jueves, 17 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 1-3

J. K. ROWLING

Harry Potter y el Príncipe Mestizo

 

Título original: Harry Potter and the Half Blood Prince
Traducción: Gemma Rovira Ortega
Ilustración: © Dolores Avedaño, 2006
Copyright © J.K. Rowling, 2005
Copyright © Ediciones Salamandra, 2006
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S. A.
Almogàvers, 56, 7º 2ª – 08018 Barcelona – Tel. 93 215 11 99
www.salamandra.info
ISBN: 84-7888-990-6
Depósito legal: NA-2.836-2005
1ª edición, febrero de 2006
Printed in Spain
Impreso y encuadernado en:
RODESA – Pol. Ind. San Miguel. Villatuerta (Navarra)
para mi preciosa hija Mackenzie,
este hermano gemelo de tinta y papel


1
El otro ministro

Faltaba poco para la medianoche. El primer ministro estaba sentado a solas en
su despacho, leyendo un largo memorándum que se le colaba en el cerebro sin
dejarle el más leve rastro de significado. Esperaba la llamada del presidente de
un  lejano  país,  y,  mientras  se  preguntaba  cuándo  la  haría  el  muy  condenado,
intentaba borrar los desagradables recuerdos de una larga, agotadora y difícil
semana, por lo que en la cabeza no le quedaba sitio para otra cosa. Cuanto más
empeño  ponía  en  concentrarse  en  el  escrito  que  tenía  ante  sus  ojos,  más
nítidamente veía las caras de regodeo de sus rivales políticos. Ese mismo día, su
principal adversario había aparecido en el telediario y no se había contentado
con  enumerar  los  espantosos  sucesos  ocurridos  esa  semana  (como  si  alguien
necesitara que se los recordaran), sino que también había expuesto sus razones
para culpar de todo al Gobierno.
Al  primer  ministro  se  le  aceleró  el  pulso  al  pensar  en  esas  acusaciones,
porque no eran justas ni ciertas. ¿Cómo querían que el Gobierno impidiera que
el  puente  se  derrumbase?  Era  indignante  que  alguien  insinuara  que  no
invertían suficiente dinero en obras públicas. El puente en cuestión tenía menos
de diez años, y ni los mejores expertos podían explicar por qué se había partido
por  la  mitad,  provocando  que  docenas  de  coches  se  despeñasen  a  las
profundidades del río. ¿Y cómo se atrevían a insinuar que la escasa vigilancia
policial había facilitado los dos horribles asesinatos aireados por los medios de
comunicación? ¿O que el Gobierno debería haber previsto de alguna manera el
inusitado  huracán  del  West  Country,  con  su  larga  lista  de  víctimas  y  daños
materiales? ¿También era por su culpa que uno de sus subsecretarios, Herbert
Chorley, hubiese acabado de patitas en la calle por haber escogido esa semana
para comportarse de un modo tan extraño?
«En  el  país  se  respira  un  ambiente  de  desastre»,  había  concluido  el
adversario sin disimular una ancha sonrisa.
Por  desgracia,  esa  afirmación  era  cierta.  El  primer  ministro  también  lo
notaba:  la  gente  parecía  más  triste  de  lo  habitual  y  el  clima  era  deprimente;
aquella fría neblina en pleno julio no encajaba, no era normal.
Pasó  a  la  segunda  hoja  del  memorándum,  vio  que  todavía  le  quedaba
mucho  por  leer  y  lo  dejó  por  imposible.  Estiró  los  brazos  para  desperezarse
mientras contemplaba su despacho con tristeza. Era una habitación elegante con
una magnífica chimenea de mármol enfrente de las altas ventanas de guillotina,
bien cerradas para que no entrara aquel frío impropio de la estación. Al notar
un ligero temblor, se levantó y se acercó a las ventanas para observar la tenue
neblina que se pegaba a los cristales. En ese momento, mientras se hallaba de
espaldas a la habitación, oyó una débil tos detrás de él.
Se quedó paralizado, con la nariz pegada a su asustado reflejo en el oscuro
cristal. Conocía esa tos; no era la primera vez que la oía. Se dio la vuelta poco a
poco hacia el vacío despacho.
—¿Hola? —dijo, intentando mostrarse más valiente de lo que en realidad se
sentía.
Por un instante concibió la imposible esperanza de que nadie le contestara.
Sin embargo, una voz respondió de inmediato; una voz clara y resuelta, propia
de  alguien  que  lee  una  declaración  redactada  de  antemano.  Tal  como
sospechara  al  oír  la  tos,  procedía  del  pequeño  y  desvaído  retrato  al  óleo  de
aquel hombrecillo con aspecto de rana y larga peluca plateada, colgado en un
rincón de la habitación.
—Para  el  primer  ministro  de  los  muggles.  Solicito  reunión  urgente.  Por
favor, responda cuanto antes. Atentamente, Fudge.  —El individuo del cuadro
miró con gesto inquisitivo a su interlocutor.
—Es que...  —dijo éste—. Mire, ahora estoy ocupado. Espero una llamada,
¿sabe? Del presidente de...
—Eso se puede arreglar —lo interrumpió el personaje del retrato.
El primer ministro torció el gesto. Ya se temía algo parecido.
—Verá, es que necesito hablar...
—Nos  encargaremos  de  que  a  ese  presidente  se  le  olvide  telefonear.  Se
pondrá en contacto con usted mañana por la noche en lugar de hoy —le cortó el
hombrecillo—. Tenga la amabilidad de responder de inmediato al señor Fudge.
—Yo... hum... bueno  —concedió sin convicción—. De acuerdo, me reuniré
con Fudge.
Regresó  apresuradamente  a  su  mesa  arreglándose  el  nudo  de  la  corbata.
Apenas  había  tenido  tiempo  de  sentarse  y  adoptar  una  expresión  relajada  e
impertérrita,  cuando  unas  brillantes  llamas  verdosas  prendieron  en  la
chimenea.  Intentando  disimular  cualquier  indicio  de  sorpresa  o  alarma,  vio
cómo  un  corpulento  individuo  aparecía  entre  ellas  girando  sobre  sí  mismo
como una peonza. Pasados unos segundos, salió de la chimenea gateando y se
incorporó sobre la lujosa alfombra antigua, al tiempo que se sacudía ceniza de
una larga capa de raya diplomática y sostenía un bombín verde lima con la otra
mano.
—Primer ministro  —lo saludó Cornelius Fudge avanzando con paso firme
y la mano tendida—, me alegro de volver a verlo.
El primer ministro no podía devolver el cumplido sin mentir, de modo que
no dijo nada. No se alegraba lo más mínimo de ver a Fudge, cuyas ocasionales
apariciones, además de resultar sumamente alarmantes, solían depararle alguna
noticia  nefasta.  Por  si  fuera  poco,  Funge  parecía  agobiado  por  las
preocupaciones. Se lo veía más delgado, calvo y canoso, y tenía la cara surcada
de arrugas. El primer ministro ya había visto ese aspecto en otros políticos, y
nunca auguraba nada bueno.
—¿En  qué  puedo  ayudarlo?  —preguntó  estrechándole  la  mano  con
brevedad, y le señaló la dura silla que había delante de su mesa.
—No sé por dónde empezar —masculló Fudge mientras arrastraba la silla;
luego se sentó y colocó el bombín verde sobre las rodillas—. ¡Qué semanita!
—¿Usted también ha tenido una mala semana? —repuso el primer ministro
con fría formalidad, dándole a entender que ya tenía bastantes problemas y no
necesitaba los de él.
—Sí, claro —contestó Fudge frotándose los ojos con gesto de cansancio, y lo
miró con aire taciturno—. Tan mala como la suya, primer ministro. El puente de
Brockdale, los asesinatos de Bones y Vance... Por no mencionar la catástrofe del
West Country.
—Usted... su... quiero decir... ¿Ha sido alguien de los de...? ¿Tiene algo que
ver su gente con esos acontecimientos?
Fudge le lanzó una severa mirada y repuso:
—Por supuesto que tiene algo que ver. Supongo que se habrá dado cuenta
de lo que está pasando, ¿no?
—Yo... —vaciló.
Ese tipo de comportamiento era lo que más le desagradaba de las visitas de
Fudge. Al fin y al cabo, él era el primer ministro y no le gustaba que lo trataran
como si fuera un ignorante colegial. Sin embargo, la actitud de Fudge siempre
había sido la misma desde su primera reunión con él, celebrada el mismo día en
que había asumido el cargo, años atrás. No obstante, era un recuerdo tan vivido
que parecía que aquel primer encuentro se hubiese producido el día anterior, y
él  sabía  que  lo  perseguiría  hasta  el  día  de  su  muerte:  estaba  en  ese  mismo
despacho, de pie, solo, saboreando el triunfo logrado tras muchos años de soñar
y maquinar, cuando de  pronto había oído toser a sus espaldas, igual que esta
noche, y al darse la vuelta, el feo personaje del retrato le había anunciado que el
ministro de Magia estaba a punto de llegar para presentarse.
Como  es  lógico,  el  primer  ministro  pensó  que  la  larga  campaña  y  los
nervios de las elecciones lo habían trastornado. Se llevó un susto de muerte al
ver que le hablaba un retrato, aunque eso no fue nada comparado con lo que
sintió cuando un tipo que se hacía llamar mago salió despedido de la chimenea
y  le  estrechó  la  mano.  El  permaneció  mudo  de  asombro  mientras  Fudge,  con
gran consideración, le explicaba que todavía había magos y brujas que vivían en
secreto por todo el mundo y lo tranquilizaba añadiendo que no hacía falta que
se  preocupara  por  ellos,  dado  que  el  Ministerio  de  Magia  se  encargaba  de  la
comunidad  mágica  e  impedía  que  la  población  no  mágica  se  percatara  de  su
existencia. Fudge había agregado que ése era un trabajo difícil que lo abarcaba
todo,  desde  procurar  que  se  cumpliera  el  reglamento  del  uso  responsable  de
escobas hasta mantener controlada a la población de dragones (al oír esto, él se
había agarrado a la mesa para no caerse). A continuación, Fudge, dándole unas
paternales palmaditas en el hombro mientras él continuaba estupefacto, había
concluido:
—No se preocupe, lo más probable es que nunca vuelva a verme. Sólo lo
molestaré si pasa algo verdaderamente grave en nuestra comunidad, algo que
pueda afectar a los muggles, es decir, a la población no mágica. Por lo demás,
nuestra  política  siempre  ha  sido  vivir  y  dejar  vivir.  Y  permítame  decirle  que
usted se lo está tomando mucho mejor que su predecesor. Él creyó que yo era
una broma planeada por la oposición e intentó arrojarme por la ventana.
Ante tal afirmación, el primer ministro había recuperado por fin el habla.
—Entonces, ¿usted no es ninguna broma? —Esa era su última esperanza.
—No —respondió Fudge con delicadeza—. No, me temo que no. Mire.  —Y
convirtió la taza de té del primer ministro en un jerbo.
—Pero... —apuntó el otro con voz entrecortada  mientras veía cómo su taza
de té masticaba un trocito de su próximo discurso escrito— pero ¿por qué nadie
me ha explicado...?
—El ministro de Magia sólo se muestra al primer ministro muggle en activo
—aclaró Fudge, y se guardó la varita en la chaqueta—. Creemos que es la mejor
manera de mantener el secreto.
—Pero  entonces  —gimoteó  el  primer  ministro—,  ¿por  qué  no  me  ha
avisado mi antecesor?
Fudge había soltado una carcajada.
—Querido primer ministro, ¿piensa usted contárselo a alguien?
Riendo todavía con satisfacción, Fudge arrojó unos polvos a la chimenea, se
metió entre las llamas de color esmeralda y se esfumó produciendo el ruido de
una ventolera. El primer ministro se había quedado inmóvil, y se dio cuenta de
que  nunca,  aunque  viviera  muchos  años,  se  atrevería  a  mencionarle  ese
encuentro a nadie, pues ¿quién iba a dar crédito a sus palabras?
Tardó  un  tiempo  en  recuperarse  del  sobresalto.  Al  principio  intentó
convencerse de que Fudge había sido una alucinación provocada por la falta de
sueño acumulada a lo largo de la extenuante campaña electoral, y en un vano
intento de librarse de cualquier recuerdo del desagradable encuentro, le regaló
el  jerbo  a  su  sobrina,  que  se  llevó  una  grata  sorpresa.  Además,  ordenó  a  su
secretaria  particular  que  retirara  el  retrato  del  feo  hombrecillo  que  había
anunciado  la  llegada  del  ministro  de  Magia.  Sin  embargo,  resultó  imposible
descolgarlo,  lo  que  le  provocó  gran  consternación.  Después  de  que  varios
carpinteros,  un  par  de  albañiles,  un  historiador  de  arte  y  el  ministro  de
Hacienda intentaran sin éxito arrancarlo de la pared, el primer ministro desistió
y se resignó a confiar en que «esa cosa» permaneciera quieta y callada durante
el resto de su mandato. Alguna que otra vez habría jurado ver con el rabillo del
ojo cómo el ocupante del cuadro bostezaba o se rascaba la nariz; y en un par de
ocasiones, el tipo desapareció como si tal cosa del marco sin dejar tras de sí más
que  un  sucio  trozo  de  lienzo  marrón.  Con  todo,  se  acostumbró  a no  prestarle
mucha atención al dichoso cuadro  y, cuando pasaban cosas como aquéllas, se
decía que eran efectos ópticos.
Pero  tres  años  atrás,  una  noche  muy  parecida  a  ésta,  el  primer  ministro
también se hallaba solo en su despacho cuando el retrato había anunciado una
vez  más  la  inminente  llegada  de  Fudge,  que  salió  de  repente  de  la  chimenea,
empapado y despavorido. Antes de que el primer ministro pudiera preguntarle
qué  hacía  chorreando  agua  encima  de  la  alfombra  Axminster,  el  ministro  de
Magia empezó a largarle una perorata sobre una cárcel de la que él nunca había
oído hablar, un tipo llamado «Sirio» Black, un sitio que sonaba algo así como
Hogwarts y un muchacho llamado Harry Potter, nada de lo cual tenía ni pizca
de sentido para el primer ministro.
—Vengo  de  Azkaban  —había  explicado  Fudge,  jadeando,  mientras
inclinaba el bombín para que el agua acumulada en el ala cayera dentro de su
bolsillo—. Está en medio del mar del Norte, ¿sabe? Ha sido un vuelo de lo más
desagradable. Los dementores están muy soliviantados... —Hizo una pausa y se
estremeció—.  Es  la  primera  vez  que  alguien  se  fuga  de  allí.  En  fin,  tenía  que
hablar con usted, primer ministro. Black es un asesino de muggles y es posible
que pretenda reunirse de nuevo con Quien-usted-sabe... Pero ¿qué digo? ¡Claro,
usted  ni  siquiera  sabe  quién  es  Quien-usted-sabe!  —Lo  miró  con  desespero  y
propuso—:  Está  bien,  siéntese,  siéntese.  Será  mejor  que  lo  ponga  al  corriente.
Tómese un whisky.
No le hizo mucha gracia que lo invitaran a sentarse en su propio despacho,
y menos aún que le ofrecieran su propio whisky, pero aun así se sentó. Fudge
sacó su varita, hizo aparecer de la nada dos grandes vasos llenos de un líquido
ámbar, le puso uno en la mano al primer ministro y acercó una silla.
Fudge  habló  durante  más  de  una  hora.  Hubo  un  momento  en  que,  al  no
querer  pronunciar  cierto  nombre  en  voz  alta,  lo  escribió  en  un  trozo  de
pergamino que le puso al primer ministro en la mano libre. Cuando por fin se
levantó con intención de marcharse, su anfitrión se levantó también.
—De  modo  que  usted  cree  que...  —Entornó  los  ojos  y  miró  el  trozo  de
pergamino que tenía en la mano izquierda—: Lord Vol... —leyó.
—¡El-que-no-debe-ser-nombrado! —gruñó Fudge.
—Lo siento. Entonces, ¿usted cree que El-que-no-debe-ser-nombrado sigue
vivo?
—Dumbledore asegura que sí —respondió Fudge mientras se abrochaba la
capa hasta la barbilla—, pero nunca lo hemos encontrado. En mi opinión, él no
supone  ningún  peligro  a  menos  que  cuente  con  apoyo,  de  modo  que  quien
debería  preocuparnos  es  Black.  Así  pues,  dará  a  conocer  usted  la  noticia,
¿verdad? Excelente. ¡Espero que no volvamos a vernos, primer ministro! Buenas
noches.
Pero volvieron a verse. Al cabo de un año escaso, Fudge, muy abrumado,
apareció  de  nuevo  en  el  despacho  para  comunicarle  que  había  surgido  un
problemita en la Copa del Mundo de «cuidich» (o así sonó lo que dijo) y que
había varios muggles «implicados», pero que no debía preocuparse, porque el
hecho  de  que  hubiera  vuelto  a  verse  la  Marca  de  Quien-usted-sabe  no
significaba nada; estaba seguro de que se trataba de un incidente aislado,  y la
Oficina  de  Coordinación  de  los  Muggles  ya  se  estaba  ocupando  de  todas  las
modificaciones de memoria necesarias.
—¡Ah, casi se me olvida!  —añadió—. Vamos a importar del extranjero tres
dragones y una esfinge para el Torneo de los Tres Magos; es pura rutina, pero el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas insiste en que,
según  el  reglamento,  tenemos  que  notificarle  a  usted  que  vamos  a  introducir
criaturas peligrosísimas en el país.
—¿Ha dicho... dragones? —farfulló el primer ministro.
—Sí, tres  —puntualizó Fudge—. Y una esfinge. Bueno, que tenga un buen
día.
El primer ministro se aferró como pudo a la ilusión de que los dragones y
las esfinges serían lo peor de todo, pero no sirvió de nada. Casi dos años más
tarde, Fudge volvió a salir del fuego de la  chimenea para comunicarle que se
había producido una fuga masiva de Azkaban.
—¿Una fuga masiva? —repitió el primer ministro con voz quebrada.
—¡No  debe  preocuparse,  no  debe  preocuparse!  —exclamó  Fudge,  que  ya
tenía  un  pie  en  las  llamas  para  irse—.  ¡Los  atraparemos  enseguida,  pero  me
pareció conveniente que lo supiera usted!
Y  antes  de  que  el  otro  pudiera  gritarle  «¡Espere  un  momento!»,  Fudge
desapareció en medio de una lluvia de chispas verdes.
Aunque la prensa y la oposición opinaran otra cosa, el primer ministro no
era ningún idiota, y a pesar de lo que Fudge le había garantizado en su primera
reunión,  desde  entonces  se  habían  visto  en  varias  ocasiones  y  en  cada  nueva
visita Fudge parecía más nervioso que en la anterior.
Aunque no le gustaba nada pensar en el ministro de Magia (o, como él lo
llamaba para sus adentros, «el otro ministro»), vivía con el temor de que en su
siguiente aparición portase noticias aún más graves. Por ese motivo, verlo salir
otra vez del fuego, despeinado, inquieto y muy sorprendido de que el primer
ministro no supiera exactamente qué hacía él allí fue, sin duda, lo peor que le
había ocurrido en el curso de esa calamitosa semana.
—¿Cómo voy a saber yo lo que pasa en la... la... comunidad mágica?  —le
espetó  a  Fudge  por  fin—.  Debo  dirigir  un  país,  y  actualmente  ya  tengo
suficientes preocupaciones para que encima...
—Nuestras preocupaciones son las mismas —lo interrumpió el visitante—:
el  puente  de  Brockdale  no  se  derrumbó  porque  estuviera  desgastado;  lo  del
West  Country  no  fue  ningún  huracán;  esos  asesinatos  no  los  perpetraron
muggles; y no le quepa duda de que el mundo estará  más seguro sin Herbert
Chorley.  De  hecho,  estamos  haciendo  trámites  para  que  lo  ingresen  en  el
Hospital San  Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. El traslado  debería
realizarse esta misma noche.
—¿Cómo  dice?  Me  parece  que...  ¿Qué  acaba  de  decir?  —bramó  el  primer
ministro.
Fudge exhaló un hondo suspiro y replicó:
—Primer  ministro,  lamento  mucho  tener  que  comunicarle  que  ha  vuelto.
El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto.
—¿Que ha vuelto? ¿Qué quiere decir con que «ha vuelto»? ¿Que está vivo?
Porque...
El primer ministro rebuscó en su memoria los detalles de la espeluznante
conversación  mantenida  con  Fudge  hacía  tres  años,  cuando  éste  le  habló  por
primera  vez  de  ese  mago,  más  temido  que  ningún  otro,  el  mago  que  había
cometido  miles  de  crímenes  terribles  antes  de  su  misteriosa  desaparición,
quince años atrás.
—Sí,  está  vivo  —confirmó  Fudge—.  Es  decir...  no  sé...  ¿Está  viva  una
persona a la que no se  puede matar? Yo no acabo de entenderlo y Dumbledore
se niega a darme muchas explicaciones; pero, sea como fuere, lo que sabemos es
que ahora tiene un cuerpo con el que camina, habla y mata. Así pues, y a los
efectos de esta discusión, supongo que puede decirse que está vivo.
El primer ministro no supo qué responder a esa afirmación, pero la habitual
costumbre de fingir que estaba muy bien informado de cualquier tema que se
planteara  lo  impulsó  a  tratar  de  recordar  sus  anteriores  conversaciones  con
Fudge.
—¿Está Sirio Black con... con... El-que-no-debe-ser-nombrado?
—¿Sirio? ¿Sirio? —repitió Fudge como un loco, haciendo girar rápidamente
su  bombín  con  una  mano—.  Querrá  decir  Sirius  Black.  ¡Por  las  barbas  de
Merlín!  No,  Black  está  muerto.  Resulta  que  nos  equivocamos  respecto  a  él.
Vaya,  que  era  inocente.  Y  que  no  estaba  confabulado  con  El-que-no-debe-sernombrado.  Verá  —añadió  poniéndose  a  la  defensiva,  e  hizo  girar  el  bombín
todavía más deprisa—, todos los indicios apuntaban a que... Teníamos más de
cincuenta  testigos presenciales. En fin, como le digo, Black está muerto. Bueno,
de hecho lo asesinaron. En las oficinas del Ministerio de Magia. Obviamente, se
va a llevar a cabo una investigación.
Aunque  él  mismo  se  sorprendió,  en  ese  momento  el  primer  ministro
experimentó  un  fugaz  sentimiento  de  lástima  por  Fudge.  Sin  embargo,  su
compasión  quedó  eclipsada  por  el  orgullo  que  sintió  al  pensar  que,  por  muy
inepto que él fuera para aparecer en las chimeneas, nunca se había cometido un
asesinato  en  ninguno  de  los  departamentos  gubernamentales  a  su  cargo.  Al
menos de momento.
—Pero  ahora  no  nos  preocupa  Black  —añadió  Fudge—.  Lo  que  nos
preocupa  es  que  estamos  en  guerra,  primer  ministro,  y  debemos  tomar
medidas.
—¿En  guerra?  —repitió,  nervioso,  y  toqueteó  disimuladamente  su
escritorio—. ¿Seguro que no exagera?
—Los  seguidores  de  El-que-no-debe-ser-nombrado  que  se  fugaron  de
Azkaban  en  enero  se  le  han  unido  —explicó  Fudge,  hablando  cada  vez  más
deprisa y haciendo girar el bombín a gran velocidad, hasta que éste se convirtió
en una mancha verde lima—. Desde que pasaron a la acción no han cesado de
hacer estragos. El puente de Brockdale fue obra suya; y amenazó con una gran
matanza de muggles si no me apartaba para que él...
—¡Cielo santo, entonces el responsable de que muriera esa gente es usted, y
es  a  mí  a  quien  acribillan  a  preguntas  sobre  cables  oxidados,  juntas  de
dilatación corroídas y no sé qué más! —exclamó el primer ministro, furioso.
—¿Responsable?  —protestó  Fudge,  enrojeciendo—.  ¿Quiere  decir  que
usted habría cedido al chantaje así como así?
—¡Quizá  no  —admitió  el  otro,  y  se  levantó  para  pasearse  por  la
habitación—, pero habría hecho todo lo posible para detener al chantajista antes
de que cometiera semejante atrocidad!
—¿De  verdad  cree  que  yo  no  lo  hice?  —inquirió  Fudge,  acalorado—.
¡Todos los aurores del ministerio estaban tras su pista y la de sus partidarios!
¡Pero  resulta  que  se  trata  de  uno  de  los  magos  más  poderosos  de  todos  los
tiempos, un mago que lleva casi tres décadas eludiendo la captura!
—Ya veo. Y supongo que ahora me dirá que también fue él quien causó el
huracán  del  West  Country,  ¿no?  —replicó  el  primer  ministro,  cuyo  humor
empeoraba con cada paso que daba. Era exasperante descubrir el motivo de los
espantosos desastres sucedidos y no poder revelarlo  de manera oficial; era casi
peor que descubrir que verdaderamente era culpa del Gobierno.
—Eso no fue ningún huracán —dijo el mago con abatimiento.
—¿Cómo  que  no?  —bramó  el  otro  sin  dejar  de  dar  zancadas  por  la
habitación—.  Árboles  arrancados  de  raíz,  tejados  desprendidos,  farolas
dobladas, heridos gravísimos...
—Fueron  los  mortífagos,  los  seguidores  de  El-que-no-debe-ser-nombrado.
Y sospechamos que también participaron los gigantes.
El  primer  ministro  se  paró  en  seco,  como  si  hubiera  chocado  contra  una
pared invisible.
—¿Que participó quién?
—La  última  vez  utilizó  a  los  gigantes  para  impresionar  —explicó  Fudge
con una mueca de pesar—. La Oficina de Desinformación ha estado trabajando
día  y  noche,  hay  equipos  de  desmemorizadores  tratando  de  modificar  los
recuerdos  de  los  muggles  que  vieron  lo  que  pasó,  y  prácticamente  todo  el
Departamento  de  Regulación  y  Control  de  las  Criaturas  Mágicas  se  halla
trabajando  en  Somerset,  pero  no  hemos  encontrado  al  gigante.  Ha  sido  un
desastre.
—¡Y que lo diga! —exclamó el primer ministro, enfurecido.
—No voy a negar que en el ministerio la moral está muy baja. Con todo lo
que ha pasado... Y encima hemos perdido a Amelia Bones.
—¿A quién dice que han perdido?
—A  Amelia  Bones.  La  jefa  del  Departamento  de  Seguridad  Mágica.
Creemos  que  El-que-no-debe-ser-nombrado  podría  haberla  matado
personalmente porque era  una bruja de gran talento y... todo indica que opuso
mucha resistencia.
Fudge  carraspeó  y,  al  parecer  con  gran  esfuerzo,  dejó  de  hacer  girar  su
bombín.
—Pero ese asesinato salió en los periódicos  —comentó el primer ministro,
olvidándose  por  un  momento  de  su  rabia—.  ¡En  nuestros  periódicos!  Amelia
Bones... Sólo decían que era una mujer de mediana edad que vivía sola. Fue un
asesinato  muy  cruel,  ¿verdad?  Se  ha  hablado  mucho  de  él.  La  policía  está
desconcertada.
—No  me  extraña.  La  mataron  en  una  habitación  cerrada  con  llave  por
dentro, ¿no? Nosotros, en cambio, sabemos muy bien quién lo hizo, aunque eso
no  va  a  ayudarnos  a  atrapar  al  culpable.  Y  luego  está  el  caso  de  Emmeline
Vance, quizá haya oído hablar también de él.
—¡Sí,  ya  lo  creo!  De  hecho,  ocurrió  muy  cerca  de  aquí.  Los  periódicos  se
dieron un verdadero festín: «Alteración de la ley y el orden en el patio trasero
del primer ministro...»
—Y por si todo eso fuera poco —prosiguió Fudge sin hacerle mucho caso—
, hay dementores pululando por todas partes y atacando a la gente a diestro y
siniestro.
En  otros  tiempos  más  felices,  esa  frase  habría  sido  ininteligible  para  el
primer ministro, pero ahora estaba mejor informado.
—Tenía  entendido  que  los  dementores  vigilaban  a  los  prisioneros  de
Azkaban —aventuró.
—Sí, eso hacían  —repuso Fudge con voz cansina—. Pero ya no es así. Han
abandonado la prisión y se han unido a El-que-no-debe-ser-nombrado. Admito
que eso supuso un duro golpe para nosotros.
—Pero...  —arguyó  el  primer  ministro,  alarmándose  por  momentos—  ¿no
me dijo que esas criaturas eran las que les absorbían la esperanza y la felicidad
a las personas?
—Exacto. Y se están reproduciendo. Eso es lo que provoca esta neblina.
El  primer  ministro,  medio  desmayado,  se  dejó  caer  en  una  silla.  La
perspectiva  de  que  hubiera  criaturas  invisibles  acechando  campos  y  ciudades
para abatirse sobre  sus presas y propagar la desesperanza y el pesimismo entre
sus votantes le producía mareo.
—¡Mire,  Fudge,  tiene  que  hacer  algo!  ¡Es  su  obligación  como  ministro  de
Magia!
—Mi  querido  primer  ministro,  no  pensará  que  todavía  soy  ministro  de
Magia después de lo ocurrido, ¿verdad? ¡Me despidieron hace tres días! Hacía
dos  semanas  que  la  comunidad  mágica  en  pleno  pedía  a  gritos  mi  dimisión.
¡Nunca los había visto tan unidos desde que ocupé el cargo!  —exclamó Fudge
tratando de sonreír.
El  primer  ministro  no  supo  qué  decir.  Pese  a  su  indignación  y  a  la
comprometida  posición  en  que  se  encontraba,  todavía  compadecía  al  hombre
de aspecto consumido que estaba sentado frente a él.
—Lo siento mucho —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarlo de alguna forma?
—Es usted muy amable, pero no puede hacer nada. Me han enviado aquí
esta noche para ponerlo al día de los últimos acontecimientos y para presentarle
a  mi  sucesor.  Ya  debería  haber  llegado,  aunque  con  tantos  problemas  andará
muy ocupado.
Fudge  se  dio  la  vuelta  y  miró  el  retrato  del feo  hombrecillo  de  la  larga  y
rizada peluca plateada, que estaba hurgándose una oreja con la punta de  una
pluma.
Al ver que el mago lo observaba, anunció:
—Enseguida viene. Está terminando una carta a Dumbledore.
—Pues le deseo suerte  —replicó Fudge con un tono que, por primera vez,
sonaba cortante—. Yo llevo dos semanas escribiendo a Dumbledore dos veces al
día,  pero  no  va  a  ceder  un  ápice.  Si  él  estuviera  dispuesto  a  persuadir  al
muchacho, quizá yo todavía... En fin, tal vez Scrimgeour tenga más éxito que
yo.
Fudge  se  sumió  en  un  silencio  ofendido,  pero  casi  de  inmediato  fue
interrumpido  por  el  personaje  del  cuadro,  que  habló  con  su  voz  clara  y
ceremoniosa.
—Para  el  primer  ministro  de  los  muggles.  Solicito  reunión.  Urgente.  Le
ruego que responda cuanto antes. Rufus Scrimgeour, nuevo ministro de Magia.
—Que pase, que pase —dijo el primer ministro sin prestar mucha atención,
y  apenas  se  estremeció  cuando  las  llamas  de  la  chimenea  se  tornaron  verde
esmeralda, aumentaron de tamaño y revelaron a un segundo mago que giraba
sobre  sí  mismo  en  medio  de  ellas,  y  a  quien  poco  después  arrojaron  sobre  la
lujosa  alfombra  antigua.  Fudge  se  puso  en  pie  y,  tras  un  momento  de
vacilación, el primer ministro lo imitó; el recién llegado se incorporó, se sacudió
la larga y negra túnica y miró alrededor.
Lo primero que le vino a la mente al primer ministro fue la absurda idea de
que  Rufus  Scrimgeour  parecía  un  león  viejo.  Tenía  mechones  de  canas  en  la
melena castaño rojiza y en las pobladas cejas; detrás de sus gafas de montura
metálica brillaban unos ojos amarillentos; era larguirucho y, pese a que cojeaba
un  poco  al  andar,  se  movía  con  elegancia  y  desenvoltura.  A  primera  vista
aparentaba ser una persona rigurosa y astuta; el primer ministro creyó entender
por qué la comunidad mágica prefería a Scrimgeour en lugar de Fudge como
líder en esos peligrosos momentos.
—¿Cómo está usted?  —lo saludó el gobernante con educación, tendiéndole
la mano.
Scrimgeour se la estrechó con rapidez mientras recorría el despacho con la
mirada; a continuación sacó una varita mágica de su túnica.
—¿Fudge se lo ha contado todo? —preguntó al mismo tiempo que iba hacia
la puerta con aire resuelto. Dio unos golpecitos en la cerradura con la varita y el
primer ministro oyó el chasquido del pestillo.
—Pues...  sí  —contestó—.  Y  si  no  le  importa,  prefiero  que  no  cierre  esa
puerta con pestillo.
—Pero  yo  prefiero  que  no  nos  interrumpan  —replicó  Scrimgeour  con
autoridad—. Ni nos miren  —añadió, y, apuntando con su varita a las ventanas,
corrió  las  cortinas—.  Bueno,  tengo  mucho  trabajo,  así  que  vayamos  al  grano.
Para empezar, hemos de hablar de su seguridad.
El primer ministro se enderezó cuanto pudo y repuso:
—Estoy muy satisfecho con las medidas de seguridad de que disponemos,
muchas gracias por...
—Pues  nosotros  no  —lo  cortó  Scrimgeour—.  Menudo  panorama  iban  a
tener los muggles si su primer ministro fuese objeto de una  maldición imperius.
El nuevo secretario de su despacho adjunto...
—¡No  pienso  deshacerme  de  Kingsley  Shacklebolt,  si  es  lo  que  está
proponiéndome!  —repuso  con  vehemencia—.  Es  muy  competente,  hace  el
doble de trabajo que el resto de los...
—Eso  es  porque  es  mago  —aclaró  Scrimgeour  sin  esbozar  siquiera  una
sonrisa—. Un auror con una excelente preparación que le hemos asignado para
que lo proteja.
—¡Oiga, un momento! ¿Quién es usted para meter a nadie en mi gabinete?
Yo decido quién trabaja para mí...
—Creía que estaba contento con Shacklebolt  —lo interrumpió Scrimgeour
con frialdad.
—Sí, estoy contento. Bueno, lo estaba...
—Entonces no hay ningún problema, ¿no? —insistió Scrimgeour.
—Yo...  De  acuerdo,  pero  siempre  que  el  rendimiento  de  Shacklebolt  siga
siendo óptimo.
—Muy  bien.  Respecto  a  Herbert  Chorley,  su  subsecretario  —continuó  el
ministro de Magia—, ese que se  dedica a entretener al público imitando a un
pato...
—¿Qué le pasa?
—No  cabe  duda  de  que  su  comportamiento  viene  provocado  por  una
maldición  imperius  mal  ejecutada  —explicó  Scrimgeour—.  Lo  ha  vuelto
chiflado, pero aun así podría resultar peligroso.
—¡Pero si lo único que hace es graznar!  —alegó el primer ministro con voz
débil—. Seguro que con un poco de reposo y si no bebiera tanto...
—Un  equipo  de  sanadores  del  Hospital  San  Mungo  de  Enfermedades  y
Heridas  Mágicas  está  examinándolo  ahora  mismo.  De  momento  ha  intentado
estrangular a tres de ellos —dijo Scrimgeour—. Creo que lo más conveniente es
apartarlo de la sociedad muggle durante un tiempo.
—Yo...  bueno...  Se  recuperará,  ¿verdad?  —repuso  el  primer  ministro,
angustiado. Scrimgeour se limitó a encogerse de hombros antes de dirigirse de
nuevo hacia la chimenea.
—Ya  le  he  dicho  cuanto  tenía  que  decirle.  Lo  mantendré  informado  de
cualquier novedad. Si estoy demasiado ocupado para acudir personalmente, lo
cual es muy probable, enviaré a Fudge, que ha aceptado quedarse con nosotros
en calidad de asesor.
Fudge trató de sonreír, pero sin éxito; daba la impresión de que tenía dolor
de muelas. Scrimgeour empezó a hurgar en su bolsillo buscando el misterioso
polvo que hacía que el fuego se volviera verde. El primer ministro los miró con
gesto de impotencia y entonces, por fin, se le escaparon las palabras que llevaba
toda la noche intentando contener:
—¡Pero  si  ustedes  son  magos,  qué  caramba!  ¡Ustedes  saben  hacer  magia!
¡Seguro que pueden solucionar cualquier situación!
Scrimgeour  volvió  despacio  la  cabeza  e  intercambió  una  mirada  de
incredulidad con Fudge, que esta vez sí logró sonreír y dijo con tono amable:
—El  problema,  primer  ministro,  es  que  los  del  otro  bando  también  saben
hacer magia.
Y  dicho  eso,  ambos  magos  se  metieron  en  el  brillante  fuego  verde  de  la
chimenea y desaparecieron.

2
La calle de la Hilandera

A  muchos  kilómetros  de  distancia,  la  misma  fría  neblina  que  se  pegaba  a  las
ventanas  del  despacho  del  primer  ministro  flotaba  sobre  un  sucio  río  que
discurría  entre  riberas  llenas  de  maleza  y  basura  esparcida.  Una  enorme
chimenea, reliquia de una fábrica abandonada, se alzaba negra y amenazadora.
No  se  oía  ningún  ruido  excepto  el  susurro  de  las  oscuras  aguas,  y  no  se  veía
otra señal de vida que la de un escuálido zorro que había bajado sigilosamente
hasta el borde del agua para olfatear, esperanzado, unos pringosos envoltorios
de comida para llevar, tirados entre la crecida hierba.
De  pronto,  con  un  débil  «¡crac!»,  una  delgada  y  encapuchada  figura
apareció  en  la  orilla  del  río.  El  zorro  se  quedó  inmóvil  y,  cauteloso,  clavó  la
mirada en el extraño fenómeno.
La  figura  miró  en  derredor  un  momento,  como  si  tratara  de  orientarse,  y
luego  echó  a  andar  con  pasos  rápidos  y  ligeros  mientras  su  larga  capa  hacía
susurrar la hierba al rozarla.
Con  un  segundo  «¡crac!»  más  fuerte,  apareció  otra  figura  también
encapuchada.
—¡Espera!
El grito asustó al zorro, que se encogió hasta aplastarse casi por completo
contra  la  maleza.  Entonces  salió  de  un  brinco  de  su  escondite  y  trepó  por  la
orilla. Hubo un  destello de luz verde y un aullido, y el zorro cayó hacia atrás y
quedó muerto en el suelo.
La segunda figura le dio la vuelta con la punta del pie.
—Sólo era un zorro  —dijo una desdeñosa voz de mujer—. Temí que fuera
un auror. ¡Espérame, Cissy!
Pero la mujer que iba delante, que se había detenido y vuelto la cabeza para
mirar hacia el lugar donde se había producido el destello,  subía ya por la ribera
en la que el zorro acababa de caer.
—Cissy... Narcisa... Escúchame.
La mujer que iba detrás la alcanzó y la agarró por el brazo, pero ella se soltó
de un tirón.
—¡Márchate, Bella!
—¡Tienes que escucharme!
—Ya te he escuchado. He tomado una decisión. ¡Déjame en paz!
Narcisa llegó a lo alto de la ribera, donde una deteriorada verja separaba el
río de una estrecha calle adoquinada. La otra mujer, Bella, no se entretuvo y la
siguió. Ambas, una al lado de la otra, se quedaron contemplando  las hileras de
ruinosas casas de ladrillo con las ventanas a oscuras que había al otro lado de la
calle.
—¿Aquí vive?  —preguntó Bella con desprecio en la voz—. ¿Aquí? ¿En este
estercolero  de  muggles?  Debemos  de  ser  las  primeras  de  los  nuestros  que
pisamos...
Pero Narcisa no la escuchaba; se había colado por un hueco de la oxidada
verja y estaba cruzando la calle a toda prisa.
—¡Espérame, Cissy!
Bella la siguió con la capa ondeando y vio a Narcisa entrar como una flecha
en un callejón que discurría entre las casas y desembocaba en otra calle idéntica.
Había algunas farolas rotas, de modo que las dos mujeres corrían entre tramos
de  luz  y  zonas  de  absoluta  oscuridad.  Bella  alcanzó  a  su  presa  cuando  ésta
doblaba otra esquina; y esta vez consiguió sujetarla por  el brazo y obligarla a
darse la vuelta para mirarla a la cara.
—No debes hacerlo, Cissy, no puedes confiar en él —le dijo.
—El Señor Tenebroso confía en él, ¿no?
—Pues se equivoca, créeme —replicó Bella, jadeando, y por un instante los
ojos  le  relucieron  bajo  la  capucha  mientras  miraba  alrededor  para  comprobar
que estaban solas—. Además, nos ordenaron que no habláramos con nadie del
plan. Esto es traicionar al Señor Tenebroso...
—¡Suéltame,  Bella!  —gruñó  Narcisa,  y  sacando  una  varita  mágica  de  su
capa, la sostuvo con gesto amenazador ante la cara de su interlocutora. Esta se
limitó a reír.
—¿A tu propia hermana, Cissy? No serías...
—¡Ya no hay nada de lo que no sea capaz!  —musitó Narcisa con un deje de
histerismo,  y  al  bajar  la  varita  como  si  fuera  a  dar  una  cuchillada  hubo  un
destello de luz. Bella soltó el brazo de su hermana como si le hubiese quemado.
—¡Narcisa!
Pero ya había echado a correr. Bella, frotándose la mano, se puso de nuevo
en  marcha,  manteniendo  la  distancia  a  medida  que  se  internaban  en  aquel
desierto laberinto de casas. Narcisa subió deprisa por una calle que, según un
rótulo, se llamaba «calle de la Hilandera» y sobre la cual se cernía la imponente
chimenea  de  la  fábrica,  como  un  gigantesco  dedo  admonitorio.  Sus  pasos
resonaron  en  los  adoquines  al  pasar  por  delante  de  ventanas  con  los  cristales
rotos y cegadas con tablones; por fin llegó a la última casa, donde una débil luz
brillaba a través de las cortinas de una habitación de la planta baja.
Narcisa  llamó  a  la  puerta  antes  de  que  Bella  llegara  maldiciendo  por  lo
bajo.  Esperaron  juntas,  resollando  mientras  respiraban  el  hedor  del  sucio  río
diseminado por la brisa nocturna. Pasados unos segundos, algo se movió detrás
de  la  puerta  y  ésta  se  abrió  un  poco.  Un  hombre  las  miró  por  la  rendija,  un
hombre con dos largas cortinas de pelo negro y lacio que enmarcaban un rostro
amarillento y unos ojos también negros.
Narcisa se quitó la capucha. Tenía el cutis tan pálido que el rostro parecía
brillarle  en  la  oscuridad;  el  largo  y rubio  cabello  que  le  caía  por  la  espalda  le
daba aspecto de ahogada.
—¡Narcisa!  —saludó  el  hombre,  y  abrió  un  poco  más  la  puerta,  de  modo
que la luz alcanzó a las dos hermanas—. ¡Qué agradable sorpresa!
—¡Hola,  Severus!  —repuso  ella  con  un  forzado  susurro—.  ¿Podemos
hablar? Es urgente.
—Por supuesto.
El  hombre  retrocedió  para  dejarla  entrar  en  la  casa.  Bella,  que  todavía
llevaba puesta la capucha, siguió a su hermana sin que la invitasen a hacerlo.
—¡Hola, Snape! —saludó con tono cortante al pasar por su lado.
—¡Hola, Bellatrix! —repuso él, y sus delgados labios esbozaron una sonrisa
medio burlona mientras cerraba la puerta con un golpe seco.
Se encontraban en un pequeño y oscuro salón cuyo aspecto recordaba el de
una  celda  de  aislamiento.  Las  paredes  estaban  enteramente  recubiertas  de
libros, la mayoría encuadernados en gastada piel negra o marrón; un sofá raído,
una butaca vieja y una mesa desvencijada se apiñaban en un charco de débil luz
proyectada por la lámpara de velas que colgaba del techo. Reinaba un ambiente
de abandono, como si aquella habitación no se utilizara con asiduidad.
Snape hizo un ademán invitando a Narcisa a tomar asiento en el sofá. Ella
se quitó la capa, la dejó a un lado y se sentó; a continuación, juntó las blancas y
temblorosas manos sobre el regazo y se  puso a contemplarlas. Bella se quitó la
capucha  con  parsimonia.  Era  morena,  a  diferencia  de  su  hermana,  y  tenía
párpados gruesos y mandíbula cuadrada. Se colocó de pie detrás de Narcisa sin
apartar la vista de Snape.
—Bien,  ¿en  qué  puedo  ayudarte?  —preguntó  Snape,  y  se  sentó  en  una
butaca delante de las dos hermanas.
—Estamos... solos, ¿no? —inquirió Narcisa en voz baja.
—Sí,  por  supuesto.  Bueno,  Colagusano  está  aquí,  pero  las  alimañas  no
cuentan, ¿verdad?
Apuntó  con  su  varita  mágica  a  la  pared  de  libros  que  tenía  detrás:  una
puerta  secreta  se  abrió  con  estrépito  y  reveló  una  estrecha  escalera  y  a  un
hombre de pie en ella, inmóvil.
—Como ves, Colagusano, tenemos invitadas —dijo Snape con indolencia.
El individuo bajó los últimos escalones y entró en la habitación, encorvado.
Tenía ojos pequeños y vidriosos y nariz puntiaguda; sonreía como un tonto y
con  la  mano  izquierda  se  acariciaba  la  derecha,  que  parecía  revestida  con  un
reluciente guante de plata.
—¡Narcisa! —exclamó con voz chillona—. ¡Y Bellatrix! ¡Qué agradable...!
—Colagusano nos traerá algo de beber, si os apetece —intervino Snape—. Y
luego volverá a su dormitorio.
El otro hizo una mueca de dolor, como si Snape le hubiera lanzado algo.
res el único que puede ayudarme...
El levantó una mano para interrumpirla y volvió a  apuntar con su varita a
la puerta de la escalera secreta. Hubo un fuerte golpe y un chillido, seguidos de
los pasos de Colagusano, que corría escaleras arriba.
—Te  pido  disculpas  —dijo  Snape—.  Últimamente  se  ha  aficionado  a
escuchar  detrás  de  las  puertas.  No  sé  qué  pretende  con  eso,  la  verdad.  ¿Qué
decías, Narcisa?
La mujer inspiró hondo, se estremeció y empezó de nuevo.
—Severus,  ya  sé  que  no  debería  haber  venido;  me  han  dicho  que  no  le
cuente nada a nadie, pero...
—¡Entonces deberías callarte! —le espetó Bellatrix—. ¡Sobre todo delante de
ciertas personas!
—¿«De  ciertas  personas»?  —repitió  Snape  con  ironía—.  ¿Qué  he  de
entender con esas palabras, Bellatrix?
—¡Que no me fío de ti, Snape, como bien sabes!
Narcisa  emitió  un  sonido  parecido  a  un  sollozo  y  se  tapó  la  cara  con  las
manos. Snape dejó su copa en la mesa y se reclinó de nuevo en el respaldo, con
las manos encima de los brazos de la butaca, mientras sonreía ante el ceñudo
rostro de Bellatrix.
—Narcisa, creo que deberíamos oír lo que Bellatrix se muere por decir; así
nos  ahorraremos  fastidiosas  interrupciones.  Continúa,  Bellatrix  —la  animó—.
¿Por qué no te fías de mí?
—¡Por un centenar de motivos!  —le espetó ella, al tiempo que rodeaba el
sofá y dejaba su copa en la mesa  con aire decidido—. ¿Por dónde  quieres que
empiece? A ver, ¿dónde estabas cuando cayó el Señor Tenebroso? ¿Por qué no
lo  buscaste  cuando  desapareció?  ¿Qué  has  hecho  todos  estos  años  que  has
pasado con Dumbledore? ¿Por qué impediste que el Señor Tenebroso se hiciera
con la Piedra Filosofal? ¿Por qué no regresaste de inmediato cuando él renació?
¿Dónde  estabas  hace  unas  semanas,  cuando  luchamos  para  recuperar  la
profecía  para  el  Señor  Tenebroso?  ¿Y  por  qué  sigue  Harry  Potter  con  vida,
Snape, si lo has tenido a tu merced durante cinco años?
Hizo  una  pausa;  su  pecho  subía  y  bajaba  al  compás  de  su  respiración,  y
tenía  las  mejillas  encendidas.  Narcisa  permanecía  inmóvil  detrás  de  ella,
sentada y tapándose la cara con las manos.
Snape sonrió.
—Antes de contestarte (sí, Bellatrix, te voy a contestar), te diré que puedes
transmitirles mis palabras a los que susurran a mis espaldas y cuentan historias
de mi supuesta traición al Señor Tenebroso. Pero también antes de contestarte,
respóndeme tú a una cosa: ¿de verdad crees que el Señor Tenebroso no me  ha
hecho ya todas esas preguntas? ¿Y de verdad crees que si no le hubiera dado
respuestas satisfactorias estaría aquí sentado hablando contigo?
—Ya sé que él te cree, pero...
—¿Crees  que  se  equivoca?  ¿O  que  lo  he  engañado?  ¿Que  he  engañado  al
más grande de los magos, el más diestro en Legeremancia que jamás ha habido?
Bellatrix  no  respondió;  por  primera  vez  parecía  un  poco  desconcertada.
Snape  no  insistió  en  su  argumento.  Cogió  su  copa,  bebió  un  sorbo  de  vino  y
continuó:
—Me preguntas dónde estaba cuando cayó el Señor Tenebroso. Pues bien,
me hallaba donde él me había ordenado estar, en el Colegio Hogwarts de Magia
y  Hechicería,  porque  quería  que  espiara  a  Albus  Dumbledore.  Supongo  que
sabrás que fue el Señor Tenebroso quien me mandó a trabajar allí.
Bellatrix  asintió  levemente  y  luego  despegó  los  labios,  pero  Snape  se  le
adelantó:
—Me  preguntas  por  qué  no  lo  busqué  cuando  desapareció.  Pues  por  la
misma razón por la que no lo hicieron Avery, Yaxley, los Carrow, Greyback y
Lucius —inclinó un poco la cabeza al tiempo que miraba a Narcisa—, y también
muchos  otros.  Creí  que  él  estaba  acabado.  Y  no  me  enorgullezco  de  ello;  me
equivocaba,  lo  admito.  Pero  si  él  no  hubiera  perdonado  a  los  que  entonces
perdimos la fe, ahora conservaría muy pocos adeptos.
—¡Me tendría a mí! —exclamó Bellatrix con fervor—. ¡Yo pasé muchos años
en Azkaban por él!
—Sí,  eso  fue  admirable,  desde  luego  —admitió  Snape  con  tedio—.  Claro
que desde la prisión no podías ayudar mucho, pero el gesto fue sin duda muy
considerado.
—¿El gesto?  —chilló  ella, tan furiosa que parecía desquiciada—. ¡Mientras
yo soportaba a los dementores, tú estabas muy cómodo en Hogwarts haciendo
de mascota de Dumbledore!
—No  exactamente  —la  corrigió  Snape  con  impavidez—.  Dumbledore  no
quería darme el puesto de profesor de  Defensa Contra las Artes Oscuras, ya lo
sabes. Por lo visto, temía que eso pudiera provocarme una recaída, tentarme a
volver a las andadas.
—¿Fue  ése  tu  gran  sacrificio  por  el  Señor  Tenebroso,  no  enseñar  tu
asignatura  favorita?  —se  burló  ella—.  ¿Por  qué  te  quedaste  allí  tanto  tiempo,
Snape? ¿Seguías espiando a Dumbledore para un amo al que creías muerto?
—No,  nada  de  eso.  Y  el  Señor  Tenebroso  está  muy  satisfecho  de  que  no
abandonara  mi  empleo  porque,  cuando  regresó,  yo  poseía  dieciséis  años  de
información  sobre  Dumbledore,  un  regalo  de  bienvenida  mucho  más  útil  que
un sinfín de recuerdos de lo repugnante que es Azkaban...
—Pero te quedaste...
—Sí,  Bellatrix,  me  quedé  allí  —afirmó  Snape,  y  por  primera  vez  su  voz
reveló  un  deje  de  impaciencia—.  Tenía  un  empleo  cómodo y  preferible  a  una
temporada en Azkaban. Ya sabes que estaban capturando a los mortífagos. La
protección  de  Dumbledore  me  mantenía  fuera  de  la  cárcel  y  la  utilicé  porque
me convenía. Y repito: al Señor Tenebroso no le parece mal que me quedara en
Hogwarts, de modo que no veo por qué tiene que parecértelo a ti.
»Creo  que  también  querías  saber  —prosiguió,  elevando  un  poco  la  voz,
pues  Bellatrix  daba  señales  de  querer  interrumpirlo—  por  qué  me  interpuse
entre el Señor Tenebroso y la Piedra Filosofal.  La respuesta es muy sencilla: él
no  sabía  si  podía  confiar  en  mí.  Creía,  como  tú,  que  había  pasado  de  leal
mortífago  a  títere  de  Dumbledore.  Su  estado  era  lamentable;  había  quedado
muy  débil  y  compartía  el  cuerpo  de  un  mago  mediocre.  Y  no  se  atrevía  a
mostrarse a un antiguo aliado por temor a que éste lo entregara a Dumbledore o
al ministerio. Lamento mucho que no confiara en mí. Si lo hubiera hecho, habría
regresado  al  poder  tres  años  antes.  El  caso  es  que  yo  sólo  vi  al  codicioso  e
indigno  Quirrell  intentando  robar  la  Piedra,  y  reconozco  que  hice  todo  lo
posible por desbaratar sus planes.
Bellatrix torció la boca como si se hubiera tragado una medicina asquerosa.
—Pero  no  volviste  de  inmediato  cuando  él  regresó,  ni  corriste  a  su  lado
cuando notaste arder la Marca Tenebrosa.
—Cierto.  Volví  dos  horas  más  tarde,  obedeciendo  las  órdenes  de
Dumbledore.
—¿Las órdenes de...? —repitió ella, indignada.
—¡Piensa!  ¡Piensa!  ¡Con  sólo  esperar  dos  horas,  sólo  dos  horas,  me
aseguraba poder permanecer en Hogwarts en calidad  de espía! ¡Por conseguir
que Dumbledore creyera que yo regresaba junto al Señor Tenebroso únicamente
porque él me lo ordenaba, desde entonces he podido pasar información acerca
del director del colegio y la Orden del Fénix! Piénsalo bien, Bellatrix: la Marca
Tenebrosa  llevaba  meses  fortaleciéndose,  y  yo  sabía  que  el  Señor  Tenebroso
estaba  a  punto  de  aparecer,  lo  sabían  todos  los  mortífagos.  Tuve  tiempo  de
sobra para cavilar qué quería hacer, planear mi siguiente paso y escapar como
hizo Karkarov, ¿no te parece?
»Te  aseguro  que  el  enojo  inicial  del  Señor  Tenebroso  por  mi  tardanza
desapareció por completo cuando le expliqué que seguía siéndole  fiel aunque
Dumbledore creyera que estaba en su bando. Sí, el Señor Tenebroso pensó que
yo lo había abandonado para siempre, pero se equivocó.
—Pero  ¿de  qué  le  has  servido?  —repuso  Bellatrix  con  desdén—.  ¿Qué
información útil nos has proporcionado?
—He  hecho  llegar  mi  información  directamente  al  Señor  Tenebroso.  Si  él
decide no compartirla contigo...
—¡Él lo comparte todo conmigo! Asegura que soy su más leal y fiel...
—¿Ah,  sí?  —repuso  Snape,  modulando  la  voz  para  expresar  su
incredulidad—. ¿Incluso después del fracaso en el ministerio?
—¡Eso no fue culpa mía! —se defendió Bellatrix, roja de ira—. En el pasado,
el Señor Tenebroso me confió sus más preciosos... Si Lucius no hubiera...
—¡No te atrevas a echarle la culpa a mi marido!  —terció Narcisa con voz
queda y maléfica.
—No tiene sentido buscar responsables de lo ocurrido —observó Snape con
indiferencia—. A lo hecho, pecho.
—¡Sí,  pero  tú  no  hiciste  nada!  —le  espetó  Bellatrix—.  Tú  estabas otra  vez
ausente mientras nosotros corríamos todo el riesgo, ¿no es así, Snape?
—Tenía  órdenes  de  quedarme  en  la  retaguardia.  Tal  vez  estés  en
desacuerdo  con  el  Señor  Tenebroso,  o  tal  vez  pienses  que  Dumbledore  no  se
habría  dado  cuenta  si  yo  me  hubiera  unido  a  los  mortífagos  para  combatir  la
Orden del Fénix, ¿no? Y perdóname: hablas de riesgos, pero si no me equivoco
os enfrentasteis a seis adolescentes...
—A los que poco después se unió la mitad de la Orden, como sabes muy
bien  —gruñó Bellatrix—. Y, ya que hablamos de la Orden del Fénix, tú sigues
sosteniendo que no puedes revelar la ubicación de su cuartel general, ¿verdad?
—Yo no soy el Guardián de los Secretos, no puedo pronunciar el nombre
de  ese  lugar.  Creía  que  sabías  cómo  funcionaba  ese  sortilegio.  El  Señor
Tenebroso está satisfecho con la información que le he proporcionado acerca  de
la  Orden.  Esos  datos,  como  quizá  hayas  deducido,  condujeron  a  la  reciente
captura  y  asesinato  de  Emmeline  Vance,  y  también  ayudaron  a  acorralar  a
Sirius Black, aunque no voy a escatimarte el mérito de haber acabado con él.
Snape inclinó la cabeza y alzó su copa. El gesto de Bellatrix no se suavizó ni
un ápice.
—Eludes mi última pregunta, Snape: Harry Potter. Habrás tenido infinidad
de ocasiones para matarlo en estos cinco años. ¿Por qué no lo has hecho?
—¿Has hablado de este tema con el Señor Tenebroso?
—Últimamente él... nosotros... ¡Te lo pregunto a ti, Snape!
—Si hubiera matado a Harry Potter, el Señor  Tenebroso no habría podido
utilizar la sangre del chico para regenerarse y volverse invencible...
—¡Alegas que previste que él utilizaría al muchacho! —se burló ella.
—No lo alego; yo no tenía ni idea acerca de sus planes; ya he reconocido
que creí que el Señor Tenebroso había muerto. Sólo pretendo explicar por qué él
no lamenta que Potter haya sobrevivido, al menos hasta hace un año...
—Pero ¿por qué le permitiste vivir?
—¿No me has entendido? ¡Lo único que me mantenía fuera de Azkaban era
la  protección  de  Dumbledore!  ¿No  estás  de  acuerdo  en  que  si  yo  hubiera
asesinado a su alumno favorito, se habría puesto contra mí? Pero ése no era el
único motivo. Déjame recordarte que cuando Potter llegó a Hogwarts, todavía
circulaban  historias  sobre  él,  rumores  de  que  también  era  un  gran  mago
tenebroso y que por eso había sobrevivido al ataque del Señor Tenebroso. De
hecho,  muchos  antiguos  seguidores  de  éste  consideraban  que  Potter  era  un
estandarte  alrededor  del  cual  todos  podríamos  congregarnos  una  vez  más.
Admito que sentía curiosidad y que no era partidario de liquidarlo en cuanto
pusiera un pie en el castillo.
«Naturalmente,  enseguida  comprendí  que  el  muchacho  no  poseía  ningún
talento extraordinario. Ha salido  airoso de diversos aprietos gracias a la buena
suerte  y  a  la  colaboración  de  amigos  con  más  talento  que  él.  Es  mediocre  en
grado  sumo,  aunque  tan  repelente  y  engreído  como  su  padre.  He  hecho  lo
indecible  para  que  lo  expulsaran  de  Hogwarts,  donde  creo  que  no  le
corresponde estar, pero de eso a matarlo o permitir que lo mataran delante de
mí...  Habría  sido  una  estupidez  por  mi  parte  correr  un  riesgo  semejante,
hallándose Dumbledore tan cerca.
—¿Pretendes que nos creamos que en todo este tiempo Dumbledore nunca
ha  sospechado  de  ti?  —repuso  Bellatrix—.  ¿Y  que  ignora  a  quién  eres  leal  en
realidad y que todavía confía en ti sin reservas?
—He  interpretado  bien  mi  papel.  Y  pasas  por  alto  el  punto  débil  de
Dumbledore: siempre cree lo mejor de las personas. Cuando empecé a trabajar
para  él,  recién  abandonada  mi  etapa  de  mortífago,  fingí  un  profundo
arrepentimiento  y  él  me  acogió  con  los  brazos  abiertos;  aunque,  como  digo,
siempre me mantuvo alejado de las artes oscuras. Dumbledore ha sido un gran
mago.  Sí,  un  gran  mago.  —Bellatrix  emitió  un  sonido  de  burla—.  Incluso  el
Señor  Tenebroso  lo  reconoce.  Sin  embargo,  me  complace  decir  que  se  está
haciendo  viejo.  El  duelo  con  el  Señor  Tenebroso  del  mes  pasado  lo  ha
debilitado.  Hace  poco  sufrió  una  grave  herida  porque  sus  reflejos  son  más
lentos  que  antes.  Pero  en  todos  estos  años  nunca  ha  dejado  de  confiar  en
Severus Snape, y en eso reside mi gran valor para el Señor Tenebroso.
Bellatrix todavía no estaba satisfecha, aunque al parecer no sabía cuál era la
mejor  forma  de  seguir  atacando  a  Snape.  Aprovechando  su  silencio,  éste  se
dirigió a su hermana.
—Dime, Narcisa, ¿venías a pedirme ayuda?
Ella lo miró con abatimiento.
—Sí,  Severus.  Creo  que  eres  el  único  que  puede  ayudarme,  no  tengo  a
nadie  más  a  quien  acudir.  Lucius  está  en  prisión  y...  —Cerró  los  ojos  y  dos
gruesas  lágrimas  le  resbalaron  por  las  mejillas—.  El  Señor  Tenebroso  me  ha
prohibido  hablar  de  ello  —añadió  sin  abrir  los  ojos—.  No  quiere  que  nadie
conozca el plan. Es... muy secreto, pero...
—Si  te  lo  ha  prohibido,  no  deberías  hablar.  Las  palabras  del  Señor
Tenebroso son ley.
Narcisa  sofocó  un  grito,  como  si  Snape  la  hubiera  rociado  con  agua  fría.
Bellatrix asintió, satisfecha por primera vez.
—¿Lo  ves?  —reprendió  a  su  hermana—.  ¡Hasta  Snape  lo  dice:  te
prohibieron hablar, así que guarda silencio!
Pero  Snape  se  había  acercado  a  la  pequeña  ventana  para  escudriñar  la
desierta  calle.  Luego  volvió  a  correr  las  cortinas  de  un  tirón  y,  dándose  la
vuelta, miró ceñudo a Narcisa.
—Resulta  que  yo  conozco  ese  plan  —dijo  en  voz  baja—.  Soy  uno  de  los
pocos a quienes el Señor Tenebroso se lo  ha contado. No obstante, de no haber
estado yo al corriente del secreto, Narcisa, habrías cometido una grave traición
contra él.
—Ya  imaginé  que  debías  de  saberlo  —repuso  ella  con  cierto  alivio—.  El
confía tanto en ti, Severus...
—¿Tú  conoces  el  plan?  —preguntó  Bellatrix,  cuya  fugaz  satisfacción  se
había trocado en indignación—. ¿Tú lo conoces?
—Así es —confirmó Snape—. Pero ¿qué ayuda necesitas, Narcisa? Si crees
que puedo persuadir al Señor Tenebroso de que cambie de idea, me temo que
tus esperanzas carecen de fundamento.
—Severus —susurró ella mientras las lágrimas seguían resbalándole por las
pálidas mejillas—, mi hijo... mi único hijo...
—Draco  debería  estar  orgulloso  —terció  Bellatrix  con  indiferencia—.  El
Señor Tenebroso está concediéndole un gran honor. Y hay que reconocer que tu
hijo  no  rehúye  cumplir  con  su  deber,  sino  que  parece  alegrarse  de  tener  una
ocasión para demostrar su valía, y está entusiasmado con la idea de...
Narcisa  rompió  a  llorar  con  desconsuelo,  sin  dejar  de  mirar  con  gesto
suplicante a Snape.
—¡Porque tiene dieciséis años y no sabe lo que le espera! ¿Por qué, Severus?
¿Por qué mi hijo? ¡Es demasiado peligroso! ¡Esto es una venganza por el error
de  Lucius,  estoy  segura!  —Snape  no  respondió.  Apartó  la  vista  de  la  llorosa
Narcisa como si sus lágrimas fueran indecorosas, pero no podía fingir que no la
oía—.  Por  eso  ha  escogido  a  Draco,  ¿verdad?  —insistió  ella—.  Para  castigar  a
Lucius.
—Si Draco logra su objetivo —dijo Snape, aún sin mirarla—, alcanzará más
gloria que nadie.
—¡Pero  no  lo  logrará!  —sollozó  Narcisa—.  ¿Cómo  va  a  lograrlo  si  ni
siquiera el Señor Tenebroso...?
Bellatrix soltó un grito ahogado y Narcisa perdió el valor para continuar.
—Sólo quería decir que nadie ha conseguido todavía... Por favor, Severus.
Tú  eres...  tú  siempre  has  sido  el  profesor  predilecto  de  Draco  y  eres  un  viejo
amigo  de  Lucius...  Te  lo  suplico.  Eres  el  favorito  del  Señor  Tenebroso,  su
consejero de mayor confianza. ¿Hablarás con él? ¿Intentarás convencerlo?
—El Señor Tenebroso no se dejará convencer, y yo no soy tan estúpido para
intentarlo  —respondió  Snape  con  rotundidad—.  No  voy  a  negar  que  él  esté
disgustado  con  Lucius,  a  quien  le  habían  asignado  una  misión  pero  se  dejó
capturar, junto con muchos otros. Y por si fuera poco fracasó en su intento de
recuperar  la  profecía.  Sí,  el  Señor  Tenebroso  está  disgustado,  Narcisa,  muy
disgustado.
—¡Entonces tengo razón, ha escogido a Draco para vengarse!  —profirió ella
entre sollozos—. ¡No pretende que mi hijo cumpla su cometido, sólo quiere que
muera en el intento!
Como  Snape  no  respondió,  Narcisa  perdió  el  poco  dominio  de  sí  misma
que conservaba. Se puso en pie, fue tambaleándose hasta Snape y lo agarró por
el cuello de la túnica. Manteniendo la cara muy cerca de la suya y mojándole la
ropa con sus lágrimas, dijo con voz entrecortada:
—Tú  podrías  hacerlo.  Tú  podrías  hacerlo  en  lugar  de  Draco,  Severus.  Lo
conseguirías, claro que lo conseguirías, y él te recompensaría mucho más que a
cualquiera de nosotros...
Snape le sujetó las muñecas y la apartó de sí. Entonces, contemplándole el
rostro anegado en lágrimas, afirmó despacio:
—Creo que quiere que al final lo haga yo. Pero está decidido a que Draco lo
intente primero. Verás, en el caso improbable de que tu hijo lo consiguiese, yo
podría permanecer en Hogwarts un poco más realizando mi labor de espía.
—¡O sea que no le importa que Draco muera!
—El  Señor  Tenebroso  está  muy  enfadado  —repitió  Snape  sin  alterarse—.
No pudo oír la profecía. Sabes tan bien como yo que él no perdona fácilmente,
Narcisa.
La mujer se desplomó a los pies de él y se quedó sollozando en el suelo.
—Mi único hijo... Mi único hijo...
—¡Deberías  sentirte  orgullosa!  —insistió  Bellatrix  sin  piedad—.  ¡Si  yo
tuviera hijos, me alegraría de que entregaran la vida por el Señor Tenebroso!
Narcisa soltó un pequeño grito de desesperación y se tiró del largo y rubio
cabello.  Snape,  agarrándola  por  los  brazos,  la  levantó  del  suelo  y  la  llevó  de
nuevo al sofá. A continuación le sirvió más vino y le puso la copa en la mano.
—Ya basta, Narcisa. Bebe esto. Y escúchame.
La mujer se tranquilizó un poco; temblando, tomó un sorbo de vino que le
goteó por la barbilla.
—Quizá yo pueda... ayudar a Draco.
Narcisa se incorporó, pálida como la cera y con los ojos desorbitados.
—¡Oh,  Severus,  Severus!  ¿Estás  dispuesto  a  ayudarlo?  ¿Lo  v igilarás,  te
encargarás de que no le ocurra nada malo?
—Puedo intentarlo.
Narcisa  lanzó  la  copa,  que  patinó  por  la  mesa  al  mismo  tiempo  que  ella
resbalaba del sofá y, arrodillándose a los pies de Snape, le cogía una mano con
las suyas para besársela.
—Si  tú  lo  proteges,  Severus...  ¿Lo  juras?  ¿Pronunciarás  el  Juramento
Inquebrantable?
—¿El Juramento Inquebrantable?  —repitió Snape con gesto impasible;  sin
embargo, Bellatrix soltó una carcajada de triunfo.
—¿No  lo  has  oído,  Narcisa?  ¡Lo  intentará!  ¡Seguro!  Las  clásicas  palabras
vacías,  la  clásica  ambigüedad...  ¡Pero  porque  lo  ordena  el  Señor  Tenebroso,
desde luego!
Snape  no  miró  a  Bellatrix.  Sus  negros  ojos  estaban  clavados  en  los  de
Narcisa, azules y anegados en lágrimas. Ella seguía sujetándole la mano.
—Claro,  Narcisa,  pronunciaré  el  Juramento  Inquebrantable  —aseguró  él
con calma—. Quizá tu hermana se avenga a ser nuestro Testigo.
Bellatrix se quedó boquiabierta. Snape se agachó hasta arrodillarse frente a
Narcisa y, ante la mirada de asombro de Bellatrix, unió su mano derecha con la
de Narcisa.
—Vas a necesitar tu varita, Bellatrix  —dijo Snape con frialdad. Ella la sacó
con estupefacción—. Y tendrás que acercarte un poco más —añadió.
La  mujer  se  colocó  de  pie  delante  de  ambos  y  puso  la  punta  de  la  varita
sobre las entrelazadas manos.
—¿Juras  vigilar  a  mi  hijo  Draco  mientras  intenta  cumplir  los  deseos  del
Señor Tenebroso, Severus? —preguntó Narcisa.
—Sí, juro —respondió él.
Una  delgada  y  brillante  lengua  de  fuego  salió  de  la  varita  y  se  enroscó
alrededor de las dos manos como un alambre al rojo.
—¿Y juras protegerlo lo mejor que puedas de cualquier daño?
—Sí, juro.
Una segunda lengua de fuego salió de la varita, se entrelazó con la primera
y formó una fina y reluciente cadena.
—Y si es necesario... si crees que Draco va a fracasar... —susurró Narcisa (la
mano de Snape temblaba en la de ella, pero no la retiró)—, ¿juras realizar tú la
tarea que el Señor Tenebroso ha encomendado a mi hijo?
Hubo  un  momento  de  silencio.  Bellatrix  los  observaba  con  los  ojos  muy
abiertos y la varita suspendida sobre las unidas manos.
—Sí, juro.
Un resplandor rojizo iluminó el atónito rostro de Bellatrix al prender una
tercera lengua de fuego que salió disparada de la varita, se enredó con las otras
dos  y  se  cerró  alrededor  de  las  bien  sujetas  manos,  como  una  cuerda  o  una
serpiente ígneas.

3
Reencuentros y noticias

Harry  Potter  roncaba  escandalosamente.  Había  pasado  casi  cuatro  horas
sentado en una silla junto a la ventana de su dormitorio contemplando la oscura
calle, y al final se había quedado dormido con un lado de la cara pegado al frío
cristal, las gafas torcidas y la boca abierta. El resplandor anaranjado de la farola
que  había  frente  a  la  casa  hacía  destellar  la  mancha  de  vaho  que  su  aliento
dejaba en la ventana, y la luz artificial le hacía palidecer el rostro, que parecía el
de un fantasma bajo la mata de desgreñado cabello negro. Había varios objetos
y  bastante  porquería  esparcidos  por  la  habitación:  plumas  de  lechuza,
corazones de manzana y envoltorios de caramelo cubrían el suelo; unos libros
de hechizos entremezclados con una arrugada túnica se hallaban encima de la
cama,  y  sobre  el  escritorio,  en  medio  de  un  charco  de  luz,  un  montón  de
periódicos. El titular de uno de éstos rezaba:
HARRY POTTER: ¿EL ELEGIDO?
Siguen  circulando  rumores  acerca  del  misterioso  altercado  ocurrido
recientemente en el Ministerio de Magia, durante el cual El-que-no-debeser-nombrado fue visto de nuevo.
«No  estamos  autorizados  a  hablar  de  ello,  no  me  pregunten  nada»,
manifestó  ayer  por  la  noche,  al  salir  del  ministerio,  un  nervioso
desmemorizador que se negó a dar su nombre.
No  obstante,  fuentes  contrastadas  del  Ministerio  de  Magia  han
confirmado  que  el  altercado  se  produjo  en  la  legendaria  Sala  de  las
Profecías.
Aunque por ahora los magos portavoces se han negado a confirmar la
existencia de dicho lugar, cada vez un mayor número de miembros de la
comunidad mágica cree que los mortífagos, que en la actualidad cumplen
condena  en  Azkaban  por  entrada  ilegal  y  tentativa  de  robo,  pretendían
robar  una  profecía.  Se  desconoce  la  naturaleza  de  ésta,  pero  se  especula
con  la  posibilidad  de  que  esté  relacionada  con  Harry  Potter,  la  única
persona  que  ha  sobrevivido  a  una  maldición  asesina  y  que  estuvo  en  el
ministerio la noche en cuestión. Hay quienes llegan al extremo de llamar a
Potter «el Elegido», pues creen que la profecía lo señala como el único que
conseguirá librarnos de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Se desconoce el paradero actual de la profecía, si es que existe, aunque
(continúa en página 2, columna 5)
Junto a ese periódico había otro con el siguiente tallar:
SCRIMGEOUR SUSTITUYE A FUDGE
La  mayor  parte  de  la  primera  plana  la  ocupaba  una  gran  fotografía  en
blanco  y  negro  de  un  hombre  con  espesa  melena  de  león  y  el  rostro  muy
castigado. La fotografía se movía: el hombre saludaba con la mano al techo.
Rufus Scrimgeour, antiguo jefe de la Oficina de Aurores del Departamento
de  Seguridad  Mágica,  ha  sustituido  a  Cornelius  Fudge  en  el  cargo  de
ministro de Magia. El nombramiento ha sido  recibido con entusiasmo en
buena  parte  de  la  comunidad  mágica,  aunque  existen  rumores  de
distanciamiento  entre  el  nuevo  ministro  y  Albus  Dumbledore,
recientemente  rehabilitado  como  Jefe  de  Magos  del  Wizengamot.  Estas
diferencias  surgieron horas  después  de  que  Scrimgeour  tomara  posesión
del cargo.
Los representantes de Scrimgeour han admitido que el nuevo ministro
se  reunió  con  Dumbledore  en  cuanto  ocupó  el  puesto  supremo  del
ministerio,  pero  se  han  negado  a  comentar  el  contenido  de  la  reunión.
Como  todo  el  mundo  sabe,  Albus  Dumbledore  (continúa  en  página  3,
columna 2)
A  la  izquierda  de  ese  periódico  había  otro  doblado  que  mostraba  un
artículo titulado «El ministerio garantiza la seguridad de los alumnos».
El  recién  nombrado  ministro  de  Magia,  Rufus  Scrimgeour,  ha  hecho
comentarios  hoy  sobre  las  nuevas  y  duras  medidas  adoptadas  por  su
departamento para garantizar la seguridad de los alumnos que regresarán
al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería este otoño.
«Por razones obvias, el ministerio no puede dar detalles de sus nuevos
y  estrictos  planes  de  seguridad»,  ha  declarado  el  ministro,  pero  una
persona  con  acceso  a  información  confidencial  ha  desvelado  que  esas
medidas  incluyen  hechizos  y  encantamientos  defensivos,  un  complejo
despliegue de contramaldiciones y un pequeño destacamento  de aurores
dedicados de manera exclusiva a la protección del Colegio Hogwarts.
La  mayoría  de  la  comunidad  mágica  parece  satisfecha  con  la  severa
postura  del  ministro  en  relación  con  la  seguridad  de  los  alumnos.  La
señora  Augusta  Longbottom  ha  comentado  a  este  periódico:  «Mi  nieto
Neville, que por cierto es un gran  amigo de Harry Potter, peleó a su lado
contra los mortífagos en el ministerio en el mes de junio y...»
El  resto  del  artículo  estaba  tapado  por  la  gran  jaula  que  le  habían  puesto
encima. Dentro de ésta había una espléndida lechuza, blanca como la nieve, que
recorría imperiosamente la habitación con sus ojos de color ámbar y de vez en
cuando giraba la cabeza para mirar a su dormido amo. En un par de ocasiones
hizo  un  ruidito  seco  con  el  pico,  impaciente,  pero  Harry  dormía  tan
profundamente que no la oyó.
En el centro de la habitación se hallaba un enorme baúl con la tapa abierta,
como expectante; sin embargo, estaba casi vacío: dentro sólo había ropa interior
vieja, caramelos, tinteros gastados y plumas rotas que cubrían el fondo. Cerca
de  él,  en  el  suelo,  había  un  folleto  de  color  morado  con  el  siguiente  texto
impreso:
Distribuido por encargo del Ministerio de Magia
CÓMO PROTEGER SU HOGAR Y A SU FAMILIA
CONTRA LAS FUERZAS OSCURAS
La  comunidad  mágica  se  halla  en  la  actualidad  bajo  la  amenaza  de
una  organización  compuesta  por  los  llamados  «mortífagos».  El
cumplimiento  de  las  sencillas  pautas  de  seguridad  que  se  enumeran  a
continuación lo ayudará a proteger de ataques a su familia y su hogar.
1.  Se recomienda que no salga solo de su casa.
2.  Se aconseja tener especial cuidado durante la noche. Siempre que sea
posible,  procure  terminar  sus  desplazamientos  antes  de  que  haya
oscurecido.
3.  Repase las disposiciones de seguridad de su vivienda y asegúrese de
que  todos  los  miembros  de  la  familia  conocen  medidas  de
emergencia, como los encantamientos escudo y  desilusionador, y, en
caso  de  que  en  la  familia  haya  menores  de  edad,  la  Aparición
Conjunta.
4.  Prepare  contraseñas  de  seguridad  con  familiares  y  amigos  íntimos
para  detectar  a  mortífagos  que  pudieran  suplantarlos  utilizando  la
Poción Multijugos (véase pág. 2).
5.  Si  advierte  que  un  familiar,  colega,  amigo o  vecino  se  comporta de
forma  extraña,  póngase  en  contacto  de  inmediato  con  el  Grupo  de
Operaciones  Mágicas  Especiales,  pues  esa  persona  podría
encontrarse bajo la maldición imperius (véase pág. 4).
6.  Si  aparece  la  Marca  Tenebrosa  encima  de  una  vivienda  u  otro
edificio,  NO  ENTRE.  Póngase  en  contacto  de  inmediato  con  la
Oficina de Aurores.
7.  Ha  habido  indicios  no  confirmados  de  que  los  mortífagos  podrían
estar utilizando inferi (véase pág. 10). Todo encuentro o detección de
un inferius debe ser INMEDIATAMENTE comunicado al ministerio.
Harry  gruñó  en  sueños  y  la  cara  le  resbaló  un  par  de  centímetros  por  el
cristal de la ventana, con lo que las gafas le quedaron aún más torcidas, pero no
se despertó. Un reloj que él había reparado años atrás hacía tictac en el alféizar
de  la  ventana  y  marcaba  las  once  menos  un  minuto.  A  su  lado,  sujeto  por  la
relajada mano del muchacho, se encontraba un trozo de pergamino cubierto con
una caligrafía pulcra y estilizada. Había leído esa carta tantas veces desde que la
recibiera  —hacía tres días—  que, aunque había llegado enrollada formando un
apretado canuto, estaba completamente aplanada.
Querido Harry:
Si te parece bien, iré al  número 4 de Privet Drive el próximo viernes a  las
once  en  punto  de  la  noche  para  acompañarte  a  La  Madriguera,  donde  le  han
invitado a pasar el resto de las vacaciones escolares.
Si estás de acuerdo,  agradecería tu ayuda para  un asunto que espero poder
resolver de camino hacia allí. Te lo explicaré con más detalle cuando te vea.
Por  favor,  envíame  tu  respuesta  con  esta  misma  lechuza.  Hasta  el  próximo
viernes.
Atentamente,
Albus Dumbledore
Harry se había apostado junto a la ventana de su dormitorio (por donde se
veían  bastante  bien  los  dos  extremos  de  Privet  Drive)  y  desde  las  siete  de  la
tarde le lanzaba miradas a la misiva cada pocos minutos, a pesar de que se la
sabía de memoria. Era consciente de que no tenía sentido seguir releyendo las
palabras de Dumbledore, a quien había enviado una respuesta afirmativa con la
misma  lechuza,  como  requería  su  remitente,  y  lo  único  que  podía  hacer  era
esperar: Dumbledore llegaría o no llegaría.
Sin embargo, no había preparado el equipaje. Parecía imposible que fueran
a  rescatarlo  de  los  Dursley  cuando  sólo  llevaba  dos  semanas  con  ellos.  No
conseguía librarse del presentimiento de que algo iba a salir mal: su respuesta
quizá se había perdido, o Dumbledore no podría ir a recogerlo, o tal vez éste ni
siquiera había escrito la carta y se trataba de un truco, una broma o una trampa.
Por eso no había querido hacer el equipaje para luego llevarse un chasco y tener
que  vaciar  el  baúl.  La  única  concesión  que  había  hecho  a  la  posibilidad  de
emprender un viaje era encerrar a su blanca lechuza, Hedwig, en la jaula.
El minutero del reloj llegó al número doce y la farola que había enfrente de
la ventana se apagó.
Harry despertó como si la repentina oscuridad fuera una señal de alarma.
Se enderezó las gafas, despegó la mejilla del cristal y apretó la nariz contra la
ventana para escudriñar la acera. Una alta figura ataviada con  una capa larga y
ondeante se acercaba por el sendero del jardín.
El  muchacho  se  puso  en  pie  de  un  brinco,  como  impulsado  por  una
descarga eléctrica; derribó la silla y empezó a recoger del suelo todo lo que tenía
a su alcance y a arrojarlo hacia el baúl. Acababa de lanzar una túnica, dos libros
de hechizos y una bolsa de patatas fritas cuando sonó el timbre de la puerta.
Abajo, en el salón, tío Vernon gritó:
—¿Quién diantre será a estas horas de la noche?
Harry se quedó inmóvil con un telescopio de latón en una mano y un par
de zapatillas de deporte en la otra. Se le había olvidado avisar a los Dursley de
que  quizá  Dumbledore  se  presentaría.  Muy  nervioso,  y  por  eso  mismo
aguantándose  la  risa,  saltó  y  abrió  de  un  tirón  la  puerta  de  su  dormitorio.
Entonces  oyó  una  voz  grave  que  decía:  «Buenas  noches.  Usted  debe  de  ser el
señor Dursley. Supongo que Harry le habrá dicho que vendría a recogerlo.»
Corrió escaleras abajo, saltando los peldaños de dos en dos, pero a un par
de  metros  del  final  se  paró  en  seco,  pues  la  experiencia  le  había  enseñado  a
mantenerse fuera del alcance de la mano de su tío siempre que pudiese. En  el
umbral había un hombre alto y delgado, de barba y cabello plateados hasta la
cintura;  llevaba  unas  gafas  de  media  luna  apoyadas  en  la  torcida  nariz  e  iba
ataviado con una larga capa de viaje negra y un sombrero puntiagudo. Vernon
Dursley, vestido con un  batín morado y cuyo bigote era casi tan poblado como
el  de  Dumbledore  —aunque  todavía  negro—,  miraba  de  hito  en  hito  a  su
visitante, como si no diera crédito a sus diminutos ojos.
—A juzgar por su expresión de asombro e incredulidad, diría que Harry no
le  advirtió  de  mi  llegada  —rectificó  Dumbledore  con  simpatía—.  Aun  así,
supongamos que usted me ha invitado amablemente a entrar en su casa. No es
aconsejable entretenerse en los umbrales en estos tiempos difíciles.  —Entró con
elegancia y cerró la puerta detrás de sí—. Ha pasado mucho tiempo desde mi
anterior visita —comentó escrutando a tío Vernon—. Permítame decirle que sus
agapantos están creciendo muy bien. Son plantas magníficas.
Vernon  Dursley  permanecía  mudo.  Harry  sabía  que  su  tío  recobraría  el
habla,  y muy pronto (la palpitante vena de su sien estaba alcanzando el punto
de  peligro),  pero,  al  parecer,  Dumbledore  tenía  algo  que  lo  había  dejado
temporalmente sin respiración. Quizá se debía a su notorio aspecto de mago, o
porque  hasta  tío  Vernon  se  daba  cuenta  de  que  se  hallaba  ante  un  hombre  a
quien difícilmente podría intimidar.
—¡Ah, Harry, buenas noches! —dijo Dumbledore mirándolo a través de sus
gafas con expresión radiante—. Excelente, excelente.
Al parecer, esas palabras provocaron a tío Vernon. Era  evidente que, en su
opinión, cualquiera que mirara a Harry y dijera «excelente» tenía que  ser por
fuerza una persona con la que él nunca estaría de acuerdo.
—No quisiera parecer maleducado... —empezó con un tono que cargaba de
grosería cada sílaba.
—Y  sin  embargo,  lamentablemente,  los  casos  de  mala  educación
involuntaria se producen con una frecuencia alarmante  —lo cortó Dumbledore
con  gravedad—.  A  veces  resulta  mejor  no  decir  nada,  amigo  mío.  ¡Ah,  y  ésta
debe de ser Petunia!
La puerta de la cocina se había abierto y allí estaba plantada la tía de Harry,
con sus guantes de goma y su bata de estar por casa encima del camisón; era
evidente que estaba en plena limpieza de las superficies de la cocina, una tarea
que realizaba todos los días antes de acostarse.  Su cara de caballo no revelaba
otra cosa que conmoción.
—Albus Dumbledore  —se presentó Dumbledore al ver que tío Vernon no
reaccionaba—. Nos hemos escrito, ¿no es así?  —Harry lo consideró una extraña
manera  de  recordarle  a  tía  Petunia  que  en  una  ocasión  le  había  enviado  una
carta  explosiva,  pero  ella  no  se  dio  por  aludida—.  Y  ése  debe  de  ser  su  hijo
Dudley, ¿verdad?
Este acababa de asomarse a la puerta del salón. Su enorme y rubia cabeza
emergiendo  del  cuello  del  pijama  a  rayas  parecía  incorpórea,  y  tenía  la  boca
abierta  en  un  asustado  gesto  de  asombro. Dumbledore  esperó  unos  instantes,
tal  vez  para  ver  si  alguno  de  los  Dursley  pensaba  decir  algo,  pero  como  el
silencio se prolongaba, sonrió y preguntó:
—¿Qué les parece si suponemos que me han invitado a entrar en el salón?
Dudley  se  apartó  como  pudo  cuando  el  anciano  mago  pasó  por  su  lado.
Harry, que todavía sostenía el telescopio y las zapatillas, salvó de un salto los
pocos peldaños que quedaban hasta el suelo y lo siguió. Dumbledore se sentó
en la butaca más cercana al fuego y contempló el salón con gesto de benévolo
interés. Parecía completamente fuera de lugar.
—¿No... no nos vamos, señor? —preguntó Harry con ansiedad.
—Sí, claro que sí, pero antes tenemos que hablar de varias cosas. Y prefiero
no hacerlo  al aire libre. Sólo abusaremos un poco más de la hospitalidad de tus
tíos.
—¿En serio?  —preguntó Vernon Dursley, entrando en el salón; Petunia iba
a su lado y Dudley detrás de ambos, intentando pasar inadvertido.
—Sí  —confirmó  Dumbledore  con  naturalidad—.  Así  es.  —Sacó  su  varita
mágica tan deprisa que Harry apenas la vio y la hizo cimbrar rápidamente. El
sofá  salió  despedido  y  golpeó  las  corvas  de  los  tres  Dursley,  que  cayeron
sentados  en  él.  Con  otra  sacudida  de  la  varita,  el  sofá  retrocedió  hasta  su
posición  original—.  Más  vale  que  se  pongan  cómodos  —añadió  el  mago  con
gentileza.
Cuando Dumbledore se guardó la varita en el bolsillo, Harry se fijó en que
tenía la mano ennegrecida y apergaminada; daba la impresión de que la carne
se le había consumido.
—Señor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Luego,  Harry  —lo  interrumpió—.  Siéntate,  por  favor.  —El  muchacho
ocupó  la  butaca  que  quedaba  y  decidió  no  mirar  a  los  Dursley,  que  parecían
víctimas  de  un  hechizo  aturdidor—.  Lo  lógico  sería  suponer  que  iban  a
ofrecerme un refrigerio  —le dijo Dumbledore a tío Vernon—, pero, por lo visto
hasta ahora, eso denotaría un optimismo rayano en el idealismo.
Con una tercera sacudida de la varita, materializó una polvorienta botella y
cinco copas. La botella se inclinó y vertió una generosa medida de un líquido
color  miel  en  las  copas,  que  a  continuación  levitaron  hasta  cada  uno  de  los
presentes.
—El hidromiel más delicioso de la señora Rosmerta, envejecido en roble  —
dijo  Dumbledore  alzando  su  copa  hacia  Harry,  que  cogió  la  suya  y  bebió  un
pequeño  sorbo.  Nunca  había  probado  nada  parecido,  pero  le  encantó.  Los
Dursley, tras intercambiar fugaces y asustadas miradas, intentaron ignorar sus
copas, aunque era toda una hazaña, pues éstas no cesaban de darles golpecitos
en  la  cabeza.  Harry  sospechaba  que  Dumbledore  estaba  disfrutando  de  lo
lindo—. Bueno, Harry —dijo el director de Hogwarts volviéndose hacia él—, ha
surgido  una  dificultad  que  espero  seas  capaz  de  resolver  para  nosotros.  Y
cuando digo «nosotros» me refiero a la Orden del Fénix. Pero, antes que nada,
debo decirte que hace una semana encontraron el testamento de  Sirius  y te ha
dejado todas sus posesiones.
Tío Vernon giró la cabeza para mirarlo, pero Harry no lo miró y tampoco se
le ocurrió nada que decir, salvo:
—¡Ah, vale!
—Esto,  en  general,  resulta  bastante  sencillo  —prosiguió  Dumbledore—.
Añades una considerable cantidad de oro a la cuenta que tienes en Gringotts y
heredas  todos  los  bienes  de  Sirius.  La  parte  ligeramente  problemática  del
legado...
—¿Ha  muerto  su  padrino?  —preguntó  tío  Vernon  desde  el  sofá.
Dumbledore y Harry se volvieron hacia él. La copa de hidromiel golpeaba con
insistencia  un  lado  de  la  cabeza  de  Vernon,  que  intentaba  apartarla—.  ¿Ha
muerto? ¿Su padrino?
—Sí —confirmó Dumbledore, pero no le preguntó a Harry por  qué no se lo
había  contado  a  los  Dursley—.  El  problema  —continuó,  mirando de  nuevo  al
muchacho  como  si  no  se  hubiera  producido  ninguna  interrupción—  es  que
Sirius también te ha dejado el número 12 de Grimmauld Place.
—¿Que  ha  heredado  una  casa?  —se  extrañó  tío  Vernon  con  avaricia,
entrecerrando sus pequeños ojos; pero nadie le contestó.
—Pueden  seguir  usándola  como  cuartel  general  —dijo  Harry—.  No  me
importa. Que se la queden; en realidad no la quiero.
Prefería  no  volver  a  poner  los  pies  allí.  Se  imaginaba  que  el  espíritu  de
Sirius  habitaría eternamente la casa y que rondaría por sus oscuras y mohosas
habitaciones,  solo  y  atrapado  para  siempre  en  el  sitio  del  que  tanto  había
deseado salir en vida.
—Eres  muy  generoso  —repuso  Dumbledore—.  Sin  embargo,  hemos
desalojado temporalmente el edificio.
—¿Por qué?
—Verás —respondió sin hacer caso de las quejas de tío Vernon, a quien la
perseverante  copa  seguía  aporreando  la  cabeza—,  la  tradición  de  la  familia
Black  establece  que  la  casa  se  transmita  por  línea  directa  al  siguiente  varón
apellidado  Black.  Sirius  era  el  último;  su  hermano  menor,  Regulus,  falleció
antes que él, y ninguno de los dos tuvo hijos. Aunque el testamento deja muy
claro que tu padrino quería que te quedaras con la casa, cabe la posibilidad de
que  haya  en  ella  algún  hechizo  o  sortilegio  para  asegurar  que  sólo  pueda
poseerla un sangre limpia.
Harry  evocó  fugazmente  una  vivida  imagen  del  alborotador  retrato  de  la
madre de Sirius, colgado en el recibidor de Grimmauld Place.
—No me extrañaría —coincidió.
—A mí tampoco  —asintió Dumbledore—. Y si existe ese sortilegio, lo más
probable es que la vivienda pase al pariente vivo de  Sirius  de más edad, que es
su prima Bellatrix Lestrange.
Harry se puso en pie de un brinco, haciendo caer al suelo el telescopio y las
zapatillas que descansaban sobre su regazo. ¿Que la asesina de  Sirius, Bellatrix
Lestrange, heredaría su casa?
—¡No! —gritó.
Bueno, es evidente que nosotros también preferiríamos que no la tuviera —
explicó  Dumbledore  con  calma—.  La  situación  plantea  un  sinfín  de
complicaciones. No sabemos, por ejemplo, si los sortilegios que le hemos hecho
a la casa para que no se descubra su ubicación seguirán funcionando ahora que
Sirius  ya  no  es  el  propietario.  Bellatrix  podría  presentarse  en  la  vivienda  en
cualquier  momento.  Como  es  lógico,  hemos  decidido  abandonar  el  edificio
hasta que se aclaren todas las cuestiones.
—Pero ¿cómo van a averiguar si se me permite ser el nuevo propietario?
—Por fortuna, existe una sencilla manera de comprobarlo.
Dejó su copa vacía en una mesita que había junto a la butaca, pero, antes de
que pudiera hacer nada más, tío Vernon exclamó:
—¿Quiere hacer el favor de quitarnos de encima estas malditas copas?
Harry  vio  a  los  tres  Dursley  protegiéndose  la  cabeza  con  los  brazos
mientras las  copas  les propinaban fuertes golpes en el cráneo y salpicaban su
contenido por todas partes.
—¡Ay, lo siento mucho!  —se disculpó Dumbledore, y volvió a levantar su
varita. Las tres copas se desvanecieron—. Pero habría sido de mejor educación
bebérselo.
Dio  la  impresión  de  que  tío  Vernon  reprimía  un  montón  de  furibundas
réplicas, pero se limitó a encogerse entre los cojines con tía Petunia y Dudley,
sin apartar sus ojillos porcinos de la varita de Dumbledore.
—Verás  —prosiguió  Dumbledore,  mirando  de  nuevo  a  Harry  y  como  si
Vernon  no  hubiera  intervenido  en  la  conversación—,  si  resulta  que  has
heredado la casa, también habrás heredado...
Agitó la varita por quinta vez. Se oyó un fuerte «¡crac!» y apareció un elfo
doméstico con una narizota similar a un hocico, enormes orejas de murciélago y
unos grandes ojos inyectados en sangre; en cuclillas encima de la alfombra de
pelo  largo  de  los  Dursley,  iba  ataviado  con  mugrientos  harapos.  Tía  Petunia
soltó un espeluznante chillido; en su casa jamás había entrado una criatura  tan
asquerosa  como  ésa.  Dudley,  que  estaba  descalzo,  levantó  sus  grandes  y
rosados  pies  del  suelo  y  los  mantuvo  en  alto,  como  si  creyera  que  aquella
criatura podría trepar por los pantalones de su pijama. Tío Vernon bramó:
—¿Qué demonios es eso?
—...a Kreacher —terminó Dumbledore.
—¡Kreacher no quiere, Kreacher no quiere, Kreacher no quiere!  —protestó
el  elfo  doméstico  con  voz  ronca  y  casi  tan  atronadora  como  la  de  Vernon,  al
mismo tiempo que daba fuertes pisotones con sus largos y deformes pies y se
tiraba de las orejas—. Kreacher es de la señorita Bellatrix, sí señor, Kreacher es
de los Black, Kreacher quiere a su nueva ama, Kreacher no se irá con el mocoso
Potter, Kreacher no quiere, no quiere, no quiere.
—Como  ves,  Harry  —continuó  Dumbledore,  elevando  la  voz  para
superponerse  a  los  gritos  del  elfo—,  Kreacher  muestra  cierta  reticencia  a  que
seas su amo.
—No me importa —repitió Harry mirando con desprecio al elfo doméstico,
que no paraba de retorcerse y dar pisotones—. No lo quiero.
—No quiere, no quiere, no quiere...
—¿Prefieres  que  pase  a  ser  propiedad  de  Bellatrix  Lestrange?  ¿Tienes  en
cuenta que ha estado un año entero en el cuartel general de la Orden del Fénix?
—No quiere, no quiere, no quiere...
Harry miró a Dumbledore. Sabía que no debían permitir que Kreacher se
fuera  a  vivir  con  Bellatrix  Lestrange,  pero  le  repugnaba  la  idea  de  ser  su
propietario, de ser el responsable de la criatura que había traicionado a Sirius.
—Dale  una  orden  —propuso  Dumbledore—.  Si  te  pertenece,  tendrá  que
obedecerte. Si no, habrá que pensar en otra manera de mantenerlo alejado de su
legítima propietaria.
—¡No quiere, no quiere, no quiere, NO QUIERE!
Kreacher gritaba a pleno pulmón y a Harry sólo se le ocurrió decir:
—¡Cállate, Kreacher!
Por  un  momento  pareció  que  éste  iba  a  asfixiarse.  Se  agarró  el  cuello
mientras seguía moviendo la boca con furia; los ojos se le salían de las órbitas.
Después  de  tragar  varias  veces  saliva  con  grandes  aspavientos,  se  tiró  boca
abajo  sobre  la  alfombra  (tía  Petunia  soltó  un  gemido)  y  se  puso  a  golpear  el
suelo con pies y manos, entregándose a una violenta pero silenciosa pataleta.
—Bueno,  eso  simplifica  las  cosas  —observó  Dumbledore  con  buen
humor—. Por lo visto,  Sirius  sabía lo que hacía. Eres el  legítimo heredero del
número 12 de Grimmauld Place y de Kreacher.
—¿Tengo que... quedarme con él? —preguntó Harry, horrorizado, mientras
el elfo doméstico se retorcía a sus pies.
—Si no quieres, no —contestó el mago—. Y si me permites una sugerencia,
podrías enviarlo a trabajar en las cocinas de Hogwarts. De ese modo, los otros
elfos domésticos lo vigilarían.
—Sí  —dijo  Harry  con  alivio—,  sí,  eso  haré.  Hum...  Kreacher,  quiero  que
vayas a Hogwarts y trabajes en las cocinas con los otros elfos domésticos.
Kreacher, que se había quedado tumbado de espaldas con los brazos y las
piernas en el aire, miró a Harry con profundo odio y, con otro fuerte «¡crac!»,
desapareció.
—Muy  bien  —prosiguió  Dumbledore—.  También  hay  que  resolver  el
asunto  del  hipogrifo,  Buckbeak.  Hagrid  lo  ha  cuidado  desde  que  murió  Sirius,
pero ahora es tuyo, así que si prefieres disponer otra cosa...
—No —respondió Harry—, puede quedarse con Hagrid. Creo que Buckbeak
lo preferirá.
—Hagrid  estará  encantado  —asintió  Dumbledore  sonriendo—.  Se  alegró
mucho  de  volver  a  verlo.  Por  cierto,  decidimos,  por  la  propia  seguridad  del
hipogrifo,  cambiarle  el  nombre  y  de  momento  llamarlo  Witherwings,  aunque
dudo  mucho  que  el  ministerio  llegue  a  sospechar  jamás  que  es  el  mismo
hipogrifo  que  una  vez  condenaron  a  muerte.  Y  ahora,  Harry,  ¿tienes  el  baúl
preparado?
—Hum...
—¿Dudabas que fuera a venir? —inquirió el mago con sagacidad.
—Subo un momento y... vuelvo enseguida  —contestó Harry, y se apresuró
a recoger el telescopio y las zapatillas.
Tardó poco más de diez minutos en reunir todo lo que necesitaba; por fin,
consiguió rescatar su capa invisible de debajo de la cama, enroscar el tapón del
tarro de tinta pluricolor y cerrar la tapa del baúl con el caldero dentro. Luego,
tirando del baúl con una mano y sujetando con la otra la jaula de Hedwig, bajó la
escalera.
Se llevó un chasco al ver que Dumbledore no lo esperaba en el recibidor, lo
cual significaba que tenía que volver al salón.
Nadie  decía  nada.  El  anciano  profesor  tarareaba  con  la  boca  cerrada;  al
parecer  se  sentía  a  gusto  y  relajado,  pero  la  atmósfera  habría  podido  cortarse
con un cuchillo. Harry no se atrevió a mirar a los Dursley cuando anunció:
—Ya estoy listo, profesor.
—Estupendo  —repuso  éste—.  Sólo  una  cosa  más  —añadió,  y  se  volvió
hacia  los  Dursley—.  Como  sin  duda  sabrán,  Harry  alcanzará  la  mayoría  de
edad dentro de un año...
—¡No! —saltó tía Petunia, que hablaba por primera vez desde la llegada de
Dumbledore.
—¿Cómo dice? —preguntó Dumbledore con educación.
—Se  equivoca.  Harry  tiene  un  mes  menos  que  Dudley  y  Dudders  no
cumple los dieciocho hasta dentro de dos años.
—¡Ah!  —dijo  Dumbledore  con  tono  afable—.  Pero  en  el  mundo  mágico
alcanzamos la mayoría de edad a los diecisiete.
Tío Vernon murmuró: «¡Qué ridiculez!», pero Dumbledore no le hizo caso.
—Bien,  como  ya  saben,  el  mago  llamado  lord  Voldemort  ha  regresado  a
este país. La comunidad mágica se encuentra en una situación de guerra abierta
y Harry, a  quien Voldemort ya ha intentado matar en diversas ocasiones, corre
mayor peligro ahora que el día en que lo dejé frente a la puerta de esta casa,
hace quince años, con una carta que explicaba cómo habían muerto sus padres y
expresaba mis deseos de que ustedes lo cuidaran como si fuera un hijo propio.
—Hizo una pausa, y aunque su voz seguía suave y sosegada y no daba señales
de enfado, Harry percibió que el  anciano emanaba una especie de frialdad y se
fijó  en  que  los  Dursley  se  juntaban  un  poco  más  unos  a  otros—. Pero  no  han
hecho lo que les pedí. Nunca han tratado a Harry como a un hijo. Con ustedes,
él no ha conocido otra cosa que el abandono y, muchas veces, la crueldad. Lo
mejor que se puede decir es que al menos se ha librado de los atroces perjuicios
que  le  han  ocasionado  al  desafortunado  muchacho  que  está  sentado  entre
ustedes.
Petunia y Vernon giraron la cabeza de forma instintiva, como si esperaran
ver a una persona que no fuera Dudley, apretujado entre ellos.
—¿Que nosotros hemos... tratado mal a Dudders? ¿Qué está...?  —empezó
tío Vernon, furioso; pero Dumbledore levantó un dedo índice pidiendo silencio,
un  silencio  que  se  hizo  de  inmediato,  como  si  hubiera  hecho  enmudecer  a
Vernon.
—Gracias  a  la  magia  que  realicé  hace  quince  años,  Harry  goza  de  una
poderosa protección mientras esta casa sea su hogar. Por muy desdichado que
se haya sentido aquí, por mucho que le hayan demostrado que estaba de más,
por  muy mal que lo hayan tratado, al menos lo han tenido con ustedes, aunque
a  regañadientes.  Esa  magia  dejará  de  funcionar  tan  pronto  Harry  cumpla
diecisiete años; dicho  de otro modo, en cuanto se convierta en un adulto. Así
pues, sólo les pido esto: que le  permitan regresar una vez más a esta casa antes
de  su  decimoséptimo  cumpleaños,  con  lo  que  seguirá  beneficiándose  de
protección hasta ese momento.
Ninguno de los Dursley abrió la boca. Dudley tenía el entrecejo ligeramente
fruncido, como si intentase recordar cuándo habían maltratado a su primo, tío
Vernon  parecía  atragantado  con  algo,  y  tía  Petunia  presentaba  un  extraño
rubor.
—Bueno, Harry... Es hora de marcharnos —anunció Dumbledore, al tiempo
que se levantaba y se arreglaba la larga capa negra—. Hasta la próxima —dijo a
los Dursley, que pusieron cara de que, por ellos, ese momento podía retrasarse
eternamente;  y,  tras  quitarse  el  sombrero,  salió  de  la  habitación  con  paso
majestuoso.
—Adiós  —les dijo Harry a los Dursley de pasada, y siguió a Dumbledore,
que se detuvo al lado del baúl, sobre el que estaba la jaula de Hedwig.
—Ahora  no  nos  interesa  cargar  con  esto  —resolvió,  y  volvió  a  sacar  su
varita—.  Lo  enviaré  a  La  Madriguera.  Pero  me  gustaría  que  cogieras  tu  capa
invisible, por si acaso.
El  muchacho  extrajo  la  capa  con  cierta  dificultad,  procurando  que
Dumbledore no viera el desorden que había dentro. Cuando se la hubo metido
en el bolsillo interior de la cazadora, el mago sacudió la varita y el baúl, la jaula
y  Hedwig  se  esfumaron.  Volvió  a  agitarla  y  la  puerta  de  la  calle  se  abrió.  La
noche era fría y neblinosa.
—Y ahora, Harry, adentrémonos en la oscuridad y vayamos en busca de la
aventura, esa caprichosa seductora.

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