martes, 1 de julio de 2014

Harry Potter y el Cáliz de Fuego Cap. 13-15

13
Ojoloco Moody

 A la mañana siguiente la tormenta se había ido a  otra parte, aunque el techo del Gran
Comedor seguía teniendo un aspecto muy triste. Durante el desayuno, unas nubes
enormes del color gris del peltre se arremolinaban sobre las cabezas de los alumnos,
mientras Harry, Ron y Hermione examinaban sus nuevos  horarios. Unos asientos más
allá, Fred, George y Lee Jordan discurrían métodos mágicos de envejecerse y engañar al
juez para poder participar en el Torneo de los tres magos.
—Hoy no está mal: fuera toda la mañana  —dijo Ron pasando el dedo por la
columna dellunes de su horario—. Herbología con los de Hufflepuff y Cuidado de
Criaturas Mágicas... ¡Maldita sea!, seguimos teniéndola con los de Slytherin...
—Y esta tarde dos horas de Adivinación  —gruñó Harry, observando el horario.
Adivinación era su materia menos apreciada, aparte de Pociones. La profesora
Trelawney siempre estaba prediciendo la muerte de Harry, cosa que a él no le hacía ni
pizca de gracia.
—Tendríais que haber abandonado esa asignatura como hice yo  —dijo Hermione
con énfasis, untando mantequilla en la tostada—. De esa manera estudiaríais algo
sensato como Aritmancia.
—Estás volviendo a comer, según veo  —dijo Ron, mirando a Hermione y las
generosas cantidades de mermelada que añadía a su tostada, encima de la mantequilla.
—He llegado a la conclusión de que hay mejores medios de hacer campaña por los
derechos de los elfos —repuso Hermione con altivez.
—Sí... y además tenías hambre —comentó Ron, sonriendo.
De repente oyeron sobre ellos un batir de alas, y un centenar de lechuzas entró
volando a través de los ventanales abiertos. Llevaban el correo matutino.
Instintivamente, Harry alzó la vista, pero no vio ni una mancha blanca entre la masa
parda y gris. Las lechuzas volaron alrededor de las mesas, buscando a las personas a las
que iban dirigidaslas cartas y paquetes que transportaban. Un cárabo grande se acercó a
Neville Longbottom y dejó caer un paquete sobre su regazo. A Neville casi siempre se
le olvidaba algo. Al otro lado del Gran Comedor, el búho de Draco Malfoy se posó
sobre su hombro,  llevándole lo que parecía su acostumbrado suplemento de dulces y
pasteles procedentes de su casa. Tratando de olvidar el nudo en el estómago provocado
por la desilusión, Harry volvió a sus gachas de avena. ¿Era posible que le hubiera
sucedido algo a Hedwig y que Sirius no hubiera llegado a recibir la carta?
Sus preocupaciones le duraron todo el recorrido a través del embarrado camino que
llevaba al Invernadero 3; pero, una vez en él, la profesora Sprout lo distrajo de ellas al
mostrar a la clase las plantas más feas que Harry había visto nunca. Desde luego, no
parecían tanto plantas como gruesas y negras babosas gigantes que salieran
verticalmente de la tierra. Todas estaban algo retorcidas, y tenían una serie de bultos
grandes y brillantes que parecían llenos de líquido.
—Son  bubotubérculos  —les dijo con énfasis la profesora Sprout—. Hay que
exprimirlas, para recoger el pus...
—¿El qué? —preguntó Seamus Finnigan, con asco.
—El pus, Finnigan, el pus  —dijo la profesora Sprout—. Es extremadamente útil,
así  que espero que no se pierda nada. Como decía, recogeréis el pus en estas botellas.
Tenéis que poneros los guantes de piel de dragón, porque el pus de un bubotubérculo
puede tener efectos bastante molestos en la piel cuando no está diluido.
Exprimir los bubotubérculos resultaba desagradable, pero curiosamente
satisfactorio. Cada vez que se reventaba uno de los bultos, salía de golpe un líquido
espeso de color amarillo verdoso que olía intensamente a petróleo. Lo fueron
introduciendo en las botellas, tal como les había indicado la profesora Sprout, y al final
de la clase habían recogido varios litros.
—La señora Pomfrey se pondrá muy contenta  —comentó la profesora Sprout,
tapando con un corcho la última botella—. El pus de bubotubérculo es un remedio
excelente para las formas más persistentes de acné. Les evitaría a los estudiantes tener
que recurrir a ciertas medidas desesperadas para librarse de los granos.
—Como la pobre Eloise Migden  —dijo Hannah Abbott, alumna de Hufflepuff, en
voz muy baja—. Intentóquitárselos mediante una maldición.
—Una chica bastante tonta  —afirmó la profesora Sprout, moviendo la cabeza—.
Pero al final la señora Pomfrey consiguió ponerle la nariz donde la tenía.
El insistente repicar de una campana procedente del castillo resonó en los húmedos
terrenos del colegio, señalando que la clase había finalizado, y el grupo de alumnos se
dividió: los de Hufflepuff subieron al aula de Transformaciones, y los de Gryffindor se
encaminaron en sentido contrario, bajando por la explanada, hacia la pequeña cabaña de
madera de Hagrid, que se alzaba en el mismo borde del bosque prohibido.
Hagrid los estaba esperando de pie, fuera de la cabaña, con una mano puesta en el
collar de  Fang,  su enorme perro jabalinero de color negro. En el suelo, a  sus pies, había
varias cajas de madera abiertas, y  Fang  gimoteaba y tiraba del collar, ansioso por
investigar el contenido. Al acercarse, un traqueteo llegó a sus oídos, acompañado de lo
que parecían pequeños estallidos.
—¡Buenas!  —saludó Hagrid, sonriendo a Harry, Ron y Hermione—. Será mejor
que esperemos a los de Slytherin, que no querrán perderse esto:  ¡escregutos  de cola
explosiva!
—¿Cómo? —preguntó Ron.
Hagrid señaló las cajas.
—¡Ay! —chilló Lavender Brown, dando un salto hacia atrás.
En opinión de  Harry, la interjección «ay» daba cabal idea de lo que eran los
escregutos de cola explosiva. Parecían langostas deformes de unos quince centímetros
de largo, sin caparazón, horriblemente pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les
salían de sitios  muy raros y sin cabeza visible. En cada caja debía de haber cien, que se
movían unos encima de otros y chocaban a ciegas contra las paredes. Despedían un
intenso olor a pescado podrido. De vez en cuando saltaban chispas de la cola de un
escreguto que, haciendo un suave «¡fut!», salía despedido a un palmo de distancia.
—Recién nacidos  —dijo con orgullo Hagrid—, para que podáis criarlos vosotros
mismos. ¡He pensado que puede ser un pequeño proyecto!
—¿Y por qué tenemos que criarlos? —preguntó una voz fría.
Acababan de llegar los de Slytherin. El que había hablado era Draco Malfoy.
Crabbe y Goyle le reían la gracia.
Hagrid se quedó perplejo ante la pregunta.
—Sí, ¿qué hacen? —insistió Malfoy—. ¿Para qué sirven?
Hagrid abrió la boca, según parecía haciendo un considerable esfuerzo para pensar.
Hubo una pausa que duró unos segundos, al cabo de la cual dijo bruscamente:
—Eso lo sabrás en la próxima clase, Malfoy. Hoy sólo tienes que darles de comer.
Pero tendréis que probar con diferentes cosas. Nunca he tenido  escregutos, y no estoy
seguro de qué les gusta. He traído huevos de hormiga, hígado de rana y trozos de
culebra. Probad con un poco de cada.
—Primero el pus y ahora esto —murmuró Seamus.
Nada salvo el profundo afecto que le tenían a Hagrid podría haber convencido a
Harry, Ron y Hermione de coger puñados de hígado despachurrado de rana y tratar de
tentar con él a los escregutos de cola explosiva. A Harry no se le iba de la cabeza la idea
de que aquello era completamente absurdo, porque los escregutos ni siquiera parecían
tener boca.
—¡Ay! —gritó Dean Thomas, unos diez minutos después—. ¡Me ha hecho daño!
Hagrid, nervioso, corrió hacia él.
—¡Le ha estallado la cola y me ha quemado!  —explicó Dean enfadado,
mostrándole a Hagrid la mano enrojecida.
—¡Ah, sí, eso puede pasar cuando explotan!  —dijo Hagrid, asintiendo con la
cabeza.
—¡Ay! —exclamó de nuevo Lavender Brown—. Hagrid, ¿para qué hacemos esto?
—Bueno, algunos tienen aguijón  —repuso con entusiasmo Hagrid (Lavender se
apresuró a retirar la mano de la caja). Probablemente son los machos... Las hembras
tienen en la barriga una especie de cosa succionadora... creo que es para chupar sangre.
—Ahora ya comprendo por qué estamos intentando criarlos  —dijo Malfoy
sarcásticamente—. ¿Quién no querría tener una mascota capaz de quemarlo,
aguijonearlo y chuparle la sangre al mismo tiempo?
—El que no sean muy agradables no quiere decir que no sean útiles  —replicó
Hermione con brusquedad—. La sangre de dragón es increíblemente útil por sus
propiedades mágicas, aunque nadie querría tener un dragón como mascota, ¿no?
Harry y Ron sonrieron mirando a Hagrid, quien también les dirigió
disimuladamente una sonrisa tras su poblada barba. Nada le hubiera gustado más a
Hagrid que tener como mascota un dragón, como sabían muy  bien Harry, Ron y
Hermione: cuando ellos estaban en primer curso, Hagrid había poseído durante un breve
período un fiero ridgeback noruego al que llamaba  Norberto.  Sencillamente, Hagrid
tenía debilidad por las criaturas monstruosas: cuanto más peligrosas, mejor.
—Bueno, al menos los escregutos son pequeños  —comentó Ron una hora más
tarde, mientras regresaban al castillo para comer.
—Lo son ahora  —repuso Hermione, exasperada—. Cuando Hagrid haya
averiguado lo que comen, me temo que pueden hacerse de dos metros.
—Bueno, no importará mucho si resulta que curan el mareo o algo, ¿no?  —dijo
Ron con una sonrisa pícara.
—Sabes bien que eso sólo lo dije para que Malfoy se callara  —contestó
Hermione—. Pero la verdad es que sospecho que tiene razón. Lo mejor que se  podría
hacer con ellos es pisarlos antes de que nos empiecen a atacar.
Se sentaron a la mesa de Gryffindor y se sirvieron patatas y chuletas de cordero.
Hermione empezó a comer tan rápido que Harry y Ron se quedaron mirándola.
—Eh... ¿se trata de la nuevaestrategia de campaña por los derechos de los elfos?
—le preguntó Ron—. ¿Intentas vomitar?
—No  —respondió Hermione con toda la elegancia que le fue posible teniendo la
boca llena de coles de Bruselas—. Sólo quiero ir a la biblioteca.
—¿Qué? —exclamó Ron sin dar crédito a sus oídos—. Hermione, ¡hoy es el primer
día del curso! ¡Todavía no nos han puesto deberes!
Hermione se encogió de hombros y siguió engullendo la comida como si no
hubiera probado bocado en varios días. Luego se puso en pie de un salto, les dijo «¡Os
veré en la cena!» y salió a toda velocidad.
Cuando sonó la campana para anunciar el comienzo de las clases de la tarde, Harry
y Ron se encaminaron hacia la torre norte, en la que, al final de una estrecha escalera de
caracol, una escala plateada ascendía hasta una trampilla circular que había en el techo,
por la que se entraba en el aula donde vivía la profesora Trelawney.
Al acercarse a la trampilla recibieron el impacto de un familiar perfume dulzón que
emanaba de la hoguera de la chimenea. Como siempre, todas las cortinas estaban
corridas. El aula, de forma circular, se hallaba bañada en una luz tenue y rojiza que
provenía de numerosas lámparas tapadas con bufandas y pañoletas. Harry y Ron
caminaron entre los sillones tapizados con tela de colores, ya ocupados, y los cojines
que abarrotaban la habitación, y se sentaron a la misma mesa camilla.
—Buenos días  —dijo la tenue voz de la profesora Trelawney justo a la espalda de
Harry, que dio un respingo.
Era una mujer sumamente delgada, con unas gafas enormes que hacían parecer sus
ojos excesivamente grandes para la cara, y miraba a Harry con la misma trágica
expresión que adoptaba cada vez que lo veía. La acostumbrada abundancia de abalorios,
cadenas y pulseras brillaba sobre su persona a la luz de la hoguera.
—Estás preocupado, querido mío  —le dijo a Harry en tono lúgubre—. Mi ojo
interior puede ver por detrás de tu valeroso rostro la atribulada alma que habita dentro.
Y lamento decirte que tus preocupaciones no carecen de motivo. Veo ante ti tiempos
difíciles... muy difíciles... Presiento que eso que temes realmente ocurrirá... y quizá
antes de lo que crees...
La voz se convirtió en un susurro. Ron miró a Harry, y éste le devolvió la mirada
muy fríamente. La profesora Trelawney los dejó y fue a  sentarse en un sillón grande de
orejas ante el fuego, de cara a la clase. Lavender Brown y Parvati Patil, que admiraban
intensamente a la profesora Trelawney, estaban sentadas sobre cojines muy cerca de
ella.
—Queridos míos, ha llegado la hora de mirar las estrellas  —dijo—: los
movimientos de los planetas y los misteriosos prodigios que revelan tan sólo a aquellos
capaces de comprender los pasos de su danza celestial. El destino humano puede
descifrarse en los rayos planetarios, que se entrecruzan...
Pero los pensamientos de Harry se habían lanzado a vagar. Aquel fuego perfumado
siempre conseguía adormecerlo y atontarlo, y las divagaciones de la profesora
Trelawney nunca lograban lo que se dice encandilarlo... aunque en aquel momento no
podía dejar de  pensar en lo que ella le acababa de decir: «Presiento que eso que temes
realmente ocurrirá...»
Pero Hermione tenía razón, pensó Harry de mal talante: la profesora Trelawney no
era más que un fraude. En aquel momento no había nada que él temiera, en absoluto...
bueno, salvo que se tuvieran en cuenta los temores de que hubieran atrapado a Sirius.
Pero ¿qué sabía la profesora Trelawney? Hacía mucho que había llegado a la conclusión
de que su don adivinatorio no era nada más que aprovechar las casualidades y  echarle
mucho misterio a la cosa.
Excepto, claro está, aquella vez al final del último curso, cuando predijo que
Voldemort se alzaría de nuevo. El mismo Dumbledore dijo que aquel trance le parecía
auténtico, después de que Harry se lo describió...
—¡Harry ! —susurró Ron.
—¿Qué?
Harry miró a su alrededor. Toda la clase se estaba fijando en él. Se sentó más tieso.
Había estado a punto de dormirse, entre el calor y sus pensamientos.
—Estaba diciendo, querido mío, que tú naciste claramente bajo la torva influencia
de Saturno  —dijo la profesora Trelawney con una leve nota de resentimiento en la voz
ante el hecho de que Harry no hubiera estado pendiente de sus palabras.
—Perdón, ¿nací bajo qué? —preguntó Harry.
—Saturno, querido mío, ¡el planeta Saturno!  —repitió la profesora Trelawney,
decididamente irritada porque Harry no parecía impresionado por esta noticia—. Estaba
diciendo que Saturno se hallaba seguramente en posición dominante en el momento de
tu nacimiento: tu pelo oscuro, tu estatura exigua, las trágicas pérdidas que sufriste tan
temprano en la vida... Creo que no me equivoco al pensar, querido mío, que naciste
justo a mitad del invierno, ¿no es así?
—No —contestó Harry—. Nací en julio.
Ron se apresuró a convertir su risa en una áspera tos.
Media horadespués la profesora Trelawney le dio a cada alumno un complicado
mapa circular, con el que intentaron averiguar la posición de cada uno de los planetas en
el momento de su nacimiento. Era un trabajo pesado, que requería mucha consulta de
tablas horariasy cálculo de ángulos.
—A mí me salen dos Neptunos —dijo Harry después de un rato, observando con el
entrecejo fruncido su trozo de pergamino—. No puede estar bien, ¿verdad?
—Aaaaaah  —dijo Ron, imitando el tenue tono de la profesora Trelawney—,
cuando aparecen en el cielo dos Neptunos es un indicio infalible de que va a nacer un
enano con gafas, Harry...
Seamus y Dean, que trabajaban cerca de ellos, se rieron con fuerza, aunque no lo
bastante para amortiguar los emocionados chillidos de Lavender Brown.
—¡Profesora, mire! ¡He encontrado un planeta desconocido!, ¿qué es, profesora?
—Es Urano, querida mía —le dijo la profesora Trelawney mirando el mapa.
—¿Puedo echarle yo también un vistazo a tu Urano, Lavender?  —preguntó Ron
con sorna.
Desgraciadamente, laprofesora Trelawney lo oyó, y seguramente fue ése el motivo
de que les pusiera tanto trabajo al final de la clase.
—Un análisis detallado de la manera en que os afectarán los movimientos
planetarios durante el próximo mes, con referencias a vuestro mapa personal  —dijo en
un tono duro que recordaba más al de la profesora McGonagall que al suyo propio—.
¡Quiero que me lo entreguéis el próximo lunes, y no admito excusas!
—¡Rata vieja!  —se quejó Ron con amargura mientras descendían la escalera con
todos losdemás de regreso al Gran Comedor, para la cena—. Eso nos llevará todo el fin
de semana, ya veras.
—¿Muchos deberes?  —les preguntó muy alegre Hermione, al alcanzarlos—. ¡La
profesora Vector no nos ha puesto nada!
—Bien, ¡bravo por la profesora Vector! —dijo Ron, de mal humor.
Llegaron al vestíbulo, abarrotado ya de gente que hacía cola para entrar a cenar.
Acababan de ponerse en la cola cuando oyeron una voz estridente a sus espaldas:
—¡Weasley! ¡Eh, Weasley!
Harry, Ron y Hermione se volvieron. Malfoy, Crabbe y Goyle estaban ante ellos,
muy contentos por algún motivo.
—¿Qué? —contestó Ron lacónicamente.
—¡Tu padre ha salido en el periódico, Weasley!  —anunció Malfoy, blandiendo un
ejemplar de  El Profeta  y hablando muy alto, para que todos cuantos abarrotaban el
vestíbulo pudieran oírlo—. ¡Escucha esto!
MÁS ERRORES EN EL MINISTERIO DE MAGIA
Parece que los problemas del Ministerio de Magia no se acaban, escribe Rita
Skeeter, nuestra enviada especial. Muy cuestionados últimamente por la falta
de seguridad  evidenciada en los Mundiales de quidditch, y aún incapaces de
explicar la desaparición de una de sus brujas, los funcionarios del Ministerio
se vieron inmersos ayer en otra situación embarazosa a causa de la actuación
de Arnold Weasley, del Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos
Muggles.
Malfoy levantó la vista.
—Ni siquiera aciertan con su nombre, Weasley, pero no es de extrañar tratándose
de un don nadie, ¿verdad? —dijo exultante.
Todo el mundo escuchaba en el vestíbulo. Con un floreo de la mano, Malfoy volvió
a alzar el periódico y leyó:
Arnold Weasley, que hace dos años fue castigado por la posesión de un
coche volador, se vio ayer envuelto en una pelea con varios guardadores de la
ley muggles (llamados «policías») a propósito de ciertos contenedores de
basura muy agresivos. Parece que el señor Weasley acudió raudo en ayuda de
Ojoloco  Moody, el anciano ex auror que abandonó el Ministerio cuando dejó
de distinguir entre un apretón de manos y un intento de asesinato. No es
extraño que,habiéndose personado en la muy protegida casa del señor Moody,
el señor Weasley hallara que su dueño, una vez más, había hecho saltar una
falsa alarma. El señor Weasley no tuvo otro remedio que  modificar varias
memorias antes de escapar de la  policía, pero rehusó explicar a  El Profeta  por
qué había comprometido al Ministerio en un incidente tan poco digno y con
tantas posibilidades de resultar muy embarazoso.
—¡Y viene una foto, Weasley!  —añadió Malfoy, dándole la vuelta al periódico y
levantándolo—. Unafoto de tus padres a la puerta de su casa... ¡bueno, si esto se puede
llamar casa! Tu madre tendría que perder un poco de peso, ¿no crees?
Ron temblaba de furia. Todo el mundo lo miraba.
—Métetelo por donde te quepa, Malfoy —dijo Harry—. Vamos, Ron...
—¡Ah, Potter! Tú has pasado el verano con ellos, ¿verdad? —dijo Malfoy con aire
despectivo—. Dime, ¿su madre tiene al natural ese aspecto de cerdito, o es sólo la foto?
—¿Y te has fijado en tu madre, Malfoy?  —preguntó Harry. Tanto él como
Hermione sujetabana Ron por la túnica para impedir que se lanzara contra Malfoy—.
Esa expresión que tiene, como si estuviera oliendo mierda, ¿la tiene siempre, o sólo
cuando estás tú cerca?
El pálido rostro de Malfoy se puso sonrosado.
—No te atrevas a insultar a mi madre, Potter.
—Pues mantén cerrada tu grasienta bocaza —le contestó Harry, dándose la vuelta.
¡BUM!
Hubo gritos. Harry notó que algo candente le arañaba un lado de la cara, y metió la
mano en la túnica para coger la varita. Pero, antes de que hubiera llegado a tocarla, oyó
un segundo ¡BUM! y un grito que retumbó en todo el vestíbulo.
—¡AH, NO, TÚ NO, MUCHACHO!
Harry se volvió completamente. El profesor Moody bajaba cojeando por la
escalinata de mármol. Había sacado la varita y apuntaba con ella a un hurón  blanco que
tiritaba sobre el suelo de losas de piedra, en el mismo lugar en que había estado Malfoy.
Un aterrorizado silencio se apoderó del vestíbulo. Salvo  Moody, nadie movía un
músculo. Moody se volvió para mirar a Harry. O, al menos, lo miraba con su  ojo
normal. El otro estaba en blanco, como dirigido hacia el interior de su cabeza.
—¿Te ha dado? —gruñó Moody. Tenía una voz baja y grave.
—No —respondió Harry—, sólo me ha rozado.
—¡DÉJALO! —gritó Moody.
—¿Que deje... qué? —preguntó Harry, desconcertado.
—No te lo digo a ti... ¡se lo digo a él! —gruñó Moody, señalando con el pulgar, por
encima del hombro, a Crabbe, que se había quedado paralizado a punto de coger el
hurón blanco. Según parecía, el ojo giratorio de Moody era mágico,  y podía ver lo que
ocurría detrás de él.
Moody se acercó cojeando a Crabbe, Goyle y el hurón, que dio un chillido de terror
y salió corriendo hacia las mazmorras.
—¡Me parece que no vas a ir a ningún lado!  —le gritó Moody, volviendo a apuntar
al hurón con la varita.
El hurón se elevó tres metros en el aire, cayó al suelo dando un golpe y rebotó.
—No me gusta la gente que ataca por la espalda —gruñó Moody, mientras el hurón
botaba cada vez más alto, chillando de dolor—. Es algo innoble, cobarde, inmundo...
El hurón se agitaba en el aire, sacudiendo desesperado las patas y la cola.
—No... vuelvas... a hacer... eso...  —dijo Moody, acompasando cada palabra a los
botes del hurón.
—¡Profesor Moody! —exclamó una voz horrorizada.
La profesora McGonagall bajaba por la escalinata de mármol, cargada de libros.
—Hola, profesora McGonagall  —respondió Moody con toda tranquilidad,
haciendo botar aún más alto al hurón.
—¿Qué... qué está usted haciendo? —preguntó la profesora McGonagall, siguiendo
con los ojos la trayectoria aérea del hurón.
—Enseñar —explicó Moody.
—Ens... Moody, ¿eso es un alumno?  —gritó la profesora McGonagall al tiempo
que dejaba caer todos los libros.
—Sí —contestó Moody.
—¡No!  —vociferó la profesora McGonagall, bajando a toda prisa la escalera y
sacando la varita. Al momento siguiente reapareció Malfoy con un ruido seco, hecho un
ovillo en el suelo con el pelo lacio y rubio caído sobre la cara, que en ese momento tenía
un color rosa muy vivo. Haciendo un gesto de dolor, se puso en pie.
—¡Moody, nosotros jamás usamos la transformación como castigo!  —dijo con voz
débil la profesora McGonagall—. Supongo que el profesor Dumbledore se lo ha
explicado.
—Puede que lo haya mencionado, sí  —respondió Moody, rascándose la barbilla
muy tranquilo—, pero pensé que un buen susto...
—¡Lo que hacemos es dejarlos sin salir, Moody! ¡O hablamos con el jefe de la casa
a la que pertenece el infractor...!
—Entonces haré eso —contestó Moody, mirando a Malfoy con desagrado.
Malfoy, que aún tenía los ojos llenos de lágrimas a causa del dolor y  la
humillación, miró a Moody con odio y murmuró una frase de la que se pudieron
entender claramente las palabras «mi padre».
—¿Ah, sí? —dijo Moody en voz baja, acercándose con su cojera unos pocos pasos.
Los golpes de su pata de palo contra el suelo retumbaron en todo el vestíbulo—. Bien,
conozco a tu padre desde hace mucho, chaval. Dile que Moody  vigilará a su hijo muy de
cerca... Dile eso de mi parte... Bueno, supongo que el jefe de tu casa es Snape, ¿no?
—Sí —respondió Malfoy, con resentimiento.
—Otro viejo amigo  —gruñó Moody—. Hace mucho que  tengo ganas de charlar
con el viejo Snape... Vamos, adelante...  —Y agarró a Malfoy del brazo para conducirlo
de camino a las mazmorras.
La profesora McGonagall los siguió unos momentos con la vista; luego apuntó con
la varita a los libros que se le habían caído, y, al moverla, éstos se levantaron de nuevo
en el aire y regresaron a sus brazos.
—No me habléis  —les dijo Ron a Harry y Hermione en voz baja cuando unos
minutos más tarde se sentaban a la mesa de Gryffindor, rodeados de gente que
comentaba muy animadamente lo que había sucedido.
—¿Por qué no? —preguntó Hermione sorprendida.
—Porque quiero fijar esto en mi memoria para siempre  —contestó Ron, con los
ojos cerrados y una expresión de inmenso bienestar en  la cara—: Draco Malfoy, el
increíble hurón botador...
Harry y Hermione se rieron, y Hermione sirvió estofado de buey en los platos.
—Sin embargo, Malfoy podría haber quedado herido de verdad  —dijo ella—. La
profesora McGonagall hizo bien en detenerlo.
—¡Hermione!  —dijo Ron como una furia, volviendo a  abrir los ojos—. ¡No me
estropees el mejor momento de mi vida!
Hermione hizo un ruido de reprobación y volvió a comer lo más aprisa que podía.
—¡No me digas que vas a volver ahora, por la noche, a la biblioteca! —dijo Harry,
observándola.
—No tengo más remedio —repuso Hermione—. Tengo mucho que hacer.
—Pero has dicho que la profesora Vector...
—No son deberes —lo cortó ella.
Cinco minutos después, Hermione ya había dejado limpio el plato y había salido.
Su sitio fue inmediatamente ocupado por Fred Weasley.
—¿Qué me decís de Moody? —exclamó—. ¿No es guay?
—Más que guay —dijo George, sentándose enfrente de Fred.
—Superguay  —afirmó Lee Jordan, el mejor amigo de los gemelos, ocupando el
asiento que había al lado  del de George—. Esta tarde hemos tenido clase con él  —les
dijo a Harry y Ron.
—¿Qué tal fue?  —preguntó Harry con interés.  Fred, George y Lee intercambiaron
miradas muy expresivas.
—Nunca hemos tenido una clase como ésa —aseguró Fred.
—Ése sabe, tío —añadió Lee.
—¿Qué es lo que sabe? —preguntó Ron, inclinándose hacia delante.
—Sabe de verdad cómo hacerlo —dijo George con mucho énfasis.
—¿Hacer qué? —preguntó Harry.
—Luchar contra las Artes Oscuras —repuso Fred.
—Lo ha visto todo —explicó George.
—Sorprendente —dijo Lee.
Ron se abalanzó sobre su mochila en busca del horario.
—¡No tenemos clase con él hasta el jueves! —concluyó desilusionado.

14
Maldiciones imperdonables

Los dos días siguientes pasaron sin grandes incidentes, a menos que se cuente como  tal
el que Neville dejara que se  fundiera su sexto caldero en clase de Pociones. El profesor
Snape, que durante el verano parecía haber acumulado rencor en cantidades nunca antes
conocidas, castigó a Neville a quedarse después de clase. Al final del castigo, Neville
sufría un colapso nervioso, porque el profesor Snape lo había obligado a destripar un
barril de sapos cornudos.
—Tú sabes por qué Snape está de tan mal humor, ¿verdad?  —dijo Ron a Harry,
mientras observaban cómo Hermione enseñaba a Neville  allevar a cabo el
encantamiento antigrasa para quitarse de las uñas los restos de tripa de sapo.
—Sí —respondió Harry—. Por Moody.
Era comúnmente sabido que Snape ansiaba el puesto de profesor de Artes Oscuras,
y era el cuarto año consecutivo que se le escapaba de las manos. Snape había odiado a
los anteriores titulares de la asignatura y nunca se había esforzado en disimularlo. No
obstante, parecía especialmente cauteloso a la hora de mostrar cualquier indicio patente
de animosidad contra  Ojoloco Moody. Desde luego, cada vez que Harry los veía juntos
(a la hora de las comidas, o cuando coincidían en los corredores), se llevaba la clara
impresión de que Snape rehuía los ojos de Moody, tanto el mágico como el normal.
—Me parece que Snape le tiene algo de miedo, ¿no crees? —dijo Harry, pensativo.
—¿Te imaginas que Moody convierte a Snape en un sapo cornudo  —dijo, con
lágrimas de risa en los ojos—y lo hace botar por toda la mazmorra...?
Los de cuarto curso de Gryffindor tenían tantas ganas de asistir a la primera clase
de Moody que el jueves, después de comer, llegaron muy temprano e hicieron cola a la
puerta del aula cuando la campana aún no había sonado.
La única que faltaba era Hermione, que apareció puntual.
—Vengo de la...
—...  biblioteca  —adivinó Ron—.  Date prisa o nos quedaremos con los peores
asientos.
Y se apresuraron a ocupar tres sillas delante de la mesa del profesor. Sacaron sus
ejemplares  de  Las fuerzas oscuras: una guía para la autoprotección, y aguardaron en
un silencio poco habitual. No tardaron en oír el peculiar sonido sordo y seco de los
pasos de Moody provenientes del corredor antes de que entrara en el aula, tan extraño y
aterrorizador como siempre. Entrevieron la garra en que terminaba  su pata de palo, que
sobresalía por debajo de la túnica.
—Ya podéis guardar los libros  —gruñó, caminando ruidosamente hacia la mesa y
sentándose tras ella—. No los necesitaréis para nada.
Volvieron a meter los libros en las mochilas. Ron estaba emocionado.
Moody sacó una lista, sacudió la cabeza para apartarse la larga mata de pelo gris
del rostro, desfigurado y lleno de cicatrices, y comenzó a pronunciar los nombres,
recorriendo la lista con su ojo normal mientras el ojo mágico giraba para fijarse en cada
estudiante conforme respondía a su nombre.
—Bien  —dijo cuando el último de la lista hubo contestado «presente»—. He
recibido carta del profesor Lupin a propósito de esta clase. Parece que ya sois bastante
diestros en enfrentamientos con criaturas tenebrosas. Habéis estudiado los boggarts, los
gorros  rojos, los hinkypunks, los  grindylows, los kappas y los hombres lobo, ¿no es
eso?
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—Pero estáis atrasados, muy atrasados, en lo que se refiere a enfrentaros a
maldiciones  —prosiguió Moody—. Así  que he venido para prepararos contra lo que
unos magos pueden hacerles a otros. Dispongo de un curso para enseñaros a tratar con
las mal...
—¿Por qué, no se va a quedar más? —dejó escapar Ron.
El ojo mágico de Moody giró para mirarlo. Ron se asustó,  pero al cabo de un rato
Moody sonrió. Era la primera vez que  Harry lo veía sonreír. El resultado de aquel gesto
fue que su rostro pareció aún más desfigurado y lleno de cicatrices que nunca, pero era
un alivio saber que en ocasiones podía adoptar una expresión tan amistosa como la
sonrisa. Ron se tranquilizó.
—Supongo que tú eres hijo de Arthur Weasley, ¿no?  —dijo Moody—. Hace unos
días tu padre me sacó de un buen aprieto... Sí, sólo me quedaré este curso. Es un favor
que le hago a Dumbledore: un curso y me vuelvo a mi retiro.
Soltóuna risa estridente, y luego dio una palmada con sus nudosas manos.
—Así que... vamos a ello. Maldiciones. Varían mucho en forma y en gravedad.
Según el Ministerio de Magia, yo debería enseñaros las contramaldiciones y dejarlo en
eso. No tendríais que aprender cómo son las maldiciones prohibidas hasta que estéis en
sexto. Se supone que hasta entonces no seréis lo bastante mayores para tratar el tema.
Pero el profesor Dumbledore tiene mejor opinión de vosotros y piensa que podréis
resistirlo, y yo creo que, cuanto antes sepáis a qué os enfrentáis, mejor. ¿Cómo podéis
defenderos de algo que no habéis visto nunca? Un mago que esté a punto de echaros una
maldición prohibida no va a avisaros antes. No es probable que se comporte de forma
caballerosa. Tenéis  que estar preparados. Tenéis que estar alerta y vigilantes. Y usted,
señorita Brown, tiene que guardar eso cuando yo estoy hablando.
Lavender se sobresaltó y se puso colorada. Le había estado mostrando a Parvati por
debajo del pupitre su horóscopo completo. Daba la impresión de que el ojo mágico de
Moody podía ver tanto a través de la madera maciza como por la nuca.
—Así que... ¿alguno de vosotros sabe cuáles son las maldiciones más castigadas
por la ley mágica?
Varias manos se levantaron, incluyendo la deRon y la de Hermione. Moody señaló
a Ron, aunque su ojo mágico seguía fijo en Lavender.
—Eh...  —dijo Ron, titubeando—mi padre me ha hablado de una. Se llama
maldición imperius, o algo parecido.
—Así es —aprobó Moody—. Tu padre la conoce bien. En otro tiempo la maldición
imperius le dio al Ministerio muchos problemas.
Moody se levantó con cierta dificultad sobre sus disparejos pies, abrió el cajón de
la mesa y sacó de él un tarro de cristal. Dentro correteaban tres arañas grandes y negras.
Harry notó  que Ron, a su lado, se echaba un poco hacia atrás: Ron tenía fobia a las
arañas.
Moody metió la mano en el tarro, cogió una de las arañas y se la puso sobre la
palma para que todos la pudieran ver. Luego apuntó hacia ella la varita mágica y
murmuró entre dientes:
—¡Imperio!
La araña se descolgó de la mano de Moody por un fino y sedoso hilo, y empezó a
balancearse de atrás adelante como si estuviera en un trapecio; luego estiró las patas
hasta ponerlas rectas y rígidas, y, de un salto, se soltó del hilo y  cayó sobre la mesa,
donde empezó a girar en círculos. Moody volvió a apuntarle con la varita, y la araña se
levantó sobre dos de las patas traseras y se puso a bailar lo que sin lugar a duda era
claqué.
Todos se reían. Todos menos Moody.
—Os parece divertido, ¿verdad?  —gruñó—. ¿Os gustaría que os lo hicieran a
vosotros?
La risa dio fin casi al instante.
—Esto supone el control total —dijo Moody en voz baja, mientras la araña se hacía
una bola y empezaba a rodar—. Yo podría hacerla saltar por la ventana,  ahogarse,
colarse por la garganta de cualquiera de vosotros...
Ron se estremeció.
—Hace años, muchos magos y brujas fueron controlados por medio de la
maldición imperius  —explicó Moody, y Harry comprendió que se refería a los tiempos
en que Voldemort había sido todopoderoso—. Le dio bastante que hacer al Ministerio,
que tenía que averiguar quién actuaba por voluntad propia y quién, obligado por la
maldición.
»Podemos combatir la maldición imperius, y yo os enseñaré cómo, pero se necesita
mucha fuerza decarácter, y no todo el mundo la tiene. Lo mejor, si se puede, es evitar
caer víctima de ella. ¡ALERTA PERMANENTE! —bramó, y todos se sobresaltaron.
Moody cogió la araña trapecista y la volvió a meter en el tarro.
—¿Alguien conoce alguna más? ¿Otra maldición prohibida?
Hermione volvió a levantar la mano y también, con cierta sorpresa para Harry, lo
hizo Neville. La única clase en la que alguna vez Neville levantaba la mano era
Herbología, su favorita. El mismo parecía sorprendido de su atrevimiento.
—¿Sí? —dijo Moody, girando su ojo mágico para dirigirlo a Neville.
—Hay una... la maldición cruciatus —dijo éste con voz muy leve pero clara.
Moody miró a Neville fijamente, aquella vez con los dos ojos.
—¿Tú te llamas Longbottom? —preguntó, bajando rápidamente el ojo mágico para
consultar la lista.
Neville asintió nerviosamente con la cabeza, pero Moody no hizo más preguntas.
Se volvió a la clase en general y alcanzó el tarro para coger la siguiente araña y ponerla
sobre la mesa, donde permaneció quieta, aparentemente demasiado asustada para
moverse.
—La maldición  cruciatus  precisa una araña un poco más grande para que podáis
apreciarla bien  —explicó Moody, que apuntó con la varita mágica a la araña y dijo—:
¡Engorgio!
La araña creció hasta hacerse más grande que una tarántula. Abandonando todo
disimulo, Ron apartó su silla para atrás, lo más lejos posible de la mesa del profesor.
Moody levantó otra vez la varita, señaló de nuevo a la araña y murmuró:
—¡Crucio!
De repente, la araña encogió las patas sobre elcuerpo.  Rodó y se retorció cuanto
pudo, balanceándose de un lado a otro. No profirió ningún sonido, pero era evidente
que, de haber podido hacerlo, habría gritado. Moody no apartó la varita, y la araña
comenzó a estremecerse y a sacudirse más violentamente.
—¡Pare! —dijo Hermione con voz estridente.
Harry la miró. Ella no se fijaba en la araña sino en Neville, y Harry, siguiendo la
dirección de los ojos de su amiga, vio que las manos de Neville se aferraban al pupitre.
Tenía los nudillos blancos y los ojos desorbitados de horror.
Moody levantó la varita. La araña relajó las patas pero siguió retorciéndose.
—Reducio  —murmuró Moody, y la araña se encogió hasta recuperar su tamaño
habitual. Volvió a meterla en el tarro—. Dolor  —dijo con voz suave—. No se necesitan
cuchillos ni carbones encendidos para torturar a alguien si uno sabe llevar a cabo la
maldición cruciatus... También esta maldición fue muy popular en otro tiempo. Bueno,
¿alguien conoce alguna otra?
Harry miró a su alrededor. A juzgar por la expresión de sus compañeros, parecía
que todos se preguntaban qué le iba a suceder a la última araña. La mano de Hermione
tembló un poco cuando se alzó por tercera vez.
—¿Sí? —dijo Moody, mirándola.
—Avada Kedavra —susurró ella.
Algunos, incluido Ron, le dirigieron tensas miradas.
—¡Ah!  —exclamó Moody, y la boca torcida se contorsionó en otra ligera
sonrisa—. Sí, la última y la peor. Avada Kedavra: la maldición asesina.
Metió la mano en el tarro de cristal, y, como si supiera lo que le esperaba, la tercera
araña echó a correr despavorida por el fondo del tarro, tratando de escapar a los dedos
de Moody, pero él la atrapó y la puso sobre la mesa. La araña correteó por la superficie.
Moody levantó la varita, y, previendo lo que iba a ocurrir, Harry sintió un repentino
estremecimiento.
—¡Avada Kedavra! —gritó Moody.
Hubo un cegador destello de luz verde y un ruido como de torrente, como si algo
vasto e invisible planeara por el aire. Al instante la araña se desplomó patas arriba, sin
ninguna herida, pero indudablemente muerta. Algunas de las alumnas profirieron gritos
ahogados. Ron se había echado para atrás y casi se cae del asiento cuando la araña rodó
hacia él.
Moody barrió con una mano la araña muerta y la dejó caer al suelo.
—No es agradable  —dijo con calma—. Ni placentero. Y no hay contramaldición.
No hay manera de interceptaría. Sólo se sabe de una persona que haya sobrevivido a
esta maldición, y está sentada delante de mí.
Harry sintió su cara enrojecer cuando los ojos de Moody (ambos ojos) se clavaron
enlos suyos. Se dio cuenta de que también lo observaban todos los demás. Harry miró
la limpia pizarra como si se sintiera fascinado por ella, pero no veía nada en absoluto...
De manera que así habían muerto sus padres... exactamente igual que esa araña.
¿También habían resultado sus cuerpos intactos, sin herida ni marca visible alguna?
¿Habían visto el resplandor de luz verde y oído el torrente de muerte acercándose
velozmente, antes de que la vida les fuera arrancada?
Harry se había imaginado la muerte  de sus padres una y otra vez durante los
últimos tres años, desde que se había enterado de que los habían asesinado, desde que
había averiguado lo sucedido aquella noche: que Colagusano los había traicionado
revelando su paradero a Voldemort, el cual los  había ido a buscar a la casa de campo;
que Voldemort había matado en primer lugar a su padre; que James Potter había
intentado enfrentarse a él, mientras le gritaba a su mujer que cogiera a Harry y echara a
correr... y que Voldemort había ido luego haciaLily Potter y le había ordenado hacerse
a un lado para matar a Harry; que ella le había rogado que la matara a ella y no al niño,
y se había negado a dejar de servir de escudo a su hijo... y que de aquella manera
Voldemort la había matado a ella también, antes de dirigir la varita contra Harry...
Harry estaba al tanto de aquellos detalles porque había oído las voces de sus padres
al enfrentarse con los dementores el curso anterior. Porque ésa era la terrible arma de los
dementores: obligar a su víctima  a revivir los peores recuerdos de su vida, y ahogarla,
impotente, en su propia desesperación...
Moody había vuelto a hablar; desde la distancia, según le parecía a Harry.
Haciendo un gran esfuerzo, volvió al presente y escuchó lo que decía el profesor.
—Avada Kedavra  es una maldición que sólo puede llevar a cabo un mago muy
poderoso. Podríais sacar las varitas mágicas todos vosotros y apuntarme con ellas y
decir las palabras, y dudo que entre todos consiguierais siquiera hacerme sangrar la
nariz. Pero eso no importa, porque no os voy a enseñar a llevar a cabo esa maldición.
»Ahora bien, si no existe una contramaldición para  Avada Kedavra,  ¿por qué os la
he mostrado? Pues porque tenéis que saber. Tenéis que conocer lo peor. Ninguno de
vosotros querrá hallarse en una situación en que tenga que enfrentarse a ella. ¡ALERTA
PERMANENTE! —bramó, y toda la clase volvió a sobresaltarse.
»Veamos... esas tres maldiciones,  Avada Kedavra,  cruciatus  e  imperius, son
conocidas como las  maldiciones imperdonables. El uso  de cualquiera de ellas contra un
ser humano está castigado con cadena perpetua en Azkaban. Quiero preveniros, quiero
enseñaros a combatirlas. Tenéis que prepararos, tenéis que armaros contra ellas; pero,
por encima de todo, debéis practicar la alerta permanente e incesante. Sacad las plumas
y copiad lo siguiente...
Se pasaron lo que quedaba de clase tomando apuntes sobre cada una de las
maldiciones imperdonables. Nadie habló hasta que sonó la campana; pero, cuando
Moody dio por terminada la lección y elloshubieron salido del aula, todos empezaron a
hablar inconteniblemente. La mayoría comentaba cosas sobre las maldiciones en un
tono de respeto y temor.
—¿Visteis cómo se retorcía?
—Y cuando la mató... ¡simplemente así!
Hablaban sobre la clase, pensó Harry, como si hubiera sido un espectáculo teatral,
pero para él no había resultado divertida. Y, a juzgar por las apariencias, tampoco para
Hermione.
—Daos prisa —les dijo muy tensa a Harry y Ron.
—¿No vuelves a la condenada biblioteca? —preguntó Ron.
—No —replicó Hermione, señalando a un pasillo lateral—. Neville.
Neville se hallaba de pie, solo en mitad del pasillo, dirigiendo al muro de piedra
que tenía delante la misma mirada horrorizada con que había seguido a Moody durante
la demostración de la maldición cruciatus.
—Neville... —lo llamó Hermione con suavidad.
Neville la miró.
—Ah, hola  —respondió con una voz mucho más aguda de lo usual—. Qué clase
tan interesante, ¿verdad? Me pregunto qué habrá para cenar, porque... porque me muero
de hambre, ¿vosotrosno?
—Neville, ¿estás bien? —le preguntó Hermione.
—Sí, sí, claro, estoy bien  —farfulló Neville atropelladamente, con la voz
demasiado aguda—. Una cena muy interesante... clase, quiero decir... ¿Qué habrá para
cenar?
Ron le dirigió a Harry una mirada asustada.
—Neville, ¿qué...?
Oyeron tras ellos un retumbar sordo y seco, y al volverse vieron que el profesor
Moody avanzaba hacia allí cojeando. Los cuatro se quedaron en silencio, mirándolo con
aprensión, pero cuando Moody habló lo hizo con un gruñido mucho más suave que el
que le habían oído hasta aquel momento.
—No te preocupes, hijo  —le dijo a Neville—. ¿Por qué no me acompañas a mi
despacho? Ven... tomaremos una taza de té.
Neville pareció aterrorizarse aún más ante la perspectiva de tomarse un té con
Moody. Ni se movió ni habló.
Moody dirigió hacia Harry su ojo mágico.
—Tú estás bien, ¿no, Potter?
—Sí —contestó Harry en tono casi desafiante.
El ojo azul de Moody vibró levemente en su cuenca al escudriñar a Harry. Luego
dijo:
—Tenéis que saber. Puede  parecer duro, pero tenéis que saber. No sirve de nada
hacer como que... bueno... Vamos, Longbottom, tengo algunos libros que podrían
interesarte.
Neville miró a sus amigos de forma implorante, pero ninguno dijo nada, así que no
tuvo más remedio que dejarse arrastrar por Moody, que le había puesto en el hombro
una de sus nudosas manos.
—Pero ¿qué pasaba?  —preguntó Ron observando a Neville y Moody doblar la
esquina.
—No lo sé —repuso Hermione, pensativa.
—¡Vaya clase!, ¿eh?  —comentó Ron, mientras emprendían el camino hacia el
Gran Comedor—. Fred y George tenían razón. Este Moody sabe de qué va la cosa, ¿a
que sí? Cuando hizo la maldición  Avada Kedavra, ¿te fijaste en cómo murió la araña,
cómo estiró la pata?
Ron enmudeció de pronto ante la mirada de Harry,y no volvió a decir nada hasta
que llegaron al Gran Comedor, cuando se atrevió a comentar que sería mejor que
empezaran aquella misma noche con el trabajo para la profesora Trelawney, porque les
llevaría unas cuantas horas.
Hermione no participó en la conversación de Harry y Ron durante la cena, sino que
comió a toda prisa para volver a la biblioteca. Harry y Ron fueron hacia la torre de
Gryffindor, y Harry, que no había pensado en otra cosa durante toda la cena, volvió al
tema de las maldiciones imperdonables.
—¿No se meterán en un aprieto Moody y Dumbledore si el Ministerio se entera de
que hemos visto las maldiciones? —preguntó, cuando se acercaban a la Señora Gorda.
—Sí, seguramente —contestó Ron—. Pero Dumbledore siempre ha hecho las cosas
a su manera, ¿no?, y me parece que Moody se ha estado metiendo en problemas desde
hace años. Primero ataca y luego pregunta... Fíjate en lo de los contenedores de basura.
«Tonterías...»
La Señora Gorda se hizo a un lado para dejarles paso, y ellos entraron en la sala
común de Gryffindor, que estaba muy animada y llena de gente.
—Entonces, ¿nos ponemos con lo de Adivinación? —propuso Harry.
—Deberíamos —respondió Ron refunfuñando.
Fueron por los libros y los mapas al dormitorio, y encontraron a Neville allí solo,
sentado en la cama, leyendo. Parecía mucho más tranquilo que al final de la clase de
Moody, aunque todavía no estuviera del todo normal. Tenía los ojos enrojecidos.
—¿Estás bien, Neville? —le preguntó Harry.
—Sí, sí  —respondió Neville—, estoy bien, gracias.Estoy leyendo este libro que
me ha dejado el profesor Moody...
Levantó el libro para que lo vieran. Se titulaba  Las plantas acuáticas mágicas del
Mediterráneo y sus propiedades.
—Parece que la profesora Sprout le ha dicho al profesor Moody que soy muy
bueno en Herbología  —dijo Neville. Había una tenue nota de orgullo en su voz que
Harry no había percibido nunca—. Pensó que me gustaría este libro.
Decirle a Neville lo que la profesora Sprout opinaba de él, pensó Harry, había sido
una manera muy hábil de animarlo, porque muy raramente oía decir que fuera bueno en
algo. Era un gesto del estilo de los del profesor Lupin.
Harry y Ron cogieron sus ejemplares de  Disipar las nieblas del futuro  y volvieron
con ellos a la sala común, encontraron una mesa libre y  se pusieron a trabajar en las
predicciones para el mes siguiente. Al cabo de una hora habían hecho muy pocos
progresos, aunque la mesa estaba  abarrotada de trozos de pergamino llenos de cuentas y
símbolos, y Harry tenía la cabeza tan neblinosa como si sele hubiera metido dentro todo
el humo procedente de la chimenea de la profesora Trelawney.
—No tengo ni idea de qué significa todo esto —declaró, observando una larga lista
de cálculos.
—¿Sabes qué?  —dijo Ron, que tenía el pelo de punta a causa de todas  las veces
que se había pasado los dedos por él llevado por la desesperación—. Creo que
tendríamos que usar el método alternativo de Adivinación.
—¿Qué quieres decir? ¿Que nos lo inventemos?
—Claro —contestó Ron, que barrió de la mesa el batiburrillo de cuentas y apuntes,
mojó la pluma en tinta y comenzó a escribir—. El próximo lunes  —dijo, mientras
escribía—es probable que me acatarre debido a la negativa influencia de la conjunción
de Marte y Júpiter.  —Levantó la vista hacia Harry—. Ya la conoces: pon unas cuantas
desgracias y le gustará.
—Bien  —asintió Harry, estrujando su primer borrador del trabajo y tirándolo al
fuego por encima de las cabezas de un grupo de charlatanes alumnos de primero—.
Vale. El lunes tendré riesgo de... resultar quemado.
—La verdad es que sí  —dijo Ron con una risita—, porque el próximo lunes
volveremos a ver los escregutos. Bien, el martes yo...
—Puedes perder tu más preciada posesión  —propuso Harry, echando un vistazo a
Disipar las nieblas del futuro en busca de ideas.
—Muy bien. Será a causa de... eh... Mercurio. ¿Qué te  parece si a ti alguien que
pensabas que era amigo tuyo te apuñala por la espalda?
—Sí, eso me gusta  —dijo Harry, tomando nota—. Y ocurrirá porque... Venus
estará en la duodécima casa celeste.
—Y el miércoles creo que me irá muy mal en una pelea.
—¡Eh, me lo has quitado! Bueno, no pasa nada: puedo perder una apuesta.
—Sí, puedes apostar a que yo gano la pelea.
Continuaron inventando predicciones (que iban aumentando en gravedad) durante
otra hora, mientras se  iba vaciando la sala común conforme la gente se iba a dormir.
Crookshanks  se les acercó, saltó con agilidad a una silla vacía y miró a Harry
acusadoramente, de forma muy semejante a como lo habría hecho Hermione de haber
sabido que no estaban haciendo el trabajo de un modo honrado.
Harry contempló la sala, intentando pensar en una desgracia que aún no hubiera
puesto, y vio a Fred y George sentados uno al lado del otro contra el muro de enfrente,
las cabezas casi juntas y las plumas en la mano, escudriñando un pedazo de pergamino.
No era normal ver a Fred y George apartados en un rincón y trabajando en silencio. Les
gustaba estar en todos los fregados y ser siempre el centro de atención. Había algo
misterioso en la manera en que trabajaban sobre el trozo  de pergamino, y Harry se
acordó de cómo se habían puesto a escribir los dos juntos cuando habían vuelto a La
Madriguera. Entonces había pensado que debía de tratarse de otro cupón de pedido para
los «Sortilegios Weasley», pero esta vez no le daba la misma  impresión: en ese caso,
seguramente habrían dejado a Lee Jordan participar en la broma. Se preguntó si no
estaría más bien relacionado con el Torneo de los tres magos.
Mientras Harry los observaba, George le dirigió a Fred un gesto negativo de la
cabeza,  tachó algo con la pluma y, en una voz muy baja que sin embargo llegó al otro
lado de la sala casi vacía, le dijo:
—No... así da la impresión de que lo estamos acusando. Tenemos que tener
cuidado...
En ese momento George levantó la vista y se dio cuenta de  que Harry los
observaba. Harry sonrió y se apresuró a volver a sus predicciones. No quería que
George pensara que los espiaba. Poco después, los gemelos enrollaron el pergamino, les
dieron las buenas noches y se fueron a dormir.
Hacía unos diez minutos que Fred y George se habían marchado cuando se abrió el
hueco del retrato y Hermione entró en la sala común con un manojo de pergaminos en
una mano y en la otra una caja cuyo contenido hacía ruido conforme ella andaba.
Crookshanks arqueó la espalda, ronroneando.
—¡Hola! —saludó—, ¡acabo de terminar!
—¡Yo también! —contestó Ron con una sonrisa de triunfo, soltando la pluma.
Hermione se sentó, dejó en una butaca vacía las cosas que llevaba, y cogió las
predicciones de Ron.
—No vas a tener un mes muy bueno, ¿verdad?  —comentó con sorna, mientras
Crookshanks se hacia un ovillo en su regazo.
—Bueno, al menos no me coge de sorpresa —repuso Ron bostezando.
—Me temo que te vas a ahogar dos veces —dijo Hermione.
—¿Sí?  —Ron echó un vistazo a sus predicciones—. Tendré  que cambiar una de
ellas por ser pisoteado por un hipogrifo desbocado.
—¿No te parece que es demasiado evidente que te lo has inventado?  —preguntó
Hermione.
—¡Cómo te atreves!  —exclamó Ron, ofendiéndose de broma—. ¡Hemos trabajado
como elfos domésticos!
Hermione arrugó el entrecejo.
—No es más que una forma de hablar —se apresuró a decir Ron.
Harry dejó también la pluma. Acababa de predecir su propia muerte por
decapitación.
—¿Qué hay en la caja? —inquirió, señalando hacia ella.
—Es curioso que lo preguntes  —dijo Hermione, dirigiéndole a Ron una mirada
desagradable. Levantó la tapa y les mostró el contenido.
Dentro había unas cincuenta insignias de diferentes colores, pero todas con las
mismas letras: «P.E.D.D.O.»
—¿«Peddo»? —leyó Harry, cogiendo una insignia y mirándola—. ¿Qué es esto?
—No es «peddo»  —repuso Hermione algo molesta—. Es pe, e, de, de, o:
«Plataforma Élfica de Defensa de los Derechos Obreros.»
—No había oído hablar de eso en mi vida —se extrañó Ron.
—Por supuesto que no —replicó Hermione con énfasis—. Acabo de fundarla.
—¿De verdad? —dijo Ron, sorprendido—. ¿Con cuántos miembros cuenta?
—Bueno, si vosotros os afiliáis, con tres —respondió Hermione.
—¿Y crees que queremos ir por ahí con unas insignias en las que pone «peddo»?
—dijo Ron.
—Pe,e, de, de, o  —lo corrigió Hermione, enfadada—. Iba a poner «Detengamos el
Vergonzante Abuso de Nuestras Compañeras las Criaturas Mágicas y Exijamos el
Cambio de su Situación Legal», pero no cabía. Así que ése es el encabezamiento de
nuestro manifiesto.  —Blandió ante ellos el manojo de pergaminos—. He estado
documentándome en la biblioteca. La esclavitud de los elfos se remonta a varios siglos
atrás. No comprendo cómo nadie ha hecho nada hasta ahora...
—Hermione, métetelo en la cabeza —la interrumpió Ron—: a... ellos... les... gusta.
¡A ellos les gusta la esclavitud!
—Nuestro objetivo a corto plazo—siguió Hermione, hablando aún más alto que
Ron y actuando como si no hubiera oído una palabra—es lograr para los elfos
domésticos un salario digno y unas condiciones laborales justas. Los objetivos a largo
plazo incluyen el cambio de la legislación sobre el uso de la varita mágica y conseguir
que haya un representante elfo en el Departamento de Regulación y Control de las
Criaturas Mágicas.
—¿Y cómo lograremos todo eso? —preguntó Harry.
—Comenzaremos buscando afiliados  —explicó Hermione muy contenta—. Pienso
que puede estar bien pedir como cuota de afiliación dos sickles, que darán derecho a una
insignia, y podemos destinar los beneficios a elaborar panfletospara nuestra campaña.
Tú serás el tesorero, Ron: tengo arriba una hucha de lata para ti. Y tú, Harry, serás el
secretario, así que quizá quieras escribir ahora algo de lo que estoy diciendo, como
testimonio de nuestra primera sesión.
Hubo una pausa en la  que Hermione les sonrió satisfecha, y Harry permaneció
callado, dividido entre la exasperación que le provocaba Hermione y la diversión que le
causaba la cara de Ron, el cual parecía hallarse en un estado de aturdimiento. El silencio
fue roto por un leve golpeteo en la ventana. Harry miró hacia allí e, iluminada por la luz
de la luna, vio una lechuza blanca posada en el alféizar.
—¡Hedwig! —gritó, y se levantó de un salto para ir al otro lado de la sala común a
abrir la ventana.
Hedwig entró, cruzó la sala volando y se posó en la mesa, sobre las predicciones de
Harry.
—¡Ya era hora! —exclamó Harry, yendo aprisa tras ella.
—¡Trae la contestación!  —dijo Ron nervioso, señalando el mugriento trozo de
pergamino que Hedwig llevaba atado a la pata.
Harry se dioprisa en desatarlo y se sentó para leerlo. Una vez desprendida de su
carga, Hedwig aleteó hasta posarse en una de sus rodillas, ululando suavemente.
—¿Qué dice? —preguntó Hermione con impaciencia.
La carta era muy corta, y parecía escrita con mucha premura. Harry la leyó en voz
alta:
Harry:
Salgo ahora mismo hacia el norte. Esta noticia de que tu cicatriz te ha
dolido se suma a una serie de extraños rumores que me han llegado hasta
aquí. Si vuelve a dolerte, ve directamente a Dumbledore. Me han dicho queha
sacado a Ojoloco de su retiro, lo que significa que al menos él está al tanto de
los indicios, aunque sea el único.
Estaremos pronto en contacto. Un fuerte abrazo a Ron y Hermione. Abre
los ojos, Harry.
Sirius
Harry miró a Ron y Hermione, que le devolvieron la mirada.
—¿Que viene hacia el norte? —susurró Hermione—. ¿Regresa?
—¿Que Dumbledore está al tanto de los indicios?  —dijo Ron, perplejo—. ¿Qué
pasa, Harry?
Harry acababa de pegarse con el puño en la frente, ahuyentando a Hedwig.
—¡No tendría que haberle contado nada! —exclamó con furia.
—¿De qué hablas? —le preguntó Ron, sorprendido.
—¡Ha pensado que tenía que venir!  —repuso Harry, dando un puñetazo en la mesa
que hizo que  Hedwig  fuera a posarse en el respaldo de la silla de Ron, ululando
indignada—. ¡Regresa porque cree que estoy en peligro! ¡Y a mí no me pasa nada! No
tengo nada para ti  —le dijo en tono de regañina a  Hedwig,  que abría  y cerraba el pico
esperando una recompensa—. Si quieres comer tendrás que ir a la lechucería.
Hedwig lo miró con aire ofendido y volvió a salir por la ventana abierta, pegándole
en la cabeza con el ala al pasar.
—Harry... —comenzó a decir Hermione, en un tono de voz tranquilizador.
—Me voy a la cama —atajó Harry—. Hasta mañana.
En el dormitorio, Harry se puso el pijama y se metió en su cama de dosel, pero no
tenía sueño.
Si Sirius volvía y lo atrapaban, sería culpa suya, de Harry. ¿Por qué demonios no se
había callado? Un ratito de dolor y enseguida a contarlo... Si hubiera tenido la sensatez
de guardárselo...
Oyó a Ron entrar en el dormitorio poco después, pero no le dijo nada. Permaneció
mucho tiempo contemplando el oscuro dosel de la cama. El dormitorio estaba sumido
en completo silencio, y, si se hubiera hallado menos agobiado por las preocupaciones,
Harry se  habría dado cuenta de que la ausencia de los habituales ronquidos de Neville
indicaba que alguien más tampoco lograba conciliar el sueño.

15
Beauxbatons y Durmstrang

 Como si su cerebro se hubiera pasado la noche discurriendo, Harry se levantó temprano
a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Se vistió a la pálida luz del
alba, salió del dormitorio sin despertar a Ron y bajó a la sala común, en la que aún no
había nadie. Allí cogió un trozo de pergamino de la mesa en la que todavía estaba su
trabajo para la clase de Adivinación, y escribió en él la siguiente carta:
Querido Sirius:
Creo que lo de que me dolía la cicatriz fue algo que me imaginé, nada
más. Estaba medio dormido la última vez que te escribí. No tiene sentido que
vengas,  aquí todo va perfectamente. No te preocupes por mí, mi cabeza está
bien.
Harry
Salió por el hueco del retrato, subió por la escalera del castillo, que estaba sumido
en el silencio (sólo lo retrasó Peeves, que intentó vaciar un jarrón grande encima de él,
en medio del corredor del cuarto piso), y finalmente llego a la lechucería, que estaba
situada en la parte superior de la torre oeste.
La lechucería era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con
muchas corrientes de aire, puesto que ninguna de las ventanas tenía cristales. El suelo
estaba completamente cubierto de paja, excrementos de lechuza y huesos regurgitados
de ratones y campañoles. Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el
techo de la torre, descansaban cientos y cientos de lechuzas de todas las razas
imaginables, casi todas dormidas, aunque Harry podía distinguir aquí y allá algún ojo
ambarino fijo en él. Vio a  Hedwig  acurrucada entre una lechuza común y un cárabo, y
se fue aprisa hacia ella, resbalando un poco en los excrementos esparcidos por el suelo.
Le costó bastante rato persuadirla de que abriera los ojos y, luego, de que los
dirigiera hacia él en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras
y dándole la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por
Harry la noche anterior. Al final, Harry sugirió en voz alta que tal vez estuviera
demasiado cansada y que sería mejor pedirle a Ron que le prestara a  Pigwidgeon, y fue
entonces cuando Hedwig levantó la pata para que le atara la carta.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le dijo Harry, acariciándole la espalda mientras
la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que
encontrarlo antes que los dementores.
Ella le pellizcó el  dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre,
suavemente, como diciéndole que se quedara tranquilo. Luego extendió las alas y salió
al mismo tiempo que lo hacía el sol. Harry la contempló mientras se perdía de vista,
sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado seguro de que
la respuesta de Sirius lo aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
—Le has dicho una mentira, Harry  —le espetó Hermione en el desayuno, después que
él les contó lo quehabía hecho—. No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes.
—¿Y qué? —repuso Harry—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjalo  —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para
argumentar contra Harry. Y, por unavez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
Durante las dos semanas siguientes, Harry intentó no preocuparse por Sirius. La
verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy
nervioso en busca de  Hedwig, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía
evitar representarse horribles visiones de Sirius acorralado por los dementores en alguna
oscura calle de Londres; pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar sus pensamientos
de su padrino. Hubiera querido poder jugar al quidditch para distraerse. Nada le iba
mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento. Por otro lado, las
clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa
Contra las Artes Oscuras.
Parasu sorpresa, el profesor Moody anunció que les  echaría la  maldición imperius
por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus
efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor  —le dijo una vacilante
Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita,
dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser
humano estaba...
—Dumbledore quiere que os enseñe cómo es  —la interrumpió Moody, girando
hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada
sobrecogedora—. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando
alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede
salir del aula.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró
algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al
otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una
clase tan importante.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición
imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más
extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando
el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente
incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ningunaresistencia
a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas.
Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:
—¡Imperio!
Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda
preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa
que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente
relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.
Y luego oyó la voz de  Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su
vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa...
Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.
Salta a la mesa...
«Pero ¿por qué?»
Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad»,
dijo la voz.
Salta a la mesa...
«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—.
No, realmente no quiero...»
¡Salta! ¡Ya!
Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de
saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa,
que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.
De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza.
Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.
—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter  se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el
condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad
atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad
que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
—Por la manera en que habla  —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía
cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en
hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la
maldición  imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a
otro.
—Sí, es verdad  —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había
tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró
que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias...
—Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no
estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el
Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a
Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes?
¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición  imperius con todas
las otras cosas que tenemos que hacer?
Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la
cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se
debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella
acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica!
—declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.
—¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetóDean Thomas.
—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La
señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un
erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas,
aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí
misma.
A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación
cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los
trabajos. Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con
que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta
gracia  cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les
había agotado el repertorio de desgracias.
El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba
redacciones todas las semanas sobre las revueltas de  los duendes en el siglo  XVIII;  el
profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque
había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el
antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como
preparación a su clase de encantamientos convocadores.
Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola
explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué
comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña
una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario
comportamiento.
—No lo haré  —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello
con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo
bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.
De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.
—Harás lo que te digo  —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesorMoody... Me
han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.
Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la
impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante
doloroso para impedirle replicar. Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de
la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era
especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año
anterior para que despidieran a Hagrid.
Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes
que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran
letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar  un vistazo por
encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel:
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto
del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
—¡Estupendo!  —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape
no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y
reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del
banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana!  —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de
Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—. Me pregunto si Cedric estará enterado. Me
parece que voy a decírselo...
—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.
—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.
—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts?  —gruñó Ron mientras se abrían camino
hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.
—No es idiota. Lo  que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de
Gryffindor en el partido de quidditch  —repuso Hermione—. He oído que es un
estudiante realmente bueno. Y es prefecto.
Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.
—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.
—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa  —repuso Hermione
indignada.
Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo.
Durante la  semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de
conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro
como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de
Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de
Beauxbatons y Durmstrang...
Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza
especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para
irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y
muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de
repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan
feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos
alumnas de primero hasta la histeria.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que
no  eres capaz de llevar a cabo  un sencillo encantamiento permutador!  —gritó la
profesora  McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se
había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante
la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes
estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un
león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw,
amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los
de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los
demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se
unían en torno a una enorme hache.
Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez
más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban
envoz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Es un peñazo de verdad  —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos
habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos
puede evitar eternamente.
—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos?
—inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo
—repuso George con amargura—. Me mandó callar y  seguir con la transformación del
mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas  —comentó Ron pensativo—. Porque
yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy
peligrosas.
—No delante de un tribunal  —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a
los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.
—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.
—Bueno, los directores de los colegios participantes deben de formar parte del
tribunal  —declaró Hermione, y todos se volvieron hacia  ella, bastante sorprendidos—,
porque los tres resultaron heridos durante el torneo de mil setecientos noventa y dos,
cuando se soltó un basilisco que tenían que atrapar los campeones.
Ella advirtió cómo la miraban y, con su acostumbrado aire de impacienciacuando
veía que nadie había leído los libros que ella conocía, explicó:
—Está todo en Historia de Hogwarts. Aunque, desde luego, ese libro no es muy de
fiar. Un título más adecuado sería «Historia censurada de Hogwarts», o bien «Historia
tendenciosa y selectiva de Hogwarts, que pasa por alto los aspectos menos
favorecedores del colegio».
—¿De qué hablas? —preguntó Ron, aunque Harry creyó saber a qué se refería.
—¡De los elfos domésticos!  —dijo Hermione en voz alta, lo que le confirmó a
Harry que no se había equivocado—. ¡Ni una sola vez, en más de mil páginas, hace la
Historia de Hogwarts  una sola mención a que somos cómplices de la opresión de un
centenar de esclavos!
Harry movió la cabeza a un lado y otro con desaprobación y se dedicó a los huevos
revueltos que tenía en el plato. Su carencia de entusiasmo y la de Ron no había
refrenado lo más mínimo la determinación de Hermione de luchar a favor de los elfos
domésticos. Era cierto que tanto uno como otro habían puesto los dos sickles que daban
derecho  auna insignia de la P.E.D.D.O., pero lo habían hecho tan sólo para no
molestarla. Sin embargo, habían malgastado el dinero, ya que si habían logrado algo era
que Hermione se volviera más radical. Les había estado dando la lata desde aquel
momento,  primeropara que se pusieran las insignias, luego para que  persuadieran a
otros de que hicieran lo mismo, y cada noche Hermione paseaba por la sala común de
Gryffindor acorralando a la gente y haciendo sonar la hucha ante sus narices.
—¿Sois conscientes de que son criaturas mágicas que no perciben sueldo y trabajan
en condiciones de esclavitud las que os cambian las sábanas, os encienden el fuego, os
limpian las aulas y os preparan la comida? —les decía furiosa.
Algunos, como Neville, habían pagado sólo para queHermione dejara de mirarlo
con el entrecejo fruncido. Había quien parecía moderadamente interesado en lo que ella
decía pero se negaba a asumir un papel más activo en la  campaña. A muchos todo
aquello les parecía una broma.
Ron alzó los ojos al techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal, y Fred se mostró
enormemente interesado en su trozo de tocino (los gemelos se habían negado a adquirir
su insignia de la P.E.D.D.O.). George, sin embargo, se aproximó a Hermione un poco.
—Escucha, Hermione, ¿has estado alguna vez en las cocinas?
—No, claro que no  —dijo Hermione de manera cortante—. Se supone que los
alumnos no...
—Bueno, pues nosotros sí  —la interrumpió George, señalando a Fred—, un
montón de veces, para mangar comida. Y los conocemos, y sabemos  que son felices.
Piensan que tienen el mejor trabajo del mundo.
—¡Eso es porque no están educados! Les han lavado el cerebro y...  —comenzó a
decir Hermione acaloradamente, pero las siguientes palabras quedaron ahogadas por el
ruido de batir de alas encima  de sus cabezas que anunciaba la llegada de las lechuzas
mensajeras.
Harry levantó la vista inmediatamente, y vio a  Hedwig, que volaba hacia él.
Hermione se calló de repente. Ella y Ron miraron nerviosos a  Hedwig, que revoloteó
hasta el hombro de Harry, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
Harry le desprendió la respuesta de Sirius de la pata y le ofreció a  Hedwig  los
restos de su tocino, que comió agradecida. Luego, tras asegurarse de que Fred y George
habían vuelto a sumergirse en nuevas discusiones sobre el Torneo de los tres magos,
Harry les leyó a Ron y a Hermione la carta de Sirius en un susurro:
Esa mentira te honra, Harry.
Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes
lechuzas contándome cuanto sucede en Hogwarts. Nouses a  Hedwig. Emplea
diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo
que te dije de la cicatriz.
Sirius
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque  Hedwig  atrae demasiado la atención  —respondió Hermione de
inmediato—. Es muy llamativa. Una lechuza blanca yendo y viniendo a donde quiera
que se haya ocultado... Como no es un ave autóctona...
Harry enrolló la carta y se la metió en la túnica, preguntándose si se sentía más o
menos preocupado que antes. Consideró que ya era algo que Sirius hubiera conseguido
entrar en el país sin que lo atraparan. Tampoco podía negarse que la idea de que Sirius
estuviera mucho más cerca era tranquilizadora. Por lo menos, no tendría que esperar la
respuesta tanto tiempo cada vez que le escribiera.
—Gracias,  Hedwig  —dijo acariciándola. Ella ululó medio dormida, metió el pico
un instante en la copa de zumo de naranja de Harry, y se fue, evidentemente ansiosa de
echar una larga siesta en la lechucería.
Aquel día había en el ambiente una agradable impaciencia. Nadie estuvo muy
atento a las clases, porque estaban mucho más interesados en la llegada aquella noche
de la gente de Beauxbatons y Durmstrang. Hasta la clase de Pociones fue más llevadera
de lo usual, porque duró media hora menos. Cuando, antes de lo acostumbrado, sonó la
campana, Harry, Ron y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor,
dejaron allí las mochilas y los libros tal como les habían indicado, se pusieron las capas
y volvieron al vestíbulo.
Los jefes de las casas colocaban a sus alumnos en filas.
—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—.
Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo.
Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo
de la trenza.
—Seguidme, por favor  —dijo la profesora McGonagall—. Los de primero delante.
Sin empujar...
Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. Era
una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque
prohibido.  Harry,  de pie entre Ron y Hermione en la cuarta fila, vio a Dennis Creevey
temblando de emoción entre otros alumnos de primer curso.
—Son casi las seis  —anunció Ron, consultando el reloj y mirando el camino que
iba a la verja de entrada—. ¿Cómo pensáis que llegarán? ¿En el tren?
—No creo —contestó Hermione.
—¿Entonces cómo? ¿En escoba?  —dijo Harry, levantando la vista al cielo
estrellado.
—No creo tampoco... no desde tan lejos...
—¿En traslador?  —sugirió Ron—. ¿Pueden aparecerse? A lo mejor en sus países
está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.
—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces os lo
tengo que decir? —exclamó Hermione perdiendo la paciencia.
Escudriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más.
No se movía nada por allí. Todo estaba en calma, silencioso y exactamente igual que
siempre. Harry empezaba a tener un poco de frío, y confió en que se dieran prisa. Quizá
los extranjeros preparaban una llegada espectacular... Recordó lo que había dicho el
señor Weasley en el cámping, antes de los Mundiales: «Siempre es igual. No podemos
resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos...»
Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores,
Dumbledore gritó:
—¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
—¿Por dónde?  —preguntaron muchos con impaciencia, mirando en diferentes
direcciones.
—¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.
Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas),
se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande.
—¡Es un dragón!  —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribospor
completo.
—No seas idiota... ¡es una casa volante! —le dijo Dennis Creevey.
La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca
forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi
rozándolas,  yla luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un
carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia
ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado pero con la crin y la cola
blancas, cada uno del tamaño de un elefante.
Las tres filas delanteras de alumnos se echaron para atrás cuando el carruaje
descendió precipitadamente y aterrizó a tremenda velocidad. Entonces golpearon el
suelo los cascos de los caballos, que eran más grandes que platos, metiendo tal ruido
que Neville dio un salto y pisó a un alumno de Slytherin de quinto curso. Un segundo
más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los
caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos.
Antes de que la puerta del carruaje se abriera, Harry vio que llevaba un escudo: dos
varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una.
Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo,
hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del
carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso.
Entonces Harry vio un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del  interior del
carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió,
casi inmediatamente, la mujer más grande que Harry había visto nunca. Las
dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas.
Algunos ahogaron un grito.
En toda su vida, Harry sólo había visto una persona tan gigantesca como aquella
mujer, y ése era Hagrid. Le parecía que eran exactamente igual de altos, pero aun así (y
tal vez porque estaba habituado a Hagrid) aquella mujer —que ahora observaba desde el
pie de la escalerilla a la multitud, que a su vez la miraba atónita a ella—parecía aún
más grande. Al dar unos pasos entró de lleno en la zona iluminada por la luz del
vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos  ojos cristalinos grandes
y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello,
en un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de
ópalo brillaban alrededor de la garganta y en sus gruesos dedos.
Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director,
aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano
reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.
—«Dumbledog»  —repuso Madame Maxime, con una  voz profunda—, «espego»
que esté bien.
—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.
—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido.
Harry, que no se había fijado en otra cosa que en Madame Maxime, notó que unos
doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte
años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que
no era nada extraño dado que  las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno
de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza. Por lo
que alcanzaba a distinguir  Harry (ya que los tapaba la enorme sombra proyectada por
Madame Maxime), todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión.
—¿Ha llegado ya «Kagkagov»? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro  —aseguró Dumbledore—.¿Prefieren
esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me «paguece»  —respondió Madame Maxime—. «Pego» los
caballos...
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas se encargará de ellos
encantado  —declaró Dumbledore—,  en cuanto vuelva de solucionar una pequeña
dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras... obligaciones.
—Con los escregutos —le susurró Ron a Harry.
—Mis «cogceles guequieguen»... eh... una mano «podegosa»  —dijo Madame
Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera
capaz de hacer el trabajo—. Son muy «fuegtes»...
—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.
—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog
favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de
malta «pugo».
—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.
—Allons-y!  —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los
alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.
—¿Qué tamaño calculáis que tendrán los caballos de Durmstrang?  —dijo Seamus
Finnigan, inclinándose para dirigirse a Harry y Ron entre Lavender y Parvati.
—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos  —contestó
Harry—. Y eso si no lo han atacado los escregutos. Me pregunto qué le habrá ocurrido.
—A lo mejor han escapado —dijo Ron, esperanzado.
—¡Ah, no digas eso!  —repuso Hermione, con un escalofrío—. Me imagino a todos
esos sueltos por ahí...
Para entonces ya tiritaban de frío esperando la llegada de la representación de
Durmstrang. La mayoría miraba al cielo esperando ver algo. Durante unos minutos, el
silencio sólo fue roto por los bufidos y el piafar de los enormes caballos de Madame
Maxime. Pero entonces...
—¿No oyes algo? —preguntó Ron repentinamente.
Harry escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño llegaba a ellos desde las
tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa
aspiradora pasara por el lecho de un río...
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del
colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos
momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del
lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a
las embarradas orillas. Por último surgió en medio del lago un remolino, como si  al
fondo le hubieran quitado un tapón gigante...
Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra,
y luego Harry vio las jarcias...
—¡Es un mástil! —exclamó.
Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la
luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y
resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos
fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergióen su totalidad,
balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un
momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una
tabla tendida hasta la orilla.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de  la gente que desembarcaba.
Todos ellos, según le pareció a Harry, tenían la constitución de Crabbe y Goyle... pero
luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía
del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas
unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El que iba delante llevaba una piel de
distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.
—¡Dumbledore!  —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi
viejo compañero, cómo estás?
—¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore.
Karkarov tenía una voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien
iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevabacorto el
blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño rizo) no ocultaba del todo el
mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano.
—El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía
los dientes bastante amarillos, y Harry observó que la sonrisa no incluía los ojos, que
mantenían su expresión de astucia y frialdad—. Es estupendo estar aquí, es estupendo...
Viktor, ve para allá, al calor... ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve
resfriado...
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el
muchacho pasó, Harry vio su nariz, prominente y curva, y las espesas cejas negras. Para
reconocer aquel perfil no necesitaba el golpe que Ron le dio enel brazo, ni tampoco que
le murmurara al oído:
—¡Harry...! ¡Es Krum!

No hay comentarios:

Publicar un comentario