martes, 1 de julio de 2014

Harry Potter y el Prisionero de Azkaban Cap. 10-12

10
El mapa del merodeador

La señora Pomfrey insistió en que Harry se quedara en la enfermería el fin de semana.
El muchacho no se quejó, pero no le permitió que tirara los restos de la Nimbus 2.000.
Sabía que era una tontería y que la Nimbus no podía repararse, pero Harry no podía
evitarlo. Era como perder a uno de sus mejores amigos.
Lo visitó gente sin parar; todos con la intención de infundirle ánimos. Hagrid le
envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y Ginny Weasley,
sonrojada, apareció con una tarjeta de saludo que ella misma había hecho y que cantaba
con voz estridente salvo cuando se cerraba y se metía debajo del frutero.
El equipo de Gryffindor volvió a visitarlo el domingo por la  mañana, esta vez con
Wood, que aseguró a Harry con voz de ultratumba que no lo culpaba en absoluto. Ron y
Hermione no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada de cuanto dijera o hiciese
nadie podía aliviar a Harry, porque los demás sólo conocían lamitad de lo que le
preocupaba.
No había dicho nada a nadie acerca del  Grim, ni siquiera a Ron y a Hermione,
porque sabía que Ron se asustaría y Hermione se burlaría. El hecho era, sin embargo,
que el  Grim  se le había aparecido dos veces y en las dos ocasiones había habido
accidentes casi fatales. La primera casi lo había atropellado el autobús noctámbulo. La
segunda había caído de veinte metros de altura. ¿Iba a acosarlo el Grim hasta la muerte?
¿Iba a pasar él el resto de su vida esperando las apariciones del animal?
Y luego estaban los dementores. Harry se sentía muy humillado cada vez que
pensaba en ellos. Todo el mundo decía que los dementores eran espantosos, pero nadie
se desmayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza el eco de los gritos de sus padres
antes de morir.
Porque Harry sabía ya de quién era aquella voz que gritaba. En la enfermería,
desvelado durante la noche, contemplando las rayas que la luz de la luna dibujaba en el
techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se le acercaban  los dementores, oía los
últimos gritos de su madre, su afán por protegerlo de lord Voldemort, y las carcajadas
de lord Voldemort antes de matarla... Harry dormía irregularmente, sumergiéndose en
sueños plagados de manos corruptas y viscosas y de gritos  de terror, y se despertaba
sobresaltado para volver a oír los gritos de su madre.
Fue un alivio regresar el lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligado a pensar en
otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Draco Malfoy. Malfoy no cabía en
sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había
celebrado parodiando la caída de Harry. La mayor parte de la siguiente clase de
Pociones la pasó Malfoy imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un
momento en que Ron no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo
grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a
Gryffindor.
—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré
enfermo  —explicó Ron, mientras se dirigían al aula de Lupin, tras el almuerzo—. Mira
a ver quién está, Hermione.
Hermione se asomó al aula.
—¡Estupendo!
El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente.
Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, sonrió a los
alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron inmediatamente en quejas sobre el
comportamiento de Snape durante la enfermedad de Lupin.
—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que mandarnos
trabajo?
—No sabemos nada sobre los hombres lobo...
—¡... dos pergaminos!
—¿Le dijisteis al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? —preguntó
el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.
Volvió a producirse un barullo.
—Si, pero dijo que íbamos muy atrasados...
—... no nos escuchó...
—¡... dos pergaminos!
El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las caras.
—No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacerel
trabajo.
—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!
Tuvieron una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una caja de
cristal que contenía un  hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía
hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.
—Atrae a los viajeros a las ciénagas —dijo el profesor Lupin mientras los alumnos
tomaban apuntes—. ¿Veis el farol que le cuelga de la mano? Le sale al paso, el viajero
sigue la luz y entonces...
El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.
Al sonar el timbre, todos, Harry entre ellos, recogieron sus cosas y se dirigieron a
la puerta, pero...
—Espera un momento, Harry  —le dijo Lupin—, me gustaría hablar un momento
contigo.
Harry volvió sobre sus pasos y vio al profesor cubrir la caja del hinkypunk.
—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, volviendo a su mesa y metiendo los
libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
—No —contestó Harry—, el árbol la hizo trizas.
Lupin suspiró.
—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente
jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un
chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna
escoba habría salido airosa.
—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un esfuerzo.
Lupin le dirigió una mirada rápida.
—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore.
Están cada vez más rabiosos  porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los
terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste, ¿no?
—Sí  —respondió Harry. Dudó un momento y se le escapó la pregunta que le
rondaba por la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué me afectan de esta manera?¿Acaso soy...?
—No tiene nada que ver con la cobardía  —dijo el profesor Lupin tajantemente,
como si le hubiera leído el pensamiento—. Los dementores te afectan más que a los
demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los demás no tienen.  —Un rayo de
sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello gris de Lupin y las líneas de su joven
rostro—. Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo.
Infestan los lugares más oscuros y más sucios. Disfrutan con la desesperación y la
destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea.
Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se
acerca mucho a un dementor; éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta
el  último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta convertirlo
en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra cosa que las peores
experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry, es tan horrible que derribaría
a cualquiera de su escoba. No tienes de qué avergonzarte.
—Cuando hay alguno cerca de mí...  —Harry miró la mesa de Lupin, con los
músculos del cuello tensos—oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.
Lupin hizo con el brazo un movimiento repentino, como si fuera a coger a Harry
por el hombro, pero lo pensó mejor. Hubo un momento de silencio y luego...
—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con tristeza.
—Están hambrientos  —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín, que dio
un  chasquido—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma que su
suministro de presas humanas se ha agotado... Supongo que no pudieron resistirse a la
gran multitud que había en el estadio. Toda aquella emoción... El ambiente caldeado...
Para ellos, tenía que ser como un banquete.
—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry
Lupin asintió con melancolía.
—La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen falta
muros ni agua para tener a los presos encerrados, porque todos están atrapados dentro
de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento alegre. La mayoría enloquece al
cabo de unas semanas.
—Pero Sirius Black escapó —dijo Harry despacio—. Escapó...
El maletín de Lupin cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo:
—Sí  —dijo incorporándose—. Black debe de haber descubierto la manera de
hacerles frente. Yo no lo habría creído posible... En teoría, los dementores quitan al
brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.
—Usted ahuyentó en el tren aaquel dementor —dijo Harry de repente.
—Hay algunas defensas que uno puede utilizar  —explicó Lupin—. Pero en el tren
sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.
—¿Qué defensas? —preguntó Harry inmediatamente—. ¿Puede enseñarme?
—No soy ningún experto en la lucha contra los dementores, Harry. Más bien lo
contrario...
—Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch, tengo que tener algún
arma contra ellos.
Lupin vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:
—Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser hasta el
próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento
muy inoportuno para caer enfermo.
Con la promesa de que Lupin le daría clases antidementores, la esperanza de que tal vez
no tuviera que volver a oír la muerte de su madre, y la derrota que Ravenclaw infligió a
Hufflepuff en el partido de quidditch de finales de noviembre, el estado de ánimo de
Harry mejoró mucho. Gryffindor no había perdido todas las posibilidades de ganar la
copa, aunque tampoco podían permitirse otra derrota. Wood recuperó su energía
obsesiva y entrenó al equipo con la dureza de costumbre bajo la fría llovizna que
persistió durante todo el mes de diciembre. Harry no vio la menor señal de los
dementores dentro del recinto del colegio. La ira de Dumbledore parecía mantenerlos en
sus puestos, en las entradas.
Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de repente,
volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron
una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo había ambiente navideño. El
profesor Flitwick, que daba Encantamientos, ya había decorado su aula con luces
brillantes que resultaron ser hadas de verdad, que revoloteaban. Los alumnos
comentaban entusiasmados sus planes para las vacaciones. Ron y Hermione habían
decidido quedarse en Hogwarts, y aunque Ron dijo que era porque no podía aguantar a
Percy durante dos semanas, y Hermione alegó que necesitaba utilizar la biblioteca, no
consiguieron engañar a Harry: se quedaban para hacerle compañía y él se sintió muy
agradecido.
Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida a
Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre.
—¡Podemos hacer allí todas las compras de Navidad!  —dijo Hermione—. ¡A mis
padres les encantaría el hilo dental mentolado de Honeydukes!
Resignado a ser el único de tercero que no iría, Harry le pidió prestado a Wood su
ejemplar de  El mundo de la escoba, y decidió pasar el día informándose sobre los
diferentes modelos. En los entrenamientos había montado en una de las escobas del
colegio, una antigua Estrella Fugaz muy lenta que volaba a trompicones; estaba claro
que necesitaba una escoba propia.
La mañana del sábado de la excursión, se despidió de Ron y de Hermione,
envueltos en capas y bufandas, y subió solo la escalera de mármol que conducía a la
torre de Gryffindor. Habla empezado a nevar y el castillo estaba muy tranquilo y
silencioso.
—¡Pss, Harry!
Se dio la vuelta a mitad del corredor del tercer piso y vio a Fred y a George que lo
miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.
—¿Qué hacéis?  —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Cómo es que no estáis
camino de Hogsmeade?
—Hemos venido a darte un poco de alegría antes de irnos  —le dijo Fred
guiñándole el ojo misteriosamente—. Entra aquí...
Le señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la izquierda de la estatua de la
bruja. Harry entró detrás de Fred y George. George cerró la puerta sigilosamente y se
volvió, mirando a Harry con una amplia sonrisa.
—Un regalo navideño por adelantado, Harry —dijo.
Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con el brazo
un ademán rimbombante. Era un pergamino grande, cuadrado, muy desgastado. No
tenía nada escrito. Harry, sospechando que fuera una de las bromas de Fred y George, lo
miró con detenimiento.
—¿Qué es?
—Esto, Harry, es el secreto de nuestro éxito  —dijo George, acariciando el
pergamino.
—Nos cuesta desprendernosde él  —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a la
conclusión de que tú lo necesitas más que nosotros.
—De todas formas, nos lo sabemos de memoria. Tuyo es. A nosotros ya no nos
hace falta.
—¿Y para qué necesito un pergamino viejo? —preguntó Harry.
—¡Un pergamino viejo!  —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una mueca
de dolor; como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. Explícaselo, George.
—Bueno, Harry.. cuando estábamos en primero.. y éramos jóvenes,
despreocupados e inocentes...  —Harry se rió. Dudaba que Fred y George hubieran sido
inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos ahora... tuvimos un
pequeño problema con Filch.
—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y se molestó.
—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazarnos con el habitual...
—... castigo...
—... de descuartizamiento...
—... y fue inevitable que viéramos en uno de sus archivadores un cajón en que
ponía «Confiscado y altamente peligroso».
—No me digáis... —dijo Harry sonriendo.
—Bueno, ¿qué habrías hecho tú?  —preguntó Fred—George se encargó de
distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y cogí... esto.
—No fue tan malo como parece  —dijo George—. Creemos que Filch no sabía
utilizarlo. Probablemente sospechaba lo que era, porque si no, no lo habría confiscado.
—¿Y sabéis utilizarlo?
—Si  —dijo Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pequeña maravilla nos ha
enseñado más que todos los profesores del colegio.
—Me estáis tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.
—Ah, ¿sí? ¿Te estamos tomando el pelo? —dijo George.
Sacó la varita, tocó con ella el pergamino y pronunció:
—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.
E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de George,
empezaron a aparecer unas finas líneas de tinta, como filamentos de telaraña. Se unieron
unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en cada una de las esquinas del
pergamino. Luego empezaron a aparecer palabras en la parte superior. Palabras en
caracteres grandes, verdes y floreados que proclamaban:
Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta
proveedores de artículos para magos traviesos
están orgullosos de presentar
EL MAPA DEL MERODEADOR
Era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus terrenos.
Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se movían por él, cada
una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta. Estupefacto, Harry se inclinó
sobre el mapa. Una mota de la esquina superior izquierda, etiquetada con elnombre del
profesor Dumbledore, lo mostraba caminando por su estudio. La gata del portero, la
Señora Norris, patrullaba por la segunda planta, y Peeves se hallaba en aquel momento
en la sala de los trofeos, dando tumbos. Y mientras los ojos de Harry recorrían los
pasillos que conocía, se percató de otra cosa: aquel mapa mostraba una serie de
pasadizos en los que él no había entrado nunca. Muchos parecían conducir...
—Exactamente a Hogsmeade  —dijo Fred, recorriéndolos con el dedo—. Hay siete
en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro.  —Los señaló—. Pero nosotros estamos
seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvídate de éste de detrás del espejo de la
cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el invierno pasado, pero ahora está
completamente bloqueado. Y en cuanto a éste, no creemos que nadie lo haya utilizado
nunca, porque el sauce boxeador está plantado justo en la entrada. Pero éste de aquí
lleva directamente al sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces.
Y la entrada está al lado mismo de esta aula, como quizás hayas notado, en la joroba de
la bruja tuerta.
—Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta  —suspiró George, señalando la
cabecera del mapa—. Les debemos tanto...
—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva generación
de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.
—Bien —añadió George—. No olvides borrarlo después de haberlo utilizado.
—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de advertencia.
—No tienes más que tocarlo  con la varita y decir: «¡Travesura realizada!», y se
quedará en blanco.
—Así que, joven Harry  —dijo Fred, imitando a Percy admirablemente—, pórtate
bien.
—Nos veremos en Honeydukes —le dijo George, guiñándole un ojo.
Salieron del aula sonriendo con satisfacción.
Harry se quedó allí, mirando el mapa milagroso. Vio que la mota de tinta que
correspondía a la  Señora Norris se volvía a la izquierda y se paraba a olfatear algo en el
suelo. Si realmente Filch no lo conocía, él no tendría que pasar por el lado  de los
dementores. Pero incluso mientras permanecía allí, emocionado, recordó algo que en
una ocasión había oído al señor Weasley: «No confíes en nada que piense si no ves
dónde tiene el cerebro.»
Aquel mapa parecía uno de aquellos peligrosos objetos mágicos contra los que el
señor Weasley les advertía. «Artículos para magos traviesos...» Ahora bien, meditó
Harry, él sólo quería utilizarlo para ir a Hogsmeade. No era lo mismo que robar o atacar
a alguien... Y Fred y George lo habían utilizado durante años  sin que ocurriera nada
horrible.
Harry recorrió con el dedo el pasadizo secreto que llevaba a Honeydukes.
Entonces, muy rápidamente, como si obedeciera una orden, enrolló el mapa, se lo
escondió en la túnica y se fue a toda prisa hacia la puerta del aula.La abrió cinco
centímetros. No había nadie allí fuera. Con mucho cuidado, salió del aula y se colocó
detrás de la estatua de la bruja tuerta.
¿Qué tenía que hacer? Sacó de nuevo el mapa y vio con asombro que en él había
aparecido una mota de tinta con elrótulo «Harry Potter». Esta mota se encontraba
exactamente donde estaba el verdadero Harry, hacia la mitad del corredor de la tercera
planta. Harry lo miró con atención. Su otro yo de tinta parecía golpear a la bruja con la
varita. Rápidamente, Harry extrajo su varita y le dio a la estatua unos golpecitos. Nada
ocurrió. Volvió a mirar el mapa. Al lado de la mota había un diminuto letrero, como un
bocadillo de tebeo. Decía: «Dissendio.»
—¡Dissendio!  —susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua de la
bruja.
Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente para que pudiera pasar
por ella una persona delgada. Harry miró a ambos lados del corredor, guardó el mapa,
metió la cabeza por el agujero y se impulsó hacia delante. Se deslizó por un largo trecho
de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizó en una tierra fría y húmeda. Se puso en
pie, mirando a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Levantó la varita, murmuró
¡Lumos!, y vio que se encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de
barro. Levantó el mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura
realizada!» El mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo
guardó en la túnica, y con el corazón latiéndole con fuerza, sintiéndose al mismo tiempo
emocionado y temeroso, se puso en camino.
El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un conejo
gigante que a ninguna otra cosa. Harry corrió por él, con la varita por delante,
tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.
Tardó mucho, pero a Harry le animaba la idea de llegar a Honeydukes. Después de
una hora más o menos, el camino comenzó a ascender. Jadeando, aceleró el paso. Tenía
la cara caliente y los pies muy fríos.
Diez minutos después, llegó al pie deuna escalera de piedra que se perdía en las
alturas. Procurando no hacer ruido, comenzó a subir. Cien escalones, doscientos...
perdió la cuenta mientras subía mirándose los pies... Luego, de improviso, su cabeza dio
en algo duro. Parecía una trampilla.  Aguzó el oído mientras se frotaba la cabeza. No oía
nada. Muy despacio, levantó ligeramente la trampilla y miró por la rendija.
Se encontraba en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y volvió a
bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en elsuelo cubierto de polvo que era
imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry anduvo sigilosamente
hacia la escalera de madera. Ahora oía voces, además del tañido de una campana y el
chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.
Mientrasse preguntaba qué haría, oyó abrirse otra puerta mucho más cerca de él.
Alguien se dirigía hacia allí.
—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una
voz femenina.
Un par de pies bajaba por la escalera. Harry se ocultó  tras un cajón grande y
aguardó a que pasaran. Oyó que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared
de enfrente. Tal vez no se presentara otra oportunidad...
Rápida y sigilosamente, salió del escondite y subió por la escalera. Al mirar hacia
atrásvio un trasero gigantesco y una cabeza calva y brillante metida en una caja. Harry
llegó a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesó y se encontró tras el
mostrador de Honeydukes. Agachó la cabeza, salió a gatas y se volvió a incorporar.
Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hogwarts que nadie se fijó en
Harry. Pasó por detrás de ellos, mirando a su alrededor; y tuvo que contener la risa al
imaginarse la cara que pondría Dudley si pudiera ver dónde se encontraba. La tienda
estaba llena de estantes repletos de los dulces más apetitosos que se puedan imaginar.
Cremosos trozos de turrón, cubitos de helado de coco de color rosa trémulo, gruesos
caramelos de café con leche, cientos de chocolates diferentes puestos en filas. Había un
barril enorme lleno de alubias de sabores y otro de Meigas Fritas, las bolas de helado
levitador de las que le había hablado Ron. En otra pared había dulces de efectos
especiales: el chicle  droobles, que hacía los mejores globos (podía llenar una habitación
de globos de color jacinto que tardaban días en explotar), la rara seda dental con sabor a
menta, diablillos negros de pimienta («¡quema a tus amigos con el aliento!»); ratones de
helado («¡oye a tus dientes rechinar y castañetear!»); crema de menta  en forma de sapo
(«¡realmente saltan en el estómago!»); frágiles plumas de azúcar hilado y caramelos que
estallaban.
Harry se apretujó entre una multitud de chicos de sexto, y vio un letrero colgado en
el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y Hermione estaban
debajo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre. Harry se les acercó a
hurtadillas por detrás.
—Uf, no, Harry no querrá de éstos. Creo que son para vampiros —decía Hermione.
—¿Y qué te parece esto? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a la nariz de
Hermione.
—Aún peor —dijo Harry.
A Ron casi se le cayó el bote.
—¡Harry! —gritó Hermione—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo... como lo has hecho...?
—¡Ahí va! —dijo Ron muy impresionado—. ¡Has aprendido a materializarte!
—Por supuesto que no  —dijo Harry. Bajó la voz para que ninguno de los de sexto
pudiera oírle y les contó lo del mapa del merodeador.
—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? ¡Son mis hermanos!
—¡Pero Harry no se quedará con él!  —dijo Hermione, como si la idea fuera
absurda—. Se lo entregará a la profesora McGonagall. ¿A que sí, Harry?
—¡No! —contestó Harry
—¿Estás loca?  —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—.
¿Entregar algo tan estupendo?
—¡Si lo entrego tendré que explicar dónde loconseguí! Filch se enteraría de que
Fred y George se lo cogieron.
—Pero ¿y Sirius Black?  —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando alguno de
los pasadizos del mapa para entrar en el castillo! ¡Los profesores tienen que saberlo!
—No puede entrar por unpasadizo  —dijo enseguida Harry—. Hay siete pasadizos
secretos en el mapa, ¿verdad? Fred y George saben que Filch conoce cuatro. Y en
cuanto a los otros tres... uno está bloqueado y nadie lo puede atravesar; otro tiene
plantado en la entrada el sauce boxeador; de forma que no se puede salir; y el que acabo
de atravesar yo..., bien..., es realmente difícil distinguir la entrada, ahí abajo, en el
sótano... Así que a menos que supiera que se encontraba allí...
Harry dudó. ¿Y si Black sabía que la entrada delpasadizo estaba allí? Ron, sin
embargo, se aclaró la garganta y señaló un rótulo que estaba pegado en la parte interior
de la puerta de la tienda:
POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA
Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores patrullarán
las calles cada noche después de la puesta de sol. Se ha tomado esta medida
pensando en la seguridad de los habitantes de Hogsmeade y se levantará tras
la captura de Sirius Black. Es aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos
finalicen las compras mucho antes de que se haga de noche.
¡Felices Pascuas!
—¿Lo veis?  —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de entrar
en Honeydukes con los dementores por todo el pueblo. De cualquier forma, los
propietarios de Honeydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la tienda.
—Sí, pero...  —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas objeciones—.
Mira, a pesar de lo que digas, Harry no debería venir a Hogsmeade porque no tiene
autorización. ¡Si alguien lo descubre se verá en un grave aprieto! Y todavía no ha
anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?
—Pues que las pasaría moradas para localizar aquí a Harry  —dijo Ron, señalando
con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de las ventanas con
parteluz. Vamos, Hermione, es Navidad. Harry se merece un descanso.
Hermione se mordió el labio. Parecía muy preocupada.
—¿Me vas a delatar? —le preguntó Harry con una sonrisa.
—Claro que no, pero, la verdad...
—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry?  —preguntó Ron, cogiéndolo del brazo y
llevándoselo hasta el tonel en que estaban—. ¿Y las babosas de gelatina? ¿Y las
píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me hizo un agujero en la
lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda con la escoba.  —Ron se quedó
pensativo, mirando la caja de píldoras—. ¿Creéis que Fred picaría y cogería una
cucaracha si le dijera que son cacahuetes?
Después de pagar los dulces que habían cogido, salieron los tres a la ventisca de la
calle.
Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con techumbre
de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las puertas había adornos
navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles.
A Harry le dio un escalofrío. A diferencia de Ron y Hermione, no había cogido su
capa. Subieron por la calle, inclinando la cabeza contra el viento. Ron y Hermione
gritaban con la boca tapada por la bufanda.
—Ahí está correos.
—Zonko está allí.
—Podríamos ir a la cabaña de los gritos.
—Os propongo otra cosa  —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si
tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?
A Harry le apetecía muchísimo, porque el viento era horrible y tenía las manos
congeladas. Así que cruzaron la calle y a los pocos minutos entraron en el bar.
Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y de
buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.
—Ésa es la señora Rosmerta  —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh?  —añadió
sonrojándose un poco.
Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar; donde quedaba libre una
mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de la chimenea. Ron
regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y espumosa cerveza de
mantequilla.
—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy contento.
Harry bebió hasta el fondo. Era lo más delicioso que había probado en la vida, y
reconfortaba cada célula del cuerpo.
Una repentina corriente de aire lo despeinó. Se había vuelto a abrir la puerta de Las
Tres Escobas. Harry echó un vistazo por encima de la jarra y casi se atragantó.
El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acababan de entrar en el bar con
una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso en una
conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde
lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el ministro de Magia. En menos de
un segundo, Ron y Hermione obligaron a Harry a agacharse y esconderse debajo de la
mesa, empujándolo con las manos. Chorreando cerveza de mantequilla y en cuclillas,
empuñando con fuerza la jarra vacía, Harry observó los pies de los tres adultos, que se
acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avanzabanhacia donde él estaba.
Hermione susurró:
—¡Mobiliarbo!
El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se elevó unos centímetros, se
corrió hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante de ellos, ocultándolos.
Mirando a través de las ramas más  bajas y densas, Harry vio las patas de cuatro sillas
que se separaban de la mesa de al lado, y oyó a los profesores y al ministro resoplar y
suspirar mientras se sentaban.
Luego vio otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa brillante, y
oyó una voz femenina:
—Una tacita de alhelí...
—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.
—Dos litros de hidromiel caliente con especias...
—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.
—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.
—¡Mmm! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.
—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor ministro.
—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado de volver
a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros...
—Muchas gracias, señor ministro.
Harry vio alejarse y regresar los llamativos tacones. Sentía los latidos del corazón
en la garganta. ¿Cómo no se le había ocurrido que también para los profesores era el
último fin de semana del trimestre? ¿Cuánto tiempo se quedarían allí sentados?
Necesitaba tiempo para volver a entrar en Honeydukes a hurtadillas si quería volver al
colegio aquella noche... A la pierna de Hermione le dio un tic.
—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro?  —dijo la voz de la señora
Rosmerta.
Harry vio girarse  la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si estuviera
comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:
—¿Qué va a ser; querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que ocurrió en el
colegio en Halloween.
—Sí, oí un rumor —admitió laseñora Rosmerta.
—¿Se lo contaste a todo el bar; Hagrid? —dijo la profesora McGonagall enfadada.
—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro?  —susurró la señora
Rosmerta.
—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.
—¿Sabe que los dementores han registrado ya dos veces este local?  —dijo la
señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el negocio, señor
ministro.
—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti  —dijo Fudge con
incomodidad—. Pero son precauciones necesarias... Son  un mal necesario. Acabo de
tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no los deja entrar en los
terrenos del castillo.
—Menos mal —dijo la profesora McGonagall tajantemente.
—¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondando por allí?
—Bien dicho, bien dicho  —dijo el pequeño profesor Flitwick, cuyos pies colgaban
a treinta centímetros del suelo.
—De todas formas  —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo mucho
peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz...
—¿Sabéis? Todavía  me cuesta creerlo  —dijo pensativa la señora Rosmerta—. De
toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era el último del que hubiera
pensado... Quiero decir, lo recuerdo cuando era un raño en Hogwarts. Si me hubierais
dicho entonces en qué se  iba a convertir; habría creído que habíais tomado demasiado
hidromiel.
—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta  —dijo Fudge con aspereza—. La
gente desconoce lo peor.
—¿Lo peor?  —dijo la señora Rosmerta con la voz impregnada de curiosidad—.
¿Peor quematar a toda esa gente?
—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.
—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?
—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta  —susurró la
profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo?
—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligeramente—. Nunca se veía al uno
sin el otro. ¡La de veces que estuvieron aquí! Siempre me hacían reír. ¡Un par de
cómicos, Sirius Black y James Potter!
A Harry se le cayó la jarra de la mano, produciendo un fuerte ruido de metal. Ron
le dio con el pie.
—Exactamente —dijo la profesora McGonagall—. Black y Potter. Cabecillas de su
pandilla. Los dos eran muy inteligentes. Excepcionalmente inteligentes. Creo que nunca
hemos tenido dos alborotadores como ellos.
—No sé  —dijo Hagrid, riendo entre dientes—. Fred y George Weasley podrían
dejarlos atrás.
—¡Cualquiera habría dicho que Black y Potter eran hermanos! —terció el profesor
Flitwick—. ¡Inseparables!
—¡Por supuesto que lo eran!  —dijo Fudge—. Potter confiaba en Black más que  en
ningún otro amigo. Nada cambió cuando dejaron el colegio. Black fue el padrino de
boda cuando James se casó con Lily. Luego fue el padrino de Harry. Harry no sabe
nada, claro. Ya te puedes imaginar cuánto se impresionaría si lo supiera.
—¿Porque Black se alió con Quien Ustedes Saben? —susurró la señora Rosmerta.
—Aún peor; querida...  —Fudge bajó la voz y continuó en un susurro casi
inaudible—. Los Potter no ignoraban que Quien Tú Sabes iba tras ellos. Dumbledore,
que luchaba incansablemente contra Quien Tú Sabes, tenía cierto número de espías.
Uno le dio el soplo y Dumbledore alertó inmediatamente a James y a Lily. Les aconsejó
ocultarse. Bien, por supuesto que Quien Tú Sabes no era alguien de quien uno se
pudiera ocultar fácilmente. Dumbledore les dijo que su mejor defensa era el
encantamiento Fidelio.
—¿Cómo funciona eso? —preguntó la señora Rosmerta, muerta de curiosidad.
El profesor Flitwick carraspeó.
—Es un encantamiento tremendamente complicado  —dijo con voz de pito—que
supone el ocultamiento  mágico de algo dentro de una sola mente. La información se
oculta dentro de la persona elegida, que es el guardián secreto. Y en lo sucesivo es
imposible encontrar lo que guarda, a menos que el guardián secreto opte por divulgarlo.
Mientras el guardián secreto se negara a hablar, Quien Tú Sabes podía registrar el
pueblo en que estaban James y Lily sin encontrarlos nunca, aunque tuviera la nariz
pegada a la ventana de la salita de estar de la pareja.
—¿Así que Black era el guardián secreto de los Potter?  —susurró la señora
Rosmerta.
—Naturalmente  —dijo la profesora McGonagall—. James Potter le dijo a
Dumbledore que Black daría su vida antes de revelar dónde se ocultaban, y que Black
estaba pensando en ocultarse él también... Y aun así, Dumbledore seguía preocupado. Él
mismo se ofreció como guardián secreto de los Potter.
—¿Sospechaba de Black? —exclamó la señora Rosmerta.
—Dumbledore estaba convencido de que alguien cercano a los Potter había
informado a Quien Tú Sabes de sus movimientos  —dijo la profesora McGonagall con
voz misteriosa—. De hecho, llevaba algún tiempo sospechando que en nuestro bando
teníamos un traidor que pasaba información a Quien Tú Sabes.
—¿Y a pesar de todo James Potter insistió en que el guardián secreto fuera Black?
—Así es  —confirmó Fudge—. Y apenas una semana después de que se hubiera
llevado a cabo el encantamiento Fidelio...
—¿Black los traicionó? —musitó la señora Rosmerta.
—Desde luego. Black estaba cansado de su papel de espía. Estaba dispuesto a
declarar abiertamente su  apoyo a Quien Tú Sabes. Y parece que tenía la intención de
hacerlo en el momento en que murieran los Potter. Pero como sabemos todos, Quien Tú
Sabes sucumbió ante el pequeño Harry Potter. Con sus poderes destruidos,
completamente debilitado, huyó. Y esto  dejó a Black en una situación incómoda. Su
amo había caído en el mismo momento en que Black había descubierto su juego. No
tenía otra elección que escapar...
—Sucio y asqueroso traidor  —dijo Hagrid, tan alto que la mitad del bar se quedó
en silencio.
—Chist —dijo la profesora McGonagall.
—¡Me lo encontré  —bramó Hagrid—, seguramente fui yo el último que lo vio
antes de que matara a toda aquella gente! ¡Fui yo quien rescató a Harry de la casa de
Lily y James, después de su asesinato! Lo saqué de entre las ruinas, pobrecito. Tenía
una herida grande en la frente y sus padres habían muerto... Y Sirius Black apareció en
aquella moto voladora que solía llevar. No se me ocurrió preguntarme lo que había ido a
hacer allí. No sabia que él había sido el guardián secreto de Lily y James. Pensé que se
había enterado del ataque de Quien Vosotros Sabéis y había acudido para ver en qué
podía ayudar. Estaba pálido y tembloroso. ¿Y sabéis lo que hice? ¡ME PUSE A
CONSOLAR A AQUEL TRAIDOR ASESINO! —exclamó Hagrid.
—Hagrid, por favor —dijo la profesora McGonagall—, baja la voz.
—¿Cómo iba a saber yo que su turbación no se debía a lo que les había pasado a
Lily y a James? ¡Lo que le turbaba era la suerte de Quien Vosotros Sabéis! Y entonces
me dijo: «Dame a Harry, Hagrid. Soy  su padrino. Yo cuidaré de él...» ¡Ja! ¡Pero yo
tenía órdenes de Dumbledore y le dije a Black que no! Dumbledore me había dicho que
Harry tenía que ir a casa de sus tíos. Black discutió, pero al final tuvo que ceder. Me
dijo que cogiera su moto para llevar  aHarry hasta la casa de los Dursley. «No la
necesito ya», me dijo. Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro en todo
aquello. Adoraba su moto. ¿Por qué me la daba? ¿Por qué decía que ya no la
necesitaba? La verdad es que una moto deja demasiadas huellas, es muy fácil de seguir.
Dumbledore sabía que él era el guardián de los Potter. Black tenía que huir aquella
noche. Sabía que el Ministerio no tardaría en perseguirlo. Pero ¿y si le hubiera
entregado a Harry, eh? Apuesto a que lo habría arrojado de la moto en alta mar. ¡Al hijo
de su mejor amigo! Y es que cuando un mago se pasa al lado tenebroso, no hay nada ni
nadie que le importe...
Tras la perorata de Hagrid hubo un largo silencio. Luego, la señora Rosmerta dijo
con cierta satisfacción:
—Pero no consiguió huir; ¿verdad? El Ministerio de Magia lo atrapó al día
siguiente.
—¡Ah, si lo hubiéramos encontrado nosotros...!  —dijo Fudge con amargura—. No
fuimos nosotros, fue el pequeño Peter Pettigrew: otro de los amigos de Potter.
Enloquecido de dolor; sin duda, y sabiendo que Black era el guardián secreto de los
Black, él mismo lo persiguió.
—¿Pettigrew...? ¿Aquel gordito que lo seguía a todas partes?  —preguntó la señora
Rosmerta.
—Adoraba a Black y a Potter. Eran sus héroes  —dijo la profesora McGonagall—.
No era tan inteligente como ellos y a menudo yo era brusca con él. Podéis imaginaros
cómo me pesa ahora... —Su voz sonaba como si tuviera un resfriado repentino.
—Venga, venga, Minerva  —le dijo Fudge amablemente—. Pettigrew murió como
un héroe. Los testigos oculares (muggles, por supuesto, tuvimos que borrarles la
memoria...) nos contaron que Pettigrew había arrinconado a Black. Dicen que sollozaba:
«¡A Lily y a James, Sirius! ¿Cómo pudiste...?» Y entonces sacó la varita. Aunque, claro,
Black fuemás rápido. Hizo polvo a Pettigrew.
La profesora McGonagall se sonó la nariz y dijo con voz llorosa:
—¡Qué chico más alocado, qué bobo! Siempre fue muy malo en los duelos. Tenía
que habérselo dejado al Ministerio...
—Os digo que si yo hubiera encontrado  aBlack antes que Pettigrew, no habría
perdido el tiempo con varitas... Lo habría descuartizado, miembro por miembro —gruñó
Hagrid.
—No sabes lo que dices, Hagrid  —dijo Fudge con brusquedad—. Nadie salvo los
muy preparados Magos de Choque del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales
habría tenido una oportunidad contra Black, después de haberlo acorralado. En aquel
entonces yo era el subsecretario del Departamento de Catástrofes en el Mundo de la
Magia, y fui uno de los primeros en personarse en el lugar  de los hechos cuando Black
mató a toda aquella gente. Nunca, nunca lo olvidaré. Todavía a veces sueño con ello.
Un cráter en el centro de la calle, tan profundo que había reventado las alcantarillas.
Había cadáveres por todas partes. Muggles gritando. Y Black allí, riéndose, con los
restos de Pettigrew delante... Una túnica manchada de sangre y unos... unos trozos de su
cuerpo.
La voz de Fudge se detuvo de repente. Cinco narices se sonaron.
—Bueno, ahí lo tienes, Rosmerta —dijo Fudge con la voz tomada—. A  Black se lo
llevaron veinte miembros del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales, y Pettigrew
fue investido Caballero de primera clase de la Orden de Merlín, que creo que fue de
algún consuelo para su pobre madre. Black ha estado desde entonces en Azkaban.
La señora Rosmerta dio un largo suspiro.
—¿Es cierto que está loco, señor ministro?
—Me gustaría poder asegurar que lo estaba  —dijo Fudge—. Ciertamente creo que
la derrota de su amo lo trastornó durante algún tiempo. El asesinato de Pettigrew y de
todosaquellos muggles fue la acción de un hombre acorralado y desesperado: cruel,
inútil, sin sentido. Sin embargo, en mi última inspección de Azkaban pude ver a Black.
La mayoría de los presos que hay allí hablan en la oscuridad consigo mismos. Han
perdido eljuicio... Pero me quedé sorprendido de lo normal que parecía Black. Estuvo
hablando conmigo con total sensatez. Fue desconcertante. Me dio la impresión de que
se aburría. Me preguntó si había acabado de leer el periódico. Tan sereno como os
podáis imaginar; me dijo que echaba de menos los crucigramas. Sí, me quedé
estupefacto al comprobar el escaso efecto que los dementores parecían tener sobre él. Y
él era uno de los que estaban más vigilados en Azkaban, ¿sabéis? Tenía dementores ante
la puerta día y noche.
—Pero ¿qué pretende al fugarse?  —preguntó la señora Rosmerta—. ¡Dios mío,
señor ministro! No intentará reunirse con Quien Usted Sabe, ¿verdad?
—Me atrevería a afirmar que es su... su... objetivo final  —respondió Fudge
evasivamente—. Pero esperamos  atraparlo antes. Tengo que decir que Quien Tú Sabes,
solo y sin amigos, es una cosa... pero con su más devoto seguidor, me estremezco al
pensar lo poco que tardará en volver a alzarse...
Hubo un sonido hueco, como cuando el vidrio golpea la madera. Alguien había
dejado su vaso.
—Si tiene que cenar con el director, Cornelius, lo mejor será que nos vayamos
acercando al castillo.
Todos los pies que había ante Harry volvieron a soportar el cuerpo de sus
propietarios. La parte inferior de las capas se balanceó y los llamativos tacones de la
señora Rosmerta desaparecieron tras el mostrador. Volvió a abrirse la puerta de Las
Tres Escobas, entró otra ráfaga de nieve y los profesores desaparecieron.
—¿Harry?
Las caras de Ron y Hermione se asomaron bajo la mesa.  Los dos lo miraron
fijamente, sin saber qué decir.

11
La Saeta de Fuego

Harry no sabía muy bien cómo se las había apañado para regresar al sótano de
Honeydukes, atravesar el pasadizo y entrar en el castillo. Lo único que sabía era que el
viaje de  vuelta parecía no haberle costado apenas tiempo y que no se daba muy clara
cuenta de lo que hacía, porque en su cabeza aún resonaban las frases de la conversación
que acababa de oír.
¿Por qué nadie le había explicado nada de aquello? Dumbledore, Hagrid, elseñor
Weasley, Cornelius Fudge... ¿Por qué nadie le había explicado nunca que sus padres
habían muerto porque les había traicionado su mejor amigo?
Ron y Hermione observaron intranquilos a Harry durante toda la cena, sin atreverse
a decir nada sobre lo  que habían oído, porque Percy estaba sentado cerca. Cuando
subieron a la sala común atestada de gente, descubrieron que Fred y George, en un
arrebato de alegría motivado por las inminentes vacaciones de Navidad, habían lanzado
media docena de bombas fétidas. Harry, que no quería que Fred y George le
preguntaran si había ido o no a Hogsmeade, se fue a hurtadillas hasta el dormitorio
vacío y abrió el armario. Echó todos los libros a un lado y rápidamente encontró lo que
buscaba: el álbum de fotos encuadernado en piel que Hagrid le había regalado hacía dos
años, que estaba lleno de fotos mágicas de sus padres. Se sentó en su cama, corrió las
cortinas y comenzó a pasar las páginas hasta que...
Se detuvo en una foto de la boda de sus padres. Su padre saludaba con la mano, con
una amplia sonrisa. El pelo negro y alborotado que Harry había heredado se levantaba
en todas direcciones. Su madre, radiante de felicidad, estaba cogida del brazo de su
padre. Y allí... aquél debía de ser. El padrino. Harry nunca le había prestado atención.
Si no hubiera sabido que era la misma persona no habría reconocido a Black en
aquella vieja fotografía. Su rostro no estaba hundido y amarillento como la cera, sino
que era hermoso y estaba lleno de alegría. ¿Trabajaría ya para Voldemort cuando
sacaron aquella foto? ¿Planeaba ya la muerte de las dos personas que había a su lado?
¿Se daba cuenta de que tendría que pasar doce años en Azkaban, doce años que lo
dejarían irreconocible?
«Pero los dementores no le afectan  —pensó Harry, fijándose en aquel rostro
agradable y risueño—. No tiene que oír los gritos de mi madre cuando se aproximan
demasiado...»
Harry cerró de golpe el álbum y volvió a guardarlo en el armario. Se quitó la túnica
y las gafas y se metió en la cama, asegurándose de que las cortinas lo ocultaban de la
vista.
Se abrió la puerta del dormitorio.
—¿Harry? —preguntó la dubitativa voz de Ron.
Pero Harry se quedó quieto, simulando que dormía. Oyó a Ron que salía de nuevo
y se dio la vuelta para ponerse boca arriba, con los ojos muy abiertos. Sintió correr a
través de sus venas, como veneno, un odio que nunca había conocido. Podía ver a Black
riéndose de él en la oscuridad, como si tuviera pegada a los ojos la foto del álbum. Veía,
como en una película, a Sirius Black haciendo  que Peter Pettigrew (que se parecía a
Neville Longbottom) volara en mil pedazos. Oía (aunque no sabía cómo sería la voz de
Black) un murmullo bajo y vehemente: «Ya está, Señor, los Potter me han hecho su
guardián secreto...» Y entonces aparecía otra voz  que se reía con un timbre muy agudo,
la misma risa que Harry oía dentro de su cabeza cada vez que los dementores se le
acercaban.
—Harry..., tienes un aspecto horrible.
Harry no había podido pegar el ojo hasta el amanecer. Al despertarse, había hallado
eldormitorio desierto, se había vestido y bajado la escalera de caracol hasta la sala
común, donde no había nadie más que Ron, que se comía un sapo de menta y se frotaba
el estómago, y Hermione, que había extendido sus deberes por tres mesas.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Harry
—¡Se han ido! Hoy empiezan las vacaciones, ¿no te acuerdas?  —preguntó Ron,
mirando a Harry detenidamente—. Es ya casi la hora de comer. Pensaba ir a despertarte
dentro de un minuto.
Harry se sentó en una silla al lado del fuego. Al otro lado de las ventanas, la nieve
seguía cayendo.  Crookshanks  estaba extendido delante del fuego, como un felpudo de
pelo canela.
—Es verdad que no tienes buen aspecto, ¿sabes?  —dijo Hermione, mirándole la
cara con preocupación.
—Estoy bien —dijoHarry.
—Escucha, Harry  —dijo Hermione, cambiando con Ron una mirada—. Debes de
estar realmente disgustado por lo que oímos ayer. Pero no debes hacer ninguna tontería.
—¿Como qué? —dijo Harry
—Como ir detrás de Black —dijo Ron, tajante.
Harry se dio cuentade que habían ensayado aquella conversación mientras él
estaba dormido. No dijo nada.
—No lo harás. ¿Verdad que no, Harry? —dijo Hermione.
—Porque no vale la pena morir por Black —dijo Ron.
Harry los miró. No entendían nada.
—¿Sabéis qué veo y oigo cada  vez que se me acerca un dementor?  —Ron y
Hermione negaron con la cabeza, con temor—. Oigo a mi madre que grita e implora a
Voldemort. Y si vosotros escucharais a vuestra madre gritando de ese modo, a punto de
ser asesinada, no lo olvidaríais fácilmente. Y  si descubrierais que alguien que en
principio era amigo suyo la había traicionado y le había enviado a Voldemort...
—No puedes hacer nada  —dijo Hermione con aspecto afligido—. Los dementores
atraparán a Black, lo mandarán otra vez a Azkaban... ¡y se llevará su merecido!
—Ya oísteis lo que dijo Fudge. A Black no le afecta Azkaban como a la gente
normal. No es un castigo para él como lo es para los demás.
—Entonces, ¿qué pretendes?  —dijo Ron muy tenso—. ¿Acaso quieres... matar a
Black?
—No seas tonto  —dijoHermione, con miedo—. Harry no quiere matar a nadie,
¿verdad que no, Harry?
Harry volvió a quedarse callado. No sabía qué pretendía. Lo único que sabía es que
la idea de no hacer nada mientras Black estaba libre era insoportable.
—Malfoy sabe algo —dijode pronto—. ¿Os acordáis de lo que me dijo en la clase
de Pociones? «Pero en tu caso, yo buscaría venganza. Lo cazaría yo mismo.»
—¿Vas a seguir el consejo de Malfoy y no el nuestro?  —dijo Ron furioso—.
Escucha... ¿sabes lo que recibió a cambio la madre  de Pettigrew después de que Black
lo matara? Mi padre me lo dijo: la Orden de Merlín, primera clase, y el dedo de
Pettigrew dentro de una caja. Fue el trozo mayor de él que pudieron encontrar. Black
está loco, Harry, y es muy peligroso.
—El padre de Malfoydebe de haberle contado algo —dijo Harry, sin hacer caso de
las explicaciones de Ron—. Pertenecía al círculo de allegados de Voldemort.
—Llámalo Quien Tú Sabes, ¿quieres hacer el favor? —repuso Ron enfadado.
—Entonces está claro que los Malfoy sabían que Black trabajaba para Voldemort...
—¡Y a Malfoy le encantaría verte volar en mil pedazos, como Pettigrew!
Contrólate. Lo único que quiere Malfoy es que te maten antes de que tengáis que
enfrentaros en el partido de quidditch.
—Harry, por favor  —dijo Hermione, con los ojos brillantes de lágrimas—, sé
sensato. Black hizo algo terrible, terrible. Pero no... no te pongas en peligro. Eso es lo
que Black quiere... Estarías metiéndote en la boca del lobo si fueras a buscarlo. Tus
padres no querrían que te hiciera daño, ¿verdad? ¡No querrían que fueras a buscar a
Black!
—No sabré nunca lo que querrían, porque por culpa de Black no he hablado con
ellos nunca —dijo Harry con brusquedad.
Hubo un silencio en el que  Crookshanks  se estiró voluptuosamente, sacando las
garras. El bolsillo de Ron se estremeció.
—Mira —dijo Ron, tratando de cambiar de tema—, ¡estamos en vacaciones! ¡Casi
es Navidad! Vamos a ver a Hagrid. No le hemos visitado desde hace un montón de
tiempo.
—¡No! —dijo Hermione rápidamente—. Harry no debe abandonar el castillo, Ron.
—Sí, vamos —dijo Harry incorporándose—. ¡Y le preguntaré por qué no mencionó
nunca a Black al hablarme de mis padres!
Seguir discutiendo sobre Sirius Black no era lo que Ron había pretendido.
—Podríamos echar una partida de  ajedrez  —dijo apresuradamente—. O de
gobstones. Percy dejó un juego.
—No. Vamos a ver a Hagrid —dijo Harry con firmeza.
Así que recogieron las capas de los dormitorios y se pusieron en camino, cruzando
el agujero del retrato («¡En guardia, felones, malandrines!»). Recorrieron el castillo
vacío y salieron por las puertas principales de roble.
Caminaron lentamente por el césped, dejando sus huellas en la nieve blanda y
brillante, mojando y congelando los calcetines y el borde inferior de las capas. El
bosque prohibido parecía ahora encantado. Cada árbol brillaba como plata y la cabaña
de Hagrid parecía una tarta helada.
Ron llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
—No habrá salido, ¿verdad? —preguntó Hermione, temblando bajo la capa.
Ron pegó la orejaa la puerta.
—Hay un ruido extraño —dijo—. Escuchad. ¿Es Fang?
Harry y Hermione también pegaron el oído a la puerta. Dentro de la cabaña se oían
unos suspiros de dolor.
—¿Pensáis que deberíamos ir a buscar a alguien? —dijo Ron, nervioso.
—¡Hagrid! —gritó Harry, golpeando la puerta—. Hagrid, ¿estás ahí?
Hubo un rumor de pasos y la puerta se abrió con un chirrido. Hagrid estaba allí,
con los ojos rojos e hinchados, con lágrimas que le salpicaban la parte delantera del
chaleco de cuero.
—¡Lo habéis oído! —gritó, y se arrojó al cuello de Harry
Como Hagrid tenía un tamaño que era por lo menos el doble de lo normal, aquello
no era cuestión de risa. Harry estuvo a punto de caer bajo el peso del otro, pero Ron y
Hermione lo rescataron, cogieron a Hagrid cada  uno de un brazo y lo metieron en la
cabaña, con la ayuda de Harry Hagrid se dejó llevar hasta una silla y se derrumbó sobre
la mesa, sollozando de forma incontrolada. Tenía el rostro lleno de lágrimas que le
goteaban sobre la barba revuelta.
—¿Qué pasa, Hagrid? —le preguntó Hermione aterrada.
Harry vio sobre la mesa una carta que parecía oficial.
—¿Qué es, Hagrid?
Hagrid redobló los sollozos, entregándole la carta a Harry, que la leyó en voz alta:
Estimado Señor Hagrid:
En relación con nuestra indagación  sobre el ataque de un hipogrifo a un
alumno que tuvo lugar en una de sus clases, hemos aceptado la garantía del
profesor Dumbledore de que usted no tiene responsabilidad en tan lamentable
incidente.
—Estupendo, Hagrid —dijo Ron, dándole una palmadita en el hombro.
Pero Hagrid continuó sollozando y movió una de sus manos gigantescas, invitando
a Harry a que siguiera leyendo.
Sin embargo, debemos hacer constar nuestra preocupación en lo que
concierne al mencionado hipogrifo. Hemos decidido dar curso a  la queja
oficial presentada por el señor Lucius Malfoy, y este asunto será, por lo tanto,
llevado ante la Comisión para las Criaturas Peligrosas. La vista tendrá lugar
el día 20 de abril. Le rogamos que se presente con el hipogrifo en las oficinas
londinenses de la Comisión, en el día indicado. Mientras tanto, el hipogrifo
deberá permanecer atado y aislado.
Atentamente...
Seguía la relación de los miembros del Consejo Escolar.
—¡Vaya!  —dijo Ron—. Pero, según nos has dicho, Hagrid,  Buckbeak  no es malo.
Seguro que lo consideran inocente.
—No conoces a los monstruos que hay en la Comisión para las Criaturas
Peligrosas... —dijo Hagrid con voz ahogada, secándose los ojos con la manga—. La han
tomado con los animales interesantes.
Un ruido repentino, procedente de un rincón de la cabaña de Hagrid, hizo que
Harry, Ron y Hermione se volvieran.  Buckbeak, el hipogrifo, estaba acostado en el
rincón, masticando algo que llenaba de sangre el suelo.
—¡No podía dejarlo atado fuera, en la nieve!  —dijo con la voz anegada en
lágrimas—. ¡Completamente solo! ¡En Navidad!
Harry, Ron y Hermione se miraron. Nunca habían coincidido con Hagrid en lo que
él llamaba «animales interesantes» y otras personas llamaban «monstruos terroríficos».
Pero  Buckbeak  no parecía malo en absoluto. De hecho, a juzgar por los habituales
parámetros de Hagrid, era una verdadera ricura.
—Tendrás que presentar una buena defensa, Hagrid  —dijo Hermione sentándose y
posando una mano en el enorme antebrazo de Hagrid—. Estoy segura de que puedes
demostrar que Buckbeak no es peligroso.
—¡Dará igual!  —sollozó Hagrid—. Lucius Malfoy tiene metidos en el bolsillo a
todos esos diablos de la Comisión. ¡Le tienen miedo! Y si pierdo el caso, Buckbeak...
Se pasó el dedo por el cuello, en sentido horizontal. Luego  gimió y se echó hacia
delante, hundiendo el rostro en los brazos.
—¿Y Dumbledore? —preguntó Harry.
—Ya ha hecho por mí más que suficiente  —gimió Hagrid—. Con mantener a los
dementores fuera del castillo y con Sirius Black acechando, ya tiene bastante.
Rony Hermione miraron rápidamente a Harry, temiendo que comenzara a
reprender a Hagrid por no contarle toda la verdad sobre Black. Pero Harry no se atrevía
a hacerlo. Por lo menos en aquel momento en que veía a Hagrid tan triste y asustado.
—Escucha, Hagrid  —dijo—, no puedes abandonar. Hermione tiene razón. Lo
único que necesitas es una buena defensa. Nos puedes llamar como testigos...
—Estoy segura de que he leído algo sobre un caso de agresión con hipogrifo —dijo
Hermione pensativa—donde el hipogrifo quedaba libre. Lo consultaré y te informaré de
qué sucedió exactamente.
Hagrid lanzó un gemido aún más fuerte. Harry y Hermione miraron a Ron
implorándole ayuda.
—Eh... ¿preparo un té?  —preguntó Ron. Harry lo miró sorprendido—. Es lo que
hace mi madre cuando alguien está preocupado  —musitó Ron encogiéndose de
hombros.
Por fin, después de que le prometieran ayuda más veces y con una humeante taza
de té delante, Hagrid se sonó la nariz con un pañuelo del tamaño de un mantel, y dijo:
—Tenéis razón. No puedo dejarme abatir. Tengo que recobrarme...
Fang, el jabalinero, salió tímidamente de debajo de la mesa y apoyó la cabeza en
una rodilla de Hagrid.
—Estos días he estado muy raro —dijo Hagrid, acariciando a Fang con una mano y
limpiándose las lágrimas con la  otra—. He estado muy preocupado por  Buckbeak  y
porque a nadie le gustan mis clases.
—De verdad que nos gustan —se apresuró a mentir Hermione.
—¡Sí, son estupendas!  —dijo Ron, cruzando los dedos bajo la mesa—. ¿Cómo
están los gusarajos?
—Muertos —dijo Hagridcon tristeza—. Demasiada lechuga.
—¡Oh, no! —exclamó Ron. El labio le temblaba.
—Y los dementores me hacen sentir muy mal  —añadió Hagrid, con un
estremecimiento repentino—. Cada vez que quiero tomar algo en Las Tres Escobas,
tengo que pasar junto a ellos. Es como estar otra vez en Azkaban.
Se quedó callado, bebiéndose el té. Harry, Ron y Hermione lo miraban sin aliento.
No le habían oído nunca mencionar su estancia en Azkaban. Después de una breve
pausa, Hermione le preguntó con timidez:
—¿Tan horrible es Azkaban, Hagrid?
—No te puedes hacer ni idea  —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había
encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar
cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi  padre, el día
que tuve que desprenderme de  Norbert...  —Se le llenaron los ojos de lágrimas.  Norbert
era la cría de dragón que Hagrid había ganado cierta vez en una partida de cartas—. Al
cabo de un tiempo uno no recuerda quién es. Y pierde el deseo de seguir viviendo. Yo
hubiera querido morir mientras dormía. Cuando me soltaron, fue como volver a nacer;
todas las cosas volvían a aparecer ante mí. Fue maravilloso. Sin embargo, los
dementores no querían dejarme marchar.
—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.
Hagrid resopló.
—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas
a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes.
—Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en  su taza de té. Luego
añadió en voz baja—: Había pensado liberar a  Buckbeak, para que se alejara volando...
Pero ¿cómo se le explica a un hipogrifo que tiene que esconderse? Y... me da miedo
transgredir la ley...  —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo porsu rostro—. No
quisiera volver a Azkaban.
La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el
efecto que Ron y Hermione deseaban. Harry no se había olvidado de Black, pero
tampoco podía estar rumiando continuamente su  venganza y al mismo tiempo ayudar a
Hagrid a ganar su caso. Él, Ron y Hermione fueron al día siguiente a la biblioteca y
volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la
defensa de  Buckbeak. Los tres se sentaron delante del abundante fuego, pasando
lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famosos de
animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los
otros.
—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero  el hipogrifo fue declarado
culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.
—Esto podría sernos útil. Mirad. Una  mantícora  atacó a alguien salvajemente en
1296 y fue absuelta... ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo
acercarse...
Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos
navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para
apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada
armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de
Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y delicioso olor
a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso  Scabbers
sacó la nariz del bolsillo de Ron para olfatear.
La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.
—¡Despierta, los regalos!
Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la
semioscuridad, miró a los pies de la cama,  donde se alzaba una pequeña montaña de
paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.
—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.
Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de
Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una
caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estrecho que había debajo.
—¿Qué es eso?  —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los
calcetines marrones que acababa de desenvolver.
—No sé...
Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar sobre la colcha una escoba
magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.
—No puedo creerlo  —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de
Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda
del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía
vibrar. La soltó y quedó suspendida en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus
ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodinámicas ramitas de abedul y
perfectamente lisas que formaban la cola.
—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.
—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.
Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.
—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?
—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.
—Estoy seguro de que fue Dumbledore  —dijo Ron,  dando vueltas alrededor de la
Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa
invisible...
—Había sido de mi padre —dijo Harry—. Dumbledore se limitó a remitírmela. No
se gastaría en mí cientos de galeones. No puede ir regalando a los alumnos cosas así.
—Ése es el motivo por el que no podría admitir que fue él  —dijo Ron—. Por si
algún imbécil como Malfoy lo acusaba de favoritismo. ¡Malfoy!  —Ron se rió
estruendosamente—. ¡Ya verás cuando te vea montado en ella! ¡Se pondrá enfermo!
¡Ésta es una escoba de profesional!
—No me lo puedo creer  —musitó Harry pasando la mano por la Saeta de Fuego
mientras Ron se retorcía de la risa en la cama de Harry pensando en Malfoy.
—¿Quién...?
—Ya sé.. quién ha podido ser... ¡Lupin!
—¿Qué?  —dijo Harry riéndose también—. ¿Lupin? Mira, si tuviera tanto dinero,
podría comprarse una túnica nueva.
—Sí, pero le caes bien  —dijo Ron—. Cuando tu Nimbus se hizo añicos, él estaba
fuera, pero tal vez se enterase y decidiera acercarse al callejón Diagon para comprártela.
—¿Que estaba fuera? —preguntó Harry—. Durante el partido estaba enfermo.
—Bueno, no se encontraba en la enfermería  —dijo Ron—. Yo estaba allí
limpiando los orinales, por el castigo de Snape, ¿te acuerdas?
Harry miró a Ron frunciendo el entrecejo.
—No me imagino a Lupin haciendo un regalo como éste.
—¿De qué os reís los dos?
Hermione acababa de entrar con el camisón puesto y llevando a  Crookshanks, que
no parecía contento con el cordón de oropel que llevaba al cuello.
—¡No lo metas aquí!  —dijo Ron,sacando rápidamente a  Scabbers  de las
profundidades de la cama y metiéndosela en el bolsillo del pijama. Pero Hermione no le
hizo caso. Dejó a  Crookshanks  en la cama vacía de Seamus y contempló la Saeta de
Fuego con la boca abierta.
—¡Vaya, Harry! ¿Quién te la ha enviado?
—No tengo ni idea. No traía tarjeta.
Ante su sorpresa, Hermione no estaba emocionada ni intrigada. Antes bien, se
ensombreció su rostro y se mordió el labio.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Ron.
—No sé  —dijo Hermione—. Pero es raro, ¿no os  parece? Lo que quiero decir es
que es una escoba magnífica, ¿verdad?
Ron suspiró exasperado:
—Es la mejor escoba que existe, Hermione —aseguró.
—Así que debe de ser carísima...
—Probablemente costó más que todas las escobas de Slytherin juntas  —dijo Ron
con cara radiante.
—Bueno, ¿quién enviaría a Harry algo tan caro sin si quiera decir quién es?
—¿Y qué más da? —preguntó Ron con impaciencia—. Escucha, Harry, ¿puedo dar
una vuelta en ella? ¿Puedo?
—Creo que por el momento nadie debería montar en esa escoba —dijo Hermione.
Harry y Ron la miraron.
—¿Qué crees que va a hacer Harry con ella? ¿Barrer el suelo? —preguntó Ron.
Pero antes de que Hermione pudiera responder;  Crookshanks, saltó desde la cama
de Seamus al pecho de Ron.
—¡LLÉVATELO DE AQUÍ!  —bramó Ron,  notando que las garras de
Crookshanks le rasgaban el pijama y que  Scabbers intentaba una huida desesperada por
encima de su hombro. Cogió a  Scabbers  por la cola y fue a propinar un puntapié a
Crookshanks, pero calculó mal y le dio al baúl de Harry; volcándolo. Ron se puso a dar
saltos, aullando de dolor.
A Crookshanks se le erizó el pelo. Un silbido agudo y metálico llenó el dormitorio.
El chivatoscopio de bolsillo se había salido de los viejos calcetines de tío Vernon y daba
vueltas encendido en medio del dormitorio.
—¡Se me había olvidado!  —dijo Harry, agachándose y cogiendo el
chivatoscopio—. Nunca me pongo esos calcetines si puedo evitarlo...
En la palma de la mano, el chivatoscopio silbaba y giraba. Crookshanks le bufaba y
enseñaba los colmillos.
—Sería mejor que sacaras de aquí a ese gato —dijo Ron furioso. Estaba sentado en
la cama de Harry, frotándose el dedo gordo del pie—. ¿No puedes hacer que pare ese
chisme?  —preguntó a Harry mientras Hermione salía a zancadas del dormitorio, los
ojos amarillos de Crookshanks todavía maliciosamente fijos en Ron.
Harry volvió a meter el chivatoscopio en los calcetines y éstos en el baúl. Lo único
que se oyó entonces fueron los gemidos contenidos de dolor y rabia de Ron.  Scabbers
estaba acurrucada en sus manos.  Hacía tiempo que Harry no la veía, porque siempre
estaba metida en el bolsillo de Ron, y le sorprendió desagradablemente ver que
Scabbers, antaño gorda, ahora estaba esmirriada; además, se le habían caído partes del
pelo.
—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —observó Harry.
—¡Es el estrés!  —dijo Ron—. ¡Si esa estúpida bola de pelo la dejara en paz, se
encontraría perfectamente!
Pero Harry, acordándose de que la mujer de la tienda de animales mágicos había
dicho que las ratas sólo vivían tres años, no pudo dejarde pensar que, a menos que
Scabbers  tuviera poderes que nunca había revelado, estaba llegando al final de su vida.
Y a pesar de las frecuentes quejas de Ron de que  Scabbers  era aburrida e inútil, estaba
seguro de que Ron lamentaría su muerte.
Aquella mañana, en la sala común de Gryffindor; el espíritu navideño estuvo
ausente. Hermione había encerrado a  Crookshanks  en su dormitorio, pero estaba
enfadada con Ron porque había querido darle una patada. Ron seguía enfadado por el
nuevo intento de Crookshanks de comerse a Scabbers. Harry desistió de reconciliarlos y
se dedicó a examinar la Saeta de Fuego que había bajado con él a la sala común. No se
sabía por qué, esto también parecía poner a Hermione de malhumor. No decía nada,
pero no dejaba de mirar con malos ojos la escoba, como si ella también hubiera
criticado a su gato.
A la hora del almuerzo bajaron al Gran Comedor y descubrieron que habían vuelto
a arrimar las mesas a los muros, y que ahora sólo había, en mitad del salón, una mesa
con doce cubiertos.
Se encontraban allí los profesores Dumbledore, McGonagall, Snape, Sprout y
Flitwick, junto con Filch, el conserje, que se había quitado la habitual chaqueta marrón
y llevaba puesto un frac viejo y mohoso. Sólo había otros tres alumnos: dos del primer
curso, muy nerviosos, y uno de quinto de Slytherin, de rostro huraño.
—¡Felices Pascuas!  —dijo Dumbledore cuando Harry, Ron y Hermione se
acercaron a la mesa—. Como somos tan pocos, me pareció absurdo utilizar las mesas de
los colegios. ¡Sentaos, sentaos!
Harry, Ron y Hermione se sentaron juntos al final de la mesa.
—¡Cohetes sorpresa!  —dijo Dumbledore entusiasmado, alargando a Snape el
extremo de uno grande de color de plata. Snape lo cogió a regañadientes y tiró. Sonó un
estampido, el cohete salió disparado  ydejó tras de sí un sombrero de bruja grande y
puntiagudo, con un buitre disecado en la punta.
Harry, acordándose del boggart, miró a Ron y los dos se rieron. Snape apretó los
labios y empujó el sombrero hacia Dumbledore, que enseguida cambió el suyo por
aquél.
—¡A comer! —aconsejó a todo el mundo, sonriendo.
Mientras Harry se servía patatas asadas, las puertas del Gran Comedor volvieron a
abrirse. Era la profesora Trelawney, que se deslizaba hacia ellos como si fuera sobre
ruedas. Dada la ocasión, se habíapuesto un vestido verde de lentejuelas que acentuaba
su aspecto de libélula gigante.
—¡Sybill, qué sorpresa tan agradable! —dijo Dumbledore, poniéndose en pie.
—He estado consultando la bola de cristal, señor director  —dijo la profesora
Trelawney con su  voz más lejana—. Y ante mi sorpresa, me he visto abandonando mi
almuerzo solitario y reuniéndome con vosotros. ¿Quién soy yo para negar los designios
del destino? Dejé la torre y vine a toda prisa, pero os ruego que me perdonéis por la
tardanza
—Por supuesto —dijo Dumbledore, parpadeando—. Permíteme que te acerque una
silla...
E hizo, con la varita, que por el aire se acercara una silla que dio unas vueltas antes
de caer ruidosamente entre los profesores Snape y McGonagall. La profesora
Trelawney, sin embargo, no se sentó. Sus enormes ojos habían vagado por toda la mesa
y de pronto dio un leve grito.
—¡No me atrevo, señor director! ¡Si me siento, seremos trece! ¡Nada da peor
suerte! ¡No olvidéis nunca que cuando trece comen juntos, el primero en levantarse es el
primero en morir!
—Nos arriesgaremos, Sybill  —dijo impaciente la profesora McGonagall—. Por
favor, siéntate. El pavo se enfría.
La profesora Trelawney dudó. Luego se sentó en la silla vacía con los ojos cerrados
y la boca muy apretada, como esperandoque un rayo cayera en la mesa. La profesora
McGonagall introdujo un cucharón en la fuente más próxima.
—¿Quieres callos, Sybill?
La profesora Trelawney no le hizo caso. Volvió a abrir los ojos, echó un vistazo a
su alrededor y dijo:
—Pero ¿dónde está mi querido profesor Lupin?
—Me temo que ha sufrido una recaída —dijo Dumbledore, animando a todos a que
se sirvieran—. Es una pena que haya ocurrido el día de Navidad.
—Pero seguro que ya lo sabías, Sybill.
La profesora Trelawney dirigió una mirada gélida a la profesora McGonagall.
—Por supuesto que lo sabía, Minerva —dijo en voz baja—. Pero no quiero alardear
de saberlo todo. A menudo obro como si no estuviera en posesión del ojo interior, para
no poner nerviosos a los demás.
—Eso explica muchas cosas —respondió la profesora McGonagall.
La profesora Trelawney elevó la voz:
—Si te interesa saberlo, he visto que el profesor Lupin nos dejará pronto. Él mismo
parece comprender que le queda poco tiempo. Cuando me ofrecí a ver su destino en la
bola de cristal, huyó.
—Me lo imagino.
—Dudo  —observó Dumbledore, con una voz alegre pero fuerte que puso fin a la
conversación entre las profesoras McGonagall y Trelawney—que el profesor Lupin
esté en peligro inminente. Severus, ¿has vuelto a hacerle la poción?
—Sí, señor director —dijo Snape.
—Bien  —dijo Dumbledore—. Entonces se levantará y dará una vuelta por ahí en
cualquier momento. Derek, ¿has probado las salchichas? Son estupendas.
El muchacho de primer curso enrojeció intensamente porque Dumbledore se había
dirigido directamente a él, y cogió la fuente de salchichas con manos temblorosas.
La profesora Trelawney se comportó casi con normalidad hasta que, dos horas
después, terminó la comida. Atiborrados con el banquete y tocados con los gorros que
habían salido de los cohetes sorpresa, Harry y Ron fueron los primeros en levantarse de
la mesa, y la profesora dio un grito.
—¡Queridos míos! ¿Quién de los dos se ha levantado primero? ¿Quién?
—No sé —dijo Ron, mirando a Harry con inquietud.
—Dudo que haya mucha diferencia  —dijo la profesora McGonagall fríamente—.
A menos que un loco con un hacha esté esperando en la puerta para matar al primero
que salga al vestíbulo.
Incluso Ron se rió. La profesora Trelawney se molestó.
—¿Vienes? —dijo Harry a Hermione.
—No —contestó Hermione—. Tengo que hablar con la profesora McGonagall.
—Probablemente para saber si puede darnos más clases  —bostezó Ron yendo al
vestíbulo, donde no había ningún loco con un hacha.
Cuando llegaron al agujero del cuadro, se encontraron a sir Cadogan celebrando la
Navidad con un par de monjes, antiguos directores de Hogwarts y su robusto caballo. Se
levantó la visera de la celada y les ofreció un brindis con una jarra de hidromiel.
—¡Felices, hip, Pascuas! ¿La contraseña?
—«Vil bellaco» —dijo Ron.
—¡Lo mismoque vos, señor!  —exclamó sir Cadogan, al mismo tiempo que el
cuadro se abría hacia delante para dejarles paso.
Harry fue directamente al dormitorio, cogió la Saeta de Fuego y el equipo de
mantenimiento de escobas mágicas que Hermione le había regalado para su
cumpleaños, bajó con todo y se puso a mirar si podía hacerle algo a la escoba; pero no
había ramitas torcidas que cortar y el palo estaba ya tan brillante que resultaba inútil
querer sacarle más brillo. Él y Ron se limitaron a sentarse y a admirarla  desde cada
ángulo hasta que el agujero del retrato se abrió y Hermione apareció acompañada por la
profesora McGonagall.
Aunque la profesora McGonagall era la jefa de la casa de Gryffindor; Harry sólo la
había visto en la sala común en una ocasión y para anunciar algo muy grave. Él y Ron la
miraron mientras sostenían la Saeta de Fuego. Hermione pasó por su lado, se sentó,
cogió el primer libro que encontró y ocultó la cara tras él.
—Conque es eso  —dijo la profesora McGonagall con los ojos muy abiertos,
acercándose a la chimenea y examinando la Saeta de Fuego—. La señorita Granger me
acaba de decir que te han enviado una escoba, Potter.
Harry y Ron se volvieron hacia Hermione. Podían verle la frente colorada por
encima del libro, que estaba del revés.
—¿Puedo?  —pidió la profesora McGonagall. Pero no aguardó a la respuesta y les
quitó de las manos la Saeta de Fuego. La examinó detenidamente, de un extremo a
otro—. Mmm... ¿y no venía con ninguna nota, Potter? ¿Ninguna tarjeta? ¿Ningún
mensaje de ningún tipo?
—Nada —respondió Harry, como si no comprendiera.
—Ya veo...  —dijo la profesora McGonagall—. Me temo que me la tendré que
llevar; Potter.
—¿Qué?, ¿qué? —dijo Harry, poniéndose de pie de pronto—. ¿Por qué?
—Tendremos que examinarla para comprobar que no tiene  ningún hechizo
—explicó la profesora McGonagall—. Por supuesto, no soy una experta, pero seguro
que la señora Hooch y el profesor Flitwick la desmontarán.
—¿Desmontarla? —repitió Ron, como si la profesora McGonagall estuviera loca.
—Tardaremos sólo unas semanas  —aclaró la profesora McGonagall—. Te la
devolveremos cuando estemos seguros de que no está embrujada.
—No tiene nada malo  —dijo Harry. La voz le temblaba—. Francamente,
profesora...
—Eso no lo sabes  —observó la profesora McGonagall con  total amabilidad—, no
lo podrás saber hasta que hayas volado en ella, por lo menos. Y me temo que eso será
imposible hasta que estemos seguros de que no se ha manipulado. Te tendré informado.
La profesora McGonagall dio media vuelta y salió con la Saeta deFuego por el
retrato, que se cerró tras ella.
Harry se quedó mirándola, con la lata de pulimento aún en la mano. Ron se volvió
hacia Hermione.
—¿Por qué has ido corriendo a la profesora McGonagall?
Hermione dejó el libro a un lado. Seguía con la cara colorada. Pero se levantó y se
enfrentó a Ron con actitud desafiante:
—Porque pensé (y la profesora McGonagall está de acuerdo conmigo) que la
escoba podía habérsela enviado Sirius Black.

12
El patronus

Harry sabía que la intención de Hermione había  sido buena, pero eso no le impidió
enfadarse con ella. Había sido propietario de la mejor escoba del mundo durante unas
horas y, por culpa de Hermione, ya no sabía si la volvería a ver. Estaba seguro de que
no le ocurría nada a la Saeta de Fuego, pero ¿en  qué estado se encontraría después de
pasar todas las pruebas antihechizos?
Ron también estaba enfadado con Hermione. En su opinión, desmontar una Saeta
de Fuego completamente nueva era un crimen. Hermione, que seguía convencida de que
había hecho lo que  debía, comenzó a evitar la sala común. Harry y Ron supusieron que
se había refugiado en la biblioteca y no intentaron persuadirla de que saliera de allí. Se
alegraron de que el resto del colegio regresara poco después de Año Nuevo y la torre de
Gryffindorvolviera a estar abarrotada de gente y de bullicio.
Wood buscó a Harry la noche anterior al comienzo de las clases.
—¿Qué tal las Navidades?  —preguntó. Y luego, sin esperar respuesta, se sentó,
bajó la voz y dijo—: He estado meditando durante las vacaciones, Harry. Después del
último partido, ¿sabes? Si los dementores acuden al siguiente... no nos podemos
permitir que tú... bueno...
Wood se quedó callado, con cara de sentirse incómodo.
—Estoy trabajando en ello  —dijo Harry rápidamente—. El profesor Lupin me dijo
que me daría unas clases para ahuyentar a los dementores. Comenzaremos esta semana.
Dijo que después de Navidades estaría menos atareado.
—Ya  —dijo Wood. Su rostro se animó—. Bueno, en ese caso... Realmente no
quería perderte como buscador; Harry. ¿Has comprado ya otra escoba?
—No —contestó Harry.
—¿Cómo? Pues será mejor que te des prisa. No puedes montar en esa Estrella
Fugaz en el partido contra Ravenclaw.
—Le regalaron una Saeta de Fuego en Navidad —dijo Ron.
—¿Una Saeta de Fuego? ¡No! ¿En serio? ¿Una Saeta de Fuego de verdad?
—No te emociones, Oliver  —dijo Harry con tristeza—. Ya no la tengo. Me la
confiscaron. —Y explicó que estaban revisando la Saeta de Fuego en aquellos instantes.
—¿Hechizada? ¿Por qué podría estar hechizada?
—Sirius Black  —explicó Harry sin entusiasmo—. Parece que va detrás de mí. Así
que McGonagall piensa que él me la podría haber enviado.
Desechando la idea de que un famoso asesino estuviera interesado por la vida de su
buscador; Wood dijo:
—¡Pero Black no podría haber  comprado una Saeta de Fuego! Es un fugitivo. Todo
el país lo está buscando. ¿Cómo podría entrar en la tienda de Artículos de Calidad para
el Juego del Quidditch y comprar una escoba?
—Ya lo sé. Pero aun así, McGonagall quiere desmontarla.
Wood se puso pálido.
—Iré a hablar con ella, Harry —le prometió—. La haré entrar en razón... Una Saeta
de Fuego... ¡una auténtica Saeta de Fuego en nuestro equipo! Ella tiene tantos deseos
como nosotros de que gane Gryffindor... La haré entrar en razón... ¡Una Saeta de
Fuego...!
Las clases comenzaron al día siguiente. Lo último que deseaba nadie una mañana de
enero era pasar dos horas en una fila en el patio, pero Hagrid había encendido una
hoguera de salamandras, para su propio disfrute, y pasaron una clase inusualmente
agradable recogiendo leña seca y hojarasca para mantener vivo el fuego, mientras las
salamandras, a las que les gustaban las llamas, correteaban de un lado para otro de los
troncos incandescentes que se iban desmoronando. La primera clase de Adivinación del
nuevo trimestre fue mucho menos divertida. La profesora Trelawney les enseñaba ahora
quiromancia y se apresuró a informar a Harry de que tenía la línea de la vida más corta
que había visto nunca.
A la que Harry tenía más ganas de acudir era a la clase de Defensa Contra las Artes
Oscuras. Después de la conversación con Wood, quería comenzar las clases contra los
dementores tan pronto como fuera posible.
—Ah, sí  —dijo Lupin, cuando Harry le recordó su promesa al final de la clase—.
Veamos... ¿qué  te parece el jueves a las ocho de la tarde? El aula de Historia de la
Magia será bastante grande... Tendré que pensar detenidamente en esto... No podemos
traer a un dementor de verdad al castillo para practicar...
—Aún parece enfermo, ¿verdad?  —dijo Ron porel pasillo, camino del Gran
Comedor—. ¿Qué crees que le pasa?
Oyeron un «chist» de impaciencia detrás de ellos. Era Hermione, que había estado
sentada a los pies de una armadura, ordenando la mochila, tan llena de libros que no se
cerraba.
—¿Por qué nos chistas? —le preguntó Ron irritado.
—Por nada —dijo Hermione con altivez, echándose la mochila al hombro.
—Por algo será —dijo Ron—. Dije que no sabía qué le ocurría a Lupin y tú...
—Bueno, ¿no es evidente?  —dijo Hermione con una mirada de superioridad
exasperante.
—Si no nos lo quieres decir, no lo hagas —dijo Ron con brusquedad.
—Vale —respondió Hermione, y se marchó altivamente.
—No lo sabe  —dijo Ron, siguiéndola con los ojos y resentido—. Sólo quiere que
le volvamos a hablar.
A las ocho de la tarde del jueves, Harry salió de la torre de Gryffindor para acudir al
aula de Historia de la Magia. Cuando llegó estaba a oscuras y vacía, pero encendió las
luces con la varita mágica y al cabo de cinco minutos apareció el profesor Lupin,
llevando una gran caja de embalar que puso encima de la mesa del profesor Binn.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Otro boggart  —dijo Lupin, quitándose la capa—. He estado buscando por el
castillo desde el martes y he tenido la suerte de encontrar éste escondido dentro del
archivador del señor Filch. Es lo más parecido que podemos encontrar a un auténtico
dementor. El boggart se convertirá en dementor cuando te vea, de forma que podrás
practicar con él. Puedo guardarlo en mi despacho cuando no lo utilicemos, bajo mi mesa
hay un armario que le gustará.
—De acuerdo  —dijo Harry, haciendo como que no era aprensivo y satisfecho de
que Lupin hubiera encontrado un sustituto de un dementor de verdad.
—Así pues...  —el profesor Lupin sacó su varita mágica e indicó a Harry que
hiciera lo mismo—. El hechizo que trataré de enseñarte es magia muy avanzada...
Bueno, muy por encima del Nivel Corriente de Embrujo. Se llama «encantamiento
patronus».
—¿Cómo es? —preguntó Harry, nervioso.
—Bueno, cuando sale bien invoca a un patronus para que se aparezca  —explicó
Lupin—y que es una especie de antidementor; un guardián que hace de escudo entre el
dementor y tú.
Harry se imaginó de pronto agachado tras alguien del tamaño de Hagrid que
empuñaba una porra gigantesca. El profesor Lupin continuó:
—El patronuses una especie de fuerza positiva, una proyección de las mismas
cosas de las que el dementor se alimenta: esperanza, alegría, deseo de vivir... y no puede
sentir desesperación como los seres humanos, de forma que los dementores no lo
pueden herir. Pero  tengo que advertirte, Harry, de que el hechizo podría resultarte
excesivamente avanzado. Muchos magos cualificados tienen dificultades con él.
—¿Qué aspecto tiene un patronus? —dijo Harry con curiosidad.
—Es según el mago que lo invoca.
—¿Y cómo se invoca?
—Con un encantamiento que sólo funcionará si te concentras con todas tus fuerzas
en un solo recuerdo de mucha alegría.
Harry intentó recordar algo alegre. Desde luego, nada de lo que le había ocurrido
en casa de los Dursley le serviría. Al final recordó  el instante en que por primera vez
montó en una escoba.
—Ya  —dijo, intentando recordar lo más exactamente posible la maravillosa
sensación de vértigo que había notado en el estómago.
—El encantamiento es así —Lupin se aclaró la garganta—: ¡Expecto patronum!
—¡Expecto patronum! —repitió Harry entre dientes—. ¡Expecto patronum!
—¿Te estás concentrando con fuerza en el recuerdo feliz?
—Sí...  —contestó Harry, obligando a su mente a que retrocediese hasta aquel
primer viaje en escoba—.  Expecto patrono, no,  patronum... perdón...  ¡Expecto
patronum! ¡Expecto patronum!
De repente, como un chorro, surgió algo del extremo de su varita. Era como un gas
plateado.
—¿Lo ha visto? —preguntó Harry entusiasmado—. ¡Algo ha ocurrido!
—Muy bien  —dijo Lupin sonriendo—. Bien,  entonces... ¿estás preparado para
probarlo en un dementor?
—Sí —dijo Harry, empuñando la varita con fuerza y yendo hasta el centro del aula
vacía. Intentó mantener su pensamiento en el vuelo con la escoba, pero en su mente
había otra cosa que trataba de introducirse... Tal vez en cualquier instante volviera a oír
a su madre... Pero no debía pensar en ello o volvería a oírla realmente, y no quería... ¿o
sí quería?
Lupin cogió la tapa de la caja de embalaje y tiró de ella. Un dementor se elevó
despacio de  la caja, volviendo hacia Harry su rostro encapuchado. Una mano viscosa y
llena de pústulas sujetaba la capa.
Las luces que había en el aula parpadearon hasta apagarse. El dementor salió de la
caja y se dirigió silenciosamente hacia Harry, exhalando un aliento profundo y vibrante.
Una hola de intenso frío se extendió sobre él.
—¡Expecto patronum! —gritó Harry—. ¡Expecto patronum! ¡Expecto. ..!
Pero el aula y el dementor desaparecían. Harry cayó de nuevo a través de una
niebla blanca y espesa, y la voz de  su madre resonó en su cabeza, más fuerte que
nunca...
—¡A Harry no! ¡A Harry no! Por favor... haré cualquier cosa...
—A un lado... hazte a un lado, muchacha...
—¡Harry!
Harry volvió de pronto a la realidad. Estaba boca arriba, tendido en el suelo. Las
luces del aula habían vuelto a encenderse. No necesitó preguntar qué era lo que había
ocurrido.
—Lo siento  —musitó, incorporándose y notando un sudor frío que le corría por
detrás de las gafas.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lupin.
—Sí...
Para levantarse, Harry se apoyó primero en un pupitre y luego en Lupin.
—Toma.  —Lupin le ofreció una rana de chocolate—. Cómetela antes de que
volvamos a intentarlo. No esperaba que lo consiguieras la primera vez. Me habría
impresionado mucho que lo hubieras hecho.
—Cada vez es peor  —musitó Harry, mordiendo la cabeza de la rana—. Esta vez la
he oído más alto aún. Y a él... a Voldemort...
Lupin estaba más pálido de lo habitual.
—Harry, si no quieres continuar; lo comprenderé perfectamente...
—¡Sí quiero! —dijo Harry conenergía, metiéndose en la boca el resto de la rana—.
¡Tengo que hacerlo! ¿Y si los dementores vuelven a presentarse en el partido contra
Ravenclaw? No puedo caer de nuevo. ¡Si perdemos este partido, habremos perdido la
copa de quidditch!
—De acuerdo, entonces...  —dijo Lupin—. Tal vez quieras seleccionar otro
recuerdo feliz. Quiero decir; para concentrarte. Ése no parece haber sido bastante
poderoso...
Harry pensó intensamente y recordó que se había sentido muy contento cuando, el
año anterior; Gryffindor había ganado la Copa de las Casas. Empuñó otra vez la varita
mágica y volvió a su puesto en mitad del aula.
—¿Preparado? —preguntó Lupin, cogiendo la tapa de la caja.
—Preparado  —dijo Harry, haciendo un gran esfuerzo por llenarse la cabeza de
pensamientos alegres sobre la victoria de Gryffindor; y no con pensamientos oscuros
sobre lo que iba a ocurrir cuando la caja se abriera.
—¡Ya! —dijo Lupin, levantando la tapa.
El aula volvió a enfriarse y a quedarse a oscuras. El dementor avanzó con su
violenta respiración, abriendo una mano putrefacta en dirección a Harry.
—¡Expecto patronum! —gritó Harry—. ¡Expecto patronum! ¡Expecto pat...!
Una niebla blanca le oscureció el sentido. En tomo a él se movieron unas formas
grandes y borrosas... Luego oyó una voz nueva, de hombre, que gritaba aterrorizado:
—¡Lily, coge a Harry y vete! ¡Es él! ¡Vete! ¡Corre! Yo lo detendré.
El ruido de alguien dentro de una habitación, una puerta que se abría de golpe, una
carcajada estridente.
—¡Harry! Harry, despierta...
Lupin leabofeteaba las mejillas. Esta vez le costó un minuto comprender por qué
estaba tendido en el suelo polvoriento del aula.
—He oído a mi padre  —balbuceó Harry—. Es la primera vez que lo oigo. Quería
enfrentarse a Voldemort para que a mi madre le diera tiempo de escapar.
Harry notó que en su rostro había lágrimas mezcladas con el sudor. Bajó la cabeza
todo lo que pudo para limpiarse las lágrimas con la túnica, haciendo como que se ataba
el cordón del zapato, para que Lupin no se diera cuenta de que había llorado.
—¿Has oído a James? —preguntó Lupin con voz extraña.
—Sí...  —Con la cara ya seca, volvió a levantar la vista—. ¿Por qué? Usted no
conocía a mi padre, ¿o sí?
—Lo... lo conocí, sí  —contestó Lupin—. Fuimos amigos en Hogwarts. Escucha,
Harry. Tal vez deberíamos dejarlo por hoy Este encantamiento es demasiado
avanzado... No debería haberte puesto en este trance...
—No —repuso Harry. Se volvió a levantar—. ¡Lo volveré a intentar! No pienso en
cosas bastante alegres, por eso... ¡espere!
Hizo un gran esfuerzo para pensar. Un recuerdo muy feliz..., un recuerdo que
pudiera transformarse en un patronus bueno y fuerte...
¡El momento en que se enteró de que era un mago y de que tenía que dejar la casa
de los Dursley para ir a Hogwarts! Si eso no era un recuerdofeliz, entonces no sabía qué
podía serlo. Concentrado en los sentimientos que lo habían embargado al enterarse de
que se iría de Privet Drive, Harry se levantó y se puso de nuevo frente a la caja de
embalaje.
—¿Preparado?  —dijo Lupin, como si fuera a obrar en contra de su criterio—. ¿Te
estás concentrando bien? De acuerdo. ¡Ya!
Levantó la tapa de la caja por tercera vez y el dementor volvió a salir de ella. El
aula volvió a enfriarse y a oscurecerse.
—¡EXPECTO PATRONUM!  —gritó Harry—.  ¡EXPECTO PATRONUM!
¡EXPECTO PATRONUM!
De nuevo comenzaron los gritos en la mente de Harry, salvo que esta vez sonaban
como si procedieran de una radio mal sintonizada. El sonido bajó, subió y volvió a
bajar... Todavía seguía viendo al dementor. Se había detenido... Y luego,  una enorme
sombra plateada salió con fuerza del extremo de la varita de Harry y se mantuvo entre él
y el dementor; y aunque Harry sentía sus piernas como de mantequilla, seguía de pie,
sin saber cuánto tiempo podría aguantar.
—¡Riddíkulo! —gritó Lupin, saltando hacia delante.
Se oyó un fuerte crujido y el nebuloso patronus se desvaneció junto con el
dementor. Harry se derrumbó en una silla, con las piernas temblando, tan cansado como
si acabara de correr varios kilómetros. Por el rabillo del ojo vio al profesor Lupin
obligando con la varita al boggart a volver a la caja de embalaje. Se había vuelto a
convertir en una esfera plateada.
—¡Estupendo!  —dijo Lupin, yendo hacia donde estaba Harry sentado—.
¡Estupendo, Harry! Ha sido un buen principio.
—¿Podemos volver a probar? Sólo una vez más.
—Ahora no  —dijo Lupin con firmeza—. Ya has tenido bastante por una noche.
Ten...
Ofreció a Harry una tableta del mejor chocolate de Honeydukes.
—Cómetelo todo o la señora Pomfrey me matará. ¿El jueves que viene a la misma
hora?
—Vale  —dijo Harry. Dio un mordisco al chocolate y vio que Lupin apagaba las
luces que se habían encendido con la desaparición del dementor. Se le acababa de
ocurrir algo—: ¿Profesor Lupin?  —preguntó—. Si conoció a mi padre, también
conocería a Sirius Black.
Lupin se volvió con rapidez:
—¿Qué te hace pensar eso? —dijo severamente.
—Nada. Quiero decir... me he enterado de que eran amigos en Hogwarts.
El rostro de Lupin se calmó.
—Sí, lo conocí  —dijo lacónicamente—. O creía que lo conocía. Será mejor que te
vayas, Harry. Se hace tarde.
Harry salió del aula, atravesó el corredor; dobló una esquina, dio un rodeo por
detrás de una armadura y se sentó en la peana para terminar el chocolate, lamentando
haber mencionado a Black, dado que a Lupin, obviamente, no le había hecho gracia.
Luego volvió a pensar en sus padres.
Se sentía extrañamente vacío, a pesar de haber comido tanto chocolate. Aunque era
terrible oír dentro de su cabeza los últimos instantes de vida de sus padres, eran las
únicas ocasiones en  que había oído sus voces, desde que era muy pequeño. Nunca sería
capaz de crear un patronus de verdad si en parte deseaba volver a oír la voz de sus
padres...
—Están muertos —se dijo con firmeza—. Están muertos y volver a oír el eco de su
voz no los traerá a la vida. Será mejor que me controle si quiero la copa de quidditch.
Se puso en pie, se metió en la boca el último pedazo de chocolate y volvió hacia la
torre de Gryffindor.
Ravenclaw jugó contra Slytherin una semana después del comienzo del trimestre.
Slytherin ganó, aunque por muy poco. Según Wood, eran buenas noticias para
Gryffindor; que se colocaría en segundo puesto si ganaba también a Ravenclaw. Por lo
tanto, aumentó los entrenamientos a cinco por semana. Esto significaba que, junto con
las clases antidementores de Lupin, que resultaban más agotadoras que seis sesiones de
entrenamiento de quidditch, a Harry le quedaba tan sólo una noche a la semana para
hacer todos los deberes. Aun así, no parecía tan agobiado como Hermione, a la que le
afectaba la inmensa cantidad de trabajo. Cada noche, sin excepción, veían a Hermione
en un rincón de la sala común, con varias mesas llenas de libros, tablas de Aritmancia,
diccionarios de runas, dibujos de muggles levantando objetos pesados y carpetas
amontonadas con apuntes extensísimos. Apenas hablaba con nadie y respondía de malos
modos cuando alguien la interrumpía.
—¿Cómo lo hará?  —le preguntó Ron a Harry una tarde,. mientras el segundo
terminaba un insoportable trabajo para Snape sobre Venenos indetectables. Harry alzó la
vista. A Hermione casi no se la veía detrás de la torre de libros.
—¿Cómo hará qué?
—Ir a todas las clases  —dijo Ron—. Esta mañana la oí hablar con la profesora
Vector, la bruja que da Aritmancia. Hablaban de la clase de ayer. Pero Hermione no
pudo ir, porque estaba con nosotros en Cuidado de Criaturas Mágicas. Y Ernie
McMillan me dijo que no ha faltado nunca a una clase de Estudios Muggles. Pero la
mitad de esas clases coinciden con Adivinación y tampoco ha faltado nunca a éstas.
Harryno tenía tiempo en aquel momento para indagar el misterio del horario
imposible de Hermione. Tenía que seguir con el trabajo para Snape. Dos segundos más
tarde volvió a ser interrumpido, esta vez por Wood.
—Malas noticias, Harry. Acabo de ver a la profesora McGonagall por lo de la
Saeta de Fuego. Ella... se ha puesto algo antipática conmigo. Me ha dicho que mis
prioridades están mal. Piensa que me preocupa más ganar la copa que tu vida. Sólo
porque le dije que no me importaba que la escoba te tirase al suelo, siempre que
cogieras la snitch.  —Wood sacudió la cabeza con incredulidad—. Realmente, por su
forma de gritarme... cualquiera habría pensado que le había dicho algo terrible. Luego le
pregunté cuánto tiempo la tendría todavía.  —Hizo una mueca e imitóla voz de la
profesora McGonagall—: «El tiempo que haga falta, Wood.» Me parece que tendrás
que pedir otra escoba, Harry. Hay un cupón de pedido en la última página de  El mundo
de la escoba. Podrías comprar una Nimbus 2.001 como la que tiene Malfoy.
—No voy a comprar nada que le guste a Malfoy —dijo taxativamente.
Enero dio paso a febrero sin que se notara, persistiendo en el mismo frío glaciar. El
partido contra Ravenclaw se aproximaba, pero Harry seguía sin solicitar otra escoba. Al
final de cada clase de Transformaciones, le preguntaba a la profesora McGonagall por la
Saeta de Fuego, Ron expectante junto a él, Hermione pasando a toda velocidad por su
lado, con la cara vuelta.
—No, Potter; todavía no te la podemos devolver —le dijo la profesora McGonagall
el duodécimo día de interrogatorio, antes de que el muchacho hubiera abierto la boca—.
Hemos comprobado la mayoría de los hechizos más habituales, pero el profesor
Flitwick cree que la escoba podría tener un maleficio para derribar al que la monta.  En
cuanto hayamos terminado las comprobaciones, te lo diré. Ahora te ruego que dejes de
darme la lata.
Para empeorar aún más las cosas, las clases antidementores de Harry no iban tan
bien como esperaba, ni mucho menos. Después de varias sesiones, era  capaz de crear
una sombra poco precisa cada vez que el dementor se le acercaba, pero su patronus era
demasiado débil para ahuyentar al dementor. Lo único que hacía era mantenerse en el
aire como una nube semitransparente, vaciando de energía a Harry mientras éste se
esforzaba por mantenerlo. Harry estaba enfadado consigo mismo. Se sentía culpable por
su secreto deseo de volver a oír las voces de sus padres.
—Esperas demasiado de ti mismo  —le dijo severamente el profesor Lupin en la
cuarta semana de prácticas—. Para un brujo de trece años, incluso un patronus como
éste es una hazaña enorme. Ya no te desmayas, ¿a que no?
—Creí que el patronus embestiría contra los dementores  —dijo Harry
desalentado—, que los haría desaparecer...
—El verdadero patronus los hace desaparecer  —contestó Lupin—. Pero tú has
logrado mucho en poco tiempo. Si los dementores hacen aparición en tu próximo
partido de quidditch, serás capaz de tenerlos a raya el tiempo necesario para volver al
juego.
—Usted dijo que es más dificil cuando hay muchos —repuso Harry
—Tengo total confianza en ti  —aseguró Lupin sonriendo—. Toma, te has ganado
una bebida. Esto es de Las Tres Escobas y supongo que no lo habrás probado antes...
Sacó dos botellas de su maletín.
—¡Cerveza de mantequilla!  —exclamóHarry irreflexivamente—. Sí, me encanta.
—Lupin alzó una ceja—. Bueno... Ron y Hermione me trajeron algunas cosas de
Hogsmeade —mintió Harry a toda prisa.
—Ya veo  —dijo Lupin, aunque parecía algo suspicaz—. Bien, bebamos por la
victoria de Gryffindor contra Ravenclaw. Aunque en teoría, como profesor no debo
tomar partido —añadió inmediatamente.
Bebieron en silencio la cerveza de mantequilla, hasta que Harry mencionó algo en
lo que llevaba algún tiempo meditando.
—¿Qué hay debajo de la capucha de un dementor?
El profesor Lupin, pensativo, dejó la botella.
—Mmm..., bueno, los únicos que lo saben no pueden decimos nada. El dementor
sólo se baja la capucha para utilizar su última arma.
—¿Cuál es?
—Lo llaman «Beso del dementor»  —dijo Lupin con una amarga  sonrisa—. Es lo
que hacen los dementores a aquellos a los que quieren destruir completamente. Supongo
que tendrán algo parecido a una boca, porque pegan las mandíbulas a la boca de la
víctima y... le sorben el alma.
Harry escupió, sin querer; un poco de cerveza de mantequilla.
—¿Las matan?
—No —dijo Lupin—. Mucho peor que eso. Se puede vivir sin alma, mientras sigan
funcionando el cerebro y el corazón. Pero no se puede tener conciencia de uno mismo,
ni memoria, ni nada. No hay ninguna posibilidad de recuperarse. Uno se limita a existir.
Como una concha vacía. Sin alma, perdido para siempre.  —Lupin bebió otro trago de
cerveza de mantequilla y siguió diciendo—: Es el destino que le espera a Sirius Black.
Lo decía  El Profeta  esta mañana. El Ministerio ha  dado permiso a los dementores para
besarlo cuando lo encuentren.
Harry se quedó abstraído unos instantes, pensando en la posibilidad de sorber el
alma por la boca de una persona. Pero luego pensó en Black.
—Se lo merece —dijo de pronto.
—¿Eso piensas?  —dijo, como sin darle importancia—. ¿De verdad crees que
alguien se merece eso?
—Sí —dijo Harry con altivez—. Por varios motivos.
Le habría gustado hablar con Lupin sobre la conversación que había oído en Las
Tres Escobas, sobre Black traicionando a sus padres, aunque aquello habría supuesto
revelar que había ido a Hogsmeade sin permiso. Y sabía que a Lupin no le haría gracia.
De forma que terminó su cerveza de mantequilla, dio a Lupin las gracias y salió del aula
de Historia de la Magia.
Harry casi se arrepentía de haberle preguntado qué había debajo de la capucha de
un dementor. La respuesta había sido tan horrible y lo había sumido hasta tal punto en
horribles pensamientos sobre almas sorbidas que se dio de bruces con la profesora
McGonagall mientras subía por las escaleras.
—Mira por dónde vas, Potter.
—Lo siento, profesora.
—Fui a buscarte a la sala común de Gryffindor. Bueno, aquí la tienes. Hemos
hecho todas las comprobaciones y parece que está bien. En algún lugar tienes un buen
amigo, Potter.
Harry se  quedó con la boca abierta. La profesora McGonagall sostenía su Saeta de
Fuego, que tenía un aspecto tan magnífico como siempre.
—¿Puedo quedármela? —dijo Harry con voz desmayada—. ¿De verdad?
—De verdad  —dijo sonriendo la profesora McGonagall—. Tendrás  que
familiarizarte con ella antes del partido del sábado, ¿no? Haz todo lo posible por ganar;
porque si no quedaremos eliminados por octavo año consecutivo, como me acaba de
recordar muy amablemente el profesor Snape.
Harry subió por las escaleras hacia latorre de Gryffindor; sin habla, llevando la
Saeta de Fuego. Al doblar una esquina, vio a Ron, que se precipitaba hacia él con una
sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te la ha dado? ¡Estupendo! ¿Me dejarás que monte en ella? ¿Mañana?
—Sí, por supuesto  —respondióHarry con un entusiasmo que no había
experimentado desde hacía un mes—. Tendríamos que hacer las paces con Hermione.
Sólo quería ayudar...
—Sí, de acuerdo. Está en la sala común, trabajando, para variar.
Llegaron al corredor que llevaba a la torre de Gryffindor; y vieron a Neville
Longbottom que suplicaba a sir Cadogan que lo dejara entrar.
—Las escribí, pero se me deben de haber caído en alguna parte.
—¡Id a otro con ese cuento! —vociferaba sir Cadogan.
Luego, viendo a Ron y Harry—: ¡Voto a bríos, misvalientes y jóvenes vasallos!
¡Venid a atar a este demente que trata de forzar la entrada!
—Cierra la boca —dijo Ron al llegar junto a Neville.
—He perdido las contraseñas  —les confesó Neville abatido—. Le pedí que me
dijera las contraseñas de esta semana, porque las está cambiando continuamente, y
ahora no sé dónde las tengo.
—«Rompetechos»  —dijo Harry a sir Cadogan, que parecía muy decepcionado y
reacio a dejarlos pasar. Hubo murmullos repentinos y emocionados cuando todos se
dieron la vuelta y rodearon a Harry para admirar su Saeta de Fuego.
—¿Cómo la has conseguido, Harry?
—¿Me dejarás dar una vuelta?
—¿Ya la has probado, Harry?
—Ravenclaw no tiene nada que hacer. Todos van montados en Barredoras 7.
—¿Puedo cogerla, Harry?
Después de unos diez minutos en que la Saeta de Fuego fue pasando de mano en
mano y admirada desde cada ángulo, la multitud se dispersó y Harry y Ron pudieron ver
a Hermione, la única que no había corrido hacia ellos y había seguido estudiando. Harry
y Ron se acercaron a su mesay la muchacha levantó la vista.
—Me la han devuelto —le dijo Harry sonriendo y levantando la Saeta de Fuego.
—¿Lo ves, Hermione? ¡No había nada malo en ella!
—Bueno... Podía haberlo  —repuso Hermione—. Por lo menos ahora sabes que es
segura.
—Sí, supongo que sí —dijo Harry—. Será mejor que la deje arriba.
—¡Yo la llevaré!  —se ofreció Ron con entusiasmo—. Tengo que darle a  Scabbers
el tónico para ratas.
Cogió la Saeta de Fuego y, sujetándola como si fuera de cristal, la subió hasta el
dormitorio de los chicos.
—¿Me puedo sentar? —preguntó Harry a Hermione.
—Supongo que sí  —contestó Hermione, retirando un montón de pergaminos que
había sobre la silla.
Harry echó un vistazo a la mesa abarrotada, al largo trabajo de Aritmancia, cuya
tinta todavía estaba fresca,al todavía más largo trabajo para la asignatura de Estudios
Muggles («Explicad por qué los muggles necesitan la electricidad»), y a la traducción
rúnica en que Hermione se hallaba enfrascada.
—¿Qué tal lo llevas? —preguntó Harry
—Bien. Ya sabes, trabajando duro  —respondió Hermione. Harry vio que de cerca
parecía casi tan agotada como Lupin.
—¿Por qué no dejas un par de asignaturas?  —preguntó Harry, viéndola revolver
entre libros en busca del diccionario de runas.
—¡No podría! —respondió Hermione escandalizada.
—La Aritmancia parece horrible  —observó Harry, cogiendo una tabla de números
particularmente abstrusa.
—No, es maravillosa —dijo Hermione con sinceridad—. Es mi asignatura favorita.
Es...
Pero Harry no llegó a enterarse de qué tenía de maravilloso la Aritmancia. En aquel
preciso instante resonó un grito ahogado en la escalera de los chicos. Todos los de la
sala común se quedaron en silencio, petrificados, mirando hacia la entrada. Se
acercaban unos pasos apresurados que se oían cada vez más fuerte. Y entonces apareció
Ron arrastrando una sábana.
—¡MIRA!  —gritó, acercándose a zancadas a la mesa de Hermione—. ¡MIRA!
—repitió, sacudiendo la sábana delante de su cara.
—¿Qué pasa, Ron?
—¡SCABBERS! ¡MIRA! ¡SCABBERS!
Hermione se apartó de Ron, echándose hacia atrás, muy asombrada. Harry observó
la sábana que sostenía Ron. Había algo rojo en ella. Algo que se parecía mucho a...
—¡SANGRE!  —exclamó Ron en medio del silencio—. ¡NO ESTÁ! ¿Y SABES
LO QUE HABÍA EN EL SUELO?
—No, no  —dijo Hermione con voz temblorosa. Ron tiró algo encima de la
traducción rúnica de Hermione. Ella y Harry se inclinaron hacia delante. Sobre las
inscripciones extrañas y espigadas había unos pelos de gato, largos y de color canela.

No hay comentarios:

Publicar un comentario