34
Priori incantatem
Colagusano se acercó a Harry, que intentó sacudirse su aturdimiento y apoyar en lospies el peso del cuerpo antes de que le desataran las cuerdas. Colagusano levantó su
nueva mano plateada, le sacó la bola de tela de la boca, y luego, de un solo golpe, cortó
todas las ataduras que sujetaban a Harry a la lápida.
Durante una fracción de segundo, Harry podría haber pensado en huir, pero la
pierna herida le temblaba, y los mortífagos cerraban filas, tapando los huecos de los que
faltaban y formando un cerco más apretado en torno a Voldemort y él. Colagusano se
dirigió hacia el lugar en que yacía el cuerpo de Cedric, y regresó con la varita de Harry,
que le puso con brusquedad en la mano, sin mirarlo, para volver luego a ocupar su sitio
en el círculo de mortífagos.
—¿Te han dado clases de duelo, Harry Potter? —preguntó Voldemort con voz
melosa. Sus rojos ojos brillaban a través de la oscuridad.
Aquellas palabras le hicieron recordar a Harry, como si se tratara de una vida
anterior, el club de duelo al que había asistido brevemente en Hogwarts dos años antes...
Todo cuanto había aprendido en élera el encantamiento de desarme, Expelliarmus. ¿Y
qué utilidad podría tener quitarle la varita a Voldemort, si es que conseguía hacerlo,
cuando estaba rodeado de mortífagos y serían por lo menos treinta contra uno? Nunca
había aprendido nada que fuera adecuado para aquel momento. Sabía que se iba a
enfrentar a aquello contra lo que siempre los había prevenido Moody: la maldición
Avada Kedavra, que no se podía interceptar. Y Voldemort tenía razón: aquella vez su
madre no se encontraba allí para morir por él. Estaba completamente desprotegido...
—Saludémonos con una inclinación, Harry —dijo Voldemort, agachándose un
poco, pero sin dejar de presentar a Harry su cara de serpiente—. Vamos, hay que
comportarse como caballeros... A Dumbledore le gustaría que hicieras gala de tus
buenos modales. Inclínate ante la muerte, Harry.
Los mortífagos volvieron a reírse. La boca sin labios de Voldemort se contorsionó
en una sonrisa. Harry no se inclinó. No iba a permitir que Voldemort se burlara de él
antes de matarlo... no iba a darle esa satisfacción...
—He dicho que te inclines —repitió Voldemort, alzando la varita.
Harry sintió que su columna vertebral se curvaba como empujada firmemente por
una mano enorme e invisible, y los mortífagos rieron más que antes.
—Muy bien —dijo Voldemort con voz suave, y, cuando levantó la varita, la
presión que empujaba a Harry hacia abajo desapareció—. Ahora da la cara como un
hombre. Tieso y orgulloso, como murió tu padre...
»Señores, empieza el duelo.
Voldemort levantó la varita una vezmás, y, antes de que Harry pudiera hacer nada
para defenderse, recibió de nuevo el impacto de la maldición cruciatus. El dolor fue tan
intenso, tan devastador, que olvidó dónde estaba: era como si cuchillos candentes le
horadaran cada centímetro de la piel, y la cabeza le fuera a estallar de dolor. Gritó más
fuerte de lo que había gritado en su vida.
Y luego todo cesó. Harry se dio la vuelta y, con dificultad, se puso en pie.
Temblaba tan incontrolablemente como Colagusano después de cortarse la mano. En su
tambaleo llegó hasta el muro de mortífagos, que lo empujaron hacia Voldemort.
—Un pequeño descanso —dijo Voldemort, dilatando de emoción las alargadas
rendijas de la nariz—, una breve pausa... Duele, ¿verdad, Harry? No querrás que lo
repita, ¿a que no?
Harry no respondió. Moriría como Cedric. Aquellos ojos rojos despiadados se lo
estaban diciendo: iba a morir, y no podía hacer nada para evitarlo. Pero a lo que no
estaba dispuesto era a doblegarse. No iba a obedecer a Voldemort... no iba a
implorarle...
—Te he preguntado si quieres que lo repita —dijo Voldemort con voz suave—.
¡Respóndeme! ¡Imperio!
Y, por tercera vez en su vida, Harry sintió la sensación de que su mente se vaciaba
de todo pensamiento... Era una bendición, no pensar; era como flotar, soñar... Di
simplemente «no, por piedad»... Di «no, por piedad»... Simplemente dilo...
«No lo haré —dijo otra voz más fuerte desde la parte de atrás de la cabeza—; no
responderé.. .»
Di «no, por piedad»...
«No lo haré, no lo diré...»
Di «no, por piedad»...
—¡NO LO HARÉ!
Y estas palabras brotaron de la boca de Harry. Retumbaron en el cementerio, y la
somnolencia desapareció tan de repente como si le hubieran echado un jarro de agua
fría. Pero regresaron inmediatamente los dolores que la maldición cruciatus le había
dejado en todo el cuerpo, y la conciencia del lugar y la situación en que se encontraba.
—¿No lo harás? —dijo Voldemort en voz baja, y los mortífagos no se rieron
aquella vez—. ¿No dirás «no, por piedad»? Harry, la obediencia es una virtud que me
gustaría enseñarte antes de matarte... ¿tal vez con otra pequeña dosis de dolor?
Voldemort levantó la varita, pero aquella vez Harry estaba listo: con los reflejos
adquiridos en los entrenamientos de quidditch, se echó al suelo a un lado. Rodó hasta
quedar a cubierto detrás de la lápida de mármol del padre de Voldemort, y la oyó
resquebrajarse al recibir la maldición dirigida a él.
—No vamos a jugar al escondite, Harry —dijo la voz suave y fría de Voldemort,
acercándose más entre las risas de los mortífagos—. No puedes esconderte de mí. ¿Es
que estás cansado del duelo? ¿Preferirías que terminara ya, Harry? Sal, Harry... sal y da
la cara. Será rápido... puede que m si quiera sea doloroso, no lo sé... ¡Como nunca me
he muerto...!
Harry permaneció agachado tras la lápida, comprendiendo que había llegado su fin.
No había esperanza... nadie iba a ayudarlo. Y, al oír a Voldemort acercarse aún más,
sólo supo una cosa que escapaba al miedo y a la razón: que no iba a morir agachado
como un niño que jugara al escondite, ni iba a morir arrodillado a los pies de
Voldemort. Moriría de pie como su padre, intentando defenderse aunque no hubiera
defensa posible.
Antes de que Voldemort asomara la cabeza de serpiente por el otro lado de la
lápida, Harry se había levantado; agarraba firmemente la varita con una mano, la
blandía ante él, y se abalanzaba al encuentro de Voldemort para enfrentarse con él cara
a cara.
Voldemort estaba listo. Al tiempo que Harry gritaba «¡Expelliarmus!», Voldemort
lanzó su «¡Avada Kedavra!».
De la varita de Voldemort brotó un chorro de luz verde en el preciso momento en
que de la de Harry salía un rayo de luz roja, y ambos rayos se encontraron en medio del
aire. Repentinamente, la varita de Harry empezó a vibrar como si la recorriera una
descarga eléctrica. La mano se le había agarrotado, y no habría podido soltarla aunque
hubiera querido. Un estrecho rayo de luz que no era de color rojo ni verde, sino de un
dorado intenso y brillante, conectó las dos varitas, y Harry, mirando el rayo con
asombro, vio que también los largos dedos de Voldemort aferraban una varita que no
dejaba de vibrar.
Y entonces (nada podría haber preparado a Harry para aquello) sintió que sus pies
se alzaban del suelo. Tanto él como Voldemort estaban elevándose en el aire, y sus
varitas seguían conectadas por el hilo de luz dorada. Se alejaron de la lápida del padre
de Voldemort, y fueron a aterrizar en un claro de tierra sin tumbas. Los mortífagos
gritaban pidiéndole instrucciones a Voldemort mientras, seguidos por la serpiente,
volvían a reunirse y a formar el círculo en torno a ellos. Algunos sacaron las varitas.
El rayo dorado que conectaba a Harry y Voldemort se escindió. Aunque las varitas
seguían conectadas, mil ramificaciones se desprendieron trazando arcos por encima de
ellos, y se entrelazaron a su alrededor hasta dejarlos encerrados en una red dorada en
forma de campana, una especie de jaula de luz, fuera de la cual los mortífagos
merodeaban como chacales, profiriendo gritos que llegaban adentro amortiguados.
—¡No hagáis nada! —les gritó Voldemort a los mortífagos.
Harry vio que tenía los ojos completamente abiertos de sorpresa ante lo que estaba
ocurriendo, y que forcejeaba en un intento de romper el hilo de luz que seguía uniendo
las varitas. Harry agarró la suya con más fuerza utilizando ambas manos, y el hilo
dorado permaneció intacto.
—¡No hagáis nada a menos que yo os lo mande! —volvió a gritar Voldemort.
Y, entonces, un sonido hermoso y sobrenatural llenó el aire... Procedía de cada uno
de los hilos de la red finamente tejida en torno a Harry y Voldemort. Era un sonido que
Harry pudo reconocer, aunque antes sólo lo había oído una vez: era el canto del fénix.
Para Harry era un sonido de esperanza... lo más hermoso y acogedor que había oído
en su vida. Sentía como si el canto estuviera dentro de él en vez de rodearlo. Era un
sonido que lo conectaba a Dumbledore, como si un amigo le hablara al oído...
No rompas la conexión.
«Lo sé —le dijo Harry a la música—, ya sé que no debo.» Pero, en cuanto lo hubo
pensado, se convirtió en algo bastante más difícil de cumplir. Su varita empezó a vibrar
más fuerte que antes... y el rayo que lo unía a Voldemort había cambiado también: era
como si unos guijarros de luz se deslizaran de un lado a otro del rayo que unía las
varitas. Harry notó que su varita se sacudía en el interior de su mano mientras los
guijarros comenzaban a deslizarse hacia su lado lenta pero incesantemente. La dirección
del movimiento del rayo era de Voldemort hacia él, y notaba que su varita vibraba con
enorme fuerza...
Cuando el más próximo de los guijarros de luz se acercó a la varita de Harry, la
madera que tenía entre los dedos se puso tan caliente que a Harry le dio miedo que se
prendiera. Cuanto más se acercaba el guijarro, con más fuerza vibraba la varita de
Harry. Tuvo la certeza de que, en cuanto tocara la varita, ésta se desharía. Parecía a
punto de hacerse astillas entre sus dedos...
Concentró cada célula de su cerebro en obligar al guijarro a retroceder hacia
Voldemort, con el canto delfénix en los oídos y los ojos furiosos, fijos. Lentamente,
muy lentamente, los guijarros se fueron deteniendo, y luego, con la misma lentitud,
comenzaron a desplazarse en sentido opuesto... y entonces fue la varita de Voldemort la
que empezó a vibrar con terrible fuerza. Voldemort parecía anonadado y casi temeroso.
Uno de los guijarros de luz temblaba a unos centímetros de distancia de la varita de
Voldemort. Harry no sabía por qué lo hacía, no sabía qué podría sacar de aquello... pero
se concentró como nunca en su vida en obligar a aquel guijarro de luz a ir hacia la varita
de Voldemort, y despacio, muy despacio, el guijarro se movió a través del hilo dorado,
tembló por un momento, y luego hizo contacto.
De inmediato, la varita de Voldemort prorrumpió en estridentes alaridos de dolor.
A continuación (los rojos ojos de Voldemort se abrieron de terror) una mano de humo
denso surgió de la punta de la varita y se desvaneció: el espectro de la mano que le
había dado a Colagusano. Más gritos de dolor, y luego empezó a brotar de la punta de la
varita de Voldemort algo mucho más grande, algo gris que parecía hecho de un humo
casi sólido. Formó una cabeza... a la que siguieron el pecho y los brazos: era el torso de
Cedric Diggory.
Esto conmocionó a Harry de tal manera, que si en algún momento podría haber
soltado la varita habría sido aquél, pero el instinto se lo impidió, de manera que el rayo
de luz dorada siguió intacto, aunque el espeso espectro gris de Cedric Diggory (¿era un
espectro?, ¡parecía corpóreo!) salió en su totalidad de la punta de la varita de Voldemort
como de un túnel muy estrecho. Y aquella sombra de Cedric se puso de pie, miró a
ambos lados el rayo de luz dorada, y habló:
—¡Aguanta, Harry! —dijo.
La voz resonó distante. Harry miró a Voldemort, que contemplaba atónito la
escena, con los ojos abiertos como platos. Aquello lo había cogido tan de sorpresa como
a Harry. Éste oyó los apagados gritos de terror de los mortífagos, que rondaban fuera de
la campana dorada.
Surgieron nuevos gritos de dolor de la varita, y luego algo más brotó de la punta: la
densa sombra de una segunda cabeza, rápidamente seguida de los brazos y el torso. Un
viejo al que Harry había visto en cierta ocasión en un sueño salía de la punta de la varita
exactamente igual quehabía hecho Cedric... Su espectro, o su sombra, o lo que fuera,
cayó junto al de Cedric y, apoyándose sobre su cayado, examinó con alguna sorpresa a
Harry, a Voldemort, la red dorada y las varitas conectadas.
—Entonces, ¿era un mago de verdad? —dijo el viejo, fijándose en Voldemort—.
Me mató, ése lo hizo... ¡Pelea bien, muchacho!
Pero ya estaba surgiendo una nueva cabeza... y aquélla, gris como una estatua de
humo, era la de una mujer. Soportando las sacudidas con ambas manos para no soltar la
varita, Harry la vio caer al suelo y levantarse como los otros, observando.
La sombra de Bertha Jorkins contempló con los ojos muy abiertos la batalla que
tenía lugar ante ella.
—¡No sueltes! —le gritó, y su voz retumbó al igual que la de Cedric, como si
llegara de muy lejos—. ¡No sueltes, Harry, no sueltes!
Ella y los otros dos fantasmas comenzaron a deambular por la parte interior de la
campana dorada, mientras los mortífagos hacían algo parecido en la parte de fuera... Las
víctimas de Voldemort cuchicheaban rodeando a los duelistas, le susurraban a Harry
palabras de ánimo y le decían a Voldemort cosas que Harry no alcanzaba a oír.
Y entonces otra cabeza salió de la punta de la varita de Voldemort... Harry supo
quién era en cuanto la vio, lo comprendió como si la hubiera estado esperando desde el
momento en que Cedric había surgido de la varita, lo comprendió porque la mujer que
salía era la persona en la que más había pensado aquella noche...
La sombra de humo de una mujer joven de pelo largo cayó al suelo tal como había
hecho Bertha, se levantó y lo miró... y Harry, con los brazos temblando furiosamente,
devolvió la mirada al rostro fantasmal de su madre.
—Tu padre está en camino... —dijo ella en voz baja—. Quiere verte... Todo irá
bien... ¡ánimo!...
Y entonces empezó a salir: primero la cabeza, luego el cuerpo, alto y de pelo
alborotado como Harry. La forma etérea de James Potter brotó del extremo de la varita
de Voldemort, cayó al suelo y se puso de pie como su mujer. Se acercó a Harry,
mirándolo, y le habló con la misma voz lejana y resonante que los otros, pero en voz
baja, para que Voldemort, cuya cara estaba ahora lívida de terror al verse rodeado por
sus víctimas, no pudiera oírlo:
—Cuando la conexión se rompa, desapareceremos al cabo de unos momentos...
pero te daremos tiempo... Tienes que alcanzar el traslador, que te llevará de vuelta a
Hogwarts. ¿Has comprendido, Harry?
—Sí —contestó éste jadeando, haciendo un enorme esfuerzo por sostener la varita,
que se le resbalaba entre los dedos.
—Harry —le cuchicheó la figura de Cedric—, lleva mi cuerpo, ¿lo harás? Llévales
el cuerpo a mis padres...
—Lo haré —contestó Harry con el rostro tenso por el esfuerzo.
—Prepárate —susurró la voz de su padre—. Prepárate para correr... ahora...
—¡YA! —gritó Harry.
No hubiera podido aguantar ni un segundo más. Levantó la varita con todas sus
fuerzas, y el rayo dorado se partió. La jaula de luz se desvaneció y se apagó el canto del
fénix, pero las víctimas de Voldemort no desaparecieron: lo cercaron para servirle a
Harry deescudo.
Y Harry corrió como nunca lo había hecho en su vida, golpeando a dos mortífagos
atónitos para abrirse paso. Corrió en zigzag por entre las tumbas, notando tras él las
maldiciones que le arrojaban, oyéndolas pegar en las lápidas: fue esquivando tumbas y
maldiciones, dirigiéndose como una bala hacia el cuerpo de Cedric, olvidado por
completo del dolor de la pierna, concentrado con todas sus fuerzas en lo que tenía que
hacer.
—¡Aturdidlo! —oyó gritar a Voldemort.
A tres metros de Cedric, Harry se parapetó tras un ángel de mármol para evitar los
chorros de luz roja. La punta de una de las alas del ángel cayó rota al ser alcanzada por
las maldiciones. Agarrando más fuerte la varita, salió corriendo.
—¡Impedimenta! —gritó, apuntando con la varita por encima del hombro a los
mortífagos que lo perseguían.
Por un grito amortiguado, pensó que había dado al menos a uno de ellos, pero no
tenía tiempo de pararse a mirar. Saltó sobre la Copa y se echó al suelo al oír más
maldiciones tras él. Nuevos chorros de luz le pasaron por encima de la cabeza mientras,
tumbado, alargaba la mano para coger el brazo de Cedric.
—¡Apartaos! ¡Lo mataré! ¡Es mío! —chilló Voldemort.
La mano de Harry había aferrado a Cedric por la muñeca. Entre él y Voldemort se
interponía una lápida, pero Cedric pesaba demasiado para arrastrarlo, y la Copa quedaba
fuera de su alcance.
Los rojos ojos de Voldemort destellaron en la oscuridad. Harry lo vio curvar la
boca en una sonrisa, y levantar la varita.
—¡Accio! —gritó Harry, apuntando a la Copa de los tres magos con la varita.
La Copa voló por el aire hasta él. Harry la cogió por un asa.
Oyó el grito furioso de Voldemort en el mismo instante en que él sentía la sacudida
bajo el ombligo que significaba que el traslador había funcionado: se alejaba de allí a
toda velocidad en medio de un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado.
Regresaban...
35
La poción de la verdad
Harry cayó de bruces, y el olor del césped le penetró por la nariz. Había cerrado los ojos mientras el traslador lo transportaba, y seguía sin abrirlos. No se movió. Parecía que le
hubieran cortado el aire. La cabeza le daba vueltas sin parar, y se sentía como si el suelo
en que yacía fuera la cubierta de un barco. Para sujetarse, se aferró con más fuerza a las
dos cosas que estaba agarrando: la fría y bruñida asa de la Copa de los tres magos, y el
cuerpo de Cedric. Tenía la impresión de que si los soltaba se hundiría en las tinieblas
que envolvían su cerebro. El horror sufrido y el agotamiento lo mantenían pegado al
suelo, respirando el olor del césped, aguardando a que alguien hiciera algo... a que algo
sucediera... Notaba un dolor vago e incesante en la cicatriz de la frente.
El estrépito lo ensordeció y lo dejó más confundido: había voces por todas partes,
pisadas, gritos... Permaneció donde estaba, con el rostro contraído, como si fuera una
pesadilla que pasaría...
Un par de manos lo agarraron con fuerza y lo volvieron boca arriba.
—¡Harry!, ¡Harry!
Abrió los ojos.
Miraba al cielo estrellado, y Albus Dumbledore se encontraba a su lado, agachado.
Los rodeaban las sombras oscuras de una densa multitud de personas que se empujaban
en el intento de acercarse más. Harry notó que el suelo, bajo su cabeza, retumbaba con
los pasos.
Había regresado al borde del laberinto. Podía ver las gradas que se elevaban por
encima de él, las formas de la gente que se movía por ellas, y las estrellas en lo alto.
Harry soltó la Copa, pero agarró a Cedric aún con más fuerza. Levantó la mano que
le quedaba libre y cogió la muñeca de Dumbledore, cuyo rostro se desenfocaba por
momentos.
—Ha retornado —susurró Harry—. Ha retornado. Voldemort.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
El rostro de Cornelius Fudge apareció sobre Harry vuelto del revés. Parecía blanco
y consternado.
—¡Dios... Diosmío, Diggory! —exclamó—. ¡Está muerto, Dumbledore!
Aquellas palabras se reprodujeron, y las sombras que los rodeaban se las repetían a
los de atrás, y luego otros las gritaron, las chillaron en la noche: «¡Está muerto!», «¡Está
muerto!», «¡Cedric Diggoryestá muerto!».
—Suéltalo, Harry —oyó que le decía la voz de Fudge, y notó dedos que intentaban
separarlo del cuerpo sin vida de Cedric, pero Harry no lo soltó.
Entonces se acercó el rostro de Dumbledore, que seguía borroso.
—Ya no puedes hacer nada por él, Harry. Todo acabó. Suéltalo.
—Quería que lo trajera —musitó Harry: le parecía importante explicarlo—. Quería
que lo trajera con sus padres...
—De acuerdo, Harry... Ahora suéltalo.
Dumbledore se inclinó y, con extraordinaria fuerza para tratarse de un hombre tan
viejo y delgado, levantó a Harry del suelo y lo puso en pie. Harry se tambaleó. Le iba a
estallar la cabeza. La pierna herida no soportaría más tiempo el peso de su cuerpo.
Alrededor de ellos, la multitud daba empujones, intentando acercarse, apretando contra
él sus oscuras siluetas.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ocurre? ¡Diggory está muerto!
—¡Tendrán que llevarlo a la enfermería! —dijo Fudge en voz alta—. Está enfermo,
está herido... Dumbledore, los padres de Diggory están aquí, en las gradas...
—Yo llevaré a Harry, Dumbledore, yo lo llevaré...
—No, yo preferiría...
—Amos Diggory viene corriendo, Dumbledore. Viene para acá... ¿No crees que
tendrías que decirle, antes de que vea...?
—Quédate aquí, Harry.
Había chicas que gritaban y lloraban histéricas. La escena vaciló ante los ojos de
Harry...
—Ya ha pasado, hijo, vamos... Te llevaré a la enfermería.
—Dumbledore me dijo que me quedara —objetó Harry. La cicatriz de la frente lo
hacía sentirse a punto de vomitar. Las imágenes se le emborronaban aún más que antes.
—Tienes que acostarte. Vamos, ven...
Y alguien más alto y más fuerte que Harry empezó a llevarlo, tirando de él por
entre la aterrorizada multitud. Harry oía chillidos y gritos ahogados mientras el hombre
se abría camino por entre ellos, llevándolo al castillo. Cruzaron la explanada y dejaron
atrás el lago con el barco de Durmstrang. Harry ya no oía más que la pesada respiración
del hombre que lo ayudaba a caminar.
—¿Qué ha ocurrido, Harry? —le preguntó el hombre al fin, ayudándolo a subir la
pequeña escalinata de piedra.
Bum, bum, bum. Era Ojoloco Moody.
—La Copa era un traslador —explicó, mientras atravesaban el vestíbulo—. Nos
dejó en un cementerio... y Voldemort estaba allí... lord Voldemort.
Bum, bum, bum. Iban subiendo por la escalinata de mármol...
—¿Que el Señor Tenebroso estaba allí? ¿Y qué ocurrió entonces?
—Mató a Cedric... lo mataron...
—¿Y luego?
Bum, bum, bum. Avanzaban por el corredor...
—Con una poción... recuperó su cuerpo...
—¿El Señor Tenebroso ha recuperado su cuerpo? ¿Haretornado?
—Y llegaron los mortífagos... y luego nos batimos...
—¿Que te batiste con el Señor Tenebroso?
—Me escapé... La varita... hizo algo sorprendente... Vi a mis padres... Salieron de
su varita...
—Pasa, Harry... Aquí, siéntate. Ahora estarás bien. Bébete esto...
Harry oyó que una llave hurgaba en la cerradura, y se encontró una taza en las
manos.
—Bébetelo... Te sentirás mejor. Vamos a ver, Harry: quiero que me cuentes todo lo
que ocurrió exactamente...
Moody lo ayudó a tragar la bebida. Harry tosiópor el ardor que la pimienta le dejó
en la garganta. El despacho de Moody y el propio Moody aparecieron entonces mucho
más claros a sus ojos. Estaba tan pálido como Fudge, y tenía ambos ojos fijos, sin
parpadear, en el rostro de Harry:
—¿Ha retornado Voldemort, Harry? ¿Estás seguro? ¿Cómo lo hizo?
—Cogió algo de la tumba de su padre, algo de Colagusano y algo mío —dijo
Harry. Su cabeza se aclaraba; la cicatriz ya no le dolía tanto. Veía con claridad el rostro
de Moody, aunque el despacho estaba oscuro. Aún oía los gritos que llegaban del
distante campo de quidditch.
—¿Qué fue lo que el Señor Tenebroso cogió de ti? —preguntó Moody.
—Sangre —dijo Harry, levantando el brazo. La manga de la túnica estaba rasgada
por donde la había cortado Colagusano con la daga.
Moody profirió un silbido largo y sutil.
—¿Y los mortífagos? ¿Volvieron?
—Sí —contestó Harry—. Muchos...
—¿Cómo los trató? —preguntó en voz baja—. ¿Los perdonó?
Pero Harry acababa de recordar repentinamente. Tendría que habérselo dicho a
Dumbledore,tendría que haberlo hecho enseguida...
—¡Hay un mortífago en Hogwarts! Hay un mortífago aquí: fue el que puso mi
nombre en el cáliz de fuego y se aseguró de que llegara al final del Torneo...
Harry trató de levantarse, pero Moody lo empujó contra el respaldo.
—Ya sé quién es el mortífago —dijo en voz baja
—¿Karkarov? —preguntó Harry alterado—. ¿Dónde está? ¿Lo ha atrapado usted?
¿Lo han encerrado?
—¿Karkarov? —repitió Moody, riendo de forma extraña—. Karkarov ha huido esta
noche, al notar que la Marca Tenebrosa le escocía en el brazo. Traicionó a demasiados
fieles seguidores del Señor Tenebroso para querer volver a verlos... pero dudo que vaya
lejos: el Señor Tenebroso sabe cómo encontrar a sus enemigos.
—¿Karkarov se ha ido? ¿Ha escapado? Pero entonces... ¿no fue él el que puso mi
nombre en el cáliz?
—No —dijo Moody despacio—, no fue él. Fui yo.
Harry lo oyó pero no lo creyó.
—No, usted no lo hizo —replicó—. Usted no lo hizo... no pudo hacerlo...
—Te aseguro que sí —afirmó Moody, y su ojo mágico giró hasta fijarse en la
puerta. Harry comprendió que se estaba asegurando de que no hubiera nadie al otro
lado. Al mismo tiempo, Moody sacó la varita y apuntó a Harry con ella—. Entonces,
¿los perdonó?, ¿a los mortífagos que quedaron en libertad, los que se libraron de
Azkaban?
—¿Qué?
Harry miró la varita con que Moody le apuntaba: era una broma pesada, sin duda.
—Te he preguntado —repitió Moody en voz baja—si él perdonó a esa escoria que
no se preocupó por buscarlo. Esos cobardes traidores que ni siquiera afrontaron
Azkaban por él. Esos apestosos desleales e inútiles que tuvieron el suficiente valor para
hacer el idiota en los Mundiales de quidditch pero huyeron a la vista de la Marca
Tenebrosa que yo hice aparecer en el cielo.
—¿Que usted...? ¿Qué está diciendo?
—Ya te lo expliqué, Harry, ya te lo expliqué. Si hay algo que odio en este mundo
es a los mortífagos que han quedado en libertad. Le dieron la espalda a mi señor cuando
más los necesitaba. Esperaba que los castigara, que los torturara. Dime que les hahecho
algo, Harry... —La cara de Moody se iluminó de pronto con una sonrisa demente—.
Dime que reconoció que yo, sólo yo le he permanecido leal... y dispuesto a arriesgarlo
todo para entregarle lo que él más deseaba: a ti.
—Usted no lo hizo... No puede ser.
—¿Quién puso tu nombre en el cáliz de fuego, en representación de un nuevo
colegio? Yo. ¿Quién espantó a todo aquel que pudiera hacerte daño o impedirte ganar el
Torneo? Yo. ¿Quién animó a Hagrid a que te mostrara los dragones? Yo. ¿Quién te
ayudó aver la única forma de derrotar al dragón? ¡Yo!
El ojo mágico de Moody dejó de vigilar la puerta. Estaba fijo en Harry. Su boca
torcida sonrió más malignamente que nunca.
—No fue fácil, Harry, guiarte por todas esas pruebas sin levantar sospechas. He
necesitado toda mi astucia para que no se pudiera descubrir mi mano en tu éxito. Si lo
hubieras conseguido todo demasiado fácilmente, Dumbledore habría sospechado. Lo
importante era que llegaras al laberinto, a ser posible bien situado. Luego, sabía que
podría librarme de los otros campeones y despejarte el camino. Pero también tuve que
enfrentarme a tu estupidez. La segunda prueba... ahí fue cuando tuve más miedo de que
fracasaras. Estaba muy atento a ti, Potter. Sabía que no habías descifrado el enigma del
huevo, así que tenía que darte otra pista...
—No fue usted —dijo Harry con voz ronca—: fue Cedric el que me dio la pista.
—¿Y quién le dijo a Cedric que lo abriera debajo del agua? Yo. Sabía que te
pasaría la información: la gente decente es muy fácil demanipular, Potter. Estaba
seguro de que Cedric querría devolverte el favor de haberle dicho lo de los dragones, y
así fue. Pero incluso entonces, Potter, incluso entonces parecía muy probable que
fracasaras. Yo no te quitaba el ojo de encima... ¡Todas aquellas horas en la biblioteca!
¿No te diste cuenta de que el libro que necesitabas lo tenías en el dormitorio? Yo lo hice
llegar hasta allí muy pronto, se lo di a ese Longbottom, ¿no lo recuerdas? Las plantas
acuáticas mágicas del Mediterráneo y sus propiedades. Ese libro te habría explicado
todo lo que necesitabas saber sobre las branquialgas. Suponía que le pedirías ayuda a
todo el mundo. Longbottom te lo habría explicado al instante. Pero no lo hiciste... no lo
hiciste... Tienes una vena de orgullo y autosuficiencia que podría haberlo arruinado
todo.
»¿Qué podía hacer? Pasarte información por medio de otra boca inocente. Me
habías dicho en el baile de Navidad que un elfo doméstico llamado Dobby te había
hecho un regalo. Así que llamé a ese elfo a la sala de profesores para que recogiera una
túnica para lavar, y mantuve con la profesora McGonagall una conversación sobre los
retenidos, y sobre si Potter pensaría utilizar las branquialgas. Y tu amiguito el elfo se
fue derecho al armario de Snape para proveerte...
La varita de Moody seguía apuntando directamente al corazón de Harry. Por
encima de su hombro, en el reflector de enemigos colgado en la pared, vio que se
acercaban unas formas nebulosas.
—Tardaste tanto en salir del lago, Potter, que creí que tehabías ahogado. Pero,
afortunadamente, Dumbledore tomó por nobleza tu estupidez y te dio muy buena nota.
Qué respiro.
»Por supuesto, en el laberinto tuviste menos problemas de los que te correspondían
—siguió—. Fue porque yo estaba rondando. Podía ver a través de los setos del exterior,
y te quité mediante maldiciones muchos obstáculos del camino: aturdí a Fleur Delacour
cuando pasó; le eché a Krum la maldición imperius para que eliminara a Diggory, y te
dejé el camino expedito hacia la Copa.
Harry miró a Moody. No comprendía cómo era posible que el amigo de
Dumbledore, el famoso auror, el que había atrapado a tantos mortífagos... No tenía
sentido, ningún sentido.
Las nebulosas formas del reflector de enemigos se iban definiendo. Por encima del
hombro de Moody vio la silueta de tres personas que se acercaban más y más. Pero
Moody no las veía. Tenía su ojo mágico fijo en Harry.
—El Señor Tenebroso no consiguió matarte, Potter, que era lo que quería
—susurró Moody—. Imagínate cómo me recompensarácuando vea que lo he hecho por
él: yo te entregué (tú eras lo que más necesitaba para poderse regenerar) y luego te maté
por él. Recibiré mayores honores que ningún otro mortífago. Me convertiré en su
partidario predilecto, el más cercano... más cercano que un hijo...
El ojo normal de Moody estaba desorbitado por la emoción, y el mágico seguía fijo
en Harry. La puerta había quedado cerrada con llave, y Harry sabía que jamás
conseguiría alcanzar a tiempo su varita para poder salvarse.
—El Señor Tenebroso y yo tenemos mucho en común —dijo Moody, que en aquel
momento parecía completamente loco, erguido frente a Harry y dirigiéndole una sonrisa
malévola—: los dos, por ejemplo, tuvimos un padre muy decepcionante... mucho. Los
dos hemos sufrido la humillación de llevar el nombre paterno, Harry. ¡Y los dos
gozamos del placer... del enorme placer de matar a nuestro padre para asegurar el
ascenso imparable de la Orden Tenebrosa!
—¡Usted está loco! —exclamó Harry, sin poder contenerse—, ¡está completamente
loco!
—¿Loco yo? —dijo Moody, alzando la voz de forma incontrolada—. ¡Ya veremos!
¡Veremos quién es el que está loco, ahora que ha retornado el Señor Tenebroso y que yo
estaré a su lado! ¡Ha retornado, Harry Potter! ¡Tú no pudiste con él, y yo podré contigo!
Moody levantó la varita y abrió la boca. Harry metió la mano en la túnica...
—¡Desmaius!
Hubo un rayo cegador de luz roja y, con gran estruendo, echaron la puerta abajo.
Moody cayó al suelo de espaldas. Harry, con los ojos aún fijos en el lugar en que se
había encontrado la cara de Moody, vio a Albus Dumbledore, al profesor Snape y la
profesora McGonagall mirándolo desde el reflector de enemigos. Apartó la mirada del
reflector, y los vio a los tres en el hueco de la puerta. Delante, con la varita extendida,
estaba Dumbledore.
En aquel momento, Harry comprendió por vez primera por qué la gente decía que
Dumbledore era el único mago al que Voldemort temía. La expresión de su rostro al
observar el cuerpo inerte de Ojoloco Moody era más temible de lo que Harry hubiera
podido imaginar. No había ni rastro de su benévola sonrisa, ni del guiño amable de sus
ojos tras los cristales de las gafas. Sólo había fría cólera en cada arruga de la cara.
Irradiaba una fuerza similar a la de una hoguera.
Entró en el despacho, puso un pie debajo del cuerpo caído de Moody, y le dio la
vuelta para verle la cara. Snape lo seguía, mirando el reflector de enemigos, en el que
todavía resultaba visible su propia cara. Dirigió una mirada feroz al despacho.
La profesora McGonagall fue directamente hasta Harry.
—Vamos, Potter —susurró. Tenía crispada la fina línea de los labios como si
estuviera a punto de llorar—. Ven conmigo, a la enfermería...
—No —dijo Dumbledore bruscamente.
—Tendría que ir, Dumbledore. Míralo. Ya ha pasado bastante por esta noche...
—Quiero que se quede, Minerva, porque tiene que comprender. La comprensión es
el primer paso para la aceptación, y sólo aceptando puede recuperarse. Tiene que saber
quién lo ha lanzado a la terrible experiencia que ha padecido esta noche, y por qué lo ha
hecho.
—Moody... —dijo Harry. Seguía sin poder creerlo—. ¿Cómo puede haber sido
Moody?
—Éste no es Alastor Moody —explicó Dumbledore en voz baja—. Tú no has visto
nunca a Alastor Moody. El verdadero Moody no te habría apartado de mi vista después
de lo ocurrido esta noche. En cuanto te cogió, lo comprendí... y os seguí.
Dumbledore se inclinó sobre el cuerpo desmayado de Moody y metió una mano en
la túnica. Sacó la petaca y un llavero. Entonces se volvió hacia Snape y la profesora
McGonagall.
—Severus, por favor, ve a buscar la poción de la verdad más fuerte que tengas, y
luego baja a las cocinas y trae a una elfina doméstica que se llama Winky. Minerva, sé
tan amable de ir a la cabaña de Hagrid, donde encontrarás un perro grande y negro
sentado en la huerta de las calabazas. Lleva el perro a mi despacho, dile que no tardaré
en ir y luego vuelve aquí.
Si Snape o McGonagall encontraron extrañas aquellas instrucciones, lo
disimularon, porque tanto uno como otra se volvieron de inmediato, y salieron del
despacho. Dumbledore fue hasta el baúl de las siete cerraduras, metió la primera llave
en la cerradura correspondiente, y lo abrió. Contenía una gran cantidad de libros de
encantamientos. Dumbledore cerró el baúl, introdujo la segunda llave en la segunda
cerradura, y volvió a abrirlo: los libros habían desaparecido, y lo que contenía el baúl
era un gran surtido de chivatoscopios rotos, algunos pergaminos y plumas, y lo que
parecía una capa invisible que en aquel momento era de color plateado. Harry observó,
pasmado, cómo Dumbledore metía la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta llaves en sus
respectivas cerraduras, y volvía a abrir el baúl para revelar en cada ocasión diferentes
contenidos. Luego introdujo la séptima llave, levantó latapa, y Harry soltó un grito de
sorpresa.
Había una especie de pozo, una cámara subterránea en cuyo suelo, a unos tres
metros de profundidad, se hallaba el verdadero Ojoloco Moody, según parecía
profundamente dormido, flaco y desnutrido. Le faltaba la pata de palo, la cuenca que
albergaba su ojo mágico estaba vacía bajo el párpado, y en su pelo entrecano había
muchas zonas ralas. Atónito, Harry pasó la vista del Moody que dormía en el baúl al
Moody inconsciente que yacía en el suelo del despacho.
Dumbledore se metió en el baúl, se descolgó y cayó suavemente junto al Moody
dormido. Se inclinó sobre él.
—Está desmayado... controlado por la maldición imperius... y se encuentra muy
débil —dijo—. Naturalmente, necesitaba conservarlo vivo. Harry, échame la capa del
impostor: Alastor está helado. Tendrá que verlo la señora Pomfrey, pero creo que no se
halla en peligro inminente.
Harry hizo lo que le pedía. Dumbledore cubrió a Moody con la capa, asegurándose
de que lo tapaba bien, y volvió a salir del baúl. Luego cogió la petaca que estaba sobre
el escritorio, desenroscó el tapón y la puso boca abajo. Un líquido espeso y pegajoso
salpicó al caer al suelo.
—Poción multijugos, Harry —explicó Dumbledore—. Ya ves qué simple y
brillante. Porque Moody jamás bebe si no es de la petaca, todo el mundo lo sabe. Por
supuesto, el impostor necesitaba tener a mano al verdadero Moody para poder seguir
elaborando la poción. Mira el pelo... —Dumbledore observó al Moody del baúl—. El
impostor se lo ha estado cortando todo el año. ¿Ves dónde le falta? Pero me imagino
que con la emoción de la noche nuestro falso Moody podría haberse olvidado de
tomarla con la frecuencia necesaria: a la hora, cada hora... ya veremos.
Dumbledore apartó la silla del escritorio y se sentó en ella, conlos ojos fijos en el
Moody inconsciente tendido en el suelo. Harry también lo miraba. Pasaron en silencio
unos minutos...
Luego, ante los propios ojos de Harry, la cara del hombre del suelo comenzó a
cambiar: se borraron las cicatrices, la piel se le alisó, la nariz quedó completa y se
achicó; la larga mata de pelo entrecano pareció hundirse en el cuero cabelludo y
volverse de color paja; de pronto, con un golpe sordo, se desprendió la pata de palo por
el crecimiento de una pierna de carne; al segundo siguiente, el ojo mágico saltó de la
cara reemplazado por un ojo natural, y rodó por el suelo, girando en todas direcciones.
Harry vio tendido ante él a un hombre de piel clara, algo pecoso, con una mata de
pelo rubio. Supo quién era: lo había visto en el pensadero de Dumbledore, intentando
convencer de su inocencia al señor Crouch mientras se lo llevaba una escolta de
dementores... pero ya tenía arrugas en el contorno de los ojos y parecía mucho mayor...
Se oyeron pasos apresurados en el corredor. Snape volvía llevando a Winky. La
profesora McGonagall iba justo detrás.
—¡Crouch! —exclamó Snape, deteniéndose en seco en el hueco de la puerta—.
¡Barty Crouch!
—¡Cielo santo! —dijo la profesora McGonagall, parándose y observando al
hombre que yacía en el suelo.
A los pies de Snape, sucia, desaliñada, Winky también lo miraba. Abrió
completamente la boca para dejar escapar un grito que les horadó los oídos:
—Amo Barty, amo Barty, ¿qué está haciendo aquí?
—Se lanzó al pecho del joven—. ¡Usted lo ha matado! ¡Usted lo ha matado! ¡Ha
matado al hijo del amo!
—Sólo está desmayado, Winky —explicó Dumbledore—. Hazte a un lado, por
favor. ¿Has traído la poción, Severus?
Snape le entregó a Dumbledore un frasquito de cristal que contenía un líquido
totalmente incoloro: el suero de la verdad con el que había amenazado en clase a Harry.
Dumbledore se levantó, se inclinó sobre Crouch y lo colocó sentado contra la pared,
justo debajo del reflector de enemigos en el que seguían viéndose con claridad las
imágenes de Dumbledore, Snape y McGonagall. Winky seguía de rodillas, temblando,
con las manos en la cara. Dumbledore le abrió al hombre la boca y echó dentro tres
gotas. Luego le apuntó al pecho con la varita y ordenó:
—¡Enervate!
El hijo de Crouch abrió los ojos. Tenía la cara laxa y la mirada perdida.
Dumbledore se arrodilló ante él, de forma que sus rostros quedaron a la misma altura.
—¿Me oye? —le preguntó Dumbledore en voz baja.
El hombre parpadeó.
—Sí —respondió.
—Me gustaría que nos explicara —dijo Dumbledore con suavidad—cómo ha
llegado usted aquí. ¿Cómo se escapó de Azkaban?
Crouch tomó aliento y comenzó a hablar con una voz apagada y carente de
expresión:
—Mi madre me salvó. Sabía que se estaba muriendo, y persuadió a mi padre para
que me liberara como último favor hacia ella. Él la quería como nunca me quiso a mí,
así que accedió. Fueron a visitarme. Me dieron un bebedizo de poción multijugos que
contenía un cabello de mi madre, y ella tomó la misma poción con un cabello mío. Cada
uno adquirió la apariencia del otro.
Winky movía hacia los lados la cabeza, temblorosa.
—No diga más, amo Barty, no diga más, ¡o meten a su padre en un lío!
Pero Crouch volvió a tomar aliento y prosiguió en el mismo tono de voz:
—Los dementores son ciegos: sólo percibieron que habían entrado en Azkaban una
persona sana y otra moribunda, y luego que una moribunda y otra sana salían. Mi padre
me sacó con la apariencia de mi madre por si había prisioneros mirando por las rejas.
»Mi madre murió en Azkaban poco después. Hasta el final tuvo cuidado de seguir
bebiendo poción multijugos. Fue enterrada con mi nombre y mi apariencia. Todos
creyeron que era yo.
Parpadeó.
—¿Y qué hizo su padre con usted cuando lo tuvo en casa?
—Representó la muerte de mi madre. Fue un funeral sencillo, privado. La tumba
está vacía. Nuestra elfina doméstica me cuidó hasta que sané. Luego mi padre tuvo que
ocultarme y controlarme. Usó una buena cantidad de encantamientos para mantenerme
sometido. Cuando recobré las fuerzas, sólo pensé en encontrar otra vez a mi señor... y
volver a su servicio.
—¿Qué hizo su padre para someterlo? —quiso saber Dumbledore.
—Utilizó la maldición imperius. Estuve bajo su control. Me obligó a llevar día y
noche una capa invisible. Nuestra elfina doméstica siempre estaba conmigo. Era mi
guardianay protectora. Me compadecía. Persuadió a mi padre para que me hiciera de
vez en cuando algún regalo: premios por mi buen comportamiento.
—Amo Barty, amo Barty —dijo Winky por entre las manos, sollozando—. No
debería decir más, o tendremos problemas...
—¿No descubrió nadie que usted seguía vivo? —preguntó Dumbledore—. ¿No lo
supo nadie aparte de su padre y la elfina?
—Sí. Una bruja del departamento de mi padre, Bertha Jorkins, llegó a casa con
unos papeles para que mi padre los firmara. Mi padre no estaba en aquel momento, así
que Winky la hizo pasar y volvió a la cocina, donde me encontraba yo. Pero Bertha
Jorkins nos oyó hablar, y escuchó a escondidas. Entendió lo suficiente para comprender
quién se escondía bajo la capa invisible. Cuando mi padre volvió a casa, ella se le
enfrentó. Para que olvidara lo que había averiguado, le tuvo que echar un encantamiento
desmemorizante muy fuerte. Demasiado fuerte: según mi padre, le dañó la memoria
para siempre.
—¿Quién le mandó meter las narices en los asuntos demi amo? —sollozó
Winky—. ¿Por qué no nos dejó en paz?
—Hábleme de los Mundiales de quidditch —pidió Dumbledore.
—Winky convenció a mi padre de que me llevara. Necesitó meses para persuadirlo.
Hacía años que yo no salía de casa. Había sido un forofo del quidditch. «Déjelo ir!», le
rogaba ella. «Puede ir con su capa invisible. Podrá ver el partido y le dará el aire por una
vez.» Le dijo que era lo que hubiera querido mi madre. Le dijo que ella había muerto
para darme la libertad, que no me había salvado para darme una vida de preso. Al final
accedió.
»Fue cuidadosamente planeado: mi padre nos condujo a Winky y a mí a la tribuna
principal bastante temprano. Winky diría que le estaba guardando un asiento a mi padre.
Yo me sentaría en él, invisible. Tendríamos que salir cuando todo el mundo hubiera
abandonado la tribuna principal. Todo el mundo creería que Winky se encontraba sola.
»Pero Winky no sabía que yo recuperaba fuerzas. Empezaba a luchar contra la
maldición imperius de mi padre. Había momentos en que me liberaba de ella casi por
completo. Aquél fue uno de esos momentos. Era como si despertara de un profundo
sueño. Me encontré rodeado de gente, en medio del partido, y vi delante de mí una
varita mágica que sobresalía del bolsillo de un muchacho. No me habían dejado tocar
una varita desde antes de Azkaban. La robé. Winky no se enteró: tiene terror a las
alturas, y se había tapado la cara.
—¡Amo Barty, es usted muy malo! —le reprochó Winky. Las lágrimas se le
escurrían entre los dedos.
—O sea que usted cogió la varita —dijo Dumbledore—. ¿Qué hizo con ella?
—Volvimos a la tienda. Luego los oímos, oímos a los mortífagos, los que no
habían estado nunca en Azkaban, los que nunca habían sufrido por mi señor, los que le
dieron la espalda, los que no fueron esclavizados como yo, los que estaban libres para
buscarlo pero no lo hacían, los que se conformaban con divertirse a costa de los
muggles. Me despertaron sus voces. Hacía años que no tenía la mente tan despejada
como en aquel momento, y me sentía furioso.Con la varita en mi poder, quise
castigarlos por su deslealtad. Mi padre había salido de la tienda para ir a defender a los
muggles, y a Winky le daba miedo verme tan furioso, así que ella usó sus propias dotes
mágicas para atarme a ella. Me sacó de la tienda y me llevó al bosque, lejos de los
mortífagos. Traté de hacerla volver, porque quería regresar al campamento. Quería
enseñarles a los mortífagos lo que significaba la lealtad al Señor Tenebroso, y
castigarlos por no haberla observado. Con la varitaque había robado proyecté en el aire
la Marca Tenebrosa.
»Llegaron los magos del Ministerio, lanzando por todas partes sus encantamientos
aturdidores. Uno de esos encantamientos se coló por entre los árboles hasta donde nos
encontrábamos Winky y yo. Quedamos los dos desmayados y con las ataduras rotas por
el rayo del encantamiento.
»Cuando descubrieron a Winky, mi padre comprendió que yo tenía que estar cerca.
Me buscó entre los arbustos donde la habían encontrado a ella y me halló echado en el
suelo. Esperó a que se fueran los demás funcionarios, me volvió a lanzar la maldición
imperius, y me llevó de vuelta a casa. A Winky la despidió porque no había impedido
que yo robara la varita y casi me deja también escapar.
Winky exhaló un lamento de desesperación.
—Quedamos solos en la casa mi padre y yo. Y entonces... entonces... —la cabeza
de Crouch dio un giro, y una mueca demente apareció en su rostro —mi señor vino a
buscarme.
»Llegó a casa una noche, bastante tarde, en brazos de su vasallo Colagusano. Había
averiguado que yo seguía vivo. Había apresado en Albania a Bertha Jorkins, la había
torturado y le había extraído mucha información: ella le habló del Torneo de los tres
magos y de que Moody, el viejo auror, iba a impartir clase en Hogwarts; luego latorturó
hasta romper el encantamiento desmemorizante que mi padre le había echado, y ella le
contó que yo me había escapado de Azkaban y que mi padre me tenía preso para
impedir que fuera a buscar a mi señor. Y de esa forma supo que yo seguía siéndole
fiel... quizá más fiel que ningún otro. Mi señor trazó un plan basado en la información
que Bertha le había pasado. Me necesitaba. Llegó a casa cerca de medianoche. Mi padre
abrió la puerta.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Crouch, como si recordara el momento
más agradable de su vida. A través de los dedos de Winky podían verse sus ojos
desorbitados. Estaba demasiado asustada para hablar.
—Fue muy rápido: mi señor le echó a mi padre la maldición imperius. A partir de
ese momento fue mi padre el preso, el controlado. Mi señor lo obligó a ir al trabajo
como de costumbre y a seguir actuando como si nada hubiera ocurrido. Y yo quedé
liberado. Desperté. Volvía a ser yo mismo, vivo como no lo había estado desde hacía
años.
—¿Qué fue lo que lord Voldemortle pidió que hiciera?
—Me preguntó si estaba listo para arriesgarlo todo por él. Lo estaba. Ése era mi
sueño, mi suprema ambición: servirle, probarme ante él. Me dijo que necesitaba situar
en Hogwarts a un vasallo leal, un vasallo que hiciera pasar a Harry Potter todas las
pruebas del Torneo de los tres magos sin que se notara, un vasallo que no lo perdiera de
vista, que se asegurara de que conseguía la Copa, que convirtiera aquella copa en un
traslador y capaz de llevar ante él a la primera persona que lo tocara. Pero antes...
—Necesitaba a Alastor Moody —dijo Albus Dumbledore. Le resplandecían los
ojos azules, aunque la voz seguía impasible.
—Lo hicimos entre Colagusano y yo. De antemano habíamos preparado la poción
multijugos. Fuimos a la casa, Moody se resistió, provocó un verdadero tumulto. Justo a
tiempo conseguimos reducirlo, así que lo metimos en un compartimiento de su propio
baúl mágico, le arrancamos unos pelos y los echamos a la poción. Al beberla me
convertí en su doble, le cogí la pata de palo y el ojo, y ya estaba listo para vérmelas con
Arthur Weasley, que llegó para arreglarlo todo con los muggles que habían oído el
altercado. Cambié de sitio los contenedores de la basura y le dije a Weasley que había
oído intrusos en el patio, andando entre los contenedores. Luego guardé la ropa y los
detectores de tenebrismo de Moody, los metí con él en el baúl y me vine a Hogwarts. Lo
mantuve vivo y bajo la maldición imperius porque quería poder hacerle preguntas para
averiguar cosas de su pasado y aprender sus costumbres, con la intención de engañar
incluso a Dumbledore. Además, necesitaba su pelo para la poción multijugos. Los
demás ingredientes eran fáciles. La piel de serpiente arbórea africana la robé de las
mazmorras. Cuando el profesor de Pociones me encontró en su despacho, dije que tenía
órdenes de registrarlo.
—¿Y qué hizo Colagusano después de que atacaron ustedes a Moody? —preguntó
Dumbledore.
—Se volvió para seguir cuidando a mi señor en mi casa y vigilando a mi padre.
—Pero su padre escapó —observó Dumbledore.
—Sí. Después de algún tiempo empezó a resistirse a la maldición imperius tal
como había hecho yo. Había momentos en los que se daba cuenta de lo que ocurría. Mi
señor pensó que ya no era seguro dejar que mi padre saliera de casa, así que lo obligó a
enviar cartas diciendo que estaba enfermo. Sin embargo, Colagusano fue un poco
negligente, y no lo vigiló bien. De forma que mi padre pudo escapar. Mi señor adivinó
que se dirigiría a Hogwarts. Efectivamente, el propósito de mi padre era contárselo todo
a Dumbledore, confesar. Venía dispuesto a admitir que me había sacado de Azkaban.
»Mi señor me envió noticia de la fuga de mi padre. Me dijo que lo detuviera
costara lo que costara. Yo esperé, atento: utilicé el mapa que le había pedido a Harry
Potter. El mapa que había estado a punto de echarlo todo a perder.
—¿Mapa? —preguntó rápidamente Dumbledore—, ¿qué mapa es ése?
—El mapa de Hogwarts de Potter. Potter me vio en él, una noche, robando
ingredientes para la poción multijugos del despachode Snape. Como tengo el mismo
nombre que mi padre, pensó que se trataba de él. Le dije que mi padre odiaba a los
magos tenebrosos, y Potter creyó que iba tras Snape. Esa noche le pedí a Potter su
mapa.
»Durante una semana esperé a que mi padre llegara a Hogwarts. Al fin, una noche,
el mapa me lo mostró entrando en los terrenos del castillo. Me puse la capa invisible y
bajé a su encuentro. Iba por el borde del bosque. Entonces llegaron Potter y Krum.
Aguardé. No podía hacerle daño a Potter porque mi señorlo necesitaba, pero cuando fue
a buscar a Dumbledore aproveché para aturdir a Krum. Y maté a mi padre.
—¡Nooooo! —gimió Winky—. ¡Amo Barty, amo Barty!, ¿qué está diciendo?
—Usted mató a su padre —dijo Dumbledore, en el mismo tono suave—. ¿Qué hizo
con elcuerpo?
—Lo llevé al bosque y lo cubrí con la capa invisible. Llevaba conmigo el mapa: vi
en él a Potter entrar corriendo en el castillo y tropezarse con Snape, y luego a
Dumbledore con ellos. Entonces Potter sacó del castillo a Dumbledore. Yo volví a salir
del bosque, di un rodeo y fui a su encuentro como si llegara del castillo. Le dije a
Dumbledore que Snape me había indicado adónde iban.
»Dumbledore me pidió que fuera en busca de mi padre, así que volví junto a su
cadáver, miré el mapa y, cuando todo el mundo se hubo ido, lo transformé en un
hueso... y lo enterré cubierto con la capa invisible en el trozo de tierra recién cavada
delante de la cabaña de Hagrid.
Entonces se hizo un silencio total salvo por los continuados sollozos de Winky.
Luego dijo Dumbledore:
—Y esta noche...
—Me ofrecí a llevar la Copa del torneo al laberinto antes de la cena —musitó Barty
Crouch—. La transformé en un traslador. El plan de mi señor ha funcionado: ha
recobrado sus antiguos poderes y me cubrirá de más honores de los q ue pueda soñar un
mago.
La sonrisa demente volvió a transformar sus rasgos, y la cabeza cayó inerte sobre
un hombro mientras Winky sollozaba y se lamentaba a su lado.
36
Caminos separados
Dumbledore se levantó y miró un momento a Barty Crouch con desagrado. Luego alzóotra vez la varita e hizo salir de ella unas cuerdas que lo dejaron firmemente atado. Se
dirigió entonces a la profesora McGonagall.
—Minerva, ¿te podrías quedar vigilándolo mientras subo con Harry?
—Desde luego —respondió ella. Daba la impresión de que sentía náuseas, como si
acabara de ver vomitar a alguien. Sin embargo, cuando sacó la varita y apuntó con ella a
Barty Crouch, su mano estaba completamente firme.
—Severus, por favor, dile a la señora Pomfrey que venga —indicó Dumbledore—.
Hay que llevar a Alastor Moody a la enfermería. Luego baja a los terrenos, busca a
Cornelius Fudge y tráelo acá. Supongo que querrá oír personalmente a Crouch. Si
quiere algo de mí, dile que estaré en la enfermería dentro de media hora.
Snape asintió en silencio y salió del despacho.
—Harry... —llamó Dumbledore con suavidad.
Harry se levantó y volvió a tambalearse. El dolor de la pierna, que no había notado
mientras escuchaba a Crouch, acababa de regresar con toda su intensidad. También se
dio cuentade que temblaba. Dumbledore lo cogió del brazo y lo ayudó a salir al oscuro
corredor.
—Antes que nada, quiero que vengas a mi despacho, Harry —le dijo en voz baja,
mientras se encaminaban hacia el pasadizo—. Sirius nos está esperando allí.
Harry asintió con la cabeza. Lo invadían una especie de aturdimiento y una
sensación de total irrealidad, pero no hizo caso: estaba contento de encontrarse así. No
quería pensar en nada de lo que había sucedido después de tocar la Copa de los tres
magos. No quería repasar los recuerdos, demasiado frescos y tan claros como si fueran
fotografías, que cruzaban por su mente: Ojoloco Moody dentro del baúl, Colagusano
desplomado en el suelo y agarrándose el muñón del brazo, Voldemort surgiendo del
caldero entre vapores, Cedric... muerto, Cedric pidiéndole que lo llevara con sus
padres...
—Profesor —murmuró—, ¿dónde están los señores Diggory?
—Están con la profesora Sprout —dijo Dumbledore. Su voz, tan impasible durante
todo el interrogatorio de Barty Crouch, tembló levemente por vez primera—. Es la jefa
de la casa de Cedric, y es quien mejor lo conocía.
Llegaron ante la gárgola de piedra. Dumbledore pronunció la contraseña, se hizo a
un lado, y él y Harry subieron por la escalera de caracol móvil hasta la puerta de roble.
Dumbledore la abrió.
Sirius se encontraba allí, de pie. Tenía la cara tan pálida y demacrada como cuando
había escapado de Azkaban. Cruzó en dos zancadas el despacho.
—¿Estás bien, Harry? Lo sabía, sabía que pasaría algo así. ¿Qué ha ocurrido?
Las manos le temblaban al ayudar a Harry a sentarse en una silla, delante del
escritorio.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, más apremiante.
Dumbledore comenzó a contarle a Sirius todo lo que había dicho Barty Crouch.
Harry sólo escuchaba a medias. Estaba tan agotado que le dolía hasta el último hueso, y
lo único que quería era quedarse allí sentado, que no lo molestaran durante horas y
horas, hasta que se durmiera y no tuviera que pensar ni sentir nada más.
Oyó un suave batir de alas. Fawkes, el fénix, había abandonado la percha y se había
ido a posar sobre su rodilla.
—Hola, Fawkes —lo saludó Harry en voz baja. Acarició sus hermosas plumas de
color oro y escarlata. Fawkes abrió y cerró los ojos plácidamente, mirándolo. Había algo
reconfortante en su cálido peso.
Dumbledore dejó de hablar. Sentado al escritorio, miraba fijamente a Harry, pero
éste evitaba sus ojos. Se disponía a interrogarlo. Le haría revivirlo todo.
—Necesito saber qué sucedió después de que tocaste el traslador en el laberinto,
Harry —le dijo.
—Podemos dejarlo para mañana por la mañana, ¿no, Dumbledore? —se apresuró a
observar Sirius. Le había puesto a Harry una mano en el hombro—. Dejémoslo dormir.
Que descanse.
Lo embargó un sentimiento de gratitud hacia Sirius, pero Dumbledore desoyó su
sugerencia y se inclinó hacia él. Muy a desgana, Harry levantó la cabeza y encontró
aquellos ojos azules.
—Harry, si pensara que te haría algún bien induciéndote al sueño por medio de un
encantamiento y permitiendo que pospusieras el momento de pensar en lo sucedido esta
noche, lo haría —dijo Dumbledore con amabilidad—. Pero me temo que no es así.
Adormecer el dolor por un rato te haría sentirlo luego con mayor intensidad. Has
mostrado más valor del que hubiera creído posible: te ruego que lo muestres una vez
más contándonos todo lo que sucedió.
El fénix soltó una nota suave y trémula. Tembló en el aire, y Harry sintió como si
una gota de líquido caliente se le deslizara por la garganta hasta el estómago,
calentándolo y tonificándolo.
Respiró hondo y comenzó a hablar. Conforme lo hacía, parecían alzarse ante sus
ojos las imágenes de todo cuanto había pasado aquella noche: vio la chispeante
superficie de la poción que había revivido a Voldemort, vio a los mortífagos
apareciéndose entre las tumbas, vio el cuerpo de Cedric tendido en el suelo a corta
distancia de la Copa.
En una o dos ocasiones, Sirius hizo ademán de decir algo, sin dejar de aferrar con
la mano el hombro de Harry, pero Dumbledore lo detuvo con un gesto, y Harry se
alegró, porque, habiendo comenzado, era más fácil seguir. Hasta se sentía aliviado: era
casi como si se estuviera sacando un veneno de dentro. Seguir hablando le costaba toda
la entereza que era capaz de reunir, pero le parecía que, en cuanto hubiera acabado, se
sentiría mejor.
Sin embargo, cuando Harry contó que Colagusano le había hecho un corte en el
brazo con la daga, Sirius dejó escapar una exclamación vehemente, y Dumbledore se
levantó tan de golpe que Harry se asustó. Rodeó el escritorio y le pidió que extendiera el
brazo. Harry les mostró a ambos el lugar en que le había rasgado la túnica, y el corte
que tenía debajo.
—Dijo que mi sangre lo haría más fuerte que la de cualquier otro —explicó
Harry—. Dijo que la protección que me otorgó mi madre... iría también a él. Y tenía
razón: pudo tocarme sin hacerse daño, me tocó en la cara.
Por un breve instante, Harry creyó ver una expresión de triunfo en los ojos de
Dumbledore. Pero un segundo después estuvo seguro de habérselo imaginado, porque,
cuando Dumbledore volvió a su silla tras el escritorio, parecía más viejo y más débil de
lo que Harry lo había visto nunca.
—Muy bien —dijo, volviéndose a sentar—. Voldemort ha superado esa barrera.
Prosigue, Harry, por favor.
Harry continuó: explicó cómo había salido Voldemort del caldero, y les repitió
todo cuanto recordaba de su discurso a los mortífagos. Luego relató cómo Voldemort lo
había desatado, le había devuelto su varita y se había preparado para batirse.
Cuando llegó a la parte en que el rayo dorado de luz había conectado su varita con
la de Voldemort, se notó la garganta obstruida. Intentó seguir hablando, pero el recuerdo
de lo que había surgido de la varita de Voldemort le anegaba la mente. Podía ver a
Cedric saliendo de ella, ver al viejo, a Bertha Jorkins... a su madre... a su padre...
Se alegró de que Sirius rompiera el silencio.
—¿Se conectaron las varitas? —dijo, mirando primero a Harry y luego a
Dumbledore—. ¿Por qué?
Harry volvió a levantar la vista hacia Dumbledore, que parecía impresionado.
—Priori incantatem —musitó.
Sus ojos miraron los de Harry, y fue casi como si hubieran quedado conectados por
un repentino rayo de comprensión.
—¿El efecto de encantamiento invertido? —preguntó Sirius.
—Exactamente —contestó Dumbledore—. La varita de Harry y la de Voldemort
tienen el mismo núcleo. Cada una de ellas contiene una pluma de la cola del mismo
fénix. De ese fénix, de hecho —añadió señalando al pájaro de color oro y escarlata que
estaba tranquilamente posado sobre una rodilla de Harry.
—¿La pluma de mi varita proviene de Fawkes? —exclamó Harry sorprendido.
—Sí —respondió Dumbledore—. En cuanto saliste de su tienda hace cuatro años,
el señor Ollivander me escribió para decir que tú habías comprado la segunda varita.
—Entonces, ¿qué sucede cuando una varita se encuentra con su hermana? —quiso
saber Sirius.
—Que no funcionan correctamente la una contra la otra —explicó Dumbledore—.
Sin embargo, si los dueños de las varitas las obligan a combatir... tendrá lugar un efecto
muy extraño: una de las varitas obligará a la otra a vomitar los encantamientos que ha
llevado a cabo... en sentido inverso, primero el más reciente, luego los que lo
precedieron...
Miró interrogativamente a Harry, y éste asintió con la cabeza.
—Lo cual significa —añadió Dumbledore pensativamente, fijando los ojos en la
cara de Harry—que tuvo que reaparecer Cedric de alguna manera.
Harry volvió a asentir.
—¿Volvió a la vida? —preguntó Sirius.
—Ningún encantamiento puede resucitar a un muerto —dijo Dumbledore
apesadumbrado—. Todo lo que pudo haber fue alguna especie de eco. Saldría de la
varita una sombra del Cedric vivo. ¿Me equivoco, Harry?
—Me habló —dijo Harry, y de repente volvió a temblar—. Me habló el... el
fantasma de Cedric, o lo que fuera.
—Un eco que conservaba la apariencia y el carácter de Cedric —explicó
Dumbledore—. Adivino que luego aparecieron otras formas: víctimas menos recientes
de la varita de Voldemort...
—Un viejo —dijo Harry, todavía con un nudo en la garganta—. Y Bertha Jorkins.
Y...
—¿Tus padres? —preguntó Dumbledore en voz baja.
—Sí —contestó Harry.
Sirius apretó tanto a Harry en el hombro que casi le hacía daño.
—Los últimos asesinatos que la varita llevó a cabo —dijo Dumbledore, asintiendo
con la cabeza—, en orden inverso. Naturalmente, habrían seguido apareciendo otros si
hubierasmantenido la conexión. Muy bien, Harry: esos ecos... esas sombras... ¿qué
hicieron?
Harry describió cómo las figuras que habían salido de la varita habían deambulado
por el borde de la red dorada, cómo le dio la impresión de que Voldemort les tenía
miedo,cómo la sombra de su padre le había indicado qué hacer y la de Cedric, su
último deseo.
En aquel punto, Harry se dio cuenta de que no podía continuar. Miró a Sirius, y vio
que se cubría la cara con las manos.
Harry advirtió de pronto que Fawkes había dejado su rodilla y había revoloteado
hasta el suelo. Apoyó su hermosa cabeza en la pierna herida de Harry, y derramó sobre
la herida que le había hecho la araña unas espesas lágrimas de color perla. El dolor
desapareció. La piel recubrió lisamente la herida. Estaba curado.
—Te lo repito —dijo Dumbledore, mientras el fénix se elevaba en el aire y se
volvía a posar en la percha que había al lado de la puerta—: esta noche has mostrado
una valentía superior a lo que podríamos haber esperado de ti, Harry. La misma valentía
de los que murieron luchando contra Voldemort cuando se encontraba en la cima de su
poder. Has llevado sobre tus hombros la carga de un mago adulto, has podido con ella y
nos has dado todo lo que podíamos esperar. Ahora te llevaré a la enfermería. No quiero
que vayas esta noche al dormitorio. Te vendrán bien una poción para dormir y un poco
de paz... Sirius, ¿te gustaría quedarte con él?
Sirius asintió con la cabeza y se levantó. Volvió a transformarse en el perro grande
y negro, salió del despacho y bajó con ellos un tramo de escaleras hasta la enfermería.
Cuando Dumbledore abrió la puerta, Harry vio a la señora Weasley, a Bill, Ron y
Hermione rodeando a la señora Pomfrey, que parecía agobiada. Le estaban preguntando
dónde se hallaba él y quéle había ocurrido.
Todos se abalanzaron sobre ellos cuando entraron, y la señora Weasley soltó una
especie de grito amortiguado:
—¡Harry!, ¡ay, Harry!
Fue hacia él, pero Dumbledore se interpuso.
—Molly —le dijo levantando la mano—, por favor, escúchame un momento. Harry
ha vivido esta noche una horrible experiencia. Y acaba de revivirla para mí. Lo que
ahora necesita es paz y tranquilidad, y dormir. Si quiere que estéis con él —añadió,
mirando también a Ron, Hermione y Bill—, podéis quedaros, pero no quiero que le
preguntéis nada hasta que esté preparado para responder, y desde luego no esta noche.
La señora Weasley mostró su conformidad con un gesto de la cabeza. Estaba muy
pálida. Se volvió hacia Ron, Hermione y Bill con expresión severa, como si ellos
estuvieran metiendo bulla, y les dijo muy bajo:
—¿Habéis oído? ¡Necesita tranquilidad!
—Dumbledore —dijo la señora Pomfrey, mirando fijamente el perro grande y
negro en el que se había convertido Sirius—, ¿puedo preguntar qué...?
—Este perro se quedará un rato haciéndole compañía a Harry —dijo sencillamente
Dumbledore—. Te aseguro que está extraordinariamente bien educado. Esperaremos a
que te acuestes, Harry.
Harry sintió hacia Dumbledore una indecible gratitud por pedirles a los otros que
no le hicieran preguntas. No era que no quisiera estar con ellos, pero la idea de
explicarlo todo de nuevo, de revivirlo una vez más, era superiora sus fuerzas.
—Volveré en cuanto haya visto a Fudge, Harry —dijo Dumbledore—. Me gustaría
que mañana te quedaras aquí hasta que me haya dirigido al colegio.
Salió. Mientras la señora Pomfrey lo llevaba a una cama próxima, Harry vislumbró
al auténtico Moody acostado en una cama al final de la sala. Tenía el ojo mágico y la
pata de palo sobre la mesita de noche.
—¿Qué tal está? —preguntó Harry.
—Se pondrá bien —aseguró la señora Pomfrey, dándole un pijama a Harry y
rodeándolo de biombos.
El se quitó la ropa, se puso el pijama, y se acostó. Ron, Hermione, Bill y la señora
Weasley se sentaron a ambos lados de la cama, y el perro negro se colocó junto a la
cabecera. Ron y Hermione lo miraban casi con cautela, como si los asustara.
—Estoy bien —les dijo—. Sólo que muy cansado.
A la señora Weasley se le empañaron los ojos de lágrimas mientras le alisaba la
colcha de la cama, sin quehiciera ninguna falta.
La señora Pomfrey, que se había marchado aprisa al despacho, volvió con una copa
y una botellita de poción de color púrpura.
—Tendrás que bebértela toda, Harry —le indicó—. Es una poción para dormir sin
soñar.
Harry tomó la copa y bebió unos sorbos. Enseguida le entró sueño: todo a su
alrededor se volvió brumoso, las lámparas que había en la enfermería le hacían guiños
amistosos a través de los biombos que rodeaban su cama, y sintió como si su cuerpo se
hundiera más en la calidez del colchón de plumas. Antes de que pudiera terminar la
poción, antes de que pudiera añadir otra palabra, la fatiga lo había vencido.
Harry despertó en medio de tal calidez y somnolencia que no abrió los ojos, esperando
volver a dormirse. La sala seguía a oscuras: estaba seguro de que aún era de noche y de
que no había dormido mucho rato.
Luego oyó cuchicheos a su alrededor.
—¡Van a despertarlo si no se callan!
—¿Por qué gritan así? No habrá ocurrido nada más, ¿no?
Harry abrió perezosamente los ojos. Alguien le había quitado las gafas. Pudo
distinguir junto a él las siluetas borrosas de la señora Weasley y de Bill. La señora
Weasley estaba de pie.
—Es la voz de Fudge —susurraba ella—. Y ésa es la de Minerva McGonagall,
¿verdad? Pero ¿por qué discuten?
Harry también los oía: gente que gritaba y corría hacia la enfermería.
—Ya sé que es lamentable, pero da igual, Minerva —decía Cornelius Fudge en voz
alta.
—¡No debería haberlo metido en el castillo! —gritó la profesora McGonagall—.
Cuando se entere Dumbledore...
Harry oyó abrirse de golpe las puertas de la enfermería. Sin que nadie se diera
cuenta, porque todos miraban hacia la puerta mientras Bill retiraba el biombo, Harry se
sentó y se puso las gafas.
Fudge entró en la sala con paso decidido. Detrás de él iban Snape y la profesora
McGonagall.
—¿Dónde está Dumbledore? —le preguntó Fudge a la señora Weasley.
—Aquí no —respondió ella, enfadada—. Esto es una enfermería, señor ministro.
¿No cree que sería mejor...?
Pero la puerta se abrió y entró Dumbledore enla sala.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió bruscamente, pasando la vista de Fudge a la
profesora McGonagall—. ¿Por qué estáis molestando a los enfermos? Minerva, me
sorprende que tú... Te pedí que vigilaras a Barty Crouch...
—¡Ya no necesita que lo vigile nadie, Dumbledore! —gritó ella—. ¡Gracias al
ministro!
Harry no había visto nunca a la profesora McGonagall tan fuera de sí: tenía las
mejillas coloradas, los puños apretados y temblaba de furia.
—Cuando le dijimos al señor Fudge que habíamos atrapado al mortífago
responsable de lo ocurrido esta noche —dijo Snape en voz baja—, consideró que su
seguridad personal estaba en peligro. Insistió en llamar a un dementor para que lo
acompañara al castillo. Y subió con él al despacho en que Barty Crouch...
—¡Le advertí que usted no lo aprobaría, Dumbledore! —exclamó la profesora
McGonagall—. Le dije que usted nunca permitiría la entrada de un dementor en el
castillo, pero...
—¡Mi querida señora! —bramó Fudge, que de igual manera parecía más enfadado
de lo que Harrylo había visto nunca—. Como ministro de Magia, me compete a mí
decidir si necesito escolta cuando entrevisto a alguien que puede resultar peligroso...
Pero la voz de la profesora McGonagall ahogó la de Fudge:
—En cuanto ese... ese ser entró en el despacho —gritó ella, temblorosa y señalando
a Fudge—se echó sobre Crouch y... y...
Harry sintió un escalofrío, en tanto la profesora McGonagall buscaba palabras para
explicar lo sucedido. No necesitaba que ella terminara la frase, pues sabía qué era lo que
debía de haber hecho el dementor: le habría administrado a Barty Crouch su beso fatal.
Le habría aspirado el alma por la boca. Estaría peor que muerto.
—¡Pero, por todos los santos, no es una pérdida tan grave! —soltó Fudge—.
¡Según parece, es responsable deunas cuantas muertes!
—Pero ya no podrá declarar, Cornelius —repuso Dumbledore. Miró a Fudge con
severidad, como si lo viera tal cual era por primera vez—. Ya no puede declarar por qué
mató a esas personas.
—¿Que por qué las mató? Bueno, eso no es ningúnmisterio —replicó Fudge—.
¡Porque estaba loco de remate! Por lo que me han dicho Minerva y Severus, ¡creía que
actuaba según las instrucciones de Voldemort!
—Es que actuaba según las instrucciones de Voldemort, Cornelius —dijo
Dumbledore—. Las muertes de esas personas fueron meras consecuencias de un plan
para restaurar a Voldemort a la plenitud de sus fuerzas. Ese plan ha tenido éxito, y
Voldemort ha recuperado su cuerpo.
Fue como si a Fudge le pegaran en la cara con una maza. Aturdido y parpadeando,
devolvió la mirada a Dumbledore como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Entonces,
sin dejar de mirar a Dumbledore con los ojos desorbitados, comenzó a farfullar:
—¿Que ha retornado Quien-tú-sabes? Absurdo. ¡Dumbledore, por favor...!
—Como sin duda tehan explicado Minerva y Severus —dijo Dumbledore—,
hemos oído la confesión de Barty Crouch. Bajo los efectos del suero de la verdad, nos
ha relatado cómo escapó de Azkaban, y cómo Voldemort, enterado por Bertha Jorkins
de que seguía vivo, fue a liberarlode su padre y lo utilizó para capturar a Harry. El plan
funcionó, ya te lo he dicho: Crouch ha ayudado a Voldemort a regresar.
—¡Pero vamos, Dumbledore! —exclamó Fudge, y Harry se sorprendió de ver
surgir en su rostro una ligera sonrisa—, ¡no es posible que tú creas eso! ¿Que ha
retornado Quien-tú-sabes? Vamos, vamos, por favor... Una cosa es que Crouch creyera
que actuaba bajo las órdenes de Quien-tú-sabes... y otra tomarse en serio lo que ha dicho
ese lunático...
—Cuando Harry tocó esta noche la Copa delos tres magos, fue transportado
directamente ante lord Voldemort —afirmó Dumbledore—. Presenció su renacimiento.
Te lo explicaré todo si vienes a mi despacho. —Miró a Harry y vio que estaba despierto,
pero añadió: Me temo que no puedo consentir que interrogues a Harry esta noche.
La sorprendente sonrisa de Fudge no había desaparecido. También él miró a Harry;
luego volvió la vista a Dumbledore, y dijo:
—¿Eh... estás dispuesto a aceptar su testimonio, Dumbledore?
Hubo un instante de silencio, roto por el grañido de Sirius. Se le habían erizado los
pelos del lomo, y enseñaba los dientes a Fudge.
—Desde luego que lo acepto —respondió Dumbledore, con un fulgor en los
ojos—. He oído la confesión de Crouch y he oído el relato de Harry de lo que ocurrió
después de que tocara la Copa: las dos historias encajan y explican todo lo sucedido
desde que el verano pasado desapareció Bertha Jorkins.
Fudge conservaba en la cara la extraña sonrisa. Volvió a mirar a Harry antes de
responder:
—¿Vas a creer que ha retornado lord Voldemort porque te lo dicen un loco asesino
y un niño que...? Bueno...
Le dirigió a Harry otra mirada, y éste comprendió de pronto.
—Señor Fudge, ¡usted ha leído a Rita Skeeter! —dijo en voz baja.
Ron, Hermione, Bill y la señora Weasley se sobresaltaron: ninguno se había dado
cuenta de que Harry estaba despierto. Fudge enrojeció un poco, pero su rostro adquirió
una expresión obstinada y desafiante.
—¿Y qué si lo he hecho? —soltó, dirigiéndose a Dumbledore—. ¿Qué pasa si he
descubierto que hasestado ocultando ciertos hechos relativos a este niño? Conque habla
pársel, ¿eh? ¿Y conque monta curiosos numeritos por todas partes?
—Supongo que te refieres a los dolores de la cicatriz —dijo Dumbledore con
frialdad.
—¿O sea que admites que ha tenido dolores? —replicó Fudge—. ¿Dolores de
cabeza, pesadillas? ¿Tal vez... alucinaciones?
—Escúchame, Cornelius —dijo Dumbledore dando un paso hacia Fudge, y volvió
a irradiar aquella indefinible fuerza que Harry había percibido en él después de que
había aturdido al joven Crouch—. Harry está tan cuerdo como tú y yo. La cicatriz que
tiene en la frente no le ha reblandecido el cerebro. Creo que le duele cuando lord
Voldemort está cerca o cuando se siente especialmente furioso.
Fudge retrocedió medio paso para separarse un poco de Dumbledore, pero no cedió
en absoluto.
—Me tendrás que perdonar, Dumbledore, pero nunca había oído que una cicatriz
actúe de alarma...
—¡Mire, he presenciado el retorno de Voldemort! —gritó Harry. Intentó volver a
salir de la cama, pero la señora Weasley se lo impidió—. ¡He visto a los mortífagos!
¡Puedo darle los nombres! Lucius Malfoy...
Snape hizo un movimiento repentino; pero, cuando Harry lo miró, sus ojos estaban
puestos otra vez en Fudge.
—¡Malfoy fue absuelto! —dijo Fudge, visiblemente ofendido—. Es de una familia
de raigambre... y entrega donaciones para excelentes causas...
—¡Macnair! —prosiguió Harry.
—¡También fue absuelto! ¡Y trabaja para el Ministerio!
—Avery... Nott... Crabbe... Goyle...
—¡No haces más que repetir los nombres de los que fueron absueltos hace trece
años del cargo de pertenencia a los mortífagos! —dijo Fudge enfadado—. ¡Debes de
haber visto esos nombres en antiguas crónicas de los juicios! Por las barbas de Merlín,
Dumbledore... Este niño ya se vio envuelto en una historia ridícula al final del curso
anterior... Los cuentos que se inventa son cada vez más exagerados, y tú te los sigues
tragando. Este niño habla con las serpientes, Dumbledore, ¿y todavía confías en él?
—¡No sea necio! —gritó la profesora McGonagall—. Cedric Diggory, el señor
Crouch: ¡esas muertes no son el trabajo casual de un loco!
—¡No veo ninguna prueba de lo contrario! —vociferó Fudge, igual de airado que
ella y con la cara colorada—. ¡Me parece que estáis decididos a sembrar un pánico que
desestabilice todo lo que hemos estado construyendo durante trece años!
Harry no podía dar crédito a sus oídos. Siempre había visto a Fudge como alguien
bondadoso: un poco jactancioso, un poco pomposo, pero básicamente bueno. Sin
embargo, lo que en aquel momento tenía ante él era un mago pequeño y furioso que se
negaba rotundamente a aceptar cualquier cosa que supusiera una alteración de su mundo
cómodo y ordenado, que se negaba a creer en el retorno de Voldemort.
—Voldemort ha regresado —repitió Dumbledore—. Si afrontas ese hecho, Fudge,
y tomas las medidas necesarias, quizá aún podamos encontrar una salvación. Lo primero
y más esencial es retirarles a los dementores el control de Azkaban.
—¡Absurdo! —volvió a gritar Fudge—. ¡Retirar a los dementores!¡Me echarían a
puntapiés sólo por proponerlo! ¡La mitad de nosotros sólo dormimos tranquilos porque
sabemos que ellos están custodiando Azkaban!
—¡A la otra mitad nos cuesta más conciliar el sueño, Cornelius, sabiendo que has
puesto a los partidarios máspeligrosos de lord Voldemort bajo la custodia de unas
criaturas que se unirán a él en cuanto se lo pida! —repuso Dumbledore—. ¡No te serán
leales, Fudge, porque Voldemort puede ofrecerles muchas más satisfacciones que tú a
sus apetitos! ¡Con el apoyo delos dementores y el retorno de sus antiguos partidarios, te
resultará muy difícil evitar que recupere la fuerza que tuvo hace trece años!
Fudge abría y cerraba la boca como si no encontrara palabras apropiadas para
expresar su ira.
—El segundo paso que debes dar, y sin pérdida de tiempo —siguió Dumbledore—,
es enviar mensajeros a los gigantes.
—¿Mensajeros a los gigantes? —gritó Fudge, recuperando la capacidad de
hablar—. ¿Qué locura es ésa?
—Debes tenderles una mano ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde
—repuso Dumbledore—, o de lo contrario Voldemort los persuadirá, como hizo antes,
de que es el único mago que está dispuesto a concederles derechos y libertad.
—No... no puedes estar hablando en serio —dijo Fudge entrecortadamente,
negando con la cabeza y alejándose un poco más de Dumbledore—. Si la comunidad
mágica sospechara que yo pretendo un acercamiento a los gigantes... La gente los odia,
Dumbledore... Sería el fin de mi carrera...
—¡Estás cegado por el miedo a perder la cartera que ostentas, Cornelius! —dijo
Dumbledore, volviendo a levantar la voz y con los ojos de nuevo resplandecientes,
evidenciando otra vez su aura poderosa—. ¡Le das demasiada importancia, y siempre lo
has hecho, a lo que llaman «limpieza de sangre»! ¡No tedas cuenta de que no importa lo
que uno es por nacimiento, sino lo que uno es por sí mismo! Tu dementor acaba de
aniquilar al último miembro de una familia de sangre limpia, de tanta raigambre como
la que más... ¡y ya ves lo que ese hombre escogió hacer con su vida! Te lo digo ahora:
da los pasos que te aconsejo, y te recordarán, con cartera o sin ella, como uno de los
ministros de Magia más grandes y valerosos que hayamos tenido; pero, si no lo haces,
¡la Historia te recordará como el hombre que se hizo a un lado para concederle a
Voldemort una segunda oportunidad de destruir el mundo que hemos intentado
construir!
—¡Loco! —susurró Fudge, volviendo a retroceder—. ¡Loco...!
Se hizo el silencio. La señora Pomfrey estaba inmóvil al pie de la cama de Harry,
tapándose la boca con las manos. La señora Weasley seguía de pie al lado de Harry,
poniéndole la mano en el hombro para impedir que se levantara. Bill, Ron y Hermione
miraban a Fudge fijamente.
—Si sigues decidido a cerrar los ojos, Cornelius —dijo Dumbledore—, nuestros
caminos se separarán ahora. Actúa como creas conveniente. Y yo... yo también actuaré
como crea conveniente.
La voz de Dumbledore no sonó a amenaza, sino como una mera declaración de
principios, pero Fudge se estremeció como si Dumbledorehubiera avanzado hacia él
apuntándole con una varita.
—Veamos pues, Dumbledore —dijo blandiendo un dedo amenazador—. Siempre
te he dado rienda suelta. Te he mostrado mucho respeto. Podía no estar de acuerdo con
algunas de tus decisiones, pero me he callado. No hay muchos que en mi lugar te
hubieran permitido contratar hombres lobo, o tener a Hagrid aquí, o decidir qué enseñar
a tus estudiantes sin consultar al Ministerio. Pero si vas a actuar contra mí...
—El único contra el que pienso actuar —puntualizó Dumbledore—es lord
Voldemort. Si tú estás contra él, entonces seguiremos del mismo lado, Cornelius.
Fudge no encontró respuesta a aquello. Durante un instante se balanceó hacia atrás
y hacia delante sobre sus pequeños pies, e hizo girar en las manos el sombrero hongo.
Al final, dijo con cierto tono de súplica:
—No puede volver, Dumbledore, no puede...
Snape se adelantó, levantándose la manga izquierda de la túnica. Descubrió el
antebrazo y se lo enseñó a Fudge, que retrocedió.
—Mire —dijo Snape con brusquedad—. Mire: la Marca Tenebrosa. No está tan
clara como lo estuvo hace una hora aproximadamente, cuando era de color negro y me
abrasaba, pero aún puede verla. El Señor Tenebroso marcó con ella a todos sus
mortífagos. Era una manera de reconocernos entre nosotros, y también el medio que
utilizaba para convocarnos. Cuando él tocaba la marca de cualquier mortífago teníamos
que desaparecernos donde estuviéramos y aparecernos a su lado al instante. Esta marca
ha ido haciéndose más clara durante todo este curso, y la de Karkarov también. ¿Por qué
cree que Karkarov ha huido esta noche? Porque los dos hemos sentido la quemazón de
la Marca. Entonces, los dos supimos que él había retornado. Karkarov teme la venganza
del Señor Tenebroso porque traicionó a demasiados de sus compañeros mortífagos para
esperar una bienvenida si volviera al redil.
Fudge también se alejó un paso de Snape, negando con la cabeza. Daba la
impresión de que no había entendido ni una palabra de lo que éste le había dicho. Miró
fijamente, con repugnancia, la fea marca que Snape tenía en el brazo. A continuación,
levantó la vista hacia Dumbledore y susurró:
—No sé a qué estáis jugando tú y tus profesores, Dumbledore, pero creo que ya he
oído bastante. No tengo más que añadir. Me pondré en contacto contigo mañana, Dumbledore, para tratar sobre la dirección del colegio. Ahora tengo que volver al Ministerio.
Casi había llegado a la puerta cuando se detuvo. Se volvió, regresó a zancadas
hasta la cama de Harry.
—Tu premio —dijo escuetamente, sacándose del bolsillo una bolsa grande de oro y
dejándola caer sobre la mesita de la cama de Harry—. Mil galeones. Tendría que haber
habido una ceremonia de entrega, pero en estas circunstancias...
Se encasquetó el sombrero hongo y salió de la sala, cerrando de un portazo. En
cuanto desapareció, Dumbledore se volvió hacia el grupo que rodeaba la cama de Harry.
—Hay mucho que hacer —dijo—. Molly... ¿me equivoco al pensar que puedo
contar contigo y con Arthur?
—Por supuesto que no se equivoca —respondió la señora Weasley. Hasta los
labios se le habían quedado pálidos, pero parecía decidida—. Arthur conoce a Fudge. Es
su interés por los muggles lo que lo ha mantenido relegado en el Ministerio durante
todos estos años. Fudge opina que carece del adecuado orgullo de mago.
—Entonces tengo que enviarle un mensaje —dijo Dumbledore—. Tenemos que
hacer partícipes de lo ocurrido a todos aquellos a los que se pueda convencer de la
verdad, y Arthur está bien situado en el Ministerio para hablar con los que no sean tan
miopes como Cornelius.
—Iré yo a verlo —se ofreció Bill, levantándose—. Iré ahora.
—Muy bien —asintió Dumbledore—. Cuéntale lo ocurrido. Dile que no tardaré en
ponerme en contacto con él. Pero tendrá que ser discreto. Fudge no debe sospechar que
interfiero en el Ministerio...
—Déjelo de mi cuenta —dijo Bill.
Le dio una palmada a Harry en el hombro, un beso a su madre en la mejilla, se puso
la capa y salió de la sala con paso decidido.
—Minerva —dijo Dumbledore, volviéndose hacia la profesora McGonagall—,
quiero ver a Hagrid en mi despacho tan pronto como sea posible. Y también... si
consiente en venir, a Madame Maxime.
La profesora McGonagall asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.
—Poppy —le dijo Dumbledore a la señora Pomfrey—, ¿serías tan amable de bajar
al despacho del profesor Moody, donde me imagino que encontrarás a una elfina
doméstica llamada Winky sumida en la desesperación? Haz lo que puedas por ella, y
luego llévala a las cocinas. Creo que Dobby la cuidará.
—Muy... muy bien —contestó la señora Pomfrey, asustada, y también salió.
Dumbledore se aseguró de que la puerta estaba cerrada, y de que los pasos de la
señora Pomfrey habían dejado de oírse, antes de volver a hablar.
—Y, ahora —dijo—, es momento de que dos de nosotros se acepten. Sirius... te
ruego que recuperes tu forma habitual.
El gran perro negro levantó la mirada hacia Dumbledore, y luego, en un instante, se
convirtió en hombre.
La señora Weasley soltó un grito y se separó de la cama.
—¡Sirius Black! —gritó.
—¡Calla, mamá! —chilló Ron—. ¡Es inocente!
Snape no había gritado ni retrocedido, pero su expresión era una mezcla de furia y
horror.
—¡Él! —gruñó, mirando a Sirius, cuyo rostro mostraba el mismo desagrado—.
¿Qué hace aquí?
—Está aquí porque yo lo he llamado —explicó Dumbledore, pasando la vista de
uno a otro—. Igual que tú, Severus. Yo confió tanto en uno como en otro. Ya es hora de
que olvidéis vuestras antiguas diferencias, y confiéis también el uno en el otro.
Harry pensó que Dumbledore pedía un milagro. Sirius y Snape se miraban con
intenso odio.
—Me conformaré, a corto plazo, con un alto en las hostilidades —dijo Dumbledore
con un deje de impaciencia—. Daos la mano: ahora estáis del mismo lado. El tiempo
apremia, y, a menos que los pocos que sabemos la verdad estemos unidos, no nos
quedará esperanza.
Muy despacio, pero sin dejar de mirarse como si se desearan lo peor, Sirius y
Snape se acercaron y se dieron la mano. Se soltaron enseguida.
—Con eso bastará por ahora —dijo Dumbledore, colocándose una vez más entre
ellos—. Ahora, tengo trabajo que daros a los dos. La actitud de Fudge, aunque no nos
pille de sorpresa, lo cambia todo. Sirius, necesito que salgas ahora mismo: tienes que
alertar a Remus Lupin, Arabella Figg y Mundungus Fletcher: el antiguo grupo.
Escóndete por un tiempo en casa de Lupin. Yo iré a buscarte.
—Pero... —protestó Harry.
Quería que Sirius se quedara. No quería decirle otra vez adiós tan pronto.
—No tardaremos en vernos, Harry —aseguró Sirius, volviéndose hacia él—. Te lo
prometo. Pero debo hacer lo que pueda, ¿comprendes?
—Claro. Claro que comprendo.
Sirius le apretó brevemente la mano, asintió con la cabeza mirando a Dumbledore,
volvió a transformarse en perro, y salió corriendo de la sala, abriendo con la pata la
manilla de la puerta.
—Severus —continuó Dumbledore dirigiéndose a Snape—, ya sabes lo que quiero
de ti. Si estás dispuesto...
—Lo estoy —contestó Snape.
Parecía más pálido de lo habitual, y sus fríos ojos negros resplandecieron de forma
extraña.
—Buena suerte entonces —le deseó Dumbledore, y, con una mirada de
aprehensión, lo observó salir en silencio de la sala, detrás de Sirius.
Pasaron varios minutos antes de que el director volviera a hablar.
—Tengo que bajar —dijo por fin—. Tengo que ver a los Diggory. Tómate la
poción que queda, Harry. Os veré a todos más tarde.
Mientras Dumbledore se iba, Harry se dejó caer en las almohadas. Hermione, Ron
y la señora Weasley lo miraban. Nadie habló por un tiempo.
—Te tienes que tomar lo que queda de la poción, Harry —dijo al cabo la señora
Weasley. Al ir a coger la botellita y la copa, dio con la mano contra la bolsa de oro que
estaba en la mesita—. Tienes que dormir bien y mucho. Intenta pensar en otra cosa por
un rato... ¡piensa en lo que vas a comprarte con el dinero!
—No loquiero —replicó Harry con voz inexpresiva—. Cogedlo vosotros. Quien
sea. No me lo merezco. Se lo merecía Cedric.
Aquello contra lo que había estado luchando por momentos desde que había salido
del laberinto amenazaba con ser más fuerte que él. Sentía una sensación ardorosa y
punzante por dentro de los ojos. Parpadeó y miró al techo.
—No fue culpa tuya, Harry —susurró la señora Weasley.
—Yo le dije que cogiéramos juntos la Copa —musitó Harry.
En aquel momento tenía aquella sensación ardorosa también en la garganta. Le
hubiera gustado que Ron desviara la mirada.
La señora Weasley posó la poción en la mesita, se inclinó y abrazó a Harry. Él no
recordaba que nunca ningún ser humano lo hubiera abrazado de aquella manera, como a
un hijo. Todo el peso de cuanto había visto aquella noche pareció caer sobre él mientras
la señora Weasley lo aferraba. El rostro de su madre, la voz de su padre, la visión de
Cedric muerto en la hierba, todo empezó a darle vueltas en la cabeza hasta que apenas
pudo soportarlo y su rostro se tensó para contener el grito de angustia que pugnaba por
salir.
Se oyó un ruido como de portazo, y la señora Weasley y Harry se separaron.
Hermione estaba en la ventana. Tenía algo en la mano firmemente agarrado.
—Lo siento —se disculpó.
—La poción, Harry —dijo rápidamente la señora Weasley, enjugándose las
lágrimas con el dorso de la mano.
Harry se la bebió de un trago. El efecto fue instantáneo. Lo sumergió una ola de
sueño grande e irresistible, y se hundió entre las almohadas, dormido sin pensamientos
y sin sueños.
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