miércoles, 9 de julio de 2014

Harry Potter y la Orden del Fénix Cap. 10-12

10
Luna Lovegood

Harry durmió mal esa noche. Sus padres entraban y salían de sus sueños, pero nunca le hablaban; la
señora Weasley lloraba sobre el cuerpo sin vida de Kreacher, y Ron y Hermione, que llevaban coronas,
la miraban; y una vez más, Harry iba por un pasillo que terminaba en una puerta cerrada con llave.
Despertó sobresaltado, con picor en la cicatriz, y vio que Ron ya se había vestido y estaba hablándole.
—… date prisa, mamá está histérica, dice que vamos a perder el tren…
En  la  casa  había  mucho  jaleo.  Por  lo  que  pudo  oír  mientras  se  vestía  a  toda  velocidad,  Harry
comprendió que Fred y George habían encantado sus baúles para que bajaran la escalera volando,
ahorrándose así la molestia de transportarlos, y éstos habían golpeado a Ginny y la habían hecho bajar
dos tramos de escalones rodando hasta el vestíbulo; la señora Black y la señora Weasley gritaban a voz
en cuello.
—¡… PODRÍAIS HABERLE HECHO DAÑO DE VERDAD, IDIOTAS!
—¡… MESTIZOS PODRIDOS, MANCILLANDO LA CASA DE MIS PADRES!
Hermione  entró  corriendo  en  la  habitación,  muy  aturullada,  cuando  Harry  estaba  poniéndose  las
zapatillas  de  deporte.  La  chica  llevaba  a Hedwig balanceándose  en  el  hombro  y  a Crookshanks
retorciéndose en los brazos.
—Mis padres me han devuelto aHedwig.
La lechuza revoloteó obedientemente y se posó encima de su jaula.
—¿Ya estás listo?
—Casi. ¿Cómo está Ginny? —preguntó Harry poniéndose las gafas.
—La señora Weasley ya la ha curado. Pero ahoraOjolocodice que no podemos irnos hasta que llegue
Sturgis Podmore porque en la guardia falta un miembro.
—¿La guardia? —se extrañó Harry—. ¿Necesitamos una guardia para ir a King's Cross?
—Tú necesitas una guardia para ir a King's Cross —lo corrigió Hermione.
—¿Por  qué?  —preguntó  Harry  con  fastidio—.  Tenía  entendido  que  Voldemort  intentaba  pasar
desapercibido, así que no irás a decirme que piensa saltar desde detrás de un cubo de basura para
matarme, ¿verdad?
—No lo sé, eso es lo que ha dichoOjoloco—replicó Hermione distraídamente, mirando su reloj—,
pero si no nos vamos pronto, perderemos el tren, eso seguro…
—¿Queréis bajar ahora mismo, por favor? —gritó la señora Weasley.
Hermione pegó un brinco, como si se hubiera escaldado, y salió a toda prisa de la habitación. Harry
agarró aHedwig, la metió sin muchos miramientos en su jaula y bajó la escalera, detrás de su amiga,
arrastrando su baúl.
El retrato de la señora Black lanzaba unos furiosos aullidos, pero nadie se molestó en cerrar las
cortinas; de todos modos, el ruido que había en el vestíbulo la habría despertado otra vez.
—Harry, tú vienes conmigo y con Tonks —gritó la señora Weasley para hacerse oír sobre los chillidos
de «¡SANGRE SUCIA! ¡CANALLAS! ¡SACOS DE INMUNDICIA!»—. Deja tu baúl y tu lechuza; Alastor se
encargará del equipaje… ¡Oh, por favor, Sirius! ¡Dumbledore dijo que no!
Un perro negro que parecía un oso había aparecido junto a Harry mientras éste trepaba por los baúles
amontonados en el vestíbulo para llegar a donde estaba la señora Weasley.
—En serio… —dijo la señora Weasley con desesperación—. ¡Está bien, pero allá te las compongas!
Luego abrió la puerta de la calle de un fuerte tirón y salió a la débil luz del día otoñal. Harry y el perro
la siguieron. La puerta se cerró tras ellos, y los gritos de la señora Black dejaron de escucharse de
inmediato.
—¿Dónde está Tonks? —preguntó Harry, mirando alrededor, mientras bajaban los escalones de piedra
del número 12, que desaparecieron en cuanto pisaron la acera.
—Nos espera allí —contestó la señora Weasley con tono frío apartando la vista del perro negro que
caminaba con torpeza sin separarse de Harry.
Una anciana los saludó cuando llegaron a la esquina. Tenía el cabello gris muy rizado y llevaba un
sombrero de color morado con forma de pastel de carne de cerdo.
—¿Qué hay, Harry? —le preguntó guiñándole un ojo—. Será mejor que nos demos prisa, ¿verdad,
Molly? —añadió mientras consultaba su reloj.
—Ya lo sé, ya lo sé —gimoteó ésta mientras daba pasos más largos—, es queOjolocoquería esperar a
Sturgis… Si Arthur nos hubiera conseguido unos coches del Ministerio… Pero últimamente Fudge no
le presta ni un tintero vacío… ¿Cómo se las ingenian losmugglespara viajar sin hacer magia?
En ese momento, el enorme perro negro soltó un alegre ladrido y se puso a hacer cabriolas a su
alrededor, corriendo detrás de las palomas y persiguiéndose la cola. Harry no pudo contener la risa.
Sirius había pasado mucho tiempo encerrado en la casa. La señora Weasley, sin embargo, frunció los
labios de forma muy parecida a como lo hacía tía Petunia.
Tardaron veinte minutos en llegar a King's Cross a pie, y en ese rato no ocurrió nada digno de mención,
salvo que Sirius asustó a un par de gatos para distraer a Harry. Una vez dentro de la estación, se
quedaron con disimulo junto a la barrera que había entre el andén número nueve y el número diez hasta
que no hubo moros en la costa; entonces, uno a uno, se apoyaron en ella y la atravesaron fácilmente,
apareciendo en el andén nueve y tres cuartos, donde el expreso de Hogwarts escupía vapor y hollín
junto a un montón de alumnos que aguardaban con sus familias la hora de partir. Harry aspiró aquel
familiar aroma y notó que le subía la moral… Iba a regresar a Hogwarts, por fin…
—Espero que los demás lleguen a tiempo —comentó la señora Weasley, nerviosa, y giró la cabeza
hacia el arco de hierro forjado que había en el andén, por donde entraban los que iban llegando.
—¡Qué perro tan bonito, Harry! —gritó un muchacho con rastas.
—Gracias, Lee —respondió Harry, sonriente, y Sirius agitó con frenesí la cola.
—¡Ah, menos mal! —dijo la señora Weasley con alivio—. Ahí está Alastor con el equipaje, mirad…
Con una gorra de mozo que le tapaba los desiguales ojos, Moody entró cojeando por debajo del arco
mientras empujaba un carrito donde llevaba los baúles.
—Todo en orden —murmuró al llegar junto a Tonks y la señora Weasley—. Creo que no nos han
seguido…
Unos instantes después, el señor Weasley apareció en el andén con Ron y Hermione. Casi habían
descargado el equipaje del carrito de Moody cuando llegaron Fred, George y Ginny con Lupin.
—¿Algún problema? —gruñó Moody.
—Ninguno —contestó Lupin.
—De todos modos, informaré a Dumbledore de lo de Sturgis —afirmó Moody—. Es la segunda vez
que no se presenta en una semana. Está volviéndose tan informal como Mundungus.
—Bueno, cuidaos mucho —dijo Lupin estrechándoles la mano a todos. Por último se acercó a Harry y
le dio una palmada en el hombro—. Tú también, Harry. Ten cuidado.
—Sí, no te metas en líos y ten los ojos bien abiertos —le aconsejó Moody al estrecharle la mano—. Y
esto va por todos: cuidado con lo que ponéis por escrito. Si tenéis dudas, no se os ocurra escribirlas en
vuestras cartas.
—Ha sido un placer conoceros —dijo Tonks abrazando a Hermione y Ginny—. Espero que volvamos a
vernos pronto.
Entonces  sonó  un  silbido  de  aviso;  los  alumnos  que  todavía  estaban  en  el  andén  fueron
apresuradamente hacia el tren.
—Rápido, rápido —los apremió la señora Weasley, atolondrada, abrazándolos a todos, y a Harry dos
veces—.
Escribid… Portaos bien… Si os habéis dejado algo ya os lo mandaremos… ¡Rápido, subid al tren!
El perro negro se levantó sobre las patas traseras y colocó las delanteras sobre los hombros de Harry,
pero la señora Weasley empujó al muchacho hacia la puerta del tren y susurró:
—¡Te lo suplico, Sirius, haz el favor de comportarte como un perro!
—¡Hasta pronto! —gritó Harry desde la ventanilla abierta cuando el tren se puso en marcha, mientras
Ron, Hermione y Ginny saludaban con la mano.
Las figuras de Tonks, Lupin, Moody y el señor y la señora Weasley se encogieron con rapidez, pero el
perro negro corrió por el andén junto a la ventana, agitando la cola; la gente que había en el andén reía
viéndolo perseguir el tren; entonces éste tomó una curva y Sirius desapareció.
—No ha debido acompañarnos —comentó Hermione, preocupada.
—Vamos, no seas así —dijo Ron—, hacía meses que no veía la luz del sol, pobre hombre.
—Bueno —dijo Fred dando una palmada—, no podemos pasarnos el día charlando, tenemos asuntos de
los que hablar con Lee. Hasta luego —se despidió, y George y él desaparecieron por el pasillo hacia la
derecha.
El tren iba adquiriendo velocidad, y las casas que se veían por la ventana pasaban volando mientras
ellos se mecían acompasadamente.
—¿Vamos a buscar nuestro compartimento? —propuso Harry.
Ron y Hermione se miraron.
—Esto… —empezó a decir Ron.
—Nosotros… Bueno, Ron y yo tenemos que ir al vagón de los prefectos —dijo Hermione sintiéndose
muy violenta.
Ron no miraba a su amigo, pues parecía muy interesado en las uñas de su mano izquierda.
—¡Ah! —exclamó Harry—. Bueno, vale.
—No creo que tengamos que quedarnos allí durante todo el trayecto —se apresuró a añadir Hermione
—. Nuestras cartas decían que teníamos que recibir instrucciones de los delegados, y luego patrullar
por los pasillos de vez en cuando.
—Vale —repitió Harry—. Bueno, entonces ya…, ya nos veremos más tarde.
—Sí, claro —dijo Ron lanzándole una furtiva y nerviosa mirada a su amigo—. Es una lata que
tengamos que ir al vagón de los prefectos, yo preferiría… Pero tenemos que hacerlo, es decir, a mí no
me hace ninguna gracia. Yo no soy Percy —concluyó con tono desafiante.
—Ya lo sé —afirmó Harry, y sonrió.
Pero cuando Hermione y Ron arrastraron sus baúles y aCrookshanksy aPigwidgeonen su jaula hacia
el primer vagón del tren, Harry tuvo una extraña sensación de abandono. Nunca había viajado en el
expreso de Hogwarts sin Ron.
—¡Vamos! —le dijo Ginny—. Si nos damos prisa podremos guardarles sitio.
—Tienes razón —replicó Harry, y cogió la jaula deHedwigcon una mano y el asa de su baúl con la
otra.
Luego echaron a andar por el pasillo mirando a través de las puertas de paneles de cristal para ver el
interior de los compartimentos, que ya estaban llenos. Harry se fijó, inevitablemente, en que mucha
gente se quedaba contemplándolo con gran interés, y varios daban codazos a sus compañeros y lo
señalaban. Tras observar aquel comportamiento en cinco vagones consecutivos, recordó que El Profeta
se  había  pasado  el  verano  contando  a  sus  lectores  que  Harry  era  un  mentiroso  y  un  fanfarrón.
Desanimado, se preguntó si esa gente que lo miraba y susurraba se habría creído aquellas historias.
En el último vagón encontraron a Neville Longbottom, que, como Harry, también iba a hacer el quinto
año en Gryffindor; tenía la cara cubierta de sudor por el esfuerzo de tirar de su baúl por el pasillo
mientras con la otra mano sujetaba a su sapo,Trevor.
—¡Hola, Harry! —lo saludó, jadeando—. ¡Hola, Ginny! El tren va lleno… No encuentro asiento…
—Pero ¿qué dices? —se extrañó Ginny, que se había colado por detrás de Neville para mirar en el
compartimento que había tras él—. En este compartimento hay sitio, sólo está Lunática Lovegood.
Neville murmuró algo parecido a que no quería molestar a nadie.
—No digas tonterías —soltó Ginny riendo—. Es muy simpática. —Y entonces abrió la puerta del
compartimento y metió su baúl dentro. Harry y Neville la siguieron—. ¡Hola, Luna! —la saludó Ginny
—. ¿Te importa que nos quedemos aquí?
La muchacha que había sentada junto a la ventana levantó la cabeza. Tenía el pelo rubio, sucio y
desgreñado, largo hasta la cintura, cejas muy claras y unos ojos saltones que le daban un aire de
sorpresa permanente. Harry comprendió de inmediato por qué Neville había decidido pasar de largo de
aquel compartimento. La muchacha tenía un aire inconfundible de chiflada. Quizá contribuyera a ello
que se había colocado la varita mágica detrás de la oreja izquierda, o que llevaba un collar hecho con
corchos de cerveza de mantequilla, o que estaba leyendo una revista al revés. La chica miró primero a
Neville y luego a Harry, y a continuación asintió con la cabeza.
—Gracias —dijo Ginny, sonriente.
Harry y Neville pusieron los tres baúles y la jaula deHedwigen la rejilla portaequipajes y se sentaron.
Luna los observaba por encima del borde de su revista,El Quisquilloso,y parecía que no parpadeaba
tanto como el resto de los seres humanos. Miraba fijamente a Harry, que se había sentado enfrente de
ella y que ya empezaba a lamentarlo.
—¿Has pasado un buen verano, Luna? —le preguntó Ginny.
—Sí —respondió ella en tono soñador sin apartar los ojos de Harry—. Sí, me lo he pasado muy bien.
Tú eres Harry Potter —añadió.
—Sí, ya lo sé —repuso el chico.
Neville rió entre dientes y Luna dirigió sus claros ojos hacia él.
—Y tú no sé quién eres.
—No soy nadie —se apresuró a decir Neville.
—Claro que sí —intervino Ginny, tajante—. Neville Longbottom, Luna Lovegood. Luna va a mi curso,
pero es una Ravenclaw.
—«Una inteligencia sin límites es el mayor tesoro de los hombres» —recitó Luna con sonsonete.
Luego levantó su revista, que seguía sosteniendo del revés, lo bastante para ocultarse la cara y se quedó
callada. Harry y Neville se miraron arqueando las cejas y Ginny contuvo una risita.
El tren avanzaba traqueteando a través del campo. Hacía un día extraño, un tanto inestable; tan pronto
el sol inundaba el vagón como pasaban por debajo de unas amenazadoras nubes grises.
—¿Sabéis qué me regalaron por mi cumpleaños? —preguntó de repente Neville.
—¿Otra recordadora? —aventuró Harry acordándose de la bola de cristal que la abuela de Neville le
había enviado en un intento de mejorar la desastrosa memoria de su nieto.
—No. Aunque no me vendría mal una, porque perdí la vieja hace mucho tiempo… No, mirad…
Metió la mano con la que no sujetaba con firmeza a Trevor en su mochila y, tras hurgar un rato, sacó
una cosa que parecía un pequeño cactus gris en un tiesto, aunque estaba cubierto de forúnculos en lugar
de espinas.
—Una Mimbulus mimbletonia —dijo con orgullo, y Harry se quedó mirando aquella cosa que latía
débilmente y tenía el siniestro aspecto de un órgano enfermo—. Es muy, muy rara —afirmó Neville,
radiante—. No sé si hay alguna en el invernadero de Hogwarts. Me muero de ganas de enseñársela a la
profesora Sprout. Mi tío abuelo Algie me la trajo de Asiria. Voy a ver si puedo conseguir más
ejemplares a partir de éste.
Harry ya sabía que la asignatura favorita de Neville era la Herbología, pero por nada del mundo podía
entender que le interesara tanto aquella raquítica plantita.
—¿Hace… algo? —preguntó.
—¡Ya lo creo! ¡Un montón de cosas! —exclamó Neville con orgullo—. Tiene un mecanismo de
defensa asombroso. Mira, sujétame aTrevor…
Entonces puso el sapo en el regazo de Harry y sacó una pluma de su mochila. Los saltones ojos de
Luna Lovegood volvieron a asomar por el borde de su revista para ver qué hacía Neville. Éste, con la
lengua entre los dientes, colocó la Mimbulus mimbletoniaa la altura de sus ojos, eligió un punto y le
dio un pinchazo con la punta de su pluma.
Inmediatamente empezó a salir líquido por todos los forúnculos de la planta, unos chorros densos y
pegajosos de color verde oscuro. El líquido salpicó el techo y las ventanas y manchó la revista de Luna
Lovegood; Ginny, que se había tapado la cara con los brazos justo a tiempo, quedó como si llevara un
viscoso sombrero verde, y Harry, que tenía las manos ocupadas impidiendo que  Trevor escapara,
recibió un chorro en toda la cara. El líquido olía a estiércol seco.
Neville, que también se había manchado la cara y el pecho, sacudió la cabeza para quitarse el líquido
de los ojos.
—Lo…, lo siento —dijo entrecortadamente—. Todavía no lo había probado… No me imaginaba que
pudiera ser tan… Pero no os preocupéis, su jugo fétido no es venenoso —añadió, nervioso, al ver que
Harry escupía un trago en el suelo.
En ese preciso instante se abrió la puerta de su compartimento.
—¡Oh…, hola, Harry! —lo saludó una vocecilla—. Humm…, ¿te pillo en mal momento?
