22
Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas
Harry se sintió tan aliviado al comprobar que la profesora McGonagall se lo tomaba en serio que novaciló: se levantó de inmediato de la cama y se puso la bata y las gafas.
—Tú también tendrías que venir, Weasley —indicó la profesora.
Salieron con ella del dormitorio, donde dejaron a Neville, Dean y Seamus, que no se atrevieron a abrir
la boca, bajaron por la escalera de caracol hasta la sala común, salieron por el hueco del retrato y
llegaron al pasillo de la Señora Gorda, iluminado por la luna. Harry tenía la impresión de que el pánico
que se acumulaba en su interior podía desbordarse en cualquier momento; le habría gustado echar a
correr y llamar a gritos a Dumbledore. El señor Weasley estaba desangrándose mientras ellos andaban
tranquilamente por el pasillo; ¿y si aquellos colmillos (Harry hizo un esfuerzo para no pensar «mis
colmillos») eran venenosos? Se cruzaron con la Señora Norris, que los miró con los ojos como
lámparas y bufó débilmente, pero la profesora McGonagall dijo «¡Fuera!» y la gata se escabulló en las
sombras. Al cabo de unos minutos llegaron a la gárgola de piedra que vigilaba la entrada del despacho
de Dumbledore.
—¡Meigas fritas! —dijo la profesora McGonagall.
La gárgola cobró vida y se apartó hacia un lado, y la pared que tenía detrás se abrió dejando ver una
escalera de piedra que se movía continuamente hacia arriba, como una escalera mecánica de caracol.
Montaron los tres en la escalera móvil; la pared se cerró tras ellos con un ruido sordo y empezaron a
ascender, describiendo cerrados círculos, hasta que llegaron a la brillante puerta de roble en la que
sobresalía la aldaba de bronce que representaba un grifo.
Era más de medianoche, pero en el interior de la habitación se oían voces, como un agitado murmullo.
Parecía que Dumbledore estaba reunido por lo menos con una docena de personas.
La profesora McGonagall llamó tres veces con la aldaba en forma de grifo y las voces cesaron
inmediatamente, como si alguien las hubiera hecho callar pulsando un interruptor. La puerta se abrió
sola, y la profesora precedió a Harry y a Ron hacia el interior.
El cuarto estaba en penumbra; los extraños instrumentos de plata que había sobre las mesas estaban
quietos y silenciosos en lugar de zumbar y despedir bocanadas de humo, como solían hacer; los retratos
de anteriores directores y directoras que cubrían las paredes dormitaban en sus marcos. Junto a la
puerta, un espléndido pájaro rojo y dorado del tamaño de un cisne dormía en su percha con la cabeza
bajo el ala.
—Ah, es usted, profesora McGonagall…, y…, ¡ah!
Dumbledore estaba sentado en una silla de respaldo alto detrás de su mesa, inclinado sobre la luz de las
velas que iluminaban los papeles que tenía delante. Aunque llevaba una bata de color morado y dorado
con espléndidos bordados sobre una camisa de dormir blanquísima, estaba completamente despierto y
tenía los penetrantes ojos azul claro fijos en la profesora McGonagall.
—Profesor Dumbledore, Potter ha tenido…, bueno, una pesadilla —declaró la profesora—. Dice que…
—No era ninguna pesadilla —se apresuró a corregir Harry.
La profesora McGonagall miró al muchacho con el entrecejo fruncido.
—Está bien, Potter, cuéntaselo tú al director.
—Verá… Yo… estaba dormido, es verdad… —empezó a explicar Harry, y pese al terror que sentía y la
desesperación por conseguir que Dumbledore lo entendiera, le molestó un poco que el director no lo
mirara a él, sino que se examinara los dedos, que tenía entrelazados—. Pero no era un sueño
corriente…, era real… Vi cómo pasaba… —Inspiró hondo—. Al padre de Ron, el señor Weasley, lo ha
atacado una serpiente gigantesca.
Las palabras resonaron en la habitación y resultaron ligeramente ridículas, incluso cómicas. Luego se
produjo un silencio durante el cual Dumbledore se recostó en la silla y se quedó contemplando el techo
con aire meditabundo. Ron, pálido y conmocionado, miró a Harry y luego al director.
—¿Cómo lo has visto? —le preguntó Dumbledore con serenidad, aunque seguía sin mirarlo.
—Pues… no lo sé —contestó Harry, muy enfadado. ¿Qué importancia tenía eso?—. Dentro de mi
cabeza, supongo.
—No me has entendido —dijo Dumbledore con el mismo tono reposado—. Me refiero a si…
¿Recuerdas… dónde estabas situado cuando presenciaste el ataque? ¿Estabas de pie junto a la víctima o
contemplabas la escena desde arriba?
Aquélla era una pregunta tan curiosa que Harry se quedó observando al director con la boca abierta; era
como si él supiera…
—Yo era la serpiente —afirmó—. Lo vi todo desde la posición de la serpiente.
Hubo un nuevo momento de silencio; entonces Dumbledore, sin mirar a Ron, que todavía estaba blanco
como la cera, preguntó con un tono de voz diferente, más brusco:
—¿Está Arthur gravemente herido?
—Sí —contestó Harry con ímpetu. ¿Cómo podían ser todos tan duros de mollera? ¿No sabían lo que
podía llegar a sangrar una persona cuando unos colmillos de ese tamaño le perforaban el costado? ¿Y
por qué no tenía Dumbledore el detalle de mirarlo a la cara?
Pero entonces el director se puso en pie tan deprisa que Harry se sobresaltó, y se dirigió a uno de los
viejos retratos que estaba colgado muy cerca del techo.
—¡Everard! —dijo enérgicamente—. ¡Y tú también, Dilys!
Dos personajes que parecían sumidos en el más profundo de los sueños, un mago de rostro cetrino con
un corto flequillo negro y una anciana bruja con largos tirabuzones plateados que estaba en el cuadro de
al lado, abrieron de inmediato los ojos.
—¿Lo habéis oído? —les preguntó Dumbledore.
El mago asintió con la cabeza y la bruja dijo: «Por supuesto.»
—Es pelirrojo y lleva gafas —especificó Dumbledore—. Everard, tendrás que dar la alarma, asegúrate
de que lo encuentran las personas adecuadas…
El mago y la bruja asintieron y se desplazaron hacia un lado de sus respectivos marcos, pero en lugar
de aparecer en los cuadros contiguos (como solía ocurrir en Hogwarts), ninguno de los dos reapareció.
En ese momento, en uno de los cuadros sólo había una cortina oscura como telón de fondo; en el otro,
una bonita butaca de cuero. Harry se fijó en que muchos otros directores y directoras, pese a roncar y
babear de forma muy convincente, lo observaban con disimulo sin levantar apenas los párpados, y de
pronto comprendió quiénes eran los que estaban hablando cuando habían llamado a la puerta.
—Everard y Dilys fueron dos de los más célebres directores de Hogwarts —explicó Dumbledore, que
pasó junto a Harry, Ron y la profesora McGonagall para acercarse al magnífico pájaro que dormía en la
percha al lado de la puerta—. Tal es su renombre que ambos tienen retratos colgados en importantes
instituciones mágicas. Como tienen libertad para moverse de uno a otro de sus propios retratos, podrán
decirnos qué está pasando en otros sitios…
—Pero ¡el señor Weasley podría estar en cualquier parte! —exclamó Harry.
—Sentaos los tres, por favor —dijo Dumbledore ignorando por completo el comentario del chico—.
Everard y Dilys quizá tarden unos minutos en regresar. Profesora McGonagall, ¿quiere acercar unas
sillas?
La profesora McGonagall sacó la varita mágica del bolsillo de la bata y la agitó; de la nada aparecieron
tres sillas de madera, con respaldo alto, muy diferentes de las cómodas butacas de chintz que
Dumbledore había hecho aparecer durante la vista de Harry. Éste se sentó, pero giró la cabeza para
mirar a Dumbledore. El director acariciaba con un dedo las doradas plumas de la cabeza de Fawkes, y
el fénix despertó al momento. Levantó su hermosa cabeza y miró a Dumbledore con sus ojos brillantes
y oscuros.
—Necesitaremos que nos avises —le dijo Dumbledore en voz baja al pájaro.
Hubo un fogonazo y el fénix desapareció.
Entonces Dumbledore se inclinó sobre uno de aquellos frágiles instrumentos de plata cuya función
Harry nunca había conocido, lo llevó a su mesa, se sentó de cara a sus visitantes y dio unos golpecitos
en él con la punta de la varita.
El instrumento cobró vida de inmediato y empezó a emitir unos rítmicos tintineos. Por el minúsculo
tubo de plata que tenía en la parte superior empezaron a salir pequeñas bocanadas de un pálido humo
verde. Dumbledore lo observaba atentamente con la frente arrugada. Tras unos segundos, las pequeñas
bocanadas se convirtieron en un chorro de humo cada vez más denso que formaba espirales en el aire…
Luego, en el extremo se formó una cabeza de serpiente que abría mucho la boca. Harry se preguntó si
aquel instrumento estaría confirmando su historia: miró con avidez a Dumbledore en busca de alguna
señal de que estaba en lo cierto, pero el director no levantó la cabeza.
—Naturalmente, naturalmente —murmuró Dumbledore, al parecer para sí, sin dejar de observar el
chorro de humo y sin dar la más leve señal de sorpresa—. Pero ¿dividido en esencia?
Para Harry aquella pregunta no tenía ni pies ni cabeza. Sin embargo, la serpiente de humo se dividió al
instante en dos serpientes, y ambas siguieron enroscándose y ondulando en la penumbra. Con gesto de
amarga satisfacción, Dumbledore dio otro golpecito al instrumento con la varita: entonces el tintineo
fue cesando hasta apagarse, y las serpientes de humo quedaron reducidas a una neblina informe que
acabó esfumándose y desapareciendo por completo.
Dumbledore volvió a dejar el instrumento encima de la mesita de finas patas. Harry percibió que era
observado por muchos de los directores de los retratos; entonces éstos, al darse cuenta de que Harry
estaba mirándolos, volvieron a hacerse los dormidos. El chico quería preguntar para qué servía aquel
extraño instrumento de plata, pero antes de que pudiera plantearlo se oyó un grito en lo alto de la pared,
a su derecha: Everard había vuelto a su retrato, jadeando ligeramente.
—¡Dumbledore!
—¿Qué ha pasado? —preguntó éste enseguida.
—Grité hasta que alguien llegó corriendo —contó el mago secándose la frente con la cortina que tenía
detrás— y le dije que había oído que algo se movía abajo. No estaban seguros de si debían creerme,
pero fueron a comprobarlo. Ya sabes que allí abajo no hay retratos desde los cuales se pueda mirar. En
fin, unos minutos más tarde lo subieron. No tiene buen aspecto, está cubierto de sangre. Corrí hasta el
retrato de Elfrida Cragg para verlo bien cuando se marchaban…
—Muy bien —dijo Dumbledore, y Ron hizo un movimiento convulsivo—. Entonces supongo que
Dilys lo habrá visto llegar…
Unos momentos después, la bruja de los tirabuzones plateados apareció también en su retrato; se sentó
tosiendo en su butaca y afirmó:
—Sí, lo han llevado a San Mungo, Dumbledore… Han pasado por delante de mi retrato… Tiene mal
aspecto…
—Gracias —dijo el director, quien luego miró a la profesora McGonagall y añadió—: Minerva,
necesito que vaya a despertar a los otros hijos de Weasley.
—Ahora mismo voy. —La profesora McGonagall se dirigió rápidamente hacia la puerta y Harry miró
de reojo a Ron, que parecía aterrado—. ¿Y… qué hay de Molly, Dumbledore? —preguntó la profesora
deteniéndose frente a la puerta.
—De eso se encargará Fawkes cuando haya terminado de vigilar si se acerca alguien —determinó
Dumbledore—. Pero quizá lo sepa ya, porque tiene ese estupendo reloj…
Harry comprendió que Dumbledore se refería al reloj que, en lugar de indicar la hora, indicaba el
paradero y el estado de los diferentes miembros de la familia Weasley, y con una punzada de dolor
pensó que la manecilla del señor Weasley estaría señalando el rótulo de «Peligro de muerte». Pero era
muy tarde. Seguramente la señora Weasley estaría durmiendo, y no mirando el reloj. Harry sintió un
escalofrío al recordar cómo elboggartde la señora Weasley había adoptado la forma del cuerpo sin
vida del señor Weasley, a quien se le habían torcido las gafas y por cuya cara resbalaba la sangre…
Pero el señor Weasley no moriría, no podía morir…
En ese momento Dumbledore hurgaba en un armario que Harry y Ron tenían detrás. Por fin dejó de
revolver y apareció con una vieja y ennegrecida tetera que dejó con cuidado sobre su mesa. Entonces
levantó la varita y murmuró:«¡Portus!»La tetera tembló brevemente y emitió un extraño resplandor
azulado; luego dejó de estremecerse y se quedó tan negra como al principio.
Dumbledore se acercó a otro retrato, que representaba a un mago con pinta de listillo, con barba
puntiaguda, al que habían pintado vestido de verde y plata, los colores de Slytherin; al parecer, dormía
tan profundamente que no oyó la voz de Dumbledore cuando éste intentó despertarlo.
—Phineas. ¡Phineas!
Los personajes de los retratos que cubrían las paredes ya no se hacían los dormidos, sino que se movían
por sus cuadros para ver lo que pasaba en la habitación. Al ver que el mago con pinta de listo seguía
fingiendo que dormía, algunos lo llamaron también a gritos.
—¡Phineas! ¡Phineas!¡PHINEAS!
Como ya no podía disimular más, dio un exagerado brinco y abrió mucho los ojos.
—¿Alguien me llama?
—Necesito que visites una vez más tu otro retrato, Phineas —le pidió Dumbledore—. Tengo un nuevo
mensaje.
—¿Visitar mi otro retrato? —repitió Phineas con voz aflautada, y dio un largo y falso bostezo mientras
recorría la habitación con la mirada y se fijaba en Harry—. ¡Ah, no, Dumbledore, esta noche estoy
demasiado cansado!
A Harry la voz de Phineas le resultaba familiar, pero no sabía dónde la había oído. De pronto los
retratos de las paredes estallaron en manifestaciones de protesta.
—¡Insubordinación, señor! —bramó un mago robusto de nariz encarnada, blandiendo los puños—.
¡Negligencia en el cumplimiento del deber!
—¡Estamos moralmente obligados a prestar servicio al actual director de Hogwarts! —gritó un anciano
mago de aspecto frágil al que Harry identificó como el predecesor de Dumbledore, Armando Dippet—.
¡Debería darte vergüenza, Phineas!
—¿Lo convenzo, Dumbledore? —insinuó una bruja de ojos penetrantes que levantó una varita
inusualmente gruesa parecida a una vara para dar azotes.
—Está bien, está bien —cedió Phineas mirando con aprensión la varita de la bruja—, aunque es posible
que ya haya destrozado mi retrato, como ha hecho con los de la mayoría de la familia…
—Sirius sabe perfectamente que no tiene que destruir tu retrato —replicó Dumbledore, y de inmediato
Harry supo dónde había oído antes la voz de Phineas: era la que salía del cuadro, en apariencia vacío,
que había en su dormitorio de Grimmauld Place—. Tienes que decirle que Arthur Weasley está
gravemente herido y que su esposa, hijos y Harry Potter llegarán en breve a su casa. ¿Lo has
entendido?
—Arthur Weasley herido, esposa e hijos y Harry Potter invitados —repitió Phineas con aburrimiento
—. Sí, sí…, muy bien…
Entonces se inclinó hacia un lado del retrato y desapareció de la vista en el preciso instante en que la
puerta del despacho volvía a abrirse. Fred, George y Ginny entraron con la profesora McGonagall; los
tres iban en pijama y despeinados, y parecían asustados.
—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Ginny, que tenía aspecto de estar muerta de miedo—. La profesora
McGonagall dice que has visto cómo atacaban a papá…
—Vuestro padre ha tenido un accidente mientras trabajaba para la Orden del Fénix —explicó
Dumbledore antes de que Harry pudiera hablar—. Lo han llevado al Hospital San Mungo de
Enfermedades y Heridas Mágicas. Os voy a enviar a casa de Sirius, que está mucho más cerca del
hospital que La Madriguera. Allí os reuniréis con vuestra madre.
—¿Cómo vamos a ir? —preguntó Fred, muy afectado—. ¿Con polvos flu?
—No —respondió Dumbledore—. Ahora los polvos flu no son seguros, la Red está vigilada. Utilizaréis
un traslador. —Señaló la vieja tetera de aspecto inocente que había dejado encima de la mesa—.
Estamos esperando el informe de Phineas Nigellus. Antes de enviaros quiero asegurarme de que no hay
ningún peligro.
En ese momento se produjo un fogonazo en medio del despacho; cuando se apagó, apareció una pluma
dorada que descendió flotando suavemente.
—Es el aviso deFawkes—anunció Dumbledore, y cogió la pluma antes de que llegara al suelo—. La
profesora Umbridge sabe que no estáis en vuestras camas… Minerva, vaya y entreténgala, cuéntele
cualquier historia…
Acto seguido, la profesora McGonagall salió por la puerta en medio de un revuelo de cuadros
escoceses.
—Dice que será un placer —afirmó una voz aburrida detrás de Dumbledore; Phineas había vuelto a
aparecer ante el estandarte de Slytherin—. Mi tataranieto siempre ha tenido un gusto muy extraño con
los huéspedes.
—Entonces, venid aquí —les dijo Dumbledore a Harry y a los Weasley—. Y rápido, antes de que
llegue alguien más.
Harry y los demás se agruparon alrededor de la mesa del director.
—¿Todos habéis utilizado ya un traslador? —preguntó Dumbledore; los muchachos asintieron y
estiraron una mano para tocar alguna parte de la ennegrecida tetera—. Muy bien. Entonces, cuando
cuente tres, uno…, dos…
Sucedió en una milésima de segundo: en la pausa infinitesimal que hubo antes de que Dumbledore
dijera «tres», Harry levantó la cabeza y miró al director (pues estaban muy cerca), cuyos ojos azules se
desviaron desde el traslador hacia la cara del muchacho.
Inmediatamente, la cicatriz de Harry se puso a arder, como si se le hubiera abierto la vieja herida, y
surgió dentro de él un odio espontáneo y no deseado, aunque horriblemente intenso, y tan potente que
por un instante pensó que no había nada que deseara más en el mundo que golpear, morder e hincarle
los colmillos al hombre que tenía delante…
—… tres.
Harry notó una fuerte sacudida en el estómago y el suelo desapareció bajo sus pies, pero seguía
teniendo una mano pegada a la tetera; chocó contra los otros mientras salían despedidos a toda
velocidad hacia delante, en medio de un torbellino de colores y una fuerte ráfaga de viento, arrastrados
por la tetera… hasta que tocó bruscamente el suelo con los pies y se le doblaron las rodillas; la tetera
cayó al suelo, y una voz cercana dijo:
—Ya están aquí esos mocosos traidores a la sangre. ¿Es verdad que su padre está muriéndose?
—¡FUERA!—gritó otra voz.
Harry se puso en pie y miró alrededor; habían llegado a la lúgubre cocina del sótano del número 12 de
Grimmauld Place. Los únicos puntos de luz eran el fuego y una vela parpadeante que iluminaban los
restos de una cena solitaria. Kreacher salía en aquel momento por la puerta que daba al vestíbulo;
entonces giró la cabeza y les lanzó una mirada maliciosa al mismo tiempo que se colocaba bien el
taparrabos. Sirius corría hacia ellos con gesto de preocupación. Iba sin afeitar y todavía llevaba puesta
la ropa de calle; despedía un olorcillo a alcohol parecido al de Mundungus.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, y estiró una mano para ayudar a Ginny a levantarse—. Phineas
Nigellus me ha dicho que Arthur está gravemente herido.
—Pregúntaselo a Harry —sugirió Fred.
—Sí, yo también quiero enterarme —dijo George.
Los gemelos y Ginny miraban fijamente a Harry. Los pasos de Kreacher se habían parado en la
escalera.
