgado y musculoso. Bagman parecía nervioso al sentarse en la silla de las
cadenas; unas cadenas que no lo apresaron como habían hecho con Karkarov, y
Bagman, tal vez animado por ello, miró a la multitud,  saludó con la mano a un par de
personas y logró esbozar una ligera sonrisa.
—Ludo Bagman, se lo ha traído ante la Junta de la Ley Mágica para responder de
cargos relacionados con las actividades de los mortífagos  —dijo el señor Crouch—.
Hemos escuchado  las pruebas que se han presentado contra usted, y nos disponemos a
emitir un veredicto. ¿Tiene usted algo que añadir a su declaración antes de que dictemos
sentencia?
Harry no daba crédito a sus oídos: ¿Ludo Bagman un mortífago?
—Solamente  —dijo Bagman, sonriendo con embarazo—, bueno, que sé que he
sido bastante tonto.
Una o dos personas sonrieron con indulgencia desde los asientos. El señor Crouch
no parecía compartir sus simpatías: miraba a Ludo Bagman con la más profunda
severidad y desagrado.
—Nunca dijiste nada más cierto, muchacho  —murmuró secamente alguien detrás
de Harry, para que lo oyera Dumbledore. Miró y vio de nuevo a Moody—. Si no supiera
que nunca ha tenido muchas luces, creería que una de esas bludgers le había afectado al
cerebro...
—Ludovic Bagman, usted fue sorprendido pasando información a los partidarios
de lord Voldemort  —dijo el señor Crouch—. Por este motivo pido para usted un
período de prisión en Azkaban de no menos de...
Pero de los bancos surgieron gritos de enfado. Algunos magos y brujas se habían
puesto en pie y dirigían al señor Crouch gestos amenazadores alzando los puños.
—¡Pero ya les he dicho que yo no tenía ni idea!  —gritó Bagman de todo corazón
por encima de la algarabía, abriendo más sus redondos ojos azules—. ¡Ni la más remota
idea! Rookwood era un amigo de la familia... ¡Ni se me pasó por la cabeza que pudiera
estar en tratos con Quien-ustedes-saben! ¡Yo creía que la información era para los
nuestros! Y Rookwood no paraba de ofrecerme un puesto en el Ministerio para  cuando
mis días en el quidditch hubieran concluido, ya saben... No puedo seguir parando
bludgers con la cabeza el resto de mi vida, ¿verdad?
Hubo risas entre la multitud.
—Se someterá a votación  —declaró con frialdad el señor Crouch. Se volvió hacia
la derecha de la mazmorra—. El jurado tendrá la bondad de alzar la mano: los que estén
a favor de la pena de prisión...
Harry miró hacia la derecha de la mazmorra: nadie levantaba la mano. Muchos de
los magos y brujas de la parte superior de la sala empezarona aplaudir. Una de las
brujas del jurado se puso en pie.
—¿Sí? —preguntó Crouch.
—Simplemente, querríamos felicitar al señor Bagman por su espléndida actuación
dentro del equipo de Inglaterra en el partido contra Turquía del pasado sábado  —dijo la
bruja con voz entrecortada.
El señor Crouch parecía furioso. En aquel momento, la mazmorra vibraba con los
aplausos. Bagman respondió a ellos poniéndose en pie, inclinándose y sonriendo.
—Una infamia  —dijo Crouch al sentarse junto a Dumbledore, mientras Bagman
salía de la sala—. Claro que Rookwood le iba a dar un puesto... El día en que Ludo
Bagman entre en el Ministerio será un día muy triste...
Y la sala volvió a desvanecerse. Cuando reapareció, Harry observó a su alrededor.
El y Dumbledore seguían sentados al  lado del señor Crouch, pero el ambiente no podía
ser más distinto. El silencio era total, roto solamente por los secos sollozos de una bruja
menuda y frágil que se hallaba al lado del señor Crouch. Con manos temblorosas, se
apretaba un pañuelo contra la  boca. Harry miró a Crouch y lo vio más demacrado y
pálido que nunca. En la sien se apreciaban las contracciones de un nervio.
—Tráiganlos —ordenó, y su voz retumbó en la silenciosa mazmorra.
La puerta del rincón volvió a abrirse. Aquella vez entraron seisdementores
flanqueando a un grupo de cuatro personas. Harry vio que todo el mundo se volvía a
mirar al señor Crouch. Algunos cuchicheaban.
Los dementores colocaron al grupo en cuatro sillas con cadenas que habían puesto
en el centro de la mazmorra. Había un hombre robusto que miró a Crouch
inexpresivamente; otro hombre más delgado y de aspecto nervioso, cuyos ojos recorrían
la multitud; una mujer con cabello negro, brillante y espeso, y párpados caídos, que se
sentó en la silla de cadenas como si fueraun trono, y un muchacho de unos veinte años
que parecía petrificado: estaba temblando, y el pelo color de paja le caía sobre la cara de
piel blanca como la leche y pecosa. La bruja menuda sentada al lado de Crouch
comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante en su asiento, lloriqueando sobre el
pañuelo.
Crouch se levantó. Miró a los cuatro que tenía ante él con expresión de odio.
—Se los ha traído ante la Junta de la Ley Mágica  —dijo pronunciando con
claridad—para que podamos juzgarlos por crímenes tan atroces...
—Padre —suplicó el muchacho del pelo color paja—. Por favor, padre...
—... que raramente este juzgado ha oído otros semejantes  —siguió Crouch,
hablando más alto para ahogar la voz de su hijo—. Hemos oído las pruebas presentadas
contra ustedes. Los cuatro están acusados de haber capturado a un auror, Frank
Longbottom, y haberlo sometido a la maldición  cruciatus  por creerlo en conocimiento
del paradero actual de su jefe exiliado, El-que-no-debe-ser-nombrado...
—¡Yo no, padre!  —gritó el muchacho encadenado—. Yo no, padre, lo juro. ¡No
vuelvas a enviarme con los dementores...!
—Se los acusa también  —continuó el señor Crouch—de haber usado la maldición
cruciatus  contra la mujer de Frank Longbottom cuando él no les proporcionó la
información.Planearon restaurar en el poder a El-que-no-debe-ser-nombrado, y volver a
la vida de violencia que presumiblemente llevaron ustedes mientras él fue poderoso.
Ahora pido al jurado...
—¡Madre!  —gritó el muchacho, y la bruja menuda que estaba junto a Crouch
sollozó con más fuerza—. ¡No lo dejes, madre! ¡Yo no lo hice, yo no fui!
—Pido a los miembros del jurado  —prosiguió el señor Crouch—que levanten las
manos si creen, como yo, que estos crímenes merecen la cadena perpetua en Azkaban.
Todos a la vez, los magos y brujas del lado de la derecha, levantaron las manos. La
multitud de la parte superior prorrumpió en aplausos, tal cual habían hecho con
Bagman, con el entusiasmo plasmado en la cara. El muchacho gritó con desesperación:
—¡No, madre, no! ¡Yo no lo  hice, no lo hice, no sabía! ¡No me envíes allí, no lo
dejes!
Los dementores volvieron a entrar en la sala. Los tres compañeros del muchacho se
levantaron con serenidad de las sillas. La mujer de los párpados caídos miró a Crouch y
vociferó:
—¡El Señor Tenebroso se alzará de nuevo, Crouch! ¡Echadnos a Azkaban:
podemos esperar! ¡Se alzará de nuevo y vendrá a buscarnos, nos recompensará más que
a ningún otro de sus partidarios! ¡Sólo nosotros le hemos sido fieles! ¡Sólo nosotros
hemos tratado de encontrarlo!
El muchacho, en cambio, se debatía contra los dementores, aun cuando Harry notó
que el frío poder absorbente de éstos empezaba a afectarlo. La multitud los insultaba,
algunos puestos en pie, mientras la mujer salía de la sala con decisión y el muchacho
seguía luchando.
—¡Soy tu hijo! —le gritó al señor Crouch—. ¡Soy tu hijo!
—¡Tú no eres hijo mío!  —chilló el señor Crouch, con los ojos repentinamente
desorbitados—. ¡Yo no tengo ningún hijo!
La bruja menuda que estaba a su lado lanzó un gemido ahogado y se  desplomó en
el asiento. Se había desmayado. Crouch no parecía haberse dado cuenta.
—¡Lleváoslos!  —ordenó Crouch a los dementores, salpicando saliva—.
¡Lleváoslos, y que se pudran allí!
—¡Padre, padre, yo no tengo nada que ver! ¡No! ¡No! ¡Por favor, padre!
—Creo, Harry, que ya es hora de volver a mi despacho —le dijo alguien al oído.
Se sobresaltó. Miró a un lado y luego al otro.
Había un Albus Dumbledore sentado a su derecha, que observaba cómo se llevaban
los dementores al hijo de Crouch, y otro Albus Dumbledore a su izquierda, mirándolo a
él.
—Vamos —le dijo el Dumbledore de la izquierda, agarrándolo del codo.
Harry notó que se elevaba en el aire; la mazmorra se desvaneció. Por un instante la
oscuridad fue total, y luego sintió como si diera una voltereta a cámara lenta y se posara
de pronto sobre sus pies en lo que parecía la luz cegadora del soleado despacho de
Dumbledore. La vasija de piedra brillaba en el armario, delante de él, y a su lado se
encontraba Albus Dumbledore.
—Profesor  —dijo Harry con  voz entrecortada—, sé que no debería... Yo no
pretendía... La puerta del armario estaba algo abierta y...
—Lo comprendo perfectamente  —lo tranquilizó Dumbledore. Levantó la vasija, la
llevó a su escritorio, la puso sobre la superficie pulida y se sentó  en la silla detrás de la
mesa. Con una seña, le indicó a Harry que tomara asiento enfrente de él.
Harry lo hizo, sin dejar de mirar la vasija de piedra. El contenido había vuelto a su
estado original, blanco plateado, y se arremolinaba y agitaba bajo su atenta mirada.
—¿Qué es? —preguntó con voz temblorosa.
—¿Esto? Se llama  pensadero  —explicó Dumbledore—. A veces me parece, y
estoy seguro de que tú también conoces esa sensación, que tengo demasiados
pensamientos y recuerdos metidos en el cerebro.
—Eh...  —dijo Harry, que en realidad no podía decir que hubiera sentido nunca
nada parecido.
—En esas ocasiones  —siguió Dumbledore, señalando la vasija de piedra—uso el
pensadero: no hay más que abrir el grifo de los pensamientos que sobran, verterlos en la
vasijay examinarlos a placer. Es más fácil descubrir las pautas y las conexiones cuando
están así, ¿me entiendes?
—¿Quiere decir que esas cosas son sus pensamientos?  —preguntó Harry,
observando la sustancia blanca que giraba en la vasija.
—Eso es —asintió Dumbledore—. Déjame que te lo muestre.
Dumbledore sacó la varita de la túnica y apoyó la punta en el canoso pelo de su
sien. Al separar la varita, el pelo parecía haberse pegado a la punta, pero luego Harry se
dio cuenta de que era una hebra brillante de la  misma extraña sustancia plateada que
había en el pensadero. Dumbledore añadió a la vasija aquel nuevo pensamiento, y
Harry, anonadado, vio su propia cara en la superficie de la vasija.
Dumbledore colocó sus largas manos a cada lado del pensadero y lo movió de
forma parecida a un buscador de oro que buscara pepitas... y Harry vio que su cara se
transmutaba paulatinamente en la de Snape, que abría la boca y se dirigía al techo con
una voz que resonaba ligeramente:
—Está volviendo... y la de Karkarov también... mas intensa y más clara que
nunca...
—Una conexión que yo podría haber hecho sin ayuda  —dijo Dumbledore
suspirando—, pero no importa.  —Miró por encima de sus gafas de media luna a Harry,
que a su vez miraba con la boca abierta cómo Snape seguía moviéndose en la superficie
de la vasija—. Estaba utilizando el pensadero cuando llegó el señor Fudge a nuestra
cita, y lo guardé apresuradamente. Supongo que no dejé bien cerrado el armario. Es
lógico que atrajera tu atención.
—Lo siento —murmuró Harry.
Dumbledore movió la cabeza a los lados.
—La curiosidad no es pecado  —replicó—Pero tenemos que ser cautos con ella,
claro...
Frunciendo el entrecejo ligeramente, tocó con la punta de la varita los
pensamientos que había en la vasija. Al instante surgió una chica rolliza y enfurruñada
de unos dieciséis años, que empezó a girar despacio, con los pies en la vasija. No vio ni
a Harry ni al profesor Dumbledore. Al hablar, su voz resonaba como la de Snape, como
si llegara de las profundidades de la vasija de piedra:
—Me echó un maleficio, profesor Dumbledore, y sólo le estaba tomando un poco
el pelo, señor. Sólo le dije que lo había visto el jueves besándose con Florence detrás de
los invernaderos...
—Pero ¿por qué, Bertha?  —dijo con tristeza Dumbledore, mirandoa la chica que
seguía dando vueltas, en aquel momento en silencio—. Para empezar, ¿por qué tenías
que seguirlo?
—¿Bertha? —susurró Harry, mirándola—. ¿Ésa es... ésa era Bertha Jorkins?
—Sí  —contestó Dumbledore, volviendo a tocar con la varita los pensamientos de
la vasija; Bertha se hundió nuevamente en ellos, y la sustancia recuperó su aspecto
opaco y plateado—. Era Bertha en el colegio, tal como la recuerdo.
La luz plateada del pensadero iluminaba el rostro de Dumbledore, y a Harry le
sorprendió de repente ver lo viejo que parecía. Sabía, naturalmente, que Dumbledore
estaba entrado en años, pero nunca pensaba en él como un viejo.
—Bueno, Harry  —dijo Dumbledore en voz baja—, antes de que te perdieras entre
mis pensamientos, querías decirme algo.
—Si. Profesor... yo estaba en clase de Adivinación, y... eh... me dormí.
Dudó, preguntándose si iba a recibir una regañina, pero Dumbledore sólo dijo:
—Lo puedo entender. Prosigue.
—Bueno, y soñé. Un sueño sobre lord Voldemort. Estaba torturando a
Colagusano... ya sabe usted...
—Sí, lo conozco —dijo Dumbledore enseguida—. Continúa.
—A Voldemort le llegó una carta por medio de una lechuza. Dijo algo como que el
error garrafal de Colagusano había quedado reparado. Dijo que había muerto alguien. Y
luego dijo que  Colagusano no tendría que servir de alimento a la serpiente (había una
serpiente al lado del sillón). Dijo... dijo que, en vez de a él, la serpiente podría comerme
a mí. Luego utilizó contra Colagusano la maldición  cruciatus...  y la cicatriz empezó a
dolerme. Me desperté porque el dolor era muy fuerte.
Dumbledore simplemente lo miró.
—Eh... eso es todo —concluyó Harry.
—Ya veo  —respondió Dumbledore en voz baja—. Ya veo. ¿Te había vuelto a
doler la cicatriz este curso alguna vez, aparte de cuando lo hizo enverano?
—No, no me... ¿Cómo sabe usted que me desperté este verano con el dolor de la
cicatriz? —preguntó Harry, sorprendido.
—Tú no eres el único que se cartea con Sirius  —explicó Dumbledore—. Yo
también he estado en contacto con él desde que salió el año pasado de Hogwarts. Fui yo
quien le sugirió la cueva de la ladera de la montaña como el lugar más seguro para
esconderse.
Dumbledore se levantó y comenzó a pasear por detrás del escritorio. De vez en
cuando se ponía en la sien la punta de la varita,  se sacaba otro pensamiento brillante y
plateado, y lo echaba al pensadero. Dentro de éste, los pensamientos empezaron a girar
tan rápido que Harry no podía distinguir nada: no era más que un borrón de colores.
—Profesor... —lo llamó después de un par de minutos.
Dumbledore dejó de pasear y miró a Harry.
—Disculpa —dijo, y volvió a sentarse tras el escritorio.
—¿Sabe por qué me duele la cicatriz?
Dumbledore lo observó en silencio durante un momento antes de responder.
—Tengo una teoría, nada más... Me da la impresión de que te duele la cicatriz tanto
cuando Voldemort está cerca de ti como cuando a él lo acomete un acceso de odio
especialmente intenso.
—Pero... ¿por qué?
—Porque tú y él estáis conectados por una maldición malograda  —explicó
Dumbledore—. Eso no es una cicatriz ordinaria.
—¿Y piensa que ese sueño... sucedió de verdad?
—Es posible  —admitió Dumbledore—. Diría que probable. ¿Viste a Voldemort,
Harry?
—No. Sólo la parte de atrás del asiento. Pero... no habría nada que ver, ¿verdad?
Quiero decir que... no tiene cuerpo, ¿o sí? Pero... pero entonces, ¿cómo pudo sujetar la
varita? —dijo Harry pensativamente.
—Buena pregunta —murmuró Dumbledore—. Buena pregunta...
Ni Harry ni Dumbledore hablaron durante un rato. Dumbledore tenía la vista fija en
el otrolado del despacho, y de vez en cuando se ponía la punta de la varita en la sien y
añadía otro pensamiento brillante y plateado a la sustancia en continuo movimiento del
pensadero.
—Profesor —dijo Harry al fin—, ¿cree que está cobrando fuerzas?
—¿Voldemort?  —Dumbledore miró a Harry por encima del pensadero. Era la
misma mirada característica y penetrante que le había dirigido en otras ocasiones, y a
Harry siempre le daba la impresión de que el director veía a través de él, de una manera
en que ni siquierapodía hacerlo el ojo mágico de Moody—. Una vez más, Harry, me
temo que sólo puedo hacer suposiciones.
Dumbledore volvió a suspirar, y de pronto pareció más viejo y más débil que
nunca.
—Los años del ascenso de Voldemort estuvieron salpicados de desapariciones
—explicó—. Ahora Bertha Jorkins ha desaparecido sin dejar rastro en el lugar en que
Voldemort fue localizado por última vez. El señor Crouch también ha desaparecido... en
estos mismos terrenos. Y ha habido una tercera desaparición, que el Ministerio, lamento
tener que decirlo, no considera de importancia porque es la de un muggle. Se llama
Frank Bryce; vivía en la aldea donde se crió el padre de Voldemort, y no se lo ha visto
desde finales de agosto. Como ves, leo los periódicos muggles, cosa  que no hacen mis
amigos del Ministerio.  —Dumbledore miró a Harry muy serio—. Creo que estas
desapariciones están relacionadas, pero el ministro no está de acuerdo conmigo, como
tal vez notaras cuando esperabas a la puerta.
Harry asintió con la cabeza. Volvieron a quedarse en silencio, y Dumbledore, de
vez en cuando, se sacaba de la cabeza un pensamiento. Harry pensó que quizá debía
marcharse, pero la curiosidad lo retuvo en la silla.
—Profesor... —repitió.
—¿Sí, Harry?
—Eh... ¿puedo preguntarle por... esosjuicios que presencié en el pensadero?
—Puedes —contestó Dumbledore apesadumbrado—. Asistí a muchos juicios, pero
algunos regresan a mi memoria con más claridad que otros... especialmente ahora...
—¿Recuerda... recuerda el juicio en que me encontró?, ¿el del hijo de Crouch?
Bien... ¿se referían a los padres de Neville?
Dumbledore dirigió a Harry una mirada penetrante.
—¿No te ha contado nunca Neville por qué lo ha criado su abuela?  —inquirió el
director.
Harry negó con la cabeza, preguntándose por qué nunca había hablado con Neville
del tema en los casi cuatro años que hacía que se conocían.
—Sí, se referían a los padres de Neville  —admitió Dumbledore—. Su padre,
Frank, era un auror, igual que el profesor Moody. Él y su mujer fueron torturados para
sacarles información sobre el paradero de Voldemort después de que éste perdió su
poder, tal como oíste.
—Entonces, ¿están muertos? —preguntó Harry en voz baja.
—No —respondió Dumbledore, con una amargura en la voz que nunca antes había
notado Harry—, están  locos. Se encuentran los dos en el Hospital San Mungo de
Enfermedades y Heridas Mágicas. Creo que Neville va a visitarlos, con su abuela,
durante las vacaciones. No lo reconocen.
Harry se quedó horrorizado. No sabía... Nunca, en cuatro años, se había
preocupado por averiguar...
—Los Longbottom eran muy queridos  —prosiguió Dumbledore—. El ataque
contra ellos fue posterior a la caída de Voldemort, cuando todo el mundo se sentía ya a
salvo. Aquello provocó una oleada de furia como no he conocido nunca. El Ministerio
se sintió muy presionado para capturar a los culpables. Por desgracia, y dada la
condición en que se encontraban los Longbottom, su declaración no era de fiar.
—O sea ¿que el hijo del señor Crouch podría haber sido inocente?  —dijo Harry
pensativamente.
—En cuanto a eso, no tengo ni idea.
Harry se quedó callado una vez más, observando el movimiento de la sustancia del
pensadero. Había otras dos preguntas que rabiaba por hacer, pero atañían a la
culpabilidad de personas que estaban vivas.
—Eh —dijo—, el señor Bagman...
—Nadie lo ha vuelto a acusar de ninguna actividad tenebrosa  —contestó
Dumbledore con su voz impasible.
—Bien  —dijo Harry apresuradamente, volviendo a observar el contenido del
pensadero, que giraba más despacio porque Dumbledore había dejado de añadir
pensamientos—. Y... eh...
Pero el pensadero parecía estar haciendo la pregunta por él. El rostro de Snape
volvía a flotar en la superficie. Dumbledore lo miró, y luego levantó la vista hacia
Harry.
—Tampoco al profesor Snape —respondió.
Harry miró los ojos de color azul claro de Dumbledore, y lo que realmente quería
saber le salió de la boca antes de que pudiera evitarlo:
—¿Qué le hizo pensar que Snape había dejado de apoyar a Voldemort, profesor?
Dumbledore aguantó durante unos segundos la mirada de Harry, y luego dijo:
—Eso, Harry, es un asunto entre el profesor Snape y yo.
Harry comprendió que la entrevista había concluido. Dumbledore no parecía
enfadado, pero el tono terminante de su voz daba a entender que era el momento de irse.
Se levantó, y lo mismo hizo Dumbledore.
—Harry —lo llamó cuando éste se hubo acercado a la puerta—, por favor, no digas
a nadie lo de los padres de Neville. Tiene derecho a contarlo él, cuando esté preparado.
—Sí, profesor —respondió, volviéndose para salir.
—Y...
Harry miró atrás.
Dumbledore estaba sobre el pensadero, con la cara iluminada desde abajo por la luz
plateada, y parecía más viejo que nunca. Miró por un momento a Harry, y le dijo:
—Buena suerte en la tercera prueba.

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