19
El colacuerno húngaro
La perspectiva de hablar cara a cara con Sirius fue lo único que ayudó a Harry a pasarlas siguientes dos semanas, la única luz en un horizonte que nunca habíaestado tan
oscuro. Se le había pasado ya un poco el horror de verse a sí mismo convertido en
campeón del colegio, y su lugar empezaba a ocuparlo el miedo a las pruebas a las que
tendría que enfrentarse. La primera de ellas estaba cada vez más cerca. Se la imaginaba
agazapada ante él como un monstruo horrible que le cerraba el paso. Nunca había tenido
tantos nervios. Sobrepasaban con mucho lo que hubiera podido sentir antes de un
partido de quidditch, incluido el último, jugado contra Slytherin, en el que se habían
disputado la Copa de quidditch. Le resultaba muy difícil pensar en el futuro, porque
sentía que toda su vida lo había conducido a la primera prueba... y que terminaría con
ella.
En realidad no creía que Sirius lograra hacerlo sentirse mejor en lo que se refería a
ejecutar ante cientos de personas un ejercicio desconocido de magia muy difícil y
peligrosa, pero la mera visión de un rostro amigo lo ayudaría. Harry le mandó la
respuesta diciéndole que se encontraría al lado de la chimenea de la sala común a la
hora propuesta, y que Hermione y él pasaban mucho tiempo discutiendo planes para
obligar a los posibles rezagados a salir de allí la noche en cuestión. En el peor de los
casos, estaban dispuestos a tirar una bolsa de bombas fétidas, aunque esperaban no tener
que recurrir a nada de eso, porque si Filch los pillaba los despellejaría.
Mientras tanto, la vida en el castillo se había hecho aún menos llevadera para
Harry, porque Rita Skeeter había publicado su artículo sobre el Torneo de los tres
magos, que resultó ser no tanto un reportaje sobre el Torneo como una biografía de
Harry bastante alterada. La mayor parte de la primera página la ocupaba una fotografía
de Harry, y el artículo (que continuaba en las páginas segunda, sexta y séptima) no
trataba más que de Harry. Los nombres (mal escritos) de los campeones de Durmstrang
y Beauxbatons no aparecían hasta la última línea del artículo, y a Cedric no se lo
mencionaba en ningún lugar.
El artículo había aparecido diez días antes, y, cada vez que se acordaba de él, Harry
todavía sentía ardores de estómago provocados por la vergüenza. El artículo de Rita
Skeeter lo retrataba diciendo un montón de cosas que él no recordaba haber dicho
nunca, y menos aún en aquel cuarto de la limpieza.
Supongo que les debo mi fuerza a mis padres. Sé que estarían orgullosos de
mí si pudieran verme en este momento... Sí, algunas noches aún lloro por
ellos, no me da vergüenza confesarlo... Sé que no puedo sufrir ningún daño en
el Torneo porque ellos me protegen...
Pero Rita Skeeter no se había conformado con transformar sus «eh...» en frases
prolijas y empalagosas. También había entrevistado a otra gente sobre él.
Finalmente, Harry ha hallado el amor en Hogwarts: Colin Creevey, su
íntimo amigo, asegura que a Harry raramente se lo ve sin la compañía de una
tal Hermione Granger, una muchacha de sorprendente belleza, hija de
muggles y que, como Harry, está entre los mejores estudiantes del colegio.
Desde que había aparecido el artículo, Harry tuvo que soportar que la gente
(especialmente los de Slytherin) le citaran frases al cruzarse con él en los pasillos e
hicieran comentarios despectivos.
—¿Quieres un pañuelo, Potter, por si te entran ganas de llorar en clase de
Transformaciones?
—¿Desde cuándo has sido tú uno de los mejores estudiantes del colegio, Potter? ¿O
se refieren a un colegio fundado por ti y Longbottom?
—¡Eh, Harry!
Más que harto, Harry se detuvo en el corredor y empezó a gritar antes de acabar de
volverse:
—Sí, he estado llorando por mi madre muertahasta quedarme sin lágrimas, y ahora
me voy a seguir...
—No... Sólo quería decirte... que se te cayó la pluma.
Era Cho. Harry se puso colorado.
—Ah, perdona —susurró él, recuperando la pluma.
—Buena suerte el martes —le deseó Cho—. Espero de verdad que tevaya bien.
Harry se sintió como un idiota.
A Hermione también le había tocado su ración de disgustos, pero aún no había
empezado a gritar a los que se le acercaban sin ninguna mala intención. De hecho, a
Harry le admiraba la manera en que ella llevaba lasituación.
—¿De sorprendente belleza? ¿Ella? —chilló Pansy Parkinson la primera vez que la
tuvo cerca después de la aparición del artículo de Rita Skeeter—. ¿Comparada con
quién?, ¿con un primate?
—No hagas caso —dijo Hermione con gran dignidad irguiendo la cabeza y
pasando con aire majestuoso por al lado de las chicas de Slytherin, que se reían como
tontas—. Como si no existieran, Harry.
Pero Harry no podía pasar por alto las burlas. Ron no le había vuelto a hablar
después de decirle lo del castigo de Snape. Harry había tenido la esperanza de que
hicieran las paces durante las dos horas que tuvieron que pasarse en la mazmorra
encurtiendo sesos de rata, pero coincidió que aquel día se publicó el artículo de Rita
Skeeter, que pareció confirmar la creenciade Ron de que a Harry le encantaba ser el
centro de atención.
Hermione estaba furiosa con los dos. Iba de uno a otro, tratando de conseguir que
se volvieran a hablar, pero Harry se mantenía muy firme: sólo volvería a hablarle a Ron
si éste admitía que Harry no se había presentado él mismo al Torneo y le pedía perdón
por haberlo considerado mentiroso.
—Yo no fui el que empezó —dijo Harry testarudamente—. El problema es suyo.
—¡Tú lo echas de menos! —repuso Hermione perdiendo la paciencia—. Y sé que
él te echa de menos a ti.
—¿Que lo echo de menos? —replicó Harry—. Yo no lo echo de menos...
Pero era una mentira manifiesta. Harry apreciaba mucho a Hermione, pero ella no
era como Ron. Tener a Hermione como principal amiga implicaba muchas menos risas
y muchas más horas de biblioteca. Harry seguía sin dominar los encantamientos
convocadores; parecía tener alguna traba con respecto a ellos, y Hermione insistía en
que sería de gran ayuda aprenderse la teoría. En consecuencia, pasaban mucho rato al
mediodía escudriñando libros.
Viktor Krum también pasaba mucho tiempo en la biblioteca, y Harry se preguntaba
por qué. ¿Estaba estudiando, o buscando algo que le sirviera de ayuda para la primera
prueba? Hermione se quejaba a menudo de la presencia de Krum, no porque le
molestara, sino por los grupitos de chicas que lo espiaban escondidas tras las estanterías
y que con sus risitas no la dejaban concentrarse.
—¡Ni siquiera es guapo! —murmuraba enfadada, observando el perfil de Krum—.
¡Sólo les gusta porque es famoso! Ni se fijarían en él si no supiera hacer el amargo de
Rosi.
—El «Amago de Wronski» —dijo Harry con los dientes apretados. Muy lejos de
disfrutar corrigiéndole a Hermione aquel término de quidditch, sintió una punzada de
tristeza al imaginarse la expresión que Ron habría puesto si hubiera oído lo del amargo
de Rosi.
Resulta extraño pensar que, cuando uno teme algo que va a ocurrir y quisiera que el
tiempo empezara a pasar más despacio, el tiempo suele pasar más aprisa. Los días que
quedaban para la primera prueba transcurrieron tan velozmente como si alguien hubiera
manipulado los relojes para que fueran a doble velocidad. A dondequiera que iba Harry
lo acompañaba un terror casi incontrolable, tan omnipresente como los insidiosos
comentarios sobre el artículo de El Profeta.
El sábado antes de la primera prueba dieron permiso a todos los alumnos de tercero
en adelante para que visitaran el pueblo de Hogsmeade. Hermione le dijo a Harry que le
iría bien salir del castillo por un rato, y Harry no necesitó mucha persuasión.
—Pero ¿y Ron? —dijo—. ¡No querrás que vayamos con él!
—Ah, bien... —Hermione se ruborizó un poco—. Pensé que podríamos quedar con
él en Las Tres Escobas...
—No —se opuso Harry rotundamente.
—Ay, Harry, qué estupidez...
—Iré, pero no quedaré con Ron. Me pondré la capa invisible.
—Como quieras... —soltó Hermione—, pero me revienta hablar contigo con esa
capa puesta. Nunca sé si te estoy mirando o no.
De forma que Harry se puso en el dormitorio la capa invisible, bajó la escalera y
marchó aHogsmeade con Hermione.
Se sentía maravillosamente libre bajo la capa. Al entrar en la aldea vio a otros
estudiantes, la mayor parte de los cuales llevaban insignias de «Apoya a CEDRIC
DIGGORY», aunque aquella vez, para variar, no vio horribles añadidos, y tampoco
nadie le recordó el estúpido artículo.
—Ahora la gente se queda mirándome a mí —dijo Hermione de mal humor,
cuando salieron de la tienda de golosinas Honeydukes comiendo unas enormes
chocolatinas rellenas de crema—. Creen que hablo sola.
—Pues no muevas tanto los labios.
—Vamos, Harry, por favor, quítate la capa sólo un rato. Aquí nadie te va a
molestar.
—¿No? —replicó Harry—. Vuélvete.
Rita Skeeter y su amigo fotógrafo acababan de salir de la taberna Las Tres Escobas.
Pasaron al lado de Hermione sin mirarla, hablando en voz baja. Harry tuvo que echarse
contra la pared de Honeydukes para que Rita Skeeter no le diera con el bolso de piel de
cocodrilo. Cuando se hubieron alejado, Harry comentó:
—Deben de estar alojados en el pueblo. Apuesto a que han venido para presenciar
la primera prueba.
Mientras hablaba, notó como si el estómago se le llenara de algún líquido
segregado por el pánico. Pero no dijo nada de aquello: él y Hermione no habían hablado
mucho de lo que se avecinaba en la primera prueba, y Harry tenía la impresión de que
Hermione no quería pensar en ello.
—Se ha ido —dijo Hermione, mirando la calle principal a través de Harry—. ¿Qué
tal si vamos a tomar una cerveza de mantequilla a Las Tres Escobas? Hace un poco de
frío, ¿no? ¡No es necesario que hables con Ron! —añadió irritada, interpretando
correctamente su silencio.
La taberna Las Tres Escobas estaba abarrotada de gente, en especial de alumnos de
Hogwarts que disfrutaban de su tarde libre, pero también de una variedad de magos que
difícilmente se veían en otro lugar. Harry suponía que, al ser Hogsmeade el único
pueblo exclusivamente de magos de toda Gran Bretaña, debía de haberse convertido en
una especie de refugio para criaturas tales como las arpías, que no estaban tan
dispuestas como los magos a disfrazarse.
Era dificil moverse por entre la multitud con la capa invisible, y muy fácil pisar a
alguien sin querer, lo que originaba embarazosas situaciones. Harry fue despacio,
arrimado a la pared, hasta una mesa vacía que había enun rincón, mientras Hermione se
encargaba de pedir las bebidas. En su recorrido por la taberna, Harry vio a Ron, que
estaba sentado con Fred, George y Lee Jordan. Resistiendo el impulso de propinarle una
buena colleja, consiguió llegar a la mesa y la ocupó.
Hermione se reunió con él un momento más tarde, y le metió bajo la capa una
cerveza de mantequilla.
—Creo que parezco un poco boba, sentada aquí sola —susurró ella—. Menos mal
que he traído algo que hacer.
Y sacó el cuaderno en que había llevado el registro de los miembros de la
P.E.D.D.O. Harry vio su nombre y el de Ron a la cabeza de una lista muy corta. Parecía
muy lejano el día en que se habían puesto a inventar juntos aquellas predicciones y
había aparecido Hermione y los había nombrado secretario y tesorero respectivamente.
—No sé, a lo mejor tendría que intentar que la gente del pueblo se afiliara a la
P.E.D.D.O. —dijo Hermione como si pensara en voz alta.
—Bueno —asintió Harry. Tomó un trago de cerveza de mantequilla tapado con la
capa—. ¿Cuándo te vas a hartar de ese rollo de la P.E.D.D.O.?
—¡Cuando los elfos domésticos disfruten de un sueldo decente y de condiciones
laborales dignas! —le contestó—. ¿Sabes?, estoy empezando a pensar que ya es hora de
emprender acciones más directas. Me pregunto cómo se puede entrar en las cocinas del
colegio.
—No tengo ni idea. Pregúntales a Fred y George —dijo Harry.
Hermione se sumió en un silencio ensimismado mientras Harry se bebía su cerveza
de mantequilla observando a la gente que había en la taberna. Todos parecían relajados
y alegres. Ernie Macmillan y Hannah Abbott intercambiaban los cromos de las ranas de
chocolate en una mesa próxima; ambos exhibían en sus capas las insignias de «Apoya a
CEDRIC DIGGORY». Al lado de la puerta vio a Cho y a un numeroso grupo de amigos
de la casa Ravenclaw. Ella no llevaba ninguna insignia de apoyo a Cedric, lo cual lo
animó un poco.
¡Qué no hubiera dado él por ser uno de aquellos que reían y charlaban sin otro
motivo de preocupación que los deberes! Se imaginaba cómo se habría sentido allí si su
nombre no hubiera salido en el cáliz de fuego. Para empezar, no llevaría la capa
invisible. Tendría a Ron a su lado. Los tres estarían contentos, imaginando qué prueba
mortalmente peligrosa afrontarían el martes los campeones de los colegios. Tendría
muchas ganas de que llegara el martes, para verlos hacer lo que fuera y animar a Cedric
como todos los demás, a salvo en su asiento prudentemente alejado...
Se preguntó cómo se sentirían los otros campeones. Las últimas veces que había
visto a Cedric, éste estaba rodeado de admiradores y parecía nervioso pero
entusiasmado.
Harry se encontraba a Fleur Delacour en los corredores de vez en cuando, y tenía el
mismo aspecto de siempre, altanero e imperturbable. Y, en cuanto a Krum,se pasaba el
tiempo en la biblioteca, escudriñando libros.
Harry se acordó de Sirius, y el tenso y apretado nudo que parecía tener en el
estómago se le aflojó un poco. Hablaría con él doce horas más tarde, porque aquélla era
la noche en que habían acordado verse junto a la chimenea de la sala común. Eso
suponiendo que todo fuera bien, a diferencia de lo que había ocurrido últimamente con
todo lo demás.
—¡Mira, es Hagrid! —dijo Hermione.
De entre la multitud se destacaba la parte de atrás de su enorme cabeza llena de
greñas (afortunadamente, había abandonado las coletas). Harry se preguntó por qué no
lo había visto nada más entrar, siendo Hagrid tan grande; pero, al ponerse en pie para
ver mejor, se dio cuenta de que Hagrid se hallaba inclinado, hablando con el profesor
Moody. Hagrid tenía ante él su acostumbrado y enorme pichel, pero Moody bebía de la
petaca. La señora Rosmerta, la guapa dueña de la taberna, no ponía muy buena cara ante
aquello: miraba a Moody con recelo mientras recogía las copas de lasmesas de
alrededor. Probablemente le parecía un insulto a su hidromiel con especias, pero Harry
conocía el motivo: Moody les había dicho a todos durante su última clase de Defensa
Contra las Artes Oscuras que prefería prepararse siempre su propia comida y bebida,
porque a los magos tenebrosos les resultaba muy fácil envenenar una bebida en un
momento de descuido.
Mientras Harry los observaba, Hagrid y Moody se levantaron para irse. Harry le
hizo un gesto con la mano a Hagrid, pero luego recordó que éste no podía verlo. Moody,
sin embargo, se detuvo y miró con su ojo mágico hacia el rincón en que se encontraba
él. Le dio a Hagrid una palmada en la región lumbar (porque no podía llegar al hombro),
le susurró algo y, a continuación, uno y otro se dirigierona la mesa de Harry y
Hermione.
—¿Va todo bien, Hermione? —le preguntó Hagrid en voz alta.
—Hola —respondió Hermione, sonriendo.
Moody se acercó a la mesa cojeando y se inclinó al llegar. Harry pensó que estaba
leyendo el cuaderno de la P.E.D.D.O. hasta que le dijo:
—Bonita capa, Potter.
Harry lo miró muy sorprendido. A unos centímetros de distancia, el trozo de nariz
que le faltaba a Moody era especialmente evidente. Moody sonrió.
—¿Su ojo es capaz de... quiero decir, es usted capaz de...?
—Sí, mi ojo vea través de las capas invisibles —contestó Moody en voz baja—.
Es una cualidad que me ha sido muy útil en varias ocasiones, te lo aseguro.
Hagrid también le sonreía a Harry. Éste sabía que Hagrid no lo veía, pero era
evidente que Moody le había explicado dónde estaba.
Hagrid se inclinó haciendo también como que leía el cuaderno de la P.E.D.D.O. y
le dijo en un susurro tan bajo que sólo pudo oírlo Harry:
—Harry, ven a verme a la cabaña esta noche. Ponte la capa. —Y luego,
incorporándose, añadió en voz alta—: Me alegro de verte, Hermione. —Guiñó un ojo, y
se fue. Moody lo siguió.
—¿Para qué querrá que vaya a verlo esta noche? —dijo Harry, muy sorprendido.
—¿Eso te ha dicho? —se extrañó Hermione—. Me pregunto qué se trae entre
manos. No sé si deberías ir, Harry... —Miró a su alrededor nerviosa y luego dijo entre
dientes—: Podrías llegar tarde a tu cita con Sirius.
Era verdad que ir a ver a Hagrid a medianoche supondría tener que apresurarse
después para llegar a la una a la sala común de Gryffindor. Hermione le sugirió que le
enviara a Hagrid un mensaje con Hedwig diciéndole que no podía acudir (siempre y
cuando la lechuza aceptara llevar la nota, claro). Pero Harry pensó que sería mejor
hacerle una visita rápida para ver qué quería. Tenía bastante curiosidad, porque Hagrid
no le había pedido nunca que fuera a visitarlo tan tarde.
A las once y media de esa noche, Harry, que había hecho como que se iba temprano a la
cama, volvió a ponerse la capa invisible y bajó la escalera hasta la sala común. Sólo
unaspocas personas quedaban en ella. Los hermanos Creevey se habían hecho con un
montón de insignias de «Apoya a CEDRIC DIGGORY», e intentaban encantarlas para
que dijeran «Apoya a HARRY POTTER», pero hasta aquel momento lo único que
habían conseguido era que se quedaran atascadas en POTTER APESTA. Harry pasó a
su lado de camino al retrato y esperó aproximadamente un minuto mirando el reloj.
Luego Hermione le abrió el retrato de la Señora Gorda, tal como habían convenido. Él
lo traspasó subrepticiamente y le susurró un «¡gracias!» antes de irse.
Los terrenos del colegio estaban envueltos en una oscuridad total. Harry bajó por la
explanada hacia la luz que brillaba en la cabaña de Hagrid. También el interior del
enorme carruaje de Beauxbatons se hallaba iluminado. Mientras llamaba a la puerta de
la cabaña, Harry oyó hablar a Madame Maxime dentro de su carruaje.
—¿Eres tú, Harry? —susurró Hagrid, abriendo la puerta.
—Sí —respondió Harry, que entró en la cabaña y se desembarazó de la capa—.
¿Por qué me has hecho venir?
—Tengo algo que mostrarte —repuso Hagrid.
Parecía muy emocionado. Llevaba en el ojal una flor que parecía una alcachofa de
las más grandes. Por lo visto, había abandonado el uso de aceite lubricante, pero era
evidente que había intentado peinarse, porque en el pelo se veían varias púas del peine
rotas.
—¿Qué vas a mostrarme? —dijo Harry con recelo, preguntándose si habrían puesto
huevos los escregutos o si Hagrid habría logrado comprarle a otro extraño en alguna
taberna un nuevo perro gigante de tres cabezas.
—Cúbrete con la capa, ven conmigo y no hables —le indicó Hagrid—. No vamos a
llevar a Fang, porque no le gustaría...
—Escucha, Hagrid, no puedo quedarme mucho... Tengo que estar en el castillo a la
una.
Pero Hagrid no lo escuchaba. Abrióla puerta de la cabaña y se internó en la
oscuridad a zancadas. Harry lo siguió aprisa y, para su sorpresa, advirtió que Hagrid lo
llevaba hacia el carruaje de Beauxbatons.
—Hagrid, ¿qué...?
—¡Shhh! —lo acalló Hagrid, y llamó tres veces a la puerta que lucía las varitas
doradas cruzadas.
Abrió Madame Maxime. Un chal de seda cubría sus voluminosos hombros. Al ver
a Hagrid, sonrió.
—¡Ah, Hagrid! ¿Ya es la «hoga»?
—«Bon suar» —le dijo Hagrid, dirigiéndole una sonrisa y ofreciéndole la mano
para ayudarla a bajar los escalones dorados.
Madame Maxime cerró la puerta tras ella. Hagrid le ofreció el brazo, y se fueron
bordeando el potrero donde descansaban los gigantescos caballos alados de Madame
Maxime. Harry, sin entender nada, corría para no quedarse atrás.¿Quería Hagrid
mostrarle a Madame Maxime? Podía verla cuando quisiera: jamás pasaba inadvertida.
Pero daba la impresión de que Madame Maxime estaba tan en ascuas como Harry,
porque un rato después preguntó alegremente:
—¿Adónde me llevas, Hagrid?
—Esto te gustará —aseguró Hagrid—. Merece la pena, confía en mí. Pero no le
digas a nadie que te lo he mostrado, ¿eh? Se supone que no puedes verlo.
—Descuida —le dijo Madame Maxime, luciendo sus largas y negras pestañas al
parpadear.
Y siguieron caminando. Harrylos seguía, cada vez más nervioso y mirando el reloj
continuamente. Hagrid debía de tener en mente alguna de sus disparatadas ideas, que
podía hacerlo llegar tarde a su cita. Si no llegaban pronto a donde fuera, daría media
vuelta para volver al castillo y dejaría a Hagrid disfrutando con Madame Maxime su
paseo a la luz de la luna.
Pero entonces, cuando habían avanzado tanto por el perímetro del bosque que ya no
se veían ni el castillo ni el lago, Harry oyó algo. Delante había hombres que gritaban.
Luegooyó un bramido ensordecedor...
Hagrid llevó a Madame Maxime junto a un grupo de árboles y se detuvo. Harry
caminó aprisa a su lado. Durante una fracción de segundo pensó que lo que veía eran
hogueras y a hombres que corrían entre ellas. Luego se quedó con la boca abierta.
¡Dragones!
Rugiendo y resoplando, cuatro dragones adultos enormes, de aspecto fiero, se
alzaban sobre las patas posteriores dentro de un cercado de gruesas tablas de madera. A
quince metros del suelo, las bocas llenas de colmillos lanzaban torrentes de fuego al
negro cielo de la noche. Uno de ellos, de color azul plateado con cuernos largos y
afilados, gruñía e intentaba morder a los magos que tenía a sus pies; otro verde se
retorcía y daba patadas contra el suelo con toda su fuerza; uno rojo, con un extraño
borde de pinchos dorados alrededor de la cara, lanzaba al aire nubes de fuego en forma
de hongo; el cuarto, negro y gigantesco, era el que estaba más próximo a ellos.
Al menos treinta magos, siete u ocho para cada dragón, tratabande controlarlos
tirando de unas cadenas enganchadas a los fuertes collares de cuero que les rodeaban el
cuello y las patas. Fascinado, Harry levantó la vista y vio los ojos del dragón negro, con
pupilas verticales como las de los gatos, totalmente desorbitados; si se debía al miedo o
a la ira, Harry lo ignoraba. Los bramidos de la bestia eran espeluznantes.
—¡No te acerques, Hagrid! —advirtió un mago desde la valla, tirando de la
cadena—. ¡Pueden lanzar fuego a una distancia de seis metros, ya lo sabes! ¡Y a este
colacuerno lo he visto echarlo a doce!
—¿No es hermoso? —dijo Hagrid con voz embelesada.
—¡Es peligroso! —gritó otro mago—. ¡Encantamientos aturdidores, cuando cuente
tres!
Harry vio que todos los cuidadores de los dragones sacaban la varita.
—¡Desmaius! —gritaron al unísono.
Los encantamientos aturdidores salieron disparados en la oscuridad como bengalas
y se deshicieron en una lluvia de estrellas al chocar contra la escamosa piel de los
dragones.
Harry observó que el más próximo se balanceaba peligrosamente sobre sus patas
traseras y abría completamente las fauces en un aullido mudo. Las narinas parecían
haberse quedado de repente desprovistas de fuego, aunque seguían echando humo.
Luego, muy despacio, se desplomó. Varias toneladas de dragón dieron en el suelo con
un golpe que pareció hacer temblar los árboles que había tras ellos.
Los cuidadores de los dragones bajaron las varitas y se acercaron a las derribadas
criaturas que estaban a su cargo, cada una de las cuales era del tamaño de un cerro. Se
dieron prisa en tensar las cadenas y asegurarlas con estacas de hierro, que clavaron en la
tierra utilizando las varitas.
—¿Quieres echar un vistazo más de cerca? —le preguntó Hagrid a Madame
Maxime, embriagado de emoción.
Se acercaron hasta la valla, seguidos por Harry. En aquel momento se volvió el
mago que le había aconsejado a Hagrid que no se acercara, y Harry descubrió quién era:
Charlie Weasley.
—¿Va todo bien, Hagrid? —preguntó, jadeante, acercándose para hablar con él—.
Ahora no deberían darnos problemas. Les dimos una dosis adormecedora para traerlos,
porque pensamos que sería preferible que despertaran en la oscuridad y tranquilidad de
la noche, pero ya has visto que no les hizo mucha gracia, ninguna gracia...
—¿De qué razas son, Charlie? —inquirió Hagrid mirando al dragón más cercano,
el negro, con algo parecido a la reverencia.
El animal tenía los ojos entreabiertos, y debajo del arrugado párpado negro se veía
una franja de amarillo brillante.
—Éste es un colacuerno húngaro —explicó Charlie—. Por allí hay un galés verde
común, que es el más pequeño; un hocicorto sueco, que es el azul plateado, y un bola de
fuego chino, el rojo.
Charlie miró a Madame Maxime, que se alejaba siguiendo el borde de la
empalizada para ir a observar los dragones adormecidos.
—No sabía que la ibas a traer, Hagrid —dijo Charlie, ceñudo—. Se supone que los
campeones no tienen que saber nada de lo que les va a tocar, y ahora ella se lo dirá a su
alumna, ¿no?
—Sólo pensé que le gustaría verlos. —Hagrid se encogió de hombros, sin dejar de
mirar embelesado a los dragones.
—¡Vaya cita romántica, Hagrid! —exclamó Charlie con sorna.
—Cuatro... uno para cada campeón, ¿no? ¿Qué tendrán que hacer?, ¿luchar contra
ellos?
—No, sólo burlarlos, según creo —repuso Charlie—. Estaremos cerca, por si la
cosa se pusiera fea, y tendremos preparados encantamientos extinguidores. Nos pidieron
que fueran hembras en período de incubación, no sé por qué... Pero te digo una cosa: no
envidio al que le toque el colacuerno. Un bicho fiero de verdad. La cola es tan peligrosa
como el cuerno, mira.
Charlie señaló la cola del colacuerno, y Harry vio que estaba llena de largos
pinchos de color bronce.
Cinco de los compañeros de Charlie se acercaron en aquel momento al colacuerno
llevando sobre una manta una nidada de enormes huevos que parecían de granito gris, y
los colocaron con cuidado al lado del animal. A Hagrid se le escapó un gemido de
anhelo.
—Los tengo contados, Hagrid —le advirtió Charlie con severidad. Luego
añadió—: ¿Qué tal está Harry?
—Bien —respondió Hagrid, sin apartar los ojos de los huevos.
—Pues espero que siga bien después de enfrentarse con éstos —comentó Charlie
en tono grave, mirando por encima del cercado—. No me he atrevido a decirle a mi
madre lo que le esperaba en la primera prueba, porque ya le ha dado un ataque de
nervios pensando en él... —Charlie imitó la voz casi histérica de su madre—: «¡Cómo
lo dejan participar en el Torneo, con lo pequeño que es! ¡Creí que iba a haber un poco
de seguridad, creí que iban a poner una edad mínima!» Se puso a llorar a lágrima viva
con el artículo de El Profeta. «¡Todavía llora cuando piensa en sus padres! ¡Nunca me
lo hubiera imaginado! ¡Pobrecillo!»
Harry ya tenía suficiente. Confiando en que Hagrid no lo echaría de menos,
distraído como estaba con la compañía de cuatro dragones y de Madame Maxime, se
volvió en silencio y emprendió el camino de vuelta al castillo.
No sabía si se alegraba o no de haber visto lo que le esperaba. Tal vez así era
mejor, porque había pasado la primera impresión. Tal vez si se hubiera encontrado con
los dragones por primera vez el martes se habría desmayado ante el colegio entero...
aunque quizá se desmayara de todas formas. Se enfrentaría armado con su varita
mágica, que en aquel momento no le parecía nada más que un palito, contra un dragón
de quince metros de altura, cubierto de escamas y de pinchos y que echaba fuego por la
boca. Y tendría que burlarlo, observado por todo el mundo: ¿cómo?
Se dio prisa en bordear el bosque. Disponía de quince minutosescasos para llegar
junto a la chimenea donde lo aguardaría Sirius, y no recordaba haber tenido nunca
tantos deseos de hablar con alguien como en aquel momento. Pero entonces, de repente,
chocó contra algo muy duro.
Se cayó hacia atrás con las gafas torcidas y agarrándose la capa.
—¡Ah!, ¿quién está ahí? —dijo una voz.
Harry se apresuró a cerciorarse de que la capa lo cubría por completo, y se quedó
tendido completamente inmóvil, observando la silueta del mago con el que había
chocado. Reconoció la barbitade chivo: era Karkarov.
—¿Quién está ahí? —repitió Karkarov, receloso, escudriñando en la oscuridad.
Harry permaneció quieto y en silencio. Después de un minuto o algo así, Karkarov
pareció pensar que debía de haber chocado con algún tipo de animal. Buscaba a la altura
de su cintura, tal vez esperando encontrar un perro. Luego se internó entre los árboles y
se dirigió hacia donde se hallaban los dragones.
Muy despacio y con mucho cuidado, Harry se incorporó y reemprendió el camino
hacia Hogwarts en la oscuridad, tan rápido como podía sin hacer demasiado ruido.
No le cabía ninguna duda respecto a los propósitos de Karkarov. Había salido del
barco a hurtadillas para averiguar en qué consistía la primera tarea. Tal vez hubiera
visto a Hagrid y a Madame Maxime por las inmediaciones del bosque: no eran difíciles
de ver en la distancia. Todo lo que tendría que hacer sería seguir el sonido de las voces
y, como Madame Maxime, se enteraría de qué era lo que les reservaban a los
campeones. Parecía que el único campeón que el martes afrontaría algo desconocido
sería Cedric.
Harry llegó al castillo, entró a escondidas por la puerta principal y empezó a subir
la escalinata de mármol. Estaba sin aliento, pero no se atrevió a ir más despacio: le
quedaban menos de cinco minutos para llegar junto al fuego.
—«¡Tonterías!» —le dijo casi sin voz a la Señora Gorda, que dormitaba en su
cuadro tapando la entrada.
—Si tú lo dices... —susurró medio dormida, sin abrir los ojos, y el cuadro giró para
dejarlo pasar.
Harry entró. Lasala común estaba desierta y, dado que olía como siempre,
concluyó que Hermione no había tenido que recurrir a las bombas fétidas para
asegurarse de que no quedara nadie allí.
Harry se quitó la capa invisible y se echó en un butacón que había delante de la
chimenea. La sala se hallaba en penumbra, sin otra iluminación que las llamas. Al lado,
en una mesa, brillaban a la luz de la chimenea las insignias de «Apoya a CEDRIC
DIGGORY» que los Creevey habían tratado de mejorar. Ahora decía en ellas:
«POTTER APESTA DE VERDAD.» Harry volvió a mirar al fuego y se sobresaltó.
La cabeza de Sirius estaba entre las llamas. Si Harry no hubiera visto al señor
Diggory de la misma manera en la cocina de los Weasley, aquella visión le habría dado
un susto de muerte. Pero,en vez de ello, Harry sonrió por primera vez en muchos días,
saltó de la silla, se agachó junto a la chimenea y saludó:
—¿Qué tal estás, Sirius?
Sirius estaba bastante diferente de como Harry lo recordaba. Cuando se habían
despedido, Sirius tenía el rostro demacrado y el pelo largo y enmarañado. Pero ahora
llevaba el pelo corto y limpio, tenía el rostro más lleno y parecía más joven, mucho más
parecido a la única foto que Harry poseía de él, que había sido tomada en la boda de sus
padres.
—No te preocupes por mí. ¿Qué tal estás tú? —le preguntó Sirius con el semblante
grave.
—Yo estoy...
Durante un segundo intentó decir «bien», pero no pudo. Antes de darse cuenta,
estaba hablando como no lo había hecho desde hacía tiempo: de cómo nadie le creía
cuando decía que no se había presentado al Torneo, de las mentiras de Rita Skeeter en
El Profeta, de cómo no podía pasar por los corredores del colegio sin recibir muestras
de desprecio... y de Ron, de la desconfianza de Ron, de sus celos...
—... y ahora Hagrid acaba de enseñarme lo que me toca en la primera prueba, y son
dragones, Sirius. ¡No voy a contarlo! —terminó desesperado.
Sirius lo observó con ojos preocupados, unos ojos que aún no habían perdido del
todo la expresión adquirida en la cárcel de Azkaban: una expresión embotada, como de
hechizado. Había dejado que Harry hablara sin interrumpirlo, pero en aquel momento
dijo:
—Se puede manejar a los dragones, Harry, pero de eso hablaremos dentro de un
minuto. No dispongo de mucho tiempo... He allanado una casa de magos para usar la
chimenea, pero los dueños podrían volver en cualquier momento. Quiero advertirte
algunas cosas.
—¿Qué cosas? —dijo Harry, sintiendo crecer su desesperación. ¿Era posible que
hubiera algo aún peor que los dragones?
—Karkarov —explicó Sirius—. Era un mortífago, Harry. Sabes lo que son los
mortífagos, ¿verdad?
—Sí...
—Lo pillaron y estuvo en Azkaban conmigo, pero lo dejaron salir. Estoy seguro de
que por eso Dumbledore quería tener un auror en Hogwarts este curso... para que lo
vigilara. Moody fue el que atrapó a Karkarov y lo metió en Azkaban.
—¿Dejaron salir a Karkarov? —preguntó Harry, sin entender por qué podían haber
hecho tal cosa—. ¿Por qué lo dejaron salir?
—Hizo un trato con el Ministerio de Magia —repuso Sirius con amargura—.
Aseguró que estaba arrepentido, y empezó a cantar... Muchos entraron en Azkaban para
ocupar su puesto, así que allí no lo quieren mucho; eso te lo puedo asegurar. Y, por lo
que sé, desde que salió no ha dejado de enseñar Artes Oscuras a todos los estudiantes
que han pasado por su colegio. Así que ten cuidado también con el campeón de
Durmstrang.
—Vale —asintió Harry, pensativo—. Pero ¿quieres decir que Karkarov puso mi
nombre en el cáliz? Porque, si lo hizo, es un actor francamente bueno. Estaba furioso
cuando salí elegido. Quería impedirme a toda costa que participara.
—Sabemos que es un buen actor —dijo Sirius—porque convenció al Ministerio de
Magia para que lo dejara libre. Además he estado leyendo con atención El Profeta,
Harry...
—Tú y el resto del mundo —comentó Harry con amargura.
—... y, leyendo entre líneas el artículo del mes pasado de esa Rita Skeeter, parece
que Moody fue atacado la noche anterior a su llegada a Hogwarts. Sí, ya sé que ella dice
que fue otra falsa alarma —añadió rápidamente Sirius, viendo que Harry estaba a punto
de hablar—, pero yo no lo creo. Estoy convencido de que alguien trató de impedirle que
entrara en Hogwarts. Creo que alguien pensó que su trabajo sería mucho más dificil con
él de por medio. Nadie se toma elasunto demasiado en serio, porque Ojoloco ve
intrusos con demasiada frecuencia. Pero eso no quiere decir que haya perdido el sentido
de la realidad: Moody es el mejor auror que ha tenido el Ministerio.
—¿Qué quieres decir? ¿Que Karkarov quiere matarme? Pero... ¿por qué?
Sirius dudó.
—He oído cosas muy curiosas. Últimamente los mortífagos parecen más activos de
lo normal. Se desinhibieron en los Mundiales de quidditch, ¿no? Alguno conjuró la
Marca Tenebrosa... y además... ¿has oído lo de esa bruja del Ministerio de Magia que ha
desaparecido?
—¿Bertha Jorkins?
—Exactamente... Desapareció en Albania, que es donde sitúan a Voldemort los
últimos rumores. Y ella estaría al tanto del Torneo de los tres magos, ¿verdad?
—Sí, pero... no es muy probable que ella fuera en busca de Voldemort, ¿no? —dijo
Harry.
—Escucha, yo conocí a Bertha Jorkins —repuso Sirius con tristeza—. Coincidimos
en Hogwarts, aunque iba unos años por delante de tu padre y de mí. Y era idiota. Muy
bulliciosa y sin una pizca de cerebro. No es una buena combinación, Harry. Me temo
que sería muy fácil de atraer a una trampa.
—Así que... ¿Voldemort podría haber averiguado algo sobre el Torneo?
—preguntó Harry—. ¿Eso es lo que quieres decir? ¿Crees que Karkarov podría haber
venido obedeciendo sus órdenes?
—No lo sé —reconoció Sirius—, la verdad es que no lo sé... No me pega que
Karkarov vuelva a Voldemort a no ser que Voldemort sea lo bastante fuerte para
protegerlo. Pero el que metió tu nombre en el cáliz tenía algún motivo para hacerlo, y no
puedo dejar de pensar que el Torneo es una excelente oportunidad para atacarte
haciendo creer a todo el mundo que es un accidente.
—Visto así parece un buen plan —comentó Harry en tono lúgubre—. Sólo tendrán
que sentarse a esperar que los dragones hagan su trabajo.
—En cuanto a los dragones —dijo Sirius, hablando en aquel momento muy
aprisa—, hay una manera, Harry. No se te ocurra emplear el encantamiento aturdidor:
los dragones son demasiado fuertes y tienen demasiadas cualidades mágicas para que
les haga efecto un solo encantamiento de ese tipo. Se necesita media docena de magos a
la vez para dominar a un dragón con ese procedimiento.
—Sí, ya lo sé, lo vi.
—Pero puedes hacerlo solo —prosiguió Sirius—. Hay una manera, y no se necesita
más que un sencillo encantamiento. Simplemente...
Pero Harry lo detuvo con un gesto de la mano. El corazón le latía en el pecho como
si fuera a estallar. Oía tras él los pasos de alguien que bajaba por la escalera de caracol.
—¡Vete! —le dijo a Sirius entre dientes—. ¡Vete! ¡Alguien se acerca!
Harry se puso en pie de un salto para tapar la chimenea. Si alguien veía la cabeza
de Sirius dentro de Hogwarts, armaría un alboroto terrible, y él tendría problemas con el
Ministerio. Lo interrogarían sobre el paradero de Sirius...
Harry oyó tras él, en el fuego, un suave «¡plin!», y comprendió que Sirius había
desaparecido. Vigiló el inicio de la escalera de caracol. ¿Quién se habría levantado para
dar un paseo a la una de la madrugada, impidiendo que Sirius le dijera cómo burlar al
dragón?
Era Ron. Vestido con su pijama de cachemir rojo oscuro, se detuvo frente a Harry y
miró a su alrededor.
—¿Con quién hablabas? —le preguntó.
—¿Y a ti qué te importa? —gruñó Harry—. ¿Qué haces tú aquí a estas horas?
—Me preguntaba dónde estarías... —Se detuvo, encogiéndose de hombros—.
Bueno, me vuelvo a la cama.
—Se te ocurrió que podías bajar a husmear un poco, ¿no? —gritó Harry. Sabía que
Ron no tenía ni idea de qué era lo que había interrumpido, sabía que no lo había hecho a
propósito, pero le daba igual. En ese momento odiaba todo lo que tenía que ver con
Ron, hasta el trozo del tobillo que le quedaba al aire por debajo de los pantalones del
pijama.
—Lo siento mucho —dijo Ron, enrojeciendo de ira—. Debería haber pensado que
no querías que te molestaran. Te dejaré en paz para que sigas ensayando tu próxima
entrevista.
Harry cogió de la mesa una de las insignias de «POTTER APESTA DE
VERDAD» y se la tiró con todas sus fuerzas. Le pegó a Ron en la frente y rebotó.
—¡Ahí tienes! —chilló Harry—. Para que te la pongas el martes. Ahora a lo mejor
hasta te queda una cicatriz, si tienes suerte... Eso es lo que te da tanta envidia, ¿no?
A zancadas, cruzó la sala hacia la escalera. Esperaba que Ron lo detuviera, e
incluso le habría gustado que lediera un puñetazo, pero Ron simplemente se quedó allí,
en su pijama demasiado pequeño, y Harry, después de subir como una exhalación, se
echó en la cama y permaneció bastante tiempo despierto y furioso con él. No lo oyó
volver a subir.
20
La primera prueba
Cuando se levantó el domingo por la mañana, Harry puso tan poca atención al vestirseque tardó un rato en darse cuenta de que estaba intentando meter un pie en el sombrero
en vez de hacerlo en el calcetín. Cuando por fin se hubo puesto todas las prendas en las
partes correctas del cuerpo, salió aprisa para buscar a Hermione, y la encontró a la mesa
de Gryffindor del Gran Comedor, desayunando con Ginny. Demasiado intranquilo para
comer, Harry aguardó a que Hermione se tomara la última cucharada de gachas de
avena y se la llevó fuera para dar otro paseo con ella. En los terrenos del colegio,
mientras bordeaban el lago, Harry le contó todo lo de los dragones y lo que le había
dicho Sirius.
Aunque muy asustada por las advertencias de Sirius sobre Karkarov, Hermione
pensó que el problema más acuciante eran los dragones.
—Primero vamos a intentar que el martes por la tarde sigas vivo, y luego ya nos
preocuparemos por Karkarov.
Dieron tres vueltas al lago, pensando cuál sería el encantamiento con el que se
podría someter a un dragón. Pero, como no se les ocurrió nada, fueron a la biblioteca.
Harry cogió todo lo que vio sobre dragones, y uno y otro se pusieron a buscar entre la
alta pila de libros.
—«Embrujos para cortarles las uñas... Cómo curar la podredumbre de las
escamas...» Esto no nos sirve: es para chiflados como Hagrid que lo que quieren es
cuidarlos...
—«Es extremadamente dificil matar a un dragón debido a la antigua magia que
imbuye su gruesa piel, que nada excepto los encantamientos más fuertespuede
penetrar...» —leyó Hermione—. ¡Pero Sirius dijo que había uno sencillo que valdría!
—Busquemos pues en los libros de encantamientos sencillos... —dijo Harry,
apartando a un lado el Libro del amante de los dragones.
Volvió a la mesa con una pila de libros de hechizos y comenzó a hojearlos uno tras
otro. A su lado, Hermione cuchicheaba sin parar:
—Bueno, están los encantamientos permutadores... pero ¿para qué cambiarlos? A
menos que le cambiaras los colmillos en gominolas o algo así, porque eso lo haría
menos peligroso... El problema es que, como decía el otro libro, no es fácil penetrar la
piel del dragón. Lo mejor sería transformarlo, pero, algo tan grande, me temo que no
tienes ninguna posibilidad: dudo incluso que la profesora McGonagall fuera capaz...
Pero tal vez podrías encantarte tú mismo. Tal vez para adquirir más poderes. Claro que
no son hechizos sencillos, y no los hemos visto en clase; sólo los conozco por haber
hecho algunos ejercicios preparatorios para el TIMO...
—Hermione —pidió Harry, exasperado—, ¿quieres callarte un momento, por
favor? Trato de concentrarme.
Pero lo único que ocurrió cuando Hermione se calló fue que el cerebro de Harry se
llenó de una especie de zumbido que tampoco lo dejaba concentrarse. Recorrió sin
esperanzasel índice del libro Maleficios básicos para el hombre ocupado y fastidiado:
arranque de cabellera instantáneo —pero los dragones ni siquiera tienen pelo, se
dijo—, aliento de pimienta —eso seguramente sería echar más leña al fuego—, lengua
de cuerno —precisamente lo que necesitaba: darle al dragón una nueva arma...
—¡Oh, no!, aquí vuelve. ¿Por qué no puede leer en su barquito? —dijo Hermione
irritada cuando Viktor Krum entró con su andar desgarbado, les dirigió una hosca
mirada y se sentó en un distanterincón con una pila de libros—. Vamos, Harry,
volvamos a la sala común... El club de fans llegará dentro de un momento y no pararán
de cotorrear...
Y, efectivamente, en el momento en que salían de la biblioteca, entraba de puntillas
un ruidoso grupo de chicas, una de ellas con una bufanda de Bulgaria atada a la cintura.
Harry apenas durmió aquella noche. Cuando despertó la mañana del lunes, pensó
seriamente, por vez primera, en escapar de Hogwarts. Pero en el Gran Comedor, a la
hora del desayuno, miró a su alrededor y pensó en lo que dejaría si se fuera del castillo,
y se dio cuenta de que no podía hacerlo. Era el único sitio en que había sido feliz...
Bueno, seguramente también había sido feliz con sus padres, pero de eso no se
acordaba.
En cierto modo, fue un alivio comprender que prefería quedarse y enfrentarse al
dragón a volver a Privet Drive con Dudley. Lo hizo sentirse más tranquilo. Terminó con
dificultad el tocino (nada le pasaba bien por la garganta) y, al levantarse de la mesa con
Hermione, vio a Cedric Diggory dejando la mesa de Hufflepuff.
Cedric seguía sin saber lo de los dragones. Era el único de los campeones que no se
habría enterado, si Harry estaba en lo cierto al pensar que Maxime y Karkarov se lo
habían contado a Fleur y Krum.
—Nosvemos en el invernadero, Hermione —le dijo Harry, tomando una decisión
al ver a Cedric dejar el Gran Comedor—. Ve hacia allí; ya te alcanzaré.
—Llegarás tarde, Harry. Está a punto de sonar la campana.
—Te alcanzaré, ¿vale?
Cuando Harry llegó a la escalinata de mármol, Cedric ya estaba al final de ella,
acompañado por unos cuantos amigos de sexto curso. Harry no quería hablar con Cedric
delante de ellos, porque eran de los que le repetían frases del artículo de Rita Skeeter
cada vez que lo veían. Lo siguióa cierta distancia, y vio que se dirigía hacia el corredor
donde se hallaba el aula de Encantamientos. Eso le dio una idea. Deteniéndose a una
distancia prudencial de ellos, sacó la varita y apuntó con cuidado.
—¡Diffindo!
A Cedric se le rasgó la mochila. Libros, plumas y rollos de pergamino se
esparcieron por el suelo, y varios frascos de tinta se rompieron.
—No os molestéis —dijo Cedric, irritado, a sus amigos cuando se inclinaron para
ayudarlo a recoger las cosas—. Decidle a Flitwick que no tardaré, vamos.
Aquello era lo que Harry había pretendido. Se guardó la varita en la túnica, esperó
a que los amigos de Cedric entraran en el aula y se apresuró por el corredor, donde sólo
quedaban Cedric y él.
—Hola —lo saludó Cedric, recogiendo un ejemplar de Guíade la transformación,
nivel superior salpicado de tinta—. Se me acaba de descoser la mochila... a pesar de ser
nueva.
—Cedric —le dijo Harry sin más preámbulos—, la primera prueba son dragones.
—¿Qué? —exclamó Cedric, levantando la mirada.
—Dragones —repitió Harry, hablando con rapidez por si el profesor Flitwick salía
para ver lo que le había ocurrido a Cedric—. Han traído cuatro, uno para cada uno, y
tenemos que burlarlos.
Cedric lo miró. Harry vio en sus grises ojos parte del pánico que lo embargabaa él
desde la noche del sábado.
—¿Estás seguro? —inquirió Cedric en voz baja.
—Completamente —respondió Harry—. Los he visto.
—Pero ¿cómo te enteraste? Se supone que no podemos saber...
—No importa —contestó Harry con premura. Sabía que, si decía la verdad, Hagrid
se vería en apuros—. Pero no soy el único que lo sabe. A estas horas Fleur y Krum ya se
habrán enterado, porque Maxime y Karkarov también los vieron.
Cedric se levantó con los brazos llenos de plumas, pergaminos y libros manchados
de tinta y la bolsa rasgada colgando y balanceándose de un hombro. Miró a Harry con
una mirada desconcertada y algo suspicaz.
—¿Por qué me lo has dicho? —preguntó.
Harry lo miró, sorprendido de que le hiciera aquella pregunta. Desde luego, Cedric
no la habría hecho si hubiera visto los dragones con sus propios ojos. Harry no habría
dejado ni a su peor enemigo que se enfrentara a aquellos dragones sin previo aviso.
Bueno, tal vez a Malfoy y a Snape...
—Es justo, ¿no te parece? —le dijo a Cedric—. Ahora todos lo sabemos... Estamos
en pie de igualdad, ¿no?
Cedric seguía mirándolo con suspicacia cuando Harry escuchó tras él un golpeteo
que le resultaba conocido. Se volvió y vio que Ojoloco Moody salía de un aula cercana.
—Ven conmigo, Potter —gruñó—. Diggory, entra en clase.
Harry miró a Moody, temeroso. ¿Los había oído?
—Eh... profesor, ahora me toca Herbología...
—No te preocupes, Potter. Acompáñame al despacho, por favor...
Harry lo siguió, preguntándose qué iba a suceder. ¿Y si Moody se empeñaba en
saber cómo se había enterado de lo de los dragones? ¿Iría a ver a Dumbledore para
denunciar a Hagrid, o simplemente lo convertiría a él en un hurón? Bueno, tal vez fuera
más fácil burlar a un dragón siendo un hurón, pensó Harry desanimado, porque sería
más pequeño y mucho menos fácil de distinguir desde una altura de quince metros...
Entró en el despacho después de Moody, que cerró la puerta tras ellos, se volvió
hacia Harry y fijó en él los dos ojos, el mágico y el normal.
—Eso ha estado muy bien, Potter —dijo Moody en voz baja.
No supo qué decir. Aquélla no era la reacción que él esperaba.
—Siéntate —le indicó Moody.
Harry obedeció y paseó la mirada por el despacho. Ya había estado allí cuando
pertenecía a dos de sus anteriores titulares. Cuando lo ocupaba el profesor Lockhart, las
paredes estaban forradas con fotos del mismo Lockhart, fotos que sonreían y guiñaban
el ojo. En los tiempos de Lupin, lo más fácil era encontrarse un espécimen de alguna
nueva y fascinante criatura tenebrosa que el profesor hubiera conseguido para estudiarla
en clase. En aquel momento, sin embargo, el despacho se encontraba abarrotado de
extraños objetos que, según supuso Harry, Moody debía de haber empleado en sus
tiempos de auror.
En el escritorio había algo que parecía una peonza grande de cristal algo rajada.
Harry enseguida se dio cuenta de que era un chivatoscopio, porque él mismo tenía uno,
aunque el suyo era mucho más pequeño que el de Moody. En un rincón, sobre una
mesilla, una especie de antena de televisión de color dorado, con muchos más
hierrecitos que una antena normal, emitía un ligero zumbido. Y en la pared, delante de
Harry, había colgado algo que parecía un espejo pero que no reflejaba el despacho. Por
su superficie se movían unas figuras sombrías, ninguna de las cuales estaba claramente
enfocada.
—¿Te gustan mis detectores de tenebrismo? —preguntó Moody, mirando a Harry
detenidamente.
—¿Qué es eso? —preguntó a su vez Harry, señalando la aparatosa antena dorada.
—Es un sensor de ocultamiento. Vibra cuando detecta ocultamientos omentiras...
No lo puedo usar aquí, claro, porque hay demasiadas interferencias: por todas partes
estudiantes que mienten para justificar por qué no han hecho los deberes. No para de
zumbar desde que he entrado aquí. Tuve que desconectar el chivatoscopio porque no
dejaba de pitar. Es ultrasensible: funciona en un radio de kilómetro y medio.
Naturalmente, también puede captar cosas más serias que las chiquilladas —añadió
gruñendo.
—¿Y para qué sirve el espejo?
—Ese es mi reflector de enemigos. ¿No los ves, tratando de esconderse? No estoy
en verdadero peligro mientras no se les distingue el blanco de los ojos. Entonces es
cuando abro el baúl.
Dejó escapar una risa breve y estridente, al tiempo que señalaba el baúl que había
bajo la ventana. Tenía siete cerraduras en fila. Harry se preguntó qué habría dentro,
hasta que la siguiente pregunta de Moody lo sacó de su ensimismamiento.
—De forma que averiguaste lo de los dragones, ¿eh?
Harry dudó. Era lo que se había temido, pero no le había revelado a Cedric que
Hagrid había infringido las normas, y desde luego no pensaba revelárselo a Moody.
—Está bien —dijo Moody, sentándose y extendiendo la pata de palo—. La trampa
es un componente tradicional del Torneo de los tres magos y siempre lo ha sido.
—Yo no he hechotrampa —replicó Harry con brusquedad—. Lo averigüé por una
especie de... casualidad.
Moody sonrió.
—No pretendía acusarte, muchacho. Desde el primer momento le he estado
diciendo a Dumbledore que él puede jugar todo lo limpiamente que quiera, pero que ni
Karkarov ni Maxime harán lo mismo. Les habrán contado a sus campeones todo lo que
hayan podido averiguar. Quieren ganar, quieren derrotar a Dumbledore. Les gustaría
demostrar que no es más que un hombre.
Moody repitió su risa estridente, y su ojo mágico giró tan aprisa que Harry se
mareó de sólo mirarlo.
—Bien... ¿tienes ya alguna idea de cómo burlar al dragón? —le preguntó Moody.
—No.
—Bueno, yo no te voy a decir cómo hacerlo —declaró Moody—. No quiero tener
favoritismos. Sólo te daré unos consejos generales. Y el primero es: aprovecha tu punto
fuerte.
—No tengo ninguno —contestó Harry casi sin pensarlo.
—Perdona —gruñó Moody—. Si digo que tienes un punto fuerte, es que lo tienes.
Piensa, ¿qué se te da mejor?
—El quidditch —repuso con desánimo—, y para lo que me sirve...
—Bien —dijo Moody, mirándolo intensamente con su ojo mágico, que en aquel
momento estaba quieto—. Me han dicho que vuelas estupendamente.
—Sí, pero... —Harry lo miró—, no puedo llevar escoba; sólo tendré una varita...
—Mi segundo consejo general —lo interrumpió Moody—es que emplees un
encantamiento sencillo para conseguir lo que necesitas.
Harry lo miró sin comprender. ¿Qué era lo que necesitaba?
—Vamos, muchacho... —susurró Moody—. Conecta ideas... No es tan dificil.
Y eso hizo. Lo que mejor se le daba era volar. Tenía que esquivar al dragón por el
aire. Para eso necesitaba su Saeta de Fuego. Y para hacerse con su Saeta de Fuego
necesitaba...
—Hermione —susurró Harry diez minutos más tarde, al llegar al Invernadero 3 y
después de presentarle apresuradas excusas a la profesora Sprout—, me tienes que
ayudar.
—¿Y qué he estado haciendo, Harry? —le contestó también en un susurro, mirando
con preocupación por encima del arbusto nervioso que estaba podando.
—Hermione, tengo que aprender a hacer bien el encantamiento convocador antes
de mañana por la tarde.
Practicaron. En vez de ir a comer, buscaron un aula libre en la que Harry puso todo su
empeño en atraer objetos. Seguía costándole trabajo: a mitad del recorrido, los libros y
las plumasperdían fuerza y terminaban cayendo al suelo como piedras.
—Concéntrate, Harry, concéntrate...
—¿Y qué crees que estoy haciendo? —contestó él de malas pulgas—. Pero, por
alguna razón, se me aparece de repente en la cabeza un dragón enorme y repugnante...
Vale, vuelvo a intentarlo.
Él quería faltar a la clase de Adivinación para seguir practicando, pero Hermione
rehusó de plano perderse Aritmancia, y de nada le valdría ensayar solo, de forma que
tuvo que soportar la clase de la profesora Trelawney, que sepasó la mitad de la hora
diciendo que la posición que en aquel momento tenía Marte con respecto a Saturno
anunciaba que la gente nacida en julio se hallaba en serio peligro de sufrir una muerte
repentina y violenta.
—Bueno, eso está bien —dijo Harry en voz alta, sin dejarse intimidar—. Prefiero
que no se alargue: no quiero sufrir.
Le pareció que Ron había estado a punto de reírse. Por primera vez en varios días
miró a Harry a los ojos, pero éste se sentía demasiado dolido con él para que le
importara. Se pasó el resto de la clase intentando atraer con la varita pequeños objetos
por debajo de la mesa. Logró que una mosca se le posara en la mano, pero no estuvo
seguro de que se debiera al encantamiento convocador. A lo mejor era simplemente que
la moscaestaba tonta.
Se obligó a cenar algo después de Adivinación y, poniéndose la capa invisible para
que no los vieran los profesores, volvió con Hermione al aula vacía. Siguieron
practicando hasta pasadas las doce. Se habrían quedado más, pero apareció Peeves,
quien pareció creer que Harry quería que le tiraran cosas, y comenzó a arrojar sillas de
un lado a otro del aula. Harry y Hermione salieron a toda prisa antes de que el ruido
atrajera a Filch, y regresaron a la sala común de Gryffindor, que afortunadamente estaba
ya vacía.
A las dos en punto de la madrugada, Harry se hallaba junto a la chimenea rodeado
de montones de cosas: libros, plumas, varias sillas volcadas, un juego viejo de
gobstones, y Trevor, el sapo de Neville. Sólo en la última hora le había cogido el truco
al encantamiento convocador.
—Eso está mejor, Harry, eso está mucho mejor —aprobó Hermione, exhausta pero
muy satisfecha.
—Bueno, ahora ya sabes qué tienes que hacer la próxima vez que no sea capaz de
aprender un encantamiento —dijo Harry, tirándole a Hermione un diccionario de runas
para repetir el encantamiento—: amenazarme con un dragón. Bien... —Volvió a
levantar la varita—. ¡Accio diccionario!
El pesado volumen se escapó de las manos de Hermione, atravesó la sala y llegó
hasta donde Harry pudo atraparlo.
—¡Creo que esto ya lo dominas, Harry! —dijo Hermione, muy contenta.
—Espero que funcione mañana —repuso Harry—. La Saeta de Fuego estará mucho
más lejos que todas estas cosas: estará en el castillo, y yo, en los terrenos allá abajo.
—No importa —declaró Hermione con firmeza—. Siempre y cuando te concentres
de verdad, la Saeta irá hasta ti. Ahora mejor nos vamos a dormir, Harry... Lo
necesitarás.
Harry había puesto tanto empeño aquella noche en aprender el encantamiento
convocador que se había olvidado del miedo. Éste volvió con toda su intensidad a la
mañana siguiente. En el colegio había una tensión y emoción enormes en el ambiente.
Las clases se interrumpieron al mediodía para que todos los alumnos tuvieran tiempo de
bajar al cercado de los dragones. Aunque, naturalmente, aún no sabían lo que iban a
encontrar allí.
Harry se sentía extrañamente distante de todos cuantos lo rodeaban, ya le desearan
suerte o le dijeran entre dientes al pasar a su lado: «Tendremos listo el paquete de
pañuelos de papel, Potter.» Se encontraba en tal estado de nerviosismo que le daba
miedo perder la cabeza cuando lo pusieran frente al dragón y liarse a echar maldiciones
a diestro y siniestro.
El tiempo pasaba de forma más rara que nunca, como a saltos, de manera que
estaba sentado en su primera clase, Historia de la Magia, y al momento siguiente iba a
comer... y de inmediato (¿por dónde se había ido la mañana, las últimas horas sin
dragones?) la profesora McGonagall entró en el Gran Comedor y fue a toda prisa hacia
él. Muchos los observaban.
—Los campeones tienen que bajar ya a los terrenos del colegio... Tienes que
prepararte para la primera prueba.
—¡Bien! —dijo Harry, poniéndose en pie. El tenedor hizo mucho ruido al caer al
plato.
—Buena suerte, Harry —le susurró Hermione—. ¡Todo irá bien!
—Sí —contestó, con una voz que no parecía la suya.
Salió del Gran Comedor con la profesora McGonagall. Tampoco ella parecía la
misma; de hecho, estaba casi tan nerviosa como Hermione. Al bajar la escalinata de
piedra y salir a la fría tarde de noviembre, le puso una mano en el hombro.
—No te dejes dominar por el pánico —le aconsejó—, conserva la cabeza serena.
Habrá magos preparados para intervenir si la situación se desbordara... Lo principal es
que lo hagas lo mejor que puedas, y no quedarás mal ante la gente. ¿Te encuentras bien?
—Sí —se oyó decir Harry—. Sí, me encuentro bien.
Ella lo conducía bordeando el bosque hacia donde estaban los dragones; pero, al
acercarse al grupo de árboles detrás del cual habría debido ser claramente visible el
cercado, Harry vio que habían levantado una tienda que lo ocultaba a la vista.
—Tienes que entrar con los demás campeones —le dijo la profesora McGonagall
con voz temblorosa—y esperar tu turno, Potter. El señor Bagman está dentro. Él te
explicará lo que tienes que hacer... Buena suerte.
—Gracias —dijo Harry con voz distante y apagada:
Ella lo dejó a la puerta de la tienda, y Harry entró.
Fleur Delacour estaba sentada en un rincón, sobre un pequeño taburete de madera.
No parecía ni remotamente tan segura como de costumbre; por el contrario, se la veía
pálida y sudorosa. El aspecto de Viktor Krum era aún más hosco de lo habitual, y Harry
supuso que aquélla era la forma en que manifestaba su nerviosismo. Cedric paseaba de
unlado a otro. Cuando Harry entró le dirigió una leve sonrisa a la que éste
correspondió, aunque a los músculos de la cara les costó bastante esfuerzo, como si
hubieran olvidado cómo se sonreía.
—¡Harry! ¡Bien! —dijo Bagman muy contento, mirándolo—. ¡Ven,ven, ponte
cómodo!
De pie en medio de los pálidos campeones, Bagman se parecía un poco a esas
figuras infladas de los dibujos animados. Se había vuelto a poner su antigua túnica de
las Avispas de Wimbourne.
—Bueno, ahora ya estamos todos... ¡Es hora de poneros al corriente! —declaró
Bagman con alegría—. Cuando hayan llegado los espectadores, os ofreceré esta bolsa a
cada uno de vosotros para que saquéis la miniatura de aquello con lo que os va a tocar
enfrentaros. —Les enseñó una bolsa roja de seda—. Hay diferentes... variedades, ya lo
veréis. Y tengo que deciros algo más... Ah, sí... ¡vuestro objetivo es coger el huevo de
oro!
Harry miró a su alrededor. Cedric hizo un gesto de asentimiento para indicar que
había comprendido las palabras de Bagman y volvió a pasear por la tienda. Tenía la cara
ligeramente verde. Fleur Delacour y Krum no reaccionaron en absoluto. Tal vez
pensaban que se pondrían a vomitar si abrían la boca; en todo caso, así se sentía Harry.
Aunque ellos, al menos, estaban allí voluntariamente...
Y enseguida se oyeron alrededor de la tienda los pasos de cientos y cientos de
personas que hablaban emocionadas, reían, bromeaban... Harry se sintió separado de
aquella multitud como si perteneciera a una especie diferente. Y, a continuación(a
Harry le pareció que no había pasado más que un segundo), Bagman abrió la bolsa roja
de seda.
—Las damas primero —dijo tendiéndosela a Fleur Delacour.
Ella metió una mano temblorosa en la bolsa y sacó una miniatura perfecta de un
dragón: un galés verde. Alrededor del cuello tenía el número «dos». Y Harry estuvo
seguro, por el hecho de que Fleur Delacour no mostró sorpresa alguna sino completa
resignación, de que no se había equivocado: Madame Maxime le había dicho qué le
esperaba.
Lo mismo que en el caso de Krum, que sacó el bola de fuego chino. Alrededor del
cuello tenía el número «tres». Krum ni siquiera parpadeó; se limitó a mirar al suelo.
Cedric metió la mano en la bolsa y sacó el hocicorto sueco de color azul plateado
con el número «uno» atado alcuello. Sabiendo lo que le quedaba, Harry metió la mano
en la bolsa de seda y extrajo el colacuerno húngaro con el número «cuatro». Cuando
Harry lo miró, la miniatura desplegó las alas y enseñó los minúsculos colmillos.
—¡Bueno, ahí lo tenéis! —dijo Bagman—. Habéis sacado cada uno el dragón con
el que os tocará enfrentaros, y el número es el del orden en que saldréis, ¿comprendéis?
Yo tendré que dejaros dentro de un momento, porque soy el comentador. Diggory, eres
el primero. Tendrás que salir al cercado cuando oigas un silbato, ¿de acuerdo? Bien.
Harry.. ¿podría hablar un momento contigo, ahí fuera?
—Eh... sí —respondió Harry sin comprender. Se levantó y salió con Bagman de la
tienda, que lo llevó aparte, entre los árboles, y luego se volvió hacia él con expresión
paternal.
—¿Qué tal te encuentras, Harry? ¿Te puedo ayudar en algo?
—¿Qué? —dijo Harry—. No, en nada.
—¿Tienes algún plan? —le preguntó Bagman, bajando la voz hasta el tono
conspiratorio—. No me importa darte alguna pista, si quieres. Porque —continuó
Bagman bajando la voz más aún—eres el más débil de todos, Harry. Así que si te
puedo ser de alguna ayuda...
—No —contestó Harry tan rápido que comprendió que había parecido descortés—,
no. Y.... ya he decidido lo que voy a hacer, gracias.
—Nadie tendría por qué saber que te he ayudado, Harry —le dijo Bagman
guiñándole un ojo.
—No, no necesito nada, y me encuentro bien —afirmó Harry, preguntándose por
qué se empeñaba en decirle a todo el mundo que se encontraba bien, cuando
probablemente jamás sehabía encontrado peor en su vida—. Ya tengo un plan. Voy...
Se escuchó, procedente de no se sabía dónde, el sonido de un silbato.
—¡Santo Dios, tengo que darme prisa! —dijo Bagman alarmado, y salió corriendo.
Harry volvió a la tienda y vio a Cedric que salía, con la cara más verde aún que
antes. Harry intentó desearle suerte, pero todo lo que le salió de la boca fue una especie
de gruñido áspero.
Volvió a entrar, con Fleur y Krum. Unos segundos después oyeron el bramido de la
multitud, señal de que Cedric acababa de entrar en el cercado y se hallaba ya frente a la
versión real de su miniatura.
Sentarse allí a escuchar era peor de lo que Harry hubiera podido imaginar. La
multitud gritaba, ahogaba gemidos como si fueran uno solo, cuando Cedric hacía lo que
fuera para burlar al hocicorto sueco. Krum seguía mirando al suelo. Fleur ahora había
tomado el lugar de Cedric, caminando de un lado a otro de la tienda. Y los comentarios
de Bagman lo empeoraban todo mucho... En la mente de Harry se formaban horribles
imágenes al oír: «¡Ah, qué poco ha faltado, qué poco...! ¡Se está arriesgando, ya lo
creo...! ¡Eso ha sido muy astuto, sí señor, lástima que no le haya servido de nada!»
Y luego, tras unos quince minutos, Harry oyó un bramido ensordecedor que sólo
podíasignificar una cosa: que Cedric había conseguido burlar al dragón y coger el
huevo de oro.
—¡Muy pero que muy bien! —gritaba Bagman—. ¡Y ahora la puntuación de los
jueces!
Pero no dijo las puntuaciones. Harry supuso que los jueces las levantaban en el aire
para mostrárselas a la multitud.
—¡Uno que ya está, y quedan tres! —gritó Bagman cuando volvió a sonar el
silbato—. ¡Señorita Delacour, si tiene usted la bondad!
Fleur temblaba de arriba abajo. Cuando salió de la tienda con la cabeza erguida y
agarrando la varita con firmeza, Harry sintió por ella una especie de afecto que no había
sentido antes. Se quedaron solos él y Krum, en lados opuestos de la tienda, evitando
mirarse.
Se repitió el mismo proceso.
—¡Ah, no estoy muy seguro de que eso fuera una buena idea! —oyeron gritar a
Bagman, siempre con entusiasmo—. ¡Ah... casi! Cuidado ahora... ¡Dios mío, creí que lo
iba. coger!
Diez minutos después Harry oyó que la multitud volvía a aplaudir con fuerza.
También Fleur debía de haberlo logrado. Se hizo una pausa mientras se mostraban las
puntuaciones de Fleur. Hubo más aplausos y luego, por tercera vez, sonó el silbato.
—¡Y aquí aparece el señor Krum! —anunció Bagman cuando salía Krum con su
aire desgarbado, dejando a Harry completamente solo.
Se sentía mucho más consciente de su cuerpo de lo que era habitual: notaba con
claridad la rapidez ala que le bombeaba el corazón, el hormigueo que el miedo le
producía en los dedos... Y al mismo tiempo le parecía hallarse fuera de él: veía las
paredes de la tienda y oía ala multitud como si estuvieran sumamente lejos...
—¡Muy osado! —gritaba Bagman, y Harry oyó al bola de fuego chino proferir un
bramido espantoso, mientras la multitud contenía la respiración, como si fueran uno
solo—. ¡La verdad es que está mostrando valor y, sí señores, acaba de coger el huevo!
El aplauso resquebrajó el aire invernal como si fuera una copa de cristal fino. Krum
había acabado, y aquél sería el turno de Harry.
Se levantó, notando apenas que las piernas parecían de merengue. Aguardó. Y
luego oyó el silbato. Salió de la tienda, sintiendo cómo el pánico se apoderaba
rápidamente de todo su cuerpo. Pasó los árboles y penetró en el cercado a través de un
hueco.
Lo vio todo ante sus ojos como si se tratara de un sueño de colores muy vivos.
Desde las gradas que por arte de magia habían puesto después del sábado lo miraban
cientos y cientos de rostros. Y allí, al otro lado del cercado, estaba el colacuerno
agachado sobre la nidada, con las alas medio desplegadas y mirándolo con sus
malévolos ojos amarillos, como un lagarto monstruoso cubierto de escamas negras,
sacudiendo la cola llena de pinchos y abriendo surcos de casi un metro en el duro suelo.
La multitud gritaba muchísimo, pero Harry ni sabía ni le preocupaba si eran gritos de
apoyo o no. Era el momento de hacer lo que tenía que hacer: concentrarse, entera y
absolutamente, en lo que constituía su única posibilidad.
Levantó la varita.
—¡Accio Saeta de Fuego! —gritó.
Aguardó, confiando y rogando con todo su ser. Si no funcionaba, si la escoba no
acudía... Le parecía verlo todo a través de una extraña barrera transparente y reluciente,
como una calima que hacía que el cercado y los cientos de rostros que había a su
alrededor flotaran de forma extraña...
Y entonces la oyó atravesando el aire tras él. Se volvió y vio la Saeta de Fuego
volar hacia allí por el borde del bosque, descender hasta el cercado y detenerse en el
aire, a su lado, esperando que la montara. La multitud alborotaba aún más... Bagman
gritaba algo... pero los oídos de Harry yano funcionaban bien, porque oír no era
importante...
Pasó una pierna por encima del palo de la escoba y dio una patada en el suelo para
elevarse. Un segundo más tarde sucedió algo milagroso.
Al elevarse y sentir el azote del aire en la cara, al convertirse los rostros de los
espectadores en puntas de alfiler de color carne y al encogerse el colacuerno hasta
adquirir el tamaño de un perro, comprendió que allá abajo no había dejado únicamente
la tierra, sino también el miedo: por fin estaba en su elemento.
Aquello era sólo otro partido de quidditch... nada más, y el colacuerno era
simplemente el equipo enemigo...
Miró la nidada, y vio el huevo de oro brillando en medio de los demás huevos de
color cemento, bien protegidos entre las patas delanteras del dragón.
«Bien —se dijo Harry a sí mismo—, tácticas de distracción. Adelante.»
Descendió en picado. El colacuerno lo siguió con la cabeza. Sabía lo que el dragón
iba a hacer, y justo a tiempo frenó su descenso y se elevó en el aire. Llegó un chorro de
fuego justo al lugar en que se habría encontrado si no hubiera dado un viraje en el
último instante... pero a Harry no le preocupó: era lo mismo que esquivar una bludger.
—¡Cielo santo, vaya manera de volar! —vociferó Bagman, entre los gritos de la
multitud—.¿Ha visto eso, señor Krum?
Harry se elevó en círculos. El colacuerno seguía siempre su recorrido, girando la
cabeza sobre su largo cuello. Si continuaba así, se marearía, pero era mejor no abusar o
volvería a echar fuego.
Harry se lanzó hacia abajo justocuando el dragón abría la boca, pero esta vez tuvo
menos suerte. Esquivó las llamas, pero la cola de la bestia se alzó hacia él, y al virar a la
izquierda uno de los largos pinchos le raspó el hombro. La túnica quedó desgarrada.
Le escocía. La multitud gritaba, pero la herida no parecía profunda. Sobrevoló la
espalda del colacuerno y se le ocurrió una posibilidad...
El dragón no parecía dispuesto a moverse del sitio: tenía demasiado afán por
proteger los huevos. Aunque retorcía la cabeza y plegaba y desplegaba las alas sin
apartar de Harry sus terribles ojos amarillos, era evidente que temía apartarse demasiado
de sus crías. Así pues, tenía que persuadirlo de que lo hiciera, o de lo contrario nunca
podría apoderarse del huevo de oro. El truco estaba en hacerlo con cuidado, poco a
poco.
Empezó a volar, primero por un lado, luego por el otro, no demasiado cerca para
evitar que echara fuego por la boca, pero arriesgándose todo lo necesario para
asegurarse de que la bestia no le quitaba los ojos de encima. La cabeza del dragón se
balanceaba a un lado y a otro, mirándolo por aquellas pupilas verticales, enseñándole
los colmillos...
Remontó un poco el vuelo. La cabeza del dragón se elevó con él, alargando el
cuello al máximo y sin dejar de balancearse como unaserpiente ante el encantador.
Harry se elevó un par de metros más, y el dragón soltó un bramido de
exasperación. Harry era como una mosca para él, una mosca que ansiaba aplastar.
Volvió a azotar con la cola, pero Harry estaba demasiado alto para alcanzarlo. Abriendo
las fauces, echó una bocanada de fuego... que él consiguió esquivar.
—¡Vamos! —lo retó Harry en tono burlón, virando sobre el dragón para
provocarlo—. ¡Vamos, ven a atraparme...! Levántate, vamos...
La enorme bestia se alzó al fin sobre las patas traseras y extendió las correosas alas
negras, tan anchas como las de una avioneta, y Harry se lanzó en picado. Antes de que
el dragón comprendiera lo que Harry estaba haciendo ni dónde se había metido, éste iba
hacia el suelo a toda velocidad, hacia los huevos por fin desprotegidos. Soltó las manos
de la Saeta de Fuego... y cogió el huevo de oro.
Y escapó acelerando al máximo, remontando sobre las gradas, con el pesado huevo
seguro bajo su brazo ileso. De repente fue como si alguien hubiera vuelto asubir el
volumen: por primera vez llegó a ser consciente del ruido de la multitud, que aplaudía y
gritaba tan fuerte como la afición irlandesa en los Mundiales.
—¡Miren eso! —gritó Bagman—. ¡Mírenlo! ¡Nuestro paladín más joven ha sido el
más rápido en coger el huevo! ¡Bueno, esto aumenta las posibilidades de nuestro amigo
Potter!
Harry vio a los cuidadores de los dragones apresurándose para reducir al
colacuerno; y a la profesora McGonagall, el profesor Moody y Hagrid, que iban a toda
prisa a su encuentro desde la puerta del cercado, haciéndole señas para que se acercara.
Aun desde la distancia distinguía claramente sus sonrisas. Voló sobre las gradas, con el
ruido de la multitud retumbándole en los tímpanos, y aterrizó con suavidad, con una
felicidad que no había sentido desde hacia semanas. Había pasado la primera prueba,
estaba vivo...
—¡Excelente, Potter! —dijo bien alto la profesora McGonagall cuando bajó de la
Saeta de Fuego. Viniendo de la profesora McGonagall, aquello era un elogio
desmesurado.Le tembló la mano al señalar el hombro de Harry—. Tienes que ir a ver a
la señora Pomfrey antes de que los jueces muestren la puntuación... Por ahí, ya está
terminando con Diggory.
—¡Lo conseguiste, Harry! —dijo Hagrid con voz ronca—. ¡Lo conseguiste! ¡Yeso
que te tocó el colacuerno, y ya sabes lo que dijo Charlie de que era el pe...!
—Gracias, Hagrid —lo cortó Harry para que Hagrid no siguiera metiendo la pata al
revelarle a todo el mundo que había visto los dragones antes de lo debido.
El profesor Moody también parecía encantado. El ojo mágico no paraba de dar
vueltas.
—Lo mejor, sencillo y bien, Potter —sentenció.
—Muy bien, Potter. Ve a la tienda de primeros auxilios, por favor —le dijo la
profesora McGonagall.
Harry salió del cercado aún jadeando y vio a la entrada de la segunda tienda a la
señora Pomfrey, que parecía preocupada.
—¡Dragones! —exclamó en tono de indignación, tirando de Harry hacia dentro.
La tienda estaba dividida en cubículos. A través de la tela, Harry distinguió la
sombra de Cedric, que no parecía seriamente herido, por lo menos a juzgar por el hecho
de que estaba sentado. La señora Pomfrey examinó el hombro de Harry, rezongando
todo el tiempo.
—El año pasado dementores, este año dragones... ¿Qué traerán al colegio el año
que viene? Has tenido mucha suerte: sólo es superficial. Pero te la tendré que limpiar
antes de curártela.
Limpió la herida con un poquito de líquido púrpura que echaba humo y escocía,
pero luego le dio un golpecito con la varita mágica y la herida se cerró al instante.
—Ahora quédate sentado y quieto durante un minuto. ¡Sentado! Luego podrás ir a
ver tu puntuación. —Salió aprisa del cubículo, y la oyó entrar en el contiguo y
preguntar—: ¿Qué tal te encuentras ahora, Diggory?
Harry no podía quedarse quieto: estabaaún demasiado cargado de adrenalina. Se
puso de pie para asomarse a la puerta, pero antes de que llegara a ella entraron dos
personas a toda prisa: Hermione e, inmediatamente detrás de ella, Ron.
—¡Harry, has estado genial! —le dijo Hermione con voz chillona. Tenía marcas de
uñas en la cara, donde se había apretado del miedo—. ¡Alucinante! ¡De verdad!
Pero Harry miraba a Ron, que estaba muy blanco y miraba a su vez a Harry como
si éste fuera un fantasma.
—Harry —dijo Ron muy serio—, quienquiera que pusiera tu nombre en el cáliz de
fuego, creo que quería matarte.
Fue como si las últimas semanas no hubieran existido, como si Harry viera a Ron
por primera vez después de haber sido elegido campeón.
—Lo has comprendido, ¿eh? —contestó Harry fríamente—. Te hacostado trabajo.
Hermione estaba entre ellos, nerviosa, paseando la mirada de uno a otro. Ron abrió
la boca con aire vacilante. Harry se dio cuenta de que quería disculparse y comprendió
que no necesitaba oír las excusas.
—Está bien —dijo, antes de que Ron hablara—. Olvídalo.
—No —replicó Ron—. Yo no debería haber...
—¡Olvídalo!
Ron le sonrió nerviosamente, y Harry le devolvió la sonrisa.
Hermione, de pronto, se echó a llorar.
—¡No hay por qué llorar! —le dijo Harry, desconcertado.
—¡Sois tan tontos los dos! —gritó ella, dando una patada en el suelo al tiempo que
le caían las lágrimas. Luego, antes de que pudieran detenerla, les dio a ambos un abrazo
y se fue corriendo, esta vez gritando de alegría.
—¡Cómo se pone! —comentó Ron, negando con la cabeza—. Vamos, Harry, están
a punto de darte la puntuación.
Cogiendo el huevo de oro y la Saeta de Fuego, más eufórico de lo que una hora
antes hubiera creído posible, Harry salió de la tienda, con Ron a su lado, hablando sin
parar.
—Has sido el mejor, ni punto de comparación. Cedric hizo una cosa bastante rara:
transformó una roca en un perro labrador, para que el dragón atacara al perro y se
olvidara de él. La transformación estuvo bastante bien, y al final funcionó, porque
consiguió coger el huevo, pero también se llevó una buena quemadura porque el dragón
cambió de opinión de repente y decidió que le interesaba más Diggory que el labrador.
Escapó por los pelos. Y Fleur intentó un tipo de encantamiento... Creo que quería
ponerlo en trance, o algo así. El caso es que funcionó, se quedó como dormido, pero de
repente roncó y echó un buen chorro de fuego. Se le prendió la falda. La apagó echando
agua por la varita. Y en cuanto a Krum... no lo vas a creer, pero no se le ocurrió la
posibilidad de volar. Sin embargo, creo que después de ti es el que mejor lo ha hecho.
Utilizó algún tipo de embrujo que le lanzó a los ojos. El problema fue que el dragón
empezó a tambalearse y aplastó la mitad de los huevos de verdad. Le han quitado puntos
por eso, porque se suponía que no tenía que causar ningún daño.
Ron tomó aire al llegar con Harry hasta el cercado. Retirado el colacuerno, Harry
fue capaz de ver dónde estaban sentados los jueces: justo al otro extremo, en elevados
asientos forrados de color oro.
—Cada uno da una puntuación sobre diez—le explicó Ron.
Entornando los ojos, Harry vio a Madame Máxime, la primera del tribunal, levantar
la varita, de la que salió lo que parecía una larga cinta de plata que se retorcía formando
un ocho.
—¡No está mal! —dijo Ron mientras la multitud aplaudía—. Supongo que te ha
bajado algo por lo del hombro...
A continuación le tocó al señor Crouch, que proyectó en el aire un nueve.
—¡Qué bien! —gritó Ron, dándole a Harry un golpecito en la espalda.
Luego le tocaba a Dumbledore. También él proyectó un nueve, y la multitud
vitoreó más fuerte que antes.
Ludo Bagman: un diez.
—¿Un diez? —preguntó Harry extrañado—. ¿Y la herida? ¿Por qué me pone un
diez?
—¡No te quejes, Harry! —exclamó Ron emocionado.
Y entonces Karkarov levantó la varita. Sedetuvo un momento, y luego proyectó en
el aire otro número: un cuatro.
—¿Qué? —chilló Ron furioso—. ¿Un cuatro? ¡Cerdo partidista y piojoso, a Krum
le diste un diez!
Pero a Harry no le importaba. No le hubiera importado aunque Karkarov le hubiera
dado uncero. Para él, la indignación de Ron a su favor valía más que un centenar de
puntos. No se lo dijo a Ron, claro, pero al volverse para abandonar el cercado no cabía
en sí de felicidad. Y no solamente a causa de Ron: los de Gryffindor no eran los únicos
que vitoreaban entre la multitud. A la hora de la verdad, cuando vieron a lo que se
enfrentaba, la mayoría del colegio había estado de su parte, tanto como de la de Cedric.
En cuanto a los de Slytherin, le daba igual: ya se sentía con fuerza para enfrentarse a
ellos.
—¡Estáis empatados en el primer puesto, Harry! ¡Krum y tú! —le dijo Charlie
Weasley, precipitándose a su encuentro cuando volvían para el colegio—. Me voy
corriendo. Tengo que llegar para enviarle una lechuza a mamá; le prometí que le
contaría lo que había sucedido. ¡Pero es que ha sido increíble! Ah, sí... me ordenaron
que te dijera que tienes que esperar unos minutos. Bagman os quiere decir algo en la
tienda de los campeones.
Ron dijo que lo esperaría, de forma que Harry volvió a entrar en la tienda, que esta
vez le pareció completamente distinta: acogedora y agradable. Recordó cómo se había
sentido esquivando al colacuerno y lo comparó a la larga espera antes de salir... No
había comparación posible: la espera había sido infinitamente peor.
Fleur, Cedric y Krum entraron juntos.
Cedric tenía un lado de la cara cubierto de una pasta espesa de color naranja, que
presumiblemente le estaba curando la quemadura. Al verlo, sonrió y le dijo:
—¡Lo has hecho muy bien, Harry!
—Y tú —dijo Harry, devolviéndole la sonrisa.
—¡Muy bien todos! —dijo Ludo Bagman, entrando en la tienda con su andar
saltarín y tan encantado como si él mismo hubiera burlado a un dragón—. Ahora, sólo
unas palabras. Tenéis un buen período de descanso antes de la segunda prueba, que
tendrá lugar a las nueve y media de la mañana del veinticuatro de febrero. ¡Pero
mientras tanto os vamos a dar algo en que pensar! Si os fijáis en los huevos que estáis
sujetando, veréis que se pueden abrir... ¿Veis las bisagras? Tenéis que resolverel
enigma que contiene el huevo porque os indicará en qué consiste la segunda prueba, y
de esa forma podréis prepararos para ella. ¿Está claro?, ¿seguro? ¡Bien, entonces podéis
iros!
Harry salió de la tienda, se juntó con Ron y se encaminaron al castillo por el borde
del bosque, hablando sin parar. Harry quería que le contara con más detalle qué era lo
que habían hecho los otros campeones. Luego, al rodear el grupo de árboles detrás del
cual Harry había oído por primera vez rugir a los dragones, una bruja apareció de pronto
a su espalda.
Era Rita Skeeter. Aquel día llevaba una túnica de color verde amarillento, del
mismo tono que la pluma a vuelapluma que tenía en la mano.
—¡Enhorabuena, Harry! —lo felicitó—. Me pregunto si podrías concederme unas
palabras. ¿Cómo te sentiste al enfrentarte al dragón? ¿Te ha parecido correcta la
puntuación que te han dado?
—No, sólo puedo concederle una palabra —replicó Harry de malas maneras—:
¡adiós!
Y continuó el camino hacia el castillo, al lado de Ron.
21
El Frente de Liberación de los Elfos Domésticos
Harry, Ron y Hermione fueron aquella noche a buscar a Pigwidgeon a la lechucería para que Harry le pudiera enviar una carta a Sirius diciéndole que había logrado burlar al
dragón sin recibir ningún daño. Por elcamino, Harry puso a Ron al corriente de todo lo
que Sirius le había dicho sobre Karkarov. Aunque al principio Ron se mostró
impresionado al oír que Karkarov había sido un mortífago, para cuando entraban en la
lechucería se extrañaba de que no lo hubieransospechado desde el principio.
—Todo encaja, ¿no? —dijo—. ¿No os acordáis de lo que dijo Malfoy en el tren de
que su padre y Karkarov eran amigos? Ahora ya sabemos dónde se conocieron.
Seguramente en los Mundiales iban los dos juntitos y bien enmascarados... Pero te diré
una cosa, Harry: si fue Karkarov el que puso tu nombre en el cáliz, ahora mismo debe
de sentirse como un idiota, ¿a que sí? No le ha funcionado, ¿verdad? ¡Sólo recibiste un
rasguño! Ven acá, yo lo haré.
Pigwidgeon estaba tan emocionado con la idea del reparto, que daba vueltas y más
vueltas alrededor de Harry, ululando sin parar. Ron lo atrapó en el aire y lo sujetó
mientras Harry le ataba la carta a la patita.
—No es posible que el resto de las pruebas sean tan peligrosas como ésta... ¿Cómo
podrían serlo? —siguió Ron, acercando a Pigwidgeon a la ventana—. ¿Sabes qué? Creo
que podrías ganar el Torneo, Harry, te lo digo en serio.
Harry sabía que Ron sólo se lo decía para compensar de alguna manera su
comportamiento de las últimas semanas, pero se lo agradecía de todas formas.
Hermione, sin embargo, se apoyó contra el muro de la lechucería, cruzó los brazos y
miró a Ron con el entrecejo fruncido.
—A Harry le queda mucho por andar antes de que termine el Torneo —declaró
muy seria—. Si estoha sido la primera prueba, no me atrevo a pensar qué puede venir
después.
—Eres la esperanza personificada, Hermione —le reprochó Ron—. Parece que te
hayas puesto de acuerdo con la profesora Trelawney.
Arrojó al mochuelo por la ventana. Pigwidgeon cayó cuatro metros en picado antes
de lograr remontar el vuelo. La carta que llevaba atada a la pata era mucho más grande y
pesada de lo habitual: Harry no había podido vencer la tentación de hacerle a Sirius un
relato pormenorizado de cómo había burlado y esquivado al colacuerno volando en
torno a él.
Contemplaron cómo desaparecía Pigwidgeon en la oscuridad, y luego dijo Ron:
—Bueno, será mejor que bajemos para tu fiesta sorpresa, Harry. A estas alturas,
Fred y George ya habrán robado suficiente comida de lascocinas del castillo.
Por supuesto, cuando entraron en la sala común de Gryffindor todos prorrumpieron
una vez más en gritos y vítores. Había montones de pasteles y de botellas grandes de
zumo de calabaza y cerveza de mantequilla en cada mesa. Lee Jordanhabía encendido
algunas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que no necesitaban fuego porque
prendían con la humedad, así que el aire estaba cargado de chispas y estrellitas. Dean
Thomas, que era muy bueno en dibujo, había colgado unos estandartes nuevos
impresionantes, la mayoría de los cuales representaban a Harry volando en torno a la
cabeza del colacuerno con su Saeta de Fuego, aunque un par de ellos mostraban a
Cedric con la cabeza en llamas.
Harry se sirvió comida (casi había olvidado lo que era sentirse de verdad
hambriento) y se sentó con Ron y Hermione. No podía concebir tanta felicidad: tenía de
nuevo a Ron de su parte, había pasado la primera prueba y no tendría que afrontar la
segunda hasta tres meses después.
—¡Jo, cómo pesa! —dijo LeeJordan cogiendo el huevo de oro, que Harry había
dejado en una mesa, y sopesándolo en una mano—. ¡Vamos, Harry, ábrelo! ¡A ver lo
que hay dentro!
—Se supone que tiene que resolver la pista por sí mismo —objetó Hermione—.
Son las reglas del Torneo...
—También se suponía que tenía que averiguar por mí mismo cómo burlar al
dragón —susurró Harry para que sólo Hermione pudiera oírlo, y ella sonrió sintiéndose
un poco culpable.
—¡Sí, vamos, Harry, ábrelo! —repitieron varios.
Lee le pasó el huevo a Harry, que hundió las uñas en la ranura y apalancó para
abrirlo.
Estaba hueco y completamente vacío. Pero, en cuanto Harry lo abrió, el más
horrible de los ruidos, una especie de lamento chirriante y estrepitoso, llenó la sala. Lo
más parecido a aquello que Harry había oído había sido la orquesta fantasma en la fiesta
de cumpleaños de muerte de Nick Casi Decapitado, cuyos componentes tocaban sierras
musicales.
—¡Ciérralo! —gritó Fred, tapándose los oídos con las manos.
—¿Qué era eso? —preguntó Seamus Finnigan, observando el huevo cuando Harry
volvió a cerrarlo—. Sonaba como una banshee. ¡A lo mejor te hacen burlar a una de
ellas, Harry!
—¡Era como alguien a quien estuvieran torturando! —opinó Neville, que se había
puesto muy blanco y había dejado caer los hojaldres rellenos de salchicha—. ¡Vas a
tener que luchar contra la maldición cruciatus!
—No seas tonto, Neville, eso es ilegal —observó George—. Nunca utilizarían la
maldición cruciatus contra los campeones. Yo creo que se parecía más bien a Percy
cantando... A lomejor tienes que atacarlo cuando esté en la ducha, Harry.
—¿Quieres un trozo de tarta de mermelada, Hermione? —le ofreció Fred.
Hermione miró con desconfianza la fuente que él le ofrecía. Fred sonrió.
—No te preocupes, no le he hecho nada —le aseguró—. Con las que hay que tener
cuidado es con las galletas de crema.
Neville, que precisamente acababa de probar una de esas galletas, se atragantó y la
escupió. Fred se rió.
—Sólo es una broma inocente, Neville...
Hermione se sirvió un trozo de tarta de mermelada y preguntó:
—¿Has cogido todo esto de las cocinas, Fred?
—Ajá —contestó Fred muy sonriente. Adoptó un tono muy agudo para imitar la
voz de un elfo—: «¡Cualquier cosa que podamos darle, señor, absolutamente cualquier
cosa!» Son la mar de atentos... Si les digo que tengo un poquito de hambre son capaces
de ofrecerme un buey asado.
—¿Cómo te las arreglas para entrar? —preguntó Hermione, con un tono de voz
inocentemente indiferente.
—Es bastante fácil —dijo Fred—. Hay una puerta oculta detrás de un cuadro con
un frutero. Cuando uno le hace cosquillas a la pera, se ríe y... —Se detuvo y la miró con
recelo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada —contestó rápidamente Hermione.
—¿Vas a intentar ahora llevar a los elfos a la huelga? —inquirió George—. ¿Vas a
dejar todo eso de la propaganda y sembrar el germen de la revolución?
Algunos se rieron alegremente, pero Hermione no contestó.
—¡No vayas a enfadarlos diciéndoles que tienen que liberarse y cobrar salarios!
—le advirtió Fred—. ¡Los distraerás de su trabajo en la cocina!
El que los distrajo en aquel momento fue Neville al convertirse en un canario
grande.
—¡Ah, lo siento, Neville! —gritó Fred, por encima de las carcajadas—. Se me
había olvidado. Es la galleta de crema que hemos embrujado.
Un minuto después las plumas de Neville empezaron a desprenderse, y, una vez
que se hubieron caído todas, su aspecto volvió a ser el de siempre. Hasta él se rió.
—¡Son galletas de canarios! —explicó Fred con entusiasmo—. Las hemos
inventado George y yo... Siete sickles cada una. ¡Son una ganga!
Era casi la una de la madrugada cuando por fin Harry subió al dormitorio
acompañado de Ron, Neville, Seamus y Dean. Antes de cerrar las cortinas de su cama
adoselada, Harry colocó la miniatura del col acuerno húngaro en la mesita denoche,
donde el pequeño dragón bostezó, se acurrucó y cerró los ojos. En realidad, pensó
Harry, echando las cortinas, Hagrid tenía algo de razón: los dragones no estaban tan
mal...
El comienzo del mes de diciembre llevó a Hogwarts vientos y tormentas de aguanieve.
Aunque el castillo siempre resultaba frío en invierno por las abundantes corrientes de
aire, a Harry le alegraba encontrar las chimeneas encendidas y los gruesos muros cada
vez que volvía del lago, donde el viento hacía cabecear el barco de Durmstrang e inflaba
las velas negras contra la oscuridad del cielo. Imaginó que el carruaje de Beauxbatons
también debía de resultar bastante frío. Notó que Hagrid mantenía los caballos de
Madame Maxime bien provistos de su bebida preferida: whisky de malta sin rebajar.
Los efluvios que emanaban del bebedero, situado en un rincón del potrero, bastaban
para que la clase entera de Cuidado de Criaturas Mágicas se mareara. Esto resultaba
inconveniente, dado que seguían cuidando de los horribles escregutos y necesitaban
tener la cabeza despejada.
—No estoy seguro de si hibernan o no —dijo Hagrid a sus alumnos, que temblaban
de frío, en la siguiente clase, en la huerta de las calabazas—. Lo que vamos a hacer es
probar si les apetece echarse un sueñecito... Los pondremos en estas cajas.
Sólo quedaban diez escregutos. Aparentemente, sus deseos de matarse se habían
limitado a los de su especie. Para entonces tenían casi dos metros de largo. El grueso
caparazón gris, las patas poderosas y rápidas, las colas explosivas, los aguijones y los
aparatos succionadores se combinaban para hacer de los escregutos las criaturas más
repulsivas que Harry hubiera visto nunca. Desalentada, la clase observó las enormes
cajas que Harry acababa de llevarles, todas provistas de almohadas y mantas mullidas.
—Los meteremos dentro —explicó Hagrid—, les pondremos las tapas, y a ver qué
sucede.
Pero no tardó en resultar evidente que los escregutos no hibernaban y que no se
mostraban agradecidos de que los obligaran a meterse en cajas con almohadas y mantas,
y los dejaran allí encerrados. Hagrid enseguida empezó a gritar: «¡No os asustéis, no os
asustéis!», mientras los escregutos se desmadraban por el huerto de las calabazas tras
dejarlo sembrado de los restos de las cajas, que ardían sin llama. La mayor parte de la
clase (con Malfoy, Crabbe y Goyle a la cabeza) se había refugiado en la cabaña de
Hagrid y se había atrincherado allí dentro. Harry, Ron y Hermione, sin embargo,
estaban entre los que se habían quedado fuera para ayudar a Hagrid. Entre todos
consiguieron sujetar y atar a nueve escregutos, aunque a costa de numerosas
quemaduras y heridas. Al final no quedaba más que uno.
—¡No lo espantéis! —les gritó Hagrid a Harry y Ron, que le lanzaban chorros de
chispas con las varitas. El escreguto avanzaba hacia ellos con aire amenazador, el
aguijón levantado y temblando—. ¡Sólo hay que deslizarle una cuerda por el aguijón
para que no les haga daño a los otros!
—¡Por nada del mundo querríamos que sufrieran ningún daño! —exclamó Ron con
enojo mientras Harry y él retrocedían hacia la cabaña de Hagrid, defendiéndose del
escreguto a base de chispas.
—Bien, bien, bien... esto parece divertido.
Rita Skeeter estaba apoyada en la valía del jardín de Hagrid, contemplando el
alboroto. Aquel día llevaba una gruesa capa de color fucsia con cuello de piel púrpura y,
colgado del brazo, el bolso de piel de cocodrilo.
Hagrid se lanzó sobre el escreguto que estaba acorralando a Harry y Ron, y lo
aplastó contra el suelo. El animal disparó por la cola un chorro de fuego que estropeó
las plantas de calabaza cercanas.
—¿Quién es usted? —le preguntó Hagrid a Rita Skeeter, mientras le pasaba al
escreguto un lazo por el aguijón y lo apretaba.
—Rita Skeeter, reportera de El Profeta —contestó Rita con una sonrisa.Le
brillaron los dientes de oro.
—Creía que Dumbledore le había dicho que ya no se le permitía entrar en
Hogwarts —contestó ceñudo Hagrid, que se incorporó y empezó a arrastrar el escreguto
hacia sus compañeros.
Rita actuó como si no lo hubiera oído.
—¿Cómo se llaman esas fascinantes criaturas? —preguntó, acentuando aún más su
sonrisa.
—Escregutos de cola explosiva —gruñó Hagrid.
—¿De verdad? —dijo Rita, llena de interés—. Nunca había oído hablar de ellos...
¿De dónde vienen?
Harry notó que, por encima dela enmarañada barba negra de Hagrid, la piel
adquiría rápidamente un color rojo mate, y se le cayó el alma a los pies. ¿Dónde había
conseguido Hagrid los escregutos?
Hermione, que parecía estar pensando lo mismo, se apresuró a intervenir.
—Son muy interesantes, ¿verdad? ¿Verdad, Harry?
—¿Qué? ¡Ah, sí...!, ¡ay!... muy interesantes —dijo Harry al recibir un pisotón.
—¡Ah, pero si estás aquí, Harry! —exclamó Rita Skeeter cuando lo vio—. Así que
te gusta el Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿eh? ¿Es una de tus asignaturas favoritas?
—Sí —declaró Harry con rotundidad. Hagrid le dirigió una sonrisa.
—Divinamente —dijo Rita—. Divinamente de verdad. ¿Lleva mucho dando clase?
—le preguntó a Hagrid.
Harry notó que los ojos de ella pasaban de Dean (que tenía un feo corte en la
mejilla) a Lavender (cuya túnica estaba chamuscada), a Seamus (que intentaba curarse
varios dedos quemados) y luego a las ventanas de la cabaña, donde la mayor parte de la
clase se apiñaba contra el cristal, esperando a que pasara el peligro.
—Éste es sólo mi segundo curso —contestó Hagrid.
—Divinamente... ¿Estaría usted dispuesto a concederme una entrevista? Podría
compartir algo de su experiencia con las criaturas mágicas. El Profeta saca todos los
miércoles una columna zoológica, como estoy segura de que sabrá. Podríamos hablar de
estos... eh... «escorbutos de cola positiva».
—Escregutos de cola explosiva —la corrigió Hagrid—. Eh... sí, ¿por qué no?
A Harry aquello le dio muy mala espina, pero no había manera de decírselo a
Hagrid sin que Rita Skeeter se diera cuenta, así que aguantó en silencio mientras Hagrid
y Rita Skeeter acordaban verse en Las Tres Escobas esa misma semana para una larga
entrevista. Luego sonó la campana en el castillo, señalando el fin de la clase.
—¡Bueno, Harry, adiós! —lo saludó Rita Skeeter con alegría cuando él se iba con
Ron y Hermione—. ¡Hasta el viernes por la noche, Hagrid!
—Le dará la vuelta a todo lo que diga Hagrid —dijo Harry en voz baja.
—Mientras no haya importado los escregutos ilegalmente o algo así... —agregó
Hermione muy preocupada.
Se miraron entre sí. Ése era precisamente el tipo de cosas de las que Hagrid era
perfectamente capaz.
—Hagrid ya ha dado antes muchos problemas, y Dumbledore no lo ha despedido
nunca —dijo Ron en tono tranquilizador—. Lopeor que podría pasar sería que Hagrid
tuviera que deshacerse de los escregutos. Perdón, ¿he dicho lo peor? Quería decir lo
mejor.
Harry y Hermione se rieron y, algo más alegres, se fueron a comer.
Harry disfrutó mucho la clase de Adivinación de aquellatarde. Seguían con los
mapas planetarios y las predicciones; pero, como Ron y él eran amigos de nuevo, la
clase volvía a resultar muy divertida. La profesora Trelawney, que se había mostrado
tan satisfecha de los dos cuando predecían sus horribles muertes, volvió a enfadarse de
la risa tonta que les entró en medio de su explicación de las diversas maneras en que
Plutón podía alterar la vida cotidiana.
—Me atrevo a pensar —dijo en su voz tenue que no ocultaba el evidente enfado—
que algunos de los presentes —miró reveladoramente a Harry—se mostrarían menos
frívolos si hubieran visto lo que he visto yo al mirar esta noche la bola de cristal. Estaba
yo sentada cosiendo, cuando no pude contener el impulso de consultar la bola. Me
levanté, me coloqué ante ella y sondeé en sus cristalinas profundidades... ¿Y a que no
diríais lo que vi devolviéndome la mirada?
—¿Un murciélago con gafas? —dijo Ron en voz muy baja.
Harry hizo enormes esfuerzos para no reírse.
—La muerte, queridos míos.
Parvati y Lavender se taparon la boca con las manos, horrorizadas.
—Sí —dijo la profesora Trelawney—, viene acercándose cada vez más,
describiendo círculos en lo alto como un buitre, bajando, cerniéndose sobre el castillo...
Miró con enojo a Harry, que bostezaba con descaro.
—Daría más miedo si no hubiera dicho lo mismo ochenta veces antes —comentó
Harry, cuando por fin salieron al aire fresco de la escalera que había bajo el aula de la
profesora Trelawney—. Pero si me hubiera muerto cada vez que me lo ha pronosticado,
sería a estas alturas un milagro médico.
—Serías un concentrado de fantasma —dijo Ron riéndose alegremente cuando se
cruzaron con el Barón Sanguinario, que iba en el sentido opuesto, con una expresión
siniestra en los ojos—. Al menos no nos han puesto deberes. Espero que la profesora
Vector le haya puesto a Hermione un montón de trabajo. Me encanta no hacer nada
mientras ella está...
Pero Hermione no fue a cenar, ni la encontraron en la biblioteca cuando fueron a
buscarla. Dentro sólo estaba Viktor Krum. Ron merodeó un rato por las estanterías,
observando a Krum y cuchicheando con Harry sobre si pedirle un autógrafo. Pero luego
Ron se dio cuenta de que había al acecho seis o siete chicas en la estantería de al lado
debatiendo exactamente lo mismo, y perdió todo interés en la idea.
—Pero ¿adónde habrá ido? —preguntó Ron mientras volvían con Harry a la torre
de Gryffindor.
—Ni idea... «Tonterías.»
Apenas había empezado la Señora Gorda a despejar el paso, cuando las pisadas de
alguien que se acercaba corriendo por detrás les anunciaron la llegada de Hermione.
—¡Harry! —llamó, jadeante, y patinó al intentar detenerse en seco (la Señora
Gorda la observó con las cejas levantadas)—. Tienes que venir, Harry. Tienes que venir:
es lo más sorprendente que puedas imaginar. Por favor...
Agarró a Harry del brazo e intentó arrastrarlo por el corredor.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—Ya lo verás cuando lleguemos. Ven, ven, rápido...
Harry miró a Ron, y él le devolvió la mirada, intrigado.
—Vale —aceptó Harry, que dio media vuelta para acompañar a Hermione.
Ron se apresuró para no quedarse atrás.
—¡Ah, no os preocupéis por mí! —les gritó bastante irritada la Señora Gorda—.
¡No es necesario que os disculpéis por haberme molestado! No me importa quedarme
aquí, franqueando el paso hasta que volváis.
—Muchas gracias —contestó Ron por encima del hombro.
—¿Adónde vamos, Hermione? —preguntó Harry, después de que ella los hubo
conducido por seis pisos y comenzaron a bajar la escalinata de mármol que daba al
vestíbulo.
—¡Ya lo veréis, lo veréis dentro de un minuto! —dijo Hermione emocionada.
Al final de la escalinata dobló a la izquierda y fue aprisa hacia la puerta por la que
Cedric Diggory había entrado la noche en que el cáliz de fuego eligió su nombre y el de
Harry. Harry nunca había estado allí. Él y Ron siguieron a Hermione por otro tramo de
escaleras que, en lugar de dar a un sombrío pasaje subterráneo como el que llevaba a la
mazmorra de Snape, desembocaba en un amplio corredor de piedra, brillantemente
iluminado con antorchas y decorado con alegres pinturas, la mayoría bodegones.
—¡Ah, espera...! —exclamó Harry, a medio corredor—. Espera un minuto,
Hermione.
—¿Qué? —Ella se volvió para mirarlo con expresión impaciente.
—Creo que ya sé de qué se trata —dijo Harry.
Le dio un codazoa Ron y señaló la pintura que había justo detrás de Hermione:
representaba un gigantesco frutero de plata.
—¡Hermione! —dijo Ron cayendo en la cuenta—. ¡Nos quieres liar otra vez en ese
rollo del pedo!
—¡No, no, no es verdad! —se apresuró a negar ella—. Y no se llama «pedo», Ron.
—¿Le has cambiado el nombre? —preguntó Ron, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué
somos ahora, el Frente de Liberación de los Elfos Domésticos? Yo no me voy a meter
en las cocinas para intentar que dejen de trabajar, ni lo sueñes.
—¡No te pido nada de eso! —contestó Hermione un poco harta—. Acabo de venir
a hablar con ellos y me he encontrado... ¡Ven, Harry, quiero que lo veas!
Cogiéndolo otra vez del brazo, tiró de él hasta la pintura del frutero gigante, alargó
el índice y le hizocosquillas a una enorme pera verde, que comenzó a retorcerse entre
risitas, y de repente se convirtió en un gran pomo verde. Hermione lo accionó, abrió la
puerta y empujó a Harry por la espalda, obligándolo a entrar.
Harry alcanzó a echar un rápido vistazo a una sala enorme con el techo muy alto,
tan grande como el Gran Comedor que había encima, llena de montones de relucientes
ollas de metal y sartenes colgadas a lo largo de los muros de piedra, y una gran
chimenea de ladrillo al otro extremo, cuando algo pequeño se acercó a él corriendo
desde el medio de la sala.
—¡Harry Potter, señor! —chilló—. ¡Harry Potter!
Un segundo después el elfo le dio un abrazo tan fuerte en el estómago que lo dejó
sin aliento, y Harry temió que le partiera las costillas.
—¿Do... Dobby? —dijo, casi ahogado.
—¡Es Dobby, señor, es Dobby! —chilló una voz desde algún lugar cercano a su
ombligo—. ¡Dobby ha esperado y esperado para ver a Harry Potter, señor, hasta que
Harry Potter ha venido a verlo, señor!
Dobby lo soltó y retrocedió unos pasos, sonriéndole. Sus enormes ojos verdes, que
tenían la forma de pelotas de tenis, rebosaban lágrimas de felicidad. Estaba casi igual a
como Harry lo recordaba: la nariz en forma de lápiz, las orejas de murciélago, los dedos
y pies largos... Lo único diferente era la ropa.
Cuando Dobby trabajaba para los Malfoy, vestía siempre la misma funda de
almohadón vieja y sucia. Pero aquel día llevaba la combinación de prendas de vestir
más extraña que Harry hubiera visto nunca. Al elegir él mismo la ropa había hecho un
trabajo aún peor que los magos que habían ido a los Mundiales. De sombrero llevaba
una cubretetera en la que había puesto un montón de insignias, y, sobre el pecho
desnudo, una corbata con dibujos de herraduras; a ello se sumaba lo que parecían ser
unos pantalones de fútbol de niño, y unos extraños calcetines. Harry reconoció uno de
ellos como el calcetín negro que él mismo se había quitado, engañando al señor Malfoy
para que se lo pasara a Dobby, con lo cual le había concedido involuntariamente la
libertad. El otro era de rayas de color rosa y naranja.
—¿Qué haces aquí, Dobby? —dijo Harry sorprendido.
—¡Dobby ha venido para trabajar en Hogwarts, señor! —chilló Dobby
emocionado—. El profesor Dumbledore les ha dado trabajo a Winky y Dobby , señor.
—¿Winky? —se asombró Harry—. ¿Es que también está aquí?
—¡Sí, señor, sí! —Dobby agarró a Harry de la mano y tiró de él entre las cuatro
largas mesas de madera que había allí. Cada una de las mesas, según notó Harry al pasar
por entre ellas, estabacolocada exactamente bajo una de las cuatro que había arriba, en
el Gran Comedor. En aquel momento se hallaban vacías porque la cena había acabado,
pero se imaginó que una hora antes habrían estado repletas de platos que luego se
enviarían a través del techo a sus correspondientes del piso de arriba.
En la cocina había al menos cien pequeños elfos, que se inclinaban sonrientes
cuando Harry, arrastrado por Dobby, pasaba entre ellos. Todos llevaban el mismo
uniforme: un paño de cocina estampado con el blasón de Hogwarts y atado a modo de
toga, como había visto que hacía Winky.
Dobby se detuvo ante la chimenea de ladrillo.
—¡Winky, señor! —anunció.
Winky estaba sentada en un taburete al lado del fuego. A diferencia de Dobby, ella
no había andado apropiándose de ropa. Llevaba una faldita elegante y una blusa con un
sombrero azul a juego que tenía agujeros para las orejas. Sin embargo, mientras que
todas las prendas del extraño atuendo de Dobby se hallaban tan limpias y bien cuidadas
que parecían completamente nuevas, Winky no parecía dar ninguna importancia a su
ropa: tenía manchas de sopa por toda la pechera de la blusa y una quemadura en la
falda.
—Hola, Winky —saludó Harry.
A Winky le tembló el labio. Luego rompió a llorar, y las lágrimas se derramaron
desde sus grandes ojos castaños y le cayeron a la blusa, como en los Mundiales de
quidditch.
—¡Ah, por Dios! —dijo Hermione. Ella y Ron habían seguido a Harry y Dobby
hasta el otro extremo de la cocina—. Winky, no llores, por favor, no...
Pero Winky lloró aún con más fuerza. Por su parte, Dobby le sonrió a Harry.
—¿Le apetecería a Harry Potter una taza de té? —chilló bien alto, por encima de
los sollozos de Winky.
—Eh... bueno —aceptó Harry.
Al instante, unos seis elfos domésticos llegaron al trote por detrás, llevando una
bandeja grande de plata cargada con una tetera, tazas para Harry, Ron y Hermione, una
lecherita y un plato lleno de pastas.
—¡Qué buen servicio! —dijo Ron impresionado.
Hermione lo miró con el entrecejo fruncido, pero los elfos parecían encantados.
Hicieron una profunda reverencia y se retiraron.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Dobby? —preguntó Harry, mientras Dobby servía el
té.
—¡Sólo una semana, Harry Potter, señor! —contestó Dobby muy contento—.
Dobby vino para ver al profesor Dumbledore, señor. ¿Sabe, señor?, a un elfo doméstico
que ha sido despedido le resulta muy difícil conseguir un nuevo puesto de trabajo.
Al decir esto, Winky redobló la fuerza de sus sollozos. La nariz, que era parecida a
un tomate aplastado, le goteaba sobre lablusa, y ella no hacía nada para impedirlo.
—¡Dobby ha viajado por todo el país durante dos años intentando encontrar
trabajo, señor! —chilló Dobby—. ¡Pero Dobby no ha encontrado trabajo, señor, porque
Dobby quiere que le paguen!
Los elfos domésticos que había por la cocina, que escuchaban y observaban con
interés, apartaron la mirada al oír aquellas palabras, como si Dobby hubiera dicho algo
grosero y vergonzoso.
Hermione, por el contrario, le dijo:
—¡Me parece muy bien, Dobby!
—¡Gracias, señorita! —respondió Dobby, enseñándole los dientes al sonreír—.
Pero la mayor parte de los magos no quieren un elfo doméstico que exige que le paguen,
señorita. «¡Pues vaya un elfo doméstico!», dicen, y me dan un portazo. A Dobby le
gusta trabajar, pero quiere llevar ropa y quiere que le paguen, Harry Potter... ¡A Dobby
le gusta ser libre!
Los elfos domésticos de Hogwarts se alejaban de Dobby poco a poco, como si
sufriera una enfermedad contagiosa. Winky se quedó donde estaba, aunque se puso a
llorar aún con más fuerza.
—¡Y después, Harry Potter, Dobby va a ver a Winky y se entera de que Winky
también ha sido liberada! —dijo Dobby contento.
Al oír esto, Winky se levantó de golpe del taburete y, echándose boca abajo sobre
el suelo de losas de piedra, se puso a golpearlo con sus diminutos puños mientras
lloraba con verdadero dolor. Hermione se apresuró a dejarse caer de rodillas a su lado, e
intentó consolarla, pero nada de lo que decía tenía ningún efecto.
Dobby prosiguió su historia chillando por encima del llanto de Winky.
—¡Y entonces se le ocurrió a Dobby, Harry Potter, señor! «¿Por qué Dobby y
Winky no buscan trabajo juntos?», dice Dobby. «¿Dónde hay bastante trabajo para dos
elfos domésticos?», pregunta Winky. Y Dobby piensa, ¡y cae en la cuenta, señor!
¡Hogwarts! Así que Dobby y Winky vinieron a ver al profesor Dumbledore, señor, ¡y el
profesor Dumbledore los contrató!
Dobby sonrió muy contento, y de los ojos volvieron a brotarle lágrimas de
felicidad.
—¡Y el profesor Dumbledore dice que pagará a Dobby, señor, si Dobby quiere que
se le pague! ¡Y así Dobby es un elfo libre, señor, y Dobby recibe un galeón a la semana
y libra un día al mes!
—¡Eso no es mucho! —dijo Hermione desde el suelo, por encima de los
continuados llantos y puñetazos de Winky.
—El profesor Dumbledore le ofreció a Dobby diez galeones a la semana, y librar
los fines de semana —explicó Dobby, estremeciéndose repentinamente, como si la
posibilidad de tantas riquezas y tiempo libre lo aterrorizara—, pero Dobby regateó hacia
abajo, señorita... A Dobby le gusta la libertad, señorita, pero no quiere demasiada,
señorita. Prefiere trabajar.
—¿Y cuánto te paga a ti el profesor Dumbledore, Winky? —le preguntó Hermione
con suavidad.
Si pensaba que aquella pregunta la alegraría, estaba completamente equivocada.
Winky dejó de llorar, pero cuando se sentó miró a Hermione con sus enormes ojos
castaños, con la cara empapada y una expresión de furia.
—¡Winky puede ser una elfina desgraciada, pero todavía no recibe paga!
—chilló—. ¡Winky no ha caído tan bajo! ¡Winky se siente avergonzada de ser libre!
¡Como debe ser!
—¿Avergonzada? —repitió Hermione sin comprender—. ¡Pero, vamos, Winky!
¡Es el señor Crouch el que debería avergonzarse, no tú! Tú no hiciste nada incorrecto.
¡Es él el que se portó contigo horriblemente!
Pero, al oír aquellas palabras, Winky se llevó las manos a los agujeros del
sombrero y se aplastó las orejas para no oír nada, a la vez que chillaba:
—¡Usted no puede insultar a mi amo, señorita! ¡Usted no puede insultar al señor
Crouch! ¡El señor Crouch es un buen mago, señorita! ¡El señor Crouch hizo bien en
despedir a Winky, que es mala!
—A Winky le está costando adaptarse, Harry Potter —chilló Dobby en tono
confidencial—. Winky se olvida de que ya no está ligada al señor Crouch. Ahora podría
decir lo que piensa, pero no lo hará.
—Entonces, ¿los elfos domésticos no pueden decir lo que piensan sobre sus amos?
—preguntó Harry.
—¡Oh, no, señor, no! —contestó Dobby, repentinamente serio—. Es parte de la
esclavitud del elfo doméstico, señor. Guardamos sus secretos con nuestro silencio,
señor. Nosotros sostenemos el honor familiar y nunca hablamos mal de ellos. Aunque el
profesor Dumbledore le dijo a Dobby que él no le daba importancia a eso. El profesor
Dumbledore dijo que somos libres para... para...
Dobby se puso nervioso de pronto, y le hizo a Harry una seña para que se acercara
más. Harry se inclinó hacia él. Entonces Dobby le susurró:
—Dijo que somos libres para llamarlo... para llamarlo... vejete chiflado, si
queremos, señor.
Dobby se rió con una risa nerviosa. Estaba asustado.
—Pero Dobby no quiere llamarlo así, Harry Potter —dijo, retomando el tono
normal y sacudiendo la cabeza para hacer que sus orejas palmearan la una con la otra—.
Dobby aprecia muchísimo al profesor Dumbledore, y estará orgulloso de guardarle sus
secretos.
—Pero ¿ahora puedes decir lo que quieras sobre los Malfoy? —le preguntó Harry,
sonriendo.
En los inmensos ojos de Dobby había una mirada de temor.
—Dobby... Dobby podría —dijo dudando. Encogió sus pequeños hombros—.
Dobby podría decirle a Harry Potter que sus antiguos amos eran... eran... ¡magos
tenebrosos!
Dobby se quedó quieto un momento, temblando, horrorizado de su propio
atrevimiento. Luego corrió hasta la mesa más cercana y empezó a darse cabezazos
contra ella, muy fuerte.
—¡Dobby es malo! ¡Dobby es malo! —chilló.
Harry agarró a Dobby por la parte de atrás de la corbata y tiró de él para separarlo
de la mesa.
—Gracias, Harry Potter, gracias —dijo Dobby sin aliento, frotándose la cabeza.
—Sólo te hace falta un poco de práctica —repuso Harry.
—¡Práctica! —chilló Winky furiosa—. ¡Deberías avergonzarte de ti mismo,
Dobby, decir eso de tus amos!
—¡Ellos ya no son mis amos, Winky! —replicó Dobby desafiante—. ¡A Dobby ya
no le preocupa lo que piensen!
—¡Eres un mal elfo, Dobby! —gimió Winky, con lágrimas brotándole de los
ojos—. ¡Pobre señor Crouch!, ¿cómo se las apañará sin Winky? ¡Me necesita, necesita
mis cuidados! He cuidado de los Crouch toda mi vida, y mi madre lo hizo antes que yo,
y mi abuela antes que ella... ¿Qué dirían si supieran que me han liberado? ¡Ah, el
oprobio, la vergüenza! —Volvió a taparse la cara con la falda y siguió llorando.
—Winky —le dijo Hermione con firmeza—, estoy completamente segura de que el
señor Crouch se las apaña bien sin ti.Lo hemos visto, ¿sabes?
—¿Han visto a mi amo? —exclamó Winky sin aliento, alzando la cara llena de
lágrimas y mirándola con ojos como platos—. ¿Lo ha visto usted aquí, en Hogwarts?
—Sí —repuso Hermione—. Él y el señor Bagman son jueces en el Torneo de los
tres magos.
—¿También viene el señor Bagman? —chilló Winky.
Para sorpresa de Harry (y también de Ron y Hermione, por la expresión de sus
caras), Winky volvió a indignarse.
—¡El señor Bagman es un mago malo!, ¡un mago muy malo! ¡A mi amo no le
gusta, no,nada en absoluto!
—¿Bagman malo? —se extrañó Harry.
—¡Ay, sí! —dijo Winky, afirmando enérgicamente con la cabeza—. ¡Mi amo le
contó a Winky algunas cosas! Pero Winky no lo dice... Winky guarda los secretos de su
amo... —Volvió a deshacerse en lágrimas, y la oyeron murmurar entre sollozos, con la
cabeza otra vez escondida en la falda—: ¡Pobre amo, pobre amo!, ¡ya no tiene a Winky
para que lo ayude!
Como fue imposible sacarle a Winky otra palabra sensata, la dejaron llorar y se
acabaron el té mientras Dobby les hablaba alegremente sobre su vida como elfo libre y
los planes que tenía para su dinero.
—¡Dobby va a comprarse un jersey, Harry Potter! —explicó muy contento,
señalándose el pecho desnudo.
—¿Sabes una cosa, Dobby? —le dijo Ron, que parecía haberle tomado aprecio—.
Te daré el que me haga mi madre esta Navidad; siempre me regala uno. No te disgusta
el color rojo, ¿verdad? —Dobby se emocionó—. Tendremos que encogerlo un poco
para que te venga bien, pero combinará perfectamente con la cubretetera.
Cuando se disponían a irse, muchos de los elfos que había por allí se les acercaron
a fin de ofrecerles cosas de picar para que las tomaran mientras subían la escalera.
Hermione declinó, entristecida por la manera en que los elfos hacían reverencias, pero
Harry y Ron se llenaron los bolsillos con empanadillas y pasteles.
—¡Muchísimas gracias! —les dijo Harry a los elfos, que se habían arracimado
junto a la puerta para darles las buenas noches—. ¡Hasta luego, Dobby!
—Harry Potter... ¿puede Dobby ir a verlo alguna vez, señor? —preguntó el elfo
con timidez.
—Por supuesto que sí —respondió Harry, y Dobby sonrió.
—¿Sabéis una cosa? —comentó Ron cuando Harry, Hermione y él habían dejado
atrás las cocinas, y subían hacia el vestíbulo—. He estado todos estos años muy
impresionado por la manera en que Fred y George robaban comida de las cocinas. Y, la
verdad, no es que sea muy dificil, ¿no? ¡Arden en deseos de obsequiarlo a uno con ella!
—Creo que no podía haberles ocurrido nada mejor a esos elfos, ¿sabéis? —dijo
Hermione, subiendo delante de ellos por la escalinata de mármol—. Me refiero a que
Dobby viniera a trabajar aquí. Los otros elfos se darán cuenta de lo feliz que es siendo
libre, ¡y poco a poco empezarán a desear lo mismo!
—Esperemos que no se fijen mucho enWinky —dijo Harry.
—Ella se animará —afirmó Hermione, aunque parecía un poco dudosa—. En
cuanto se le haya pasado el susto y se haya acostumbrado a Hogwarts, se dará cuenta de
que está mucho mejor sin ese señor Crouch.
—Parece que lo quiere mucho —apuntó Ron con la boca llena (acababa de
empezar un pastel de crema).
—Sin embargo, no tiene muy buena opinión de Bagman, ¿verdad? —comentó
Harry—. Me pregunto qué dirá el señor Crouch de él en su casa.
—Seguramente dice que no es un buen director de departamento —repuso
Hermione—, y la verdad es que algo de razón sí que tiene, ¿no?
—Aun así preferiría trabajar para él que para Crouch —declaró Ron—. Al menos
Bagman tiene sentido del humor.
—Que Percy no te oiga decir eso —le advirtió Hermione, sonriendo ligeramente.
—No, bueno, Percy no trabajaría para alguien que tuviera sentido del humor —dijo
Ron, comenzando un relámpago de chocolate—. Percy no reconocería una broma
aunque bailara desnuda delante de él llevando la cubretetera de Dobby.
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