—Fue… —empezó Harry; aquello era aún peor que contárselo a la profesora McGonagall y a
Dumbledore—. Tuve una… especie de… visión…
Y les contó todo lo que había visto, pero alteró el relato, de modo que pareciera que lo había
contemplado desde fuera, mientras la serpiente atacaba, y no con los ojos del reptil. Ron, que todavía
estaba muy pálido, le lanzó una mirada fugaz, aunque no hizo ningún comentario. Cuando Harry hubo
terminado, Fred, George y Ginny se quedaron observándolo con atención un momento. Harry no sabía
si se lo imaginaba o no, pero le pareció detectar un destello acusador en sus ojos. Y si le iban a echar la
culpa sólo por haber presenciado el ataque, se alegraba de no haberles contado que lo había visto desde
el interior de la serpiente.
—¿Está nuestra madre aquí? —le preguntó Fred a Sirius.
—Seguramente ni siquiera sabe todavía lo que ha pasado —contestó Sirius—. Lo más importante era
sacaros de Hogwarts antes de que la profesora Umbridge pudiera intervenir. Supongo que ahora
Dumbledore estará contándoselo a Molly.
—Tenemos que ir a San Mungo —dijo Ginny con urgencia, y miró a sus hermanos, que, naturalmente,
todavía iban en pijama—. Sirius, ¿puedes dejarnos unas capas o algo?
—¡Un momento, no podéis ir todavía a San Mungo! —la atajó Sirius.
—Claro que podemos ir a San Mungo si queremos —le contradijo Fred con testarudez—. ¡Es nuestro
padre!
—¿Y cómo vais a explicar que sabíais que Arthur había sido atacado antes incluso de que lo supieran el
hospital o su propia esposa?
—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó George acaloradamente.
—¡Importa porque no queremos llamar la atención sobre el hecho de que Harry tiene visiones de cosas
que ocurren a cientos de kilómetros de distancia! —repuso Sirius con enfado—. ¿Tenéis idea de cómo
interpretaría el Ministerio esa información?
Era evidente que a Fred y George no les importaba cómo lo interpretara el Ministerio. Ron, por su
parte, seguía lívido y callado.
—Podría habérnoslo contado alguien más… —insinuó Ginny—, o podríamos habernos enterado por
otra fuente que no fuera Harry.
—¿Ah, sí? ¿Por quién? —preguntó Sirius con impaciencia—. Escuchad, vuestro padre ha resultado
herido mientras trabajaba para la Orden, y las circunstancias ya son lo bastante sospechosas para que
encima sus hijos lo sepan sólo unos segundos después de que haya ocurrido. Podríais perjudicar
gravemente los intereses de la Orden…
—¡Nos trae sin cuidado la maldita Orden! —gritó Fred.
—¡Nuestro padre se está muriendo! —añadió George.
—¡Vuestro padre ya sabía dónde se metía y no va a agradeceros que le pongáis las cosas más difíciles a
la Orden! —replicó Sirius, tan furioso como ellos—. ¡Esto es lo que hay, y por eso no pertenecéis a la
Orden! ¡Vosotros no lo entendéis, pero hay cosas por las que vale la pena morir!
—¡Qué fácil es decir eso estando encerrado aquí! —le espetó Fred—. ¡Yo no veo que tú arriesgues
mucho el pellejo!
El poco color que le quedaba a Sirius en la cara se esfumó de golpe. Durante un momento pareció estar
deseando pegarle una bofetada a Fred, pero cuando habló lo hizo con una voz decidida y serena.
—Ya sé que es difícil, pero hemos de fingir que todavía no sabemos nada. Debemos quedarnos aquí, al
menos hasta que tengamos noticias de vuestra madre, ¿de acuerdo?
Fred y George seguían encolerizados. Ginny, en cambio, fue hacia la silla más cercana y se sentó en
ella. Harry miró a Ron, que hizo un movimiento extraño, entre un gesto afirmativo con la cabeza y un
encogimiento de hombros, y los dos se sentaron también. Los gemelos miraron con odio a Sirius
durante un minuto más; luego se sentaron a ambos lados de Ginny.
—Así me gusta —dijo Sirius alentándolos—. Bueno, vamos a…, vamos a beber algo mientras
esperamos.¡Accio cerveza de mantequilla!
Levantó la varita mágica mientras pronunciaba aquellas palabras, y media docena de botellas salieron
de la despensa y fueron volando hacia ellos, se deslizaron por la mesa, esparciendo los restos de la cena
de Sirius, y se detuvieron hábilmente delante de cada uno de ellos. Todos bebieron, y durante un rato
sólo se oyeron el chisporroteo del fuego de la cocina y el ruido sordo de las botellas al dejarlas en la
mesa.
Harry sólo bebía para tener algo que hacer con las manos. Por dentro notaba un horrible, abrasador y
desbordante sentimiento de culpa. De no ser por él no estarían allí, sino en la cama, durmiendo. Y no le
servía de consuelo recordar que, al dar la alarma, se había asegurado de que encontrarían al señor
Weasley, porque para empezar había que tener en cuenta el detalle de que había sido él quien había
atacado al señor Weasley.
«No seas estúpido, tú no tienes colmillos —se dijo intentando conservar la calma, aunque le temblaba
la mano con que sujetaba la botella de cerveza de mantequilla—, tú estabas en la cama, no estabas
atacando a nadie… Pero entonces, ¿qué ha pasado en el despacho de Dumbledore? —se preguntó—.
Sentí como si quisiera atacarlo también a él…»
Dejó la botella sobre la mesa con un golpe inesperadamente fuerte, y la botella se volcó, pero nadie se
dio cuenta. Entonces se produjo un fogonazo en el aire que iluminó los platos sucios que tenían delante,
y mientras gritaban desconcertados, un rollo de pergamino cayó con un ruido sordo sobre la mesa,
acompañado de una pluma de cola de fénix.
—¡Fawkes! —exclamó Sirius de inmediato, y agarró el pergamino—. Ésta no es la letra de
Dumbledore… Debe de ser un mensaje de vuestra madre… Tomad…
Le puso la carta en la mano a George, que la abrió con rapidez y leyó en voz alta: «Papá todavía está
vivo. Salgo ahora para San Mungo. Quedaos donde estáis. Os enviaré noticias en cuanto pueda.
Mamá.» George miró alrededor de la mesa. —Todavía está vivo… —repitió lentamente—. Pero eso
suena como si…
No tuvo que terminar la frase. Para Harry también sonaba como si el señor Weasley estuviera
debatiéndose entre la vida y la muerte.
Ron, aún asombrosamente pálido, se quedó mirando el dorso de la carta de su madre como si allí fueran
a aparecer unas palabras de consuelo para él. Fred le arrancó la hoja de pergamino a George y volvió a
leer la carta; luego miró a Harry, quien notó que volvía a temblarle la mano sobre la botella de cerveza
de mantequilla, y la sujetó más fuerte para detener el temblor.
Harry no recordaba que ninguna otra noche se le hubiera hecho tan larga como aquélla. Sirius propuso
una vez, aunque sin mucha convicción, que fueran a acostarse, pero las miradas de repugnancia de los
Weasley fueron suficiente respuesta. Se quedaron sentados en silencio alrededor de la mesa,
observando cómo la mecha de la vela se hundía más y más en la cera líquida; de cuando en cuando se
llevaban una botella a los labios, y sólo hablaban para controlar la hora, para preguntarse en voz alta
qué estaría pasando o para tranquilizarse unos a otros diciéndose que si había malas noticias lo sabrían
enseguida, porque la señora Weasley ya debía de haber llegado a San Mungo.
Fred se quedó dormido con la cabeza colgando sobre un hombro. Ginny estaba acurrucada como un
gato en su silla, pero tenía los ojos abiertos; Harry veía la luz del fuego de la chimenea reflejada en
ellos, y Ron permanecía sentado con la cabeza apoyada en las manos, aunque era imposible saber si
estaba dormido o despierto. Harry y Sirius se miraban de vez en cuando, como dos intrusos en medio
del dolor de una familia, esperando, esperando…
A las cinco y diez de la mañana, según el reloj de Ron, se abrió la puerta de la cocina y por ella entró la
señora Weasley. Estaba extremadamente pálida, pero cuando todos se volvieron para mirarla, y Fred,
Ron y Harry saltaron casi de sus sillas, ella forzó una frágil sonrisa.
—Se pondrá bien —afirmó con una débil voz que denotaba cansancio—. Ahora duerme. Más tarde
podremos ir a verlo. Bill se ha tomado la mañana libre y está haciéndole compañía.
Fred se desplomó en la silla y se tapó la cara con las manos. George y Ginny se pusieron en pie, fueron
corriendo hacia su madre y la abrazaron. Ron soltó una risotada temblorosa y se terminó la cerveza de
mantequilla de un solo trago.
—¡A desayunar! —dijo Sirius en voz alta y con regocijo mientras se levantaba—. ¿Dónde está ese
maldito elfo doméstico?¡KREACHER!—Pero Kreacher no acudió a la llamada—. Bueno, da lo mismo
—murmuró, y se puso a contar a las personas que tenía delante—. A ver, desayuno para… siete…
Huevos con beicon, supongo, un poco de té, tostadas…
Harry fue rápidamente hacia los fogones para ayudar. No quería inmiscuirse en la felicidad de sus
amigos, y temía el momento en que la señora Weasley le pidiese que relatara su visión. Sin embargo,
cuando acababa de coger unos platos del aparador, la señora Weasley se los quitó de las manos y lo
abrazó.
—No quiero ni pensar qué habría pasado si no llega a ser por ti, Harry —dijo con voz apagada—.
Quizá hubieran tardado horas en encontrar a Arthur, y entonces habría sido demasiado tarde, pero
gracias a ti él está vivo y Dumbledore ha podido inventarse un buen pretexto para explicar que
estuviera donde estaba; no te puedes imaginar los problemas que habría tenido de no ser así; mira lo
que le ha ocurrido al pobre Sturgis…
Harry se sentía abrumadísimo por la gratitud de la señora Weasley, pero por suerte ella lo soltó
enseguida; entonces la mujer se volvió hacia Sirius y le dio las gracias por haber cuidado de los niños
aquella noche. Él contestó que estaba encantado de haber podido ayudar, y que esperaba que se
quedaran todos allí mientras el señor Weasley estuviera ingresado en el hospital.
—Oh, Sirius, te lo agradezco muchísimo… Dicen que tendrá que quedarse un tiempo, y sería
maravilloso estar cerca de él… Aunque eso quizá signifique que tengamos que pasar las Navidades
aquí.
—¡Cuantos más, mejor! —exclamó Sirius con una sinceridad tan evidente que la señora Weasley lo
miró sonriendo; luego se puso un delantal y empezó a ayudar a preparar el desayuno.
—Sirius —dijo Harry en voz baja porque ya no podía aguantar ni un minuto más—, ¿podemos hablar
un momento… en privado? ¿Ahora?
Fue hacia la oscura despensa y Sirius lo siguió. Harry, sin más preámbulos, le contó a su padrino todos
los detalles de la visión que había tenido, incluido el hecho de que él era la serpiente que había atacado
al señor Weasley. Cuando hizo una pausa para tomar aliento, Sirius le preguntó:
—¿Se lo has contado a Dumbledore?
—Sí —contestó Harry, impaciente—, pero él no me ha explicado qué significa. Bueno, la verdad es
que ya no me explica nada.
—Estoy seguro de que si hubiera algo de lo que preocuparse te lo habría dicho —afirmó Sirius con
determinación.
—Pero no se trata sólo de eso —murmuró Harry—. Sirius, creo…, creo que estoy volviéndome loco.
En el despacho de Dumbledore, justo antes de que tomáramos el traslador…, durante un par de
segundos me pareció que yo era una serpiente, me sentía como una serpiente. Me dolió muchísimo la
cicatriz cuando miré a Dumbledore. ¡Quería atacarlo, Sirius!
Harry sólo veía una parte de la cara de su padrino; el resto quedaba en sombras.
—Debió de ser una secuela de la visión, nada más —opinó Sirius—. Todavía estabas pensando en el
sueño o lo que fuera, y…
—No, no era eso —lo atajó Harry, y negó con la cabeza—, fue como si algo brotara en mi interior,
como si hubiera una serpiente dentro de mí.
—Necesitas dormir —aseguró Sirius con firmeza—. Desayunarás, subirás a acostarte y después de
comer podrás ir con los demás a ver a Arthur. Has sufrido una conmoción, Harry; te culpas por algo
que sólo has presenciado, y es una gran suerte que lo presenciaras, porque si no Arthur podría haber
muerto. Deja ya de preocuparte.
Y entonces le dio una palmada en el hombro y salió de la despensa, dejándolo solo en la oscuridad.
Todos excepto Harry pasaron el resto de la mañana durmiendo. Él subió al dormitorio que había
compartido con Ron las últimas semanas del verano, pero mientras que su amigo se acostó y se durmió
en cuestión de minutos, Harry se quedó sentado en la cama, vestido, y se apoyó en los fríos barrotes de
metal del cabecero sin hacer nada por ponerse cómodo; estaba decidido a no dormir, pues temía volver
a convertirse en serpiente si lo hacía, y descubrir, al despertar, que había atacado a Ron o que había ido
deslizándose por la casa para atacar a alguien más…
Cuando Ron despertó, Harry fingió haber disfrutado también de un sueño reparador. Sus baúles habían
llegado desde Hogwarts mientras ellos comían, así que pudieron vestirse de muggles para ir a San
Mungo. Todos, de nuevo excepto Harry, estaban muy contentos y parlanchines mientras se quitaban las
túnicas y se ponían vaqueros y sudaderas. Cuando llegaron Tonks y Ojoloco para escoltarlos por
Londres, los recibieron con regocijo y se rieron del bombín queOjolocollevaba torcido para que le
tapara el ojo mágico, y le aseguraron sinceramente que Tonks, que volvía a llevar el cabello muy corto
y de color rosa chillón, llamaría la atención en el metro menos que él.
Tonks mostró un gran interés por la visión de Harry del ataque que había sufrido el señor Weasley, pero
a él no le interesaba hablar sobre eso ni lo más mínimo.
—En tu familia no hay antepasados videntes, ¿verdad? —inquirió con curiosidad cuando se sentaron
juntos en el tren que traqueteaba hacia el centro de la ciudad.
—No —contestó Harry, que se acordó de la profesora Trelawney y se sintió insultado.
—No —repitió Tonks, pensativa—. No, claro, supongo que lo que tú haces no es profetizar, ¿verdad?
Es decir, tú no ves el futuro, sino el presente… Es extraño, ¿no? Pero útil…
Harry no respondió; por fortuna, se apearon en la siguiente parada, una estación del centro de Londres,
y gracias al lío que se produjo al salir del tren, se las ingenió para que Fred y George se colocaran entre
él y Tonks, que marchaba en cabeza. La siguieron hasta la escalera mecánica; Moody cerraba el grupo;
llevaba el bombín calado, y una de sus nudosas manos, metida entre los botones del abrigo, sujetaba
con fuerza la varita. Harry tenía la sensación de que el ojo que Moody llevaba tapado lo miraba
constantemente. Intentando evitar nuevos interrogatorios sobre su sueño, le preguntó a Ojolocodónde
estaba escondido San Mungo.
—No está lejos de aquí —gruñó Moody cuando salieron al frío invernal de una calle ancha, llena de
tiendas y de gente que hacía las compras navideñas. Empujó con suavidad a Harry para que se
adelantara un poco y lo siguió de cerca; Harry sabía que el ojo de Moody giraba en todas direcciones
bajo el torcido sombrero—. No resultó fácil encontrar un buen emplazamiento para un hospital. En el
callejón Diagon no había ningún edificio lo bastante grande, y no podíamos ubicarlo bajo tierra, como
el Ministerio, porque no habría sido saludable. Al final consiguieron un edificio por esta zona. La teoría
era que así los magos podrían ir y venir y mezclarse con la muchedumbre.
Ojolocoagarró a Harry por un hombro para impedir que lo separaran del grupo unos compradores que,
evidentemente, no tenían otro objetivo que entrar en una tienda cercana llena de artilugios eléctricos.
—Ya estamos —anunció Moody un momento más tarde.
Habían llegado frente a unos grandes almacenes de ladrillo rojo, enormes y anticuados, cuyo letrero
rezaba: «Purge y Dowse, S.A.» El edificio tenía un aspecto destartalado y deprimente; en los
escaparates sólo había unos cuantos maniquíes viejos con las pelucas torcidas, colocados de pie al azar
y vestidos con ropa de diez años atrás, como mínimo. En todas las puertas, cubiertas de polvo, había
grandes letreros que decían: «Cerrado por reformas.» Harry oyó cómo una robusta mujer, que iba
cargada de bolsas de plástico llenas de lo que había comprado, le comentaba a su amiga al pasar:
«Nunca he visto esta tienda abierta…»
—Muy bien —dijo Tonks, y les hizo señas para que se acercaran a un escaparate donde sólo había un
maniquí de mujer particularmente feo. Casi se le habían caído las pestañas postizas e iba vestido con un
pichi de nailon verde—. ¿Estáis preparados?
Todos asintieron y formaron un corro alrededor de Tonks. Moody le dio otro empujón a Harry entre los
omoplatos para que siguiera adelante, y Tonks se inclinó hacia el cristal del escaparate observando el
desastroso maniquí. El cristal se empañó con el vaho que le salía por la boca.
—¿Qué hay? —preguntó Tonks—. Hemos venido a ver a Arthur Weasley.
Harry pensó que resultaba absurdo que Tonks esperara que el maniquí la oyera hablar tan bajito a través
de un cristal, sobre todo teniendo en cuenta el gran estruendo que hacían los autobuses al circular por
detrás de ella y el bullicio de la calle llena de gente. Entonces cayó en que, de todos modos, los
maniquíes no podían oír. Pero al cabo de un segundo, abrió la boca, asombrado, al ver que el maniquí
movía brevemente la cabeza y les hacía señas con un dedo articulado, y que Tonks agarraba a Ginny y
a la señora Weasley por los codos, atravesaba el cristal y desaparecía de la vista.
Fred, George y Ron las siguieron. Harry echó un vistazo al gentío que había en la calle: nadie parecía
tener el menor interés por unos escaparates tan feos como los de Purge y Dowse, S.A., y nadie pareció
darse cuenta tampoco de que seis personas acababan de desaparecer ante sus narices.
—Vamos —gruñó Moody, y le dio otro empujón en la espalda; juntos atravesaron una especie de
cortina de agua fría, y salieron, secos y calentitos, al otro lado.
No había ni rastro de aquel lamentable maniquí ni del sitio en que había estado momentos antes. Se
encontraron en lo que parecía una abarrotada sala de recepción, donde varias hileras de magos y brujas
estaban sentados en desvencijadas sillas de madera; algunos tenían un aspecto completamente normal y
leían con atención ejemplares viejos de Corazón de bruja; otros presentaban truculentas
desfiguraciones, como trompas de elefante o más manos de la cuenta que les salían del pecho. La sala
no estaba mucho más tranquila que la calle porque varios pacientes hacían ruidos extraños: una bruja
de cara sudorosa, que estaba sentada en el centro de la primera fila y que se abanicaba con fuerza con
un ejemplar deEl Profeta,soltaba constantemente un silbido agudo mientras expulsaba vapor por la
boca, y un mago mugriento, sentado en un rincón, producía un tañido semejante al de una campana
cada vez que se movía; con cada tañido, la cabeza le vibraba de una manera espantosa y tenía que
sujetársela por las orejas para que se estuviera quieta.
Unos magos y algunas brujas, ataviados con túnicas de color verde lima, se paseaban por las hileras de
pacientes haciendo preguntas y tomando notas en pergaminos que llevaban cogidos por unos
sujetapapeles, como los de la profesora Umbridge. Harry se fijó en el emblema que llevaban bordado
en el pecho: una varita mágica y un hueso cruzados.
—¿Son médicos? —le preguntó a Ron en voz baja.
—¿Médicos? —repitió Ron con asombro—. ¿Esosmuggleschiflados que cortan a la gente en pedazos?
No, son sanadores.
—¡Por aquí! —gritó la señora Weasley para que la oyeran por encima de los nuevos tañidos del mago
del rincón, y todos la siguieron hasta la cola que había ante una bruja rubia y regordeta que estaba
sentada detrás de un mostrador donde un letrero decía: «Información.»