Harry limpió los cristales de sus gafas con la mano con la que no sujetaba a Trevor. Una chica muy
guapa, cuyo cabello era negro, largo y reluciente, estaba plantada en la puerta, sonriéndole. Era Cho
Chang, la buscadora del equipo dequidditchde Ravenclaw.
—¡Ah, hola…! —respondió Harry, desconcertado. —Humm… —dijo Cho—. Bueno… Sólo venía a
decirte hola… Hasta luego.
Y con las mejillas muy coloradas cerró la puerta y se marchó. Harry se recostó en el asiento y soltó un
gruñido. Le habría gustado que Cho lo encontrara sentado con un grupo de gente interesante, muerta de
risa por un chiste que él acababa de contar, y no con Neville y Lunática Lovegood, con un sapo en la
mano y chorreando jugo fétido.
—Bueno, no importa —dijo Ginny con optimismo—. Mirad, podemos librarnos de todo esto con
facilidad. —Sacó su varita y exclamó—:¡Fregotego!
Y el jugo fétido desapareció.
—Lo siento —volvió a decir Neville con un hilo de voz. Ron y Hermione no aparecieron hasta al cabo
de una hora, después de que pasase el carrito de la comida. Harry, Ginny y Neville se habían terminado
las empanadas de calabaza y estaban muy entretenidos intercambiando cromos de ranas de chocolate
cuando se abrió la puerta del compartimento y Ron y Hermione entraron acompañados de Crookshanks
yPigwidgeon, que ululaba estridentemente en su jaula.
—Estoy muerto de hambre —dijo Ron; dejó a Pigwidgeon junto a Hedwig, le quitó una rana de
chocolate de las manos a Harry y se sentó a su lado. Abrió el envoltorio, mordió la cabeza de la rana y
se recostó con los ojos cerrados, como si hubiera tenido una mañana agotadora.
—Hay dos prefectos de quinto en cada casa —explicó Hermione, que parecía muy contrariada, y se
sentó también—. Un chico y una chica.
—Y a ver si sabéis quién es uno de los prefectos de Slytherin —preguntó Ron, que todavía no había
abierto los ojos.
—Malfoy —contestó Harry al instante, convencido de que sus peores temores se confirmarían.
—Por supuesto —afirmó Ron con amargura; luego se metió el resto de la rana en la boca y cogió otra.
—Y Pansy Parkinson, esa pava —añadió Hermione con malicia—. No sé cómo la han nombrado
prefecta, si es más tonta que un trol con conmoción cerebral…
—¿Quiénes son los de Hufflepuff? —preguntó Harry.
—Ernie Macmillan y Hannah Abbott —contestó Ron.
—Y Anthony Goldstein y Padma Patil son los de Ravenclaw —añadió Hermione.
—Tú fuiste al baile de Navidad con Padma Patil —dijo una vocecilla.
Todos se volvieron para mirar a Luna Lovegood, que observaba sin pestañear a Ron por encima de El
Quisquilloso.El chico se tragó el trozo de rana que tenía en la boca.
—Sí, ya lo sé —afirmó un tanto sorprendido.
—Ella no se lo pasó muy bien —le informó Luna—. No está contenta con cómo la trataste, porque no
quisiste bailar con ella. A mí no me habría importado —añadió pensativa—. A mí no me gusta bailar —
aseguró, y luego volvió a esconderse detrás deEl Quisquilloso.
Ron se quedó mirando la portada durante unos segundos con la boca abierta y después miró a Ginny en
busca de algún tipo de explicación, pero su hermana se había metido los nudillos en la boca para no
reírse. Ron movió negativamente la cabeza, desconcertado, y luego miró la hora.
—Tenemos que patrullar por los pasillos de vez en cuando —les comentó a Harry y a Neville—, y
podemos castigar a los alumnos si se portan mal. Estoy deseando pillar a Crabbe y a Goyle haciendo
algo…
—¡No debes aprovecharte de tu cargo, Ron! —lo regañó Hermione.
—Sí, claro, como si Malfoy no pensara sacarle provecho al suyo —replicó éste con sarcasmo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Ponerte a su altura?
—No, sólo voy a asegurarme de pillar a sus amigos antes de que él pille a los míos.
—Ron, por favor…
—Obligaré a Goyle a copiar y copiar; eso le fastidiará mucho porque no soporta escribir —aseguró
Ron muy contento. Luego bajó la voz imitando los gruñidos de Goyle y, poniendo una mueca de
dolorosa concentración, hizo como si escribiera en el aire—: «No… debo… parecerme… al culo… de
un… babuino.»
Todos rieron, pero nadie más fuerte que Luna Lovegood, quien soltó una sonora carcajada que hizo que
Hedwig despertara  y  agitara  las  alas  con  indignación,  y  que  Crookshanks saltara  a  la  rejilla
portaequipajes bufando. Luna rió tan fuerte que la revista salió despedida de sus manos, resbaló por sus
piernas y fue a parar al suelo.
—¡Qué gracioso!
Sus saltones ojos se llenaron de lágrimas mientras intentaba recobrar el aliento, mirando fijamente a
Ron. Éste, perplejo, observó a los demás, que en ese momento se reían de la expresión del rostro de su
amigo  y  de  la  risa  ridículamente  prolongada  de  Luna  Lovegood,  que  se  mecía  adelante  y  atrás
sujetándose los costados.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo.
—¡El culo… de un… babuino! —exclamó ella con voz entrecortada sin soltarse las costillas.
Todos los demás observaban cómo reía Luna, pero Harry se fijó en la revista que había caído al suelo y
vio algo que lo hizo agacharse con rapidez y cogerla. Viéndola del revés no había identificado la
imagen de la portada, pero entonces Harry se dio cuenta de que era una caricatura bastante mala de
Cornelius Fudge; de hecho, Harry sólo lo reconoció por el bombín de color verde lima. Fudge tenía una
bolsa de oro en una mano, y con la otra estrangulaba a un duende. La caricatura llevaba esta leyenda:
«¿De qué será capaz Fudge para conseguir el control de Gringotts?»
Debajo había una lista de los títulos de otros artículos incluidos en la revista:
Corrupción en la liga dequidditch: los ilícitos métodos de los Tornados.
Los secretos de las runas antiguas, desvelados.
Sirius Black: ¿víctima o villano?
—¿Me dejas mirar un momento? —le preguntó Harry a Luna.
Ella, que seguía mirando a Ron y riendo a carcajadas, asintió con la cabeza.
Harry, por su parte, abrió la revista y buscó el índice. Hasta aquel momento se había olvidado por
completo de la revista que Kingsley había entregado al señor Weasley para que se la hiciera llegar a
Sirius, pero debía de ser el mismo número deEl Quisquilloso.
Encontró la página en el índice y la buscó.
Ese artículo también iba ilustrado con una caricatura bastante mala; seguramente, Harry no habría
sabido que pretendía representar a Sirius si no hubiera llevado una leyenda. Su padrino estaba de pie
sobre un montón de huesos humanos, con la varita en alto. El titular del artículo rezaba:
¿ES SIRIUS BLACK TAN MALO
COMO LO PINTAN?
¿Famoso autor de matanzas
o inocente cantante de éxito?
Harry tuvo que leer la segunda frase varias veces antes de convencerse de que no la había entendido
mal. ¿Desde cuándo era Sirius un cantante de éxito?
Durante catorce años, Sirius Black ha sido considerado culpable del asesinato de un mago y doce
muggles inocentes. La audaz fuga de Black de Azkaban, hace dos años, ha dado pie a la mayor
persecución organizada en toda la historia del Ministerio de Magia. Ninguno de nosotros ha puesto en
duda jamás que Black merece ser capturado de nuevo y entregado a losdementores.
PERO ¿LO MERECE EN REALIDAD?
Hace poco tiempo han salido a la luz nuevas y sorprendentes pruebas de que Sirius Black podría no
haber cometido los crímenes por los que lo enviaron a Azkaban. De hecho, Doris Purkiss, del número
18 de Acanthia Way, Little Norton, sostiene que Black ni siquiera podría haber estado presente en el
escenario de los crímenes.
«Lo que la gente no sabe es que Sirius Black es un nombre falso —afirma la señora Purkiss—. El
hombre al que todos creen conocer como Sirius Black es en realidad Stubby Boardman, cantante del
conocido grupo musical Los Trasgos, que se retiró de la vida pública hace casi quince años, tras recibir
el impacto de un nabo en una oreja durante un concierto celebrado en la iglesia de Little Norton. Lo
reconocí en cuanto vi su fotografía en el periódico. Pues bien, Stubby no pudo cometer esos crímenes
porque el día en cuestión estaba disfrutando de una romántica cena a la luz de las velas conmigo. He
escrito al ministro de Magia y espero que pronto presente sus disculpas a Stubby, alias Sirius.»
Harry terminó de leer el artículo y se quedó mirando la página, incrédulo. Quizá fuera un chiste, pensó,
quizá la revista incluyese bromas de ese tipo. Retrocedió unas cuantas páginas y encontró el artículo
sobre Fudge.
Cornelius Fudge, el ministro de Magia, ha negado que tuviera planes para hacerse con la dirección de
Gringotts, el banco mágico, cuando fue elegido ministro de Magia hace cinco años. Fudge siempre ha
insistido en que lo único que quiere es «cooperar pacíficamente» con los guardianes de nuestro oro.
PERO ¿ES ESO CIERTO?
Fuentes cercanas al ministro han revelado recientemente que la mayor ambición de Fudge es hacerse
con el control del oro de los duendes, y que no dudará en emplear la fuerza si es necesario.
«No sería la primera vez que sucede —dijo un empleado del Ministerio—. Cornelius Fudge,  el
Aplastaduendes,así es como lo llaman sus amigos. Si lo oyera usted hablar cuando cree que nadie lo
escucha… Oh, siempre está hablando de los duendes que se ha cargado: ha mandado que los ahoguen,
que los lancen desde lo alto de edificios, que los envenenen, que hagan pasteles con ellos…»
Harry no siguió leyendo. Fudge podía tener muchos defectos, pero le resultaba extremadamente difícil
imaginárselo ordenando que hicieran pasteles con duendes. Hojeó el resto de la revista y, deteniéndose
de vez en cuando, leyó otros artículos, como: la afirmación de que los Tutshill Tornados estaban
ganando la liga dequidditchmediante una combinación de chantaje, tortura y manipulación ilegal de
escobas; una entrevista con un brujo que aseguraba haber volado hasta la luna en una Barredora 6 y
había traído una bolsa llena de ranas lunares para demostrarlo, y un artículo sobre las runas antiguas
que al menos explicaba por qué Luna había estado leyendo El Quisquillosodel revés. Según la revista,
si ponías las runas cabeza abajo, éstas revelaban un hechizo para hacer que las orejas de tu enemigo se
convirtieran en naranjitas chinas. De hecho, comparada con el resto de los artículos de El Quisquilloso,
la insinuación de que Sirius podía ser en realidad el cantante de Los Trasgos parecía bastante sensata.
—¿Hay algo que valga la pena? —preguntó Ron cuando Harry cerró la revista.
—Pues claro que no —se adelantó Hermione en tono mordaz—.El Quisquillosoes pura basura, lo sabe
todo el mundo.
—Perdona —dijo Luna, cuya voz, de pronto, había perdido aquel tono soñador—. Mi padre es el
director.
—¡Oh…, yo…! —balbuceó Hermione, abochornada—. Bueno…, tiene cosas interesantes… Es muy…
—Dámela, por favor. Gracias —respondió Luna con frialdad, y luego se inclinó hacia delante y se la
quitó a Harry de las manos.
Pasó con rapidez las páginas hasta la número cincuenta y siete, volvió a ponerla del revés con decisión
y desapareció de nuevo tras ella justo cuando la puerta del compartimento se abría por tercera vez.
Harry se volvió; estaba esperando que sucediera, pero eso no significó que el hecho de ver a Draco
Malfoy sonriendo con suficiencia, flanqueado por Crabbe y Goyle, le resultara menos desagradable.
—¿Qué? —le espetó agresivamente antes de que Malfoy pudiera abrir la boca.
—Cuida tus modales, Potter, o tendré que castigarte —dijo Malfoy arrastrando las palabras; su lacio y
rubio cabello y su puntiaguda barbilla eran iguales que los de su padre—. Mira, a mí me han nombrado
prefecto y a ti no, lo cual significa que yo tengo el derecho de imponer castigos y tú no.
—Ya —replicó Harry—, pero tú eres un imbécil y yo no, así que lárgate de aquí y déjanos en paz.
Ron, Hermione, Ginny y Neville se pusieron a reír y Malfoy torció el gesto.
—Dime, Potter, ¿qué se siente siendo el mejor después de Weasley?
—Cállate, Malfoy —dijo Hermione con dureza.
—Veo que he puesto el dedo en la llaga —sentenció Malfoy sin dejar de sonreír—. Bueno, ándate con
mucho cuidado, Potter, porque voy a estar siguiéndote como un perro por si desobedeces en algo.
—¡Largo! —le ordenó Hermione poniéndose en pie. Malfoy soltó una risita, dirigió una última mirada
maliciosa a Harry y salió del compartimento seguido de Crabbe y Goyle. Hermione cerró de golpe la
puerta y se volvió para mirar a Harry, quien comprendió de inmediato que ella, igual que él, había
entendido lo que había querido decir Malfoy con aquellas palabras, y que la habían impresionado tanto
como a él.
—Pásame otra rana —dijo entonces Ron, que no se había enterado de nada.
Harry no podía hablar libremente delante de Neville y Luna, así que intercambió otra mirada nerviosa
con Hermione y luego se puso a mirar por la ventanilla.
Le había parecido divertido que Sirius los acompañara a la estación, pero de pronto lo asaltó la idea de
que había sido arriesgado, por no decir peligrosísimo… Hermione tenía razón… Sirius no debía
haberlos acompañado. ¿Y si el señor Malfoy había visto al perro negro y se lo había contado a Draco?
¿Y si había deducido que los Weasley, Lupin, Tonks y Moody sabían dónde estaba escondido Sirius?
¿O había sido una simple coincidencia que Malfoy utilizara la expresión «como un perro»?
El clima seguía sin definirse mientras el tren avanzaba hacia el norte. La lluvia salpicaba las ventanillas
con desgana, y de vez en cuando el sol hacía una débil aparición antes de que las nubes volvieran a
taparlo.  Cuando  oscureció  y  se  encendieron  las  luces  dentro  de  los  vagones,  Luna  enrolló  El
Quisquilloso,lo guardó con cuidado en su bolsa y se dedicó a observar a los que viajaban con ella en el
compartimento.
Harry iba sentado con la frente apoyada en la ventanilla intentando divisar la silueta de Hogwarts, pero
no había luna y el cristal estaba mojado y sucio.
—Será mejor que nos cambiemos —dijo Hermione al fin, y todos abrieron sus baúles con dificultad y
sacaron sus túnicas. Ron y Hermione engancharon sus insignias de prefectos en ellas y Harry vio que
Ron se miraba en el cristal de la oscura ventanilla.
Por fin el tren empezó a aminorar la marcha y oyeron el habitual alboroto por el pasillo, pues todos se
pusieron en pie para recoger su equipaje y a sus mascotas, listos para apearse. Como Ron y Hermione
tenían que supervisar que hubiera orden, volvieron a salir del compartimento encargando a Harry y a
los demás del cuidado deCrookshanksyPigwidgeon.
—Yo puedo llevar esa lechuza, si quieres —le dijo Luna a Harry señalando la jaula dePigwidgeon
mientras Neville se guardaba a Trevor con cuidado en un bolsillo interior.
—¡Ah, gracias! —contestó Harry, quien le pasó la jaula dePigwidgeony así pudo sujetar mejor la de
Hedwig.
Salieron del compartimento y notaron por primera vez el frío de la noche en la cara al reunirse con el
resto de los alumnos en el pasillo. Lentamente fueron avanzando hacia las puertas. Harry notó el olor
de los pinos que bordeaban el sendero, que descendía hasta el lago. Bajó al andén y miró a su alrededor
esperando oír el familiar grito de «¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí!».
Pero aquel grito no se oyó. Una voz de mujer muy diferente gritaba con un enérgico tono: «¡Los de
primero pónganse en fila aquí, por favor! ¡Todos los de primero conmigo!»
Un farol se acercaba oscilando hacia Harry, y su luz le permitió ver la prominente barbilla y el severo
corte de pelo de la profesora Grubbly-Plank, la bruja que el año anterior había sustituido durante un
tiempo a Hagrid como profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas.
—¿Dónde está Hagrid? —preguntó Harry en voz alta.
—No lo sé —contestó Ginny—, pero será mejor que nos apartemos, estamos impidiendo el paso.
—¡Ah, sí!
Harry y Ginny se separaron mientras recorrían el andén y entraban en la estación. Empujado por el
gentío, el muchacho escudriñaba la oscuridad tratando de distinguir a Hagrid; tenía que estar allí, Harry
lo había dado por hecho: volver a ver a Hagrid era una de las cosas que más ilusión le hacían. Pero no
había ni rastro de él.
«No puede haberse marchado —se dijo Harry mientras caminaba con el resto de los alumnos, despacio
y arrastrando los pies, y pasaba por una estrecha puerta que daba a la calle—. Debe de estar resfriado o
algo así.»
Miró alrededor buscando a Ron o a Hermione, pues quería saber qué opinaban ellos de la presencia de
la profesora Grubbly-Plank, pero ninguno de los dos estaba por allí cerca, así que se dejó arrastrar hacia
la oscura y mojada calle que discurría frente a la estación de Hogsmeade.
Allí esperaba el centenar de carruajes sin caballos que cada año llevaba a los alumnos que no eran de
primer curso hasta el castillo. Harry los miró brevemente, se dio la vuelta para buscar a Ron y a
Hermione, y luego volvió a mirar.
Los carruajes habían cambiado, pues entre las varas de los coches había unas criaturas de pie. Si
hubiera debido llamarlas de alguna forma, suponía que las habría llamado caballos, aunque tenían
cierto aire de reptil. No tenían ni pizca de carne, y el negro pelaje se pegaba al esqueleto, del que se
distinguía con claridad cada uno de los huesos. La cabeza parecía de dragón y tenían los ojos sin
pupila, blancos y fijos. De la cruz, la parte más alta del lomo de aquella especie de animales, les salían
alas, unas alas inmensas, negras y curtidas, que parecían de gigantescos murciélagos. Allí plantadas,
quietas y silenciosas en la oscuridad, las criaturas tenían un aire fantasmal y siniestro. Harry no
entendía por qué aquellos horribles caballos tiraban de los carruajes cuando éstos eran perfectamente
capaces de moverse solos.
—¿Dónde está Pig —preguntó la voz de Ron detrás de Harry.
—La llevaba esa chica, Luna —respondió éste volviéndose con rapidez, ansioso por preguntar a Ron
por Hagrid—. ¿Dónde crees que…?
—¿… está Hagrid? No lo sé —contestó su amigo, que se mostraba preocupado—. Espero que esté
bien…
Cerca de ellos, Draco Malfoy, seguido de un pequeño grupo de amigotes, entre ellos Crabbe, Goyle y
Pansy Parkinson, apartaba a unos alumnos de segundo de aspecto tímido para que él y sus colegas
pudieran tener un coche para ellos solos. Unos segundos más tarde, Hermione salió jadeando de entre
la multitud.
—Malfoy se ha portado fatal con un alumno de primero. Pienso informar de esto, sólo hace tres
minutos que se ha puesto la insignia y ya está utilizándola para intimidar a la gente… ¿Dónde está
Crookshanks?
—Lo tiene Ginny —respondió Harry—. Mira, allí está…
Ginny acababa de salir de la muchedumbre con el gato en los brazos.
—Gracias —dijo Hermione cogiendo a su mascota—. Vamos a ver si encontramos un coche antes de
que se llenen todos; así podremos ir juntos…
—¡Todavía no tengo a Pig! —exclamó entonces Ron, pero Hermione ya iba hacia el primer carruaje
libre que había visto. Harry se quedó atrás con su amigo.
—¿Qué crees que son esos bichos? —le preguntó señalando con la cabeza los horribles caballos,
mientras los otros alumnos pasaban a su lado.
—¿Qué bichos?
—Esos caballos…
En  ese  momento  apareció  Luna  con  la  jaula  de Pigwidgeon;  la  pequeña  lechuza  gorjeaba  muy
emocionada, como siempre.
—Toma —dijo Luna—. Es una lechuza encantadora, ¿no?
—Esto…, sí…, encantadora —balbuceó Ron con brusquedad—. Vamos, subamos al… ¿Qué estabas
diciéndome, Harry?
—Estaba preguntándote qué son esos caballos —repitió Harry mientras Ron, Luna y él se dirigían al
carruaje al que ya habían subido Hermione y Ginny.
—¿Qué caballos?
—¡Los caballos que tiran de los coches! —dijo Harry con impaciencia.
Estaban a menos de un metro de uno de ellos y el animal los miraba con sus ojos vacíos y blancos.
Ron, sin embargo, miró a Harry con perplejidad.
—¿De qué me hablas?
—Te hablo de… ¡Mira!
Harry agarró a Ron por un brazo y le dio la vuelta, colocándolo cara a cara con el caballo alado. Ron lo
miró fijamente un par de segundos y luego volvió a mirar a Harry.
—¿Qué se supone que estoy mirando?
—El… ¡Aquí, entre las varas! ¡Enganchado al coche! ¡Lo tienes delante de las narices!
Pero Ron seguía sin comprender ni una palabra, y entonces a Harry se le ocurrió algo muy extraño.
—¿No…, no los ves?
—¿Ver qué?
—¿No ves lo que tira de los carruajes?
En ese instante Ron parecía ya muy alarmado.
—¿Te encuentras bien, Harry?
—Sí, claro…
Harry estaba absolutamente perplejo. El caballo estaba allí mismo, delante de él, sólido y reluciente
bajo la débil luz que salía de las ventanas de la estación que tenían detrás, y le salía vaho por los
orificios de la nariz. Sin embargo, a menos que Ron estuviera gastándole una broma, y si así era no
tenía ninguna gracia, su amigo no los veía.
—¿Subimos o no? —preguntó éste, perplejo, mirando a Harry como si estuviera preocupado por él.
—Sí. Sí, subamos…
—No pasa nada —dijo entonces una voz soñadora detrás de Harry en cuanto Ron se perdió en el
oscuro interior del carruaje—. No te estás volviendo loco ni nada parecido. Yo también los veo.
—¿Ah, sí? —replicó Harry, desesperado, volviéndose hacia Luna y viendo reflejados en sus redondos y
plateados ojos los caballos con alas de murciélago.
—Sí, claro. Yo ya los vi el primer día que vine aquí —le explicó la chica—. Siempre han tirado de los
carruajes. No te preocupes, estás tan cuerdo como yo.
Luna esbozó una sonrisa y subió al mohoso carruaje detrás de Ron, y Harry la siguió sin estar muy
convencido.

11
La nueva canción del Sombrero Seleccionador

Harry no quería que los demás supieran que Luna y él tenían la misma alucinación, si eso es lo que era,
de modo que no volvió a mencionar los caballos; simplemente se sentó en el carruaje y cerró la
portezuela tras él. Con todo, no pudo evitar mirar las siluetas de los animales que se movían detrás de
la ventanilla.
—¿Habéis visto a Grubbly-Plank? —preguntó Ginny—. ¿Qué hace aquí? No se habrá marchado
Hagrid, ¿verdad?
—A mí no me importaría —dijo Luna—. No es muy buen profesor.
—¡Claro que lo es! —saltaron Harry, Ron y Ginny, enojados.
Harry lanzó una mirada fulminante a Hermione, que carraspeó y dijo:
—Sí, sí… Es muy bueno.
—Pues a los de Ravenclaw nos da mucha risa —comentó Luna sin inmutarse.
—Se ve que tenéis un sentido del humor muy raro —le espetó Ron mientras las ruedas del carruaje
empezaban a moverse.
A Luna no pareció afectarle la tosquedad de Ron; más bien al contrario: se quedó mirándolo un buen
rato como si fuera un programa de televisión poco interesante.
Los coches, traqueteando y balanceándose, avanzaban en caravana por el camino. Cuando pasaron
entre los dos altos pilares de piedra, adornados con sendos cerdos alados en la parte de arriba, que había
a ambos lados de la verja de los jardines del colegio, Harry se inclinó hacia delante para ver si había luz
en la cabaña de Hagrid, junto al Bosque Prohibido, pero los jardines estaban completamente a oscuras.
El castillo de Hogwarts, sin embargo, se erguía ante ellos: un imponente conjunto de torrecillas, negro 
como el azabache contra el oscuro cielo, con alguna que otra ventana muy iluminada en la parte
superior.
Los carruajes se detuvieron con un tintineo cerca de los escalones de piedra que conducían a las puertas
de roble, y Harry fue el primero en apearse. Se dio la vuelta una vez más para comprobar si había
alguna ventana iluminada cerca del bosque, pero no distinguió señales de vida en la cabaña de Hagrid.
Luego volvió a mirar de mala gana, porque todavía albergaba esperanzas de que hubieran desaparecido,
a aquellas esqueléticas criaturas que conducían los carruajes, y vio que se habían quedado quietas y
silenciosas en la fría noche, y que sus blancos e inexpresivos ojos relucían.
Harry ya había tenido en otra ocasión la experiencia de percibir algo que Ron no podía ver, pero se
había tratado de un reflejo en un espejo, algo mucho más incorpóreo que un centenar de sólidos
animales lo bastante fuertes para tirar de una flota de carruajes. Si Luna no mentía, aquellas bestias
siempre habían estado allí, aunque él nunca las había visto. Entonces ¿por qué podía percibirlas en ese
momento, y su amigo no?
—¿Vienes o qué? —le preguntó Ron.
—¡Ah, sí! —respondió Harry rápidamente, y se unieron a la muchedumbre que corría escalones arriba
y entraba en el castillo.
El vestíbulo resplandecía con la luz de las antorchas, y en él resonaban los pasos de los alumnos que
caminaban por el suelo de losas de piedra hacia las puertas que había a la derecha, las cuales conducían
al Gran Comedor donde iba a celebrarse el banquete de bienvenida.
Los alumnos fueron sentándose a las cuatro largas mesas del Gran Comedor, que pertenecían a cada
una de las casas del colegio, bajo un techo negro sin estrellas, idéntico al cielo que podía verse a través
de las altas ventanas. Las velas que flotaban en el aire, sobre las mesas, iluminaban a los plateados
fantasmas que había desperdigados por el comedor, así como los rostros de los alumnos, que hablaban
con entusiasmo intercambiando noticias del verano, saludando a gritos a los amigos de otras casas y
examinándose los recientes cortes de pelo y las nuevas túnicas. Una vez más, Harry se fijó en que la
gente inclinaba la cabeza para cuchichear entre sí cuando él pasaba a su lado; apretó los dientes e
intentó hacer como que no lo había notado o que no le importaba.
Luna se separó de ellos al llegar a la mesa de Ravenclaw. En cuanto los demás llegaron a la de
Gryffindor, a Ginny la llamaron unos compañeros de cuarto y fue a sentarse con ellos; Harry, Ron,
Hermione y Neville encontraron cuatro asientos libres hacia la mitad de la mesa, entre Nick Casi
Decapitado, el fantasma de la casa de Gryffindor, y Parvati Patil y Lavender Brown; éstas saludaron a
Harry con tanta despreocupación y efusividad que el chico no tuvo ninguna duda de que habían dejado
de hablar de él un segundo antes. Pero Harry tenía cosas más importantes en que pensar: miraba por
encima de las cabezas de los alumnos hacia la mesa de los profesores, que discurría a lo largo de la
pared del fondo del comedor.
—Ahí tampoco está.
Ron y Hermione recorrieron también la mesa con la mirada, aunque en realidad no hacía falta: por su
estatura, Hagrid destacaba enseguida en cualquier lugar.
—No puede haberse marchado —comentó Ron, que parecía un tanto angustiado.
—Claro que no —dijo Harry firmemente.
—No le habrá… pasado nada, ¿verdad? —sugirió Hermione con inquietud.
—No —respondió Harry de inmediato.
—Pero ¿entonces dónde está?
Se produjo una pausa, y luego Harry dijo en voz baja para que no lo oyeran Neville, Parvati y
Lavender:
—A lo mejor todavía no ha vuelto. Ya sabéis…, de su misión, de eso que ha estado haciendo este
verano para Dumbledore.
—Sí… Sí, debe de ser eso —coincidió Ron, más tranquilo; pero Hermione se mordió el labio inferior y
siguió recorriendo la mesa de los profesores con la mirada, como si allí fuera a encontrar alguna
explicación convincente a la ausencia de Hagrid.
—¿Quién es ésa? —preguntó de pronto, señalando hacia la mitad de la mesa.
Harry miró hacia donde indicaba su amiga. Primero se detuvo en la figura del profesor Dumbledore,
que estaba sentado en el centro en su silla de oro de alto respaldo, con una túnica de color morado
oscuro salpicada de estrellas plateadas y un sombrero a juego. Dumbledore tenía la cabeza inclinada
hacia la mujer que estaba sentada a su lado, que le decía algo al oído. Harry pensó que esa mujer
parecía una tía solterona: era rechoncha y bajita, y tenía el cabello pardusco, corto y rizado. Se había
puesto una espantosa diadema de color rosa que hacía juego con la esponjosa chaqueta de punto del
mismo tono que llevaba sobre la túnica. Entonces la mujer giró un poco la cabeza para beber un sorbo
de su copa, y Harry vio, con gran sorpresa, un pálido rostro que recordaba al de un sapo y dos ojos
saltones y con bolsas.
—¡Es Umbridge!
—¿Quién?
—¡Estaba en la vista! ¡Trabaja para Fudge!
—Bonita chaqueta —comentó Ron con una sonrisa irónica.
—¡Trabaja para Fudge! —repitió Hermione frunciendo el entrecejo—. Entonces ¿qué demonios hace
aquí?
—No lo sé…
Hermione volvió a recorrer la mesa de los profesores con los ojos entornados.
—No —murmuró—, no, seguro que no…
Harry no entendió a qué se refería, pero no se lo preguntó, pues en ese instante acaparaba su atención la
profesora Grubbly-Plank, que acababa de aparecer detrás de la mesa de los profesores; fue hasta el
extremo de la mesa y se sentó en el lugar que debería haber ocupado Hagrid. Eso significaba que los de
primer año ya habían cruzado el lago y habían llegado al castillo; y en efecto, unos segundos más tarde
se abrieron las puertas del Gran Comedor. Por ellas entró una larga fila de alumnos de primero, con
pinta de asustados, guiados por la profesora McGonagall, que llevaba en las manos un taburete sobre el
que reposaba un viejo sombrero de mago, muy remendado y zurcido, con una ancha rasgadura cerca
del raído borde.
Los murmullos que llenaban el Gran Comedor fueron apagándose. Los de primer año se pusieron en
fila delante de la mesa de los profesores, de cara al resto de los alumnos, y la profesora McGonagall
dejó con cuidado el taburete delante de ellos y luego se apartó.
Los rostros de los de primero relucían débilmente a la luz de las velas. Había un muchacho hacia la
mitad de la fila que temblaba. Durante un momento Harry recordó lo aterrado que él estaba el día que
tuvo que esperar allí de pie a que le tocara el turno de someterse al examen que decidiría a qué casa
pertenecería.
El colegio entero permanecía expectante, conteniendo la respiración. Entonces la rasgadura que el
sombrero tenía cerca del borde se abrió, como si fuera una boca, y el Sombrero Seleccionador se puso a
cantar:
Cuando  Hogwarts  comenzaba  su  andadura
y  yo  no  tenía  ni  una  sola  arruga,
los  fundadores  del  colegio  creían
que  jamás  se  separarían.
Todos  tenían  el  mismo  objetivo,
un  solo  deseo  compartían:
crear  el  mejor  colegio  mágico  del  mundo
y  transmitir  su  saber  a  sus  alumnos.
«¡Juntos  lo  levantaremos  y  allí  enseñaremos!»,
decidieron  los  cuatro  amigos
sin  pensar  que  su  unión  pudiera  fracasar.
Porque  ¿dónde  podía  encontrarse
a  dos  amigos  como  Slytherin  y  Gryffindor?
Sólo  otra  pareja,  Hufflepuff  y  Ravenclaw,
a  ellos  podía  compararse.
¿Cómo  fue  que  todo  acabó  mal?
¿Cómo  pudieron  arruinarse
tan  buenas  amistades  ?
Veréis,  yo  estaba  allí  y  puedo  contaros
toda  la  triste  y  lamentable  historia.
Dijo  Slytherin:  «Sólo  enseñaremos  a  aquellos
que  tengan  pura  ascendencia.»
Dijo  Ravenclaw:  «Sólo  enseñaremos  a  aquellos
de  probada  inteligencia.»
Dijo  Gryffindor:  «Sólo  enseñaremos  a  aquellos
que  hayan  logrado  hazañas.»
Dijo  Hufflepuff:  «Yo  les  enseñaré  a  todos,
y  trataré  a  todos  por  igual.»
Cada  uno  de  los  cuatro  fundadores
acogía  en  su  casa  a  los  que  quería.
Slytherin  sólo  aceptaba
a  los  magos  de  sangre  limpia
y  gran  astucia,  como  él,
mientras  que  Ravenclaw  sólo  enseñaba
a  los  de  mente  muy  despierta.
Los  más  valientes  y  audaces
tenían  como  maestro  al  temerario  Gryffindor.
La  buena  de  Hufflepuff  se  quedó  con  el  resto
y  todo  su  saber  les  transmitía.
De  este  modo  las  casas  y  sus  fundadores
mantuvieron  su  firme  y  sincera  amistad.
Y  Hogwarts  funcionó  en  armonía
durante  largos  años  de  felicidad,
hasta  que  surgió  entre  nosotros  la  discordia,
que  de  nuestros  miedos  y  errores  se  nutría.
Las  casas  que,  como  cuatro  pilares,
habían  sostenido  nuestra  escuela
se  pelearon  entre  ellas
y,  divididas,  todas  querían  dominar.
Entonces  parecía  que  el  colegio
mucho  no  podría  aguantar,
pues  siempre  había  duelos
y  peleas  entre  amigos.
Hasta  que  por  fin  una  mañana
el  viejo  Slytherin  partió,
y  aunque  las  peleas  cesaron,
el  colegio  muy  triste  se  quedó.
Y  nunca  desde  que  los  cuatro  fundadores
quedaron  reducidos  a  tres
volvieron  a  estar  unidas  las  casas
como  pensaban  estarlo  siempre.
Y  todos  los  años  el  Sombrero  Seleccionador  se  presenta,
y  todos  sabéis  para  qué:
yo  os  pongo  a  cada  uno  en  una  casa
porque  ésa  es  mi  misión,
pero  este  año  iré  más  lejos,
escuchad  atentamente  mi  canción:
aunque  estoy  condenado  a  separaros
creo  que  con  eso  cometemos  un  error.
Aunque  debo  cumplir  mi  deber
y  cada  año  tengo  que  dividiros,
sigo  pensando  que  así  no  lograremos
eliminar  el  miedo  que  tenemos.
Yo  conozco  los  peligros,  leo  las  señales,
las  lecciones  que  la  historia  nos  enseña,
y  os  digo  que  nuestro  Hogwarts  está  amenazado
por  malignas  fuerzas  externas,
y  que  si  unidos  no  permanecemos
por  dentro  nos  desmoronaremos.
Ya  os  lo  he  dicho,  ya  estáis  prevenidos.
Que comience la Selección.
El sombrero se quedó quieto y su discurso fue recibido con un fuerte aplauso, aunque por primera vez,
según recordaba Harry, se escucharon al mismo tiempo murmullos y susurros. Por todo el Gran
Comedor los alumnos intercambiaban comentarios con sus vecinos, y Harry, mientras aplaudía como
los demás, sabía con exactitud de qué hablaban.
—Este año se ha ido un poco por las ramas, ¿no? —comentó Ron arqueando las cejas.
—Pero tiene mucha razón —repuso Harry.
El Sombrero Seleccionador solía limitarse a describir las diferentes cualidades que buscaba cada una de
las casas de Hogwarts y su forma de seleccionar a los alumnos. Harry no recordaba que el Sombrero
Seleccionador hubiera dado consejos al colegio.
—Me pregunto si habrá hecho advertencias como ésta alguna otra vez —dijo Hermione con ansiedad.
—Sí, ya lo creo —afirmó Nick Casi Decapitado dándoselas de entendido e inclinándose hacia ella a
través de Neville (quien hizo una mueca, pues era muy desagradable tener a un fantasma atravesando tu
cuerpo)—. El sombrero se cree obligado a prevenir al colegio siempre que…
Pero la profesora McGonagall, que esperaba para empezar a leer la lista de alumnos de primer año,
miraba a los ruidosos muchachos con aquellos ojos que abrasaban. Nick Casi Decapitado se llevó un
transparente dedo a los labios y se sentó remilgadamente tieso, y los murmullos cesaron de inmediato.
La profesora McGonagall, tras recorrer por última vez las cuatro mesas con el entrecejo fruncido, bajó
la vista hacia el largo trozo de pergamino que tenía entre las manos y pronunció el primer nombre:
—Abercrombie, Euan.
El muchacho muerto de miedo en el que Harry se había fijado antes se adelantó dando trompicones y se
puso el sombrero en la cabeza; sus grandes orejas impidieron que éste se le cayera hasta los hombros.
El sombrero caviló unos instantes, y luego la rasgadura que tenía cerca del borde volvió a abrirse y
gritó:
—¡Gryffindor!
Harry aplaudió con el resto de los de su casa mientras Euan Abercrombie iba tambaleándose hasta su
mesa y se sentaba; parecía que estaba deseando que se lo tragara la tierra para que nadie volviera a
mirarlo jamás.
Poco a poco, la larga fila de alumnos de primero fue disminuyendo. En las pausas que había entre la
lectura de los nombres y la decisión del Sombrero Seleccionador, Harry oía cómo a Ron le sonaban las
tripas. Finalmente seleccionaron a «Zeller, Rose» para Hufflepuff, y la profesora McGonagall recogió
el sombrero y el taburete y se los llevó mientras el profesor Dumbledore se ponía en pie.
Pese a los amargos sentimientos que Harry había experimentado últimamente hacia su director, en ese
momento lo tranquilizó ver a Dumbledore de pie ante los alumnos. Entre la ausencia de Hagrid y la
presencia de los caballos con pinta de dragón, tenía la sensación de que su regreso a Hogwarts, tan
esperado, estaba lleno de inesperadas sorpresas, como notas discordantes en una canción conocida. Sin
embargo, la ceremonia era, al menos en aquel instante, como se suponía que debía ser: el director del
colegio se levantaba para saludarlos a todos antes del banquete de bienvenida.
—A los nuevos —dijo Dumbledore con voz sonora, los brazos abiertos y extendidos y una radiante
sonrisa en los labios— os digo: ¡bienvenidos! Y a los que no sois nuevos os repito: ¡bienvenidos otra
vez! En toda reunión hay un momento adecuado para los discursos, y como éste no lo es, ¡al ataque!
Las palabras de Dumbledore fueron recibidas con risas y aplausos, y el director se sentó con sumo
cuidado y se echó la larga barba sobre un hombro para que no se le metiera en el plato, pues la comida
había aparecido por arte de magia, y las cinco largas mesas estaban llenas a rebosar de trozos de carne
asada, pasteles y bandejas de verduras, pan, salsas y jarras de zumo de calabaza.
—Excelente —dijo Ron con un gemido de placer; luego agarró la bandeja de chuletas que tenía más
cerca y empezó a amontonarlas en su plato bajo la nostálgica mirada de Nick Casi Decapitado.
—¿Qué decía usted antes de que se iniciara la Ceremonia de Selección? —le preguntó Hermione al
fantasma—. Eso de que el sombrero podía lanzar advertencias.
—¡Ah, sí! —contestó Nick, contento de tener un motivo para apartar la mirada del plato de Ron, quien
estaba comiendo patatas asadas con un entusiasmo casi indecente—. Sí, he oído al sombrero lanzar
advertencias otras veces, siempre que ha detectado momentos de grave peligro para el colegio. Y, por
supuesto, el consejo siempre ha sido el mismo: permaneced unidos, fortaleceos por dentro.
—¿Cóbo va a fabeb um fombebo fi el cobefio ftá em belifro? —preguntó Ron.
Tenía la boca tan llena que Harry creyó que era todo un logro que hubiera conseguido articular algún
sonido.
—¿Cómo decís? —preguntó con mucha educación Nick Casi Decapitado mientras Hermione hacía una
mueca de asco. Ron tragó como pudo y repitió:
—¿Cómo va a saber un sombrero si el colegio está en peligro?
—No tengo ni idea —respondió el fantasma—. Bueno, vive en el despacho de Dumbledore, así que
supongo que allí se entera de cosas.
—¿Y pretende que todas las casas sean amigas? —inquirió Harry echando un vistazo a la mesa de
Slytherin, donde estaba Draco Malfoy rodeado de admiradores—. Pues lo tiene claro.
—Mirad, no deberíais adoptar esa actitud —les aconsejó Nick en tono reprobatorio—. Cooperación
pacífica, ésa es la clave. Nosotros, los fantasmas, pese a pertenecer a diferentes casas, mantenemos
vínculos de amistad. Aunque haya competitividad entre Gryffindor y Slytherin, a mí ni se me ocurriría
provocar una discusión con el Barón Sanguinario.
—Ya, pero eso es porque le tiene usted miedo —aseguró Ron.
Nick Casi Decapitado se ofendió mucho.
—¿Miedo? ¡Creo poder afirmar que yo, sir Nicholas de Mimsy-Porpington, nunca jamás he pecado de
cobarde! La noble sangre que corre por mis venas…
—¿Qué sangre? —lo interrumpió Ron—. Pero si usted ya no tiene…
—¡Es una forma de hablar! —exclamó Nick Casi Decapitado, tan enojado que empezó a temblarle
aparatosamente la cabeza sobre el cuello medio rebanado—. ¡Espero tener todavía libertad para utilizar 
las palabras que se me antojen, dado que los placeres de la comida y de la bebida me han sido negados!
Pero ¡ya estoy acostumbrado a que los alumnos se rían de mi muerte, os lo aseguro!
—¡Ron no se estaba riendo de usted, Nick! —terció Hermione fulminando a su amigo con la mirada.
Por desgracia, éste volvía a tener la boca a punto de explotar, y lo único que consiguió decir fue:
«Nunfa me gío fon ga boga gena», algo que Nick no consideró una disculpa adecuada. Se elevó, se
colocó bien el sombrero con plumas y se fue hacia el otro extremo de la mesa, donde se sentó entre los
hermanos Creevey, Colin y Dennis.
—Felicidades, Ron —le soltó Hermione.
—¿Qué pasa? —protestó él, indignado; al fin había conseguido tragar la comida que tenía en la boca—.
¿No puedo hacer una sencilla pregunta?
—Olvídalo  —dijo  Hermione  con  fastidio,  y  ambos  estuvieron  el  resto  de  la  cena  callados  y
enfurruñados.
Harry estaba tan acostumbrado a sus discusiones que no se molestó en intentar reconciliarlos; le
pareció que empleaba mucho mejor su tiempo comiéndose el pastel de filete y riñones, y luego una
gran ración de su tarta de melaza favorita.
Cuando todos los alumnos terminaron de comer y el nivel de ruido del Gran Comedor empezó a subir
de nuevo, Dumbledore se puso una vez más en pie. Las conversaciones se interrumpieron al instante y
todos  giraron  la  cabeza  para  mirar  al  director.  En  ese  momento  Harry  estaba  maravillosamente
amodorrado. Su cama de cuatro columnas lo esperaba arriba, blanda y calentita…
—Bueno, ahora que estamos digiriendo otro magnífico banquete, os pido un instante de atención para
los habituales avisos de principio de curso —anunció Dumbledore—. Los de primer año deben saber
que los alumnos tienen prohibido entrar en los bosques de los terrenos del castillo, y algunos de
nuestros antiguos alumnos también deberían recordarlo. —Harry, Ron y Hermione se miraron y rieron
por lo bajo—. El señor Filch, el conserje, me ha pedido, y según dice ya van cuatrocientas sesenta y
dos veces, que os recuerde a todos que no está permitido hacer magia en los pasillos entre clase y clase,
así como unas cuantas cosas más que podéis revisar en la larga lista que hay colgada en la puerta de su
despacho.
»Este año hay dos cambios en el profesorado. Estamos muy contentos de dar la bienvenida a la
profesora Grubbly-Plank, que se encargará de las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas; también nos
complace enormemente presentaros a la profesora Umbridge, la nueva responsable de Defensa Contra
las Artes Oscuras.
Hubo un educado pero no muy entusiasta aplauso, durante el cual Harry, Ron y Hermione se miraron
un tanto angustiados; Dumbledore no había especificado durante cuánto tiempo iba a dar clase la
profesora Grubbly-Plank.
Después el director siguió diciendo:
—Las pruebas para los equipos dequidditchde cada casa tendrán lugar en…
Se interrumpió e interrogó con la mirada a la profesora Umbridge. Como no era mucho más alta de pie
que sentada, se produjo un momento de confusión ya que nadie entendía por qué Dumbledore había
dejado de hablar; pero entonces la profesora Umbridge se aclaró la garganta, «Ejem, ejem», y los
alumnos se dieron cuenta de que se había levantado y de que pretendía pronunciar un discurso.
Dumbledore sólo vaciló unos segundos; luego se sentó con elegancia y miró con interés a la profesora
Umbridge, como si lo que más deseara fuera oírla hablar. Otros miembros del profesorado no fueron
tan hábiles disimulando su sorpresa. Las cejas de la profesora Sprout habían subido hasta la raíz de su
airosa melena, y la profesora McGonagall tenía la boca más delgada que nunca. Era la primera vez que
un profesor nuevo interrumpía a Dumbledore. Muchos alumnos sonrieron; era evidente que aquella
mujer no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas en Hogwarts.
—Gracias, señor director —empezó la profesora Umbridge con una sonrisa tonta—, por esas amables
palabras de bienvenida.
Tenía una voz muy chillona y entrecortada, de niña pequeña, y una vez más Harry sintió hacia ella una
aversión que no podía explicarse; lo único que sabía era que todo en ella le resultaba repugnante, desde
su estúpida voz hasta su esponjosa chaqueta de punto de color rosa. La profesora Umbridge volvió a
carraspear («Ejem, ejem») y continuó su discurso.
—¡Bueno,  en  primer  lugar  quiero  decir  que  me  alegro  de  haber  vuelto  a  Hogwarts!  —Sonrió,
enseñando unos dientes muy puntiagudos—. ¡Y de ver tantas caritas felices que me miran!
Harry echó un vistazo a su alrededor. Ninguna de las caras que vio tenía el aspecto de sentirse feliz.
Más bien al contrario, todas parecían muy sorprendidas de que se dirigieran a ellas como si tuvieran
cinco años.
—¡Estoy impaciente por conoceros a todos y estoy segura de que seremos muy buenos amigos!
Al oír aquello, los alumnos se miraron unos a otros; algunos ya no podían contener una sonrisa burlona.
—Estoy dispuesta a ser amiga suya mientras no tenga que ponerme nunca esa chaqueta —le susurró
Parvati a Lavender, y ambas rieron por lo bajo.
La profesora Umbridge se aclaró la garganta una vez más («Ejem, ejem»), pero cuando habló de nuevo
su voz ya no sonaba tan entrecortada como antes. Sonaba mucho más seria, y ahora sus palabras tenían
un tono monótono, como si se las hubiera aprendido de memoria.
—El Ministerio de Magia siempre ha considerado de vital importancia la educación de los jóvenes
magos y de las jóvenes brujas. Los excepcionales dones con los que nacisteis podrían quedar reducidos
a  nada  si  no  se  cultivaran  y  desarrollaran  mediante  una  cuidadosa  instrucción.  Las  ancestrales
habilidades de la comunidad mágica deben ser transmitidas de generación en generación para que no se
pierdan para siempre. El tesoro escondido del saber mágico acumulado por nuestros antepasados debe
ser conservado, reabastecido y pulido por aquellos que han sido llamados a la noble profesión de la
docencia.
Al llegar a ese punto la profesora Umbridge hizo una pausa y saludó con una pequeña inclinación de
cabeza al resto de los profesores, pero ninguno le devolvió el saludo. Las oscuras cejas de la profesora
McGonagall se habían contraído hasta tal punto que parecía un halcón, y a Harry no se le escapó la
mirada de complicidad que intercambió con la profesora Sprout, mientras Umbridge carraspeaba otra
vez y seguía con su perorata.
—Cada nuevo director o directora de Hogwarts ha aportado algo a la gran tarea de gobernar este
histórico colegio, y así es como debe ser, pues si no hubiera progreso se llegaría al estancamiento y a la
desintegración. Sin embargo, hay que poner freno al progreso por el progreso, pues muchas veces
nuestras probadas tradiciones no aceptan retoques. Un equilibrio, por lo tanto, entre lo viejo y lo nuevo,
entre la permanencia y el cambio, entre la tradición y la innovación…
Harry notó que su concentración disminuía, como si su cerebro se conectara y se desconectara. El
silencio que siempre se apoderaba del Gran Comedor cuando hablaba Dumbledore estaba rompiéndose,
pues los alumnos se acercaban unos a otros y juntaban las cabezas para cuchichear y reírse. En la mesa
de Ravenclaw, Cho Chang charlaba la mar de animada con sus amigas. Unos cuantos asientos más allá,
Luna  Lovegood  había  sacado El  Quisquilloso. Mientras  tanto,  en  la  mesa  de  Hufflepuff,  Ernie
Macmillan era uno de los pocos que seguían mirando fijamente a la profesora Umbridge, pero tenía los
ojos vidriosos y Harry estaba seguro de que sólo fingía escuchar en un intento de hacer honor a la
nueva insignia de prefecto que relucía en su pecho.
La profesora Umbridge no pareció reparar en la inquietud de su público. Harry tenía la impresión de
que si se hubiera desatado una revuelta delante de sus narices, ella habría continuado, impasible, con su
discurso. Los profesores, a pesar de todo, seguían escuchando con atención, y Hermione parecía
pendiente de cada una de las palabras que pronunciaba, aunque, a juzgar por su expresión, no eran de
su agrado.
—… porque algunos cambios serán para mejor, y otros, con el tiempo, se demostrará que fueron
errores de juicio. Entre tanto se conservarán algunas viejas costumbres, y estará bien que así se haga,
mientras que otras, desfasadas y anticuadas, deberán ser abandonadas. Sigamos adelante, así pues,
hacia una nueva era de apertura, eficacia y responsabilidad, decididos a conservar lo que haya que
conservar, perfeccionar lo que haya que perfeccionar y recortar las prácticas que creamos que han de
ser prohibidas.
Y tras pronunciar esa última frase la mujer se sentó. Dumbledore aplaudió y los profesores lo imitaron,
aunque Harry se fijó en que varios de ellos sólo juntaban las manos una o dos veces y luego paraban.
Unos cuantos alumnos aplaudieron también, pero el final del discurso, del que en realidad sólo habían
escuchado unas palabras, pilló desprevenidos a casi todos, y antes de que pudieran empezar a aplaudir
como es debido, Dumbledore ya había dejado de hacerlo.
—Muchas gracias, profesora Umbridge, ha sido un discurso sumamente esclarecedor —dijo con una
inclinación de cabeza—. Y ahora, como iba diciendo, las pruebas dequidditchse celebrarán…
—Sí, sí que ha sido esclarecedor —comentó Hermione en voz baja.
—No me irás a decir que te ha gustado —repuso Ron mirándola con ojos vidriosos—. Ha sido el
discurso más aburrido que he oído jamás, y eso que he crecido con Percy.
—He dicho que ha sido esclarecedor, no que me haya gustado —puntualizó Hermione—. Ha explicado
muchas cosas.
—¿Ah, sí? —dijo Harry con sorpresa—. A mí me ha parecido que tenía mucha paja.
—Había cosas importantes escondidas entre la paja —replicó Hermione con gravedad.
—¿En serio? —se extrañó Ron, que no comprendía nada.
—Como, por ejemplo, «hay que poner freno al progreso por el progreso». O «recortar las prácticas que
creamos que han de ser prohibidas».
—¿Y eso qué significa? —preguntó Ron, impaciente.
—Te voy a decir lo que significa —respondió Hermione con tono amenazador—. Significa que el
Ministerio está inmiscuyéndose en Hogwarts.
De  pronto  se  produjo  un  gran  estrépito  a  su  alrededor;  era  evidente  que  Dumbledore  los  había
despedido a todos, porque los alumnos se habían puesto en pie y se disponían a salir del Gran Comedor.
Hermione se levantó muy atolondrada.
—¡Ron, tenemos que enseñar a los de primero adónde deben ir!
—¡Ah, sí! —exclamó Ron, que lo había olvidado—. ¡Eh, eh, vosotros! ¡Enanos!
—¡Ron!
—Es que lo son, míralos… Son pequeñísimos.
—¡Ya lo sé, pero no puedes llamarlos enanos! ¡Los de primer año! —llamó Hermione con tono
autoritario a los nuevos alumnos de su mesa—. ¡Por aquí, por favor!
Un grupo de alumnos desfiló con timidez por el espacio que había entre la mesa de Gryffindor y la de
Hufflepuff; todos ponían mucho empeño en no colocarse a la cabeza del grupo. Realmente parecían
muy pequeños; Harry estaba seguro de que él no lo parecía tanto cuando llegó por primera vez a
Hogwarts. Les sonrió, y un muchacho rubio que estaba junto a Euan Abercrombie se quedó petrificado,
le dio un codazo y le susurró algo al oído. Euan puso la misma cara de susto y miró de reojo a Harry,
quien notó que su sonrisa resbalaba por su cara como una mancha de jugo fétido.
—Hasta luego —les dijo tristemente a Ron y a Hermione, y salió solo del Gran Comedor haciendo todo
lo posible por ignorar los susurros, las miradas y los dedos que lo señalaban al pasar.
Mantuvo la mirada al frente mientras se abría paso entre la multitud que llenaba el vestíbulo, subió a
toda prisa la escalera de mármol, tomó un par de atajos y no tardó en dejar atrás al resto de los
alumnos.
Qué estupidez no haber imaginado que ocurriría algo así, pensó, furioso, mientras recorría los pasillos
de los pisos superiores, que estaban casi vacíos. Claro que todo el mundo lo miraba; dos meses antes
había salido del laberinto del Torneo de los tres magos con el cadáver de un compañero en los brazos y
asegurando haber visto cómo lord Voldemort volvía al poder. Al finalizar el curso anterior no había
tenido tiempo para dar explicaciones antes de que todos volvieran a sus casas (en caso de que hubiera
querido dar al colegio un informe detallado de los terribles sucesos ocurridos en el cementerio).
Harry había llegado al final del pasillo que conducía a la sala común de Gryffindor y se había parado
frente al retrato de la Señora Gorda cuando se dio cuenta de que no sabía la nueva contraseña.
—Esto… —comenzó a decir con desánimo, mirando fijamente a la Señora Gorda, que se alisó los
pliegues del vestido de raso de color rosa y le devolvió una severa mirada.
—Si no me dices la contraseña, no entras —dijo con altanería.
—¡Yo la sé, Harry! —exclamó alguien que llegaba jadeando; Harry se dio la vuelta y vio que Neville
corría hacia él—. ¿Sabes qué es? Por una vez no se me va a olvidar… —afirmó agitando el raquítico
cactus que le había enseñado en el tren—.¡Mimbulus mimbletonia!
—Correcto —dijo la Señora Gorda, y su retrato se abrió hacia ellos, como si fuera una puerta, y en la
pared dejó a la vista un agujero redondo por el que entraron Harry y Neville.
La sala común de Gryffindor, una agradable habitación circular llena de destartaladas y blandas butacas
y  viejas  y  desvencijadas  mesas,  parecía  más  acogedora  que  nunca.  Un  fuego  chisporroteaba
alegremente en la chimenea y había varios alumnos calentándose las manos frente a él antes de subir a
sus dormitorios; al otro lado de la estancia Fred y George Weasley estaban colgando algo en el tablón
de anuncios. Harry les dijo adiós con la mano y fue directo hacia la puerta del dormitorio de los chicos;
en ese momento no estaba de humor para charlar. Neville lo siguió.
Dean Thomas y Seamus Finnigan ya habían llegado al dormitorio y habían empezado a cubrir las
paredes que había junto a sus camas con pósters y fotografías. Cuando Harry abrió la puerta estaban
hablando, pero se interrumpieron en cuanto lo vieron. El chico se preguntó si estarían hablando de él, y
luego se preguntó también si tendría paranoias.
—¡Hola! —los saludó, y después se dirigió hacia su baúl y lo abrió.
—¡Hola, Harry! —respondió Dean, que estaba poniéndose un pijama con los colores del West Ham—.
¿Has pasado un buen verano?
—No ha estado mal —masculló Harry, pues le habría llevado toda la noche hacer un verdadero relato
de sus vacaciones, y no estaba preparado para afrontarlo—. ¿Y tú?
—Sí, muy bueno —contestó Dean con una risita—. Mejor que el de Seamus, desde luego. Estaba
contándomelo.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado, Seamus? —preguntó Neville mientras colocaba con mucho cuidado su
Mimbulus mimbletoniasobre su mesilla de noche.
Seamus no contestó enseguida; estaba complicándose mucho la vida para asegurarse de que su póster
del equipo dequidditchde los Kenmare Kestrels quedara completamente recto. Al fin contestó, aunque
todavía estaba de espaldas a Harry.
—Mi madre no quería que volviera.
—¿Qué dices? —Harry, que se disponía a quitarse la túnica, se quedó parado.
—No quería que volviera a Hogwarts.
Seamus se dio la vuelta y sacó el pijama de su baúl, pero sin mirar a Harry.
—Pero ¿por qué? —preguntó éste, perplejo. Sabía que la madre de Seamus era bruja y por lo tanto no
entendía por qué tenía una actitud más propia de los Dursley.
Seamus no contestó hasta que hubo terminado de abotonarse el pijama.
—Bueno —respondió con voz tranquila—, supongo que… por ti.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Harry rápidamente.
El corazón le latía muy deprisa y tenía la extraña sensación de que algo se le caía encima.
—Bueno —continuó Seamus, esquivando la mirada de su compañero—, es que… Esto… Bueno, no
sólo por ti, sino también por Dumbledore…
—¿Se ha creído lo que cuentaEl Profeta?—se extrañó Harry—. ¿Cree que soy un mentiroso y que
Dumbledore es un viejo chiflado?
Seamus levantó la cabeza y miró a Harry.
—Sí, más o menos.
Harry no dijo nada. Tiró su varita encima de la mesilla de noche, se quitó la túnica, la metió de
cualquier manera en el baúl y sacó el pijama. Estaba harto; harto de que todos se quedaran mirándolo y
hablaran de él a sus espaldas. Si los demás lo supieran, si tuvieran una leve idea de lo que era ser
siempre el centro de atención… La estúpida de la señora Finnigan no se enteraba de nada, pensó
rabioso.
Se metió en la cama, pero cuando iba a correr las cortinas del dosel, Seamus dijo:
—Oye…, ¿qué pasó aquella noche? La noche en que…, ya sabes, cuando…, lo de Cedric Diggory y
todo eso…
Seamus parecía nervioso y expectante al mismo tiempo. Dean, que estaba inclinado sobre su baúl
intentando  sacar  una  zapatilla,  se  quedó  de  pronto  muy  quieto  y  Harry  comprendió  que  estaba
escuchándolos.
—¿Por qué me lo preguntas? —replicó Harry—. Sólo tienes que leerEl Profetacomo tu madre, ¿no?
Así podrás enterarte de todo lo que quieras saber.
—No te metas con mi madre —le espetó Seamus.
—Me meto con cualquiera que me llame mentiroso —contestó Harry.
—¡No me hables así!
—Te hablo como me da la gana —estalló Harry; se estaba poniendo tan furioso que agarró la varita,
que había dejado en la mesilla de noche—. Si tienes algún inconveniente en compartir dormitorio
conmigo, ve y pídele a McGonagall que te cambie… Así tu madre no tendrá que preocuparse por ti…
—¡Deja a mi madre en paz, Potter!
—¿Qué pasa aquí?
Ron acababa de entrar por la puerta. Con los ojos como platos, miró primero a Harry, que estaba
arrodillado en la cama apuntando con la varita a Seamus, y luego a Seamus, que estaba de pie con los
puños levantados.
—¡Está metiéndose con mi madre! —gritó Seamus.
—¿Qué? —se extrañó Ron—. Harry nunca haría eso. Conocimos a tu madre y nos cayó muy bien…
—¡Eso fue antes de que empezara a creer al pie de la letra todo lo que dice sobre mí ese asqueroso
periódico! —exclamó Harry a grito pelado.
—¡Oh! —dijo Ron, que empezaba a comprender—. Ya veo…
—¿Sabes qué? —chilló Seamus acaloradamente, lanzando a Harry una mirada cargada de veneno—.
Tiene razón, no quiero compartir dormitorio con él; está loco.
—Eso está fuera de lugar, Seamus —aseguró Ron, cuyas orejas comenzaban a ponerse coloradas, lo
cual siempre indicaba peligro.
—¿Fuera de lugar, dices? —chilló Seamus, que a diferencia de Ron estaba poniéndose muy pálido—.
Tú te crees todas las chorradas que cuenta sobre Quien-tú-sabes, ¿no? Te tragas todo lo que cuenta,
¿verdad?
—¡Pues sí! —contestó Ron muy alterado.
—Entonces tú también estás loco —afirmó Seamus con desprecio.
—¿Ah, sí? ¡Pues mira, amigo, por desgracia para ti, además de estar loco soy prefecto! —dijo Ron
señalándose la insignia con un dedo—. ¡Así que, si no quieres que te castigue, vigila lo que dices!
Durante unos instantes pareció que Seamus creía que un castigo era un precio razonable por decir lo
que en aquellos momentos le pasaba por la cabeza; sin embargo, hizo un ruidito desdeñoso con la boca,
se dio la vuelta, se metió en la cama de un brinco y cerró las cortinas con tanta violencia que se
desengancharon y cayeron formando un polvoriento montón en el suelo. Ron miró desafiante a Seamus
y luego miró a Dean y a Neville.
—¿Hay alguien más cuyos padres tengan algún problema con Harry? —preguntó con agresividad.
—Mis padres sonmuggles—dijo Dean encogiéndose de hombros—. No saben nada de ninguna muerte
ocurrida en Hogwarts porque no soy tan idiota como para contárselo.
—¡No sabes cómo es mi madre, es capaz de sonsacarle lo que sea a cualquiera! —le espetó Seamus—.
Además, tus padres no recibenEl Profeta.No se han enterado de que a nuestro director lo han echado
del Wizengamot y de la Confederación Internacional de Magos porque está perdiendo la cabeza…
—Mi abuela dice que eso son tonterías —intervino Neville—. Afirma que el que está perdiendo los
papeles esEl Profeta, y no Dumbledore. Así que ha cancelado la suscripción. Nosotros creemos en
Harry —concluyó con rotundidad. Luego se metió en la cama y se tapó con las sábanas hasta la
barbilla. Miró a Seamus con cara de sabiondo y añadió—: Mi abuela siempre ha dicho que Quien-túsabes regresaría algún día, y asegura que si Dumbledore dice que ha vuelto, es que ha vuelto.
En ese momento Harry sintió una oleada de gratitud hacia Neville. Nadie más dijo nada, y Seamus
cogió su varita mágica, reparó las cortinas de la cama y desapareció tras ellas. Dean también se acostó,
se dio la vuelta y se quedó callado. Neville, que al parecer tampoco tenía nada más que añadir, miraba
con cariño su cactus, débilmente iluminado por la luz de la luna.
Harry se quedó tumbado mientras Ron iba de aquí para allá, alrededor de la cama de al lado, poniendo
sus cosas en orden. A Harry le había afectado mucho la discusión con Seamus, que siempre le había
caído muy bien. ¿Quién más iba a insinuar que mentía o que estaba trastornado?
¿Habría tenido que soportar Dumbledore algo parecido aquel verano, cuando primero lo echaron del
Wizengamot y luego de la Confederación Internacional de Magos? ¿Acaso estaba enfadado con Harry
y por eso llevaba meses sin hablar con él? A fin de cuentas, ambos estaban metidos en aquel lío;
Dumbledore había creído a Harry, había defendido su versión de los hechos ante el colegio en pleno y
luego ante la comunidad de los magos. Cualquiera que pensara que Harry era un mentiroso debía creer
lo mismo de Dumbledore, o que lo habían engañado…
«Al final se sabrá que tenemos razón», pensó Harry, que se sentía muy desgraciado, mientras Ron se
metía en la cama y apagaba la última vela que quedaba encendida en el dormitorio. Luego se preguntó
cuántos ataques como el de Seamus debería soportar antes de que llegara ese momento.

12
La profesora Umbridge

A la mañana siguiente, Seamus se vistió a toda velocidad y salió del dormitorio antes de que Harry se
hubiera puesto los calcetines.
—¿Qué le pasa? ¿Teme volverse loco si está demasiado tiempo en una habitación conmigo? —
preguntó Harry en voz alta en cuanto el dobladillo de la túnica de Seamus se perdió de vista.
—No te preocupes, Harry —dijo Dean colgándose la mochila del hombro—. Lo que le pasa es que…
Pero al parecer no sabía decir con exactitud lo que le sucedía a Seamus, y tras una pausa un tanto
violenta, salió también del dormitorio.
Neville y Ron miraron a Harry como diciendo «Es problema suyo, no le hagas caso», pero eso no lo
consoló demasiado. ¿Tendría que aguantar muchas situaciones semejantes?
—¿Qué os ocurre? —les preguntó Hermione cinco minutos más tarde, cuando se reunió con sus dos
amigos en la sala común antes de que bajaran todos a desayunar—. Estáis completamente… ¡Vaya!
Se había quedado mirando el tablón de anuncios de la sala común, donde habían colgado un gran
letrero.
¡GALONES DE GALEONES!
¿Tus gastos superan tus ingresos?
¿Te gustaría ganar un poco de oro?
Si te interesa un empleo sencillo, a tiempo parcial y prácticamente indoloro, ponte en contacto con Fred
y George Weasley, sala común de Gryffindor.
(Lamentamos decir que los aspirantes tendrán que asumir los riesgos del empleo.)
—Se han pasado —comentó Hermione con gravedad, y descolgó el letrero que Fred y George habían
clavado encima de un póster que anunciaba la fecha de la primera excursión a Hogsmeade, que sería en
octubre—. Vamos a tener que hablar con ellos, Ron.
Ron se mostró muy alarmado.
—¿Por qué?
—¡Porque somos prefectos! —exclamó Hermione mientras trepaban por el agujero del retrato—. ¡Es
tarea nuestra impedir este tipo de cosas!
Ron no dijo nada, pero, por la apesadumbrada expresión de su amigo, Harry comprendió que la
perspectiva de evitar que Fred y George hicieran lo que les gustaba no lo ilusionaba.
—¿Qué te pasa, Harry? —continuó Hermione mientras bajaban un tramo de escalera cuya pared estaba
cubierta de retratos de viejos magos y brujas que no les hicieron ni caso, pues se hallaban enfrascados
en sus propias conversaciones—. Te veo de muy mal humor.
—Seamus cree que Harry miente acerca de Quien-tú-sabes —contestó brevemente Ron al comprobar
que Harry no respondía.
La chica suspiró, lo cual sorprendió al muchacho, que esperaba que su amiga manifestara indignación.
—Ya, Lavender también lo cree —comentó Hermione con tristeza.
—Seguro que has tenido una interesante charla con ella sobre si soy o no soy un mentiroso y un
presumido que sólo busca llamar la atención, ¿no? —dijo Harry en voz alta.
—No —repuso Hermione con calma—. La verdad es que le he dicho que cierre su sucia boca y que no
hable mal de ti. Y haz el favor de dejar de lanzarte a nuestro cuello a cada momento, Harry, porque, por
si no lo sabías, Ron y yo estamos de tu parte.
Hubo una breve pausa.
—Lo siento —se disculpó Harry en voz baja.
—Así me gusta —dijo Hermione con dignidad. Luego hizo un gesto negativo con la cabeza y añadió
—: ¿No os acordáis de lo que dijo Dumbledore en el banquete de final de curso del año pasado? —
Harry y Ron la miraron sin comprender, y la chica volvió a suspirar—. Sí, habló sobre Quien-vosotrossabéis. Dijo que su «fuerza para extender la discordia y la enemistad entre nosotros es muy grande.
Sólo podemos luchar contra ella presentando unos lazos de amistad y mutua confianza igualmente
fuertes».
—¿Cómo consigues acordarte de esas cosas? —preguntó Ron mirando a Hermione con admiración.
—Escucho, Ron —respondió ella con un deje de aspereza.
—Yo también, pero sería incapaz de decirte con exactitud qué…
—El caso es —prosiguió Hermione, imponiéndose— que a eso es precisamente a lo que se refería
Dumbledore. Sólo hace dos meses que Quien-vosotros-sabéis ha regresado y ya hemos empezado a
pelearnos entre nosotros. Y la advertencia del Sombrero Seleccionador era la misma: permaneced
juntos, estad unidos…
—Y Harry ya dijo anoche —replicó Ron— que si eso significa que tenemos que hacernos amigos de
los de Slytherin…, lo tiene claro.
—Bueno, pues yo creo que es una lástima que no fomentemos la unidad entre las casas —dijo
Hermione con enfado.
En ese momento llegaron al pie de la escalera de mármol. Una fila de alumnos de cuarto de Ravenclaw
cruzaba el vestíbulo; al ver a Harry se apresuraron a apiñarse, como si temieran que él pudiera atacar a
los rezagados.
—Sí, deberíamos intentar trabar amistad con gente como ésa —comentó Harry con sarcasmo.
Siguieron a los de Ravenclaw al interior del Gran Comedor, y al entrar miraron instintivamente hacia la
mesa del profesorado. La profesora Grubbly-Plank hablaba con la profesora Sinistra, de Astronomía, y
Hagrid, una vez más, brillaba por su ausencia. El techo encantado del recinto reflejaba el estado
anímico de Harry: tenía un triste color gris, como el de las nubes de lluvia.
—Dumbledore ni siquiera mencionó durante cuánto tiempo vamos a tener a la profesora Grubbly-Plank
—comentó Harry mientras los tres se dirigían hacia la mesa de Gryffindor.
—A lo mejor… —insinuó Hermione pensativa.
—¿Qué? —preguntaron Harry y Ron a la vez.
—Bueno…, a lo mejor no quería llamar la atención sobre la ausencia de Hagrid.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ron medio riendo—. ¿Cómo no íbamos a fijarnos en que no está
aquí?
Antes de que Hermione pudiera contestar, una muchacha alta y negra, que llevaba el pelo peinado en
largas trencitas, se había acercado a Harry.
—¡Hola, Angelina!
—¡Hola! —contestó ella con brío—. ¿Qué tal las vacaciones? —Y sin esperar respuesta, añadió—: Me
han nombrado capitana del equipo dequidditchde Gryffindor.
—¡Qué bien! —dijo Harry sonriéndole; se imaginó que las charlas de Angelina para infundir ánimo no
serían tan densas como las de Oliver Wood, lo cual suponía una mejora.
—Sí, bueno… Necesitamos un nuevo guardián ahora que Oliver se ha marchado. Las pruebas serán el
viernes a las cinco y quiero que venga todo el equipo. Tenemos que ver quién encaja mejor en esa
posición.
—De acuerdo —contestó Harry.
Angelina le sonrió y se fue.
—Ya no me acordaba de que Wood se marchó —comentó Hermione con vaguedad mientras se sentaba
junto a Ron y se acercaba un plato de tostadas—. Supongo que el equipo lo notará, ¿no?
—Supongo —contestó Harry, y se sentó en el banco de enfrente—. Era un buen guardián…
—De todos modos, no irá mal un poco de sangre nueva, ¿verdad? —observó Ron.
De repente se oyó como un rugido, y cientos de lechuzas entraron volando por las ventanas más altas.
Bajaron hacia las mesas del comedor y llevaron cartas y paquetes a sus destinatarios, a quienes rociaron
con gotas de agua; evidentemente, fuera estaba lloviendo. Harry no vio a  Hedwig, pero eso no le
sorprendió: su único corresponsal era Sirius, y dudaba mucho que su padrino tuviera algo nuevo que
contarle ya que sólo llevaban veinticuatro horas sin verse. Hermione, en cambio, tuvo que apartar con
rapidez  su  zumo de naranja para  dejar  sitio a  una  enorme  y  chorreante lechuza que  llevaba un
empapado ejemplar deEl Profetaen el pico.
—¿Todavía recibes El Profeta? —le preguntó Harry con fastidio, acordándose de Seamus, mientras
Hermione ponía unknuten la bolsita de piel que la lechuza llevaba atada a la pata y el ave volvía a
emprender el vuelo—. Yo ya no me molesto en leerlo. Sólo cuentan tonterías.
—Conviene  saber  lo  que  dice  el  enemigo  —respondió  ella  misteriosamente;  luego  desplegó  el
periódico y desapareció tras él, y no volvieron a verla hasta que Harry y Ron terminaron de desayunar
—. Nada —se limitó a decir; enrolló el periódico y lo dejó junto a su plato—. No hace ningún
comentario sobre ti, ni sobre Dumbledore ni sobre nada.
En ese momento la profesora McGonagall pasó por la mesa repartiendo horarios.
—¡Mirad  lo  que  tenemos  hoy!  —gruñó  Ron—.  Historia  de  la  Magia,  clase  doble  de  Pociones,
Adivinación y otra sesión doble de Defensa Contra las Artes Oscuras… ¡Binns, Snape, Trelawney y
Umbridge en un solo día! Espero que Fred y George se den prisa y se pongan a fabricar ese Surtido
Saltaclases…
—¿He oído bien? —dijo Fred, que llegaba en ese instante con George. Los gemelos se sentaron junto a
Harry—. ¡No es posible que los prefectos de Hogwarts intenten saltarse clases!
—¡Mirad lo que tenemos hoy! —repitió Ron de mal humor, y le puso el horario bajo la nariz a Fred—.
Es el peor lunes que he visto en mi vida.
—Tienes  razón,  hermanito  —le  dijo  Fred  leyendo  la  lista—.  Si  quieres  puedo  darte  un  turrón
sangranarices; te lo dejo barato.
—¿Por qué barato? —preguntó Ron con recelo. —Porque sangrarás hasta quedarte seco. Todavía no
hemos conseguido el antídoto —respondió George mientras se servía un arenque ahumado.
—Gracias —repuso Ron de mal humor, y se guardó el horario en el bolsillo—, pero creo que iré a las
clases.
—Por cierto, hablando de vuestro Surtido Saltaclases —dijo Hermione mirando a Fred y a George con
sus redondos y brillantes ojos—, no podéis poner anuncios en el tablón de Gryffindor para contratar
cobayos.
—¡¿Ah, no?! —exclamó George con sorpresa—. ¿Quién ha dicho eso?
—Lo digo yo —contestó Hermione—. Y Ron.
—A mí no me metas —se apresuró a apuntar éste.
La chica le lanzó una mirada fulminante y los gemelos rieron por lo bajo.
—No tardarás en cambiar de actitud, Hermione —vaticinó Fred mientras untaba un buñuelo con
mantequilla—. Vas a empezar quinto, y dentro de poco vendrás a suplicar que te vendamos un Surtido
Saltaclases.
—¿Y qué tiene que ver que empiece quinto con que quiera comprar un Surtido Saltaclases? —preguntó
Hermione.
—Quinto es el año de losTIMOS—le recordó George.
—¿Y?
—Que llegarán los exámenes, ¿no? Vais a tener que hincar los codos hasta que se os queden en carne
viva —dijo Fred con satisfacción.
—La mitad de los de nuestro curso sufrieron pequeñas crisis nerviosas cuando se acercaban los
exámenes delTIMO—añadió George la mar de contento—. Lágrimas, rabietas… Patricia Stimpson se
desmayaba a cada momento…
—Kenneth Towler se llenó de granos, ¿te acuerdas? —dijo Fred con nostalgia.
—Eso fue porque le pusiste polvos Bulbadox en el pijama —aclaró George.
—¡Ah, sí! —admitió Fred, sonriente—. Ya no me acordaba… A veces resulta difícil llevar la cuenta de
todo, ¿verdad?
—En fin, quinto es un curso de pesadilla —concluyó George—. Si te importan los resultados de los
exámenes, naturalmente. Fred y yo conseguimos no desanimarnos.
—Sí, claro… —intervino Ron—. ¿Qué sacasteis, tresTIMOScada uno?
—Sí —afirmó Fred con indiferencia—. Pero nosotros creemos que nuestro futuro está fuera del mundo
de los logros académicos.
—Nos planteamos muy seriamente si íbamos a volver a Hogwarts este año para hacer séptimo —
comentó George alegremente— ahora que tenemos…
Se interrumpió al captar la mirada de advertencia de Harry, que se había dado cuenta de que George
estaba a punto de mencionar el premio en metálico del Trofeo de los tres magos que les había
entregado.
—…  ahora  que  tenemos  nuestros TIMOS —se  apresuró  a  añadir  George—.  No  sé,  ¿de  verdad
necesitamos losÉXTASIS? Pero creímos que mamá no soportaría que abandonáramos los estudios tan
pronto, sobre todo después de que Percy resultara ser el mayor imbécil del mundo.
—Pero no vamos a malgastar nuestro último año aquí —prosiguió Fred echando un afectuoso vistazo
al Gran Comedor—. Vamos a utilizarlo para hacer un poco de estudio de mercado. Nos interesa saber
con exactitud qué le exige el alumno medio de Hogwarts a una tienda de artículos de broma para luego
evaluar meticulosamente los resultados de nuestra investigación y crear productos que satisfagan la
demanda.
—Pero ¿de dónde pensáis sacar el oro necesario para montar una tienda de artículos de broma? —
inquirió Hermione  con escepticismo—.  Necesitaréis muchos ingredientes  y materiales,  y también
permisos, supongo…
Harry no miró a los gemelos. Notó que estaba ruborizándose, de modo que dejó caer a propósito el
tenedor y se agachó para recogerlo. Cuando todavía no se había incorporado oyó que Fred decía:
—No nos hagas preguntas y no tendremos que decirte mentiras, Hermione. Vamos, George, si llegamos
pronto  quizá  podamos  vender  unas  cuantas  orejas  extensibles  antes  de  que  empiece  la  clase  de
Herbología.
—¿Qué habrá querido decir con eso? —dijo Hermione mirando primero a Harry y luego a Ron—. «No
nos hagas preguntas…» ¿Significa que ya tienen dinero para montar la tienda?
—Mira, yo ya lo había pensado —repuso Ron frunciendo el entrecejo—. Este verano me compraron
una túnica de gala nueva y no sé de dónde sacaron los galeones…
Harry decidió que había llegado el momento de desviar aquella conversación tan peligrosa.
—¿Creéis que es cierto que los exámenes de este año serán muy duros?
—¡Oh, ya lo creo! —exclamó Ron—. LosTIMOSson muy importantes, y del resultado dependerá el
tipo de ofertas de empleo a las que puedas presentarte más adelante. Además, este año podemos pedir
consejo sobre las diferentes carreras. Me lo ha dicho Bill. Así puedes elegir qué ÉXTASISquieres hacer
el año que viene.
—¿Vosotros ya sabéis qué os gustaría hacer cuando salgáis de Hogwarts? —preguntó Harry a sus dos
amigos poco después, cuando salían del Gran Comedor y se dirigían hacia el aula de Historia de la
Magia.
—Pues no —contestó Ron—. Salvo…, bueno… —añadió un tanto avergonzado.
—¿Qué? —lo animó Harry.
—Bueno, no me importaría serauror—declaró Ron con brusquedad.
—A mí tampoco —repuso fervorosamente Harry.
—Pero losauroresson… la élite —comentó Ron—. Para seraurortienes que ser muy bueno. ¿Y tú,
Hermione?
—No lo sé. Creo que me gustaría hacer algo que valga la pena.
—¡Seraurorvale la pena! —exclamó Harry.
—Sí, ya lo sé, pero no es lo único que vale la pena —dijo Hermione con aire pensativo—. No sé, si
pudiera seguir trabajando en laPEDDO… —añadió, y Harry y Ron evitaron mirarse.
Todos los alumnos de Hogwarts estaban de acuerdo en que Historia de la Magia era la asignatura más
aburrida que jamás había existido en el mundo de los magos. El profesor Binns, su profesor fantasma,
tenía una voz jadeante y monótona que casi garantizaba una terrible somnolencia al cabo de diez
minutos (cinco si hacía calor). Nunca alteraba el esquema de las lecciones y las recitaba sin hacer
pausas mientras los alumnos tomaban apuntes o contemplaban el vacío con aire amodorrado. Hasta
entonces, Harry y Ron habían conseguido unos aprobados justos en esa asignatura copiando los apuntes
de Hermione antes de los exámenes; ella era la única capaz de resistir el efecto soporífero de la voz de
Binns.
Aquel día tuvieron que soportar tres cuartos de hora de una inalterable perorata sobre las guerras de los
gigantes. Harry oyó lo suficiente en los diez primeros minutos para comprender que, en manos de otro
profesor, esa asignatura habría podido resultar un poco más interesante; sin embargo, desconectó el
cerebro y pasó los treinta y cinco minutos restantes jugando con Ron al ahorcado, utilizando una
esquina de su pergamino, mientras Hermione les lanzaba con disimulo miradas asesinas.
—¿Qué pasaría —les preguntó con frialdad cuando salieron del aula a la hora del descanso (Binns se
perdió a través de la pizarra)— si este año me negara a prestaros mis apuntes?
—Que  suspenderíamos  el TIMO —contestó  Ron—.  Si  quieres  cargar  con  eso  en  tu  conciencia,
Hermione…
—Pues os lo merecéis —les espetó—. Ni siquiera intentáis escuchar al profesor, ¿verdad?
—Sí lo intentamos —dijo Ron—. Lo que pasa es que no tenemos tu cerebro, ni tu memoria, ni tu
capacidad de concentración. Eres más inteligente que nosotros, pero no hace falta que nos lo recuerdes
continuamente.
—No me vengas con cuentos —repuso Hermione, pero las palabras de Ron la habían aplacado un
poco, o eso parecía cuando los precedió en dirección al mojado patio.
Caía una débil llovizna, y el contorno de los alumnos, que estaban de pie formando corros en el patio,
se veía difuminado. Harry, Ron y Hermione eligieron un rincón apartado, bajo un balcón desde el que
caían gruesas gotas; se levantaron el cuello de las túnicas para protegerse del frío aire de septiembre y
empezaron a hacer conjeturas sobre lo que Snape les tendría preparado para la primera clase del curso.
Ya  se  habían  puesto  de  acuerdo  en  que  probablemente  sería  algo  muy  difícil,  para  pillarlos
desprevenidos tras dos meses de vacaciones, cuando alguien dobló la esquina y fue hacia ellos.
—¡Hola, Harry!
Era Cho Chang, y curiosamente volvía a estar sola. Eso era muy raro, pues Cho casi siempre iba
rodeada de un grupo de chicas que no paraban de reír como tontas; Harry recordaba lo mal que lo había
pasado cuando intentaba hablar un momento a solas con ella para invitarla al baile de Navidad.
—¡Hola! —dijo Harry, y notó que se ponía colorado. «Al menos esta vez no estás cubierto de jugo
fétido», se dijo. Cho parecía estar pensando algo parecido.
—Veo que ya te has quitado aquella… cosa.
—Sí —afirmó Harry intentando sonreír, como si el recuerdo de su último encuentro fuera divertido en
vez de vergonzoso—. Bueno…, y tú… ¿has pasado un buen verano?
Lamentó haber pronunciado esas palabras en cuanto salieron por su boca, pues Cedric había sido el
novio de Cho, y recordar su muerte debía de haberla afectado durante las vacaciones tanto como a él.
Con cierta tensión en el rostro, Cho dijo:
—Sí, no ha estado mal…
—¿Qué es eso? ¿Una insignia de los Tornados? —preguntó de pronto Ron señalando la túnica de Cho,
donde llevaba una insignia de color azul cielo con la doble T dorada—. No serás admiradora suya,
¿verdad?
—Pues sí —contestó Cho.
—¿Lo has sido siempre, o sólo desde que empezaron a ganar la liga? —inquirió Ron con un tono de
voz que Harry consideró innecesariamente acusador.
—Soy admiradora de los Tornados desde que tenía seis años —concretó la chica con serenidad—.
Bueno, hasta luego, Harry.
Hermione esperó a que Cho se alejara por el patio antes de volverse contra Ron.
—¡Qué poco tacto tienes!
—¿Qué? Pero si sólo le he preguntado si…
—¿No te has dado cuenta de que quería hablar con Harry?
—¿Y qué? Podía hablar con él, yo no se lo impedía…
—¿Por qué demonios te has metido con ella por su equipo dequidditch?
—¿Meterme con ella? No me he metido con ella, sólo he…
—¿Qué importa que sea seguidora de los Tornados?
—Mira, Hermione, la mitad de la gente que ves con esas insignias se las compró la temporada
pasada…
—Pero ¿a ti qué te importa?
—Significa que no son verdaderos admiradores, sino unos simples oportunistas…
—Ha sonado la campana —dijo Harry sin ánimo, porque Ron y Hermione discutían en voz tan alta que
no la habían oído.
No dejaron de pelearse hasta que llegaron a la mazmorra de Snape, lo cual dio tiempo a Harry para
pensar que, gracias a Neville y a Ron, podría considerarse afortunado si conseguía hablar dos minutos
con Cho y no recordar esa breve conversación deseando que la tierra se lo tragase.
Mientras se unían a la fila que se había formado delante de la puerta del aula de Snape, Harry pensó
que, sin embargo, Cho había ido por voluntad propia a hablar con él… Cho había sido la novia de
Cedric, y habría sido comprensible que odiara a Harry por haber salido con vida del laberinto del
Torneo de los tres magos, mientras que Cedric había muerto; pero a pesar de todo hablaba con él en un
tono normal y amistoso, y no como si creyera que estaba loco, que era un mentiroso o que en cierto
modo era responsable de la muerte de su novio… Sí, estaba claro que había ido a hablar con él porque
había querido, y era la segunda vez que lo hacía en dos días… Ese pensamiento le subió la moral. Ni
siquiera el amenazador chirrido que la puerta de la mazmorra de Snape hizo al abrirse consiguió que
estallara la pequeña y optimista burbuja que había crecido en su pecho. Entró en el aula detrás de Ron y
Hermione, los siguió hasta la mesa donde se sentaban siempre, al fondo, y fingió que no oía los sonidos
de irritación que ambos emitían.
—Silencio —ordenó Snape con voz cortante al cerrar la puerta tras él.
En realidad no había ninguna necesidad de que impusiera orden, pues en cuanto los alumnos oyeron
que la puerta se cerraba, se quedaron quietos y callados. Por lo general, la sola presencia de Snape
bastaba para imponer silencio en el aula.
—Antes de empezar la clase de hoy —dijo el profesor desde su mesa, abarcando con la vista a todos
los estudiantes y mirándolos fijamente—, creo conveniente recordaros que el próximo mes de junio
realizaréis un importante examen en el que demostraréis cuánto habéis aprendido sobre la composición 
y el uso de las pociones mágicas. Pese a que algunos alumnos de esta clase son indudablemente
imbéciles, espero que consigan un «Aceptable» en elTIMOsi no quieren… contrariarme. —Esa vez su
mirada se detuvo en Neville, que tragó saliva—. Después de este curso, muchos de vosotros dejaréis de
estudiar conmigo, por supuesto —prosiguió Snape—. Yo sólo preparo a los mejores alumnos para el
ÉXTASISde Pociones, lo cual significa que tendré que despedirme de algunos de los presentes.
Entonces miró a Harry y torció el gesto. El muchacho le sostuvo la mirada y sintió un sombrío placer
ante la perspectiva de librarse de Pociones al acabar quinto.
—Pero antes de que llegue el feliz momento de la despedida tenemos todo un año por delante —
anunció Snape melodiosamente—. Por ese motivo, tanto si pensáis presentaros al ÉXTASIScomo si no,
os recomiendo que concentréis vuestros esfuerzos en mantener el alto nivel que espero de mis alumnos
deTIMO.
»Hoy vamos a preparar una poción que suele salir en el examen de Título Indispensable de Magia
Ordinaria: el Filtro de Paz, una poción para calmar la ansiedad y aliviar el nerviosismo. Pero os lo
advierto: si no medís bien los ingredientes, podéis provocar un profundo y a veces irreversible sueño a
la persona que la beba, de modo que tendréis que prestar mucha atención a lo que estáis haciendo. —
Hermione, que estaba sentada a la izquierda de Harry, se enderezó un poco; la expresión de su rostro
denotaba una concentración absoluta—. Los ingredientes y el método —continuó Snape, y agitó su
varita— están en la pizarra. —En ese momento aparecieron escritos—. Encontraréis todo lo que
necesitáis —volvió a agitar la varita— en el armario del material. —A continuación, la puerta del
mueble se abrió sola—. Tenéis una hora y media. Ya podéis empezar.
Como habían imaginado Harry, Ron y Hermione, Snape no podía haber elegido una poción más difícil
y complicada. Había que echar los ingredientes en el caldero en el orden y las cantidades precisas;
había que remover la mezcla exactamente el número correcto de veces, primero en el sentido de las
agujas del reloj y luego en el contrario; y había que bajar el fuego, sobre el que la pócima hervía
lentamente, hasta que alcanzara los grados adecuados durante un número determinado de minutos antes
de añadir el último ingrediente.
—Ahora un débil vapor plateado debería empezar a salir de vuestra poción —advirtió Snape cuando
faltaban diez minutos para que concluyera el plazo.
Harry, que sudaba mucho, echó un vistazo alrededor de la mazmorra, desesperado. Su caldero emitía
grandes cantidades de vapor gris oscuro; el de Ron, por su parte, escupía chispas verdes. Seamus
intentaba avivar con la punta de la varita las llamas sobre las que estaba colocado su caldero, pues
amenazaban con apagarse. La superficie de la poción de Hermione, en cambio, era una reluciente
neblina de vapor plateado, y al pasar a su lado, Snape acercó su ganchuda nariz al interior sin hacer
ningún comentario, lo cual significaba que no había encontrado nada que criticar.
Al llegar junto al caldero de Harry, sin embargo, Snape se detuvo y miró su contenido con una
espantosa sonrisa burlona en los labios.
—¿Qué se supone que es esto, Potter?
Los estudiantes de Slytherin que estaban sentados en las primeras filas del aula levantaron la cabeza,
expectantes; les encantaba oír cómo Snape se burlaba de Harry.
—El Filtro de Paz —contestó el chico, muy tenso.
—Dime, Potter —repuso Snape con calma—, ¿sabes leer?
Draco Malfoy no pudo contener la risa.
—Sí, sé leer —respondió Harry sujetando con fuerza su varita.
—Léeme la tercera línea de las instrucciones, Potter.
El muchacho miró la pizarra con los ojos entornados, pues no resultaba fácil descifrar las instrucciones
a través de la niebla de vapor multicolor que en ese instante llenaba la mazmorra.
—«Añadir polvo de ópalo, remover tres veces en sentido contrario a las agujas del reloj, dejar hervir a
fuego lento durante siete minutos y luego añadir dos gotas de jarabe de eléboro.»
Entonces se le cayó el alma a los pies. No había añadido el jarabe de eléboro y había pasado a la cuarta
línea de las instrucciones tras dejar hervir la poción a fuego lento durante siete minutos.
—¿Has hecho todo lo que se especifica en la tercera línea, Potter?
—No —contestó él en voz baja.
—¿Perdón?
—No —repitió Harry elevando la voz—. Me he olvidado del eléboro.
—Ya lo sé, Potter, y eso significa que este brebaje no sirve para nada. ¡Evanesco! —La pócima de
Harry desapareció y él se quedó plantado como un idiota junto a un caldero vacío—. Los que hayáis
conseguido leer las instrucciones, llenad una botella con una muestra de vuestra poción, etiquetadla
claramente con vuestro nombre y dejadla en mi mesa para que yo la examine —indicó luego Snape—.
Deberes: treinta centímetros de pergamino sobre las propiedades del ópalo y sus usos en la fabricación
de pociones, para entregar el jueves.
Mientras los otros estudiantes llenaban sus botellas, Harry, muerto de rabia, recogió sus cosas. Su
poción no era peor que la de Ron, que ahora desprendía un desagradable olor a huevos podridos; ni
peor que la de Neville, que había adquirido la consistencia del cemento recién mezclado, y que el
muchacho intentaba arrancar de su caldero; y, sin embargo, era él, Harry, quien recibiría un cero.
Guardó la varita en su mochila y se dejó caer en el asiento mientras observaba a los demás, que
desfilaban hacia la mesa de Snape con sus botellas llenas y tapadas con corchos. Cuando por fin sonó la
campana, Harry fue el primero en salir de la mazmorra, y ya había empezado a comer cuando Ron y
Hermione se reunieron con él en el Gran Comedor. El techo se había puesto de un gris todavía más
oscuro a lo largo de la mañana. La lluvia golpeaba las altas ventanas.
—¡Qué injusto! —exclamó Hermione intentando consolar a Harry. Luego se sentó a su lado y empezó
a servirse pudin de carne y patatas—. Tu poción era mucho mejor que la de Goyle; cuando la puso en la
botella, el cristal estalló y le prendió fuego a la túnica.
—Ya, pero ¿desde cuándo Snape es justo conmigo? —dijo Harry sin apartar la vista de su plato.
Nadie contestó, pues los tres sabían perfectamente que la enemistad mutua que había entre Snape y
Harry había sido absoluta desde el momento en que éste puso un pie en Hogwarts.
—Yo creía que este año se comportaría un poco mejor —comentó Hermione con pesar—. Ya sabéis…
—miró alrededor, vigilante; había media docena de asientos vacíos a ambos lados, y nadie pasaba cerca
de la mesa—, ahora que ha entrado en la Orden y eso.
—Las manchas de los hongos venenosos nunca cambian —sentenció Ron sabiamente—. En fin, yo
siempre he pensado que Dumbledore está loco por confiar en Snape. ¿Qué pruebas tiene de que dejara
de trabajar en realidad para Quien-vosotros-sabéis?
—Supongo que Dumbledore debe de tener pruebas de sobra, aunque no las comparta contigo, Ron —le
espetó Hermione.
—¿Queréis parar de una vez? —dijo Harry con fastidio al ver que Ron abría la boca para replicar.
Hermione y Ron se quedaron callados, con aire enfadado y ofendido—. ¿Tenéis que estar siempre
igual? No paráis de chincharos el uno al otro, estáis volviéndome loco —añadió, y apartó su pudin de
carne y patatas, se colgó la mochila del hombro y los dejó allí plantados.
Subió de dos en dos los escalones de la escalinata de mármol, cruzándose con los alumnos que bajaban
corriendo a comer. Todavía sentía aquella rabia que había surgido inesperadamente en su interior, pero
al ver las caras de asombro de sus amigos había experimentado una profunda satisfacción.
«Les está bien empleado —pensó—. Siempre están como el perro y el gato… No lo soporto.»
Entonces llegó al rellano donde estaba colgado el retrato del caballero sir Cadogan, quien desenvainó
su espada y la blandió, exaltado, contra Harry, pero éste no le hizo caso.
—¡Ven aquí, perro sarnoso! ¡Ponte en guardia y pelea! —gritó sir Cadogan con una voz amortiguada
por la visera, pero Harry siguió caminando, y cuando el caballero intentó seguirlo trasladándose al
cuadro de al lado, su ocupante, un corpulento y fiero hombre lobo, lo rechazó.
Harry pasó el resto de la hora de la comida solo, sentado bajo la trampilla que había en lo alto de la
torre norte. Por eso fue el primero en subir por la escalerilla de plata que conducía al aula de Sybill
Trelawney cuando sonó la campana.
Después de Pociones, Adivinación era la asignatura que menos le gustaba a Harry, debido sobre todo a
la costumbre de la profesora Trelawney de vaticinar, de vez en cuando, que él moriría prematuramente.
Era una mujer delgada, envuelta siempre en varios chales y con muchos collares de cuentas; a Harry le
recordaba a una especie de insecto por las gruesas gafas que llevaba, que aumentaban de tamaño sus
ojos. Cuando Harry entró en el aula, ella estaba ocupada repartiendo unos viejos libros, encuadernados
en cuero, por las mesitas de finas patas que llenaban desordenadamente la habitación; pero la luz que
proyectaban las lámparas cubiertas con pañuelos, y la del fuego de la chimenea, que ardía con lentitud
y desprendía un desagradable olor, era tan tenue que pareció que la profesora Trelawney no se había
dado cuenta de que Harry se sentaba en la penumbra. Los demás alumnos llegaron al cabo de unos
cinco minutos. Ron entró por la trampilla, miró con detenimiento a su alrededor, vio a Harry y fue
derecho hacia él, o todo lo derecho que pudo, pues tuvo que abrirse camino entre las mesas, las sillas y
los abultados pufs.
—Hermione y yo ya hemos dejado de pelearnos —aseguró al sentarse junto a su amigo.
—Me alegro —gruñó Harry.
—Pero Hermione dice que le gustaría que dejaras de descargar tu mal humor sobre nosotros —añadió
Ron.
—Yo no…
—Sólo te repito lo que ella me ha dicho —aclaró Ron sin dejar que Harry acabara—. Pero creo que
tiene razón. Nosotros no tenemos la culpa de cómo te traten Seamus o Snape.
—Yo nunca he dicho que…
—Buenos días —saludó la profesora Trelawney con su sutil y etérea voz, y Harry se interrumpió;
volvía a estar enfadado y un poco avergonzado a la vez—. Y bienvenidos de nuevo a Adivinación.
Como es lógico, durante las vacaciones he ido siguiendo con atención vuestras peripecias, y me alegro
mucho de ver que habéis regresado todos sanos y salvos a Hogwarts, como yo, evidentemente, ya sabía
que sucedería.
»Encima de las mesas encontraréis vuestros ejemplares deEl oráculo de los sueños,de Inigo Imago. La
interpretación de los sueños es un medio importantísimo de adivinar el futuro, y es muy probable que
ese tema aparezca en vuestro examen deTIMO. No es que crea que los aprobados o los suspensos en los
exámenes tengan ni la más remota relevancia cuando se trata del sagrado arte de la adivinación, porque
si tenéis el Ojo que Ve, los títulos y los certificados importan muy poco. Con todo, el director quiere
que hagáis el examen, así que…
Su frase quedó en suspenso, y los alumnos comprendieron que la profesora Trelawney consideraba que
su asignatura estaba muy por encima de asuntos tan insignificantes como los exámenes.
—Abrid  el  libro  por  la  introducción,  por  favor,  y  leed  lo  que  Imago  dice  sobre  el  tema  de  la
interpretación de los sueños. Luego sentaos en parejas y utilizad el libro para interpretar los sueños más
recientes de vuestro compañero. Podéis empezar.
Lo único bueno que tenía aquella clase era que no duraría dos horas. Cuando todos terminaron de leer
la introducción del libro, apenas les quedaban diez minutos para la interpretación de los sueños. En la
mesa contigua a la de Harry y Ron, Dean había formado pareja con Neville, quien de inmediato
emprendió un denso relato de una pesadilla en la que aparecían unas tijeras gigantes que se habían
puesto el mejor sombrero de su abuela; Harry y Ron se limitaron a mirarse con desánimo.
—Yo nunca me acuerdo de lo que sueño —dijo Ron—. Cuéntame tú algún sueño que hayas tenido.
—Seguro que recuerdas alguno —replicó Harry con impaciencia.
El no pensaba compartir sus sueños con nadie. Sabía perfectamente qué significaba su recurrente
pesadilla sobre el cementerio; no necesitaba que Ron, la profesora Trelawney o ese estúpido libro se lo
explicara.
—Bueno,  la  otra  noche  soñé  que  jugaba  al quidditch —confesó  Ron  haciendo  muecas  mientras
intentaba rescatar aquel sueño de su memoria—. ¿Qué crees que significa?
—Pues  que  te  va  a  comer  un  malvavisco  gigante,  o  algo  así  —sugirió  Harry  mientras  pasaba
distraídamente las páginas deEl oráculo de los sueños.
Buscar fragmentos de sueños en el libro era un trabajo aburridísimo, y a Harry no le hizo ninguna
gracia que la profesora Trelawney les mandara escribir durante un mes un diario de los sueños que
tenían. Cuando sonó la campana, Harry y Ron fueron los primeros en salir del aula y bajar la escalera;
Ron gruñía sin parar.
—¿Te das cuenta de la cantidad de deberes que tenemos ya? Binns nos ha puesto una redacción de
medio metro sobre las guerras de los gigantes; Snape quiere que le entreguemos otra de treinta
centímetros sobre las propiedades y los usos del ópalo; ¡y ahora Trelawney nos manda redactar un
diario de sueños durante un mes! Fred y George no andaban equivocados sobre el año de los TIMOS,
¿no crees? Espero que la profesora Umbridge no nos ponga…
Cuando entraron en el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, la profesora Umbridge ya estaba
sentada en su sitio. Llevaba la suave y esponjosa chaqueta de punto de color rosa que había lucido la
noche anterior, y el lazo de terciopelo negro en la cabeza. A Harry volvió a recordarle a una gran mosca
posada imprudentemente en la cabeza de un sapo aún más descomunal.
Los alumnos guardaron silencio en cuanto entraron en el aula; la profesora Umbridge todavía era un
elemento desconocido y nadie sabía lo estricta que podía ser a la hora de imponer disciplina.
—¡Buenas tardes a todos! —saludó a los alumnos cuando por fin éstos se sentaron. Unos cuantos
respondieron con un tímido «Buenas tardes»—. ¡Ay, ay, ay! —exclamó—. ¿Así saludáis a vuestra
profesora? Me gustaría oíros decir: «Buenas tardes, profesora Umbridge.» Volvamos a empezar, por
favor. ¡Buenas tardes a todos!
—Buenas tardes, profesora Umbridge —gritó la clase.
—Eso está mucho mejor —los felicitó con dulzura—. ¿A que no ha sido tan difícil? Guardad las varitas
y sacad las plumas, por favor.
Unos cuantos alumnos intercambiaron miradas lúgubres; hasta entonces la orden de guardar las varitas
nunca había sido el preámbulo de una clase que hubieran considerado interesante. Harry metió su varita
en la mochila y sacó la pluma, la tinta y el pergamino. La profesora Umbridge abrió su bolso, sacó su
varita, que era inusitadamente corta, y dio unos golpecitos en la pizarra con ella; de inmediato,
aparecieron las siguientes palabras:
Defensa Contra las Artes Oscuras:
regreso a los principios básicos
—Muy bien, hasta ahora vuestro estudio de esta asignatura ha sido muy irregular y fragmentado,
¿verdad? —afirmó la profesora Umbridge volviéndose hacia la clase con las manos entrelazadas frente
al cuerpo—. Por desgracia, el constante cambio de profesores, muchos de los cuales no seguían, al
parecer, ningún programa de estudio aprobado por el Ministerio, ha hecho que estéis muy por debajo
del nivel que nos gustaría que alcanzarais en el año del TIMO. Sin embargo, os complacerá saber que
ahora  vamos  a  rectificar  esos  errores.  Este  año  seguiremos  un  curso  sobre  magia  defensiva
cuidadosamente estructurado, basado en la teoría y aprobado por el Ministerio. Copiad esto, por favor.
Volvió a golpear la pizarra y el primer mensaje desapareció y fue sustituido por los «Objetivos del
curso».
1. Comprender los principios en que se basa la magia defensiva.
2. Aprender a reconocer las situaciones en las que se puede emplear legalmente la magia defensiva.
3. Analizar en qué contextos es oportuno el uso de la magia defensiva.
Durante un par de minutos en el aula sólo se oyó el rasgueo de las plumas sobre el pergamino. Cuando
los alumnos copiaron los tres objetivos del curso de la profesora Umbridge, ésta preguntó:
—¿Tenéis  todos  un  ejemplar  de Teoría  de  defensa  mágica, de  Wilbert  Slinkhard?  —Un  sordo
murmullo de asentimiento recorrió la clase—. Creo que tendremos que volver a intentarlo —dijo la
profesora Umbridge—. Cuando os haga una pregunta, me gustaría que contestarais «Sí, profesora
Umbridge», o «No, profesora Umbridge». Veamos: ¿tenéis todos un ejemplar de Teoría de defensa
mágica,de Wilbert Slinkhard?
—Sí, profesora Umbridge —contestaron los alumnos al unísono.
—Estupendo. Quiero que abráis el libro por la página cinco y leáis el capítulo uno, que se titula
«Conceptos elementales para principiantes». En silencio, por favor.
La profesora Umbridge se apartó de la pizarra y se sentó en la silla, detrás de su mesa, observándolos
atentamente con aquellos ojos de sapo con bolsas. Harry abrió su ejemplar de  Teoría de defensa
mágicapor la página cinco y empezó a leer.
Era extremadamente aburrido, casi tanto como escuchar al profesor Binns. El muchacho notó que le
fallaba la concentración, pues al poco rato se dio cuenta de que había leído la misma línea media
docena de veces sin entender nada más que las primeras palabras. Pasaron unos silenciosos minutos. A
su lado, Ron, distraído, giraba la pluma una y otra vez entre los dedos con los ojos clavados en un
punto de la página. Harry miró hacia su derecha y se llevó una sorpresa que lo sacó de su letargo.
Hermione  ni  siquiera  había  abierto  su  ejemplar  de Teoría  de  defensa  mágica y  estaba  mirando
fijamente a la profesora Umbridge con una mano levantada.
Pero pasados unos minutos más, Harry dejó de ser el único que observaba a Hermione. El capítulo que
les habían ordenado leer era tan tedioso que muchos alumnos optaban por contemplar el mudo intento
de Hermione de captar la atención de la profesora Umbridge, en lugar de seguir adelante con la lectura
de los «Conceptos elementales para principiantes».
Cuando más de la mitad de la clase miraba a Hermione en vez de leer el libro, la profesora Umbridge
decidió que ya no podía continuar ignorando aquella situación.
—¿Quería hacer alguna pregunta sobre el capítulo, querida? —le dijo a Hermione como si acabara de
reparar en ella.
—No, no es sobre el capítulo.
—Ahora estamos leyendo —repuso la profesora Umbridge mostrando sus pequeños y puntiagudos
dientes—. Si tiene usted alguna duda podemos solucionarla al final de la clase.
—Tengo una duda sobre los objetivos del curso —aclaró Hermione.
La profesora arqueó las cejas.
—¿Cómo se llama, por favor?
—Hermione Granger.
—Mire, señorita Granger, creo que los objetivos del curso están muy claros si los lee atentamente —
dijo la profesora Umbridge con decisión y un deje de dulzura.
—Pues yo creo que no —soltó Hermione sin miramientos—. Ahí no dice nada sobre la práctica de los
hechizos defensivos.
Se produjo un breve silencio durante el cual muchos miembros de la clase giraron la cabeza y se
quedaron mirando con el entrecejo fruncido los objetivos del curso, que seguían escritos en la pizarra.
—¿La práctica de los hechizos defensivos? —repitió la profesora Umbridge con una risita—. Verá,
señorita Granger, no me imagino que en mi aula pueda surgir ninguna situación que requiera la práctica
de un hechizo defensivo por parte de los alumnos. Supongo que no espera usted ser atacada durante la
clase, ¿verdad?
—¡¿Entonces no vamos a usar la magia?! —exclamó Ron en voz alta.
—Por favor, levante la mano si quiere hacer algún comentario durante mi clase, señor…
—Weasley —dijo Ron, y levantó una mano.
La profesora Umbridge, con una amplia sonrisa en los labios, le dio la espalda. Harry y Hermione
levantaron también las manos inmediatamente. La profesora Umbridge miró un momento a Harry con
sus ojos saltones antes de dirigirse de nuevo a Hermione.
—¿Sí, señorita Granger? ¿Quiere preguntar algo más?
—Sí —contestó ella—. Es evidente que el único propósito de la asignatura de Defensa Contra las Artes
Oscuras es practicar los hechizos defensivos, ¿no es así?
—¿Acaso es usted una experta docente preparada en el Ministerio, señorita Granger? —le preguntó la
profesora Umbridge con aquella voz falsamente dulce.
—No, pero…
—Pues entonces me temo que no está cualificada para decidir cuál es el «único propósito» de la
asignatura que imparto. Magos mucho mayores y más inteligentes que usted han diseñado nuestro
nuevo programa de estudio. Aprenderán los hechizos defensivos de forma segura y libre de riesgos…
—¿De qué va a servirnos eso? —inquirió Harry en voz alta—. Si nos atacan, no va a ser de forma…
—¡La mano, señor Potter! —canturreó la profesora Umbridge.
Harry levantó un puño. Una vez más, la profesora Umbridge le dio rápidamente la espalda, pero otros
alumnos también habían levantado la mano.
—¿Su nombre, por favor? —le preguntó la bruja a Dean.
—Dean Thomas.
—¿Y bien, señor Thomas?
—Bueno, creo que Harry tiene razón. Si nos atacan, no vamos a estar libres de riesgos.
—Repito —dijo la profesora Umbridge, que miraba a Dean sonriendo de una forma muy irritante—:
¿espera usted ser atacado durante mis clases?
—No, pero…
La profesora Umbridge no le dejó acabar:
—No es mi intención criticar el modo en que se han hecho hasta ahora las cosas en este colegio —
explicó con una sonrisa poco convincente, estirando aún más su ancha boca—, pero en esta clase han
estado ustedes dirigidos por algunos magos muy irresponsables, sumamente irresponsables; por no
mencionar —soltó una desagradable risita— a algunos híbridos peligrosos en extremo…
—Si se refiere al profesor Lupin —saltó Dean, enojado—, era el mejor que jamás…
—¡La mano, señor Thomas! Como iba diciendo, los han iniciado en hechizos demasiado complejos e
inapropiados para su edad, y letales en potencia. Los han asustado y les han hecho creer que podrían ser
víctimas de ataques de las fuerzas oscuras en cualquier momento…
—Eso no es cierto —la interrumpió Hermione—. Sólo nos…
—¡No ha levantado la mano, señorita Granger!
Hermione la levantó y la profesora Umbridge le dio la espalda.
—Tengo entendido que mi predecesor no sólo realizó maldiciones ilegales delante de ustedes, sino que
incluso las realizó con ustedes.
—Bueno, resultó que era un maniaco, ¿no? —terció Dean acaloradamente—. Y aun así, aprendimos
muchísimo con él.
—¡No ha levantado la mano, señor Thomas! —gorjeó la profesora Umbridge—. Bueno, el Ministerio
opina que un conocimiento teórico será más que suficiente para que aprueben el examen; y al fin y al
cabo para eso es para lo que vienen ustedes al colegio. ¿Su nombre? —añadió mirando a Parvati, que
acababa de levantar la mano.
—Parvati Patil. Pero ¿no hay una parte práctica en elTIMOde Defensa Contra las Artes Oscuras? ¿No
se supone que tenemos que demostrar que sabemos hacer las contramaldiciones y esas cosas?
—Si habéis estudiado bien la teoría, no hay ninguna razón para que no podáis realizar los hechizos en
el examen, en una situación controlada —explicó la profesora Umbridge quitándole importancia al
asunto.
—¿Sin haberlos practicado de antemano? —preguntó Parvati con incredulidad—. ¿Significa eso que no
vamos a hacer los hechizos hasta el día del examen?
—Repito, si habéis estudiado bien la teoría…
—¿Y de qué nos va a servir la teoría en la vida real? —intervino de pronto Harry, que había vuelto a
levantar el puño.
La profesora Umbridge lo miró y dijo:
—Esto es el colegio, señor Potter, no la vida real.
—¿Acaso no se supone que estamos preparándonos para lo que nos espera fuera del colegio?
—No hay nada esperando fuera del colegio, señor Potter.
—¿Ah, no? —insistió Harry. La rabia que sentía, que parecía haber estado borboteando ligeramente
durante todo el día, estaba alcanzando el punto de ebullición.
—¿Quién iba a querer atacar a unos niños como ustedes? —preguntó la profesora Umbridge con un
exageradísimo tono meloso.
—Humm, a ver… —respondió Harry fingiendo reflexionar—. ¿Quizá… lord Voldemort?
Ron contuvo la respiración, Lavender Brown soltó un grito y Neville resbaló hacia un lado del banco.
La profesora Umbridge, sin embargo, ni siquiera se inmutó: simplemente miró a Harry con un gesto de
rotunda satisfacción en la cara.
—Diez puntos menos para Gryffindor, señor Potter —dijo, y los alumnos se quedaron callados e
inmóviles observando tanto a la profesora Umbridge como a Harry—. Y ahora, permítanme aclarar
algunas cosas. —La profesora Umbridge se puso en pie y se inclinó hacia ellos con las manos de dedos
regordetes  abiertas  y  apoyadas  en  la  mesa—.  Les  han  contado  que  cierto  mago  tenebroso  ha
resucitado…
—¡No estaba muerto —la corrigió un Harry furioso—, pero sí, ha regresado!
—Señor-Potter-ya-ha-hecho-perder-diez-puntos-a-su-casa-no-lo-estropee-más —recitó la profesora de
un tirón y sin mirar a Harry—. Como iba diciendo, les han informado de que cierto mago tenebroso
vuelve a estar suelto. Pues bien, eso es mentira.
—¡No es mentira! —la contradijo Harry—. ¡Yo lo vi con mis propios ojos! ¡Luché contra él!
—¡Castigado, señor Potter! —exclamó entonces la profesora Umbridge, triunfante—. Mañana por la
tarde. A las cinco. En mi despacho. Repito, eso es mentira. El Ministerio de Magia garantiza que no
están ustedes bajo la amenaza de ningún mago tenebroso. Si alguno todavía está preocupado, puede ir a
verme fuera de las horas de clase. Si alguien está asustándolos con mentiras sobre magos tenebrosos
resucitados, me gustaría que me lo contara. Estoy aquí para ayudar. Soy su amiga. Y ahora, ¿serán tan
amables de continuar con la lectura? Página cinco, «Conceptos elementales para principiantes».
Y tras pronunciar esas palabras la profesora Umbridge se sentó. Harry, en cambio, se levantó. Todos lo
miraban expectantes, y Seamus parecía sentirse entre aterrado y fascinado.
—¡No, Harry! —le advirtió Hermione con un susurro mientras le tiraba de la manga; pero su amigo dio
un tirón del brazo para soltarse.
—Entonces, según usted, Cedric Diggory se cayó muerto porque sí, ¿verdad? —dijo Harry con voz
temblorosa.
Todo el mundo contuvo la respiración, pues ningún alumno salvo Ron y Hermione había oído hablar a
Harry sobre lo sucedido la noche en que murió Cedric. Ávidos de noticias, miraron a Harry y luego a la
profesora Umbridge, que había arqueado las cejas y observaba al muchacho muy atenta, sin rastro de
una sonrisa forzada en los labios.
—La muerte de Cedric Diggory fue un trágico accidente —afirmó con tono cortante.
—Fue un asesinato —le discutió Harry, que entonces se dio cuenta de que estaba temblando. No había
hablado con casi nadie de aquel tema, y menos aún con treinta compañeros de clase que escuchaban
ansiosos—. Lo mató Voldemort, y usted lo sabe.
El rostro de la profesora Umbridge no denotaba expresión alguna. Durante un momento Harry creyó
que iba a gritarle, pero ella, con la más suave y dulce voz infantil, dijo:
—Venga aquí, señor Potter.
Harry apartó su silla de una patada, dio unas cuantas zancadas, pasando al lado de Ron y de Hermione,
y se acerco a la mesa de la profesora. Era consciente de que el resto de la clase seguía conteniendo la
respiración, pero estaba tan furioso que no le importaba lo que pudiera ocurrir.
La profesora Umbridge sacó de su bolso un pequeño rollo de pergamino rosa, lo extendió sobre la
mesa, mojó la pluma en un tintero y empezó a escribir encorvada sobre él para que Harry no viera lo
que ponía. Nadie decía nada.
Aproximadamente después de un minuto, la profesora enrolló el pergamino, que, al recibir un golpe de
su varita mágica, quedó sellado a la perfección para que Harry no pudiera abrirlo.
—Lleve esto a la profesora McGonagall, haga el favor —le ordenó la profesora Umbridge tendiéndole
la nota.
Harry la cogió sin decir nada, salió del aula sin mirar siquiera a Ron y a Hermione y cerró de un
portazo.  Echó  a  andar  a  buen  ritmo  por  el  pasillo,  con  la  nota  para  la  profesora  McGonagall
fuertemente agarrada con una mano; al doblar una esquina tropezó con Peeves, el  poltergeist, un
hombrecillo con boca de pato que flotaba en el aire, boca arriba, haciendo malabarismos con unos
tinteros.
—¡Hombre, pero si es Potter pipí en el pote! —dijo Peeves riendo con voz aguda al mismo tiempo que
dejaba caer al suelo dos de los tinteros, que se rompieron y salpicaron las paredes; Harry se apartó de
un brinco y le gruñó:
—Déjame, Peeves.
—¡Oh! El chiflado está de mal humor —replicó elpoltergeist, y se puso a perseguir a Harry por el
pasillo, sonriendo burlonamente mientras volaba por encima de él—. ¿Qué ha pasado esta vez, Potty,
amigo mío? ¿Has oído voces? ¿Has tenido visiones? ¿Te has puesto a hablar en… —Peeves hizo una
gigantesca pedorreta— idiomas raros?
—¡Te he dicho que me dejes en paz! —gritó el chico, y echó a correr hacia la escalera más cercana;
pero Peeves, impasible, se tumbó sobre la barandilla y se deslizó por ella, siguiéndolo.
—«Ladra el pequeño chiflado / porque está malhumorado. / Los más clementes opinan / que sólo está
un poco amargado. / Pero Peeves os asegura / que es un perturbado…»
—¡Cállate!
Entonces se abrió una puerta en la pared de la izquierda y la profesora McGonagall salió de su
despacho con aire severo y un tanto nervioso.
—¿Qué demonios significan esos gritos, Potter? —le espetó mientras Peeves reía socarronamente y se
alejaba volando a toda velocidad—. ¿Por qué no estás en clase?
—Me han enviado a verla —le explicó Harry en un tono glacial.
—¿Enviado? ¿Qué quiere decir que te han enviado?
Como respuesta le tendió la nota de la profesora Umbridge. La profesora McGonagall, frunciendo el
entrecejo, cogió el rollo de pergamino, lo abrió con un golpe de su varita, lo desenrolló y empezó a leer.
Detrás de sus cuadradas gafas, sus ojos recorrían el pergamino rápidamente y con cada línea se
estrechaban más.
—Pasa, Potter. —Harry la siguió a su despacho, cuya puerta se cerró automáticamente detrás de él—.
¿Y bien? —dijo la profesora McGonagall, volviéndose hacia Harry—. ¿Es verdad?
—¿Si es verdad qué? —preguntó él con un tono mucho más agresivo de lo que era su intención—…
profesora —añadió en un intento de suavizar su primera reacción.
—¿Es verdad que has gritado a la profesora Umbridge?
—Sí.
—¿La has llamado mentirosa?
—Sí.
—¿Le has dicho que El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto?
—Sí.
La profesora McGonagall se sentó detrás de su mesa y se quedó mirando a Harry con el entrecejo
fruncido. Tras una pausa, dijo:
—Coge una galleta, Potter.
—Que coja… ¿qué?
—Coge una galleta —repitió ella con impaciencia señalando una lata de cuadros escoceses que había
sobre uno de los montones de papeles de su mesa—. Y siéntate.
En ese momento Harry recordó aquella otra ocasión en que, en lugar de castigarlo con la palmeta, la
profesora McGonagall lo había incluido en el equipo dequidditchde Gryffindor. El muchacho se sentó
en una silla delante de la mesa y cogió un tritón de jengibre, tan desconcertado y despistado como
aquella vez.
La profesora McGonagall dejó la nota de la profesora Umbridge sobre la mesa y miró con seriedad a
Harry.
—Debes tener cuidado, Potter.
Harry se tragó el trozo de tritón de jengibre y la miró a los ojos. El tono de voz de la profesora
McGonagall no se parecía en nada al que él estaba acostumbrado a oír; no era enérgico, seco y severo,
sino lento y angustiado, y mucho más humano de lo habitual.
—La mala conducta en la clase de Dolores Umbridge podría costarte mucho más que un castigo y unos
puntos menos para Gryffindor.
—¿Qué quiere…?
—Utiliza el sentido común, Potter —lo atajó la profesora McGonagall, y volvió rápidamente al tono al
que tenía acostumbrados a sus alumnos—. Ya sabes de dónde viene, y por lo tanto también debes saber
bajo las órdenes de quién está.
En ese instante sonó la campana que señalaba el final de la clase. Por todas partes se oía el ruido de
cientos de alumnos que se movilizaban como una manada de elefantes.
—Aquí dice que te ha impuesto un castigo todas las tardes de esta semana, y que empezarás mañana —
prosiguió la profesora McGonagall, y miró de nuevo la nota de la profesora Umbridge.
—¡Todas  las  tardes  de  esta  semana!  —repitió  Harry,  horrorizado—.  Pero  profesora,  ¿no  podría
usted…?
—No, no puedo —dijo la profesora McGonagall con rotundidad.
—Pero…
—Ella es tu profesora y tiene derecho a castigarte. Debes ir a su despacho mañana a las cinco en punto
para recibir el primer castigo. Y recuerda: ándate con cuidado cuando estés con Dolores Umbridge.
—Pero ¡si yo sólo he dicho la verdad! —protestó Harry, indignado—. Voldemort ha regresado, usted lo
sabe; el profesor Dumbledore también lo sabe…
—¡Por favor, Potter! —lo interrumpió la profesora McGonagall con enojo, colocándose bien las gafas,
pues había hecho una mueca espantosa al oír el nombre de Voldemort—. ¿De verdad crees que esto es
una cuestión de verdades o mentiras? ¡Lo que tienes que hacer es mantenerte al margen y controlar tu
temperamento!
La mujer se levantó, con las aletas de la nariz dilatadas y los labios muy apretados, y Harry también.
—Coge otra galleta —dijo la profesora McGonagall con irritación acercándole la lata.
—No, gracias —repuso Harry fríamente.
—No seas ridículo —le espetó ella.
Entonces el muchacho cogió una galleta y dijo a regañadientes:
—Gracias.
—¿No oíste el discurso de Dolores Umbridge en el banquete de bienvenida, Potter?
—Sí. Sí, dijo que… iban a prohibir el progreso o… Bueno, lo que quería decir era que… el Ministerio
de Magia intenta inmiscuirse en Hogwarts.
La profesora McGonagall se quedó mirándolo un momento; luego resopló, pasó por el lado de su mesa
y le abrió la puerta a Harry.
—Bueno, me alegra saber que al menos escuchas a Hermione Granger —comentó haciéndole señas
para que saliera de su despacho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario