lunes, 14 de julio de 2014

Harry Potter y la Orden del Fénix Cap. 37 y 38

37
La profecía perdida

Al tocar el suelo con los pies, a Harry se le doblaron ligeramente las rodillas y la cabeza del mago
dorado cayó con un golpe metálico. Entonces echó un vistazo a su alrededor y se percató de que había
llegado al despacho de Dumbledore.
Durante la ausencia del director, todo se había reparado. Los delicados instrumentos de plata estaban de
nuevo sobre las mesas de patas finas y echaban humo y zumbaban discretamente. Los directores y las
directoras dormían en sus retratos y apoyaban la cabeza en los respaldos de los sillones o el borde de
los cuadros. Harry se acercó a la ventana: una línea de color verde pálido que recorría el horizonte
indicaba que no tardaría en amanecer.
El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por algún que otro gruñido o resoplido de un retrato
durmiente, le resultaban insoportables. Tanto era así que si lo que lo rodeaba hubiera podido reflejar sus
sentimientos, los cuadros habrían estado gritando de dolor. Se paseó por el tranquilo y bonito despacho,
respirando entrecortadamente e intentando no pensar, pero tenía que pensar, no había escapatoria…
Él tenía la culpa de que Sirius hubiera muerto; todo era culpa suya. Si no hubiera sido tan estúpido para
caer en la trampa de Voldemort, si no hubiera estado tan convencido de que lo que había visto en su
sueño era real, o si se hubiera planteado la posibilidad, como había dicho Hermione, de que Voldemort
confiara en la afición de Harry a hacerse el héroe…
Era insufrible, no quería pensar en ello, no podía aguantarlo. Dentro de él había un terrible vacío que
no deseaba sentir ni examinar, un oscuro agujero donde antes estaba Sirius, un agujero del que Sirius se
había desvanecido; no deseaba estar solo con aquel enorme y silencioso vacío, no lo soportaba…
Detrás de él, un cuadro soltó un sonoro ronquido y una voz impasible dijo:
—¡Ah, Harry Potter!
Phineas Nigellus dio un enorme bostezo y estiró los brazos mientras contemplaba a Harry con sus
pequeños pero vivaces ojos.
—¿Qué te trae a estas horas de la mañana? —le preguntó Phineas—. Se supone que en este despacho
sólo puede entrar el legítimo director. ¿Acaso te ha enviado Dumbledore? Ah, no me digas que… —
Volvió a bostezar, y un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿He de llevarle otro mensaje al inútil de
mi tataranieto?
Harry no podía hablar. Phineas Nigellus no sabía que Sirius estaba muerto, y él era incapaz de
decírselo. Contarlo en voz alta supondría convertir la muerte de su padrino en algo definitivo, absoluto,
irreparable.
Unos  cuantos  retratos  más  empezaron  a  moverse.  El  terror  que  le  producía  la  idea  de  que  lo
interrogaran impulsó a Harry a cruzar la habitación a grandes zancadas y a llevar una mano al picaporte
de la puerta.
Pero ésta no se abrió. Harry estaba encerrado.
—Supongo que esto significa que Dumbledore volverá a estar pronto entre nosotros —aventuró el
mago corpulento de nariz roja que colgaba en la pared, detrás de la mesa del director. Harry se dio la
vuelta y vio que el mago lo observaba con mucho interés. El chico asintió y tiró otra vez del picaporte
sin volverse, pero la puerta seguía cerrada—. Cuánto me alegro —comentó el mago—. Nos hemos
aburrido mucho sin él. —Se acomodó en el sitial en que lo habían retratado y sonrió benignamente a
Harry—. Dumbledore tiene muy buena opinión de ti, como ya debes de saber —continuó—. Sí, ya lo
creo. Te tiene en gran estima.
El sentimiento de culpa que llenaba el agujero que Harry tenía en el pecho, una especie de monstruoso
y pesado parásito, empezó a retorcerse y contorsionarse. Harry ya no podía más, no soportaba ser quien
era. Nunca se había sentido tan atrapado por su propia mente y por su propio cuerpo, y nunca había
deseado con tanta intensidad ser otra persona o tener cualquier otra identidad.
Entonces unas llamas de color verde esmeralda prendieron en la chimenea vacía y Harry se apartó de
un brinco de la puerta y contempló al hombre que giraba en el fuego. Cuando la alta figura de
Dumbledore  salió  de  entre  las  llamas,  los  magos  y  las  brujas  de  las  paredes  despertaron  con
brusquedad, y muchos de ellos dieron gritos de bienvenida.
—Gracias —dijo Dumbledore con voz queda. Al principio no miró a Harry, sino que se dirigió hacia la
percha que había junto a la puerta, sacó de un bolsillo interior de su túnica a Fawkes, que ahora era un
pájaro pequeño, feo y sin plumas, y lo colocó con cuidado en la bandeja de suaves cenizas que había
bajo el palo dorado donde solía posarse el ave cuando estaba totalmente desarrollada.
—Bueno, Harry —dijo Dumbledore apartándose al fin del fénix—, supongo que te alegrará saber que
ninguno de tus amigos sufrirá secuelas por lo ocurrido esta noche.
Harry intentó decir: «Estupendo», pero por su boca no salió ningún sonido. Tenía la impresión de que
Dumbledore estaba recordándole los problemas que había causado, y aunque el mago lo miraba por fin
a los ojos, y pese a que su expresión era amable y no parecía acusadora, Harry no podía sostenerle la
mirada.
—La señora Pomfrey está curándolos —añadió Dumbledore—. Es posible que Nymphadora Tonks
tenga que pasar un tiempo en San Mungo, pero todo indica que se recuperará por completo.
Harry se contentó con asentir con la cabeza mientras contemplaba la alfombra, cada vez más clara a
medida que el cielo se iluminaba. Estaba seguro de que los retratos escuchaban con atención cada
palabra que decía Dumbledore, y de que debían de preguntarse dónde habían estado Harry y el director,
y por qué había habido heridos.
—Sé cómo te sientes, Harry —afirmó Dumbledore con serenidad.
—No,  no  lo  sabe  —negó  él  con  un  tono  de  voz  inusitadamente  impetuoso,  pues  la  ira  estaba
acumulándose en su interior. Dumbledore no sabía nada sobre sus sentimientos.
—¿Lo  ve,  Dumbledore?  —dijo  Phineas  Nigellus  con  malicia—.  No  pierda  el  tiempo  intentando
comprender a los estudiantes porque ellos lo detestan. Prefieren sentirse terriblemente incomprendidos,
deleitarse en la autocompasión, sufrir con…
—Ya basta, Phineas —le ordenó el director.
Harry le dio la espalda a éste y se quedó observando el estadio dequidditchque se distinguía a lo lejos,
por la ventana. Sirius había aparecido allí en una ocasión, bajo la forma del peludo perro negro, para
ver jugar a Harry. Seguro que lo había hecho para comprobar si era tan bueno como lo había sido
James, pero Harry nunca se lo había preguntado.
—No deberías avergonzarte de lo que sientes, Harry —oyó que decía Dumbledore—. Más bien al
contrario. El hecho de que puedas sentir un dolor como ése es tu mayor fortaleza.
Harry notaba que las llamas de la ira lo quemaban por dentro: ardían en aquel terrible vacío y avivaban
su deseo de hacer daño al director por su serenidad y sus huecas palabras.
—¿Mi mayor fortaleza? —repitió Harry con voz temblorosa mientras contemplaba con atención el
estadio dequidditch, aunque en realidad no lo veía—. Usted no tiene ni idea, usted no sabe…
—¿Qué es lo que no sé? —le preguntó Dumbledore con calma.
Aquello fue demasiado. Harry se volvió temblando de rabia.
—No quiero hablar de cómo me siento, ¿está bien?
—¡Que sufras así demuestra que todavía eres un hombre, Harry! Ese dolor significa que eres un ser
humano.
—¡PUES ENTONCES NO QUIERO SER UN SER HUMANO!—rugió Harry.
Y agarró el delicado instrumento de plata de la mesita de patas finas que tenía a su lado y lo lanzó hacia
el otro extremo de la habitación; el instrumento se hizo mil pedazos al estrellarse contra la pared.
Varios  retratos  soltaron  gritos  de  enfado  y  miedo,  y  el  de  Armando  Dippet  exclamó:
«¡Francamente…!»
—¡NO ME IMPORTA! —les gritó Harry, y luego cogió un lunascopio y lo arrojó a la chimenea—.
¡ESTOY HARTO, YA HE VISTO SUFICIENTE, QUIERO TERMINAR CON ESTO, QUIERO SALIR, YA NO ME
IMPORTA…!
Y a continuación cogió la mesa sobre la que había estado el instrumento y la lanzó también. La mesa se
rompió y las patas salieron rodando en varias direcciones.
—Sí  te  importa  —sentenció  Dumbledore.  Ni  había  pestañeado  ni  había  hecho  el  más  mínimo
movimiento para impedir que Harry destrozara su despacho. La expresión de su rostro era tranquila,
casi indiferente—. Te importa tanto que tienes la sensación de que vas a desangrarte de dolor.
—¡NO! —gritó Harry, tan fuerte que creyó que se le desgarraría la garganta, y le entraron ganas de
abalanzarse sobre Dumbledore y destrozarlo a él también; de arañar su anciana y tranquila cara,
zarandearlo, herirlo, hacerle sentir una milésima parte del horror que sentía él.
—Sí, ya lo creo que sí —insistió Dumbledore aún con mayor serenidad—. Ya no sólo has perdido a tu
madre y a tu padre, sino también lo más parecido a un padre que tenías. Claro que te importa.
—¡USTED NO SABE CÓMO ME SIENTO!—bramó Harry—.¡USTED ESTÁ AHÍ TAN…!
Pero las palabras ya no bastaban, romper cosas ya no lo ayudaba; quería correr, quería correr sin parar
y no mirar atrás, quería estar en algún sitio donde no pudiera ver aquellos ojos de color azul claro que
lo miraban fijamente, aquella anciana cara de espeluznante tranquilidad. Corrió hacia la puerta, agarró
otra vez el picaporte y tiró de él.
Pero la puerta no se abría.
—Déjeme salir —dijo volviéndose hacia Dumbledore. Harry continuaba temblando de pies a cabeza.
—No —respondió el director.
Se observaron unos segundos.
—Déjeme salir —repitió Harry.
—No —repitió Dumbledore.
—Si no me deja salir…, si me retiene aquí…, si no me deja…
—Puedes seguir destrozando mis cosas —repuso Dumbledore sin alterarse—. Tengo demasiadas.
El director dio la vuelta a su mesa y se sentó en su silla, desde donde siguió observando a Harry.
—Déjeme salir —insistió éste con una voz fría y casi tan serena como la de Dumbledore.
—No hasta que me dejes hablar.
—¿Cree usted…, cree que quiero…, cree que me importa un…?¡NO QUIERO OÍR NI UNA PALABRA DE
LO QUE TENGA QUE DECIRME!
—Me  escucharás  —aseguró  Dumbledore—.  Porque  no  estás  tan  furioso  conmigo  como  deberías
estarlo. Si vas a pegarme, como sé que estás a punto de hacer, me gustaría habérmelo ganado del todo.
—Pero ¿qué dice…?
—Yo tengo la culpa de que Sirius haya muerto —afirmó Dumbledore con claridad—. O mejor dicho,
casi toda la culpa, porque no voy a ser tan arrogante para atribuirme la responsabilidad absoluta. Sirius
era un hombre valiente, inteligente y enérgico, y los hombres como él no suelen contentarse con
quedarse sentados en su casa, escondidos, cuando creen que otros corren peligro. Sin embargo, no
debiste creer ni por un instante que era necesario que acudieras al Departamento de Misterios esta
noche. Si yo hubiera sido sincero contigo, Harry, que es lo que debería haber hecho, habrías sabido
hace mucho tiempo que Voldemort intentaría engañarte e incitarte a ir al Departamento de Misterios; de
ese modo no habrías caído en su trampa ni habrías ido allí esta noche. Y Sirius no habría tenido que ir a
buscarte. De eso soy el único culpable. —Harry seguía de pie con una mano encima del picaporte,
aunque  no  se  daba  cuenta.  Sin  respirar  apenas,  observaba  y  escuchaba  a  Dumbledore,  pero  sin
comprender del todo lo que estaba oyendo—. Siéntate, por favor —le indicó el director. No era una
orden sino una petición.
Harry vaciló, pero finalmente cruzó con lentitud la habitación, llena de ruedas dentadas de plata y
fragmentos de madera, y se sentó enfrente de Dumbledore, al otro lado de su mesa.
—¿Debo deducir que mi tataranieto, el último Black, ha muerto? —preguntó poco a poco Phineas
Nigellus, que se hallaba a la izquierda de Harry.
—Sí, Phineas —confirmó Dumbledore.
—No me lo creo —repuso Phineas con brusquedad. Harry giró la cabeza a tiempo de ver cómo Phineas
salía de su retrato, y comprendió que había ido a visitar el otro en el que él aparecía, el que estaba
colgado en Grimmauld Place. Seguramente iría de retrato en retrato llamando a Sirius por toda la
casa…
—Te debo una explicación, Harry —comenzó Dumbledore—. La explicación de los errores de un
anciano, pues ahora me doy cuenta de que lo que he hecho y no he hecho contigo lleva el sello de los
defectos de la edad. Los jóvenes no podéis saber cómo piensan ni cómo sienten los ancianos, pero los
ancianos cometemos un error si olvidamos qué significa ser joven… Y por lo visto, últimamente yo lo
he olvidado.
Estaba saliendo el sol; se veía un trocito de un deslumbrante tono anaranjado sobre las montañas, y por
encima de él el cielo relucía, aunque parecía descolorido. La luz caía sobre Dumbledore, sobre sus
cejas y su barba plateadas y sobre las profundas arrugas de su cara.
—Hace quince años —continuó—, cuando vi la cicatriz de tu frente, imaginé lo que debía de significar.
Supuse que representaba la señal de la conexión que se había forjado entre Voldemort y tú.
—Eso  ya  me  lo  ha  contado,  profesor  —aseguró  Harry  con  rotundidad.  No  le  importaba  ser
maleducado. Ya no le importaba nada.
—Sí —se disculpó Dumbledore—. Sí, pero es necesario empezar hablando de tu cicatriz porque, poco
después de que te reincorporaras al mundo mágico, se hizo patente que yo tenía razón, y que tu cicatriz
te avisaba cuando Voldemort estaba cerca de ti, o cuando sentía una fuerte emoción.
—Ya lo sé —dijo Harry cansinamente.
—Y esa capacidad tuya de detectar la presencia de Voldemort, incluso cuando está enmascarado, y de
saber lo que siente cuando se despiertan sus emociones, se ha hecho cada vez más pronunciada desde
que Voldemort regresó a su propio cuerpo y recuperó todos sus poderes. —Harry ni siquiera se molestó 
en asentir con la cabeza. Eso también lo sabía—. Más recientemente —prosiguió Dumbledore—,
empezó a preocuparme que Voldemort pudiera notar que existía esa conexión entre vosotros dos. Y, en
efecto, llegó un momento en que tú te adentraste tanto en la mente y en los pensamientos de Voldemort
que él se percató de tu presencia. Me refiero, por supuesto, a la noche en que presenciaste la agresión
que sufrió el señor Weasley.
—Snape me lo dijo —murmuró Harry.
—El profesor Snape, Harry —lo corrigió Dumbledore con delicadeza—. Pero ¿no te preguntaste por
qué no te lo conté yo personalmente? ¿Por qué no te enseñé yo Oclumancia? ¿Por qué ni siquiera te
había mirado durante meses?
Harry levantó la cabeza. Ahora se daba cuenta de que Dumbledore parecía triste y cansado.
—Sí —masculló—. Sí, claro que me lo pregunté.
—Verás, creía que Voldemort no podía tardar mucho en intentar entrar en tu mente para manipular y
dirigir tus pensamientos, y no quería ofrecerle más alicientes para hacerlo. Estaba convencido de que si
se daba cuenta de que nuestra relación era, o había sido alguna vez, algo más que la mera relación entre
alumno y director, aprovecharía esa oportunidad para utilizarte como un medio para espiarme. Me
asustaba pensar en cómo podría manejarte, o en la posibilidad de que intentara poseerte. Harry, creo
que tenía razón cuando suponía que Voldemort se habría servido de ti de ese modo. En las pocas
ocasiones en que tú y yo tuvimos contacto directo, me pareció ver una sombra de él en tus ojos…
Harry recordó la sensación de que una serpiente dormida se había despertado en su interior, dispuesta a
atacar, cuando él y Dumbledore se habían mirado a la cara.
—El objetivo de Voldemort al poseerte, como ha demostrado esta noche, no habría sido mi destrucción,
sino la tuya. Cuando te poseyó brevemente, hace un rato, él confiaba en que yo te sacrificaría para
quitarle a él la vida. Así que, como ves, lo que yo intentaba al distanciarme de ti, Harry, era protegerte.
Un error de anciano…
Dumbledore suspiró profundamente. Harry dejaba que las palabras resbalaran sobre él. Le habría
interesado mucho que le hubiera dado esas explicaciones unos meses atrás, pero ahora no tenían
sentido comparadas con el profundo abismo que se había abierto en su interior por la pérdida de Sirius;
nada de todo aquello importaba ya…
—Sirius me dijo que habías sentido a Voldemort despierto dentro de ti la noche que tuviste la visión del
ataque a Arthur Weasley. Comprendí de inmediato que mis peores temores eran ciertos: Voldemort se
había dado cuenta de que podía utilizarte. En un intento de armarte contra sus intentos de introducirse
en tu mente, pedí al profesor Snape que te enseñara Oclumancia.
Dumbledore hizo una pausa. Harry contemplaba la luz del sol, que resbalaba lentamente por la lustrosa
superficie de la mesa del director e iluminaba un tintero de plata y una hermosa pluma escarlata. Harry
sabía  que  los  retratos  de  las  paredes  estaban  despiertos  y  escuchaban  cautivados  el  discurso  de
Dumbledore; de vez en cuando oía el frufrú de una túnica, un carraspeo. Sin embargo, Phineas Nigellus
aún no había regresado.
—El  profesor  Snape  descubrió  que  llevabas  meses  soñando  con  la  puerta  del  Departamento  de
Misterios —continuó Dumbledore—. Desde que recuperó su cuerpo, Voldemort estaba obsesionado,
como es lógico, con la posibilidad de escuchar la profecía; y cuando pensaba en la puerta, tú también lo
hacías, aunque no sabías qué significaba.
»Y  entonces  viste  en  sueños  a  Rookwood,  quien  hasta  antes  de  su  detención  trabajaba  en  el
Departamento  de  Misterios, mientras le decía  a Voldemort lo que  él  ya  sabía: que  las  profecías
guardadas en el Ministerio de Magia estaban fuertemente protegidas. Sólo las personas a las que se
refieren pueden cogerlas de esas estanterías sin enloquecer. Así pues, sólo había dos alternativas: o el
propio Voldemort tendría que entrar en el Ministerio de Magia arriesgándose a ser visto por fin, o
tendrías que cogerla tú por él. Por lo tanto, que dominaras la Oclumancia se convirtió en un asunto de
mayor urgencia aún.
—Pero no la dominé —murmuró Harry. Lo dijo en voz alta intentando así aligerar el peso de su
sentimiento de culpa: una confesión aliviaría sin duda parte de la terrible presión que le oprimía el
pecho—. Ni practiqué ni le di importancia; y podría haber dejado de tener esos sueños; Hermione
insistía en que practicara; si lo hubiera hecho, él no habría podido mostrarme adónde tenía que ir, y…
Sirius no… Sirius no… —Algo estaba brotando en la mente de Harry: una necesidad de justificarse, de
explicar—. ¡Traté de comprobar si era verdad que tenía a Sirius, fui al despacho de la profesora
Umbridge, hablé con Kreacher por la chimenea y él me dijo que Sirius no estaba allí, que se había ido!
—Kreacher te mintió —afirmó Dumbledore con serenidad—. Tú no eres su amo, él podía mentirte sin
necesidad de autocastigarse siquiera. Kreacher quería que fueras al Ministerio de Magia.
—¿Él… él me envió allí a propósito?
—Sí. Me temo que Kreacher lleva meses sirviendo a más de un amo.
—¿Cómo? —se extrañó Harry sin comprender—. Pero si hace años que no sale de Grimmauld Place.
—Kreacher aprovechó su oportunidad poco después de Navidad —le explicó Dumbledore—, cuando
Sirius, por lo visto, le gritó que se «largara». Él le tomó la palabra a tu padrino, e interpretó aquella
expresión como una orden de salir de Grimmauld Place. Así que fue a casa del único miembro de la
familia Black por el que todavía sentía algún respeto: Narcisa, prima de Black, hermana de Bellatrix y
esposa de Lucius Malfoy.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —le preguntó Harry. El corazón le latía muy deprisa y se sentía
mareado. Recordaba haber estado preocupado por la ausencia de Kreacher durante las Navidades, y
recordaba también que el elfo había aparecido de repente en el desván…
—Kreacher me lo contó todo anoche —contestó Dumbledore—. Verás, cuando le diste aquel críptico
mensaje al profesor Snape, él comprendió que habías tenido una visión de Sirius atrapado en las
profundidades del Departamento de Misterios. El profesor Snape hizo lo mismo que tú: intentó ponerse
rápidamente en contacto con Sirius. Debería aclarar que los miembros de la Orden del Fénix disponen
de métodos de comunicación más fiables que la chimenea del despacho de Dolores Umbridge. El
profesor Snape comprobó que tu padrino estaba vivo y a salvo en Grimmauld Place.
»Sin embargo, al ver que no regresabas de tu incursión en el Bosque Prohibido con Dolores Umbridge,
el profesor Snape se preocupó, pues tú debías de seguir creyendo que lord Voldemort mantenía cautivo
a Sirius, y alertó de inmediato a varios miembros de la Orden. —Dumbledore suspiró profundamente
de nuevo y prosiguió—. Alastor Moody, Nymphadora Tonks, Kingsley Shacklebolt y Remus Lupin
estaban  en  el  cuartel  general  cuando  el  profesor  Snape  estableció  contacto.  Todos  acordaron  ir
enseguida en tu ayuda. El profesor Snape pidió que Sirius se quedara en el cuartel general, pues
necesitaba que alguien permaneciera allí para contarme a mí lo ocurrido, dado que yo llegaría a
Grimmauld Place en cualquier momento. Entre tanto, el profesor Snape tenía intención de buscarte en
el bosque.
»Pero Sirius no quiso quedarse atrás mientras los demás acudían en tu ayuda. Delegó en Kreacher la
tarea de contarme lo sucedido. Así pues, cuando llegué a Grimmauld Place, poco después de que todos
hubieran salido hacia el Ministerio, fue el elfo quien me contó, riendo a carcajadas, adónde había ido
Sirius.
—¿Riendo? —preguntó Harry con voz apagada.
—Sí, ya lo creo. Verás, Kreacher no podía traicionarnos completamente. Pese a no ser guardián de los
secretos  de  la  Orden,  no  podía  revelar  nuestro  paradero  a  los  Malfoy  ni  contarles  los  planes
confidenciales de la Orden que le habían prohibido revelar. Estaba atado por los encantamientos de su
raza, es decir, no podía desobedecer una orden directa de su amo, Sirius. Pero dio a Narcisa cierta
información que para Voldemort fue muy valiosa, aunque a Sirius debió de parecerle lo suficientemente
sabida para que no se le ocurriera prohibirle a Kreacher que la repitiera.
—¿Qué información era ésa? —inquirió Harry.
—Que la persona que más quería Sirius en el mundo eras tú, y que tú lo considerabas a él una mezcla
de padre y hermano —contestó Dumbledore—. Voldemort ya estaba enterado, por supuesto, de que 
Sirius pertenecía a la Orden y de que tú sabías dónde estaba; pero la información de Kreacher le hizo
comprender que por quien no dudarías jamás en arriesgar la vida era por Sirius Black.
Harry tenía los labios resecos y entumecidos.
—Entonces… cuando anoche le pregunté a Kreacher si Sirius estaba allí…
—Los Malfoy, siguiendo sin duda las instrucciones de Voldemort, le habían dicho a Kreacher que tenía
que hallar la forma de mantener alejado a Sirius después de que tú hubieras tenido la visión de que
Voldemort estaba torturándolo. Así, si decidías comprobar si Sirius estaba en la casa o no, Kreacher
tendría que fingir que no estaba. Ayer el elfo hirió a Buckbeak, el hipogrifo, y cuando tú apareciste en
la chimenea, Sirius estaba arriba curándolo.
Harry tenía la sensación de que no le entraba aire en los pulmones y su respiración era rápida y
entrecortada.
—¿Y Kreacher le contó todo eso… riendo? —dijo con voz ronca.
—No quería contármelo, pero soy lo bastante hábil en Legeremancia para saber cuándo me están
mintiendo, y… lo persuadí para que me explicara toda la historia antes de salir hacia el Departamento
de Misterios.
—Y pensar que Hermione siempre nos decía que teníamos que ser amables con él —susurró Harry
apretando los puños sobre las rodillas.
—Ella tenía razón, Harry. Cuando instalamos nuestro cuartel general en el número doce de Grimmauld
Place, advertí a Sirius que debía tratar a Kreacher con amabilidad y respeto, y también le dije que
Kreacher podía ser peligroso para nosotros. Creo que Sirius no me tomó muy en serio; nunca consideró
al elfo un ser con sentimientos tan complejos como los de los humanos…
—No culpe a… No hable… de Sirius… como si… —Harry no podía respirar bien, y por eso no
articulaba las palabras con precisión; la rabia, que había disminuido un poco, volvía a arder en él: no
permitiría que Dumbledore criticara a su padrino—. Kreacher es un mentiroso…, un ser repugnante…
Se merecía…
—Kreacher es lo que los magos hemos hecho que sea, Harry —razonó Dumbledore—. Sí, debemos
tenerle lástima. Su existencia ha sido tan desgraciada como la de tu amigo Dobby. Estaba obligado a
obedecer a Sirius porque tu padrino era el último miembro de la familia a la que estaba esclavizada,
pero no sentía una lealtad sincera hacia él. Y pese a todos los defectos de Kreacher, hay que reconocer
que Sirius no hizo nada para que su vida resultara más agradable.
—¡NO HABLE ASÍ DE SIRIUS! —gritó Harry. Se había levantado, enfurecido, y estaba a punto de
abalanzarse sobre Dumbledore, que no había entendido en absoluto a Sirius, ni lo valiente que había
sido, ni lo mucho que había sufrido—. ¿Y Snape? —le espetó Harry—. De él no dice nada, ¿verdad?
Cuando le dije que Voldemort tenía a Sirius se limitó a burlarse de mí, como de costumbre.
—Harry, sabes perfectamente que delante de Dolores Umbridge el profesor Snape no podía hacer otra
cosa que simular que no te tomaba en serio —respondió Dumbledore sin vacilar—, pero, como ya te he
explicado, en cuanto pudo informó a la Orden de lo que tú le habías dicho. Fue él quien dedujo adónde
habías ido cuando no regresaste del bosque. También fue él quien le dio a la profesora Umbridge un
Veritaserumfalso cuando ella intentaba obligarte a revelarle el paradero de Sirius.
Harry hizo caso omiso de aquella información; le producía un tremendo placer culpar a Snape porque
eso aliviaba su propio sentimiento de culpa, y quería oír a Dumbledore darle la razón.
—Snape… Snape… provocaba a Sirius… Daba a entender que era un cobarde por quedarse en la
casa…
—Sirius era demasiado maduro e inteligente para permitir que lo hirieran tan débiles insultos.
—¡Snape dejó de darme clases de Oclumancia! ¡Me echó de su despacho!
—Lo sé, lo sé —admitió Dumbledore con pesar—. Ya he dicho que cometí un error al no enseñarte yo
mismo, aunque entonces estaba seguro de que nada podía ser más peligroso que abrir tu mente a
Voldemort si te hallabas en mi presencia…
—Snape no hizo más que empeorar las cosas, la cicatriz siempre me dolía más después de las clases
con él… —Harry recordó las opiniones de Ron sobre el tema e insistió—. ¿Cómo sabe que no
intentaba debilitarme aún más, facilitarle el camino a Voldemort para que entrara en mi…?
—Confío en Severus Snape —se limitó a decir Dumbledore—. Pero olvidé, otro error de anciano, que
hay heridas tan profundas que nunca llegan a cicatrizar. Creí que el profesor Snape podría superar sus
sentimientos hacia tu padre, pero es evidente que me equivoqué.
—Y  eso  está  bien,  ¿no?  —gritó  Harry  ignorando  las  expresiones  de  pavor  y  los  murmullos  de
desaprobación de los retratos de las paredes—. Snape puede odiar a mi padre, pero Sirius no puede
odiar a Kreacher, ¿verdad?
—Sirius no odiaba a Kreacher —lo corrigió Dumbledore—. Lo consideraba un criado que no merecía
ni respeto ni atención. A veces la indiferencia y la frialdad causan mucho más daño que la aversión
declarada. La fuente que hemos destruido esta noche era una mentira. Nosotros, los magos, llevamos
demasiado tiempo maltratando a nuestro prójimo y abusando de él, y ahora estamos sufriendo las
consecuencias.
—¿INSINÚA QUE SIRIUS MERECÍA LO QUE LE PASÓ? —gritó Harry.
—Yo no he dicho eso, ni me lo oirás decir jamás —repuso Dumbledore, impasible—. Sirius no era un
hombre cruel y en general era amable con los elfos domésticos, pero no sentía ningún afecto por
Kreacher porque el elfo le recordaba la casa que tanto había odiado.
—¡Sí, claro que la odiaba! —saltó Harry con la voz quebrada; le dio la espalda a Dumbledore y se
apartó de la mesa. Ahora el sol iluminaba toda la habitación, y los ojos de los retratos siguieron a Harry,
que  caminaba  sin percatarse  de  lo  que hacía,  sin ver siquiera el  despacho—. Usted  lo  obligó  a
permanecer encerrado en aquella casa, pero él la odiaba, por eso anoche quiso salir de allí.
—Yo sólo intentaba mantener a Sirius con vida —aclaró Dumbledore con serenidad.
—¡A la gente no le gusta que la encierren! —replicó Harry furioso al tiempo que se daba la vuelta y se
enfrentaba a Dumbledore—. A mí me hizo usted lo mismo el verano pasado…
Dumbledore  cerró  los  ojos  y  se  tapó  la  cara  con  sus  manos  de  largos  dedos.  Harry  se  quedó
observándolo, pero aquella inusitada muestra de agotamiento, o de tristeza, o de lo que fuera, no lo
ablandó. Al contrario: estaba todavía más rabioso con Dumbledore por dar muestras de debilidad y
porque era injusto que mostrara flaqueza cuando Harry quería hacerle culpable.
Dumbledore bajó las manos y miró a Harry a través de las gafas de media luna.
—Ha llegado el momento de que te explique lo que debí explicarte hace cinco años, Harry. Siéntate,
por favor. Voy a contártelo todo. Sólo te pido que tengas un poco de paciencia. Cuando haya terminado,
tendrás ocasión de gritarme, de hacer lo que quieras. No te lo impediré.
Harry lo miró un instante con rabia; luego volvió junto a la silla que había enfrente de Dumbledore y se
sentó.
El director contempló brevemente los iluminados jardines a través de la ventana y luego volvió a
dirigirse a él.
—Hace cinco años, Harry, llegaste a Hogwarts sano y salvo, como yo había planeado y previsto.
Bueno, quizá no tan sano y salvo. Habías sufrido. Yo sabía que sufrirías cuando te dejé ante la puerta de
la casa de tus tíos. Sabía que estaba condenándote a diez oscuros y difíciles años. —Hizo una pausa,
pero Harry no dijo nada—. Te preguntarás, y con motivo, por qué tenía que ser así. ¿Por qué no podía
haberte acogido una familia de magos? Muchos lo habrían hecho de buen grado, y habría sido para
ellos un placer y un honor criarte como a un hijo.
»La respuesta es que mi prioridad era mantenerte con vida. Estabas en peligro, un peligro de cuya
gravedad quizá sólo yo fuera consciente. Sólo hacía unas horas que Voldemort había sido derrotado,
pero sus seguidores, y muchos de ellos son tan terribles como él, todavía andaban sueltos y estaban
desesperados y encolerizados. Además, yo tenía que tomar una decisión respecto a los años venideros.
¿Acaso creía que Voldemort se había marchado para siempre? No. No sabía si tardaría diez, veinte o 
cincuenta  años  en  regresar,  pero  estaba  convencido  de  que  lo  haría,  y  también  estaba  seguro,
conociéndolo como lo conozco, de que no descansaría hasta haberte matado.
»Sabía que los conocimientos de magia de Voldemort eran más amplios quizá que los de ningún otro
mago vivo. Asimismo sabía que ni los más complejos y potentes hechizos o encantamientos protectores
serían invencibles el día que él regresara con todo su poder.
»Pero también sabía cuál era su punto débil. Así que tomé una decisión. Estarías protegido por una
antiquísima magia que él conoce, desprecia y, por lo tanto, siempre ha subestimado, en su propio
perjuicio. Me refiero, por supuesto, al hecho de que tu madre muriera para salvarte. Ella te dio una
prolongada protección que él no esperaba, una protección que fluye por tus venas hasta hoy. Así que
puse toda mi confianza en la sangre de tu madre. Te entregué a su hermana, su único familiar vivo.
—Mi tía no me quiere —saltó Harry—. No le importa…
—Pero te acogió —lo interrumpió Dumbledore—. Quizá te acogiera a regañadientes, con rabia, de
mala gana, contra su voluntad, pero de todos modos te acogió, y al hacerlo selló el encantamiento que
yo te había hecho. El sacrificio de tu madre convirtió el vínculo de sangre en el escudo más fuerte que
yo podía ofrecerte.
—Sigo sin…
—Mientras puedas llamar hogar al sitio donde habita la sangre de tu madre, allí Voldemort no podrá
tocarte ni hacerte ningún daño. Él derramó la sangre de tu madre, pero ésta sigue viva en ti y en tu tía.
Así que la sangre de tu madre se convirtió en tu refugio. De hecho, sólo tienes que regresar con tus tíos
una vez al año, y en esa casa él no podrá hacerte daño mientras puedas considerarla tu hogar. Tu tía está
al corriente de todo porque le expliqué lo que yo había hecho en una carta que deposité junto a ti
cuando te dejé en su puerta. Ella sabe que tenerte en su casa es lo que te ha mantenido con vida estos
quince años.
—Un momento —dijo Harry—. Espere un momento. —Se enderezó en la silla mirando fijamente a
Dumbledore—. Usted le envió aquel vociferador. Usted le dijo que recordara… ¡Era su voz!
—Creí que quizá necesitara que le recordaran el pacto que había sellado al acogerte —respondió
Dumbledore agachando ligeramente la cabeza—. Sospeché que el ataque de losdementoresle habría
hecho pensar en los peligros que suponía tenerte como hijo adoptivo.
—Así fue. Bueno, a mi tío más que a ella. Él quería echarme de casa, pero cuando llegó el vociferador,
ella… ella dijo que debía quedarme. —Harry miró el suelo un momento y luego añadió—: Pero ¿qué
tiene eso que ver con…?
No podía pronunciar el nombre de Sirius.
—Después, hace cinco años —prosiguió Dumbledore como si no hubiera hecho ninguna pausa en su
relato—, llegaste a Hogwarts, quizá ni tan contento ni tan bien alimentado como a mí me habría
gustado, pero al menos vivo y con buena salud. No eras ningún príncipe mimado, sino un niño todo lo
normal que yo podía esperar que fueras, dadas las circunstancias. Hasta ese instante mi plan estaba
funcionando.
»Y entonces… Bueno, seguro que recuerdas los sucesos de tu primer año en Hogwarts tan claramente
como yo. Aceptaste de una forma magnífica el reto al que te enfrentabas, y pronto, mucho más pronto
de lo que yo había imaginado, te encontraste cara a cara con Voldemort. Volviste a sobrevivir. Y no sólo
eso. Impediste que él recuperara su poder y su fuerza, y así retrasaste su regreso. Luchaste como un
hombre. El orgullo que sentí por ti… no puede expresarse con palabras.
»Sin embargo, mi maravilloso plan tenía un fallo —reconoció Dumbledore—. Un fallo evidente que yo
sabía, ya entonces, que podía hacer que todo fracasara. Y aun así, sabiendo lo importante que era que
mi plan funcionara, me dije que no permitiría que aquel fallo lo arruinara. Sólo yo podía impedirlo, así
que sólo yo debía mantenerme fuerte. Mientras tú estabas en la enfermería, débil tras tu enfrentamiento
con Voldemort, llegó mi primera prueba.
—No entiendo lo que quiere decirme.
—¿No recuerdas haberme preguntado, en la cama de la enfermería, por qué Voldemort había intentado
matarte cuando eras un bebé? —Harry asintió con la cabeza—. ¿Debí decírtelo entonces? —Harry
escudriñó los azules ojos del director y no hizo ningún comentario, pero su corazón volvía a latir muy
deprisa—. ¿Todavía no ves el fallo del plan? No, quizá no… Bueno, como ya sabes, decidí no
contestarte. Tenías once años, me dije; eras demasiado pequeño para saberlo. Yo nunca me había
planteado contártelo cuando tuvieras once años porque semejante revelación a tan temprana edad
habría sido demasiado para ti.
»Debí reconocer entonces las señales de peligro. Debí preguntarme por qué no me turbó más que ya me
hubieras formulado la pregunta a la que yo sabía que algún día debería dar una terrible respuesta. Debí
darme cuenta de que me alegraba demasiado de no tener que dártela aquel día en concreto… Eras
demasiado pequeño.
»Y así llegamos a tu segundo año en Hogwarts. Volviste a enfrentarte a retos a los que ni los magos
experimentados  se  han  enfrentado  nunca;  y,  una  vez  más,  te  desenvolviste  superando  todas  mis
expectativas. Sin embargo, no me preguntaste de nuevo por qué Voldemort te había dejado aquella
marca. ¡Ah, sí, hablamos de tu cicatriz!… Nos acercamos mucho al tema. Pero ¿por qué no te lo conté
todo?
»Verás, no me pareció que doce años fueran muchos más que once, ni que ya estuvieras preparado para
recibir la información. Te dejé marchar, manchado de sangre, agotado pero lleno de júbilo, y si sentí
una  pizca  de  desasosiego  al  pensar  que  quizá  debería  habértelo  explicado  entonces,  la  silencié
rápidamente. Eras todavía tan joven, ¿entiendes?, que no tuve valor para estropearte aquella noche de
triunfo.
»¿Lo ves, Harry? ¿Ves ahora dónde estaba el fallo de mi brillante plan? Había caído en la trampa que
había previsto, que me había dicho a mí mismo que podría evitar, que debía evitar.
—No…
—Me importabas demasiado —prosiguió Dumbledore con sencillez—. Me importaba más tu felicidad
que el hecho de que supieras la verdad; me importaba más tu tranquilidad que mi plan; me importaba
más tu vida que las que pudieran perderse si fallaba el plan. Dicho de otro modo, actué exactamente
como Voldemort espera que actuemos los locos que amamos.
»¿Existe defensa contra eso? Cualquiera que te haya visto crecer como te he visto crecer yo, y te
aseguro que te he seguido más de cerca de lo que puedas imaginarte, habría querido ahorrarte más
dolor del que ya habías sufrido. ¿Qué me importaba a mí que montones de personas y criaturas sin
nombre y sin rostro pudieran perecer en un incierto futuro, si en ese momento tú estabas vivo, sano y
feliz? Jamás se me había ocurrido pensar que tendría a alguien como tú a mi cuidado.
»Llegamos  al  tercer  año.  Vi  desde  lejos  cómo  luchabas  para  repeler  a  los dementores,  cómo
encontrabas a Sirius, averiguabas quién era y lo rescatabas. ¿Tenía que decírtelo entonces, justo cuando
acababas de salvar triunfalmente a tu padrino de las fauces del Ministerio? Pero cuando cumpliste los
trece años, se me empezaron a acabar las excusas. No podía negarse que todavía eras joven, pero habías
demostrado  ser  excepcional.  No  tenía  la  conciencia  tranquila,  Harry.  Sabía  que  se  acercaba  el
momento…
»Pero el año pasado saliste del laberinto tras ver morir a Cedric Diggory, tras librarte tú también por
muy poco de la muerte… Y no te lo dije, aunque sabía, ya que Voldemort había regresado, que debía
hacerlo pronto. Y desde esta noche estoy convencido de que hace tiempo que estás preparado para
saber lo que te he ocultado todos estos años, porque has demostrado que debí colocar esa carga sobre ti
mucho antes. Lo único que puedo decir en mi defensa es que te había visto sobrellevar tales cargas,
cosa que ningún otro estudiante de este colegio ha tenido que soportar, que no me atrevía a añadir otra,
la mayor de todas.
Harry esperó, pero Dumbledore no dijo nada más.
—Sigo sin entenderlo.
—Voldemort intentó matarte cuando eras un niño a causa de una profecía que se hizo poco después de
tu nacimiento, y que él sabía que se había realizado, aunque no conocía todo su contenido. Decidió
matarte cuando todavía eras pequeño porque creyó que así cumplía los términos de dicha profecía. Pero
descubrió, muy a su pesar, que se había equivocado cuando la maldición con la que intentó matarte se
volvió contra él. Así pues, desde que recuperó su cuerpo, y sobre todo después de que el año pasado
huyeras de él de aquella forma tan extraordinaria, se propuso conocer enteramente la profecía. Ésa es el
arma que con tanta diligencia ha estado buscando desde su regreso: saber cómo destruirte.
El sol ya estaba en lo alto del cielo, y el despacho de Dumbledore, bañado en su luz. La urna de cristal
que contenía la espada de Godric Gryffindor brillaba, blanca y opaca; los trozos de los instrumentos
que Harry había tirado al suelo relucían como gotas de lluvia, y detrás de él, el pequeño  Fawkes
gorjeaba débilmente en su nido de cenizas.
—La profecía se ha roto —dijo Harry, abatido—. Cuando intentaba subir a Neville por los bancos de
la…, de esa sala donde estaba el arco, se le desgarró la túnica y la profecía cayó…
—Lo que se rompió sólo es el registro de la profecía que guardaba el Departamento de Misterios. Pero
la profecía se pronunció ante alguien, y la persona que la escuchó puede recordarla a la perfección.
—¿Quién la escuchó? —preguntó Harry, aunque ya creía saber la respuesta.
—Yo —le confirmó Dumbledore—. Una noche fría y lluviosa, hace dieciséis años, en una habitación
de Cabeza de Puerco. Había ido allí a entrevistarme con una aspirante al puesto de profesor de
Adivinación, pese a que yo no tenía ningún deseo de seguir impartiendo esa asignatura en el colegio.
Sin embargo, la aspirante era la tataranieta de una vidente muy famosa y de gran talento, y accedí a
verla por cortesía, pero me llevé una decepción. Me pareció que ella, a diferencia de su antepasada, no
tenía ni pizca de inteligencia. Le dije, espero que educadamente, que no cumplía los requisitos para el
cargo, y entonces me dispuse a salir de la habitación.
Dumbledore se levantó, pasó al lado de Harry y fue hasta el armario negro que había junto a la percha
deFawkes. Se agachó, corrió un pestillo y sacó la vasija de piedra con runas grabadas alrededor del
borde en la que Harry había visto a su padre atormentando a Snape. Dumbledore volvió a la mesa,
colocó elpensaderosobre ella y se llevó la punta de la varita a la sien. Retiró de su cabeza unas hebras
de pensamiento plateadas, finas como telarañas, que se adhirieron a su varita, y las depositó en la
vasija. Volvió a sentarse en la silla y observó cómo sus pensamientos giraban y se arremolinaban dentro
delpensadero. Entonces, con un suspiro, levantó la varita y tocó la sustancia plateada con la punta.
De ella salió una figura envuelta en chales, con los ojos muy aumentados detrás de unas gafas, que giró
lentamente sobre sí misma, con los pies dentro de la vasija. Sin embargo, cuando Sybill Trelawney
habló, no lo hizo con aquella voz etérea y mística que solía emplear, sino con el tono áspero y duro que
Harry sólo le había oído utilizar en una ocasión:
—«El único con poder para derrotar al Señor Tenebroso se acerca… Nacido de los que lo han desafiado
tres veces, vendrá al mundo al concluir el séptimo mes… Y el Señor Tenebroso lo señalará como su
igual, pero él tendrá un poder que el Señor Tenebroso no conoce… Y uno de los dos deberá morir a
manos del otro, pues ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida… El único con
poder para derrotar al Señor Tenebroso nacerá al concluir el séptimo mes…»
La figura de la profesora Trelawney, sin dejar de dar vueltas sobre sí misma, se sumergió en la masa
plateada que llenaba la vasija y desapareció.
Se hizo un silencio absoluto en el despacho. Ni Dumbledore ni Harry ni los retratos hicieron ruido
alguno. HastaFawkesse había quedado mudo.
—Profesor… —dijo Harry con un hilo de voz, pues Dumbledore, que no había apartado la vista del
pensadero, parecía completamente ensimismado—. ¿Significa eso…? ¿Qué significa?
—Significa que la única persona capaz de vencer a lord Voldemort para siempre nació a finales de julio
hace casi dieciséis años. Y que los padres de ese niño habían desafiado tres veces a Voldemort.
Harry sintió como si algo se cerniera sobre él, y de nuevo le costaba respirar. —¿Soy… yo?
Dumbledore respiró profundamente y dijo con voz queda:
—Lo curioso, Harry, es que tal vez no fueras tú. La profecía de Sybill podría haberse referido a dos
niños magos, ambos nacidos a finales de julio de aquel año, cuyos padres pertenecían a la Orden del
Fénix y habían escapado por poco de Voldemort en tres ocasiones. Uno eras tú, por supuesto. El otro
era Neville Longbottom.
—Pero entonces…, entonces… ¿por qué era mi nombre el que estaba en la profecía, y no el de Neville?
—El registro oficial volvió a etiquetarse después de que Voldemort intentara matarte cuando eras un
bebé —le explicó Dumbledore—. Al responsable de la Sala de las Profecías le pareció evidente que si
Voldemort había intentado matarte era porque sabía que era a ti a quien se refería Sybill.
—Pero… ¿podría no ser yo?
—Me temo que no hay ninguna duda de que eres tú —respondió Dumbledore lentamente, como si cada
palabra le costara un tremendo esfuerzo.
—Pero usted acaba de decir… Neville también nació a finales de julio, y sus padres…
—Olvidas la segunda parte de la profecía: el definitivo rasgo identificador del niño que podría vencer a
Voldemort. El propio Voldemort «lo señalará como su igual». Y eso fue lo que hizo, Harry. Te eligió a ti
y no a Neville. Te marcó con la cicatriz que ha demostrado ser al mismo tiempo bendición y maldición.
—Pero ¡pudo equivocarse al elegirme! —exclamó Harry—. ¡Pudo señalar a la persona equivocada!
—Eligió al que consideró que suponía un mayor peligro para él. Y fíjate en esto, Harry: no eligió al
sangre limpia, que, según su credo, era el único que merecía llamarse mago, sino al sangre mestiza,
como él. Él se identificó contigo antes incluso de verte, y al atacarte y señalarte con esa cicatriz no te
mató, como pretendía hacer, sino que te dio unos poderes, y un futuro, que te han capacitado para
escapar de él no una, sino cuatro veces hasta ahora, algo que no consiguieron tus padres ni los padres
de Neville.
—Pero ¿por qué lo hizo? —preguntó Harry, que estaba helado y entumecido—. ¿Por qué intentó
matarme cuando era un bebé? Debió esperar y ver quién de los dos, Neville o yo, parecía más peligroso
cuando fuéramos mayores, y matar al que lo fuera…
—Sí, desde luego, ése habría sido el método más práctico, pero la información que Voldemort tenía
sobre la profecía era incompleta. Cabeza de Puerco, que Sybill eligió por sus económicos precios,
siempre ha atraído, digámoslo así, a una clientela más interesante que la de Las Tres Escobas. Como tú
y tus amigos tuvisteis ocasión de comprobar, igual que yo aquella noche, es un sitio donde uno nunca
debe dar por hecho que nadie lo está escuchando. Yo, por supuesto, cuando decidí reunirme allí con
Sybill Trelawney, no había imaginado que fuera a oír algo que mereciera la pena escuchar a hurtadillas.
La única suerte que tuve, o tuvimos, fue que la persona que estaba escuchando nuestra conversación
fue detectada antes de que Sybill terminara de exponer su profecía, y la echaron del local.
—¿Entonces sólo oyó…?
—Sólo oyó el principio, la parte que predecía el nacimiento de un niño en el mes de julio, hijo de unos
padres que habían desafiado tres veces a Voldemort. Por eso no pudo prevenir a su amo de que atacarte
supondría correr el riesgo de transmitirte poderes y señalarte como su igual. Así que Voldemort nunca
supo que podía resultar peligroso luchar contra ti, y que habría sido más prudente esperar hasta
enterarse de más cosas. Él no sabía que tú tendrías «un poder que el Señor Tenebroso no conoce».
—¡Pero si no lo tengo! —dijo Harry con voz estrangulada—. No tengo ningún poder que él no tenga,
yo no podría luchar como lo ha hecho él esta noche, no puedo poseer a la gente ni… matarla…
—En el Departamento de Misterios —lo interrumpió Dumbledore— hay una sala que siempre está
cerrada. Contiene una fuerza que es a la vez más maravillosa y más terrible que la muerte, que la
inteligencia humana, que el poder de la naturaleza. Además, quizá es también la más misteriosa de
todas las cosas que se guardan allí para su estudio. Lo que tú posees en sumo grado es el poder que se
esconde en esa sala, del que Voldemort carece por completo. De modo que esa fuerza es la que te ha
impulsado a intentar salvar a Sirius esta noche y es la que también ha impedido que Voldemort te haya
poseído, porque él es incapaz de ocupar un cuerpo tan lleno del poder que detesta. Al final no ha
importado que no pudieras cerrar tu mente, porque ha sido tu corazón el que te ha salvado.
Harry cerró los ojos. Si no hubiera ido a salvar a Sirius, éste no habría muerto. Pero luego, para no
volver a pensar en su padrino, y aunque le daba igual la respuesta, Harry preguntó:
—Él final de la profecía… decía algo de que «ninguno de los dos podrá vivir»…
—… «mientras siga el otro con vida» —terminó Dumbledore.
—¿Significa eso… que…, que uno de los dos tendrá que matar al otro, tarde o temprano? —inquirió
Harry sacando las palabras de lo que parecía un profundo pozo de desesperación.
—Sí —afirmó Dumbledore.
Permanecieron callados mucho rato. Harry oía voces más allá de las paredes del despacho; debían de
ser las de los estudiantes que bajaban al Gran Comedor para desayunar. Parecía imposible que pudiera
haber gente en el mundo que todavía tuviera hambre, que riera, que ni supiera ni le importara saber que
Sirius Black se había ido para siempre. En realidad, era como si su padrino estuviera ya a millones de
kilómetros de distancia, aunque una parte de la mente de Harry todavía creía que si hubiera apartado el
velo habría encontrado a Sirius mirándolo y, tal vez, recibiéndolo con su atronadora risa.
—Creo que te debo otra explicación, Harry —dijo Dumbledore con voz vacilante—. Supongo que
alguna vez te habrás preguntado por qué nunca te he nombrado prefecto. Debo confesar… que me
pareció que ya tenías suficientes responsabilidades.
Harry levantó la cabeza y lo observó, y vio que una lágrima resbalaba por la cara de Dumbledore hasta
perderse en su larga y plateada barba.

38
Empieza la segunda guerra

REGRESA EL-QUE-NO-DEBE-SER-NOMBRADO
El viernes por la noche, Cornelius Fudge, ministro de Magia, corroboró que El-que-no-debe-sernombrado ha vuelto a este país y está otra vez en activo, según dijo en una breve declaración.
«Lamento mucho tener que confirmar que el mago que se hace llamar lord…, bueno, ya saben ustedes
a quién me refiero, está vivo y anda de nuevo entre nosotros —anunció Fudge, que parecía muy
cansado y nervioso en el momento de dirigirse a los periodistas—. También lamentamos informar de la
sublevación en masa de losdementoresde Azkaban, que han renunciado a seguir trabajando para el
Ministerio. Creemos que ahora obedecen órdenes de lord…, de ése.
»Instamos a la población mágica a permanecer alerta. El Ministerio ya ha empezado a publicar guías de
defensa personal y del hogar elemental, que serán distribuidas gratuitamente por todas las viviendas de
magos durante el próximo mes.»
La  comunidad  mágica  ha  recibido  con  consternación  y  alarma  la  declaración  del  ministro,  pues
precisamente el miércoles pasado el Ministerio garantizaba que no había «ni pizca de verdad en los
persistentes rumores de que Quien-ustedes-saben esté operando de nuevo entre nosotros».
Los detalles de los sucesos que han provocado el cambio de opinión del Ministerio todavía son
confusos,  aunque  se  cree  que  El-que-no-debe-ser-nombrado  y  una  banda  de  selectos  seguidores
(conocidos como «mortífagos») consiguieron entrar en el Ministerio de Magia el jueves por la noche.
De momento, este periódico no ha podido entrevistar a Albus Dumbledore, recientemente rehabilitado
en  el  cargo  de  director  del  Colegio  Hogwarts  de  Magia  y  Hechicería,  miembro  restituido  de  la
Confederación Internacional de Magos y, de nuevo, Jefe de Magos del Wizengamot. Durante el año 
pasado, Dumbledore había insistido en que Quien-ustedes-saben no estaba muerto, como todos creían y
esperaban, sino que estaba reclutando seguidores para intentar tomar el poder una vez más. Mientras
tanto, «El niño que sobrevivió»…
—Eh, Harry, aquí estás; ya sabía yo que hablarían de ti —comentó Hermione mirando a su amigo por
encima del borde de la hoja de periódico.
Estaban en la enfermería. Harry se había sentado a los pies de la cama de Ron y ambos escuchaban a
Hermione, que leía la primera plana deEl Profeta Dominical.Ginny, a quien la señora Pomfrey había
curado el tobillo en un periquete, estaba acurrucada en un extremo de la cama de Hermione; Neville,
cuya nariz también había recuperado su tamaño y forma normales, estaba sentado en una silla entre las
dos camas; y Luna, que había ido a visitar a sus amigos, tenía la última edición de El Quisquillosoen
las manos y leía la revista del revés sin escuchar, aparentemente, ni una sola palabra de lo que decía
Hermione.
—Sí, pero ahora vuelven a llamarlo «El niño que sobrevivió» —observó Ron—. Ya no es un iluso
fanfarrón, ¿eh?
Cogió un puñado de ranas de chocolate del inmenso montón que había en su mesilla, lanzó unas
cuantas a Harry, Ginny y Neville y arrancó con los dientes el envoltorio de la suya. Todavía tenía
profundos verdugones en los antebrazos, donde se le habían enroscado los tentáculos del cerebro.
Según la señora Pomfrey, los pensamientos podían dejar cicatrices más profundas que ninguna otra
cosa, aunque ya había empezado a aplicarle grandes cantidades de Ungüento Amnésico del Doctor
Ubbly, y Ron presentaba cierta mejoría.
—Sí, ahora hablan muy bien de ti, Harry —confirmó Hermione mientras leía rápidamente el artículo
—. «La solitaria voz de la verdad… considerado desequilibrado, aunque nunca titubeó al relatar su
versión… obligado a soportar el ridículo y las calumnias…» Hummm —dijo frunciendo el entrecejo—,
veo que no mencionan el hecho de que eran ellos mismos, los deEl Profeta,los que te ridiculizaban y
te calumniaban…
Hermione hizo una leve mueca de dolor y se llevó una mano a las costillas. La maldición que le había
echado Dolohov, pese a ser menos efectiva de lo que lo habría sido si hubiera podido pronunciar el
conjuro en voz alta, había causado «un daño considerable», según las palabras textuales de la señora
Pomfrey. Hermione, que tenía que tomar diez tipos de pociones diferentes cada día, había mejorado
mucho, pero ya estaba harta de la enfermería.
—«El último intento de Quien-ustedes-saben de hacerse con el poder, páginas dos a cuatro; Lo que el
Ministerio debió contarnos, página cinco; Por qué nadie hizo caso a Albus Dumbledore, páginas seis a
ocho; Entrevista en exclusiva con Harry Potter, página nueve…» ¡Vaya! —exclamó Hermione, y dobló
el periódico y lo dejó a un lado—. Sin duda les ha dado para escribir mucho. Pero esa entrevista con
Harry no es una exclusiva, es la que salió enEl Quisquillosohace meses…
—Mi padre se la vendió —dijo Luna con vaguedad mientras pasaba una página deEl Quisquilloso—.
Y le pagaron muy bien, así que este verano organizaremos una expedición a Suecia para ver si podemos
cazar unsnorkackde cuernos arrugados.
Hermione se debatió consigo misma unos instantes y luego replicó:
—Qué bien, ¿no? —Ginny miró con disimulo a Harry y apartó rápidamente la vista sonriendo—.
Bueno —dijo Hermione incorporándose un poco y haciendo otra mueca de dolor—, ¿cómo va todo por
el colegio?
—Flitwick ha limpiado el pantano de Fred y George —contó Ginny—. Tardó unos tres segundos. Pero
ha dejado un trocito debajo de la ventana y lo ha acordonado.
—¿Por qué? —preguntó Hermione, sorprendida.
—Dice que fue una gran exhibición de magia —comentó Ginny encogiéndose de hombros.
—Yo creo que lo ha dejado como un monumento a Fred y George —intervino Ron con la boca llena de
chocolate—. Mis hermanos me han enviado todo esto —le dijo a Harry, y señaló la montaña de ranas
que tenía a su lado—. Les debe de ir muy bien con la tienda de artículos de broma, ¿no?
Hermione lo miró con gesto de desaprobación y preguntó:
—¿Y ya se han acabado los problemas desde que ha vuelto Dumbledore?
—Sí —contestó Neville—, todo ha vuelto a la normalidad.
—Supongo que Filch estará contento, ¿no? —dijo Ron, y apoyó contra su jarra de agua un cromo de
rana de chocolate en el que aparecía Dumbledore.
—¡Qué va! —exclamó Ginny—. Se siente muy desgraciado. —Bajó la voz y añadió en un susurro—:
No para de decir que la profesora Umbridge era lo mejor que jamás le había pasado a Hogwarts…
Los seis giraron la cabeza. La profesora Umbridge estaba acostada en otra cama un poco más allá,
contemplando el techo. Dumbledore había entrado solo en el bosque para rescatarla de los centauros,
pero nadie sabía cómo había logrado salir de la espesura sin un solo arañazo y con Dolores Umbridge
apoyada en él; y, por supuesto, la profesora Umbridge no era quien desvelaría aquel misterio. Desde su
regreso al castillo, no había pronunciado ni una sola palabra, que ellos supieran. Nadie sabía a ciencia
cierta qué le pasaba. Llevaba el pelo, por lo general muy bien peinado, completamente revuelto, y aún
tenía enredados en él trocitos de ramas y hojas, pero por lo demás parecía ilesa.
—La señora Pomfrey dice que sólo sufre una conmoción —susurró Hermione.
—Yo diría que está enfurruñada —opinó Ginny.
—Sí, porque da señales de vida cuando haces esto —dijo Ron, e hizo un débil ruidito de cascos de
caballo con la lengua.
Inmediatamente, la profesora Umbridge se incorporó de un brinco y miró, asustada, a su alrededor.
—¿Ocurre algo, profesora? —le preguntó la señora Pomfrey asomando la cabeza por detrás de la
puerta de su despacho.
—No, no… —contestó Dolores Umbridge, y volvió a apoyarse en las almohadas—. No, debía de estar
soñando…
Hermione y Ginny ahogaron la risa con las sábanas.
—Hablando de centauros —comentó Hermione cuando se hubo recuperado un poco—, ¿quién será
ahora el profesor de Adivinación? ¿Se quedará Firenze?
—No tendrá más remedio que quedarse —respondió Harry—. No creo que los otros centauros lo
acepten en la manada.
—Parece que Firenze y la profesora Trelawney van a compartir el puesto —apuntó Ginny.
—Seguro que a Dumbledore le habría encantado librarse para siempre de la profesora Trelawney —
terció Ron mientras masticaba la rana número catorce—. Aunque la verdad es que lo que no sirve para
nada es la asignatura en sí; las clases con Firenze tampoco son mucho mejores.
—¿Cómo puedes decir eso? —lo regañó Hermione—. ¡Justo cuando acabamos de enterarnos de que
existen las profecías de verdad!…
A Harry se le aceleró el corazón. No había revelado ni a Ron ni a Hermione ni a nadie el contenido de
la profecía. Neville les había dicho que se había roto mientras Harry lo ayudaba a subir por las gradas
de la Cámara de la Muerte, y Harry aún no había corregido aquella información. No estaba preparado
para ver la expresión de sus rostros cuando les contara que tendría que ser asesino o víctima, pues no
había alternativa…
—Es una lástima que se rompiera —comentó Hermione con voz queda, y movió la cabeza.
—Sí, es verdad —coincidió Ron—. Pero al menos Quien-vosotros-sabéis tampoco se enteró de lo que
decía. ¿Adónde vas? —preguntó, sorprendido y contrariado, al ver que Harry se levantaba.
—A… ver a Hagrid —respondió—. Acaba de llegar, y le prometí que iría a verlo y a decirle cómo
estáis vosotros dos.
—Ah, bueno —repuso Ron de malhumor, y miró por la ventana de la enfermería hacia la extensión de
luminoso cielo azul—. Ojalá pudiéramos ir nosotros también.
—¡Dale recuerdos de nuestra parte! —gritó Hermione cuando Harry salía ya de la enfermería—. ¡Y
pregúntale qué ha sido de… su amiguito! —añadió, y el chico hizo un ademán para indicar que la había
oído y que había captado el mensaje.
El castillo estaba muy tranquilo, incluso tratándose de un domingo. Todo el mundo estaba en los
soleados jardines disfrutando de que habían acabado los exámenes y con la perspectiva de unos pocos
días más de curso libres de repasos y deberes.
Harry recorrió despacio el vacío pasillo echando vistazos por las ventanas por las que pasaba; vio a
unos cuantos estudiantes que volaban sobre el estadio dequidditchy a un par de ellos nadando en el
lago, acompañados por el calamar gigante.
No estaba seguro de si quería estar con gente o no; cuando tenía compañía le entraban ganas de
marcharse, y cuando estaba solo echaba de menos la compañía. De todos modos decidió ir a visitar a
Hagrid, pues no había hablado con calma con él desde que el guardabosques había regresado.
Harry acababa de bajar el último escalón de la escalera de mármol del vestíbulo cuando Malfoy,
Crabbe y Goyle salieron por una puerta que había a la derecha y que conducía a la sala común de
Slytherin. Harry se paró en seco; lo mismo hicieron Malfoy y sus compinches. Lo único que se oía eran
los gritos, las risas y los chapoteos provenientes de los jardines, que llegaban hasta el vestíbulo por las
puertas abiertas.
Malfoy echó un vistazo a su alrededor (Harry comprendió que quería comprobar si había por allí algún
profesor) y luego miró a Harry y dijo en voz baja:
—Estás muerto, Potter.
—Tiene gracia —respondió él alzando las cejas—. No sabía que los muertos pudieran caminar.
Harry jamás había visto tan furioso a Malfoy, y sintió una especie de indiferente satisfacción al
observar cómo la ira crispaba su pálido y puntiagudo rostro.
—Me las pagarás —contestó Malfoy en un susurro—. Vas a pagar muy caro lo que le has hecho a mi
padre.
—Mira cómo tiemblo —respondió Harry con sarcasmo—. Supongo que lo de lord Voldemort no fue
más que un ensayo comparado con lo que me tenéis preparado vosotros tres. ¿Qué pasa? —añadió,
pues Malfoy, Crabbe y Goyle se habían encogido al oír a Harry pronunciar aquel nombre—. Es amigo
de tu padre, ¿no? No le tendrás miedo, ¿verdad?
—Te  crees  muy  hombre,  Potter  —replicó  Malfoy,  y  avanzó  hacia  Harry.  Crabbe  y  Goyle  lo
flanqueaban—. Espera y verás. Ya te atraparé. No puedes enviar a mi padre a la prisión y…
—Eso es precisamente lo que he hecho —lo atajó Harry.
—Los dementores se han marchado de Azkaban —continuó Malfoy, impasible—. Mi padre y los
demás no tardarán en salir de allí.
—Sí, no me extrañaría. Pero al menos ahora todo el mundo sabe que son unos cerdos.
Malfoy se dispuso a coger su varita, pero Harry se le adelantó: había sacado la suya antes de que Draco
hubiera metido siquiera los dedos en el bolsillo de su túnica.
—¡Potter! —se oyó entonces por el vestíbulo.
Snape había aparecido por la escalera que conducía hasta su despacho, y, al verlo, Harry sintió un
arrebato de odio muy superior al que sentía hacia Malfoy. Dijera lo que dijese Dumbledore, él nunca
perdonaría a Snape, nunca…
—¿Qué haces, Potter? —le preguntó el profesor con su habitual frialdad, y se encaminó hacia ellos.
—Intento decidir qué maldición emplear contra Malfoy, señor —contestó Harry con fiereza.
—Guarda inmediatamente esa varita —le ordenó Snape taladrándolo con la mirada—. Diez puntos
menos para Gryff… —empezó a decir dirigiendo la vista hacia los gigantescos relojes de arena que
había en las paredes, y esbozó una sonrisa burlona—. ¡Ah, veo que ya no queda ningún punto que
quitar en el reloj de Gryffindor! En ese caso, Potter, tendremos que…
—¿Añadir unos cuantos?
La profesora McGonagall acababa de subir la escalera de piedra de la entrada del castillo; llevaba un
maletín de cuadros escoceses en una mano y con la otra se apoyaba en un bastón, pero por lo demás
tenía buen aspecto.
—¡Profesora McGonagall! —exclamó Snape, y fue hacia ella dando grandes zancadas—. ¡Veo que ya
ha salido de San Mungo!
—Sí, profesor Snape —repuso ella, y se quitó la capa de viaje—. Estoy como nueva. Vosotros dos,
Crabbe, Goyle… —Les hizo señas imperiosas para que se acercaran, y ellos obedecieron, turbados y
arrastrando sus grandes pies—. Tomad. —Le puso el maletín en los brazos a Crabbe y la capa a Goyle
—. Llevad esto a mi despacho. —Los dos alumnos se dieron la vuelta y subieron la escalera de mármol
haciendo mucho ruido—. Muy bien —dijo la profesora McGonagall mientras miraba los relojes de
arena de la pared—. Bueno, creo que Potter y sus amigos se merecen cincuenta puntos cada uno por
alertar al mundo del regreso de Quien-vosotros-sabéis. ¿Qué opina usted, profesor Snape?
—¿Cómo? —replicó éste, aunque Harry sabía que había oído perfectamente—. Ah, bueno, supongo
que…
—Serán cincuenta para Potter, los dos Weasley, Longbottom y la señorita Granger —enumeró la
profesora McGonagall, y una lluvia de rubíes cayó en la parte inferior del reloj de arena de Gryffindor
mientras hablaba—. ¡Ah, y cincuenta para la señorita Lovegood, se me olvidaba! —añadió, y unos
cuantos zafiros cayeron en el reloj de Ravenclaw—. Bueno, creo que usted quería quitarle diez al señor
Potter, profesor Snape, de modo que… —Unos cuantos rubíes subieron a la parte superior del reloj,
pero quedó una cantidad considerable en la inferior—. Bueno, Potter, Malfoy, creo que con un día tan
espléndido como el de hoy deberíais estar los dos fuera —continuó la profesora McGonagall con
decisión.
Harry no se hizo rogar; se guardó la varita mágica en el bolsillo interior de la túnica y echó a andar
hacia las puertas de roble sin volver a mirar ni a Snape ni a Malfoy.
Cruzó la extensión de césped hacia la cabaña de Hagrid bajo un sol abrasador. Los estudiantes que
estaban tumbados en la hierba tomando el sol, hablando, leyendo El Profeta Dominicaly comiendo
golosinas levantaron la cabeza al verlo pasar; algunos lo llamaron o le hicieron señas con la mano,
ansiosos por demostrar que ellos, igual queEl Profeta,habían decidido que Harry era una especie de
héroe. El no dijo nada a nadie. No tenía ni idea de qué sabían y qué no sabían de lo que había ocurrido
tres días antes, pero hasta el momento había evitado que lo interrogaran y prefería seguir así.
Al principio, cuando llamó a la puerta de la cabaña de Hagrid, pensó que no estaba, pero Fang llegó
corriendo desde una esquina de la casa y casi lo tiró al suelo con el entusiasmo de su bienvenida.
Resultó que Hagrid estaba recogiendo judías verdes en el jardín de atrás.
—¡Hola, Harry! —exclamó, radiante de alegría, cuando Harry se acercó a la valla—. Entremos,
entremos, nos tomaremos un vaso de zumo de diente de león. ¿Cómo va todo? —le preguntó, y se
sentaron a la mesa de madera con un vaso de zumo helado cada uno—. ¿Te encuentras bien?
Por la mirada de preocupación de Hagrid, Harry comprendió que su amigo no le estaba preguntando
por el bienestar físico.
—Sí, estoy bien —se apresuró a responder Harry, porque no le apetecía hablar sobre lo que Hagrid,
evidentemente, estaba pensando—. ¿Y tú? ¿Dónde has estado?
—Pues escondido en las montañas. En una cueva, como hizo Sirius cuando… —Hagrid dejó la frase a
la mitad, carraspeó con brusquedad, miró a Harry y bebió un largo trago de zumo—. Bueno, el caso es
que ya estoy aquí —añadió débilmente.
—Tienes mejor aspecto —comentó Harry, decidido a mantener a Sirius fuera de la conversación.
—¿Qué? —dijo Hagrid; levantó una mano y se palpó la cara—. ¡Ah, sí! Bueno, ahora Grawpy se porta
mucho mejor. Se puso muy contento cuando regresé, la verdad. En el fondo es buen chico… Mira,
hasta he pensado buscarle una amiguita…
En otras circunstancias, Harry habría intentado disuadir a Hagrid de inmediato; la perspectiva de que
un segundo gigante, con toda seguridad más salvaje y brutal que Grawp, se instalara en el Bosque
Prohibido era muy alarmante, pero Harry no se sentía con fuerzas para discutir sobre el tema. Volvía a
tener ganas de estar solo, y con la intención de acelerar su marcha bebió varios tragos seguidos de
zumo de diente de león y dejó el vaso medio vacío.
—Ahora todo el mundo sabe que decías la verdad, Harry —comentó Hagrid inesperadamente—. Eso
hará que te sientas mejor, ¿verdad? —Harry hizo un gesto de indiferencia—. Mira… —Hagrid se
apoyó en la mesa y acercó la cabeza a la de Harry—, yo conocía a Sirius desde mucho antes que tú.
Murió en combate, y seguro que es así como él quería morir…
—¡Él no quería morir! —explotó Harry.
Hagrid agachó la enorme y desgreñada cabeza y admitió:
—No, claro que no. Pero aun así, Harry…, él no estaba hecho para quedarse sentado en casa mientras
los demás se encargaban del trabajo más peligroso. Si no hubiera ido a ayudar, jamás se lo habría
perdonado…
Harry se puso en pie de un brinco.
—Tengo que ir a la enfermería a ver a Ron y Hermione —dijo como un autómata.
—¡Ah! —repuso Hagrid un tanto disgustado—. ¡Ah, bueno! Pues cuídate, Harry, y ven a verme cuando
tengas un momen…
—Sí, está bien…
Harry fue hacia la puerta todo lo rápido que pudo y la abrió de un tirón; volvía a estar fuera de la
cabaña antes de que Hagrid se hubiera despedido de él, y echó a andar por la hierba. Una vez más, sus
compañeros lo llamaban al pasar. Harry cerró los ojos un instante y deseó que todos se esfumaran de
allí, que pudiera abrir los ojos y encontrarse solo en los jardines…
Unos días atrás, antes de que terminaran los exámenes y de que tuviera la visión que Voldemort había
introducido en su mente, habría dado cualquier cosa para que el mundo mágico supiera que siempre
había dicho la verdad, para que creyera que Voldemort había regresado, para que supiera que él no era
ni un mentiroso ni un loco. Ahora, sin embargo…
Caminó un poco alrededor del lago, se sentó en la orilla, detrás de unos arbustos, protegido de la
curiosidad de los que pasaban por allí, y se quedó con la mirada perdida sobre la reluciente superficie
del agua, pensando…
Quizá el motivo por el que le apetecía estar solo era porque desde que había tenido la charla con
Dumbledore se había sentido aislado de los demás. Una barrera invisible lo separaba del resto del
mundo. Estaba marcado, siempre lo había estado. Lo que ocurría era que en realidad él nunca había
entendido qué significaba eso.
Y, sin embargo, allí sentado, en la orilla del lago, abrumado por el terrible peso del dolor y el recuerdo
por la reciente pérdida de Sirius, no sentía un gran temor. Hacía sol, los jardines del castillo estaban
llenos de risueños estudiantes, y pese a que él se sentía tan lejos de ellos como si perteneciera a otra
raza, seguía resultándole muy difícil creer que fuera a ser víctima o autor de un asesinato…
Permaneció largo rato allí sentado, contemplando la superficie del agua, e intentó no pensar en su
padrino ni recordar que fue precisamente en la orilla opuesta del lago donde en una ocasión Sirius se
derrumbó cuando intentaba ahuyentar a un centenar dedementores…
Se puso el sol, y al cabo de un rato Harry se dio cuenta de que tenía frío. Se levantó y regresó al
castillo, y mientras iba por el camino se enjugó la cara con la túnica.
Ron y Hermione salieron de la enfermería completamente curados tres días antes de que finalizara el
curso. Era evidente que Hermione quería hablar de Sirius, pero cada vez que mencionaba su nombre,
Ron se ponía a hacer gestos para que se callara. Harry todavía no estaba seguro de si quería o no hablar
de su padrino: cambiaba de idea según su estado de ánimo. Pero sí sabía una cosa: por muy desgraciado
que se sintiera en esos momentos, echaría mucho de menos Hogwarts al cabo de unos días, cuando
volviera al número cuatro de Privet Drive. Pese a que ahora entendía perfectamente por qué tenía que
regresar a casa de sus tíos cada verano, eso no lograba que se sintiera mejor. Es más, nunca había
temido tanto la vuelta al hogar de los Dursley.
La profesora Umbridge se marchó de Hogwarts el día antes de que terminara el curso. Por lo visto,
salió con todo sigilo de la enfermería a la hora de comer con la esperanza de que nadie la viera partir,
pero, desafortunadamente para ella, se encontró a Peeves por el camino; el fantasma aprovechó su 
última oportunidad de poner en práctica las instrucciones de Fred, y la persiguió riendo cuando salió
del castillo, golpeándola con un bastón y con un calcetín lleno de tizas. Muchos estudiantes salieron al
vestíbulo para verla correr por el camino, y los jefes de las casas no pusieron mucho empeño en
contenerlos. De hecho, la profesora McGonagall se sentó en su butaca en la sala de profesores tras unas
pocas y débiles protestas, y la oyeron lamentarse de no poder correr ella misma detrás de la profesora
Umbridge para abuchearla porque Peeves le había cogido el bastón.
Llegó la última noche en el colegio; la mayoría de los estudiantes habían terminado de hacer el
equipaje y comenzaban a bajar al Gran Comedor, donde se celebraría el banquete de fin de curso, pero
Harry todavía no había empezado a preparar su baúl.
—¡Ya lo harás mañana! —le dijo Ron, que esperaba junto a la puerta del dormitorio—. ¡Vamos, estoy
muerto de hambre!
—No tardaré mucho. Mira, ve bajando tú…
Pero cuando la puerta del dormitorio se cerró tras Ron, Harry no hizo ningún esfuerzo para terminar de
recoger. Nada le apetecía menos que asistir al banquete de fin de curso porque le preocupaba que
Dumbledore hiciera alguna referencia a él en su discurso de despedida. Seguro que mencionaría el
regreso de Voldemort; al fin y al cabo, el año anterior les había hablado de ello a los estudiantes.
Harry sacó una túnica arrugada del fondo de su baúl para dejar sitio a otra ya doblada, y al hacerlo vio
un paquete mal envuelto en un rincón. No sabía qué hacía allí.
Se agachó, lo sacó de debajo de sus zapatillas de deporte y lo examinó.
Entonces recordó qué era. Sirius se lo había dado antes de que Harry saliera de Grimmauld Place.
«Quiero que lo utilices si me necesitas, ¿de acuerdo?», había dicho.
Harry se sentó en la cama y desenvolvió el paquete. Dentro había un pequeño espejo cuadrado que
parecía viejo y estaba muy sucio. Harry se lo acercó a la cara y vio su reflejo, que le devolvía la mirada.
Luego le dio la vuelta. En el dorso había una nota de Sirius:
Esto es un espejo de doble sentido; yo tengo la pareja. Si necesitas hablar conmigo, sólo tienes que
pronunciar mi nombre; tú aparecerás en mi espejo y yo podré hablar en el tuyo. James y yo los
usábamos cuando cumplíamos un castigo separados.
A Harry se le aceleró el corazón. Recordó el día que vio a sus padres muertos en el Espejo de Erised,
cuatro años antes. Podría volver a hablar con Sirius en ese mismo momento, lo sabía…
Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie en el dormitorio y comprobó que
estaba vacío. Miró el espejo, se lo puso frente a la cara con manos temblorosas y dijo en voz alta y
clara: «Sirius.»
Su aliento empañó la superficie del espejo. Se lo acercó un poco más a los ojos, embargado por la
emoción, pero los ojos que lo contemplaban pestañeando a través del vaho eran los suyos.
Limpió el espejo y volvió a decir con voz aún más fuerte, de modo que cada una de las sílabas
resonaron en la habitación:
—¡Sirius Black!
No pasó nada. La cara de frustración que lo contemplaba desde el espejo seguía siendo, sin lugar a
dudas, la suya.
«Sirius no llevaba encima su espejo cuando atravesó el arco —dijo una vocecilla dentro de la cabeza de
Harry—. Por eso no funciona.»
Harry se quedó muy quieto y luego tiró al baúl el espejo, que se rompió. Durante un maravilloso
minuto que le pareció muy largo había estado convencido de que vería a Sirius, de que volvería a
hablar con él…
La desazón le agarrotaba la garganta, así que se levantó y empezó a meter sus cosas desordenadamente
en el baúl, encima del espejo…
Pero  entonces  se  le  ocurrió  una  idea,  una  idea  mucho  mejor  que  un  espejo,  algo  mucho  más
importante…  ¿Cómo  era  posible  que  no  se  le  hubiera  ocurrido  antes?  ¿Por  qué  nunca  lo  había
preguntado?
Salió corriendo del dormitorio y bajó la escalera de caracol golpeándose contra las paredes, aunque no
lo notaba; cruzó a toda velocidad la desierta sala común, salió por el hueco del retrato y llegó al pasillo
sin hacer caso a la Señora Gorda, que le gritó: «¡El banquete está a punto de empezar, vas muy justo de
tiempo!»
Pero Harry no tenía intención de ir al banquete. Cómo podía ser que el castillo estuviera lleno de
fantasmas cuando no los necesitabas para nada, y que en cambio ahora…
Bajó las escaleras y recorrió los pasillos a toda velocidad sin cruzarse con nadie, ni muertos ni vivos.
Era  evidente  que  todos  estaban  en  el  Gran  Comedor.  Se  detuvo  jadeando  delante  del  aula  de
Encantamientos y pensó, desconsolado, que tendría que esperar hasta más tarde, hasta que hubiera
terminado el banquete.
Pero cuando ya había perdido las esperanzas, lo vio: una forma traslúcida atravesaba una pared al final
del pasillo.
—¡Eh, Nick! ¡Eh!¡NICK!
El fantasma asomó la cabeza por la pared y el estrambótico sombrero con plumas y la tambaleante
cabeza de sir Nicholas de Mimsy-Porpington se hicieron visibles.
—Buenas noches —lo saludó el fantasma, y retirando el resto de su cuerpo de la sólida pared de piedra,
sonrió a Harry—. Veo que no soy el único que llega tarde al banquete…
—¿Puedo preguntarle una cosa, Nick?
El rostro de Nick Casi Decapitado adoptó una expresión muy peculiar cuando el fantasma introdujo un
dedo en la rígida gorguera del cuello y la enderezó un poco, como si quisiera ganar tiempo para pensar.
Sólo desistió cuando su cuello, parcialmente seccionado, estuvo a punto de separarse del todo.
—¿Tiene que ser precisamente ahora, Harry? —comentó Nick, contrariado—. ¿No puedes aguardar a
que termine el banquete?
—No. Nick, por favor —suplicó Harry—. Necesito hablar con usted, en serio. ¿Podemos entrar ahí?
Harry abrió la puerta del aula más cercana y Nick Casi Decapitado suspiró resignado.
—Está bien —concedió—. No puedo negar que estaba esperándolo.
Harry sujetaba la puerta para que entrara Nick, pero el fantasma atravesó la pared.
—¿Qué estaba esperando? —inquirió el chico al cerrar la puerta.
—Que vinieras a buscarme —contestó Nick, y se deslizó hasta la ventana y contempló a través de ella
los jardines, cada vez más oscuros—. Ocurre a veces, cuando alguien ha sufrido… una pérdida.
—Bueno —repuso Harry negándose a desviar la conversación—, pues tenía usted razón, he venido a
buscarlo. —Nick no dijo nada—. Es que… —empezó Harry, y vio que lo que se proponía le resultaba
más violento de lo que había imaginado—. Es que como usted está muerto… Pero sigue aquí, ¿verdad?
—Nick suspiró otra vez y siguió contemplando los jardines—. Sí, ¿verdad? Usted murió, pero yo estoy
hablando con usted… Y usted puede pasearse por Hogwarts, ¿no?
—Sí —admitió Nick Casi Decapitado con voz queda—. Hablo y me paseo, sí.
—Entonces eso significa que usted volvió, ¿verdad? —dijo Harry con ansiedad—. Los muertos pueden
volver, ¿no es así? Convertidos en fantasmas. No tienen por qué desaparecer por completo. ¿Y bien? —
añadió con impaciencia al ver que Nick seguía sin decir nada.
Nick Casi Decapitado vaciló un momento y luego sentenció:
—No todo el mundo puede volver convertido en fantasma.
—¿Qué quiere decir?
—Sólo… sólo los magos.
—¡Ah! —exclamó Harry, y sintió tanto alivio que casi le dio risa—. Bueno, no pasa nada, la persona a
la que me refiero es un mago. Así que puede volver, ¿no?
Nick se apartó de la ventana y miró apesadumbrado a Harry.
—Él no volverá.
—¿Quién?
—Sirius Black.
—¡Pero usted volvió! —gritó Harry con enfado—. Usted volvió, y está muerto, pero no desapareció.
—Los magos pueden dejar un recuerdo de sí mismos en el mundo y pasearse como una sombra por
donde caminaban cuando estaban vivos —explicó Nick con tristeza—. Pero muy pocos magos eligen
ese camino.
—¿Por qué no? ¡Además, no importa, a Sirius no le importará que no sea algo habitual, volverá, estoy
seguro de que volverá!
Y tan poderosa era su fe que Harry giró la cabeza hacia la puerta, convencido por una milésima de
segundo de que vería a su padrino, con el cuerpo de un blanco nacarado y traslúcido pero sonriente,
entrando por ella y dirigiéndose hacia él.
—No volverá —repitió Nick—. Él… seguirá adelante.
—¿Qué significa que  «seguirá  adelante»? —preguntó Harry—.  ¿Adónde irá?  Dígame, ¿qué pasa
cuando uno muere? ¿Adónde va? ¿Por qué no todo el mundo vuelve? ¿Por qué este castillo no está
lleno de fantasmas? ¿Por qué…?
—No puedo contestar a esas preguntas —respondió Nick.
—Usted está muerto, ¿no? —insistió Harry, exasperado—. ¿Quién mejor que usted para contestarlas?
—Yo temía a la muerte —repuso Nick débilmente—. Decidí no aceptarla del todo. A veces me
pregunto si no debí… Bueno, es como no estar ni aquí ni allí. De hecho, yo no estoy ni aquí ni allí… —
Chasqueó la lengua y añadió—: Yo no sé nada de los secretos de la muerte, Harry, porque en lugar de
morir elegí una pobre imitación de la vida. Creo que en el Departamento de Misterios hay magos
eruditos que estudian ese tema…
—¡No me hable de ese sitio! —le espetó Harry con fiereza.
—Siento mucho no poder resultarte de mayor ayuda, —se excusó Nick amablemente—. Y ahora, si me
disculpas… El banquete, ya sabes…
Y salió de la habitación dejando a Harry allí solo, contemplando la pared por la que había desaparecido
Nick.
Todas las esperanzas de Harry de ver a Sirius o hablar de nuevo con él se desvanecieron, y eso fue
como perder otra vez a su padrino. Volvió sobre sus pasos, triste y abatido, por el vacío castillo, y se
dirigió hacia la sala común de Gryffindor preguntándose si algún día recuperaría la alegría.
Al entrar en el pasillo de la Señora Gorda, divisó a alguien al fondo clavando una nota en un tablón de
anuncios que había en la pared. Se fijó y comprobó que era Luna. No había ningún buen escondite por
allí cerca, y seguro que ella ya había oído los pasos de Harry; además, en ese momento él no tenía
ánimo para esquivar a nadie.
—¡Hola! —lo saludó Luna con apatía al mismo tiempo que giraba la cabeza y se apartaba del tablón de
anuncios.
—¿Por qué no estás en el banquete? —le preguntó Harry.
—Es que he perdido casi todos mis objetos personales —contestó Luna con serenidad—. La gente me
los coge y los esconde, ¿sabes? Pero como ésta es la última noche, necesito recuperarlos; por eso he
colgado estos letreros.
Señaló el tablón de anuncios, en el que efectivamente había colgado una lista de los libros y las prendas
de ropa que le faltaban, y pedía que se los devolvieran.
Harry tuvo una extraña sensación, una emoción que no se parecía en nada ni a la ira ni al dolor que lo
embargaban desde la muerte de Sirius. Tardó unos instantes en darse cuenta de que sentía lástima de
Luna.
—¿Por qué esconde la gente tus cosas? —inquirió frunciendo el entrecejo.
—Bueno… —repuso Luna con indiferencia—. Supongo que me consideran un poco rara, ¿sabes? Hay
algunos que hasta me llaman Lunática Lovegood.
Harry la miró, y aquel nuevo sentimiento de compasión se intensificó dolorosamente.
—Eso no justifica que te quiten las cosas —dijo con sencillez—. ¿Quieres que te ayude a buscarlas?
—No, no —respondió ella, sonriente—. Ya aparecerán, al final siempre aparecen. Lo que pasa es que
quería hacer el equipaje esta noche. En fin… ¿Y tú por qué no estás en el banquete?
Harry se encogió de hombros.
—No me apetecía ir.
—Entiendo —dijo Luna observándolo con aquellos ojos protuberantes y de mirada extrañamente
brumosa—. Ya me imagino. Ese hombre al que mataron losmortífagosera tu padrino, ¿verdad? Ginny
me lo contó.
Harry se limitó a asentir con la cabeza, pero se dio cuenta de que por algún curioso motivo no le
molestaba que Luna hablara de Sirius. Acababa de recordar que ella también podía ver a losthestrals.
—¿Tú has…? —empezó Harry—. Quiero decir… ¿Quién…? ¿Se te ha muerto alguien?
—Sí —contestó Luna con naturalidad—, mi madre. Era una bruja extraordinaria, ¿sabes?, pero le
gustaba mucho experimentar, y un día uno de los hechizos le salió mal. Yo tenía nueve años.
—Lo siento —murmuró Harry.
—Sí, fue terrible —continuó Luna con desenvoltura—. A veces todavía me pongo muy triste cuando
pienso en ella. Pero me queda mi padre. Además, no es que nunca más vaya a volver a ver a mi madre,
¿no?
—¿Ah, no? —dijo Harry, desconcertado.
Luna movió la cabeza, incrédula.
—Vamos, Harry. Tú también los oíste, detrás del velo, ¿no?
—¿Te refieres…?
Harry y Luna se miraron. Una débil sonrisa asomaba a los labios de Luna. Harry no sabía qué decir ni
qué pensar; Luna creía en tantas cosas extraordinarias… Y, sin embargo, él también estaba seguro de
haber oído voces al otro lado del velo.
—¿Seguro que no quieres que te ayude a buscar tus cosas? —insistió.
—No, no —dijo Luna—. Creo que bajaré a comer un poco de pudín y esperaré a que aparezcan…
Siempre acabo encontrándolo todo… Bueno, felices vacaciones, Harry.
—Gracias, lo mismo digo —repuso él.
Luna echó a andar por el pasillo, y mientras la veía alejarse, Harry se dio cuenta de que el terrible peso
que notaba en el estómago se había aligerado un poco.
Al día siguiente, el viaje de vuelta a casa en el expreso de Hogwarts estuvo lleno de incidentes de todo
tipo.  En  primer  lugar,  Malfoy,  Crabbe  y  Goyle,  que  llevaban  toda  aquella  semana  esperando  la
oportunidad de atacar sin que los viera ningún profesor, intentaron tenderle una emboscada a Harry en
el pasillo cuando regresaba del lavabo. El ataque habría podido tener éxito de no ser porque, sin darse
cuenta, decidieron realizarlo justo delante de un compartimento repleto de miembros del ED, que vieron
lo que estaba pasando a través del cristal y se levantaron a la vez para correr en ayuda de Harry.
Cuando Ernie Macmillan, Hannah Abbott, Susan Bones, Justin Finch-Fletchley, Anthony Goldstein y
Terry Boot terminaron de hacer una amplia variedad de embrujos y maleficios que Harry les había
enseñado, Malfoy, Crabbe y Goyle quedaron convertidos en tres gigantescas babosas apretujadas en el
uniforme de Hogwarts, y Harry, Ernie y Justin los subieron a la rejilla portaequipajes y los dejaron allí
colgados.
—Os aseguro que estoy impaciente por ver la cara de la madre de Malfoy cuando su hijo se baje del
tren —comentó Ernie con cierta satisfacción mientras observaba a Malfoy, que se retorcía en la rejilla.
Ernie aún no había superado por completo la humillación de que Malfoy le descontara puntos a
Hufflepuff durante su breve periodo como miembro de la Brigada Inquisitorial.
—En cambio, la madre de Goyle se llevará una gran alegría —terció Ron, que había ido a investigar el
origen del alboroto—. Ahora está mucho más guapo… Oye, Harry, el carrito de la comida acaba de
parar en nuestro compartimento. Si quieres algo…
Harry dio las gracias a todos y acompañó a Ron a su compartimento, donde compró un enorme montón
de pasteles en forma de caldero y empanadas de calabaza.
Hermione estaba leyendoEl Profetaotra vez, Ginny hacía un crucigrama deEl Quisquillosoy Neville
acariciaba suMimbulus mimbletonia,que había crecido mucho en un año y emitía un extraño canturreo
cuando la tocaban.
Harry y Ron se entretuvieron casi todo el trayecto jugando al ajedrez mágico mientras Hermione leía en
voz alta fragmentos deEl Profeta.El periódico estaba saturado de artículos sobre cómo repeler a los
dementoresy sobre los intentos del Ministerio de localizar a losmortífagos, y de cartas histéricas en las
que los lectores aseguraban que habían visto a lord Voldemort pasar por delante de su casa aquella
misma mañana.
—Esto todavía no ha empezado —comentó Hermione suspirando con pesimismo, y volvió a doblar el
periódico—. Pero no tardará mucho…
—Eh, Harry —dijo Ron en voz baja, y señaló con la cabeza hacia el pasillo.
Harry miró a través del cristal y vio pasar a Cho acompañada de Marietta Edgecombe, que llevaba
puesto un pasamontañas. Su mirada y la de Cho se cruzaron un momento. Cho se ruborizó y siguió
andando. Harry dirigió de nuevo la vista hacia el tablero de ajedrez justo a tiempo para ver cómo uno
de sus peones huía de su casilla, perseguido por un caballo de Ron.
—¿Qué tal os va a vosotros dos, por cierto? —preguntó Ron.
—No nos va —contestó Harry con franqueza.
—He oído decir… que ahora sale con otro —comentó Hermione, vacilante.
A Harry le sorprendió comprobar que aquella revelación no lo afectaba en absoluto. Ya no le interesaba
impresionar a Cho; esas intenciones pertenecían a un pasado del que Harry se sentía muy lejano, como
de muchas cosas que había deseado antes de la muerte de Sirius. La semana que había transcurrido
desde que vio por última vez a su padrino se le había hecho eterna; era un periodo que separaba dos
universos: uno en el que estaba Sirius y otro en el que no estaba.
—Mejor para ti, Harry —afirmó Ron con convicción—. Mira, es muy guapa y todo eso, pero tú te
mereces a alguien más alegre.
—Seguramente con otro  ella  estará  también mucho  más alegre —repuso Harry  encogiéndose  de
hombros.
—¿Con quién sale ahora, por cierto? —le preguntó Ron a Hermione, pero fue Ginny quien contestó.
—Con Michael Corner.
—¿Con Michael…? Pero… —balbuceó Ron estirando el cuello y girando la cabeza para mirar a su
hermana—. ¡Pero si tú sales con él!
—Ya  no  —aclaró  Ginny  con  resolución—.  No  le  gustó  que  Gryffindor  ganara  aquel  partido  de
quidditchcontra Ravenclaw y estaba muy malhumorado, así que lo planté y él corrió a consolar a Cho
—añadió, y se rascó distraídamente la nariz con la punta de la pluma, colocóEl Quisquillosodel revés
y empezó a anotar las respuestas. Ron se puso contentísimo.
—Bueno, siempre me pareció un poco idiota —aseguró, y empujó su reina hacia la temblorosa torre de
Harry—. Bien hecho, Ginny. La próxima vez a ver si eliges a alguien mejor.
Y al decir eso, lanzó una furtiva y extraña mirada a Harry.
—He elegido a Dean Thomas, ¿qué te parece? —contestó Ginny vagamente.
—¿CÓMO?—gritó Ron al tiempo que tiraba el tablero de ajedrez.Crookshankssalió disparado detrás
de las piezas yHedwigyPigwidgeonse pusieron a gorjear y a ulular, muy enojadas.
Cuando el tren empezó a reducir la velocidad al aproximarse a la estación de King's Cross, Harry pensó
que nunca había lamentado tanto que llegara ese momento. Hasta se preguntó qué pasaría si se negaba
a apearse y seguía tercamente allí sentado hasta el uno de septiembre, fecha en que regresaría a
Hogwarts. Sin embargo, cuando por fin el tren se detuvo resoplando, Harry cogió la jaula deHedwigy
se preparó para bajar el baúl, como siempre.
Pero cuando el revisor indicó a Harry, Ron y Hermione que ya podían atravesar la barrera mágica que
había entre el andén número nueve y el número diez, Harry se llevó una sorpresa: al otro lado había un
grupo de gente esperándolo para recibirlo.
Allí estabaOjolocoMoody, que ofrecía un aspecto tan siniestro con el bombín calado para tapar su ojo
mágico como lo habría ofrecido sin él; sostenía un largo bastón en las nudosas manos e iba envuelto en
una voluminosa capa de viaje. Tonks se encontraba detrás de Moody; llevaba unos vaqueros muy
remendados y una camiseta de un vivo color morado con la leyenda «Las Brujas de Macbeth», y el
pelo, de color rosa chicle, le relucía bajo la luz del sol, que se filtraba a través del sucio cristal del techo
de la estación. Junto a Tonks estaba Lupin, con su habitual rostro pálido y su cabello entrecano, que
llevaba un largo y raído abrigo sobre un jersey y unos pantalones andrajosos. Delante del grupo se
hallaban el señor y la señora Weasley, ataviados con sus mejores galas muggles, y Fred y George, que
lucían sendas chaquetas nuevas de una tela verde con escamas muy llamativa.
—¡Ron, Ginny! —gritó la señora Weasley mientras corría a abrazar a sus hijos—. ¡Y tú, Harry,
querido! ¿Cómo estás?
—Bien —mintió él mientras ella lo abrazaba con todas sus fuerzas.
Por encima del hombro de la señora Weasley, Harry vio que Ron miraba con los ojos como platos la
ropa nueva de los gemelos.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando las llamativas chaquetas.
—Piel de dragón de la mejor calidad, hermanito —respondió Fred, y tiró un poco de su cremallera—.
El negocio funciona de maravilla, y nos pareció que nos merecíamos un premio.
—¡Hola, Harry! —dijo Lupin cuando la señora Weasley soltó al muchacho y fue a saludar a Hermione.
—¡Hola! —contestó él—. No esperaba… ¿Qué hacen ustedes aquí?
—Bueno —respondió Lupin sonriendo—, hemos creído oportuno decirles un par de cosas a tus tíos
antes de que te lleven a casa.
—No sé si será buena idea —comentó Harry de inmediato.
—Ya lo creo que lo es —gruñó Moody, que se había acercado renqueando—. Son ésos, ¿verdad,
Potter?
Señaló con el pulgar por encima de su hombro; estaba mirando con su ojo mágico a través de la parte
de atrás de su cabeza y del bombín. Harry se inclinó un poco a la izquierda para ver hacia dónde
apuntaba Ojoloco y,  en  efecto,  allí  estaban  los  tres  Dursley,  asombradísimos  ante  el  comité  de
bienvenida de Harry.
—¡Ah, Harry! —exclamó el señor Weasley, y se separó de los padres de Hermione, a los que acababa
de saludar con entusiasmo y que en ese momento abrazaban a su hija—. Bueno, ¿vamos allá?
—Sí, Arthur, creo que sí —afirmó Moody. Moody y el señor Weasley se pusieron en cabeza y guiaron a
los demás hacia los Dursley, que parecían clavados en el suelo. Hermione se separó con delicadeza de
su madre y fue a unirse al grupo.
—Buenas tardes —dijo el señor Weasley educadamente a tío Vernon cuando se paró justo delante de él
—. No sé si se acordará de mí, me llamo Arthur Weasley.
Teniendo en cuenta que dos años antes el señor Weasley había demolido sin ayuda de nadie el salón de
los Dursley, a Harry le habría sorprendido mucho que su tío se hubiera olvidado de él. En efecto, tío
Vernon se puso de un color morado aún más intenso y miró con odio al señor Weasley, pero decidió no
decir nada, en parte, quizá, porque los otros los doblaban en número. Tía Petunia parecía asustada y
abochornada; no paraba de mirar a su alrededor, como si la aterrara pensar que alguien pudiera verla en
semejante compañía. Dudley, por su parte, intentaba hacerse pequeño e insignificante, una hazaña en la
que fracasaba estrepitosamente.
—Sólo queríamos decirles un par de cosas con respecto a Harry —prosiguió el señor Weasley sin dejar
de sonreír.
—Sí —gruñó Moody—. Y del trato que queremos que reciba mientras esté en su casa.
A tío Vernon se le erizaron los pelos del bigote de indignación. Se dirigió a Moody, seguramente
porque el bombín le había causado la errónea impresión de que ese personaje era el que más se parecía
a él.
—Que yo sepa, lo que ocurra en mi casa no es de su incumbencia…
—Mire, sobre lo que usted no sabe podrían escribirse varios libros, Dursley —gruñó Moody.
—Bueno, no es de eso de lo que se trata —intervino Tonks, cuyo pelo de color rosa parecía ofender a
tía Petunia más que cualquier otra cosa, porque cerró los ojos para no verla—. De lo que se trata es de
que si nos enteramos de que han sido desagradables con Harry…
—… y no duden de que nos enteraríamos… —añadió Lupin con amabilidad.
—Sí —terció el señor Weasley—, aunque no permitan a Harry utilizar el felétono…
—Teléfono —le susurró Hermione.
—Si tenemos la más ligera sospecha de que Potter ha sido objeto de cualquier tipo de malos tratos,
tendrán que responder ante nosotros —concluyó Moody.
Tío Vernon se infló de forma alarmante. Su orgullo era aún mayor que el miedo que le inspiraba aquella
pandilla de bichos raros.
—¿Me está amenazando, señor? —preguntó en voz tan alta que varias personas que pasaban por allí se
volvieron y se quedaron mirándolo.
—Sí —contestó Ojoloco, que se mostraba muy contento por el hecho de que tío Vernon hubiera
captado el mensaje tan deprisa.
—¿Y diría usted que parezco de esa clase de hombres que se dejan intimidar? —le espetó tío Vernon.
—Bueno… —respondió Moody echándose el bombín hacia atrás para dejar al descubierto su ojo
mágico, que giraba de un modo siniestro. Tío Vernon retrocedió, horrorizado, y chocó aparatosamente
contra un carrito de equipajes—. Sí, yo diría que sí, Dursley. —Después se volvió hacia Harry y añadió
—: Bueno, Potter, si nos necesitas, péganos un grito. Si no tenemos noticias tuyas durante tres días
seguidos, enviaremos a alguien a… —Tía Petunia se puso a gimotear lastimeramente. Era evidente que
estaba pensando en lo que dirían los vecinos si veían a aquellas personas desfilando por el camino de su
jardín—. Adiós, Potter —se despidió Moody, y agarró brevemente a Harry por el hombro con su
huesuda mano.
—Cuídate, Harry —dijo Lupin con voz queda—. Estaremos en contacto.
—Harry, te sacaremos de allí en cuanto podamos —le susurró la señora Weasley, y volvió a abrazarlo.
—Nos veremos pronto, compañero —murmuró Ron, nervioso, estrechándole la mano a su amigo.
—Muy pronto, Harry —aseguró Hermione con seriedad—. Te lo prometemos.
Harry asintió con la cabeza. No encontraba palabras para explicarles lo que significaba para él verlos a
todos allí en fila, expresándole su apoyo. Así que sonrió, levantó una mano para decir adiós, se dio la
vuelta y echó a andar hacia la soleada calle mientras tío Vernon, tía Petunia y Dudley corrían tras él.

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