La pared que había detrás de la bruja estaba cubierta de anuncios y avisos donde se leían cosas como:
«UN CALDERO LIMPIO IMPIDE QUE LAS POCIONES SE CONVIERTAN EN VENENOS» y «LOS
ANTÍDOTOS PUEDEN SER PELIGROSOS SI NO ESTÁN APROBADOS POR UN SANADOR
CUALIFICADO». También había un gran retrato de una bruja con tirabuzones plateados, con el rótulo:
Dilys Derwent
Sanadora de San Mungo 1722-1741
Directora del Colegio Hogwarts de Magia
y Hechicería 1741-1768
Dilys miraba con atención al grupo de los Weasley, como si los contara; cuando Harry levantó la vista,
vio que ella le guiñaba discretamente un ojo, luego se iba hacia un lado de su retrato y desaparecía.
Entre tanto, en la cabecera de la cola un joven mago interpretaba una extraña danza e intentaba, entre
gritos de dolor, explicar el apuro en que se encontraba a la bruja que había detrás del mostrador.
—Son estos…, ¡ay!…, zapatos que me regaló mi hermano… ¡Uy!… Me están comiendo los…,¡AY!…,
pies, mire, deben de tener algún…, ¡AAAY!…, embrujo, y no puedo, ¡UUUY!, quitármelos —dijo
saltando con un pie y luego con el otro, como si bailara sobre brasas ardiendo.
—Los zapatos no le impiden leer, ¿verdad? —dijo la bruja rubia señalando con fastidio un gran letrero
que había a la izquierda de su mostrador—. Tiene que dirigirse a Daños Provocados por Hechizos,
cuarta planta, como indica el directorio. ¡El siguiente!
El mago se apartó cojeando y brincando, y el grupo de los Weasley se acercó al mostrador. Harry leyó
el directorio:
Planta baja
ACCIDENTES PROVOCADOS
POR ARTEFACTOS
Explosiones de calderos,
detonaciones de varitas,
accidentes de escoba, etc.
Primera planta
HERIDAS PROVOCADAS
POR CRIATURAS
Mordeduras, picaduras,
quemaduras, espinas clavadas, etc.
Segunda planta
VIRUS MÁGICOS
Enfermedades contagiosas
como viruela de dragón,
mal evanescente, escrofungulosis, etc.
Tercera planta
ENVENENAMIENTOS PROVOCADOS
POR POCIONES Y PLANTAS
Sarpullidos, regurgitaciones,
risas incontrolables, etc.
Cuarta planta
DAÑOS PROVOCADOS
POR HECHIZOS
Embrujos irreversibles, maleficios,
encantamientos mal realizados, etc.
Quinta planta
SALÓN DE TÉ PARA VISITAS
TIENDA DE REGALOS
SI NO ESTÁ SEGURO DE ADÓNDE DEBE DIRIGIRSE, NO PUEDE HABLAR CORRECTAMENTE O NO
RECUERDA A QUÉ HA VENIDO, NUESTRA BRUJA RECEPCIONISTA SE ENCARGARÁ DE ORIENTARLO.
Un mago muy anciano y encorvado, que llevaba una trompetilla, se había colocado entonces en la
cabecera de la cola.
—¡He venido a ver a Broderick Bode! —dijo casi sin aliento.
—Sala cuarenta y nueve, pero me temo que pierde el tiempo —respondió la bruja con desdén—. Está
completamente loco. Sigue creyendo que es una tetera. ¡El siguiente!
Un mago que parecía muy atribulado sujetaba fuertemente a su hija pequeña por el tobillo mientras ella
revoloteaba sobre la cabeza de su padre con unas alas inmensas, cubiertas de plumas, que le salían
directamente de la parte de atrás del pelele.
—Cuarta planta —indicó la bruja con aburrimiento, sin preguntar nada, y el hombre desapareció por
las puertas dobles que había junto al mostrador, sujetando a su hija como si fuera un globo de forma
rara—. ¡Siguiente!
La señora Weasley había llegado por fin al mostrador.
—Hola —saludó—, esta mañana iban a cambiar de sala a mi marido, Arthur Weasley. ¿Podría
decirnos…?
—¿Arthur Weasley? —repitió la bruja mientras pasaba un dedo por una larga lista que tenía delante—.
Sí, primera planta, segunda puerta a la derecha, Sala Dai Llewellyn.
—Gracias —dijo la señora Weasley, y dirigiéndose a sus acompañantes añadió—: Vamos.
La siguieron a través de las puertas dobles por un estrecho pasillo que había a continuación, en cuyas
paredes colgaban más retratos de sanadores famosos, iluminado mediante globos de cristal llenos de
velas que flotaban en el techo y parecían gigantescas pompas de jabón. Por las puertas por las que iban
pasando entraban y salían constantemente brujas y magos ataviados con túnicas de color verde lima; un
apestoso gas amarillo llegó hasta el pasillo cuando pasaron por delante de una de aquellas puertas, y de
vez en cuando oían gemidos lejanos. Subieron por una escalera y llegaron al pasillo de Heridas
Provocadas por Criaturas; en la segunda puerta de la derecha había un letrero que rezaba: «Peligro.
Sala Dai Llewellyn: mordeduras graves.» Debajo había una tarjeta en un soporte metálico en el que
habían escrito a mano: «Sanador responsable: Hipócrates Smethwyck. Sanador en prácticas: Augustus
Pye.»
—Nosotros esperaremos fuera, Molly —dijo Tonks—. Arthur no querrá que entren demasiadas visitas a
la vez… Primero deberíais entrar sólo los familiares.
Ojoloco gruñó en señal de aprobación y se quedó apoyado en la pared del pasillo, mientras el ojo
mágico le giraba en todas direcciones. Harry también se quedó fuera, pero la señora Weasley alargó un
brazo y lo empujó por la puerta mientras le decía:
—No seas tonto, Harry, Arthur quiere darte las gracias.
Se trataba de una sala pequeña y muy sombría, pues la única ventana que había era estrecha y estaba en
lo alto de la pared opuesta a la puerta. La luz procedía de unas cuantas de aquellas relucientes burbujas
de cristal, que estaban agrupadas en el centro del techo. Las paredes estaban recubiertas de paneles de
roble y en una de ellas había colgado un retrato de un mago con pinta de malo que llevaba el rótulo:
«Urquhart Rackharrow, 1612-1697, inventor de la maldición de expulsión de entrañas.»
Sólo había tres pacientes más. El señor Weasley ocupaba la cama del fondo de la sala, junto a la
pequeña ventana. Harry se puso muy contento y sintió un gran alivio al ver que estaba apoyado en
varios almohadones y que leíaEl Profetaaprovechando el único rayo de sol que caía sobre su cama. El
señor Weasley levantó la cabeza cuando ellos entraron, y sonrió al comprobar quiénes eran.
—¡Hola! —los saludó, y dejóEl Profetaa un lado—. Bill acaba de marcharse, Molly, ha tenido que
volver al trabajo, pero me ha dicho que pasará a verte más tarde.
—¿Cómo te encuentras, Arthur? —preguntó la señora Weasley, y se inclinó para besar a su marido en
la mejilla y lo miró con gesto de preocupación—. Todavía estás un poco paliducho.
—Me encuentro perfectamente —respondió el señor Weasley con tono alegre, y estiró su brazo sano
para abrazar a Ginny—. Si pudieran quitarme los vendajes, estaría en perfectas condiciones para
marcharme a casa.
—¿Por qué no pueden quitártelos, papá? —le preguntó Fred.
—Porque cada vez que lo intentan empiezo a sangrar a chorro —contestó el señor Weasley sin dar
muestras de preocupación. Cogió su varita, que descansaba en la mesilla de noche, y la agitó para hacer
aparecer seis sillas junto a su cama para que se sentaran todos—. Por lo visto, en los colmillos de esa
serpiente había un veneno muy raro que mantiene abiertas las heridas. Pero están seguros de que
encontrarán el antídoto; dicen que han visto casos mucho peores que el mío, y entre tanto sólo tengo
que tomarme una poción de reabastecimiento de sangre cada hora. Pero a ese tipo de ahí —añadió
bajando la voz y señalando con la cabeza la cama de enfrente, donde un individuo con un horrible color
enfermizo contemplaba el techo— lo mordió un hombre lobo, pobrecillo. Eso no tiene remedio.
—¿Un hombre lobo? —repitió la señora Weasley en un susurro, alarmada—. ¿Y no es peligroso que
esté en una sala compartida? ¿No debería estar en una habitación privada?
—Todavía faltan dos semanas para que haya luna llena —le recordó el señor Weasley en voz baja—.
Esta mañana los sanadores han estado hablando con él y han intentado convencerlo de que podrá llevar
una vida casi normal. Yo le he dicho, sin mencionar nombres, por supuesto, que conozco personalmente
a un hombre lobo, un tipo muy agradable que se las apaña muy bien.
—¿Y qué ha contestado él? —le preguntó George.
—Me ha respondido que si no me callaba me mordería —repuso el señor Weasley con pesar—. Y esa
mujer de allí —añadió señalando la otra cama ocupada que estaba junto a la puerta— se niega a
decirles a los sanadores qué bicho la mordió, lo cual nos indica que debió de ser algo que manejaba
ilegalmente. Fuera lo que fuese, se llevó un buen pedazo de pierna, y cuando le retiran los vendajes
huele que apesta.
—Bueno, papá, ¿vas a contarnos lo que pasó o no? —le preguntó Fred acercando más la silla a la cama.
—Pero si ya lo sabéis, ¿no? —repuso el señor Weasley, y miró con una elocuente sonrisa a Harry—. Es
muy sencillo: como había tenido un día muy duro, me quedé dormido; ese bicho se me acercó
sigilosamente y me mordió.
—¿Sale tu caso enEl Profeta?—le preguntó Fred señalando el periódico que el señor Weasley había
dejado a un lado.
—No, claro que no —respondió su padre con una sonrisa un tanto amarga—, el Ministerio no quiere
que nadie sepa que una enorme y asquerosa serpiente me ha jo…
—¡Arthur! —le previno la señora Weasley.
—… me ha… jorobado —terminó el señor Weasley atropelladamente, aunque Harry estaba convencido
de que no era eso lo que pensaba decir.
—¿Y dónde estabas cuando ocurrió, papá? —le preguntó George.
—Eso es asunto mío —respondió el señor Weasley, pero reprimió una sonrisa. Luego cogióEl Profeta,
volvió a abrirlo y dijo—: Cuando habéis llegado, estaba leyendo un artículo sobre la detención de Willy
Widdershins. ¿Sabíais que ha resultado que Willy estaba detrás de esos inodoros regurgitantes que me
llevaron de cabeza durante el verano? Uno de los embrujos le salió mal, el inodoro explotó y lo
encontraron inconsciente en el suelo, entre los escombros, cubierto de pies a cabeza de…
—Cuando dices que estabas «de guardia» —lo interrumpió Fred hablando en voz baja—, ¿qué hacías
exactamente?
—¡Ya has oído a tu padre —intervino la señora Weasley—, eso no es algo de lo que debamos hablar
aquí! Sigue con lo de Willy Widdershins, Arthur.
—Bueno, no me preguntéis cómo, pero el caso es que se salvó de que lo acusaran por lo de los
inodoros —explicó el señor Weasley con gravedad—. Me imagino que debió de sobornar a alguien…
—Estabas vigilándola, ¿verdad? —insistió George con voz queda—. El arma, eso que busca Quien-túsabes, ¿no?
—¡Cállate, George! —le espetó su madre.
—Pues bien —prosiguió el señor Weasley subiendo la voz—, ahora a Willy lo han pillado vendiendo
picaportes mordedores a losmuggles, pero no creo que esta vez se libre fácilmente porque, según este
artículo, a dosmugglesles han seccionado varios dedos y están en San Mungo para someterse a un
tratamiento urgente de restauración ósea y de modificación de memoria. ¡Imaginaos, mugglesen San
Mungo! Me encantaría saber en qué sala los tienen.
Miró con avidez a su alrededor, como si tuviera la esperanza de ver un letrero que lo indicara.
—¿No dijiste que Quien-tú-sabes tiene una serpiente, Harry? —preguntó Fred mirando a su padre para
ver cómo reaccionaba—. Una serpiente enorme. La viste la noche que él regresó, ¿verdad?
—Basta —ordenó la señora Weasley con enojo—. Ojoloco y Tonks están esperando fuera, Arthur,
quieren entrar a verte. Vosotros podéis esperar fuera, niños —añadió dirigiéndose a sus hijos y a Harry
—. Después ya entraréis a despediros. ¡Vamos!
Los chicos salieron al pasillo yOjolocoy Tonks entraron en la sala y cerraron la puerta tras ellos. Fred
arqueó las cejas.
—Vale —dijo fríamente mientras hurgaba en los bolsillos—, como quieras. No nos cuentes nada.
—¿Buscas esto? —le preguntó George, que tenía en la mano una cosa que parecía una maraña de
cuerdas de color carne.
—Me has leído el pensamiento —comentó su hermano con una sonrisa—. Vamos a ver si en San
Mungo ponen encantamientos de impasibilidad en las puertas de las salas, ¿de acuerdo?
Los gemelos desenredaron la cuerda, separaron cinco orejas extensibles y las repartieron. Harry vaciló
antes de coger una.
—¡Vamos, Harry, cógela! Le has salvado la vida a nuestro padre. Si alguien tiene derecho a espiarlo,
eres tú.
Sonriendo a su pesar, Harry cogió el extremo de la cuerda y se lo metió en la oreja, como habían hecho
los gemelos.
—¡Adelante! —susurró Fred.
Las cuerdas de color carne empezaron a retorcerse como largos y delgados gusanos y se colaron por
debajo de la puerta. Al principio Harry no oía nada; entonces se sobresaltó al oír a Tonks, que susurraba
con tanta claridad como si estuviera a su lado.
—… registraron toda la zona, pero no encontraron la serpiente por ninguna parte. Es como si se
hubiera esfumado después de atacarte, Arthur… Pero me extraña que Quien-vosotros-sabéis confiara
en que la serpiente lograra entrar, ¿no?
—Supongo que la envió como vigía —gruñó Moody—, porque hasta ahora no ha tenido mucha suerte,
¿verdad? No, creo que intenta hacerse una idea más clara de qué es aquello a lo que se enfrenta, y si
Arthur no hubiera estado allí, la bestia habría tenido mucho más tiempo para curiosear. ¿Y Potter dice
que vio cómo ocurría todo?
—Sí —confirmó la señora Weasley. Su voz denotaba inquietud—. Y tengo la impresión de que
Dumbledore casi estaba esperando que Harry viera algo así.
—Sí, bueno —repuso Moody—, hay algo raro en ese muchacho, eso lo sabemos todos.
—Dumbledore parecía preocupado por Harry cuando hablé con él esta mañana —añadió la señora
Weasley en un susurro.
—Claro que está preocupado —gruñó Moody—. Potter ve cosas desde el interior de la serpiente de
Quien-vosotros-sabéis. Evidentemente, el chico no se da cuenta de lo que eso significa, pero si Quienvosotros-sabéis está poseyéndolo…
Harry se sacó la oreja extensible de la suya; el corazón le latía muy deprisa y le ardía la cara. Miró a los
demás. Todos lo observaban con las cuerdas colgando de las orejas y un aspecto muy asustado.
23
Navidad en la sala reservada
¿Era por eso por lo que Dumbledore ya no miraba a Harry a los ojos? ¿Acaso esperaba ver a Voldemortmirando a través de ellos? ¿Temía quizá que el verde intenso de los ojos de Harry se tornara de pronto
rojo, y que sus pupilas se convirtieran en dos rendijas felinas? Harry recordó cómo en una ocasión la
cara de serpiente de Voldemort había salido de la parte de atrás de la cabeza del profesor Quirrell, y se
pasó una mano por la nuca, preguntándose qué ocurriría si Voldemort saliera de pronto de su cráneo.
Se sentía sucio, contaminado, como si llevara dentro un germen mortal; no era digno de ir sentado en
un vagón de metro, de regreso del hospital, con gente inocente y limpia, cuyas mentes y cuyos cuerpos
estaban libres del estigma de Voldemort… Él no sólo había visto la serpiente: él era la serpiente, ahora
lo sabía…
Entonces se le ocurrió algo verdaderamente terrible, un recuerdo que surgió de su mente y que hizo que
las entrañas se le retorcieran como si fueran serpientes.
«¿Qué busca, aparte de seguidores?»
«Cosas que sólo puede conseguir furtivamente… como un arma. Algo que no tenía la última vez.»
«Yo soy el arma —pensó Harry, y fue como si por sus venas corriera veneno en lugar de sangre, un
veneno que lo dejó helado e hizo que rompiera a sudar mientras se mecía con el tren por un oscuro
túnel—. Voldemort intenta utilizarme, por eso me ponen vigilantes adondequiera que voy, pero no es
para protegerme, sino para proteger a los demás; lo que ocurre es que no funciona porque no pueden
vigilarme constantemente dentro de Hogwarts… Anoche ataqué al señor Weasley, seguro que fui yo.
Voldemort me obligó a hacerlo, podría estar dentro de mí ahora mismo escuchando lo que pienso…»
—¿Te encuentras bien, Harry, querido? —susurró la señora Weasley inclinándose sobre Ginny para
hablar con él, mientras el tren traqueteaba por el túnel—. No tienes muy buen aspecto. ¿Estás mareado?
Todos lo miraban. Harry movió la cabeza enérgicamente y fijó la vista en un anuncio de una compañía
de seguros.
—Harry, cariño, ¿seguro que estás bien? —insistió la señora Weasley, preocupada, cuando rodeaban la
descuidada extensión de hierba que había en el centro de Grimmauld Place—. Estás tan pálido…
¿Seguro que has dormido esta mañana? Ahora subes a tu habitación y duermes un par de horitas antes
de la cena, ¿de acuerdo?
Harry asintió; ya tenía una excusa para no tener que hablar con los demás, y eso era precisamente lo
que él quería. En cuanto la señora Weasley abrió la puerta de la calle, Harry pasó a toda prisa por
delante del paragüero con forma de pierna de trol, subió la escalera y fue al dormitorio que compartía
con Ron.
Una vez allí empezó a pasearse por la habitación, por delante de las dos camas y del cuadro vacío de
Phineas Nigellus. En su cerebro bullían preguntas y más ideas espantosas.
¿Cómo se había convertido en serpiente? A lo mejor era un animago… No, no podía ser, lo sabría…
Quizá Voldemort fuera un animago… «Sí —pensó Harry—, eso encaja: Voldemort puede
transformarse en serpiente, y cuando me posee, ambos nos transformamos… Aunque eso sigue sin
explicar cómo llegué a Londres y regresé a mi cama en unos cinco minutos… Pero Voldemort es el
mago más poderoso del mundo, aparte de Dumbledore; no creo que para él sea difícil transportar a
alguien de ese modo.»
Y entonces lo acometió un sentimiento de pánico al pensar: «Pero esto es una locura, ¡si Voldemort me
posee, ahora mismo le estoy proporcionando una clara visión del Cuartel General de la Orden del
Fénix! Sabrá quién pertenece a la Orden y dónde está Sirius… Y he escuchado un montón de cosas que
no debería haber escuchado, todo lo que Sirius me contó la primera noche que pasé aquí…»
Una cosa estaba clara: tenía que salir de Grimmauld Place cuanto antes. Pasaría la Navidad en
Hogwarts con los demás; así al menos estarían a salvo durante las vacaciones… Pero no, eso no
serviría de nada, en Hogwarts quedaba mucha gente a la que Voldemort podía atacar. ¿Y si la próxima
vez les tocaba a Seamus, a Dean o a Neville? Dejó de dar vueltas por la habitación y se quedó
contemplando el cuadro vacío de Phineas Nigellus. Notaba un peso cada vez mayor en lo hondo del
estómago. No tenía alternativa: debía regresar a Privet Drive y separarse por completo de los otros
magos.
Bueno, si debía hacerlo, pensó, no había por qué retrasar el momento. Hizo un esfuerzo descomunal
para no pensar en cómo iban a reaccionar los Dursley cuando lo vieran en la puerta seis meses antes de
lo que esperaban; fue hacia su baúl, cerró la tapa y echó la llave. Luego miró alrededor
automáticamente buscando a Hedwig, pero entonces recordó que la lechuza se había quedado en
Hogwarts. Mejor: así no tendría que cargar con su jaula. Cogió el baúl por un extremo y tiró de él hacia
la puerta, cuando una voz sarcástica dijo:
—¿Qué haces? ¿Huyes?
Harry se dio la vuelta. Phineas Nigellus había aparecido en el lienzo de su retrato y estaba apoyado en
el marco observándolo con una expresión divertida en la cara.
—No, no huyo —respondió Harry con aspereza, y tiró un poco más de su baúl hacia la puerta.
—Tenía entendido que para entrar en la casa de Gryffindor debías ser valiente —continuó Phineas
mientras se acariciaba la puntiaguda barba—. Me da la impresión de que habrías estado mejor en mi
casa. Nosotros, los de Slytherin, somos valientes, sí, pero no estúpidos. Si nos dan a elegir, por
ejemplo, siempre preferimos salvar el pellejo.
—No es mi pellejo lo que intento salvar —repuso Harry, lacónico, y arrastró el baúl por encima de un
trozo de alfombra muy retorcido y apolillado que había justo enfrente de la puerta.
—Ah, ya entiendo —comentó Phineas Nigellus, que seguía acariciándose la barba—, esto no es una
huida cobarde, sino un acto noble. —Harry no le hizo caso. Tenía la mano sobre el picaporte cuando el
mago añadió perezosamente—: Por cierto, tengo un mensaje para ti de parte de Albus Dumbledore.
Harry se dio la vuelta.
—¿Qué mensaje?
—«Quédate donde estás.»
—¡No me he movido! —exclamó Harry sin levantar la mano del picaporte—. Dime, ¿cuál es el
mensaje?
—Acabo de dártelo, imbécil —le soltó Phineas Nigellus sin alterarse—. Dumbledore me ha ordenado
que te diga: «Quédate donde estás.»
—¿Por qué? —preguntó Harry con impaciencia, y soltó el baúl—. ¿Por qué quiere que me quede aquí?
¿Qué más ha dicho?
—Nada más —respondió el mago, y arqueó una delgada y negra ceja, como si creyera que Harry era un
impertinente.
El genio del muchacho afloró a la superficie como la cabeza de una serpiente asoma por encima de la
hierba crecida. Estaba agotado, estaba sumamente desconcertado, había experimentado terror, alivio y
luego otra vez terror en las últimas doce horas, ¡y Dumbledore seguía sin hablar con él!
—Y ya está, ¿no? —dijo en voz alta—. ¡«Quédate donde estás»! ¡Eso fue lo único que me dijeron
después de que me atacaran los dementores! ¡Quédate quieto mientras los adultos se encargan de
solucionarlo, Harry! Pero ¡no vamos a molestarnos en explicarte nada porque tu diminuto cerebro no
podría asimilarlo!
—¡Mira —añadió Phineas Nigellus hablando en voz aún más alta que Harry—, por eso precisamente
odiaba ser profesor! Los jóvenes están convencidos de que tienen razón sobre todas las cosas. ¿No se te
ha ocurrido pensar, miserable engreído, que podría haber un excelente motivo por el que el director de
Hogwarts no te confía los detalles de sus planes? ¿Nunca te has parado a pensar, mientras te sentías tan
injustamente tratado, que obedecer las órdenes de Dumbledore todavía no te ha causado ningún daño?
No. Claro que no; como todos los jóvenes, estás convencido de que eres el único que siente y piensa, el
único que reconoce el peligro, el único lo bastante inteligente para darse cuenta de qué es lo que planea
el Señor Tenebroso…
—Entonces, ¿es verdad que planea hacer algo relacionado conmigo? —preguntó Harry
inmediatamente.
—¿He dicho yo eso? —comentó Phineas Nigellus mientras examinaba ociosamente sus guantes de
seda—. Mira, si me disculpas, tengo cosas mejores que hacer que escuchar las elucubraciones de un
adolescente… Que tengas un buen día.
Y se fue pisando fuerte hasta el borde del cuadro y se perdió de vista.
—¡Muy bien, vete! —gritó Harry al cuadro vacío—. ¡Y dale las gracias a Dumbledore de mi parte!
El lienzo permaneció en silencio. Harry, furioso, arrastró de nuevo el baúl hasta el pie de la cama, y
luego se tumbó boca abajo sobre la apolillada colcha, con los ojos cerrados. Notaba el cuerpo pesado y
dolorido.
Tenía la sensación de haber hecho un viaje de kilómetros y kilómetros… Parecía imposible que sólo
veinticuatro horas atrás Cho Chang se le hubiera acercado bajo el ramillete de muérdago… Estaba tan
cansado… Le daba miedo dormirse… Pero no sabía cuánto tiempo iba a aguantar… Dumbledore le
había dicho que se quedara… Eso debía de significar que tenía permiso para dormir… Pero tenía
miedo… ¿Y si volvía a ocurrir?
Se hundía en las sombras…
Fue como si dentro de su cabeza hubiera un rollo de película que había estado esperando hasta ese
momento para ponerse en marcha: caminaba por un pasillo vacío hacia una puerta lisa y negra, un
pasillo de bastas paredes de piedra donde había colgadas antorchas; dejaba atrás una puerta abierta, a la
izquierda, que daba a una escalera que descendía…
Estiraba el brazo y cogía el picaporte de la puerta, pero no podía abrirla… Se quedaba mirándola,
desesperado por entrar… Detrás de aquella puerta había algo que él deseaba con toda su alma… Un
premio que superaba todos sus sueños… Si la cicatriz dejara de dolerle, quizá pudiera pensar con más
claridad…
—Harry —dijo entonces la voz de Ron desde muy lejos—. Mamá dice que la cena está lista, pero que
si quieres quedarte un rato más en la cama, te guardará un plato.
Harry abrió los ojos, pero Ron ya había salido del dormitorio.
«No quiere quedarse a solas conmigo —pensó—. Es lógico, después de lo que le ha oído decir a
Moody.»
Dio por hecho que ninguno de ellos querría estar con él ahora que sabían lo que tenía dentro.
No bajaría a cenar; no quería imponerles su compañía. Así que se tumbó sobre el otro costado y, al
cabo de un rato, se quedó dormido. Despertó mucho más tarde, a primera hora de la mañana; las tripas
le dolían de hambre, y su amigo roncaba en la cama de al lado. Echó un vistazo a la habitación con los
ojos entornados y vio la oscura silueta de Phineas Nigellus, que volvía a estar en su retrato, y se le
ocurrió pensar que, seguramente, Dumbledore había enviado a Phineas Nigellus para que lo vigilara,
por si él atacaba a alguien más.
Volvía a sentirse sucio. Casi se arrepentía de haber obedecido a Dumbledore… Al fin y al cabo, si la
vida en Grimmauld Place iba a ser así a partir de entonces, quizá estuviera mejor en Privet Drive.
Aquella mañana todos se dedicaron a colgar adornos navideños. Harry no recordaba haber visto jamás
a Sirius de tan buen humor: hasta cantaba villancicos, y parecía encantado de tener compañía por
Navidad. Harry escuchaba la voz de su padrino, que llegaba hasta él desde el piso de abajo a través del
suelo del helado salón donde estaba sentado solo, mientras contemplaba por la ventana el cielo, cada
vez más blanco, que amenazaba nieve; sentía un sádico placer al dar a los otros la oportunidad de
seguir hablando de él, como sin duda debían de estar haciendo. Cuando oyó que la señora Weasley lo
llamaba tímidamente por la escalera, a la hora de comer, Harry subió unos pisos más y no le hizo caso.
Hacia las seis de la tarde sonó el timbre de la puerta y la señora Black se puso a gritar, como de
costumbre. Harry, suponiendo que sería Mundungus o algún otro miembro de la Orden, se limitó a
instalarse más cómodamente contra la pared de la habitación de Buckbeak, donde se había escondido, e
intentó no prestar atención al hambre que tenía mientras le daba ratas muertas al hipogrifo. Sin
embargo, se llevó una sorpresa cuando, unos minutos más tarde, alguien golpeó con fuerza la puerta.
—Sé que estás ahí dentro —dijo la voz de Hermione—. ¿Quieres salir, por favor? Tengo que hablar
contigo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Harry al abrir, mientras Buckbeak arañaba el suelo cubierto de paja
en busca de algún trozo de rata que podría habérsele caído—. ¿No ibas a esquiar con tus padres?
—Verás, he de confesar que el esquí no es mi fuerte —le contó Hermione—. Así que he venido a pasar
las Navidades aquí. —Tenía nieve en el pelo y la cara sonrosada por efecto del frío—. Pero no se lo
digas a Ron. A él le he dicho que esquiar es estupendo porque no paraba de reír. Mis padres están un
poco disgustados, pero les he dicho que los alumnos que se toman en serio los exámenes se quedan a
estudiar en Hogwarts. Quieren que saque buenas notas, de modo que lo entenderán. Bueno —añadió
con decisión—, vamos a tu dormitorio. La madre de Ron ha encendido la chimenea y te ha subido unos
sandwiches.
Harry la siguió al segundo piso. Cuando entró en el dormitorio, se llevó una sorpresa al ver que Ron y
Ginny los estaban esperando sentados en la cama de Ron.
—He venido en el autobús noctámbulo —dijo Hermione como quien no quiere la cosa, y se quitó la
chaqueta antes de que Harry tuviera ocasión de hablar—. Ayer por la mañana a primera hora
Dumbledore me contó lo que había pasado, pero no he podido marcharme del colegio hasta que el
trimestre ha terminado oficialmente. La profesora Umbridge está furiosa porque os habéis largado
dejándola con un palmo de narices, pese a que Dumbledore le dijo que el señor Weasley estaba en San
Mungo y que os había dado permiso para que fuerais a visitarlo. Así que… —Se sentó al lado de
Ginny, y las dos chicas y Ron miraron a Harry—. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó Hermione.
—Bien —contestó él fríamente.
—Vamos, Harry, no mientas —repuso ella con impaciencia—. Ron y Ginny me han comentado que
desde que volvisteis de San Mungo te has estado escondiendo de los demás.
—¡No me digas! —replicó Harry fulminando con la mirada a Ron y a Ginny. Ron se contempló los
pies, pero Ginny continuó impertérrita y exclamó:
—¡Es verdad! ¡Ni siquiera nos miras!
—¡Sois vosotros los que no me miráis a mí! —protestó Harry, furioso.
—A lo mejor resulta que os turnáis para miraros y no coincidís nunca —sugirió Hermione con el
amago de una sonrisa en los labios.
—Muy gracioso —le espetó Harry, y se dio la vuelta.
—Deja de hacerte el incomprendido, Harry —dijo su amiga con crudeza—. Mira, los demás me han
contado lo que escuchasteis anoche con las orejas extensibles…
—¿Ah, sí? —gruñó Harry con las manos hundidas en los bolsillos mientras observaba cómo fuera
caían gruesos copos de nieve—. Habéis estado hablando de mí, ¿no? Bueno, la verdad es que ya me
estoy acostumbrando.
—Queríamos hablar contigo, Harry —dijo Ginny—, pero como desde que llegamos no has hecho más
que esconderte…
—No quería que nadie hablara conmigo —admitió él, que cada vez se sentía más molesto.
—Pues ésa es una postura muy estúpida —replicó Ginny con enojo—, dado que yo soy la única
persona que conoces que ha estado poseída por Quien-tú-sabes, y por lo tanto puedo explicarte lo que
se siente.
Harry se quedó callado, asimilando el impacto de aquellas palabras. Entonces se dio la vuelta.
—No me acordaba de eso —se excusó.
—Pues tienes suerte —dijo Ginny fríamente.
—Lo siento —se disculpó Harry con sinceridad—. Entonces… ¿creéis que estoy poseído?
—A ver, ¿recuerdas todo lo que has hecho? —le preguntó Ginny—. ¿O hay largos periodos en blanco
de los que no recuerdas nada?
Harry se exprimió el cerebro.
—No —contestó tras una pausa.
—Entonces Quien-tú-sabes no te ha poseído nunca —dedujo Ginny con simplicidad—. Cuando me
poseyó a mí, no recordaba lo que había hecho durante horas seguidas. De pronto me encontraba en un
sitio y no tenía ni la más remota idea de cómo había llegado hasta allí.
Harry no se atrevía a creerla, y sin embargo, pese a su reticencia, el peso que lo abrumaba empezó a
aligerarse.
—Pero ese sueño que tuve sobre tu padre y la serpiente…
—Ya has tenido sueños de ésos otras veces, Harry —terció Hermione—. El año pasado tenías visiones
de lo que Voldemort se traía entre manos.
—Esta vez ha sido distinto —aseguró su amigo moviendo negativamente la cabeza—. Yo estaba dentro
de aquella serpiente. Era como si yo fuera ella… ¿Y si Voldemort se las ingenió para transportarme a
Londres?
—Algún día leerásHistoria de Hogwarts—dijo Hermione con un tono de profundo fastidio— y quizá
te enterarás de que dentro del colegio uno no puede aparecerse ni desaparecerse. Ni siquiera Voldemort
podría hacerte salir volando de tu dormitorio, Harry.
—No te levantaste de la cama, Harry —intervino Ron—. Yo te vi retorciéndote en sueños, por lo
menos durante un minuto, antes de que consiguiéramos despertarte.
Harry empezó a pasearse de nuevo por la habitación. Cavilaba. Lo que todos afirmaban no sólo
resultaba consolador, sino que tenía sentido… Cogió sin darse cuenta un sandwich del plato que había
encima de la cama y, hambriento, se lo metió entero en la boca.
«Resulta que no soy el arma», pensó Harry, quien de pronto sintió una gran alegría y un gran alivio, y
le entraron ganas de ponerse también a cantar cuando oyeron a Sirius, que pasaba en ese momento por
delante de su puerta hacia la habitación de Buckbeak, cantandoHacia Belén va un hipogrifoa pleno
pulmón.
¿Cómo podía habérsele ocurrido la idea de regresar a Privet Drive por Navidad? La alegría que sentía
Sirius por volver a tener la casa llena y, sobre todo, por volver a tener a Harry a su lado, era contagiosa.
Había dejado de ser el huraño anfitrión del verano y en esos momentos parecía decidido a que se
divirtieran tanto como se habrían divertido en Hogwarts, o quizá más, y por eso trabajó
infatigablemente en el periodo previo al día de Navidad; lo limpió y lo decoró todo con la ayuda de los
chicos, de modo que en Nochebuena, cuando fueron a acostarse, la casa estaba irreconocible. De las
lámparas de cristal, anteriormente carentes de brillo, ya no colgaban telarañas, sino guirnaldas de acebo
y serpentinas plateadas y doradas; había montoncitos de reluciente nieve mágica sobre las raídas
alfombras; un gran árbol de Navidad, que había conseguido Mundungus y que estaba decorado con
hadas de verdad, tapaba el árbol genealógico de la familia de Sirius; y hasta las cabezas reducidas de
elfos domésticos de la pared del vestíbulo llevaban gorros y barbas de Papá Noel.
La mañana del día de Navidad, Harry despertó y encontró un montón de regalos a los pies de su cama.
Ron ya había empezado a abrir los paquetes de su montón, aún más grande.
—¡Mira cuántos regalos nos han hecho este año! —exclamó a través de una nube de papel—. ¡Gracias
por la brújula para escobas, es fabulosa! Supera el regalo de Hermione: un planificador de deberes…
Entonces Harry buscó entre sus regalos y encontró uno con la letra de Hermione. A él también le había
regalado un libro que parecía una agenda, sólo que cada vez que lo abría por cualquier página gritaba
cosas como: «¡No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy!»
Sirius y Lupin, por su parte, le habían regalado una estupenda colección de libros titulada Magia
defensiva práctica y cómo utilizarla contra las artes oscuras, con soberbias ilustraciones móviles en
color de todos los maleficios y contraembrujos que describía. Harry hojeó el primer volumen con
avidez; le encantó porque iba a resultarle muy útil para lo que tenía planeado en las reuniones del ED.
Hagrid le había enviado una cartera marrón y peluda con unos colmillos que supuestamente eran un
sistema antirrobo, aunque en realidad lo que hacían era que Harry se arriesgara a que le arrancaran un
dedo cada vez que ponía dinero dentro. El regalo de Tonks era una pequeña maqueta de una Saeta de
Fuego; Harry la hizo volar por la habitación y entonces lamentó no tener su escoba de tamaño real. Ron
le había regalado una caja enorme de grageas de todos los sabores; el señor y la señora Weasley, el
jersey tejido a mano de rigor y unos cuantos pastelillos de frutos secos, y Dobby, un cuadro
francamente espantoso que Harry sospechó que había pintado el propio elfo. Acababa de colocarlo del
revés para ver si de ese modo tenía mejor aspecto cuando, con un fuerte ¡crac!, Fred y George se
aparecieron a los pies de su cama.
—¡Feliz Navidad! —exclamó George—. Pero no bajéis hasta dentro de un rato.
—¿Por qué? —preguntó Ron.
—Porque mamá está llorando otra vez —contestó Fred con gravedad—. Percy le ha devuelto el jersey
de Navidad.
—Sin ninguna nota —añadió George—. No ha preguntado cómo se encuentra papá, ni ha ido a
visitarlo ni nada.
—Hemos intentado consolarla —prosiguió Fred, y rodeó la cama para ver el cuadro de Harry—. Le
hemos dicho que Percy no es más que un montón de excrementos de rata podridos.
—Pero no ha funcionado —continuó George, que cogió una rana de chocolate—. Entonces Lupin ha
tomado el relevo. Creo que será mejor que dejemos que él intente animarla antes de bajar a desayunar.
—Oye, ¿qué se supone que representa? —preguntó Fred escudriñando el cuadro de Dobby—. Parece
un gibón con dos ojos negros.
—¡Es Harry! —exclamó George, y señaló el dorso del cuadro—. ¡Lo pone aquí!
—Es un buen retrato —opinó Fred sonriendo. Harry le lanzó su nueva agenda de deberes, que chocó
contra la pared y cayó al suelo, desde donde gritó alegremente: «¡Si el trabajo has terminado puedes ir
a comprarte un helado!»
Luego se levantaron y se vistieron. Desde arriba oían a los distintos habitantes de la casa deseándose
feliz Navidad unos a otros. Cuando bajaban por la escalera se encontraron con Hermione.
—Gracias por el libro, Harry —dijo ella alegremente—. ¡Hacía siglos que buscabaNueva teoría de
numerología! Y ese perfume es muy especial, Ron.
—Me alegro de que te haya gustado —repuso Ron—. Pero ¿para quién es eso? —añadió señalando el
paquete cuidadosamente envuelto que Hermione llevaba en las manos.
—Para Kreacher —contestó ella, muy satisfecha.
—¡Espero que no sea ropa! —la previno Ron—. Ya sabes lo que dice Sirius: Kreacher sabe demasiado,
no podemos darle la libertad.
—No, no es ropa —lo tranquilizó Hermione—, aunque si por mí fuera desde luego que le habría
regalado algo para ponerse que no sea ese trapo viejo y mugriento. Es una colcha de patchwork. Pensé
que alegraría un poco su dormitorio.
—¿Qué dormitorio? —preguntó Harry bajando la voz al pasar por delante del retrato de la madre de
Sirius.
—Bueno, Sirius dice que en realidad no es un dormitorio, sino una especie de… guarida —contestó
Hermione—. Por lo visto, Kreacher duerme debajo de la caldera que hay en ese armario de la cocina.
Cuando llegaron al sótano, sólo encontraron a la señora Weasley. Estaba de pie frente a la cocina, y
todos esquivaron la mirada cuando les deseó feliz Navidad con la voz tomada.
—¿Así que esto es el dormitorio de Kreacher? —dijo Ron mientras caminaba hacia una deslucida
puerta que había en un rincón, frente a la despensa. Harry nunca la había visto abierta.
—Sí —confirmó Hermione, que ahora parecía un poco nerviosa—. Esto…, creo que será mejor que
llamemos.
Ron golpeó la puerta con los nudillos, pero no obtuvo respuesta.
—Debe de estar espiando por arriba —comentó, y sin pensárselo dos veces abrió la puerta—. ¡Puaj!
Harry se asomó al interior. Gran parte del armario lo ocupaba una enorme y anticuada caldera, pero en
el reducido espacio que quedaba debajo de las tuberías, Kreacher se había construido algo que parecía
un nido. Había un revoltijo de mantas y harapos viejos y apestosos amontonado en el suelo, y la
pequeña marca que había en el centro indicaba el sitio donde el elfo se acurrucaba para dormir por las
noches. Aquí y allá, entre la tela, había mendrugos de pan y pedazos de queso mohoso. En un rincón
brillaban unos pequeños objetos y monedas que Harry imaginó que Kreacher había salvado, como una
urraca, de la purga que Sirius había hecho en la casa, y también había conseguido rescatar las
fotografías familiares con marco de plata que su padrino había tirado aquel verano. Los cristales de los
marcos estaban rotos, pero aun así las pequeñas figuras en blanco y negro que había dentro lo miraron
con arrogancia, incluida la de la mujer morena de párpados caídos, Bellatrix Lestrange (Harry sintió
una breve sacudida en el estómago), cuyo juicio Harry había visto en el pensaderode Dumbledore. Al
parecer, esa fotografía era la favorita de Kreacher, pues la había colocado delante de todas las demás y
había hecho una chapuza para arreglar el cristal con celo mágico.
—Creo que le voy a dejar el regalo aquí —dijo Hermione. Puso el paquete en medio del hueco de los
trapos y de las mantas y cerró la puerta sin hacer ruido—. Ya lo encontrará más tarde.
—Por cierto —comentó Sirius al salir de la despensa con un enorme pavo mientras ellos cerraban la
puerta del armario—, ¿alguien ha visto a Kreacher últimamente?
—Yo no lo he visto desde la noche en que volvimos aquí —contestó Harry—. Le ordenaste que saliera
de la cocina.
—Sí… —repuso Sirius con el entrecejo fruncido—. Creo que ésa fue también la última vez que lo vi
yo… Debe de estar escondido arriba.
—No puede haberse marchado, ¿verdad? —añadió Harry—. A lo mejor, cuando le dijiste que se
largara, interpretó que querías que se marchara de la casa.
—No, no, los elfos domésticos no pueden marcharse a menos que les regalen ropa. Están atados a la
casa de su familia —respondió Sirius.
—Pueden dejar la casa si de verdad quieren hacerlo —lo contradijo Harry—. Dobby se marchó de la
casa de los Malfoy hace tres años para avisarme de que corría peligro. Después tuvo que autocastigarse,
pero de todos modos lo hizo.
Sirius se quedó pensativo un momento, y luego dijo:
—Ya lo buscaré más tarde, supongo que lo encontraré arriba llorando a lágrima viva sobre los
bombachos de mi madre o algo así. Aunque podría haberse ahogado en el depósito de agua caliente.
Pero no, no caerá esa breva.
Fred, George y Ron rieron; Hermione, en cambio, miró a Sirius con expresión de reproche.
Después de la comida de Navidad, los Weasley, Harry y Hermione planearon ir de nuevo a visitar al
señor Weasley, escoltados porOjolocoy Lupin. Mundungus llegó a tiempo para compartir con ellos el
pudín de Navidad y los bizcochos borrachos; había «pedido prestado» un coche para la ocasión porque
el metro no funcionaba ese día. Mundungus había realizado un hechizo en el coche para agrandarlo
(Harry dudaba mucho que lo hubiera cogido con el consentimiento de su propietario), igual que habían
hecho con el Ford Anglia de los Weasley. Aunque por fuera tenía las proporciones normales, dentro
cabían cómodamente diez personas, incluido Mundungus, que iba al volante. La señora Weasley se lo
pensó antes de entrar (Harry se dio cuenta de que ella seguía teniéndole poca simpatía a Mundungus y
de que no le hacía ninguna gracia viajar sin magia), pero finalmente se impusieron el frío que hacía en
la calle y las súplicas de sus hijos, y se sentó en el asiento trasero entre Fred y Bill de buen talante.
El viaje hasta San Mungo fue rápido porque había muy poco tráfico. Asimismo, había un discreto goteo
de magos y de brujas que iban con disimulo por la calle desierta hacia el hospital. Harry y los demás
salieron del coche y Mundungus aparcó en la esquina y se quedó esperándolos. Fueron caminando con
toda tranquilidad hasta el escaparate donde estaba el maniquí vestido con el pichi de nailon verde, y
una vez allí, uno a uno, atravesaron el cristal.
En la recepción reinaba una agradable atmósfera festiva: habían pintado de rojo y dorado las esferas de
cristal que iluminaban San Mungo para que parecieran gigantescas y relucientes bolas de Navidad;
había acebo colgado alrededor de las puertas, y en todos los rincones resplandecían unos relucientes
árboles de Navidad blancos, cubiertos de nieve mágica y carámbanos de hielo y adornados con una
brillante estrella de oro en lo alto. El vestíbulo no estaba tan abarrotado como la última vez que
estuvieron allí, aunque hacia la mitad de la sala Harry tuvo que esquivar a una bruja que llevaba una
mandarina metida en el orificio izquierdo de la nariz.
—Pelea familiar, ¿verdad? —dijo la bruja rubia que había detrás del mostrador con una sonrisita de
suficiencia—. Son ustedes los terceros que veo hoy… Daños Provocados por Hechizos, cuarta planta.
Encontraron al señor Weasley sentado en la cama con los restos del pavo en una bandeja sobre el
regazo y con expresión avergonzada.
—¿Va todo bien, Arthur? —le preguntó la señora Weasley cuando todos lo hubieron saludado y le
hubieron dado sus regalos.
—Sí, sí, todo bien —contestó él, aunque no muy convencido—. Oye, no habéis… No habréis visto al
sanador Smethwyck, ¿verdad?
—No —dijo la señora Weasley con recelo—. ¿Por qué?
—Por nada, por nada —contestó el señor Weasley quitándole importancia, y empezó a abrir los regalos
—. Bueno, ¿lo habéis pasado bien? ¿Qué os han regalado por Navidad? ¡Oh, Harry, esto es
maravilloso! —Acababa de abrir el regalo de Harry: un rollo de alambre fusible y un juego de
destornilladores.
La señora Weasley no pareció quedar muy satisfecha con la respuesta de su marido, y cuando éste se
inclinó para estrechar la mano de Harry, ella le miró el vendaje que llevaba debajo del pijama.
—Arthur —dijo con tono cortante, y su voz sonó como el chasquido de una ratonera—, te han
cambiado los vendajes. ¿Por qué lo han hecho un día antes, Arthur? Me dijeron que no te los
cambiarían hasta mañana.
—¿Qué? —dijo el señor Weasley, asustado, y se tapó con las sábanas hasta la barbilla—. No, no, no es
nada, es que… —El señor Weasley se desinfló bajo la penetrante mirada de su esposa—. Mira, Molly,
no te enfades, pero Augustus Pye tuvo una idea… Es el sanador en prácticas, ¿sabes?, un joven
encantador, y muy interesado en la… humm… medicina complementaria… Ya sabes, esos remedios
muggles… Bueno, se llaman «puntos», Molly, y dan muy buenos resultados en… en losmuggles.
La señora Weasley emitió un ruido amenazador, entre un chillido y un gruñido. Lupin se alejó de la
cama del señor Weasley y se acercó a la del hombre lobo, que no tenía visitas y contemplaba con
nostalgia el corro que se había formado alrededor de su vecino. Bill murmuró que iba a ver si podía
tomarse una taza de té, y Fred y George, sonriendo, se ofrecieron rápidamente para acompañar a su
hermano.
—¿Me estás diciendo que has estado tonteando con remediosmuggles? —masculló la señora Weasley
subiendo la voz con cada palabra que pronunciaba, sin darse cuenta, al parecer, de que las personas que
la acompañaban se escabullían para ponerse a cubierto.
—Tonteando no, Molly, querida —respondió el señor Weasley con tono suplicante—, no es más que…
algo que a Pye y a mí nos pareció oportuno probar… Sólo que, desgraciadamente… Bueno, con este
tipo de heridas… no parece funcionar tan bien como esperábamos…
—¿Y eso qué quiere decir con exactitud?
—Pues…, bueno, no sé si sabes qué son los puntos…
—Suena como si hubieras intentado coserte la piel —repuso la señora Weasley, y soltó una risotada
amarga—, pero no creo que tú seas tan estúpido, Arthur…
—Yo también me tomaría una taza de té —dijo Harry, y se puso en pie.
Hermione, Ron y Ginny casi echaron a correr hacia la puerta con él. Cuando ésta se cerró tras ellos,
oyeron gritar a la señora Weasley:
—¿QUÉ QUIERE DECIR QUE MÁS O MENOS ES ESO?
—Típico de papá —comentó Ginny, moviendo la cabeza, cuando enfilaron el pasillo—. Puntos, ya me
dirás…
—Pues funcionan muy bien con heridas no mágicas —dijo Hermione, imparcial—. Supongo que el
veneno de la serpiente los disuelve o algo así. ¿Dónde estará el salón de té?
—En la quinta planta —indicó Harry al recordar el directorio que había detrás del mostrador de
recepción.
Recorrieron el pasillo, pasaron por unas puertas dobles y encontraron una desvencijada escalera, a
cuyos lados había otros retratos de sanadores de aspecto brutal. Mientras subían por ella, varios les
dirigieron la palabra para diagnosticarles extrañas dolencias y proponerles espantosos remedios. Ron se
ofendió muchísimo cuando un mago de la época medieval le gritó que era evidente que sufría un caso
grave despattergroit.
—¿Y se puede saber qué es eso? —le preguntó enfadado al sanador, que lo siguió pasando por seis
retratos al mismo tiempo que apartaba a sus ocupantes.
—Una afección gravísima de la piel, joven amigo, que te la dejará más marcada y fea de lo que ya la
tienes.
—¡Mucho cuidado con quien te metes! —le espetó Ron. Se le estaban poniendo las orejas coloradas.
—El único remedio que existe consiste en coger el hígado de un sapo, atárselo con fuerza alrededor del
cuello, quedarse desnudo bajo la luna llena en un barril lleno de ojos de anguila…
—¡Yo no tengospattergroit!
—Pues esas antiestéticas manchas que tienes en el rostro, joven amigo…
—¡Son pecas! —gritó Ron furioso—. ¡Vuelve a tu cuadro y déjame en paz!
Entonces miró a los demás, que hacían un esfuerzo por poner cara seria.
—¿Qué planta es ésta?
—Me parece que es la quinta —dijo Hermione. —No, es la cuarta —rectificó Harry—, todavía nos
queda una por…
Pero al llegar al rellano se paró en seco y se quedó mirando la pequeña ventana que había en las puertas
dobles que señalaban el inicio de un pasillo que llevaba el letrero de «DAÑOS PROVOCADOS POR
HECHIZOS». Un hombre los miraba con la cara pegada contra el cristal. Tenía el cabello rubio y
ondulado, unos brillantes ojos azules y una amplia sonrisa ausente que dejaba ver unos dientes
asombrosamente blancos.
—¡Vaya! —exclamó Ron, que también había visto a aquel individuo.
—¡Por las barbas de Merlín! —dijo de pronto Hermione, perpleja—. Pero ¡si es el profesor Lockhart!
Su antiguo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras abrió las puertas y echó a andar hacia ellos.
Llevaba una larga camisa de dormir de color lila.
—¡Hola, muchachos! —los saludó—. Habéis venido a pedirme un autógrafo, ¿verdad?
—No ha cambiado mucho, ¿eh? —le susurró Harry por lo bajo a Ginny, que sonrió.
—¿Cómo…, cómo está, profesor? —le preguntó Ron.
Parecía que se sentía un poco culpable, porque había sido su varita estropeada la que había dañado
hasta tal punto la memoria del profesor Lockhart que lo habían enviado a San Mungo. Pero Harry no
sentía mucha lástima por el profesor, pues, antes de que eso ocurriera, Lockhart había intentado
borrarles permanentemente la memoria a Ron y a él.
—¡Muy bien, gracias! —respondió Lockhart, desbordante de entusiasmo, y sacó una maltratada pluma
de pavo real de su bolsillo—. A ver, ¿cuántos autógrafos queréis? ¡Ahora ya puedo escribir con letra
cursiva!
—Esto…, ahora no queremos ninguno, gracias —contestó Ron, y miró arqueando las cejas a Harry,
que preguntó:
—Profesor, ¿lo dejan pasearse por los pasillos? ¿No debería estar en una sala?
La sonrisa del rostro de Lockhart se esfumó poco a poco. El hombre se quedó mirando fijamente a
Harry, y luego dijo:
—¿Nos conocemos?
—Pues… sí. Usted nos daba clases en Hogwarts, ¿no se acuerda?
—¿Clases? —repitió Lockhart un tanto agitado—. ¿Yo? ¿En serio? —Entonces la sonrisa volvió a
aparecer en sus labios, tan de repente que los chicos casi se asustaron—. Seguro que os enseñé todo
cuanto sabéis, ¿verdad? Bien, ¿y qué hay de esos autógrafos? ¿Os parece bien que os firme una
docena? ¡Así podréis regalar unos cuantos a vuestros amiguitos y nadie se quedará sin uno!
Pero entonces una cabeza asomó por una puerta que había al fondo del pasillo y una voz dijo:
—Gilderoy, niño travieso, ¿ya te has escapado otra vez? —Una sanadora de aspecto maternal, que
llevaba una corona de espumillón en el pelo, echó a andar por el pasillo sonriendo cariñosamente a
Harry y a los demás—. ¡Oh, Gilderoy, pero si tienes visitas! ¡Qué maravilla, y el día de Navidad!
¿Sabéis qué? Nunca recibe visitas, pobrecillo, y no me lo explico porque es un encanto, ¿verdad,
corazón?
—¡Les estoy firmando autógrafos! —explicó Gilderoy a la sanadora con una amplia sonrisa—.
¡Quieren un montón de autógrafos, dicen que no se irán sin ellos! ¡Espero tener suficientes fotografías!
—¿Habéis visto? —dijo la sanadora, y cogió a Lockhart por el brazo y le sonrió afectuosamente, como
si fuera un niño precoz de dos años—. Antes era muy famoso; creemos que su afición por firmar
autógrafos es una señal de que empieza a recuperar la memoria. ¿Queréis venir por aquí? Está en una
sala reservada, ¿sabéis?; ha debido de escaparse mientras yo repartía los regalos de Navidad porque
normalmente la puerta está cerrada… Pero ¡no es peligroso! En todo caso… —bajó la voz hasta
reducirla a un susurro— podría ser un peligro para sí mismo, pobre angelito… No sabe quién es, y a
veces sale y no recuerda el camino de regreso… Habéis sido muy amables al venir a visitarlo.
—Esto… —dijo Ron señalando en vano el piso de arriba—, en realidad nosotros sólo… —Pero la
sanadora les sonreía con expectación, y el débil murmullo de «íbamos a tomarnos una taza de té» se
perdió en el aire. Los chicos se miraron sin poder hacer nada, y luego siguieron a Lockhart y a su
sanadora por el pasillo—. No nos quedemos mucho rato, por favor —imploró Ron en voz baja.
La sanadora apuntó con la varita a la puerta de la Sala Janus Thickey y murmuró: «¡Alohomora!»La
puerta se abrió, y la sanadora entró en la sala, precediendo a los demás y llevando sujeto con firmeza a
Gilderoy por el brazo hasta que lo hubo sentado en una butaca, junto a su cama.
—Ésta es nuestra sala para los pacientes que tienen que pasar una larga temporada en el hospital —
explicó a Harry, Ron, Hermione y Ginny en voz baja—. Es decir, para los que han sufrido daños por
hechizos. Con un tratamiento intensivo de pociones y encantamientos curativos, y con algo de suerte,
conseguimos que mejoren un poco, desde luego. Gilderoy, por ejemplo, empieza a recordar vagamente
quién es; y también hemos apreciado una notable mejoría en el señor Bode: parece que está recobrando
muy bien la capacidad del habla, aunque todavía no se expresa en ningún idioma que hayamos podido
reconocer. Bueno, tengo que seguir repartiendo los regalos de Navidad. Os dejo con él para que podáis
charlar tranquilamente.
Harry miró la sala, en la que había indicios inconfundibles de que era un hogar permanente para los
enfermos. Alrededor de las camas se veían muchos más efectos personales que en la sala del señor
Weasley; el trozo de pared que abarcaba la cabecera de la cama de Gilderoy, por ejemplo, estaba
empapelado con fotografías suyas en las que sonreía mostrando los dientes y saludaba con la mano a
los recién llegados. Gilderoy había firmado muchas de aquellas fotografías con una letra deshilvanada e
infantil. En cuanto la sanadora lo sentó en la butaca, Gilderoy cogió un montón de ellas y una pluma, y
empezó a estampar su firma febrilmente.
—Puedes meterlas en sobres —le dijo a Ginny, y fue echándoselas en el regazo, una a una, a medida
que terminaba de firmarlas—. No me han olvidado, qué va, todavía recibo muchas cartas de
admiradores… Gladys Gudgeon me escribe una cada semana… Me encantaría saber por qué… —Hizo
una pausa, con gesto de desconcierto; luego volvió a sonreír y siguió firmando con renovada energía—.
Supongo que será sencillamente por lo guapo que soy…
En la cama de enfrente, un mago de rostro amarillento y un aire de profunda tristeza estaba tumbado
contemplando el techo; murmuraba para sí y parecía que no se había dado cuenta de que alguien había
entrado en la sala. Dos camas más allá había una mujer cuyo rostro estaba cubierto de pelo; Harry
recordó que algo similar le había pasado a Hermione durante el segundo curso, aunque, por fortuna, en
su caso los daños no habían sido permanentes. Al fondo de la sala, unas cortinas con estampado de
flores tapaban dos camas para que los ocupantes y sus visitas tuvieran un poco de intimidad.
—Toma, Agnes —le dijo la sanadora alegremente a la mujer con la cara cubierta de pelo, y le entregó
un montoncito de regalos de Navidad—. ¿Lo ves? ¡No se han olvidado de ti! Además, tu hijo ha
enviado una lechuza para decir que esta noche vendrá a visitarte. ¿Estás contenta? —Agnes soltó unos
fuertes ladridos—. Y mira, Broderick, te han enviado una planta y un calendario precioso con bonitas
ilustraciones de un hipogrifo diferente en cada mes. Seguro que te animarán, ¿verdad? —afirmó la
sanadora mientras se acercaba al hombre que yacía murmurando por lo bajo; puso una planta feísima
con largos y oscilantes tentáculos en su mesilla de noche y colgó el calendario en la pared con un
movimiento de su varita mágica—. Y… ¡Oh, señora Longbottom! ¿Ya se marcha?
Harry giró la cabeza con rapidez. Habían descorrido las cortinas que ocultaban las dos camas del fondo
de la sala, y dos visitantes iban por el pasillo: una anciana bruja de aspecto imponente, que llevaba un
largo vestido verde, una apolillada piel de zorro y un sombrero puntiagudo decorado con un buitre
disecado; y detrás de ella, con aire profundamente deprimido, iba… Neville.
De pronto Harry comprendió quiénes debían de ser los pacientes de las camas del fondo. Miró
alrededor con urgencia en busca de algo con lo que distraer a los demás, para que Neville pudiera salir
de la sala sin ser visto y sin que le hicieran preguntas, pero Ron también había levantado la cabeza al
oír el apellido «Longbottom», y antes de que Harry pudiera impedírselo, gritó: «¡Neville!»
Éste dio un brinco y se encogió, como si una bala hubiera pasado rozándole la cabeza.
—¡Somos nosotros, Neville! —exclamó Ron, muy contento, poniéndose en pie—. ¿Has visto…?
¡Lockhart está aquí! ¿A quién has venido a visitar tú?
—¿Son amigos tuyos, Neville, tesoro? —preguntó gentilmente la abuela de Neville, y se acercó a ellos.
Parecía que Neville deseaba estar en cualquier otro sitio. Un intenso rubor se estaba extendiendo por
sus rollizas mejillas, y no se atrevía a mirar a los ojos a ninguno de sus compañeros.
—¡Ah, sí! —exclamó su abuela mirando fijamente a Harry, y le tendió una apergaminada mano con
aspecto de garra para que él se la estrechara—. Sí, claro, ya sé quién eres. Neville siempre habla muy
bien de ti.
—Gracias —repuso Harry, y le estrechó la mano. Neville no lo miró: se quedó observándose los pies
mientras el rubor de su cara se iba haciendo más y más intenso.
—Y es evidente que vosotros dos sois Weasley —continuó la señora Longbottom, y ofreció
majestuosamente su mano primero a Ron y luego a Ginny—. Sí, conozco a vuestros padres, no mucho,
desde luego, pero son buena gente, son buena gente… Y si no me equivoco, tú debes de ser Hermione
Granger. —A Hermione le sorprendió mucho que la señora Longbottom supiera su nombre, pero de
todos modos también le dio la mano—. Sí, Neville me lo ha contado todo sobre ti. Sé que lo has
ayudado a salir de unos cuantos apuros, ¿verdad? Mi nieto es buen chico —afirmó mirando a Neville
con severidad, como si lo evaluara, y lo señaló con su huesuda nariz—, pero me temo que no tiene el
talento de su padre. —Y esta vez señaló con la cabeza las dos camas del fondo de la sala, lo que
provocó que el buitre disecado oscilara peligrosamente.
—¿Cómo? —dijo Ron, perplejo. A Harry le habría gustado darle un pisotón, pero eso es algo que
resulta mucho más difícil hacer sin que los demás se den cuenta cuando llevas vaqueros en lugar de
túnica—. ¿Ese de allí es tu padre, Neville?
—¿Qué significa esto? —preguntó la señora Longbottom con brusquedad—. ¿No has hablado de tus
padres a tus amigos, Neville? —Éste inspiró hondo, miró al techo y negó con la cabeza. Harry jamás
había sentido tanta lástima por alguien, pero no se le ocurría ninguna forma de ayudar a Neville para
salir de aquel apuro—. ¡No tienes nada de que avergonzarte! —exclamó la señora Longbottom con
enojo—. ¡Deberías estar orgulloso, Neville, muy orgulloso! Tus padres no entregaron su salud y su
cordura para que su único hijo se avergüence de ellos, ¿sabes?
—No me avergüenzo —dijo Neville con un hilo de voz. Seguía sin mirar a Harry y a los demás. Ron se
había puesto de puntillas para mirar a los pacientes de las dos camas.
—¡Pues tienes una forma muy peculiar de demostrarlo! —le reprendió la señora Longbottom—. A mi
hijo y a su esposa —prosiguió volviéndose con gesto altivo hacia Harry, Ron, Hermione y Ginny— los
torturaron hasta la demencia los seguidores de Quien-vosotros-sabéis. —Hermione y Ginny se taparon
la boca con las manos. Ron dejó de estirar el cuello para mirar a los padres de Neville y puso cara de
pena—. Eran aurores, y muy respetados dentro de la comunidad mágica —continuó la señora
Longbottom—. Ambos tenían dones extraordinarios, y… Sí, Alice, querida, ¿qué quieres?
La madre de Neville, en camisón, se acercaba caminando lentamente por el pasillo. Ya no tenía el
rostro alegre y regordete que Harry había visto en la vieja fotografía de la primera Orden del Fénix que
le había enseñado Moody. Ahora tenía la cara delgada y agotada, los ojos parecían más grandes de lo
normal y el pelo se le había vuelto blanco, ralo y sin vida. Tal vez no quisiera decir nada, o quizá fuera
incapaz de hablar, pero le hizo unas tímidas señas a Neville y le tendió algo con la mano.
—¿Otra vez? —dijo la señora Longbottom con un deje de hastío—. Muy bien, Alice, querida, muy
bien… Neville, cógelo, ¿quieres? —Pero Neville ya había estirado el brazo, y su madre le puso en la
mano un envoltorio de Droobles, el mejor chicle para hacer globos—. Muy bonito, querida —añadió la
abuela de Neville con una voz falsamente alegre, y dio unas palmadas en el hombro a su nuera.
Sin embargo, Neville dijo en voz baja:
—Gracias, mamá.
Su madre se alejó tambaleándose por el pasillo y tarareando algo. Neville miró a los demás con
expresión desafiante, como si los retara a reírse, pero Harry no creía haber visto en su vida nada menos
divertido que esa situación.
—Bueno, será mejor que volvamos —dijo la señora Longbottom con un suspiro, y se puso unos largos
guantes verdes—. Ha sido un placer conoceros. Neville, tira ese envoltorio a la papelera, tu madre ya
debe de haberte dado suficientes para empapelar tu dormitorio.
Pero cuando se marchaban, Harry vio que Neville se metía el envoltorio del chicle en el bolsillo.
La puerta se cerró detrás de ellos.
—No lo sabía —comentó Hermione, que parecía a punto de llorar.
—Yo tampoco —dijo Ron con voz ronca.
—Ni yo —susurró Ginny.
Todos miraron a Harry.
—Yo sí —admitió él con tristeza—. Me lo contó Dumbledore, pero prometí que no se lo revelaría a
nadie… Por eso fue por lo que enviaron a Bellatrix Lestrange a Azkaban, por utilizar la maldición
Cruciatuscontra los padres de Neville hasta que perdieron la razón.
—¿Eso hizo Bellatrix Lestrange? —susurró Hermione, horrorizada—. ¿Esa mujer cuya fotografía
Kreacher guarda en su cubil?
Se hizo un largo silencio que Lockhart interrumpió con voz enojada:
—¡Eh, no he aprendido a escribir con letra cursiva para nada!
24
Oclumancia
Resultó que Kreacher estaba escondido en el desván. Sirius dijo que lo había encontrado allí, cubiertode polvo, sin duda buscando más reliquias de la familia Black para llevarse a su armario. Pese a que
Sirius parecía satisfecho con aquella historia, a Harry le produjo desasosiego. Tras su reaparición,
Kreacher parecía de mejor humor; sus amargas murmuraciones habían cesado un tanto, y cumplía las
órdenes que le daban con más docilidad de lo habitual, aunque en un par de ocasiones Harry sorprendió
al elfo doméstico observándolo con ansiedad, pero éste desvió rápidamente la mirada al ver que Harry
lo había pillado.
Él no le comentó sus imprecisas sospechas a Sirius, cuya jovialidad se estaba evaporando deprisa
porque ya habían acabado las Navidades. A medida que se acercaba la fecha del regreso de Harry a
Hogwarts, Sirius cada vez se mostraba más propenso a lo que la señora Weasley llamaba «ataques de
melancolía», durante los cuales se ponía taciturno y gruñón, y muchas veces se retiraba al cuarto de
Buckbeak, donde pasaba horas enteras. Su malhumor se extendía por la casa y se filtraba por debajo de
las puertas como un gas tóxico, de modo que los demás se contagiaban de él.
Harry no quería dejar otra vez a su padrino con la única compañía de Kreacher; de hecho, por primera
vez en la vida, no le apetecía regresar a Hogwarts. Volver al colegio significaría colocarse una vez más
bajo la tiranía de Dolores Umbridge, que sin duda se las habría ingeniado para que aprobaran otra
docena de decretos durante su ausencia; ya no tenía las miras puestas en los partidos de quidditch
porque lo habían suspendido; además, con toda probabilidad, los iban a cargar de deberes ahora que se
acercaban los exámenes; y Dumbledore estaba más distante que nunca. Harry creía que, de no ser por
elED, habría suplicado a Sirius que lo dejara quedarse en Grimmauld Place y abandonar los estudios.
Entonces, el último día de las vacaciones, pasó una cosa que hizo que Harry sintiera verdadero terror de
regresar al colegio.
—Harry, cariño —dijo la señora Weasley asomando la cabeza por la puerta del dormitorio que
compartían él y Ron, donde ambos estaban jugando al ajedrez mágico, mientras Hermione, Ginny y
Crookshankslos observaban—, ¿puedes bajar un momento a la cocina? El profesor Snape quiere hablar
contigo.
Harry tardó un momento en asimilar lo que la señora Weasley acababa de decir; una de sus torres había
iniciado una violenta pelea con un peón de Ron, y él la azuzaba con entusiasmo.
—Machácalo, ¡machácalo! ¡Sólo es un peón, idiota! Lo siento, señora Weasley, ¿qué decía?
—El profesor Snape, cariño. Te espera en la cocina. Quiere hablar contigo.
Harry abrió la boca, horrorizado, y miró a Ron, a Hermione y a Ginny, que lo miraban también con la
boca abierta.Crookshanks, al que Hermione llevaba un cuarto de hora conteniendo con dificultad, saltó
por fin sobre el tablero, y las fichas corrieron a ponerse a cubierto gritando como locas.
—¿Snape? —repitió Harry sin comprender.
—El profesor Snape, querido —lo corrigió la señora Weasley—. Baja, corre, dice que tiene prisa.
—¿De qué querrá hablar contigo? —le preguntó Ron, acobardado, cuando su madre salió de la
habitación—. No has hecho nada, ¿verdad?
—¡Claro que no! —exclamó Harry, indignado, y se exprimió el cerebro pensando qué podía haber
hecho para que Snape fuera a buscarlo a Grimmauld Place. ¿Habría sacado una T en sus últimos
deberes?
Un par de minutos más tarde, Harry abrió la puerta de la cocina y encontró a Sirius y a Snape sentados
a la larga mesa, cada uno con la vista fija en una dirección diferente. El silencio que reinaba en la
habitación delataba la antipatía que sentían el uno por el otro. Sirius tenía una carta abierta delante,
sobre la mesa.
Harry carraspeó para anunciar su presencia.
Snape giró la cabeza, con el rostro enmarcado por dos cortinas de grasiento y negro cabello.
—Siéntate, Potter.
—Mira —dijo Sirius en voz alta mientras se mecía sobre las patas traseras de la silla y hablaba mirando
al techo—, preferiría que aquí no dieras órdenes, Snape. Ésta es mi casa, ¿sabes?
Un desagradable rubor tiñó el pálido rostro de Snape. Harry se sentó en una silla al lado de Sirius,
frente a Snape.
—En realidad teníamos que vernos a solas, Potter —explicó Snape, y torció los labios para formar su
característica sonrisa despectiva—, pero Black…
—Soy su padrino —aclaró Sirius subiendo aún más el tono de voz.
—He venido por orden de Dumbledore —prosiguió Snape, cuya voz, en cambio, cada vez se volvía
más débil y mordaz—, pero quédate, Black, quédate. Ya sé que te gusta sentirte… implicado.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sirius dejando que la silla volviera a caer sobre las cuatro
patas con un fuerte golpe.
—Sencillamente, que estoy seguro de que debes de sentirte… frustrado por no poder hacer nada útil
para la Orden —contestó Snape poniendo un delicado énfasis en la palabra «útil». Ahora le tocaba a
Sirius ruborizarse. Los labios de Snape se torcieron de nuevo, esta vez triunfantes, cuando giró la
cabeza y miró a Harry—. El director me envía, Potter, para decirte que quiere que este trimestre
estudies Oclumancia.
—Que estudie ¿qué? —dijo Harry desconcertado. La sarcástica sonrisa de Snape se pronunció aún más.
—Oclumancia, Potter. La defensa mágica de la mente contra penetraciones externas. Es una rama
oscura de la magia, pero muy provechosa.
El corazón de Harry empezó a latir muy deprisa. ¿Defensa contra penetraciones externas? Pero si no
estaba poseído, todos estaban de acuerdo en eso…
—¿Por qué tengo que estudiar Oclu…, como se llame eso? —balbuceó.
—Porque el director lo considera oportuno —respondió Snape llanamente—. Recibirás clases
particulares una vez por semana, pero no le contarás a nadie lo que estás haciendo, y a la profesora
Umbridge menos todavía. ¿Entendido?
—Sí. ¿Quién me va a dar las clases?
Snape arqueó una ceja y respondió:
—Yo.
Harry tuvo la horrible sensación de que se le deshacían las tripas. Clases particulares con Snape. ¿Qué
había hecho él para merecer aquello? Giró rápidamente la cabeza buscando el apoyo de Sirius.
—¿Por qué no puede dárselas Dumbledore? —preguntó éste con tono agresivo—. ¿Por qué tienes que
hacerlo tú?
—Supongo que porque el director tiene el privilegio de delegar las tareas menos agradables —repuso
Snape con ironía—. Te aseguro que yo no le supliqué que me diera ese trabajo. —Se puso en pie—. Te
espero el lunes a las seis en punto de la tarde, Potter. En mi despacho. Si alguien te pregunta, di que
recibes clases particulares de pociones curativas. Nadie que te haya visto en mis clases podrá negar que
las necesitas.
Se dio la vuelta para marcharse, y la negra capa de viaje ondeó tras él.
—Espera un momento —dijo Sirius, y se enderezó en la silla.
Snape se volvió para mirarlo, con la socarrona sonrisa en los labios.
—Tengo mucha prisa, Black. Yo no dispongo de tanto tiempo libre como tú.
—Entonces iré al grano —replicó Sirius levantándose. Era bastante más alto que Snape, y a Harry no
se le escapó el detalle de que éste había cerrado la mano, dentro del bolsillo de la capa, sosteniendo en
ella su varita mágica—. Si me entero de que estás utilizando las clases de Oclumancia para que Harry
lo pase mal, tendrás que vértelas conmigo.
—¡Qué enternecedor! —se burló Snape—. Pero seguro que ya te has dado cuenta de que Potter se
parece mucho a su padre.
—Sí, claro —afirmó Sirius con orgullo.
—En ese caso debes de saber que es tan arrogante que las críticas simplemente rebotan contra él —dijo
Snape con desfachatez.
Sirius empujó bruscamente su silla hacia atrás, pasó junto a la mesa y fue hacia donde estaba Snape
mientras sacaba su varita. Snape también sacó la suya. Ambos se pusieron en guardia. Sirius estaba
furioso; Snape, calculador, miraba la punta de la varita de su oponente sin dejar de examinarle el rostro.
—¡Sirius! —exclamó Harry, pero pareció que su padrino no lo había oído.
—Ya te he avisado, Quejicus —masculló Sirius, que tenía la cara apenas a un palmo de la de Snape—,
no me importa que Dumbledore crea que te has reformado, pero yo no me lo trago…
—¿Y por qué no se lo dices a él? —repuso Snape en un susurro—. ¿Acaso temes que no se tome muy
en serio los consejos de un hombre que lleva seis meses escondido en la casa de su madre?
—Dime, ¿qué tal está Lucius Malfoy? Supongo que estará encantado de que su perrito faldero trabaje
en Hogwarts, ¿no?
—Hablando de perros —replicó Snape sin subir la voz—, ¿sabías que Lucius Malfoy te reconoció la
última vez que te arriesgaste a hacer una pequeña excursión? Una idea muy inteligente, Black, dejarte
ver en el andén de una estación… Eso te dio una excusa perfecta para no tener que salir de tu escondite
en el futuro, ¿verdad? Sirius levantó la varita.
—¡NO!—gritó Harry, que saltó por encima de la mesa e intentó interponerse entre los dos—. ¡No lo
hagas, Sirius!
—¿Me estás llamando cobarde? —bramó Sirius, e intentó apartar a Harry, pero el chico no se movió de
donde estaba.
—Pues sí, has acertado —contestó Snape.
—¡No te metas en esto, Harry! —gruñó Sirius, y lo empujó con la mano que tenía libre.
En ese momento, la puerta se abrió y la familia Weasley al completo, junto con Hermione, entró en la
cocina; estaban todos muy contentos, y el señor Weasley, muy orgulloso, iba en medio vestido con un
pijama de rayas y un impermeable.
—¡Estoy curado! —anunció alegremente sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Completamente curado!
El señor Weasley y su familia se quedaron paralizados en el umbral observando la escena que tenían
delante, que también había quedado interrumpida. Sirius y Snape miraban hacia la puerta, pero se
apuntaban con las varitas a la cara, y Harry estaba inmóvil entre los dos, con un brazo extendido hacia
cada uno de ellos, intentando separarlos.
—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó el señor Weasley, y la sonrisa se borró de su cara—, ¿qué está
pasando aquí?
Sirius y Snape bajaron las varitas. Harry miró primero a uno y luego a otro. Ambos tenían una
expresión de profundo desprecio mutuo, y, sin embargo, la inesperada llegada de tantos testigos parecía
haberles hecho recobrar la razón. Snape se guardó la varita en el bolsillo, se dio la vuelta, recorrió la
habitación y pasó junto a los Weasley sin hacer ningún comentario. Al llegar a la puerta, se volvió y
dijo:
—El lunes a las seis en punto de la tarde, Potter.
Y dicho esto, se marchó. Sirius, con la varita en la mano y el brazo rígido pegado al costado, se quedó
mirando cómo se alejaba.
—¿Qué ha ocurrido? —volvió a preguntar el señor Weasley.
—Nada, Arthur —respondió Sirius, que respiraba entrecortadamente, como si acabara de correr una
larga distancia—. Sólo ha sido una charla amistosa entre dos antiguos compañeros de colegio. —Sonrió
haciendo un enorme esfuerzo y añadió—: Entonces… ¿ya estás curado? Ésa es una gran noticia, una
noticia fabulosa.
—Sí, ¿verdad? —dijo la señora Weasley, y guió a su marido hacia una silla—. Al final el sanador
Smethwyck consiguió que su magia funcionara, encontró un antídoto contra lo que la serpiente tenía en
los colmillos, y Arthur ha aprendido la lección y no volverá a tontear con la medicina muggle, ¿verdad,
cariño? —dijo con tono amenazador.
—Sí, Molly —repuso el señor Weasley mansamente.
La cena de aquella noche debería haber sido alegre, ya que el señor Weasley había regresado. Harry se
dio cuenta de que Sirius intentaba animar el ambiente; sin embargo, cuando su padrino no se esforzaba
por reír a carcajadas de los chistes de Fred y George, ni ofrecía más comida a todos, su rostro volvía a
adoptar una expresión taciturna y melancólica. Entre Sirius y Harry estaban sentados Mundungus y
Ojoloco, que habían ido a Grimmauld Place para felicitar al señor Weasley. Harry estaba deseando
hablar con su padrino y decirle que no debía hacer caso a Snape, que éste lo estaba provocando
deliberadamente, y que nadie creía que Sirius fuera un cobarde por obedecer las órdenes de
Dumbledore y haberse quedado en Grimmauld Place. Pero no tuvo ocasión de hacerlo, y a veces, al ver
la desagradable expresión de su padrino, Harry se preguntaba si se habría atrevido a exteriorizar lo que
pensaba aunque hubiera tenido la oportunidad. Lo que sí hizo fue contarles a Ron y a Hermione, en voz
baja, que iba a recibir clases particulares de Oclumancia con Snape.
—Dumbledore quiere que dejes de soñar con Voldemort —opinó Hermione de inmediato—. Supongo
que te alegrarás de no tener más sueños de ésos, ¿verdad?
—¿Clases particulares con Snape? —repitió Ron, horrorizado—. ¡Yo preferiría tener las pesadillas!
Debían volver a Hogwarts en el autobús noctámbulo al día siguiente, escoltados una vez más por Tonks
y Lupin, a quienes Harry, Ron y Hermione encontraron desayunando en la cocina al bajar de sus
dormitorios por la mañana. Los adultos estaban conversando en voz baja cuando Harry abrió la puerta;
al oír llegar a los niños, giraron la cabeza, sobresaltados, y guardaron silencio.
Tras un desayuno rápido, todos se pusieron chaquetas y bufandas para protegerse del frío de aquella
mañana gris del mes de enero. Harry notaba una desagradable opresión en el pecho; no quería
despedirse de Sirius. Aquella separación le producía un profundo desasosiego porque no sabía cuándo
volverían a verse, y tenía la sensación de que le correspondía decirle algo a su padrino para impedir que
hiciera alguna tontería. Harry temía que la acusación de cobardía que le había lanzado Snape lo hubiera
herido tan profundamente que estuviera planeando una imprudente salida de Grimmauld Place. Sin
embargo, antes de que pudiera pensar qué podía decirle, Sirius le hizo señas para que se acercara.
—Quiero que te lleves esto —dijo con voz queda, y le puso en las manos un paquete mal envuelto del
tamaño de un libro de bolsillo.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Una forma de que yo sepa si Snape te lo hace pasar mal. ¡No, no lo abras aquí! —añadió Sirius
mirando, cauteloso, a la señora Weasley, que intentaba convencer a los gemelos de que se pusieran
unos mitones tejidos a mano—. Dudo mucho que Molly lo aprobara… Pero quiero que lo utilices si me
necesitas, ¿de acuerdo?
—Vale —dijo Harry guardándose el paquete en el bolsillo interior de la chaqueta, aunque sabía que
nunca utilizaría aquello, fuera lo que fuese. No iba a ser él quien hiciera salir a su padrino de
Grimmauld Place, donde estaba seguro, por muy mal que lo tratara Snape en las futuras clases de
Oclumancia.
—Vamos, pues —dijo Sirius, y sonriendo forzadamente le dio una palmada en el hombro a su ahijado.
Antes de que éste pudiera decir nada más, ya habían subido la escalera y se habían detenido ante la
puerta de la calle, cerrada con candados y cerrojos, rodeados de los miembros de la familia Weasley.
—Adiós, Harry, cuídate mucho —se despidió la señora Weasley, y lo abrazó.
—Hasta pronto, Harry, ¡y vigila por si me ataca otra serpiente! —exclamó el señor Weasley
cordialmente estrechándole la mano.
—Sí… Está bien —dijo Harry, distraído; era su última oportunidad para decirle a Sirius que tuviera
cuidado.
Se dio la vuelta, miró a su padrino a los ojos y despegó los labios para hablar, pero, sin darle tiempo
para que pudiera hacerlo, Sirius lo abrazó con un solo brazo y dijo ásperamente:
—Cuídate, Harry.
De inmediato, el chico se vio empujado al frío aire invernal; Tonks, que aquel día iba disfrazada de
mujer alta y canosa, envuelta en ropa de tweed, lo apremiaba para que bajara los escalones.
La puerta del número 12 de Grimmauld Place se cerró de golpe tras ellos, y bajaron detrás de Lupin. Al
llegar a la acera, Harry giró la cabeza. La casa empezó a encogerse rápidamente, mientras los edificios
contiguos se extendían hacia los lados, comprimiéndola hasta hacerla desaparecer por completo. Un
instante más tarde ya no estaba allí.
—Vamos, cuanto antes subamos al autobús, mejor —dijo Tonks, y a Harry le pareció detectar
nerviosismo en la mirada que la bruja lanzó alrededor de la plaza. Lupin levantó el brazo derecho.
Entonces se oyó un«¡PUM!»y un autobús de tres pisos, de color morado intenso, apareció de la nada
ante ellos, esquivando por los pelos la farola más cercana, que se apartó dando un salto hacia atrás.
Un joven delgado, lleno de granos y con orejas de soplillo, vestido con un uniforme también morado,
saltó a la acera y dijo:
—Bienvenidos al…
—Sí, sí, ya lo sabemos, gracias —lo atajó Tonks—. Arriba, arriba…
Y empujó a Harry hacia los escalones; cuando pasó por delante del cobrador, éste miró al muchacho
con los ojos desorbitados.
—¡Pero si es Harry…!
—Si gritas su nombre te echo una maldición amnésica —lo amenazó Tonks en voz baja, y empujó a
Ginny y Hermione hacia la puerta del autobús.
—Siempre he querido viajar en este trasto —comentó Ron alegremente al subir al autobús con Harry,
mirándolo todo.
La última vez que Harry había viajado en el autobús noctámbulo era de noche, y los tres pisos estaban
llenos de camas metálicas. Pero entonces, a primera hora de la mañana, el interior estaba lleno de sillas,
de diferentes formas, agrupadas desordenadamente junto a las ventanillas. Varias se habían volcado
cuando el autobús frenó bruscamente frente a Grimmauld Place; unos cuantos magos y algunas brujas
todavía se estaban levantando del suelo, rezongando, y una bolsa de la compra había recorrido el
autobús en toda su longitud: una desagradable mezcla de huevas de rana, cucarachas y natillas se había
esparcido por el suelo.
—Veo que tendremos que separarnos —dijo Tonks con energía mientras miraba a su alrededor en busca
de sillas vacías—. Fred, George y Ginny, sentaos en esas sillas del fondo… Remus irá con vosotros.
Tonks, Harry, Ron y Hermione subieron al último piso, donde había dos sillas vacías en la parte
delantera del autobús y dos en el fondo. Stan Shunpike, el cobrador, siguió entusiasmado a Harry y a
Ron hasta el fondo del autobús. Cuando Harry recorrió el pasillo, los pasajeros giraron la cabeza, y
cuando se sentó, vio que todas las caras volvían a mirar al frente.
Mientras Harry y Ron entregaban a Stan oncesicklescada uno, el autobús se puso en marcha y osciló
peligrosamente. Dio una vuelta alrededor de Grimmauld Place con gran estruendo, subió y bajó varias
veces de la acera, y entonces, con otro tremendo«¡PUM!», salieron despedidos hacia delante. La silla de
Ron cayó, y Pigwidgeon, al que llevaba en el regazo, también salió despedido de su jaula, voló
asustado y entre gorjeos hasta la parte delantera del autobús y se posó en el hombro de Hermione.
Harry, que había evitado caerse agarrándose a un soporte para velas, miró por la ventanilla: iban a toda
velocidad por lo que parecía una autopista.
—Estamos en las afueras de Birmingham —anunció Stan alegremente, contestando a la pregunta que
Harry no había formulado, mientras Ron se levantaba del suelo—. ¿Va todo bien, Harry? El pasado
verano vi varias veces tu nombre en el periódico, pero nunca decían nada bueno. Yo le dije a Ern:
«Cuando nosotros lo conocimos no nos pareció que fuera un chiflado, ¿verdad? Eso te demuestra cómo
te puedes equivocar con la gente.»
Les entregó los billetes y siguió mirando, embelesado, a Harry. Por lo visto, a Stan no le importaba que
alguien estuviera chiflado con tal de que fuera lo bastante famoso para salir en el periódico. El autobús
noctámbulo se bamboleó de forma alarmante, y adelantó incorrectamente por la izquierda a unos
cuantos coches. Harry miró hacia la parte delantera del autobús y vio que Hermione se tapaba los ojos
con las manos mientrasPigwidgeonoscilaba feliz sobre su hombro.«¡PUM!»
Las sillas volvieron a resbalar hacia atrás y el autobús noctámbulo pasó de la autopista de Birmingham
a una tranquila carretera rural llena de curvas muy cerradas. Los setos que bordeaban la carretera se
apartaban cada vez que el autobús se subía a los arcenes. De allí pasaron a la calle principal de una
ajetreada ciudad; luego a un viaducto rodeado de altas colinas; y por último, a una carretera azotada por
el viento que discurría por una planicie situada a una considerable altitud, y cada vez que cambiaban de
lugar sonaba un fuerte«¡PUM!».
—He cambiado de opinión —farfulló Ron levantándose del suelo por sexta vez—. No quiero volver a
viajar en esta cosa nunca más.
—Después de esta parada viene Hogwarts —anunció Stan jovialmente mientras se balanceaba hacia
ellos—. Esa mujer mandona que se ha sentado delante con vuestra amiga nos ha dado una propina para
que os llevemos primero a vosotros. Pero ahora vamos a dejar bajar a Madame Marsh… —entonces
oyeron unas fuertes arcadas provenientes del piso de abajo, seguidas de un espantoso ruido de
salpicaduras— porque no se encuentra muy bien.
Unos minutos más tarde, el autobús noctámbulo se detuvo con un fuerte chirrido de frenos ante un
pequeño pub que se apartó de en medio para evitar una colisión. Oyeron cómo Stan ayudaba a la
desventurada Madame Marsh a bajar del vehículo, y los murmullos de alivio del resto de los pasajeros
del segundo piso. Luego el autobús se puso de nuevo en marcha y ganó velocidad, hasta que…
«¡PUM!»
En aquel momento pasaban por Hogsmeade, que estaba nevado. Harry alcanzó a ver la calle lateral
donde se hallaba Cabeza de Puerco, y el letrero, con el dibujo de una cabeza de jabalí cortada, que
chirriaba azotado por el viento invernal. Los copos de nieve chocaban contra el gran parabrisas del
autobús. Por fin se detuvieron frente a las verjas de Hogwarts.
Lupin y Tonks los ayudaron a bajar con su equipaje, y después bajaron también para despedirse de
ellos. Harry levantó la cabeza para contemplar los tres pisos del autobús noctámbulo y vio que todos
los pasajeros los observaban con la nariz pegada a los cristales.
—En cuanto entréis en los jardines estaréis a salvo —dijo Tonks escudriñando la desierta carretera—.
Que tengáis un buen trimestre.
—Cuidaos mucho —les recomendó Lupin, y les estrechó la mano a todos, dejando a Harry para el final
—. Escucha, Harry… —bajó la voz, mientras los demás se despedían de Tonks—, ya sé que no tragas a
Snape, pero es un especialista en Oclumancia, y todos nosotros, incluido Sirius, queremos que aprendas
a protegerte, así que trabaja mucho, ¿de acuerdo?
—Sí, vale —contestó él con gravedad mirando el rostro de Lupin, que estaba surcado de prematuras
arrugas—. Hasta pronto.
Arrastrando sus baúles con gran esfuerzo, los seis subieron hacia el castillo por el resbaladizo camino.
Hermione empezó a decir que quería tejer unos cuantos gorros de elfo antes de acostarse. Harry miró
hacia atrás cuando llegaron a las puertas de roble; el autobús noctámbulo ya se había marchado, y dado
lo que lo esperaba al día siguiente a las seis, lamentó no estar todavía en él.
Harry pasó casi todo el día siguiente temiendo que llegara la tarde. La clase de dos horas de Pociones
no contribuyó en nada a disipar su temor, pues Snape estuvo más desagradable que nunca. Y aún lo
deprimió más que los miembros delEDse le acercaran constantemente por los pasillos entre clase y
clase para preguntarle, esperanzados, si aquella noche iba a celebrarse una reunión.
—Ya os comunicaré por el canal habitual cuándo será la próxima —decía Harry una y otra vez—, pero
esta noche no puede ser, tengo clase de… pociones curativas.
—¿Tienes clases particulares de pociones curativas? —le preguntó con desdén Zacharias Smith, que
había abordado a Harry en el vestíbulo después de comer—. ¡Madre mía, debes de ser malísimo! Snape
no suele dar clases de refuerzo.
Smith se alejó con un aire irritantemente optimista, y Ron lo miró con odio.
—¿Quieres que le haga un embrujo? Desde aquí aún lo alcanzaría —se ofreció su amigo, que había
levantado su varita y apuntaba a Smith entre los omoplatos.
—Déjalo —respondió Harry con desaliento—. Es lo que va a pensar todo el mundo, ¿no? Que soy
idiota perdi…
—¡Hola, Harry! —dijo una voz a sus espaldas. Harry se dio la vuelta y se encontró cara a cara con
Cho.
—¡Oh! —exclamó él, y notó una desagradable sensación en el estómago—. ¡Hola!
—Nos encontrarás en la biblioteca —dijo entonces Hermione con firmeza al tiempo que agarraba a
Ron por encima del codo y tiraba de él hacia la escalera de mármol.
—¿Cómo han ido las Navidades? —le preguntó Cho.
—Bueno, no han estado mal.
—Las mías han sido muy tranquilas —comentó la chica, que por algún extraño motivo parecía muy
abochornada—. Esto…, el mes que viene hay otra excursión a Hogsmeade, ¿has visto el cartel?
—¿Qué? ¡Ah, no! Todavía no he mirado el tablón de anuncios.
—Pues sí, será el día de San Valentín…
—Ya —dijo Harry preguntándose por qué le contaba aquello—. Bueno, supongo que querrás…
—Sólo si tú quieres —repuso ella con entusiasmo.
Harry la miró sin comprender. Lo que él pensaba decir era «Supongo que querrás saber cuándo es la
próxima reunión delED», pero la respuesta de Cho no acababa de encajar.
—Yo…, pues… —balbuceó.
—Vale, si no quieres, no pasa nada —se apresuró a decir ella, muerta de vergüenza—. No te preocupes.
Ya…, ya nos veremos.
Y se marchó. Harry se quedó allí plantado mirándola y exprimiéndose los sesos. Entonces las piezas
encajaron.
—¡Cho! ¡Eh!¡CHO!
Corrió tras ella y la alcanzó hacia la mitad de la escalera.
—Oye…, ¿quieres ir conmigo a Hogsmeade el día de San Valentín?
—¡Sí, claro! —exclamó Cho, roja como un tomate y con una sonrisa radiante.
—Bueno… Entonces quedamos así—dijo Harry. Y con la sensación de que al fin y al cabo aquel día no
iba a ser un completo desastre, echó a correr literalmente hacia la biblioteca para reunirse con Ron y
Hermione antes de las clases de la tarde.
Sin embargo, a las seis, ni siquiera la satisfacción de haber pedido a Cho Chang que saliera con él logró
aliviar los funestos sentimientos que se intensificaban a cada paso que Harry daba hacia el despacho de
Snape.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo y pensó que le habría gustado estar en cualquier otro sitio menos en
aquél. Entonces respiró hondo, llamó y entró.
La oscura habitación estaba forrada de estanterías en las que había cientos de tarros de cristal con
viscosos trozos de animales y de plantas suspendidos en pociones de diversos colores. En un rincón
estaba el armario lleno de ingredientes de donde, en una ocasión, Snape había acusado a Harry (no sin
motivos) de haber robado. Sin embargo, Harry dirigió la mirada hacia la mesa, encima de la cual había
una vasija de piedra poco profunda con runas y símbolos grabados, iluminada con velas. Harry la
reconoció al instante: era el pensadero de Dumbledore. No se explicaba qué demonios hacía aquel
objeto allí, y pegó un brinco cuando la fría voz de Snape sonó en la oscuridad.
—Cierra la puerta después de entrar, Potter.
Harry obedeció, y tuvo la espantosa sensación de que se estaba encarcelando. Cuando volvió a girarse
hacia la habitación, Snape se había colocado donde había luz y señalaba en silencio la silla que había
delante de su mesa. Harry se sentó, y lo mismo hizo Snape, con los fríos y negros ojos clavados en el
muchacho, sin pestañear; la aversión que sentía estaba grabada en cada una de las arrugas de su cara.
—Bueno, Potter, ya sabes por qué estás aquí —dijo—. El director me ha pedido que te enseñe
Oclumancia. Espero que demuestres ser más hábil en eso que en Pociones.
—Sí —contestó Harry lacónicamente.
—Quizá ésta no sea una clase como las demás, Potter —prosiguió Snape, y entornó los ojos con
malicia—, pero sigo siendo tu profesor, y por lo tanto debes llamarme siempre «señor» o «profesor».
—Sí…, señor.
—Veamos, Oclumancia… Como ya te dije en la cocina de tu querido padrino, esa rama de la magia
impide que las intrusiones y las influencias mágicas penetren en la mente.
—¿Y por qué cree el profesor Dumbledore que necesito aprenderla, señor? —preguntó Harry mirando
a los ojos a Snape, aunque dudaba que éste contestara a su pregunta.
Snape le sostuvo la mirada unos instantes y luego respondió con profundo desdén:
—Hasta tú deberías haberlo deducido, Potter. El Señor Tenebroso es sumamente hábil en
Legeremancia…
—¿En qué? ¿Señor?
—Es la capacidad de extraer sentimientos y recuerdos de la mente de otra persona.
—¿Quiere eso decir que puede leer el pensamiento? —replicó rápidamente Harry, cuyos peores
temores se estaban confirmando.
—Qué poca sutileza tienes, Potter —repuso Snape observándolo con aquellos ojos que emitían
destellos—. No sabes apreciar los matices. Ése es uno de los defectos que te convierten en un inepto
para la fabricación de pociones. —Snape hizo una breve pausa, al parecer para saborear el placer de
insultar a Harry, y después continuó—. Sólo los muggleshablan de «leer el pensamiento». La mente no
es ningún libro que uno pueda abrir cuando se le antoje o examinarlo cuando le apetezca. Los
pensamientos no están grabados dentro del cráneo para que los analice cualquier invasor. La mente es
una potencia muy compleja y con muchos estratos, Potter, o al menos así son la mayoría de las mentes.
—Dibujó una sonrisa irónica—. Sin embargo, es cierto que aquellos que dominan el arte de la
Legeremancia pueden, bajo determinadas condiciones, hurgar en la mente de sus víctimas e interpretar
de forma correcta sus hallazgos. El Señor Tenebroso, por ejemplo, casi siempre sabe cuándo alguien le
está mintiendo. Sólo los que dominan la Oclumancia saben bloquear los sentimientos y los recuerdos
que delatarían su mentira, y de ese modo pueden decir falsedades en su presencia sin que él las detecte.
Explicara lo que explicase Snape, Harry seguía pensando que la Legeremancia era lo mismo que leer el
pensamiento, y esa idea no le hacía ni pizca de gracia.
—Entonces, ¿él podría saber qué estoy pensando en este momento, señor?
—El Señor Tenebroso se encuentra a una considerable distancia de aquí, y los muros y los terrenos de
Hogwarts están protegidos mediante numerosos y antiguos hechizos y encantamientos para asegurar la
seguridad física y mental de aquellos que habitan detrás de ellos —respondió Snape—. El tiempo y el
espacio son factores que hay que tener en cuenta cuando se trata de hacer magia, Potter. En general, el
contacto visual es esencial para la Legeremancia.
—Entonces, ¿por qué tengo que estudiar Oclumancia?
Snape miró a Harry y se siguió el contorno de los labios con un largo y delgado dedo.
—Al parecer, Potter, a ti no se te aplican las reglas generales. Y también parece que la maldición que no
consiguió matarte ha forjado una especie de conexión entre el Señor Tenebroso y tú. Todos los indicios
apuntan a que en ocasiones, cuando tu mente está más relajada y vulnerable, como cuando duermes,
por ejemplo, compartes los pensamientos y las emociones con el Señor Tenebroso. El director cree que
no es conveniente que eso continúe ocurriendo. Quiere que te enseñe a cerrar tu mente al Señor
Tenebroso.
El corazón de Harry volvía a latir muy deprisa. Nada de todo aquello cuadraba.
—Pero ¿por qué quiere evitarlo el profesor Dumbledore? —preguntó bruscamente—. No es que me
guste, pero ha resultado útil, ¿no? Porque…, no sé, vi cómo la serpiente atacaba al señor Weasley, y si
no lo hubiera visto, el profesor Dumbledore no habría podido salvarle la vida, ¿verdad, señor?
Snape miró fijamente a Harry unos instantes mientras se pasaba todavía un dedo por los labios. Cuando
habló de nuevo, lo hizo lentamente, con mucha parsimonia, como si midiera cada una de sus palabras.
—Por lo visto, el Señor Tenebroso no se ha percatado de la conexión que hay entre tú y él hasta hace
muy poco. Hasta ahora parece que has estado experimentando sus emociones y compartiendo sus
pensamientos sin que él se enterara. Sin embargo, la visión que tuviste poco antes de Navidad…
—¿La de la serpiente y el señor Weasley?
—No me interrumpas, Potter —dijo Snape con una voz amenazadora—. Como te iba diciendo, la
visión que tuviste poco antes de Navidad representó una incursión tan poderosa en los pensamientos
del Señor Tenebroso…
—¡Yo veía el interior de la cabeza de la serpiente, no el de la suya!
—¿No acabo de decirte que no me interrumpas, Potter?
Pero a Harry no le importaba que Snape se enfadara; por fin parecía estar llegando al fondo de aquel
asunto; se había inclinado tanto hacia delante en la silla que, sin darse cuenta, estaba sentado en el
borde, tenso como si se dispusiera a despegar.
—¿Cómo puede ser que viera con los ojos de la serpiente si son los pensamientos de Voldemort los que
comparto?
—¡No pronuncies el nombre del Señor Tenebroso! —le espetó Snape.
Se produjo otro incómodo silencio y ambos se miraron con desprecio por encima delpensadero.
—El profesor Dumbledore pronuncia su nombre —dijo Harry con serenidad.
—Dumbledore es un mago extraordinariamente poderoso —murmuró Snape—. El hecho de que él se
sienta lo bastante seguro para utilizar ese nombre no quiere decir que los demás… —Se frotó el
antebrazo izquierdo, al parecer de forma inconsciente, justo en el sitio donde Harry sabía que tenía
grabada a fuego la Marca Tenebrosa.
—Sólo quería saber por qué… —dijo Harry obligándose a adoptar un tono educado.
—Por lo visto, visitaste la mente de la serpiente porque allí era donde estaba el Señor Tenebroso en ese
momento concreto —gruñó Snape—. Él estaba poseyendo a la serpiente entonces, y por eso tú soñaste
que también estabas dentro de ella.
—¿Y Vol…, él se dio cuenta de que yo estaba allí?
—Parece que sí —contestó Snape con frialdad.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Harry con urgencia—. ¿Es eso algo que ha deducido el profesor
Dumbledore o…?
—Te he dicho que me llames «señor» —lo reprendió Snape, que estaba rígido en la silla y cuyos ojos
se habían reducido a dos estrechas rendijas.
—Sí, señor —dijo Harry, impaciente—, pero ¿ustedes cómo saben…?
—Basta con que lo sepamos —lo atajó Snape—. Lo que importa es que ahora el Señor Tenebroso está
al corriente de que tienes acceso a sus pensamientos y a sus sentimientos. Del mismo modo ha
deducido que es probable que el proceso funcione a la inversa; es decir, se ha dado cuenta de que él
también podría tener acceso a tus pensamientos y a tus sentimientos…
—¿Y podría intentar que yo hiciera determinadas cosas? —inquirió Harry—. ¿Señor? —se apresuró a
añadir.
—Es posible —respondió Snape con frialdad y con un tono indiferente—. Lo cual nos lleva de nuevo a
la Oclumancia.
Snape sacó su varita mágica del bolsillo interior de la túnica y Harry se puso en tensión, pero el
profesor se limitó a levantar la varita y a colocarse la punta en las grasientas raíces del cabello. Cuando
la retiró, se desprendió una sustancia plateada que se extendió entre la sien y la varita, como una gruesa
hebra de telaraña. Cuando Snape se apartó la varita de la sien, la hebra se rompió y cayó suavemente en
elpensadero, donde se arremolinó con un reflejo blanco plateado, pero no era ni un gas ni un líquido.
Snape se llevó la varita a la sien dos veces más y depositó la sustancia plateada en la vasija de piedra;
entonces, sin ofrecer a Harry ninguna explicación sobre aquel procedimiento, levantó con cuidado el
pensadero, lo dejó en un estante, lejos de donde estaban ellos, y volvió a colocarse frente a Harry varita
en ristre.
—Levántate y saca tu varita, Potter. —Harry, nervioso, se puso en pie. Se miraban el uno al otro,
separados por la mesa—. Puedes utilizar tu varita para intentar desarmarme, o defenderte de cualquier
otra forma que se te ocurra —dijo el profesor.
—¿Y qué va a hacer usted? —preguntó Harry mirando con aprensión la varita de Snape.
—Voy a intentar penetrar en tu mente —contestó con voz queda—. Vamos a ver si resistes. Me han
dicho que ya has demostrado tener aptitudes para resistir la maldición Imperius. Comprobarás que para
esto se necesitan poderes semejantes… Prepárate.¡Legeremens!
Snape había atacado antes de que Harry se hubiera preparado, antes incluso de que hubiera empezado a
reunir cualquier fuerza de resistencia. El despacho dio vueltas ante sus ojos y desapareció; por su mente
pasaban a toda velocidad imágenes y más imágenes, como una película parpadeante, tan intensa que le
impedía ver su entorno.
Tenía cinco años, estaba mirando cómo Dudley montaba en su nueva bicicleta roja, y se moría de
celos… Tenía nueve años, yRipper,el bulldog, lo perseguía y lo obligaba a trepar a un árbol, y los
Dursley lo contemplaban desde el jardín, bajo el árbol, y se reían de él… Estaba sentado bajo el
Sombrero Seleccionador, que le decía que se encontraría muy a gusto en Slytherin… Hermione estaba
tumbada en una cama de la enfermería, con la cara cubierta de grueso pelo negro… Un centenar de
dementoresse cernían sobre él detrás del oscuro lago… Cho Chang se acercaba a él bajo el ramillete de
muérdago…
«No —dijo una voz dentro del cerebro de Harry cuando se le acercó el recuerdo de Cho—, eso no lo
vas a ver, no lo vas a ver, es privado…»
Entonces notó una punzada de dolor en la rodilla. El despacho de Snape había vuelto a aparecer, y
Harry se dio cuenta de que se había caído al suelo; una de sus rodillas había chocado contra una pata de
la mesa, y eso era lo que le producía aquel dolor. Levantó la cabeza y miró al profesor, que había
bajado la varita y se frotaba la muñeca, donde tenía un verdugón, como la marca de una quemadura.
—¿Pensabas hacerme un maleficio punzante? —preguntó Snape fríamente.
—No —respondió Harry con amargura al mismo tiempo que se levantaba del suelo.
—Ya me lo imaginaba —repuso Snape, y miró a Harry con desprecio—. Me has dejado llegar
demasiado lejos. Has perdido el control.
—¿Ha visto todo lo que he visto yo? —preguntó el chico pese a que no estaba seguro de querer
escuchar la respuesta.
—Fragmentos —dijo Snape haciendo una mueca con el labio—. ¿De quién era ese perro?
—De mi tía Marge —masculló Harry, que sentía el odio más profundo hacia Snape.
—Bueno, para tratarse de un primer intento, no ha estado tan mal como habría podido estar —dijo
Snape, y volvió a levantar la varita—. Al final has conseguido pararme, aunque has malgastado tiempo
y energía gritando. Tienes que conservar la concentración. Repéleme con el cerebro y no tendrás que
recurrir a la varita mágica.
—¡Lo intento —exclamó Harry, furioso—, pero usted no me dice cómo tengo que hacerlo!
—Esos modales, Potter —lo reprendió Snape—. Bien, ahora quiero que cierres los ojos. —Harry le
lanzó una mirada asesina antes de obedecer. No le hacía ninguna gracia quedarse allí plantado con los
ojos cerrados, teniendo a Snape delante armado con una varita—. Vacía tu mente, Potter —le ordenó la
fría voz de Snape—. Libérate de toda emoción…
Pero la rabia que sentía Harry hacia el profesor seguía latiendo en sus venas como si fuera veneno.
¿Liberarse de su rabia? Más fácil le habría resultado separar las piernas de su cuerpo…
—No lo estás haciendo, Potter… Necesitas más disciplina… Concéntrate… —Harry trató de vaciar su
mente, trató de no pensar, ni recordar, ni sentir—. Volvamos a intentarlo… Voy a contar hasta tres:
uno… dos… tres…¡Legeremens!
Un enorme dragón negro se erguía ante él… Su padre y su madre lo saludaban con la mano desde un
espejo encantado… Cedric Diggory estaba tendido en el suelo mirándolo con los ojos vacíos…
—¡NOOOOOO!
Harry había vuelto a caer de rodillas, tenía la cara entre las manos y le dolía el cerebro, como si alguien
hubiera intentado arrancárselo del cráneo.
—¡Levántate! —le ordenó Snape con aspereza—. ¡Levántate! No te esfuerzas, no opones resistencia.
¡Me estás dejando entrar en recuerdos que temes, me estás proporcionando armas!
Harry volvió a levantarse. El corazón le latía tan deprisa como si de verdad hubiera visto a Cedric
muerto en el cementerio. Snape estaba aún más pálido de lo habitual, y más enfadado, aunque no tanto
como Harry.
—Claro… que… me esfuerzo —dijo éste apretando los dientes.
—¡Te he dicho que te vacíes de toda emoción!
—¿Ah, sí? Pues mire, me cuesta un poco —gruñó Harry.
—¡Entonces serás una presa fácil para el Señor Tenebroso! —replicó Snape con crueldad—. ¡Los
imbéciles que demuestran con orgullo sus sentimientos, que no saben controlar sus emociones o que se
regodean con tristes recuerdos y se dejan provocar fácilmente, los débiles, en una palabra, lo tienen
muy difícil frente a sus poderes! ¡Penetrará en tu mente con absurda facilidad, Potter!
—Yo no soy débil —dijo él en voz baja; estaba tan furioso que creyó que en cualquier momento podría
atacar a Snape.
—¡Pues demuéstralo! ¡Domínate! ¡Controla tu ira, impón disciplina a tu mente! ¡Lo intentaremos otra
vez! ¡Prepárate!¡Legeremens!
Harry estaba observando a tío Vernon, que clavaba unas tablas en el buzón… Un centenar de
dementoresse deslizaban sobre el lago, en los jardines de Hogwarts, hacia él… Corría por un pasillo
sin ventanas con el señor Weasley… Se acercaban a la sencilla puerta negra que había al final del
pasillo… Harry creía que iba a entrar por ella… Pero el señor Weasley lo guiaba hacia la izquierda y lo
hacía bajar por una escalera de piedra…
—¡YA LO SÉ! ¡LO SÉ!
Volvía a estar a cuatro patas en el suelo del despacho de Snape, y le dolía la cicatriz, pero la voz que
acababa de salir por su boca denotaba triunfo. Se puso en pie y vio que Snape lo miraba fijamente con
la varita levantada. Tenía la impresión de que esa vez Snape había detenido el hechizo antes incluso de
que Harry hubiera intentado defenderse.
—¿Qué ha pasado, Potter? —le preguntó Snape mirándolo fijamente.
—Lo he visto —dijo Harry, jadeante—. Lo he recordado. Acabo de darme cuenta…
—¿Darte cuenta de qué? —inquirió Snape con brusquedad.
Harry no contestó de inmediato; todavía estaba saboreando lo que se le había ocurrido de pronto,
mientras se frotaba la frente…
Llevaba meses soñando con un pasillo sin ventanas que terminaba en una puerta cerrada, y no se había
percatado de que aquel lugar existía realmente. Pero en ese momento, al volver a contemplar el
recuerdo, supo que lo que había soñado tantas veces era el pasillo que había recorrido con el señor
Weasley el 12 de agosto cuando iban a toda prisa hacia las salas del tribunal del Ministerio; era el
pasillo que conducía al Departamento de Misterios, y el señor Weasley estaba allí la noche que lo atacó
la serpiente de Voldemort.
Harry levantó la cabeza y miró a Snape.
—¿Qué hay en el Departamento de Misterios?
—¿Qué has dicho? —le preguntó Snape en voz baja, y Harry comprendió, con profunda satisfacción,
que Snape se había puesto nervioso.
—He preguntado qué hay en el Departamento de Misterios, señor —repitió Harry.
—¿Y a qué viene esa pregunta? —dijo Snape lentamente.
—Pues viene a que llevo meses soñando con ese pasillo que acabo de ver —respondió Harry mientras
escudriñaba el rostro de Snape, atento a su reacción—. Acabo de reconocerlo. Conduce al
Departamento de Misterios… y creo que Voldemort quiere algo que hay…
—¡Te he dicho que no pronuncies el nombre del Señor Tenebroso! —Ambos se fulminaron con la
mirada. A Harry volvió a dolerle la cicatriz, pero no le importó. Snape parecía turbado, pero cuando
volvió a hablar dio la impresión de que intentaba mostrar indiferencia y despreocupación—. En el
Departamento de Misterios hay muchas cosas, Potter, muy pocas de las cuales entenderías y ninguna de
las cuales te incumbe. ¿Queda claro?
—Sí —respondió Harry, que seguía frotándose la cicatriz, que cada vez le dolía más.
—Quiero que vengas aquí el miércoles a la misma hora que hoy. Seguiremos trabajando.
—De acuerdo —repuso Harry muriéndose de ganas de salir del despacho de Snape y reunirse con Ron
y Hermione.
—Quiero que todas las noches, antes de dormir, limpies tu mente de toda emoción; vacíala, ponla en
blanco y relájala, ¿entendido?
—Sí —dijo Harry, que apenas lo escuchaba.
—Y te lo advierto, Potter… Si no has practicado, lo sabré…
—De acuerdo —murmuró Harry. Cogió su mochila, se la colgó del hombro y fue rápidamente hacia la
puerta del despacho. Al abrirla, giró la cabeza y miró a Snape, que estaba de espaldas y sacaba sus
pensamientos del pensadero con la punta de la varita y los devolvía con cuidado al interior de su
cabeza. Harry se marchó sin decir nada más y cerró la puerta con suavidad. Notaba un fuerte dolor
pulsante en la cicatriz.
Harry encontró a Ron y Hermione en la biblioteca, haciendo los últimos deberes que la profesora
Umbridge les había mandado. Había otros estudiantes, casi todos de quinto curso, sentados a las mesas
cercanas, iluminadas con lámparas; tenían la nariz pegada a los libros y rasgueaban febrilmente con las
plumas, mientras detrás de las ventanas con parteluz el cielo se iba oscureciendo poco a poco. Lo único
que se oía, aparte del rasgueo de las plumas, eran los débiles crujidos de uno de los zapatos de la señora
Pince mientras la bibliotecaria se paseaba amenazadoramente por los pasillos vigilando a los
estudiantes que tocaban sus valiosos libros.
Harry tenía escalofríos; todavía le dolía la cicatriz y se sentía como si tuviera fiebre. Cuando se sentó
frente a Ron y Hermione, se vio reflejado en la ventana que tenía delante; estaba muy pálido y la
cicatriz de la frente destacaba más de lo normal.
—¿Cómo te ha ido? —le preguntó Hermione en un susurro, y al momento añadió con preocupación—:
¿Te encuentras bien, Harry?
—Sí, estoy bien… Bueno, no lo sé… —respondió él, impaciente, e hizo una mueca de dolor al notar
otra punzada en la frente—. Escuchad, acabo de darme cuenta de una cosa…
Y les contó lo que acababa de ver y deducir.
—¿Estás diciendo…, estás insinuando… —susurró Ron cuando la señora Pince hubo pasado por su
lado, produciendo ligeros crujidos al caminar— que el arma…, eso que busca Quien-tú-sabes…, está
en el Ministerio de Magia?
—En el Departamento de Misterios, sí, estoy convencido —dijo Harry en voz baja—. Vi esa puerta
cuando tu padre me acompañó a las salas del tribunal donde se celebró mi vista, y estoy seguro de que
es la misma que él estaba vigilando cuando lo mordió la serpiente.
Hermione exhaló un largo y lento suspiro.
—Claro —dijo.
—Claro ¿qué? —inquirió Ron, alterado.
—Piensa un poco, Ron… Sturgis Podmore intentaba entrar por una puerta del Ministerio de Magia…
¡Debía de ser ésa, no puede tratarse de una coincidencia!
—¿Cómo iba a querer entrar Sturgis por esa puerta si está en nuestro bando? —objetó Ron.
—No lo sé —admitió Hermione—. Es un poco raro…
—¿Y qué hay en el Departamento de Misterios? —le preguntó Harry a Ron—. ¿Alguna vez ha
mencionado algo tu padre?
—Sé que a los que trabajan allí los llaman los inefables —explicó Ron frunciendo el entrecejo—,
porque en realidad nadie sabe qué hacen. Me parece un lugar extraño para guardar un arma.
—No, no tiene nada de extraño. Al revés: tiene mucho sentido —lo contradijo Hermione—. Debe de
ser algo muy secreto que ha estado creando el Ministerio… ¿Seguro que te encuentras bien, Harry?
Éste acababa de pasarse ambas manos con fuerza por la frente, como si quisiera plancharla.
—Sí, estoy bien… —afirmó, y bajó las manos, que le temblaban—. Aunque estoy un poco… No me
gusta mucho la Oclumancia.
—Cualquiera se sentiría débil si acabaran de atacar su mente un montón de veces seguidas —opinó
Hermione, comprensiva—. Mira, volvamos a la sala común, allí estaremos más cómodos.
Pero la sala común estaba abarrotada de encantados alumnos que reían a carcajadas; Fred y George
estaban haciendo una exhibición de su último artículo de broma.
—¡Sombreros acéfalos! —gritó George mientras Fred exhibía ante los estudiantes un sombrero
puntiagudo decorado con una suave y sedosa pluma de color rosa—. ¡Dos galeones cada uno! ¡Mirad a
Fred!
Fred, sonriente, se puso el sombrero en la cabeza. Al principio no pasó nada, sólo que Fred tenía pinta
de estúpido; pero a continuación sombrero y cabeza desaparecieron. Varias chicas chillaron, pero los
demás se desternillaban de risa.
—¡Y ahora…! —gritó George, y la mano de Fred tanteó un momento sobre sus hombros; entonces le
volvió a aparecer la cabeza y él se quitó el sombrero con la pluma de color rosa.
—¿Cómo funcionarán esos sombreros? —se preguntó Hermione, que dejó un momento sus deberes y
se puso a observar a los gemelos—. Evidentemente, se trata de algún tipo de hechizo de invisibilidad,
pero hay que ser muy hábil para extender el campo de invisibilidad más allá de los límites del objeto
encantado… Aunque me imagino que el encantamiento no debe de durar mucho.
Harry no hizo ningún comentario; estaba mareado.
—Esto tendré que hacerlo mañana —musitó, y guardó los libros que acababa de sacar de su mochila.
—¡Pues anótalo en tu planificador de deberes! —lo alentó Hermione—. ¡Así no lo olvidarás!
Harry y Ron se miraron al mismo tiempo que Harry metía la mano en su mochila, sacaba el
planificador y lo abría con vacilación.
—«No lo dejes para más tarde o acabarás convertido en un tunante» —lo reprendió el libro mientras
Harry anotaba los deberes de la profesora Umbridge. Hermione sonrió encantada.
—Creo que me voy a la cama —dijo Harry, que metió el planificador de deberes en la mochila y se
propuso arrojarlo al fuego en cuanto tuviera una oportunidad.
Luego atravesó la sala común esquivando a George, que intentó ponerle un sombrero acéfalo, y llegó a
la tranquila y fresca escalera de piedra que conducía a los dormitorios de los chicos. Volvía a estar
mareado, como la noche que había tenido la visión de la serpiente, pero pensó que si se tumbaba un
rato se le pasaría.
Abrió la puerta de su dormitorio, y en cuanto puso un pie dentro, notó un dolor tan intenso que creyó
que alguien le había partido la cabeza por la mitad. No sabía dónde se encontraba, ni si estaba de pie o
tumbado; ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Unas risotadas de maníaco resonaban en sus oídos… Se sentía más feliz de lo que se había sentido en
mucho tiempo… Radiante de alegría, eufórico, triunfante… Había pasado algo maravilloso…
—¿Harry?¡HARRY!
Alguien le había pegado en la cara. En ese momento, aquella risa loca tenía como contrapunto un grito
de dolor. La felicidad se estaba esfumando, pero la risa continuaba…
Abrió los ojos y se dio cuenta de que la salvaje risa salía de su propia boca. En cuanto lo comprendió,
la risa se apagó. Harry estaba tirado en el suelo jadeando, tenía la vista fija en el techo, y la cicatriz de
la frente le dolía muchísimo. Ron estaba inclinado sobre él, muy preocupado.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó.
—No… lo sé… —contestó Harry entrecortadamente, y se incorporó—. Está muy contento…, muy
contento…
—¿Te refieres a Quien-tú-sabes?
—Ha pasado algo bueno —murmuró Harry. Temblaba de pies a cabeza, igual que después de ver cómo
la serpiente atacaba al señor Weasley, y estaba muy mareado—. Algo que él deseaba.
Pronunció aquellas palabras sin darse cuenta, igual que había sucedido en el vestuario de Gryffindor,
como si un extraño hablara por su boca, y sin embargo sabía que eran ciertas. Respiró hondo varias
veces confiando en no vomitarle encima a Ron. Se alegró mucho de que esa vez ni Dean ni Seamus
estuvieran allí para ver lo que estaba sucediendo.
—Hermione me ha pedido que subiera a ver cómo estabas —dijo Ron en voz baja al mismo tiempo que
ayudaba a Harry a levantarse—. Me ha dicho que debes de estar bajo de defensas después de que Snape
haya estado hurgando en tu mente… Pero supongo que a la larga servirá de algo, ¿no?
Miró sin convicción a Harry mientras lo ayudaba a ir hasta su cama. Harry asintió, también sin
convicción, y se desplomó sobre las almohadas. Le dolía todo el cuerpo por la cantidad de veces que
había caído al suelo aquella tarde, y todavía le dolía la cicatriz. No podía dejar de pensar que su
primera clase de Oclumancia le había debilitado la resistencia de la mente en lugar de fortalecerla, y se
preguntó, con profunda inquietud, qué habría pasado para que lord Voldemort se sintiera más feliz de lo
que se había sentido en catorce años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario