13
El enigma
Al día siguiente trasladaron a Katie al Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. A esas alturas la noticia de que le habían echado una
maldición se había extendido por todo el colegio, aunque los detalles eran
confusos y parecía que nadie, excepto Harry, Ron, Hermione y Leanne, se había
enterado de que Katie no era la destinataria del ataque.
—Sólo lo sabemos nosotros y Malfoy —insistía Harry a sus dos amigos, que
seguían con su nueva política de fingir sordera cada vez que él mencionaba su
teoría de que Malfoy era un mortífago.
Harry no sabía si Dumbledore regresaría a tiempo para la clase particular
del lunes por la noche, pero, puesto que nadie le había dicho lo contrario, se
presentó en el despacho del director a las ocho en punto. Llamó a la puerta y
Dumbledore lo hizo pasar. El anciano, que estaba sentado a su mesa, parecía
muy cansado; tenía la mano más negra y chamuscada que antes, pero sonrió y
le indicó que se sentara. El pensadero volvía a reposar en la mesa y proyectaba
motas plateadas de luz en el techo.
—Has estado muy ocupado durante mi ausencia —dijo Dumbledore—.
Tengo entendido que presenciaste el accidente de Katie.
—Sí, señor. ¿Cómo se encuentra?
—Todavía no se siente bien, aunque podríamos decir que tuvo suerte. Al
parecer, el collar apenas le rozó la piel a través de un diminuto roto que tenía
uno de sus guantes. Si se lo hubiera puesto o lo hubiese cogido con la mano
desnuda, quizá habría muerto al instante. Por fortuna, el profesor Snape
consiguió impedir una rápida extensión de la maldición...
—¿Por qué él? —se apresuró a preguntar Harry—. ¿Por qué no la señora
Pomfrey?
—Impertinente —musitó una débil voz procedente de uno de los retratos
que había en la pared, y Phineas Nigellus Black, el tatarabuelo de Sirius, levantó
la cabeza que hasta ese momento tenía apoyada sobre los brazos fingiendo
dormir—. En mis tiempos, yo no habría permitido que un alumno cuestionara
el funcionamiento de Hogwarts.
—Gracias, Phineas —dijo Dumbledore, condescendiente—. El profesor
Snape sabe mucho más de artes oscuras que la señora Pomfrey, Harry. En fin, el
personal de San Mungo me envía informes cada hora y confío en que Katie se
recuperará del todo a su debido tiempo.
—¿Dónde ha pasado el fin de semana, señor? —cambió de tema Harry sin
tener en cuenta que estaba desafiando la suerte, una sensación compartida por
Phineas Nigellus, que murmuró algo entre dientes.
—Prefiero no revelártelo todavía. Sin embargo, te lo diré en su momento.
—¿De verdad? —dijo Harry con un sobresalto.
—Sí, eso espero —repuso Dumbledore mientras sacaba otra botella de
recuerdos plateados de su túnica y quitaba el tapón con un golpecito de la
varita.
—Señor, en Hogsmeade me encontré con Mundungus...
—¡Ah, sí! Ya me he enterado de que ha tratado tu herencia con despreciable
mano larga —repuso el director, y arrugó un poco la frente—. Desde que
hablaste con él delante de Las Tres Escobas no ha salido de su escondite; creo
que le da miedo presentarse ante mí. Sin embargo, no volverá a llevarse ningún
otro objeto personal de Sirius, descuida.
—¿Que ese sarnoso sangre mestiza ha estado robando las reliquias de la
familia Black? —saltó Phineas Nigellus, y se marchó muy indignado de su
retrato, sin duda para trasladarse al que tenía en el número 12 de Grimmauld
Place.
—Profesor —dijo Harry tras una breve pausa—, ¿le ha contado la profesora
McGonagall lo que le dije sobre Draco Malfoy después de que Katie sufriera el
accidente?
—Sí, Harry, me ha hablado de tus sospechas.
—¿Y usted...?
—Tomaré todas las medidas oportunas para investigar a cualquiera que
haya podido estar relacionado con el accidente de Katie. Pero lo que ahora me
preocupa, Harry, es nuestra clase.
El muchacho se sintió contrariado ante esa última frase: si sus clases
particulares eran tan importantes, ¿por qué había habido un lapso tan largo
entre la primera y la segunda? Sin embargo, no hizo más comentarios acerca de
Draco Malfoy. Dumbledore vertió los nuevos recuerdos en el pensadero y éstos
empezaron a arremolinarse en la vasija de piedra que el anciano sujetaba con
sus largas y delgadas manos.
—Recordarás que dejamos la historia de los inicios de lord Voldemort en el
momento en que el apuesto muggle, Tom Ryddle, había abandonado a su
esposa bruja, Mérope, y regresado a su casa natal de Pequeño Hangleton.
Mérope se quedó sola en Londres, embarazada del hijo que un día se
convertiría en lord Voldemort.
—¿Cómo sabe que estaba en Londres, señor?
—Por el testimonio de un tal Caractacus Burke, quien, por una extraña
coincidencia, también ayudó a encontrar el collar de ópalos del que acabamos
de hablar.
El director de Hogwarts se puso a remover el contenido del pensadero
como Harry ya le había visto hacer anteriormente; parecía un buscador de oro
manipulando un tamiz. De la masa plateada que se arremolinaba en el interior
surgió un hombrecillo que giraba despacio sobre sí mismo; era plateado como
un fantasma, pero mucho más consistente, y tenía una mata de pelo que le
tapaba los ojos.
—Sí, el guardapelo lo adquirimos en curiosas circunstancias —explicó el
hombrecillo—. Lo trajo una joven bruja poco antes de Navidad. ¡Oh, sí, de eso
hace ya muchos años! Dijo que necesitaba desesperadamente el oro; bueno,
saltaba a la vista: se cubría con harapos y estaba muy avanzada... Quiero decir
que iba a tener un bebé. Asimismo, dijo que ese guardapelo había pertenecido a
Slytherin. Bueno, estamos hartos de escuchar historias semejantes: «Sí, se lo
aseguro, ésta era la tetera favorita de Merlín.» Pero cuando lo examiné, vi que
realmente tenía la marca de Slytherin, y bastaron unos sencillos hechizos para
comprobar que la joven decía la verdad. Como es lógico, eso convertía aquel
objeto en algo de valor incalculable, aunque ella parecía no tener ni idea de lo
que valía. Pero se quedó satisfecha con los diez galeones. ¡Jamás habíamos
hecho un negocio tan bueno!
Dumbledore le dio una enérgica sacudida al pensadero, y Caractacus Burke
volvió a sumergirse en los remolinos de recuerdos de los que había salido.
—¿Sólo le dio diez galeones por el guardapelo? —preguntó Harry,
indignado.
—La generosidad no era la virtud más destacada de Caractacus Burke —
comentó Dumbledore—. Así pues, sabemos que hacia el final de su embarazo,
Mérope vivía sola en Londres y necesitaba oro; estaba suficientemente
desesperada para vender su única posesión valiosa, el guardapelo, una de las
preciadas reliquias de familia de Sorvolo.
—¡Pero si ella era una bruja! —se impacientó Harry—. Podría haber
conseguido comida y todo lo que necesitara mediante magia, ¿no?
—Hum, quizá sí. Pero, en mi opinión, cuando su esposo la abandonó,
Mérope dejó de emplearla. Una vez más conjeturo, pero creo que tengo razón.
Supongo que ya no quería seguir siendo bruja. También cabe la posibilidad, por
supuesto, de que su amor no correspondido y su posterior desmoralización le
socavaran los poderes; a veces ocurre. En cualquier caso, como estás a punto de
ver, Mérope ni siquiera quiso levantar la varita mágica para salvar su vida.
—¿Ni siquiera quiso hacerlo por su hijo?
—¿Acaso te compadeces de lord Voldemort? —repuso Dumbledore
arqueando las cejas.
—No, pero ella podía elegir, ¿no? No como mi madre...
—Tu madre también pudo elegir —replicó Dumbledore con serenidad—.
Sí, Mérope Ryddle eligió la muerte pese a tener un hijo que la necesitaba, pero
no la juzgues de manera precipitada, Harry. Estaba muy debilitada como
consecuencia de un prolongado sufrimiento, y nunca tuvo el coraje de tu
madre. Y ahora, si haces el favor de ponerte en pie...
—¿Adónde vamos? —preguntó el muchacho cuando el director se colocó a
su lado, delante de la mesa.
—Esta vez entraremos en mi memoria. Creo que la encontrarás rica en
detalles y satisfactoriamente exacta. Tú primero, Harry.
Harry se inclinó sobre el pensadero; su cara atravesó la fría superficie de
recuerdos y el muchacho empezó a caer, rodeado de oscuridad. Segundos más
tarde, sus pies tocaron tierra; abrió los ojos y vio que se hallaban en una
ajetreada calle de Londres, varios años atrás.
—Mira, ahí estoy —dijo Dumbledore con tono jovial, señalando a una
figura de elevada estatura que cruzaba la calle por delante de un carro de leche
tirado por un caballo.
El largo cabello y la barba de aquel Albus Dumbledore más joven eran de
color caoba. Echó a andar por la acera a paso largo, y su llamativo traje de
terciopelo morado atraía las miradas.
—Bonito traje, señor —observó Harry, pero el anciano director de
Hogwarts se limitó a sonreír al tiempo que ambos seguían de cerca al otro
Dumbledore.
Por fin atravesaron unas verjas de hierro y entraron en un patio
absolutamente vacío que había frente a un edificio cuadrado y sombrío, cercado
por una alta reja. El joven Dumbledore subió los escalones de la puerta
principal y llamó una vez. Pasados unos instantes, una desaliñada muchacha
con delantal abrió la puerta.
—Buenas tardes. Tengo una cita con la señora Cole, que, si no me equivoco,
es la directora de esta institución.
—¡Oh! —dijo la chica, perpleja ante el extravagante atuendo del joven
Dumbledore—. Hum... un momento... ¡Señora Cole! —llamó volviendo la
cabeza.
Harry oyó que alguien respondía desde dentro. La muchacha miró a
Dumbledore.
—Pase, ahora viene.
Dumbledore entró en un vestíbulo de baldosas blancas y negras; era un
lugar viejo y desgastado pero impecablemente limpio. Harry y el anciano
Dumbledore entraron también, y antes de que la puerta se cerrase tras ellos,
una mujer flacucha y de aspecto nervioso se apresuró hacia el vestíbulo por un
pasillo. Su rostro de facciones afiladas denotaba más ansiedad que antipatía, y
mientras se acercaba a Dumbledore miraba hacia atrás hablando con otra
ayudanta que también llevaba delantal.
—...y súbele el yodo a Martha; Billy Stubbs ha estado arrancándose las
costras y Eric Whalley ha manchado mucho las sábanas. Sólo nos faltaba la
varicela —dijo a nadie en particular, pero entonces se fijó en Dumbledore y se
detuvo en seco, observándolo con tanto asombro como si se tratase de una
jirafa.
—Buenas tardes —saludó él y le tendió la mano. Ella se quedó
boquiabierta—. Me llamo Albus Dumbledore. Le envié una carta solicitándole
una visita y usted tuvo la amabilidad de invitarme a venir hoy.
La señora Cole parpadeó. Tras decidir, al parecer, que Dumbledore no era
ninguna alucinación, dijo con un hilo de voz:
—¡Ah, sí! Ya... Bueno, entonces... será mejor que vayamos a mi habitación.
Lo guió hasta un pequeño cuarto que hacía las veces de salita y despacho,
tan destartalado como el vestíbulo y cuyos muebles se veían viejos y
desparejados. Invitó a Dumbledore a sentarse en una desvencijada silla, y ella
tomó asiento detrás de un escritorio cubierto de carpetas y papeles. Parecía
nerviosa.
—Como ya le explicaba en mi carta, he venido para hablar de Tom Ryddle
y de los planes para el futuro del chico —expuso Dumbledore.
—¿Es usted familiar suyo?
—No, yo soy profesor. He venido a ofrecerle a Tom una plaza en mi
colegio.
—¿Y qué colegio es ése?
—Se llama Hogwarts.
—¿Y por qué se interesa por Tom?
—Creemos que tiene las cualidades que nosotros buscamos.
—¿Quiere decir que le han concedido una beca? ¿Cómo es posible? El
nunca ha solicitado ninguna.
—Verá, está inscrito en nuestro colegio desde que nació.
—¿Quién lo inscribió? ¿Sus padres?
No cabía duda de que la señora Cole era una mujer aguda y perspicaz. Al
parecer, Dumbledore también lo pensaba, porque sacó con disimulo su varita
del bolsillo del traje de terciopelo al mismo tiempo que cogía una hoja en blanco
que había encima de la mesa.
—Tome —dijo Dumbledore, y agitó una vez la varita mientras le tendía la
hoja—. Creo que esto se lo aclarará todo.
Los ojos de la mujer se desenfocaron y volvieron a enfocarse al examinar
con atención la hoja en blanco.
—Veo que está todo en orden —dijo al cabo, y se la devolvió a
Dumbledore. Entonces su mirada se desvió hacia una botella de ginebra y dos
vasos que no estaban allí unos segundos antes—. Hum... ¿le apetece un vasito
de ginebra? —preguntó con tono afectado.
—Gracias —aceptó Dumbledore.
Pronto quedó claro que no era la primera vez que la señora Cole bebía esa
clase de licor. Llenó ambos vasos con generosidad y vació el suyo de un trago.
Se relamió sin disimulo, sonrió a Dumbledore por primera vez y él no vaciló en
aprovechar su ventaja.
—¿Podría contarme algo acerca de la historia de Tom Ryddle? Creo que
nació aquí, en el orfanato.
—Así es —confirmó la mujer, y se sirvió más ginebra—. Lo recuerdo
perfectamente porque yo también acababa de llegar a este lugar. Era
Nochevieja; nevaba y hacía un frío tremendo. Una noche muy desapacible...
Una muchacha no mucho mayor que yo subió los escalones tambaleándose
(bueno, no era la primera). La acogimos y tuvo el bebé al cabo de una hora. Y al
cabo de otra, la pobre murió. —La señora Cole asintió con gravedad y se echó
un buen trago al coleto.
—¿Dijo algo antes de morir? ¿Hizo algún comentario acerca del padre del
niño, por ejemplo?
—Pues sí, resulta que sí —contestó la mujer, que parecía estar disfrutando
con la ginebra y un público interesado por su relato—. Recuerdo que me dijo:
«Espero que se parezca a su papá», y no le miento. Bueno, era comprensible que
albergara esa esperanza, porque ella no era ninguna belleza. Luego añadió que
quería que se llamara Tom, como su padre, y Sorvolo, como el padre de ella. Sí,
ya sé que es un nombre muy raro, ¿verdad? Pensamos que quizá la chica
provenía de algún circo. Y dijo también que el apellido del niño era Ryddle.
Poco después murió sin haber pronunciado ni una palabra más.
»Así pues, llamamos al niño como su madre había pedido porque eso
parecía importarle mucho a la pobre muchacha, pero ningún Tom, Sorvolo ni
Ryddle vino nunca a buscarlo, ni ninguna otra familia, de modo que se quedó
en el orfanato y no se ha movido de aquí desde entonces. —Casi sin darse
cuenta, se sirvió otra ración de ginebra. En sus prominentes pómulos habían
aparecido dos manchas rosa—. Es un chico extraño, la verdad —añadió.
—Sí —dijo Dumbledore—. Ya me imaginaba que lo sería.
—Ya era extraño de pequeño. Por ejemplo, casi nunca lloraba. Y más
adelante, cuando creció un poco, hacía cosas... raras.
—¿Raras en qué sentido?
—Verá, él... —Pero se interrumpió. Dumbledore le lanzó una mirada
expectante—. ¿Seguro que Tom dispone de una plaza en ese colegio? —
preguntó, recelosa.
—Segurísimo.
—¿Y nada de lo que yo diga podrá cambiar eso?
—No, nada.
—¿Se lo va a llevar a pesar de todo, diga lo que yo diga?
—Diga lo que usted diga —asintió Dumbledore con gravedad.
La mujer entornó los ojos y lo escudriñó como sopesando si podía confiar
en él. Por lo visto decidió que sí, porque dijo:
—Pues la verdad es que los otros niños le tienen miedo.
—¿Quiere decir que los maltrata?
—Sospecho que sí —contestó la señora Cole frunciendo la frente—, pero es
muy difícil pillarlo in fraganti. Ha habido incidentes... han sucedido cosas
desagradables...
Dumbledore no quiso insistir, aunque Harry advirtió su interés en aquellas
revelaciones. Ella bebió otro sorbo de ginebra y el rubor de las mejillas se le
acentuó.
—Billy Stubbs tenía un conejo... Bueno, Tom juró que no había sido él y yo
no me explico cómo pudo hacerlo, pero, aun así, no creo que se ahorcara él
sólito de una viga, ¿no?
—No, no parece posible —coincidió Dumbledore.
—Pues ya me dirá cómo subió Tom allí arriba para colgar al pobre animal.
Lo único que sé es que Billy y él habían discutido el día anterior. —Bebió otro
sorbo y esta vez se le derramó un poco por la barbilla—. Y entonces... el día de
la excursión de verano (una vez al año los llevamos a pasear, ya sabe, al campo
o la playa), pues bien, Amy Benson y Dennis Bishop nunca volvieron a ser los
mismos, y lo único que pudimos sonsacarles fue que habían entrado en una
cueva con Tom Ryddle. Él dijo que sólo habían ido a explorar, pero sé que allí
dentro pasó algo. Y han sucedido muchas cosas más, cosas extrañas... —Volvió
a mirar a Dumbledore, y aunque tenía las mejillas encendidas, su mirada
traslucía firmeza—. Creo que nadie lamentará no volver a verlo.
—Ha de saber que no vamos a quedárnoslo para siempre —aclaró él—.
Tendrá que regresar aquí, como mínimo, todos los veranos.
—Ah, bueno, mejor eso que un porrazo en la nariz con un atizador oxidado
—repuso ella hipando ligeramente. Se levantó, y a Harry le impresionó ver que
mantenía la compostura pese a que habían desaparecido dos tercios de la
botella de ginebra—. Imagino que querrá verlo.
—Sí, desde luego —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
Una vez hubieron salido del despacho, la señora Cole lo guió y subieron
por una escalera de piedra; por el camino iba repartiendo instrucciones y
advertencias a ayudantas y niños. Harry se fijó en que todos los huérfanos
llevaban el mismo uniforme gris. Se los veía bastante bien cuidados, pero
evidentemente tenía que ser muy deprimente crecer en un lugar como aquél.
—Es aquí —anunció la mujer cuando llegaron al segundo rellano y se
pararon delante de la primera puerta de un largo pasillo. Llamó dos veces con
los nudillos y entró—. ¿Tom? Tienes visita. Te presento al señor Dumberton...
Perdón, Dunderbore. Ha venido a decirte... Bueno, será mejor que te lo explique
él.
Harry y los dos Dumbledores entraron, y la señora Cole salió y cerró la
puerta. Era una habitación pequeña y con escaso mobiliario: un viejo armario,
un camastro de hierro y poca cosa más. Un chico estaba sentado sobre las
mantas grises, con las piernas estiradas y un libro en las manos.
En la cara de Tom Ryddle no había ni rastro de los Gaunt. El último deseo
de Mérope se había cumplido: Tom era su apuesto padre en miniatura. Era alto
para sus once años, de cabello castaño oscuro y piel clara. El chico entornó los
ojos mientras examinaba el extravagante atuendo de su visitante. Hubo un
breve silencio.
—¿Cómo estás, Tom? —preguntó Dumbledore al cabo, acercándose para
tenderle la mano.
Tras vacilar un momento, el chico se la estrechó. El profesor acercó una silla
y la puso al lado de la cama, de modo que parecían un paciente de hospital y un
visitante.
—Soy el profesor Dumbledore.
—¿Profesor? —repitió Tom con desconfianza—. ¿No será un médico? ¿A
qué ha venido? ¿Lo ha llamado ella para que me examine?
—No, por supuesto que no —repuso Dumbledore con una sonrisa.
—No le creo. Ella quiere que me examinen, ¿no es eso? ¡Diga la verdad! —
exclamó de pronto con una voz potente que casi intimidaba.
Era una orden, y saltaba a la vista que no era la primera vez que la daba.
Fulminó con la mirada a Dumbledore, que seguía sonriendo tan tranquilo. Al
cabo de unos segundos, el chico dejó de mirarlo con hostilidad, aunque parecía
más desconfiado que antes.
—¿Quién es usted?
—Ya te lo he dicho. Soy el profesor Dumbledore y trabajo en un colegio
llamado Hogwarts. He venido a ofrecerte una plaza en mi colegio, en tu nuevo
colegio, si es que quieres ir.
La reacción de Tom Ryddle fue sorprendente: saltó de la cama y se apartó
cuanto pudo de Dumbledore.
—¡A mí no me engaña! —exclamó furioso—. Usted viene del manicomio,
¿no es así? «Profesor», ya, claro. Pues no voy a ir al manicomio, ¿se entera? A la
que deberían encerrar es a esa vieja arpía. ¡Nunca les he hecho nada ni a la
pequeña Amy Benson ni a Dennis Bishop! ¡Puede preguntárselo, ellos se lo
confirmarán!
—No vengo del manicomio —repuso el profesor con paciencia—. Soy
maestro, y si haces el favor de sentarte y escucharme, te hablaré de Hogwarts. Y
si al final no te interesa, nadie te obligará a ir.
—Que lo intenten —bravuconeó el chico.
—Hogwarts —prosiguió el joven Dumbledore, haciendo caso omiso de la
bravata— es un colegio para gente con habilidades especiales.
—¡Yo no estoy loco!
—Ya sé que no lo estás. Hogwarts no es un colegio para locos. Es un colegio
de magia.
De nuevo hubo un silencio. Tom Ryddle se había quedado de piedra, con
gesto inexpresivo, pero su mirada iba rápidamente de un ojo de Dumbledore al
otro, como si intentara descubrir algún signo de mentira en uno de los dos.
—¿De magia? —repitió en un susurro.
—Exacto.
—¿Es... magia lo que yo sé hacer?
—¿Qué sabes hacer?
—Muchas cosas —musitó. Un rubor de emoción le ascendía desde el cuello
hasta las hundidas mejillas; parecía afiebrado—. Puedo hacer que los objetos se
muevan sin tocarlos; puedo hacer que los animales hagan lo que yo les pido, sin
adiestrarlos; puedo hacer que les pasen cosas desagradables a los que me
molestan; puedo hacerles daño si quiero... —Le temblaban las piernas. Dio unos
pasos, vacilante, se sentó en la cama y se quedó mirándose las manos con la
cabeza gacha, como si rezara—. Sabía que soy diferente —susurró a sus
temblorosos dedos—. Sabía que soy especial. Siempre supe que pasaba algo.
—Pues tenías razón —dijo Dumbledore, que ya no sonreía y lo observaba
con atención—. Eres un mago.
Tom levantó la cabeza, el rostro demudado en una expresión de intensa
felicidad. Sin embargo, por algún extraño motivo, eso no lo hacía más atractivo;
más bien al contrario: sus delicadas facciones parecían más duras y su
expresión resultaba casi cruel.
—¿Usted también es mago?
—Así es.
—Demuéstremelo —exigió con el mismo tono autoritario de antes.
Dumbledore arqueó las cejas.
—Si aceptas tu plaza en Hogwarts, como creo que...
—¡Claro que la acepto!
—En ese caso, cuando te dirijas a mí me llamarás «profesor» o «señor».
El chico endureció las facciones una fracción de segundo, pero luego dijo
con una voz tan educada que pareció casi irreconocible:
—Lo siento. Profesor, ¿podría demostrarme...?
Harry creía que Dumbledore no iba a acceder y le diría que ya habría
tiempo para demostraciones prácticas en Hogwarts, porque en ese momento se
encontraban en un edificio lleno de muggles y, por tanto, debían actuar con
cautela. Sin embargo, se llevó una sorpresa al ver que Dumbledore sacaba su
varita mágica de la chaqueta, apuntaba al destartalado armario que había en un
rincón y la sacudía apenas.
El armario estalló en llamas.
Tom se levantó de un brinco. A Harry no le extrañó que se pusiera a gritar
de rabia y espanto: sus objetos personales debían de estar dentro. Pero en
cuanto el chico se volvió hacia Dumbledore, las llamas se extinguieron y el
armario quedó completamente intacto. Tom miró varias veces a Dumbledore y
al armario; entonces, con gesto de avidez, señaló la varita mágica.
—¿Dónde puedo conseguir una cosa de ésas?
—Todo a su debido tiempo. Mira, yo diría que hay algo que intenta salir de
tu armario. —Y, en efecto, se oía un débil golpeteo proveniente del mueble.
Tom, por primera vez, pareció asustado—. Ábrelo —ordenó Dumbledore.
El chico vaciló, pero cruzó la habitación y lo abrió de par en par. En el
estante superior, encima de una barra de la que colgaban algunas prendas
raídas, había una pequeña caja de cartón que se agitaba y vibraba, como si
contuviese varios ratones frenéticos.
—Sácala, Tom. —Ryddle cogió la temblorosa caja con gesto contrariado—.
¿Hay algo en esa caja que no deberías tener?
El muchacho le lanzó una mirada diáfana y calculadora.
—Sí, supongo que sí, señor —contestó al fin con voz monocorde.
—Ábrela.
Lo hizo y vació su contenido en la cama, sin mirarlo. Harry, que esperaba
descubrir algo mucho más emocionante, vio un revoltijo de objetos normales y
corrientes, entre ellos un yoyó, un dedal de plata y una vieja armónica. Los
objetos dejaron de temblar y se quedaron quietos encima de las delgadas
mantas.
—Se los devolverás a sus propietarios y te disculparás —dijo Dumbledore
al mismo tiempo que se guardaba la varita en la chaqueta—. Sabré si lo has
hecho o no. Y te lo advierto: en Hogwarts no se toleran los robos.
Tom Ryddle no parecía ni remotamente avergonzado; seguía mirando con
frialdad a Dumbledore, como si intentara formarse un juicio sobre él. Al cabo
dijo con la misma voz monocorde:
—Sí, señor.
—En Hogwarts no sólo te enseñaremos a utilizar la magia, sino también a
controlarla. Has estado empleando tus poderes (involuntariamente, claro) de un
modo que en nuestro colegio no se enseña ni se consiente. No eres el primero,
ni serás el último, que no sabe controlar su magia. Pero te comunico que el
colegio puede expulsar a los alumnos no gratos, y el Ministerio de Magia (sí,
existe un ministerio) impone castigos aún más severos a los infractores de la ley.
Todos los nuevos magos, al entrar en nuestro mundo, deben comprometerse a
respetar nuestras leyes.
—Sí, señor —repitió Tom.
Era imposible saber qué estaba pensando porque su rostro seguía sin
revelar emoción alguna. Devolvió el pequeño alijo de objetos robados a la caja
de cartón y, cuando hubo terminado, se volvió hacia Dumbledore y dijo sin
rodeos:
—No tengo dinero.
—Eso tiene fácil remedio. —Y sacó una bolsita de monedas—. En Hogwarts
hay un fondo destinado a quienes necesitan ayuda para comprar los libros y las
túnicas. Algunos libros de hechizos quizá tengas que adquirirlos de segunda
mano, pero...
—¿Dónde se compran los libros de hechizos? —lo interrumpió el chico, que
había cogido la pesada bolsita sin darle las gracias y examinaba un grueso
galeón de oro.
—En el callejón Diagon. He traído la lista de libros y material que
necesitarás. Puedo ayudarte a encontrarlo todo...
—¿Quiere decir que me acompañará? —inquirió Tom levantando la cabeza.
—Sí, si tú...
—No es necesario. Estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo.
Siempre voy solo a Londres. ¿Cómo se va al callejón Diagon... señor?
Harry creyó que el profesor insistiría en acompañarlo, pero volvió a
llevarse una sorpresa: Dumbledore le entregó el sobre con la lista del material y,
después de explicarle cómo se llegaba al Caldero Chorreante, le dijo:
—Tú lo verás, aunque los muggles que haya por allí (es decir, la gente no
mágica) no lo vean. Pregunta por Tom, el dueño; no te costará recordar su
nombre, puesto que se llama como tú. —El chico hizo un gesto de irritación,
como si quisiera ahuyentar una mosca molesta—. ¿Qué ocurre? ¿No te gusta tu
nombre?
—Hay muchos Toms —masculló. Y como si no pudiera reprimir la
pregunta o como si se le escapara a su pesar, preguntó—: ¿Mi padre era mago?
Me han dicho que él también se llamaba Tom Ryddle.
—Me temo que no lo sé.
—Mi madre no podía ser bruja, porque en ese caso no habría muerto —
razonó Tom como para sí—. El mago debió de ser él. Bueno, y una vez que
tenga todo lo que necesito, ¿cuándo debo presentarme en ese colegio
Hogwarts?
—Encontrarás todos los detalles en la segunda hoja de pergamino que hay
en el sobre. Saldrás de la estación de King's Cross el uno de septiembre. En el
sobre también encontrarás un billete de tren.
Él asintió y Dumbledore se puso en pie y volvió a tenderle la mano.
Mientras se la estrechaba, Tom dijo:
—Sé hablar con las serpientes. Lo descubrí en las excursiones al campo.
Ellas me buscan y me susurran cosas. ¿Les pasa eso a todos los magos?
Harry dedujo que Ryddle no había mencionado antes ese poder tan extraño
porque quería impresionar a su visitante en el momento justo.
—No es habitual —respondió Dumbledore tras una leve vacilación—, pero
tampoco es insólito.
Lo dijo con tono despreocupado, pero observó el rostro del muchacho.
Ambos se miraron fijamente un instante. Luego se soltaron las manos y
Dumbledore se dirigió hacia la puerta.
—Adiós, Tom. Nos veremos en Hogwarts.
—Creo que ya es suficiente —dijo el Dumbledore de cabello blanco que
Harry tenía a su lado, y segundos más tarde ambos volvían a elevarse en la
oscuridad, como si fueran ingrávidos, para aterrizar de pie en el despacho del
director.
—Siéntate —dijo éste.
Harry lo hizo, todavía con la mente colmada de las escenas que acababa de
presenciar.
—Él le creyó mucho más deprisa que yo. Me refiero a cuando usted le
reveló que era un mago —comentó—. En cambio, cuando a mí me lo dijo
Hagrid, no le creí.
—Sí, Ryddle estaba dispuesto a creer que era... «especial», para emplear sus
propias palabras.
—¿Usted ya lo sabía?
—¿Si sabía que acababa de conocer al mago tenebroso más peligroso de
todos los tiempos? No, no sospechaba que se convertiría en lo que es ahora. Sin
embargo, no cabe duda de que me intrigaba. Regresé a Hogwarts con la
intención de vigilarlo de cerca, algo que habría hecho de cualquier forma, dado
que él estaba solo en el mundo, sin familia y sin amigos, pero ya entonces intuí
que debía hacerlo tanto por su bien como por el de los demás.
»Como te habrás dado cuenta, tenía unos poderes muy desarrollados para
tratarse de un mago tan joven, pero lo más interesante e inquietante es que ya
había descubierto que podía ejercer cierto control sobre ellos y empezado a
utilizarlos de forma intencionada. Y como has visto, no eran experimentos
hechos al azar, típicos de los magos jóvenes, sino que utilizaba la magia contra
otras personas para asustar, castigar o dominar. Las historias del conejo que
apareció colgado de una viga y de los niños a quienes llevó con engaños a una
cueva movían a reflexión. "Puedo hacerles daño si quiero..."
—Y hablaba pársel —observó Harry.
—Sí, así es; una rara habilidad, presuntamente relacionada con las artes
oscuras, aunque también hay hablantes de pársel entre los magos de bien, como
ya sabemos. De hecho, su habilidad para comunicarse con las serpientes no me
inquietó tanto como sus obvios instintos para la crueldad, el secretismo y la
dominación.
»El tiempo vuelve a correr en nuestra contra —añadió Dumbledore
señalando el oscuro cielo que se veía por las ventanas—. Pero, antes de que nos
separemos, quiero que te fijes en ciertos aspectos de las escenas que acabamos
de presenciar, ya que guardan estrecha relación con los asuntos que
discutiremos en próximas reuniones. En primer lugar, espero que te hayas
percatado de la reacción de Ryddle cuando mencioné que había otra persona
que se llamaba como él.
Harry asintió con la cabeza.
—De ese modo demostró su desprecio por cualquier cosa que lo vinculara a
otras personas, o que lo hiciera parecer normal —explicó el director—. Ya por
entonces él quería ser diferente, distinguido y célebre. Como bien sabes, pocos
años después de esa conversación, se despojó de su nombre y creó la máscara
de «lord Voldemort», detrás de la cual se ha ocultado durante mucho tiempo.
«Espero que también hayas reparado en que Tom Ryddle era una persona
autosuficiente, reservada y solitaria; al parecer no tenía amigos. No quiso ayuda
ni compañía para hacer su visita al callejón Diagon. Prefería moverse solo. El
Voldemort adulto es igual. Muchos de sus mortífagos aseguran que él confía en
ellos, que son los únicos que están a su lado o que lo entienden. Pero se
equivocan. Lord Voldemort nunca ha tenido amigos, ni creo que haya deseado
tenerlos.
»Y por último (y espero que la fatiga no te impida prestar atención a esto,
Harry), al joven Tom Ryddle le gustaba coleccionar trofeos. Ya has visto la caja
de objetos robados que escondía en su habitación. Se los sustraía a las víctimas
de sus bravuconadas; eran recuerdos, por así llamarlos, de acciones mágicas
especialmente desagradables. Ten en cuenta esa tendencia suya a recoger y
guardar cosas porque más adelante resultará importante.
»Bien, se ha hecho tarde. Debes ir a acostarte.
Harry se levantó para marcharse, pero se fijó en la mesita donde había visto
el anillo de Sorvolo Gaunt durante la clase anterior. El anillo ya no estaba allí.
—¿Pasa algo? —preguntó Dumbledore al ver que el chico se detenía.
—El anillo ya no está. Pensé que quizá usted tendría la armónica o alguna
otra cosa.
El director lo miró sonriente por encima de sus gafas de media luna.
—Muy astuto, Harry, pero la armónica sólo era una armónica. —Y tras ese
enigmático comentario, hizo un ademán indicándole que se retirase.
14
Felix Felicis
A primera hora del día siguiente, Harry tuvo clase de Herbología. Durante el desayuno no pudo contarles a Ron y Hermione en qué había consistido su clase
con Dumbledore por miedo a que alguien los oyera, pero lo hizo mientras
atravesaban el huerto, camino de los invernaderos. El fuerte viento del fin de
semana había dejado de soplar por fin, aunque se había instalado de nuevo
aquella extraña neblina, de modo que tardaron un poco más de lo habitual en
dar con el invernadero que buscaban.
—¡Uf, qué miedo debía de dar el joven Quien-tú-sabes! —dijo Ron en voz
baja mientras se sentaban alrededor de una de las retorcidas cepas de
snargaluff, el objeto de estudio de ese trimestre, y se enfundaban los guantes
protectores—. Pero lo que sigo sin entender es por qué Dumbledore te enseña
todo eso. Ya sé que es muy interesante y demás, pero ¿para qué sirve?
—No lo sé —admitió Harry—. Pero, según él, es muy importante y me
ayudará a sobrevivir. —Se puso un protector de dentadura.
—Yo lo encuentro fascinante —opinó Hermione—. Es fundamental reunir
el máximo de información acerca de Voldemort. Si no, ¿de qué otro modo
podrías descubrir sus debilidades?
—¿Qué tal estuvo la última fiesta de Slughorn?—le preguntó Harry con voz
pastosa a causa del protector.
—¡Ah, pues muy divertida! —contestó Hermione mientras se ponía las
gafas protectoras—. Hombre, se pasa un poco hablándonos de ex alumnos
famosos y le hace un montón la pelota a McLaggen porque conoce a mucha
gente influyente, pero nos ofreció una comida deliciosa y nos presentó a
Gwenog Jones.
—¿Gwenog Jones? —preguntó Ron abriendo mucho los ojos tras sus
gafas—. ¿La famosa Gwenog Jones? ¿La capitana del Holyhead Harpies?
—Exacto. Personalmente, la encontré un poco creída, pero...
—¡Basta de cháchara! —los reprendió la profesora Sprout, que se había
acercado y los miraba con gesto adusto—. Os estáis retrasando. Vuestros
compañeros ya han empezado y Neville ha conseguido extraer la primera
vaina.
Los tres amigos miraron. Era verdad: Neville, con un labio ensangrentado y
varios arañazos en la mejilla, aferraba un objeto verde del tamaño de un pomelo
que latía de forma repugnante.
—¡Sí, profesora, ahora mismo comenzamos! —dijo Ron, y cuando la
profesora se dio la vuelta, añadió en voz baja—: Tendrías que haber utilizado el
muffliato, Harry.
—¡De eso nada! —saltó Hermione y puso cara de enfado, como hacía
siempre que el Príncipe Mestizo y sus hechizos salían en la conversación—.
¡Vamos, vamos! Pongámonos a trabajar... —Y torció el gesto, aprensiva.
Todos respiraron hondo y se abalanzaron sobre la retorcida cepa con que
les había tocado lidiar.
La cepa cobró vida al instante y de su parte superior brotaron unos tallos
largos y espinosos como de zarza. Uno de ellos se enredó en el cabello de
Hermione, pero Ron lo rechazó con unas tijeras de podar. Harry consiguió
atrapar un par y les hizo un nudo. Entonces se abrió un agujero en medio de las
ramas con aspecto de tentáculos. Demostrando gran valor, Hermione metió un
brazo en el agujero, que se cerró como una trampa y se lo aprisionó hasta el
codo. Harry y Ron tiraron de los tallos y los retorcieron, obligando al agujero a
abrirse otra vez, de modo que Hermione logró sacar una vaina igual que la de
Neville. De inmediato los espinosos tallos volvieron a replegarse y la nudosa
cepa se quedó quieta como si fuera un inocente trozo de madera muerta.
—¿Sabéis qué os digo? Que cuando tenga mi propia casa no creo que plante
ningún bicho de éstos en el jardín —dijo Ron al tiempo que se subía las gafas y
se secaba el sudor de la cara.
—Pásame un cuenco —pidió Hermione, sujetando la palpitante vaina con
el brazo bien estirado para alejarla del cuerpo.
Harry le pasó un recipiente y ella, con cara de asco, dejó caer la vaina
dentro.
—¡No seas tan delicada y estrújala! ¡Son mejores cuando están frescas! —
exclamó la profesora Sprout.
—En fin —dijo Hermione, retomando el hilo de la interrumpida
conversación, como si no acabara de atacarlos aquella cepa asquerosa—,
Slughorn va a organizar una fiesta de Navidad, y de ésa no conseguirás
escaquearte, porque me pidió que averiguara qué noches tienes libres. Quiere
asegurarse de celebrarla un día en que puedas asistir.
Harry dejó escapar un quejido. Y Ron, que estaba intentando exprimir la
vaina en el cuenco a base de retorcerla con todas sus fuerzas, espetó con enfado:
—Y esa fiesta también será sólo para los preferidos de Slughorn, ¿no?
—Sí, sólo para los miembros del Club de las Eminencias —confirmó
Hermione.
La vaina se escurrió entre las manos de Ron y, tras rebotar en la pared de
cristal del invernadero, fue a dar contra la cabeza de la profesora Sprout,
arrancándole el viejo y remendado sombrero. Harry se apresuró a recuperar la
vaina; cuando volvió junto a sus amigos, Hermione estaba diciendo
—Mira, eso del Club de las Eminencias no me lo he inventado yo...
—Club de las Eminencias —repitió Ron con una sonrisa burlona propia de
Malfoy—. ¡Qué patético! Bueno, espero que te lo pases muy bien en esa fiesta.
¿Por qué no intentas ligar con McLaggen? Así Slughorn podría nombraros rey y
reina de las eminencias...
—Podemos llevar invitados —replicó Hermione ruborizándose—, y yo
pensaba pedirte que vinieras. Pero ya que lo encuentras tan estúpido, ¡se lo
pediré a otro!
Harry lamentó que la vaina no hubiera ido a parar al otro extremo del
invernadero, porque así habría podido alejarse un rato de sus amigos. De
cualquier modo, como ninguno de ellos le hacía caso, agarró el cuenco que
contenía la vaina e intentó abrirla por los medios más ruidosos y enérgicos que
se le ocurrieron, aunque por desgracia siguió oyendo la conversación.
—¿Ibas a pedírmelo a mí? —preguntó Ron, súbitamente enternecido.
—Sí —contestó ella, enfadada—. Pero ya veo que prefieres que ligue con
McLaggen...
Hubo un silencio, pero Harry siguió aporreando la resistente vaina con una
palita.
—No, si yo no digo eso... —murmuró Ron.
En ese momento Harry apuntó mal y golpeó el cuenco, que se hizo añicos.
—¡Reparo! —dijo tocando los trozos con la punta de su varita, y el cuenco se
recompuso.
Sin embargo, el ruido hizo que sus amigos volvieran a fijarse en él.
Hermione, nerviosa, se puso a buscar en su Arboles carnívoros del mundo la
manera correcta de exprimir las vainas de snargaluff; por su parte, Ron, aunque
con cara de avergonzado, también parecía muy contento.
—Pásamela, Harry —pidió Hermione—. Aquí dice que hay que pincharlas
con algo punzante...
Tras entregarle el cuenco con la vaina, ambos chicos volvieron a ponerse las
gafas protectoras y se abalanzaron una vez más sobre la cepa.
Mientras peleaba con un espinoso tallo que parecía empeñado en
estrangularlo, Harry pensó que aquello en realidad no lo sorprendía; él ya
sospechaba que tarde o temprano pasaría algo parecido. Pero no sabía qué
pensar... Cho y él no se hablaban desde el comienzo del curso; de hecho, sentían
tanta vergüenza que ni siquiera se miraban. ¿Y si Ron y Hermione empezaban a
salir juntos y luego cortaban? ¿Conservarían su amistad? Harry recordó las
pocas semanas del tercer año en Hogwarts en que sus dos amigos no se habían
dirigido la palabra; él lo había pasado muy mal intentando limar las diferencias
entre ellos. ¿Y si empezaban a salir juntos y no cortaban? ¿Y si acababan como
Bill y Fleur y se volvía insoportable estar con ellos, y él quedaba marginado
para siempre?
—¡Ya te tengo! —exclamó Ron mientras arrancaba una segunda vaina de la
cepa justo cuando Hermione conseguía abrir la primera, de modo que el cuenco
se llenó de tubérculos de un verde pálido que se retorcían como gusanos.
Durante el resto de la clase no volvió a mencionarse la fiesta de Slughorn.
Harry observó con atención a sus dos amigos las semanas siguientes, pero
ni Ron ni Hermione se comportaban de forma diferente, aunque sí se mostraban
un poco más educados de lo habitual el uno con el otro. Harry supuso que
tendría que esperar y ver qué ocurría la noche de la fiesta, cuando estuvieran
bajo los efectos de la cerveza de mantequilla en la habitación en penumbra de
Slughorn. Mientras tanto, él tenía problemas más urgentes que atender.
Katie Bell seguía ingresada en el Hospital San Mungo y no parecía que
fueran a darle el alta pronto, y eso significaba que al prometedor equipo de
Gryffindor que Harry entrenaba con tanto esmero desde septiembre le faltaba
un cazador. Él aplazaba el momento de sustituir a Katie con la esperanza de
que se reincorporara al equipo, pero faltaba poco para el primer partido contra
Slytherin, y finalmente tuvo que aceptar que ella no volvería a tiempo para
jugar.
Sin embargo, no se veía capaz de soportar otras pruebas de selección como
las primeras. Así pues, con un sentimiento de desazón que tenía poco que ver
con el quidditch, un día abordó a Dean Thomas después de la clase de
Transformaciones. La mayoría de los alumnos ya se había marchado, aunque
todavía quedaban algunos canarios zumbando y gorjeando por el aula, todos
obra de Hermione (nadie más había conseguido hacer aparecer de la nada ni
una pluma).
—¿Todavía te interesa jugar de cazador?
—¿Qué? ¡Pues claro! —exclamó Dean, emocionado.
Seamus Finnigan, que estaba detrás de Dean, metió sus libros en la mochila
con cara de enfado. Una de las razones por las que Harry habría preferido no
pedirle a Dean que jugara era porque sabía que a Seamus no le haría ninguna
gracia. Pero su obligación era pensar en lo mejor para el equipo, y Dean había
volado mejor que Seamus en las pruebas.
—Pues quedas convocado —dijo—. Esta noche hay entrenamiento a las
siete en punto.
—Vale. ¡Gracias, Harry! ¡Ostras, voy a contárselo a Ginny!
Salió a toda prisa del aula y Harry y Seamus se quedaron solos; fue un
momento embarazoso, y para colmo, uno de los canarios de Hermione pasó
volando y soltó un excremento que cayó en la cabeza de Seamus.
Finnigan no fue el único que se sintió contrariado por la elección del
sustituto de Katie. En la sala común se murmuró mucho sobre que Harry
hubiera elegido a dos de sus compañeros de curso para jugar en el equipo; pero
a él, que había sido blanco de murmuraciones mucho peores desde que
empezara sus estudios en Hogwarts, no le importó demasiado. No obstante, se
sentía muy presionado para ganar el inminente partido contra Slytherin. Si
Gryffindor se alzaba con la victoria, sus compañeros de casa olvidarían que lo
habían criticado y jurarían que siempre habían creído a pies juntillas en su
equipo. En cambio, si perdían...
«Bueno, he soportado cosas peores», pensó con ironía.
Esa noche, después de ver volar a Dean, se le pasaron todas las dudas
acerca de su elección: Dean encajaba muy bien con Ginny y Demelza, y los
golpeadores, Peakes y Coote, estaban progresando mucho. El único problema
era Ron. Harry sabía que su amigo era un jugador inconstante cuyo punto débil
eran los nervios y la falta de confianza, y por desgracia, la cercanía del primer
partido de la temporada había sacado a la superficie sus antiguas
inseguridades. Acababa de encajar media docena de goles, la mayoría de ellos
marcados por Ginny, y sus movimientos parecían cada vez más desesperados y
torpes, hasta que al final le pegó un puñetazo en la boca a Demelza Robins
cuando ésta intentaba colocarse de cara al gol.
—¡Ha sido un accidente! ¡Lo siento muchísimo, Demelza! —se excusó Ron
mientras ella, con el labio sangrando, descendía en zigzag hasta el suelo—. Es
que...
—¡Te has dejado dominar por el pánico! —le reprochó Ginny, furiosa.
Aterrizó al lado de Demelza y le examinó el hinchado labio—. ¡Eres un idiota,
Ron! ¡Mira cómo la has dejado!
—Ya se lo arreglo yo —dijo Harry, posándose junto a las dos chicas; apuntó
con su varita a la boca de Demelza y exclamó—: ¡Episkeyo! —Luego añadió—: Y
no llames idiota a Ron, Ginny. Tú no eres la capitana del equipo.
—Ya, pero como tú parecías demasiado ocupado para llamarle idiota, me
pareció oportuno...
Harry contuvo la risa.
—A vuestras escobas. ¡Todos arriba!
Fue uno de los peores entrenamientos del curso. No obstante, Harry pensó
que decir las cosas con tanta sinceridad no era la mejor táctica, faltando tan
poco para el partido.
—Buen trabajo, chicos. Creo que aplastaremos a Slytherin —los felicitó con
convicción.
Los cazadores y los golpeadores salieron del vestuario bastante satisfechos
consigo mismos.
—He jugado como un saco de estiércol de dragón —dijo Ron, alicaído,
cuando la puerta se cerró detrás de Ginny.
—Eso no es verdad —replicó Harry—. Eres el mejor guardián de todos los
que se presentaron a la prueba. Tu único problema son los nervios.
Siguió animándolo mientras regresaban al castillo, y cuando llegaron al
segundo piso Ron parecía un poco más alegre. Sin embargo, cuando Harry
apartó el tapiz para tomar el atajo por el que solían ir a la torre de Gryffindor,
los dos amigos encontraron a Dean y Ginny abrazados y besándose
apasionadamente, como si los hubieran pegado con cola.
Harry sintió que algo enorme y con escamas cobraba vida en su estómago y
le arañaba las entrañas; fue como si un chorro de sangre muy caliente le
inundara el cerebro, le borrara todos los pensamientos y los sustituyera por un
acuciante impulso de hacerle un embrujo a Dean y convertirlo en jalea.
Mientras se debatía con esa repentina locura, oyó la voz de Ron, aunque le sonó
como si su amigo estuviese muy lejos de allí.
—¡Eh, eh!
Dean y Ginny se separaron y volvieron las cabezas.
—¿Qué pasa? —preguntó Ginny.
—¡No quiero volver a ver a mi hermana besuqueándose con un tío en
público!
—¡Este pasillo estaba vacío antes de que vinieses a meter tus entrometidas
narices! —le espetó Ginny.
Dean no sabía dónde esconderse. Le lanzó a Harry una tímida sonrisa que
éste no le devolvió; el monstruo que acababa de nacer en su interior bramaba
exigiendo la inmediata destitución de Dean del equipo.
—Hum... Vamos, Ginny... —dijo Dean—. Volvamos a la sala común...
—¡Ve tú! —le soltó ella—. Yo tengo que hablar con mi querido hermano.
Dean se marchó, aliviado de poder abandonar aquel escenario.
—Mira, Ron —dijo Ginny apartándose el largo y pelirrojo cabello de la cara
y fulminando con la mirada a su hermano—, vamos a aclarar esto de una vez
por todas. No es asunto tuyo con quién salgo ni lo que hago...
—¡Claro que es asunto mío! —replicó él, igual de furioso—. ¿Crees que me
gusta que la gente diga que mi hermana es una...?
—¿Una qué? —gritó Ginny, y sacó su varita—. ¿Una qué, Ron? ¿Qué ibas a
decir?
—No iba a decir nada, Ginny —terció Harry, apaciguador, pese a que el
monstruo corroboraba con sus rugidos las palabras de Ron.
—¡Claro que sí! —le espetó ella con rabia—. Que él nunca se haya besado
con nadie, o que el mejor beso que jamás le han dado sea de nuestra tía Muriel...
—¡Cierra el pico! —bramó Ron, su rostro virando del rojo al granate.
—¡No me da la gana! —chilló Ginny fuera de sí—. Ya te he visto con
Flegggrrr. Te mueres de ganas de que te dé un beso en la mejilla cada vez que la
ves. ¡Es penoso! ¡Si salieras un poco por ahí y besaras a unas cuantas chicas, no
te molestaría tanto lo que hacen los demás!
Ron también había sacado su varita y Harry se interpuso rápidamente.
—¡No sabes lo que dices! —gritó Ron intentando apuntar, para lo cual tenía
que esquivar a Harry, que se había puesto delante de Ginny con los brazos
abiertos—. ¡Que no lo haga en público no significa...!
Su hermana soltó una carcajada desdeñosa y trató de apartar a Harry.
—¿Con quién te has besado? ¿Con Pigwidgeon? ¿O tienes una fotografía de
tía Muriel debajo de la almohada?
—Eres una...
Un rayo de luz anaranjada pasó bajo el brazo izquierdo de Harry y estuvo a
punto de darle a Ginny; Harry empujó a Ron contra la pared.
—No seas estúpido...
—¡Harry se besaba con Cho Chang! —gritó Ginny—. ¡Y Hermione se
besaba con Viktor Krum! ¡El único que se comporta como si eso fuera algo malo
eres tú, Ron, y es porque tienes menos experiencia que un crío de doce años!
Y sin más se marchó hecha una furia, pero conteniendo el llanto. Harry
soltó a Ron, cuya mirada despedía un brillo asesino. Los dos amigos se
quedaron allí de pie, resoplando, hasta que la Señora Norris —la gata de Filch—
apareció por una esquina, lo cual aligeró la tensión.
—¡Vámonos! —dijo Harry al oír acercarse los pasos del conserje.
Subieron a toda prisa la escalera y recorrieron el pasillo del séptimo piso.
—¡Eh, tú! ¡Aparta! —le gruñó Ron a una niña, que se sobresaltó y dejó caer
una botella de huevos de sapo.
Harry apenas oyó el ruido de cristales rotos; se sentía desorientado y
mareado; pensó que si te caía un rayo encima debías de notar algo parecido. «Es
porque se trata de la hermana de Ron —se dijo—. No te ha gustado verla
besándose con Dean porque es la hermana de Ron...»
Pero de sopetón le vino a la mente una imagen en la que él estaba besando
a Ginny en ese mismo pasillo vacío. De inmediato, el monstruo que tenía dentro
se puso a ronronear, pero de pronto Ron desgarraba el tapiz que tapaba la
entrada y apuntaba con su varita a Harry gritando cosas como «traicionando mi
confianza» y «creía que eras amigo mío».
—¿Crees que es verdad que Hermione se dio el lote con Krum? —preguntó
el auténtico Ron mientras se aproximaban al retrato de la Señora Gorda.
Harry dio un respingo y, sintiéndose culpable, borró de su imaginación un
nuevo pasillo donde ya no podía entrar Ron, donde Ginny y él estaban a solas...
—¿Qué? —dijo—. Ah... Hum...
La respuesta sincera habría sido «sí», pero no quiso dársela. Sin embargo,
Ron interpretó su mirada de la peor manera posible.
—«Sopa de leche» —le dijo ceñudo a la Señora Gorda, y ambos entraron en
la sala común por el hueco del retrato.
Ninguno de los dos volvió a mencionar a Ginny ni a Hermione; es más, esa
noche apenas se hablaron y se acostaron sin decirse nada, cada uno absorto en
sus pensamientos.
Harry permaneció largo rato despierto, contemplando el toldo de su cama
con dosel, e intentó convencerse de que lo que sentía por Ginny era lo mismo
que sentían los hermanos mayores por sus hermanas. ¿Acaso no habían
convivido todo el verano como auténticos hermanos, jugando al quidditch,
bromeando con Ron y riéndose de Bill y Flegggrrr? Hacía años que la conocía...
Era lógico que dirigiera hacia ella su instinto protector, que quisiera vigilarla...
que quisiera descuartizar a Dean por haberla besado... No, no... tendría que
controlar ese sentimiento fraternal en particular.
Ron soltó un sonoro ronquido.
«Es la hermana de Ron —se dijo Harry con firmeza—. La hermana de mi
amigo. Está descartada.» El no pondría en peligro su amistad con Ron por nada
del mundo. Golpeó la almohada para moldearla mejor y esperó a que llegara el
sueño, tratando de impedir que sus pensamientos divagaran hacia Ginny.
Por la mañana despertó un poco aturdido tras una serie de sueños en los
que Ron lo perseguía con un bate de golpeador, pero al mediodía habría
cambiado de buen grado al Ron de aquellos sueños por el verdadero, puesto
que éste no sólo les hacía el vacío a Ginny y Dean, sino que también trataba a la
dolida y perpleja Hermione con una indiferencia gélida y desdeñosa. Y además,
de la noche a la mañana se había vuelto susceptible y agresivo como un
escreguto de cola explosiva. Harry pasó todo el día intentando mantener la paz
entre su amigo y Hermione, pero sin éxito; finalmente, ella fue a acostarse, muy
indignada, y Ron se marchó al dormitorio de los chicos tras insul tar con rabia a
unos asustados alumnos de primer año tan sólo porque lo habían mirado.
La desesperación de Harry fue en aumento porque a Ron no se le pasó la
agresividad en los días siguientes. Peor aún, coincidió con una caída en picado
de sus habilidades como guardián, lo que provocó que se pusiera todavía más
agresivo, de modo que, durante el último entrenamiento antes del partido del
sábado, no paró ni un solo lanzamiento, pero les gritó tanto a todos que
Demelza Robins acabó hecha un mar de lágrimas.
—¡Cállate y déjala en paz! —lo increpó Peakes, que era bastante más bajo
que Ron pero llevaba un pesado bate en las manos...
—¡Basta! —bramó Harry al ver cómo Ginny miraba desde lejos a su
hermano con los ojos entornados. Y, recordando su fama de experta en el
maleficio de los mocomurciélagos, salió disparado para intervenir antes de que
la situación se le fuera de las manos—. Peakes, ve y guarda las bludgers.
Demelza, tranquilízate, hoy has jugado muy bien. Ron... —Esperó a que el resto
del equipo no pudiera oírlos, y entonces le dijo—: Eres mi mejor amigo, pero si
sigues tratando así a los demás tendré que echarte del equipo.
Por un instante Harry temió una reacción violenta, pero pasó algo mucho
peor: Ron se desplomó sobre su escoba.
—Renuncio a mi puesto —murmuró, ya sin ganas de pelea—. Lo hago
fatal.
—¡No lo haces fatal! ¡Y no acepto tu renuncia! —exclamó Harry,
agarrándolo por la pechera de la túnica—. Cuando estás en forma lo paras todo;
lo que tienes es un problema mental.
—¿Me estás llamando loco?
—¡A lo mejor sí!
Se miraron un momento y Ron movió la cabeza con desazón.
—Ya sé que no tienes tiempo de conseguir otro guardián, así que mañana
jugaré. Pero si perdemos, y seguro que perderemos, dejo el equipo.
De nada sirvieron las palabras de Harry en ese momento, así que durante la
cena lo intentó de nuevo, pero Ron estaba tan ocupado cultivando su malhumor
y su antipatía hacia Hermione que no se dio por enterado. Harry no cejó y
volvió a empeñarse por la noche en la sala común, pero su afirmación de que el
equipo se hundiría si Ron lo abandonaba quedó un tanto debilitada por el
hecho de que los otros miembros del equipo, sentados en grupo en un rincón de
la sala, criticaban a Ron y le lanzaban miradas ceñudas. Por último, Harry
probó a enfadarse otra vez con la esperanza de provocarlo y hacerle adoptar
una actitud desafiante, pues quizá de esa manera sería capaz de parar algún
lanzamiento. Pero su estrategia no funcionó mejor que la de darle ánimos,
porque cuando fue a acostarse Ron parecía más abatido y deprimido que nunca.
Esa noche Harry volvió a quedarse largo rato despierto en la oscuridad. No
quería perder el partido del día siguiente; no sólo era su primer partido como
capitán, sino que además estaba decidido a derrotar a Draco Malfoy en
quidditch aunque todavía no pudiera demostrar lo que sospechaba de él. Sin
embargo, si Ron jugaba como en los últimos entrenamientos, las posibilidades
de ganar eran escasas.
Ojalá pudiera lograr que Ron se sobrepusiera, diera lo mejor de sí mismo y
estuviera inspirado ese día... Y la respuesta le llegó en un repentino y glorioso
golpe de inspiración.
Al día siguiente, como era habitual en esas ocasiones, a la hora del
desayuno reinaba un ambiente de gran agitación: los alumnos de Slytherin
silbaban y abucheaban ruidosamente cada vez que un jugador del equipo de
Gryffindor entraba en el Gran Comedor. Harry echó un vistazo al techo y vio
un despejado cielo azul celeste: un buen presagio.
La abigarrada mesa de Gryffindor, que se veía como una masa compacta
roja y dorada, prorrumpió en aplausos cuando Ron y Harry entraron. Harry
sonrió y saludó con una mano; Ron compuso una mueca y meneó la cabeza.
—¡Ánimo, Ron! —gritó Lavender—. ¡Sé que vas a jugar muy bien!
El no le hizo caso.
—¿Te sirvo té? —le ofreció Harry—. ¿Café? ¿Zumo de calabaza?
—Lo que quieras —respondió un desanimado Ron, y se puso a
mordisquear una tostada.
Pasados unos minutos llegó Hermione; estaba tan harta del desagradable
comportamiento de Ron que no había bajado con ellos a desayunar. Se paró a
su lado mientras buscaba un sitio en la mesa.
—¿Qué tal estáis? —les preguntó, y contempló la nuca de Ron.
—Muy bien —contestó Harry, que en ese momento intentaba hacerle beber
un vaso de zumo de calabaza a su amigo—. Venga, bébete esto.
A regañadientes, Ron cogió el vaso y ya se lo llevaba a los labios, cuando de
pronto Hermione exclamó:
—¡No lo bebas!
Ambos la miraron.
—¿Por qué? —preguntó Ron.
Hermione miró de hito en hito a Harry, como si no diese crédito a sus ojos.
—Le has puesto algo en la bebida —lo acusó.
—¡Pero qué dices! —repuso Harry.
—Ya me has oído. Te he visto. Le has puesto algo en la bebida. ¡Mira,
todavía tienes la botella en la mano!
—No sé de qué me hablas —repuso Harry, guardándose rápidamente la
botellita en el bolsillo.
—¡Hazme caso, Ron, no te lo bebas! —insistió Hermione, muy alterada,
pero él levantó el vaso, lo vació de un trago y dijo:
—Deja ya de mangonear.
Ella, escandalizada, se inclinó para susurrarle a Harry:
—Deberían expulsarte por esto. ¡No me esperaba una cosa así de ti!
—Mira quién habla —le susurró él—. ¿Has hecho algún confundus
últimamente?
Echando chispas, Hermione dio media vuelta y fue a buscar un asiento
lejos de ellos. Harry no se sintió culpable. Hermione nunca había entendido la
importancia del quidditch. Luego miró a Ron, que en ese momento se relamía, y
comentó:
—Ya casi es la hora.
La hierba helada crujía bajo sus pies mientras se dirigían hacia el estadio.
—Qué suerte que haga tan buen tiempo, ¿verdad? —observó Harry.
—Sí —admitió Ron, que estaba pálido.
Ginny y Demelza ya se habían puesto las túnicas de quidditch y esperaban
en el vestuario.
—Las condiciones parecen ideales —comentó Ginny ignorando a Ron—. ¿Y
sabéis qué? A uno de los cazadores de Slytherin, Vaisey, lo golpearon con una
bludger en la cabeza durante el entrenamiento de ayer y no podrá jugar. ¡Y por
si fuera poco, Malfoy también está enfermo!
—¿Qué? —se extrañó Harry—. ¿Que está enfermo? ¿Qué tiene?
—No lo sé, pero para nosotros es mejor —repuso ella, muy contenta—. Lo
sustituirá Harper; va a mi curso y es un inútil.
Harry esbozó una vaga sonrisa, pero mientras se ponía la túnica escarlata
no pensaba en el quidditch. En otra ocasión Malfoy ya había dicho que no podía
jugar porque estaba lesionado, pero entonces se había asegurado de que
cambiaran la fecha del partido y lo pusieran un día que convenía a los de
Slytherin. ¿Por qué ahora no le importaba que lo sustituyeran? ¿Estaba enfermo
de verdad o sólo fingía?
—Qué sospechoso lo de Malfoy, ¿no? —le comentó a Ron—. Me huele a
chamusquina.
—Yo lo llamo suerte. —Ron parecía un poco más animado—. Y Vaisey
tampoco jugará, y es su mejor goleador; no me hacía ninguna gracia que... ¡Eh!
—exclamó de pronto, mirando fijamente a Harry, y dejó de ponerse los guantes
de guardián.
—¿Qué pasa?
—Tú... —Bajó la voz; parecía asustado y al mismo tiempo emocionado—. El
desayuno... Mi zumo de calabaza... ¿No habrás...?
Harry arqueó las cejas, pero se limitó a decir:
—El partido empieza dentro de cinco minutos, será mejor que te calces las
botas.
Salieron al campo en medio de apoteósicos gritos de ánimo y abucheos.
Uno de los extremos del estadio era una masa roja y dorada; el otro, un mar
verde y plateado. Muchos alumnos de Hufflepuff y Ravenclaw habían tomado
también partido: en medio de los gritos y aplausos, Harry distinguió con
claridad el rugido del célebre sombrero con cabeza de león de Luna Lovegood.
Harry se dirigió hacia la señora Hooch, que hacía de árbitro y ya estaba
preparada para soltar las pelotas de la caja.
—Estrechaos la mano, capitanes —indicó, y el nuevo capitán de Slytherin,
Urquhart, le trituró los dedos a Harry—. Montad en las escobas. Atentos al
silbato. Tres... dos... uno...
Tan pronto sonó el silbato, Harry y los demás se impulsaron con una fuerte
patada en el helado suelo y echaron a volar.
Harry recorrió el perímetro del campo buscando la snitch sin dejar de
vigilar a Harper, que volaba en zigzag muy por debajo de él. Entonces sonó una
voz muy diferente de la del comentarista de siempre:
—Bueno, allá van, y creo que a todos nos ha sorprendido el equipo que ha
formado Potter este año. Muchos creían que Ronald Weasley, después de su
irregular actuación el año pasado, quedaría descartado, pero, claro, siempre
ayuda tener una buena amistad con el capitán...
Esas palabras fueron recibidas con burlas y aplausos en las gradas
ocupadas por los simpatizantes de Slytherin. Harry volvió la cabeza hacia el
estrado del comentarista y vio a un chico rubio, alto, delgaducho y de nariz
respingona, hablando por el megáfono mágico que hasta entonces siempre
utilizaba Lee Jordán; Harry reconoció a Zacharias Smith, un jugador de
Hufflepuff que no le caía nada bien.
—Ahí va el primer ataque de Slytherin. Urquhart cruza el campo como una
centella y... —a Harry se le encogió el estómago— ¡paradón de Weasley! Bueno,
supongo que todos tenemos suerte alguna vez...
—Así es, Smith, él también tiene suerte a veces —masculló Harry con una
sonrisa burlona mientras descendía en picado entre los cazadores, mirando en
busca de la escurridiza snitch.
A la media hora de partido Gryffindor ganaba sesenta a cero, Ron había
hecho varias paradas espectaculares, algunas por los pelos, y Ginny había
marcado cuatro de los seis tantos de Gryffindor. Eso obligó a Zacharias a dejar
de preguntarse en voz alta si los hermanos Weasley sólo estaban en el equipo
porque le caían bien a Harry, y empezó a meterse con Peakes y Coote.
—Ya os habréis fijado en que Coote no tiene la planta del típico golpeador
—comentó con altivez—; por lo general suelen tener un poco más de músculo...
—¡Lánzale una bludger, a ver si se calla! —le gritó Harry a Coote cuando
pasó por su lado, pero éste, con una sonrisa, decidió apuntar con la bludger a
Harper, que en ese momento se cruzaba con ellos. Harry se alegró al oír un
ruido sordo que indicaba que la bludger había acertado.
A Gryffindor todo le salía bien. Marcaban un gol tras otro, y Ron paraba los
lanzamientos con una facilidad asombrosa. Estaba tan contento que incluso
sonreía, y cuando el público celebró una parada particularmente buena
entonando con entusiasmo el viejo tema «A Weasley vamos a coronar», él,
desde lo alto, simuló dirigirlos agitando una batuta imaginaria.
—Hoy se cree que es alguien especial, ¿verdad? —dijo una voz insidiosa, y
Harry casi se cayó de la escoba cuando Harper lo embistió con deliberada
fuerza—. Ese amigote tuyo traidor a la sangre...
En ese momento la señora Hooch estaba de espaldas, y aunque los
simpatizantes de Gryffindor protestaron enardecidos en las gradas, cuando ella
se dio la vuelta Harper ya había salido disparado. Harry, con el hombro
dolorido, se lanzó en su persecución decidido a embestirlo.
—¡Me parece que Harper, de Slytherin, ha encontrado la snitch! —anunció
Zacharias Smith por el megáfono—. ¡Sí, ha descubierto algo que Potter no ha
visto!
Harry pensó que Smith era un idiota rematado. ¿No se había dado cuenta
de que habían chocado? Pero un instante después comprendió que Zacharias
tenía razón: Harper no había salido disparado hacia arriba en cualquier
dirección, sino que había localizado la snitch, que volaba a toda velocidad por
encima de ellos despidiendo intensos destellos que destacaban contra el cielo
azul.
Harry aceleró, angustiado. El viento le silbaba en los oídos y no le permitía
escuchar los comentarios de Smith ni el griterío del público, pero Harper
todavía iba delante de él, y Gryffindor sólo llevaba una ventaja de cien puntos.
Si Harper llegaba antes que Harry, Gryffindor habría perdido. Y el jugador de
Slytherin estaba a sólo unos palmos de la snitch, con el brazo estirado...
—¡Eh, Harper! —gritó Harry a la desesperada—. ¿Cuánto te ha pagado
Malfoy para que jugaras en su lugar?
No supo qué lo impulsó a decir eso, pero Harper perdió la concentración y,
al intentar coger la snitch, la pelota se le escapó entre los dedos y pasó de largo.
Entonces Harry estiró un brazo y atrapó la diminuta pelota alada.
—¡Sí! —gritó Harry, y descendió en picado, con la snitch en la mano y el
brazo en alto.
Cuando el público se dio cuenta de lo que había pasado, se alzó una
ovación que casi ahogó el sonido del silbato que señalaba el final del partido.
—¿Adónde vas, Ginny? —gritó Harry, que había quedado atrapado en el
aire en medio del efusivo abrazo de sus compañeros; pero Ginny pasó como
una flecha y fue a estrellarse estrepitosamente contra el estrado del
comentarista.
En medio de los gritos y las risas del público, el equipo de Gryffindor
aterrizó junto a los restos de madera bajo los que Zacharias había quedado
sepultado. Harry oyó que Ginny, risueña y despreocupada, le decía a la
enfurecida profesora McGonagall: «Lo siento, profesora, se me olvidó frenar.»
Sonriendo, Harry se separó del resto del equipo y abrazó brevemente a
Ginny. Luego, esquivando la mirada de la muchacha, le dio una palmada en la
espalda al alborozado Ron. Olvidadas ya todas sus desavenencias, los
jugadores de Gryffindor abandonaban el campo cogidos del brazo, lanzando los
puños al aire y saludando a su afición.
En el vestuario reinó una atmósfera de júbilo.
—¡Seamus dice que hay fiesta en la sala común! —anunció Dean,
eufórico—. ¡Vamos! ¡Ginny, Demelza!
Ron y Harry se quedaron los últimos, y cuando se disponían a salir
apareció Hermione. Retorcía su bufanda de Gryffindor y parecía disgustada
pero decidida.
—Quiero hablar un momento contigo, Harry. —Respiró hondo y añadió—:
No debiste hacerlo. Ya oíste a Slughorn, es ilegal.
—¿Qué piensas hacer? ¿Delatarnos? —saltó Ron.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Harry, y se volvió para colgar su
túnica, de modo que sus amigos no vieran que sonreía.
—¡Sabes muy bien de qué estamos hablando! —chilló Hermione—. ¡Le
pusiste poción de la suerte en el zumo del desayuno! ¡Felix Felicis!
—No es verdad —negó Harry.
—¡Sí, Harry, y por eso todo salió tan bien! ¡Por eso no pudieron jugar los
mejores de Slytherin y por eso Ron lo ha parado todo!
—¡No le puse poción en el zumo! —insistió Harry con una sonrisa de oreja
a oreja. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la botellita que
Hermione le había visto en la mano esa mañana. Estaba llena de poción dorada
y el tapón de corcho seguía sellado con cera—. Quería que Ron se lo creyera, así
que fingí ponérsela cuando tú estabas mirando. Has parado los lanzamientos
porque te sentías con suerte —le explicó a su amigo—. Pero lo has hecho tú
sólito. —Volvió a guardarse la poción.
—¿Seguro que no había nada en el zumo de calabaza? —preguntó Ron,
perplejo—. Hace muy buen tiempo y Vaisey no ha podido jugar... ¿De verdad
no me has dado poción de la suerte?
Harry negó con la cabeza. Ron lo miró un instante y luego miró a
Hermione.
—¡«Esta mañana le has puesto Felix Felicis en el zumo a Ron, por eso lo ha
parado todo!» —la imitó en son de burla—. ¡Pues mira! ¡Resulta que sé parar
lanzamientos sin ayuda de nadie, Hermione!
—Yo nunca he dicho que no sepas... ¡Ron, tú también pensabas que te la
habías tomado!
Pero Ron ya se había marchado con la escoba al hombro.
—Vaya... —dijo Harry en medio de un tenso silencio; no había previsto que
pudiera salirle el tiro por la culata—. ¿Qué, vamos a la fiesta?
—¡Ve tú! —le soltó Hermione conteniendo las lágrimas—. Estoy harta de
Ron, no sé qué se supone que he hecho mal...
Y también salió precipitadamente del vestuario.
Harry cruzó sin prisa los abarrotados jardines en dirección al castillo.
Muchos alumnos lo felicitaban al pasar, pero él se sentía decepcionado. Se había
hecho ilusiones de que si Ron lo hacía bien, Hermione y él volverían a ser
amigos de inmediato. No se le ocurría cómo explicarle a Hermione que la
verdadera razón del terco enfado de Ron era que ella se había besado con
Viktor Krum, y menos cuando de eso hacía bastante tiempo.
Cuando entró en la sala común no vio a su amiga, pero la fiesta en honor
del equipo de Gryffindor estaba en pleno apogeo. Su llegada fue recibida con
renovados vítores y aplausos, y pronto se vio rodeado por una multitud que lo
felicitaba. Tuvo que librarse de los hermanos Creevey, que pretendían que
hiciera un detallado análisis del partido, y de un numeroso grupo de niñas que
lo rodearon y se rieron hasta de sus comentarios menos graciosos sin dejar de
hacerle caídas de ojos, de modo que tardó un rato en empezar a buscar a Ron.
Al fin también consiguió zafarse de Romilda Vane, quien no paraba de
insinuarle que le encantaría ir con él a la fiesta de Navidad de Slughorn.
Mientras se abría paso hacia la mesa de las bebidas, tropezó con Ginny, que
llevaba al micropuff Arnold encaramado en un hombro y a Crookshanks pegado
a los talones, maullando sin éxito.
—¿Buscas a Ron? —le preguntó la pequeña de los Weasley con una
sonrisita de complicidad—. Está allí, el muy asqueroso hipócrita.
Harry miró hacia el rincón que señalaba Ginny. Y en efecto, a la vista de
todo el mundo, Ron y Lavender Brown se abrazaban con tanta pasión que
costaba distinguir de quién era cada mano.
—Parece que se la esté comiendo, ¿no? —observó Ginny con frialdad—.
Supongo que de alguna manera tiene que perfeccionar su técnica. Has jugado
muy bien, Harry.
Le dio unas palmaditas en el brazo y Harry notó un cosquilleo de vértigo
en el estómago, pero ella siguió su camino y fue a servirse más cerveza de
mantequilla. Crookshanks la siguió con los ojos fijos en Arnold.
Harry dejó de mirar a Ron, que no parecía tener intenciones de salir a la
superficie, y en ese preciso momento vio cómo se cerraba el hueco del retrato.
Le pareció atisbar una tupida melena castaña que se perdía de vista, y sintió un
gran desaliento.
Corrió en esa dirección, volvió a esquivar a Romilda Vane y abrió de un
empujón el retrato de la Señora Gorda, pero el pasillo estaba desierto.
—¡Hermione!
La encontró en la primera aula que no estaba cerrada con llave. Se había
sentado en la mesa del profesor y la rodeaba un pequeño círculo de gorjeantes
canarios que había hecho aparecer de la nada. A Harry le impresionó que
lograse el hechizo en un momento como ése.
—¡Hola, Harry! —lo saludó ella con voz crispada—. Sólo estaba
practicando.
—Sí, ya veo... Son... muy bonitos. —No sabía qué decir. Con un poco de
suerte, tal vez Hermione no hubiese visto a Ron con las manos en la masa y sólo
se había marchado porque le desagradaba tanto alboroto, pero ella dijo, con una
voz inusualmente chillona:
—Ron se lo está pasando en grande en la fiesta.
—Hum... ¿Ah, sí?
—No finjas que no lo has visto. No puede decirse que se estuviera
escondiendo, ¿no?
En ese instante se abrió la puerta del aula, y Harry, horrorizado, vio entrar
a Ron riendo y arrastrando a Lavender de la mano.
—¡Oh! —dijo el muchacho, y se paró en seco al verlos.
—¡Uy! —exclamó Lavender, y salió riendo del aula. La puerta se cerró
detrás de ella.
Al punto se impuso un silencio tenso e incómodo. Hermione miró fijamente
a Ron, que, eludiendo su mirada, dijo con una curiosa mezcla de chulería y
torpeza:
—¡Hola, Harry! ¡No sabía dónde te habías metido!
Hermione bajó de la mesa con un movimiento lánguido. La pequeña
bandada de pájaros dorados siguió gorjeando y describiendo círculos alrededor
de su cabeza, dándole el aspecto de una extraña maqueta del sistema solar con
plumas.
—No dejes a Lavender sola ahí fuera —dijo con calma—. Estará
preocupada por ti.
Y caminó despacio y muy erguida hasta la puerta. Harry miró a Ron, que
parecía aliviado de que no hubiese ocurrido nada peor.
—¡Oppugno! —exclamó entonces Hermione desde el umbral, y con la cara
desencajada apuntó a Ron con la varita.
La bandada de pájaros salió disparada como una ráfaga de balas doradas
hacia Ron, que soltó un grito y se tapó la cara con las manos, pero aun así los
pájaros lo atacaron, arañando y picando cada trocito de piel que encontraban.
—¡Hermione, por favor! —suplicó el muchacho, pero, con una última
mirada rabiosa y vengativa, ella abrió la puerta de un tirón y salió al pasillo.
A Harry le pareció oír un sollozo antes de que la puerta se cerrara.
15
El Juramento Inquebrantable
Una vez más la nieve formaba remolinos tras las heladas ventanas; se acercaba la Navidad. Como todos los años y sin ayuda alguna, Hagrid ya había llevado
los doce árboles navideños al Gran Comedor; había guirnaldas de acebo y
espumillones enroscados en los pasamanos de las escaleras; dentro de los
cascos de las armaduras ardían velas perennes, y del techo de los pasillos
colgaban a intervalos regulares grandes ramos de muérdago, bajo los cuales se
apiñaban las niñas cada vez que Harry pasaba por allí. Eso provocaba atascos
en los pasillos, pero, afortunadamente, en sus frecuentes paseos nocturnos por
el castillo Harry había descubierto diversos pasadizos secretos, de modo que no
le costaba tomar rutas sin adornos de muérdago para ir de un aula a otra.
Ron, que en otras circunstancias se habría puesto celoso, se desternillaba de
risa cada vez que Harry tenía que tomar uno de esos atajos para esquivar a sus
admiradoras. Sin embargo, a pesar de que Harry prefería mil veces a ese nuevo
Ron, risueño y bromista, antes que al malhumorado y agresivo compañero que
había soportado las últimas semanas, no todo eran ventajas. En primer lugar,
Harry tenía que aguantar con frecuencia la presencia de Lavender Brown, quien
opinaba que cualquier momento que no estuviera besándose con Ron era
tiempo desperdiciado; y además, se hallaba otra vez en la difícil situación de ser
el mejor amigo de dos personas que no parecían dispuestas a volver a dirigirse
la palabra.
Ron, que todavía tenía arañazos y cortes en las manos y los antebrazos
provocados por los belicosos canarios de Hermione, adoptaba una postura
defensiva y resentida.
—No tiene derecho a quejarse, porque ella se besaba con Krum —le dijo a
Harry—. Y ahora se ha enterado de que alguien quiere besarse conmigo. Pues
mira, éste es un país libre. Yo no he hecho nada malo.
Harry fingió estar enfrascado en el libro cuya lectura tenían que terminar
antes de la clase de Encantamientos de la mañana siguiente (La búsqueda de la
quintaesencia). Como estaba decidido a seguir siendo amigo de los dos, no tenía
más remedio que morderse la lengua cada tanto.
—Yo nunca le prometí nada a Hermione —farfulló Ron—. Hombre, sí, iba a
ir con ella a la fiesta de Navidad de Slughorn, pero nunca me dijo... Sólo como
amigos... Yo no he firmado nada...
Harry, consciente de que su amigo lo estaba mirando, volvió una página de
La búsqueda de la quintaesencia. La voz de Ron fue reduciéndose a un murmullo
apenas audible a causa del chisporroteo del fuego, aunque a Harry le pareció
distinguir otra vez las palabras «Krum» y «que no se queje».
Hermione tenía la agenda tan llena que Harry sólo podía hablar con calma
con ella por la noche, aunque, en cualquier caso, Ron estaba enroscado
alrededor de Lavender y ni se fijaba en lo que hacía su amigo. Hermione se
negaba a sentarse en la sala común si Ron estaba allí, de modo que Harry se
reunía con ella en la biblioteca, y eso significaba que tenían que hablar en voz
baja.
—Tiene total libertad para besarse con quien quiera —afirmó Hermione
mientras la bibliotecaria, la señora Pince, se paseaba entre las estanterías—. Me
importa un bledo, de verdad.
Dicho esto, levantó la pluma y puso el punto sobre una «i», pero con tanta
rabia que perforó la hoja de pergamino. Harry no dijo nada (últimamente
hablaba tan poco que temía perder la voz para siempre), se inclinó algo más
sobre Elaboración de pociones avanzadas y siguió tomando notas acerca de los
elixires eternos, deteniéndose de vez en cuando para descifrar los útiles
comentarios del príncipe al texto de Libatius Borage.
—¡Ah, por cierto, ve con cuidado! —añadió Hermione al cabo de un rato.
—Te lo digo por última vez —replicó Harry con un susurro ligeramente
ronco después de tres cuartos de hora de silencio—: no pienso devolver este
libro. He aprendido más con el Príncipe Mestizo que con lo que me han
enseñado Snape o Slughorn en...
—No me refiero a tu estúpido «príncipe» —lo cortó Hermione, y lanzó una
mirada de desdén al libro, como si éste hubiera sido grosero con ella—. Antes
de venir aquí pasé por el cuarto de baño de las chicas, y allí me encontré con
casi una docena de alumnas (entre ellas Romilda Vane) intentando decidir
cómo hacerte beber un filtro de amor. Todas pretenden que las lleves a la fiesta
de Slughorn, y sospecho que han comprado filtros de amor en la tienda de Fred
y George que, me temo, funcionan.
—¿Y por qué no se los confiscaste? —No le parecía lógico que Hermione
abandonara su obsesión por las normas en esos momentos tan críticos.
—Porque no tenían las pociones en el lavabo —contestó ella, con desdén—.
Sólo comentaban posibles tácticas. Como dudo que ni siquiera ese Príncipe
Mestizo —le lanzó otra arisca mirada al libro— fuese capaz de encontrar un
antídoto eficaz contra una docena de filtros de amor diferentes ingeridos a la
vez, yo en tu lugar invitaría a una de ellas a que te acompañe a la fiesta. Así las
demás dejarían de albergar esperanzas y se resignarían. La fiesta es mañana por
la noche, y te advierto que están desesperadas.
—No me apetece invitar a nadie —murmuró Harry, que seguía procurando
no pensar en Ginny, pese a que ésta no paraba de aparecer en sus sueños, en
actitudes que le hacían agradecer que Ron no supiera Legeremancia.
—Pues vigila lo que bebes porque me ha parecido que Romilda Vane
hablaba en serio —le advirtió Hermione.
Estiró el largo rollo de pergamino en que estaba escribiendo su redacción
de Aritmancia y siguió rasgueando con la pluma. Harry se quedó
contemplándola, pero tenía la mente muy lejos de allí.
—Espera un momento —dijo de pronto—. Creía que Filch había prohibido
los productos comprados en Sortilegios Weasley.
—¿Y desde cuándo alguien hace caso de las prohibiciones de Filch? —
replicó Hermione, concentrada en su redacción.
—¿No decían que también controlaban las lechuzas? ¿Cómo puede ser que
esas chicas hayan entrado filtros de amor en el colegio?
—Fred y George los han enviado camuflados como perfumes o pociones
para la tos —explicó Hermione—. Forma parte de su Servicio de Envío por
Lechuza.
—Veo que estás muy enterada.
Hermione le lanzó una mirada tan ceñuda como la que acababa de
dedicarle al ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas.
—Lo explicaban en la etiqueta de las botellas que nos enseñaron a Ginny y
a mí el verano pasado —dijo con altivez—. Yo no voy por ahí poniéndole
pociones en el vaso a la gente, ni fingiendo que lo hago, lo cual viene a ser...
—Vale, vale —se apresuró a apaciguarla Harry—. Lo que importa es que
están engañando a Filch, ¿no? ¡Esas chicas introducen cosas en el colegio
haciéndolas pasar por lo que no son! Por tanto, ¿por qué no habría podido
Malfoy introducir el collar?
—Harry, no empieces otra vez, te lo ruego.
—Contéstame. ¿Por qué?
—Mira —dijo Hermione tras suspirar—, los sensores de ocultamiento
detectan embrujos, maldiciones y encantamientos de camuflaje, ¿no es así? Se
utilizan para encontrar magia oscura y objetos tenebrosos. Así pues, una
poderosa maldición como la de ese collar la habría descubierto en cuestión de
segundos. Sin embargo, no registran una cosa que alguien haya metido en otra
botella. Además, los filtros de amor no son tenebrosos ni peligrosos...
—Yo no estaría tan seguro —masculló Harry pensando en Romilda Vane.
—... de modo que Filch tendría que haberse dado cuenta de que no era una
poción para la tos, y ya sabemos que no es muy buen mago; dudo mucho que
pueda distinguir una poción de...
Hermione no terminó la frase; Harry también lo había oído: alguien había
pasado cerca de ellos entre las oscuras estanterías. Esperaron y, segundos
después, el rostro de buitre de la señora Pince apareció por una esquina; la
lámpara que llevaba le iluminaba las hundidas mejillas, la apergaminada piel y
la larga y ganchuda nariz, lo cual no la favorecía precisamente.
—Ya es hora de cerrar —anunció—. Devolved todo lo que hayáis utilizado
al estante correspon... Pero ¿qué le has hecho a ese libro, so depravado?
—¡No es de la biblioteca! ¡Es mío! —se defendió Harry, y cogió su volumen
de Elaboración de pociones avanzadas en el preciso instante en que la bibliotecaria
lo aferraba con unas manos que parecían garras.
—¡Lo has estropeado! ¡Lo has profanado! ¡Lo has contaminado!
—¡Sólo es un libro con anotaciones! —replicó Harry, tirando del ejemplar
hasta arrancárselo de las manos.
A la señora Pince parecía que iba a darle un ataque; Hermione, que había
recogido sus cosas a toda prisa, agarró a Harry por el brazo y se lo llevó a la
fuerza.
—Si no vas con cuidado te prohibirá la entrada a la biblioteca. ¿Por qué has
tenido que traer ese estúpido libro?
—Yo no tengo la culpa de que esté loca de remate, Hermione. O tal vez se
haya puesto así porque te oyó hablar mal de Filch. Siempre he pensado que hay
algo entre esos dos...
—¡Hala! ¿Te imaginas?
Contentos de poder volver a hablar con normalidad, los dos amigos
regresaron a la sala común recorriendo los desiertos pasillos, iluminados con
lámparas, mientras deliberaban si Filch y la señora Pince tenían o no una
aventura amorosa.
—«Baratija.» —Harry pronunció la nueva y divertida contraseña ante la
Señora Gorda.
—Como tú —le respondió la Señora Gorda con una picara sonrisa, y se
apartó para dejarlos pasar.
—¡Hola, Harry! —lo saludó Romilda Vane apenas el muchacho entró por el
hueco en la sala común—. ¿Te apetece una tacita de alelí?
Hermione le lanzó una mirada de «¿acaso no te lo advertí?».
—No, gracias —contestó Harry—. No me gusta mucho.
—Bueno, pues toma esto —replicó Romilda, y le puso una caja en las
manos—. Son calderos de chocolate, rellenos de whisky de fuego. Me los envió
mi abuela, pero a mí no me gustan.
—Vale, muchas gracias —repuso Harry, sin saber qué más decir—. Hum...
Voy allí con...
Echó a andar detrás de Hermione sin terminar la frase.
—Ya te lo decía yo —dijo ella—. Cuanto antes invites a alguien, antes te
dejarán en paz y podrás... —Pero de pronto palideció: acababa de ver a Ron y
Lavender entrelazados en una butaca—. Buenas noches, Harry —se despidió
pese a que apenas eran las siete de la tarde, y se marchó al dormitorio de las
chicas.
Cuando Harry fue a acostarse, se consoló pensando que sólo quedaba un
día más de clases y la fiesta de Slughorn; después Ron y él se irían a La
Madriguera. Ya no había esperanzas de que Ron y Hermione hicieran las paces
antes del inicio de las vacaciones, pero, con un poco de suerte, el período de
descanso les permitiría tranquilizarse y reflexionar sobre su comportamiento.
Con todo, Harry no se hacía muchas ilusiones, y éstas se esfumaron aún
más al día siguiente, tras soportar una clase de Transformaciones con sus dos
amigos. Acababan de empezar con el dificilísimo tema de la transformación
humana; trabajaban delante de espejos y se suponía que tenían que cambiar el
color de sus cejas. Hermione rió con crueldad ante el desastroso primer intento
de Ron, con el que sólo consiguió que le apareciera en la cara un espectacular
bigote con forma de manillar. Él se tomó la revancha realizando una maliciosa
pero acertada imitación de los brincos que ella daba en la silla cada vez que la
profesora McGonagall formulaba una pregunta. Lavender y Parvati lo
encontraron divertidísimo, pero Hermione acabó al borde de las lágrimas y,
apenas sonó el timbre, salió corriendo del aula, dejándose la mitad de las cosas
en el pupitre. Harry, tras decidir que en esa ocasión ella estaba más necesitada
que Ron, se lo recogió todo y la siguió.
La encontró cuando salía de un lavabo de chicas, un piso más abajo. Luna
Lovegood la acompañaba y le daba palmaditas en la espalda.
—¡Hola, Harry! —dijo Luna—. ¿Sabías que tienes una ceja amarilla?
—Hola, Luna. Hermione, te has dejado esto en... —Se lo entregó.
—¡Ah, sí! —balbuceó ella, y se dio rápidamente la vuelta para disimular
que se estaba secando las lágrimas—. Gracias, Harry. Bueno, tengo que irme...
Y se marchó tan deprisa que él no tuvo tiempo de decirle nada que la
consolara, aunque en realidad no se le ocurría qué.
—Está un poco disgustada —comentó Luna—. Al principio creí que era
Myrtle la Llorona la que estaba ahí dentro, pero ya ves. Ha dicho no sé qué sobre
ese Ron Weasley...
—Ya, es que se han peleado.
—A veces Ron dice cosas muy graciosas, ¿verdad? —comentó Luna
mientras recorrían el pasillo—. Pero otras veces es un poco cruel. Ya me fijé en
eso el año pasado.
—Puede ser —admitió Harry. Luna exhibía una vez más su habilidad para
decir las verdades aunque molestaran; Harry nunca había conocido a nadie
como ella—. ¿Qué tal te ha ido el trimestre?
—No ha estado mal. Sin el ED me he sentido un poco sola. Pero Ginny ha
sido muy simpática conmigo. El otro día, en la clase de Transformaciones, hizo
callar a dos chicos que me estaban llamando «Lunática»...
—¿Te gustaría venir a la fiesta que ofrece Slughorn esta noche? —Harry lo
dijo sin pensar, e incluso creyó que salía de unos labios ajenos.
Luna, sorprendida, lo miró con sus ojos saltones.
—¿A la fiesta de Slughorn? ¿Contigo?
—Pues sí... Nos permiten llevar invitados, y he pensado que a lo mejor te
apetecía... Bueno, entiéndeme... —Quería dejar muy claras sus intenciones—.
Me refiero a sólo como amigos, ¿entiendes? Pero si no quieres... —El pobre no
estaba nada convencido de aquello, y no le habría importado que la chica
rechazara su invitación.
—¡Qué va, me encantaría ir contigo sólo como amigos! —exclamó Luna,
que sonreía como Harry nunca la había visto sonreír—. ¡Es la primera vez que
alguien me invita a ir a una fiesta como amigos! ¿Te has teñido la ceja para la
fiesta? ¿Quieres que yo también me tina una?
—No, esto ha sido un error. Le pediré a Hermione que lo arregle. Bueno,
nos vemos en el vestíbulo a las ocho en punto, ¿vale?
—¡Aaajá! —bramó una voz desde lo alto, y ambos dieron un respingo; sin
saberlo, se habían detenido debajo de Peeves, que estaba colgado cabeza abajo
de una lámpara de cristal y les sonreía con malicia—. ¡Pipipote ha invitado a
Lunática a la fiesta! ¡Pipipote y Lunática son novios! ¡Pipipote y Lunática son
novios! —Y salió disparado riendo a carcajadas y chillando—: ¡Pipipote y
Lunática son novios!
—Es imposible mantener un secreto —se lamentó Harry.
Y tenía razón: minutos más tarde, el colegio entero sabía que Harry Potter
asistiría a la fiesta de Slughorn con Luna Lovegood.
—¡Pero si podías invitar a cualquiera! —dijo Ron, incrédulo, durante la
cena—. ¡A cualquiera! ¿Cómo se te ocurre elegir a Lunática Lovegood?
—No la llames así —lo reprendió Ginny, deteniéndose detrás de Harry—.
Me alegro de que la hayas invitado, Harry. Está emocionadísima. —Y se fue a
buscar a Dean.
Harry intentó animarse pensando que a Ginny le parecía bien que llevara a
Luna a la fiesta, pero no lo consiguió del todo. Por su parte, Hermione estaba
sentada al otro extremo de la mesa, sola, removiendo el estofado de su plato.
Harry se fijó en que Ron la miraba con disimulo.
—Podrías pedirle perdón —sugirió Harry sin rodeos.
—¡Sí, hombre! ¡Y que me ataque otra bandada de canarios asesinos!
—¿Por qué tuviste que imitarla en son de burla?
—¡Ella se rió de mi bigote!
—Y yo también. Era lo más ridículo que he visto en mi vida.
Pero Ron no lo escuchó, porque Lavender, que acababa de llegar con
Parvati, se apretujó entre ambos amigos y, sin perder un segundo, le echó los
brazos al cuello a Ron.
—¡Hola, Harry! —dijo Parvati, que, al igual que él, parecía un poco molesta
y harta por el comportamiento de aquellos dos tortolitos.
—¡Hola! ¿Cómo estás? Veo que te has quedado en Hogwarts. Me dijeron
que tus padres querían que volvieras a casa.
—De momento he conseguido persuadirlos. Se asustaron mucho cuando
supieron lo que le había pasado a Katie, pero como desde entonces no ha
habido más accidentes... ¡Ah, hola, Hermione! —Parvati le sonrió alegremente.
Harry se dio cuenta de que la chica se sentía culpable por haberse reído de
Hermione en la clase de Transformaciones, pero ésta le devolvió una sonrisa
aún más radiante. A veces no había manera de entender a las chicas.
—¡Hola, Parvati! —le dijo, ignorando a Ron y Lavender—. ¿Vas a la fiesta
de Slughorn esta noche?
—No me han invitado —respondió Parvati con tristeza—. Pero me
encantaría ir. Por lo visto va a estar muy bien... Tú irás, ¿verdad, Hermione?
—Sí, he quedado con Cormac a las ocho y... —Se oyó un ruido parecido al
de una ventosa despegándose de un sumidero obstruido y Ron levantó la
cabeza. Hermione prosiguió como si nada—. Iremos juntos a la fiesta.
—¿Con Cormac? —se extrañó Parvati—. ¿Cormac McLaggen?
—Exacto —confirmó Hermione con voz dulzona—. El que casi —enfatizó—
consiguió la plaza de guardián de Gryffindor.
—¿Sales con él? —preguntó Parvati, asombradísima.
—Sí. ¿No lo sabías? —Y soltó una risita nada propia de ella.
—¡Caramba! —exclamó Parvati, muy impresionada con aquel cotilleo—. Ya
veo que tienes debilidad por los jugadores de quidditch, ¿no? Primero Krum y
ahora McLaggen...
—Me gustan los jugadores de quidditch buenos de verdad —puntualizó
Hermione sin dejar de sonreír—. Bueno, hasta luego. Tengo que ir a arreglarme
para la fiesta.
Se levantó del banco y se marchó. Inmediatamente, Lavender y Parvati
juntaron las cabezas para analizar aquella primicia y poner en común lo que
habían oído acerca de McLaggen y lo que sabían acerca de Hermione. Ron
guardó silencio con la mirada perdida, y Harry se puso a reflexionar sobre lo
que eran capaces de hacer las mujeres para vengarse.
A las ocho en punto, cuando Harry llegó al vestíbulo, había más chicas de
lo habitual merodeando por allí, y al dirigirse hacia Luna tuvo la impresión de
que las demás lo miraban con rencor. Luna llevaba una túnica plateada con
lentejuelas que provocó algunas risitas entre los curiosos, pero por lo demás
estaba muy guapa. No obstante, Harry se alegró de que no se hubiera puesto
los pendientes de rábanos, el collar de corchos de cerveza de mantequilla ni las
espectrogafas.
—¡Hola! —la saludó—. ¿Nos vamos?
—Sí, sí —dijo ella alegremente—. ¿Dónde es la fiesta?
—En el despacho de Slughorn —contestó Harry, guiándola por la
escalinata de mármol, y se alejaron de miradas y murmuraciones—. ¿Sabías que
vendrá un vampiro?
—¿Rufus Scrimgeour?
—¿Quién? ¿Te refieres al ministro de Magia?
—Sí; es vampiro —dijo Luna con naturalidad—. Mi padre escribió un
artículo larguísimo sobre él cuando Scrimgeour relevó a Cornelius Fudge, pero
alguien del ministerio le prohibió publicarlo. Por lo visto no querían que se
supiera la verdad.
Harry, que consideraba muy improbable que Rufus Scrimgeour fuera un
vampiro, pero que estaba acostumbrado a que Luna repitiera las estrambóticas
opiniones de su padre como si fueran hechos comprobados, no hizo ningún
comentario. Ya estaban llegando al despacho de Slughorn y el rumor de risas,
música y conversaciones iba creciendo.
El despacho era mucho más amplio que los de los otros profesores, bien
porque lo habían construido así, bien porque Slughorn lo había ampliado
mediante algún truco mágico. Tanto el techo como las paredes estaban
adornados con colgaduras verde esmeralda, carmesí y dorado, lo que daba la
impresión de estar en una tienda. La habitación, abarrotada y con un ambiente
muy cargado, estaba bañada por la luz rojiza que proyectaba una barroca
lámpara dorada, colgada del centro del techo, en la que aleteaban hadas de
verdad que, vistas desde abajo, parecían relucientes motas de luz. Desde un
rincón apartado llegaban cánticos acompañados por instrumentos que
recordaban las mandolinas; una nube de humo de pipa flotaba suspendida
sobre las cabezas de unos magos ancianos que conversaban animadamente, y,
dando chillidos, varios elfos domésticos intentaban abrirse paso entre un
bosque de rodillas, pero, como quedaban ocultos por las pesadas bandejas de
plata llenas de comida que transportaban, tenían el aspecto de mesitas móviles.
—¡Harry, amigo mío! —exclamó Slughorn en cuanto el muchacho y Luna
entraron—. ¡Pasa, pasa! ¡Hay un montón de gente que quiero presentarte!
Slughorn llevaba un sombrero de terciopelo adornado con borlas haciendo
juego con su batín. Agarró con fuerza a Harry por el brazo, como si quisiera
desaparecerse con él, y lo guió resueltamente hacia el centro de la fiesta; Harry
tiró de la mano de Luna.
—Te presento a Eldred Worple, un antiguo alumno mío, autor de Hermanos
de sangre: mi vida entre los vampiros. Y a su amigo Sanguini, por supuesto.
Worple, un individuo menudo y con gafas, le estrechó la mano con
entusiasmo. El vampiro Sanguini, alto, demacrado y con marcadas ojeras, se
limitó a hacer un movimiento con la cabeza; parecía aburrido. Cerca de él había
un grupo de chicas que lo miraban con curiosidad y emoción.
—¡Harry Potter! ¡Encantado de conocerte! —exclamó Worple mirándolo
con ojos de miope—. Precisamente, hace poco le preguntaba al profesor
Slughorn cuándo saldría la biografía de Harry Potter que todos estamos
esperando.
—¿Ah... sí? —dijo Harry.
—¡Ya veo que Horace no exageraba cuando elogiaba tu modestia! —se
admiró Worple—. Pero de verdad —prosiguió, ahora con tono más serio—, me
encantaría escribirla yo mismo. La gente está deseando saber más cosas de ti,
querido amigo, ¡se mueren de curiosidad! Si me concedieras unas entrevistas,
en sesiones de cuatro o cinco horas, por decir algo, podríamos terminar el libro
en unos meses. Y requeriría muy poco esfuerzo por tu parte, te lo aseguro. Ya
verás, pregúntale a Sanguini si no es... ¡Sanguini, quédate aquí! —ordenó
endureciendo el semblante, pues poco a poco el vampiro se había ido acercando
con cara de avidez al grupito de niñas—. Toma, cómete un pastelito —añadió,
cogiéndolo de la bandeja de un elfo que pasaba por allí, y se lo puso en la mano
antes de volver a dirigirse a Harry—. Amigo mío, no te imaginas la cantidad de
oro que podrías llegar a ganar...
—No me interesa, de verdad —respondió el muchacho—. Y perdone, pero
acabo de ver a una amiga.
Tiró del brazo de Luna y se metió entre el gentío; acababa de atisbar una
larga melena castaña que desaparecía entre dos integrantes del grupo Las
Brujas de Macbeth.
—¡Hermione! ¡Hermione!
—¡Harry! ¡Por fin te encuentro! ¡Hola, Luna!
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Harry, porque se la veía muy
despeinada, como si acabara de salir de un matorral de lazo del diablo.
—Verás, es que acabo de escaparme... Bueno, acabo de dejar a Cormac —se
corrigió—. Debajo del muérdago —precisó, pues su amigo seguía mirándola sin
comprender.
—Te está bien empleado por venir con él —repuso Harry con aspereza.
—No se me ocurrió nada que pudiera fastidiar más a Ron —admitió
Hermione—. Estuve planteándome venir con Zacharias Smith, pero al final
decidí que...
—¿Te planteaste venir con Smith? —se sublevó Harry.
—Sí, y lamento no haberlo hecho, porque, al lado de McLaggen, Grawp es
todo un caballero. Vamos por aquí, así lo veremos venir. Es tan alto...
Cogieron tres copas de hidromiel y se dirigieron hacia el otro lado de la
sala, sin advertir a tiempo que la profesora Trelawney estaba allí de pie, sola.
—Buenas noches, profesora —la saludó Luna.
—Buenas noches, querida —repuso ella, enfocándola con cierta dificultad.
Harry volvió a percibir olor a jerez para cocinar—. Hace tiempo que no te veo
en mis clases.
—No, este año tengo a Firenze —explicó Luna.
—¡Ah, claro! —dijo la profesora con una risita que delataba su
embriaguez—. O Borrico, como yo prefiero llamarlo. Lo lógico habría sido que,
ya que he vuelto al colegio, el profesor Dumbledore se hubiera librado de ese
caballo, ¿no te parece? Pues no. Ahora nos repartimos las clases. Es un insulto,
francamente. Un insulto. ¿Sabías que...?
Por lo visto, Trelawney estaba tan borracha que no había reconocido a
Harry, así que, aprovechando las furibundas críticas a Firenze, él se acercó más
a Hermione y le dijo:
—Aclaremos una cosa. ¿Piensas decirle a Ron que amañaste las pruebas de
selección del guardián?
—¿De verdad me consideras capaz de caer tan bajo?
—Mira, Hermione, si eres capaz de invitar a salir a McLaggen... —repuso él
mirándola con ironía.
—Eso es muy diferente —se defendió la chica—. No tengo intención de
decirle a Ron nada de lo que pudo haber pasado o no en esas pruebas.
—Me alegro, porque volvería a derrumbarse y perderíamos el próximo
partido.
—¡Dichoso quidditch! —se encendió Hermione—. ¿Es que a los chicos no
os importa nada más? Cormac no me ha hecho ni una sola pregunta sobre mí.
Qué va, sólo me ha soltado un discursito sobre «las cien mejores paradas de
Cormac McLaggen». ¡Oh, no! ¡Viene hacia aquí!
Se esfumó tan deprisa como si se hubiera desaparecido: sólo necesitó una
milésima de segundo para colarse entre dos brujas que reían a carcajadas.
—¿Has visto a Hermione? —preguntó McLaggen un minuto más tarde
mientras se abría paso entre la gente.
—No, lo siento —contestó Harry, y se volvió para atender a la conversación
de Luna, olvidando por un instante quién era su interlocutora.
—¡Harry Potter! —exclamó la profesora Trelawney, que no había reparado
en él, con voz grave y vibrante.
—¡Ah, hola! —dijo Harry.
—¡Querido! —prosiguió ella con un elocuente susurro—. ¡Qué rumores!
¡Qué historias! ¡El Elegido! Yo lo sé desde hace mucho tiempo, por supuesto...
Los presagios nunca fueron buenos, Harry... Pero ¿por qué no has vuelto a
Adivinación? ¡Para ti, más que para nadie, esa asignatura es sumamente
importante!
—¡Ah, Sybill, todos creemos que nuestra asignatura es la más importante!
—intervino una potente voz, y Slughorn apareció junto a la profesora
Trelawney; con las mejillas coloradas y el sombrero de terciopelo un poco
torcido, sostenía un vaso de hidromiel con una mano y un pastelillo de frutos
secos en la otra—. ¡Pero creo que jamás he conocido a nadie con semejante
talento para las pociones! —afirmó contemplando a Harry con afecto, aunque
con los ojos enrojecidos—. Lo suyo es instintivo, ¿me explico? ¡Igual que su
madre! Te aseguro, Sybill, que he tenido muy pocos alumnos con tanta
habilidad; mira, ni siquiera Severus...
Y Harry, horrorizado, vio cómo el profesor tendía un brazo hacia atrás y
llamaba a Snape, que unos instantes antes no estaba allí.
—¡Alegra esa cara y ven con nosotros, Severus! —exclamó Slughorn, e hipó
con regocijo—. ¡Estaba hablando de las extraordinarias dotes de Harry para la
elaboración de pociones! ¡Hay que reconocerte parte del mérito, desde luego,
porque tú fuiste su maestro durante cinco años!
Atrapado, con el brazo de Slughorn alrededor de los hombros, Snape miró
a Harry entornando los ojos.
—Es curioso, pero siempre tuve la impresión de que no conseguiría
enseñarle nada a Potter.
—¡Se trata de una capacidad innata! —graznó Slughorn—. Deberías haber
visto lo que me presentó el primer día de clase, ¡el Filtro de Muertos en Vida!
Jamás un alumno había obtenido un resultado mejor al primer intento; creo que
ni siquiera tú, Severus...
—¿En serio? —repuso Snape y miró ceñudo a Harry, que sintió un leve
desasosiego. No tenía ningún interés en que Snape empezara a investigar la
fuente de su recién descubierto éxito en Pociones.
—Recuérdame qué otras asignaturas estudias este año, Harry —pidió
Slughorn.
—Defensa Contra las Artes Oscuras, Encantamientos, Transformaciones,
Herbología...
—Resumiendo, todas las requeridas para ser auror —terció Snape
sonriendo con sarcasmo.
—Sí, es que eso es lo que quiero ser —replicó Harry, desafiante.
—¡Y serás un auror excelente! —opinó Slughorn.
—Pues yo opino que no deberías serlo, Harry —intervino Luna, y todos la
miraron—. Los aurores participan en la Conspiración Rotfang; creía que lo sabía
todo el mundo. Trabajan infiltrados en el Ministerio de Magia para derrocarlo
combinando la magia oscura con cierta enfermedad de las encías.
Harry no pudo evitar reírse y se atragantó con un sorbo de hidromiel. Valía
la pena haber invitado a Luna a la fiesta aunque sólo fuera para oír ese
comentario. Tosió salpicándolo todo, pero con una sonrisa en los labios;
entonces vio algo que lo satisfizo en grado sumo: Argus Filch iba hacia ellos
arrastrando a Draco Malfoy por una oreja.
—Profesor Slughorn —dijo Filch con su jadeante voz; le temblaban los
carrillos y en sus ojos saltones brillaba la obsesión por detectar travesuras—, he
descubierto a este chico merodeando por un pasillo de los pisos superiores.
Dice que venía a su fiesta pero que se ha extraviado. ¿Es verdad que está
invitado?
Malfoy se soltó con un tirón.
—¡Está bien, no me han invitado! —reconoció a regañadientes—. Quería
colarme. ¿Satisfecho?
—¡No, no estoy nada satisfecho! —repuso Filch, aunque su afirmación no
concordaba con su expresión triunfante—. ¡Te has metido en un buen lío, te lo
garantizo! ¿Acaso no dijo el director que estaba prohibido pasearse por el
castillo de noche, a menos que tuvierais un permiso especial? ¿Eh, eh?
—No pasa nada, Argus —lo apaciguó Slughorn agitando una mano—. Es
Navidad, y querer entrar en una fiesta no es ningún crimen. Por esta vez no lo
castigaremos. Puedes quedarte, Draco.
La súbita decepción de Filch era predecible; sin embargo, Harry,
observando a Malfoy, se preguntó por qué éste parecía tan decepcionado como
el conserje. ¿Y por qué miraba Snape a Malfoy con una mezcla de enojo y... un
poco de miedo? ¿Cómo podía ser?
Pero, antes de que Harry hallara las respuestas, Filch se había dado la
vuelta y se marchaba murmurando por lo bajo; Malfoy sonreía y estaba dándole
las gracias a Slughorn por su generosidad, y Snape había vuelto a adoptar una
expresión inescrutable.
—No tienes que agradecerme nada —dijo Slughorn restándole
importancia—. Ahora que lo pienso, creo que sí conocí a tu abuelo...
—Él siempre hablaba muy bien de usted, señor —repuso Malfoy, ágil como
un zorro—. Aseguraba que usted preparaba las pociones mejor que nadie.
Harry observó a Malfoy. Lo que le intrigaba no era el peloteo que éste le
hacía a Slughorn (ya estaba acostumbrado a observar cómo adulaba a Snape)
sino su aspecto, porque verdaderamente parecía un poco enfermo.
—Me gustaría hablar un momento contigo, Draco —dijo Snape.
—¿Ahora, Severus? —intervino Slughorn hipando otra vez—. Estamos
celebrando la Navidad, no seas demasiado duro con...
—Soy el jefe de su casa y yo decidiré lo duro o lo blando que he de ser con
él —lo cortó Snape con aspereza—. sígueme, Draco.
Se marcharon; Snape iba delante y Malfoy lo seguía con cara de pocos
amigos. Harry vaciló un momento y luego dijo:
—Vuelvo enseguida, Luna. Tengo que ir... al lavabo.
—Muy bien —repuso ella alegremente.
Mientras Harry se perdía entre la multitud le pareció oír cómo Luna
retomaba el tema de la Conspiración Rotfang con la profesora Trelawney, que se
mostraba muy interesada.
Una vez fuera de la fiesta, le resultó fácil sacar la capa invisible del bolsillo
y echársela por encima, pues el pasillo estaba vacío. Lo que le costó un poco
más fue encontrar a Snape y Malfoy. Harry echó a andar; el ruido de sus pasos
quedaba disimulado por la música y las fuertes voces provenientes del
despacho de Slughorn. Quizá Snape había llevado a Malfoy a su despacho, en
las mazmorras. O quizá lo había acompañado a la sala común de Slytherin. Sin
embargo, Harry fue pegando la oreja a cada puerta que encontraba hasta que,
con una sacudida de emoción, en la última aula del pasillo oyó voces y se
agachó para escuchar por la cerradura.
—... no puedes cometer errores, Draco, porque si te expulsan...
—Yo no tuve nada que ver, ¿queda claro?
—Espero que estés diciéndome la verdad, porque fue algo torpe y
descabellado. Ya sospechan que estuviste implicado.
—¿Quién sospecha de mí? —preguntó Malfoy con enojo—. Por última vez,
no fui yo, ¿de acuerdo? Katie Bell debe de tener algún enemigo que nadie
conoce. ¡No me mire así! Ya sé lo que intenta hacer, no soy tonto, pero le
advierto que no dará resultado. ¡Puedo impedírselo!
Hubo una pausa; luego Snape dijo con calma:
—Vaya, ya veo que tía Bellatrix te ha estado enseñando Oclumancia. ¿Qué
pensamientos pretendes ocultarle a tu amo, Draco?
—¡A él no intento esconderle nada, lo que pasa es que no quiero que usted
se entrometa!
Harry apretó un poco más la oreja contra la cerradura. ¿Qué había pasado
para que Malfoy le hablara de ese modo a Snape? ¡A Snape, hacia quien
siempre había mostrado respeto, incluso simpatía!
—Por eso este año me has evitado desde que llegaste a Hogwarts, ¿no?
¿Temías que me entrometiera? Supongo que te das cuenta, Draco, de que si
algún otro alumno hubiera dejado de venir a mi despacho después de haberle
ordenado yo varias veces que se presentara...
—¡Pues castígueme! ¡Denúncieme a Dumbledore! —lo desafió Malfoy.
Se produjo otra pausa, y a continuación Snape declaró:
—Sabes muy bien que no haré ninguna de esas cosas.
—¡En ese caso, será mejor que deje de ordenarme que vaya a su despacho!
—Escúchame —dijo Snape en voz tan baja que Harry tuvo que apretar aún
más la oreja para oírlo—, yo sólo intento ayudarte. Le prometí a tu madre que te
protegería. Pronuncié el Juramento Inquebrantable, Draco...
—¡Pues mire, tendrá que romperlo porque no necesito su protección! Es mi
misión, él me la asignó y voy a cumplirla. Tengo un plan y saldrá bien, sólo que
me está llevando más tiempo del que creía.
—¿En qué consiste tu plan?
—¡No es asunto suyo!
—Si me lo cuentas, yo podría ayudarte...
—¡Muchas gracias, pero tengo toda la ayuda que necesito, no estoy solo!
—Anoche bien que estabas solo cuando deambulabas por los pasillos sin
centinelas y sin refuerzos, lo cual fue una tremenda insensatez. Estás
cometiendo errores elementales...
—¡Crabbe y Goyle me habrían acompañado si usted no los hubiera
castigado!
—¡Baja la voz! —le espetó Snape porque Malfoy cada vez chillaba más—. Si
tus amigos Crabbe y Goyle pretenden aprobar Defensa Contra las Artes
Oscuras este curso, tendrán que esforzarse un poco más de lo que demuestran
hasta aho...
—¿Qué importa eso? —lo cortó Malfoy—. ¡Defensa Contra las Artes
Oscuras! ¡Pero si eso es una guasa, una farsa! ¡Como si alguno de nosotros
necesitara protegerse de las artes oscuras!
—¡Es una farsa, sí, pero crucial para el éxito, Draco! ¿Dónde crees que
habría pasado yo todos estos años si no hubiera sabido fingir? ¡Escúchame! Es
una imprudencia que te pasees por ahí de noche, que te dejes atrapar; y si
depositas tu confianza en ayudantes como Crabbe y Goyle...
—¡Ellos no son los únicos, hay otra gente a mi lado, gente más competente!
—Entonces ¿por qué no te confías a mí y me dejas...?
—¡Sé lo que usted se propone! ¡Quiere arrebatarme la gloria!
Se callaron un momento, y luego Snape dijo con frialdad:
—Hablas como un niño majadero. Comprendo que la captura y el
encarcelamiento de tu padre te hayan afectado, pero...
Harry apenas tuvo un segundo para reaccionar: oyó los pasos de Malfoy
acercándose a la puerta y logró apartarse en el preciso momento en que ésta se
abría de par en par. Malfoy se alejó a zancadas por el pasillo, pasó por delante
del despacho de Slughorn, cuya puerta estaba abierta, y se perdió de vista tras
la esquina.
Harry permaneció agachado y sin apenas atreverse a respirar cuando
Snape abandonó el aula con una expresión insondable y se encaminó a la fiesta.
Se quedó agazapado, oculto bajo la capa, reflexionando sobre todo lo que
acababa de escuchar.
En realidad no entiendo sobre que "bueno, he soportado cosas peores" en donde esta la ironía?
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