J. K. ROWLING
Harry Potter y el Príncipe Mestizo
Título original: Harry Potter and the Half Blood Prince
Traducción: Gemma Rovira Ortega
Ilustración: © Dolores Avedaño, 2006
Copyright © J.K. Rowling, 2005
Copyright © Ediciones Salamandra, 2006
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S. A.
Almogàvers, 56, 7º 2ª – 08018 Barcelona – Tel. 93 215 11 99
www.salamandra.info
ISBN: 84-7888-990-6
Depósito legal: NA-2.836-2005
1ª edición, febrero de 2006
Printed in Spain
Impreso y encuadernado en:
RODESA – Pol. Ind. San Miguel. Villatuerta (Navarra)
para mi preciosa hija Mackenzie,
este hermano gemelo de tinta y papel
Traducción: Gemma Rovira Ortega
Ilustración: © Dolores Avedaño, 2006
Copyright © J.K. Rowling, 2005
Copyright © Ediciones Salamandra, 2006
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S. A.
Almogàvers, 56, 7º 2ª – 08018 Barcelona – Tel. 93 215 11 99
www.salamandra.info
ISBN: 84-7888-990-6
Depósito legal: NA-2.836-2005
1ª edición, febrero de 2006
Printed in Spain
Impreso y encuadernado en:
RODESA – Pol. Ind. San Miguel. Villatuerta (Navarra)
para mi preciosa hija Mackenzie,
este hermano gemelo de tinta y papel
1
El otro ministro
Faltaba poco para la medianoche. El primer ministro estaba sentado a solas en
su despacho, leyendo un largo memorándum que se le colaba en el cerebro sin
dejarle el más leve rastro de significado. Esperaba la llamada del presidente de
un lejano país, y, mientras se preguntaba cuándo la haría el muy condenado,
intentaba borrar los desagradables recuerdos de una larga, agotadora y difícil
semana, por lo que en la cabeza no le quedaba sitio para otra cosa. Cuanto más
empeño ponía en concentrarse en el escrito que tenía ante sus ojos, más
nítidamente veía las caras de regodeo de sus rivales políticos. Ese mismo día, su
principal adversario había aparecido en el telediario y no se había contentado
con enumerar los espantosos sucesos ocurridos esa semana (como si alguien
necesitara que se los recordaran), sino que también había expuesto sus razones
para culpar de todo al Gobierno.
Al primer ministro se le aceleró el pulso al pensar en esas acusaciones,
porque no eran justas ni ciertas. ¿Cómo querían que el Gobierno impidiera que
el puente se derrumbase? Era indignante que alguien insinuara que no
invertían suficiente dinero en obras públicas. El puente en cuestión tenía menos
de diez años, y ni los mejores expertos podían explicar por qué se había partido
por la mitad, provocando que docenas de coches se despeñasen a las
profundidades del río. ¿Y cómo se atrevían a insinuar que la escasa vigilancia
policial había facilitado los dos horribles asesinatos aireados por los medios de
comunicación? ¿O que el Gobierno debería haber previsto de alguna manera el
inusitado huracán del West Country, con su larga lista de víctimas y daños
materiales? ¿También era por su culpa que uno de sus subsecretarios, Herbert
Chorley, hubiese acabado de patitas en la calle por haber escogido esa semana
para comportarse de un modo tan extraño?
«En el país se respira un ambiente de desastre», había concluido el
adversario sin disimular una ancha sonrisa.
Por desgracia, esa afirmación era cierta. El primer ministro también lo
notaba: la gente parecía más triste de lo habitual y el clima era deprimente;
aquella fría neblina en pleno julio no encajaba, no era normal.
Pasó a la segunda hoja del memorándum, vio que todavía le quedaba
mucho por leer y lo dejó por imposible. Estiró los brazos para desperezarse
mientras contemplaba su despacho con tristeza. Era una habitación elegante con
una magnífica chimenea de mármol enfrente de las altas ventanas de guillotina,
bien cerradas para que no entrara aquel frío impropio de la estación. Al notar
un ligero temblor, se levantó y se acercó a las ventanas para observar la tenue
neblina que se pegaba a los cristales. En ese momento, mientras se hallaba de
espaldas a la habitación, oyó una débil tos detrás de él.
Se quedó paralizado, con la nariz pegada a su asustado reflejo en el oscuro
cristal. Conocía esa tos; no era la primera vez que la oía. Se dio la vuelta poco a
poco hacia el vacío despacho.
—¿Hola? —dijo, intentando mostrarse más valiente de lo que en realidad se
sentía.
Por un instante concibió la imposible esperanza de que nadie le contestara.
Sin embargo, una voz respondió de inmediato; una voz clara y resuelta, propia
de alguien que lee una declaración redactada de antemano. Tal como
sospechara al oír la tos, procedía del pequeño y desvaído retrato al óleo de
aquel hombrecillo con aspecto de rana y larga peluca plateada, colgado en un
rincón de la habitación.
—Para el primer ministro de los muggles. Solicito reunión urgente. Por
favor, responda cuanto antes. Atentamente, Fudge. —El individuo del cuadro
miró con gesto inquisitivo a su interlocutor.
—Es que... —dijo éste—. Mire, ahora estoy ocupado. Espero una llamada,
¿sabe? Del presidente de...
—Eso se puede arreglar —lo interrumpió el personaje del retrato.
El primer ministro torció el gesto. Ya se temía algo parecido.
—Verá, es que necesito hablar...
—Nos encargaremos de que a ese presidente se le olvide telefonear. Se
pondrá en contacto con usted mañana por la noche en lugar de hoy —le cortó el
hombrecillo—. Tenga la amabilidad de responder de inmediato al señor Fudge.
—Yo... hum... bueno —concedió sin convicción—. De acuerdo, me reuniré
con Fudge.
Regresó apresuradamente a su mesa arreglándose el nudo de la corbata.
Apenas había tenido tiempo de sentarse y adoptar una expresión relajada e
impertérrita, cuando unas brillantes llamas verdosas prendieron en la
chimenea. Intentando disimular cualquier indicio de sorpresa o alarma, vio
cómo un corpulento individuo aparecía entre ellas girando sobre sí mismo
como una peonza. Pasados unos segundos, salió de la chimenea gateando y se
incorporó sobre la lujosa alfombra antigua, al tiempo que se sacudía ceniza de
una larga capa de raya diplomática y sostenía un bombín verde lima con la otra
mano.
—Primer ministro —lo saludó Cornelius Fudge avanzando con paso firme
y la mano tendida—, me alegro de volver a verlo.
El primer ministro no podía devolver el cumplido sin mentir, de modo que
no dijo nada. No se alegraba lo más mínimo de ver a Fudge, cuyas ocasionales
apariciones, además de resultar sumamente alarmantes, solían depararle alguna
noticia nefasta. Por si fuera poco, Funge parecía agobiado por las
preocupaciones. Se lo veía más delgado, calvo y canoso, y tenía la cara surcada
de arrugas. El primer ministro ya había visto ese aspecto en otros políticos, y
nunca auguraba nada bueno.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó estrechándole la mano con
brevedad, y le señaló la dura silla que había delante de su mesa.
—No sé por dónde empezar —masculló Fudge mientras arrastraba la silla;
luego se sentó y colocó el bombín verde sobre las rodillas—. ¡Qué semanita!
—¿Usted también ha tenido una mala semana? —repuso el primer ministro
con fría formalidad, dándole a entender que ya tenía bastantes problemas y no
necesitaba los de él.
—Sí, claro —contestó Fudge frotándose los ojos con gesto de cansancio, y lo
miró con aire taciturno—. Tan mala como la suya, primer ministro. El puente de
Brockdale, los asesinatos de Bones y Vance... Por no mencionar la catástrofe del
West Country.
—Usted... su... quiero decir... ¿Ha sido alguien de los de...? ¿Tiene algo que
ver su gente con esos acontecimientos?
Fudge le lanzó una severa mirada y repuso:
—Por supuesto que tiene algo que ver. Supongo que se habrá dado cuenta
de lo que está pasando, ¿no?
—Yo... —vaciló.
Ese tipo de comportamiento era lo que más le desagradaba de las visitas de
Fudge. Al fin y al cabo, él era el primer ministro y no le gustaba que lo trataran
como si fuera un ignorante colegial. Sin embargo, la actitud de Fudge siempre
había sido la misma desde su primera reunión con él, celebrada el mismo día en
que había asumido el cargo, años atrás. No obstante, era un recuerdo tan vivido
que parecía que aquel primer encuentro se hubiese producido el día anterior, y
él sabía que lo perseguiría hasta el día de su muerte: estaba en ese mismo
despacho, de pie, solo, saboreando el triunfo logrado tras muchos años de soñar
y maquinar, cuando de pronto había oído toser a sus espaldas, igual que esta
noche, y al darse la vuelta, el feo personaje del retrato le había anunciado que el
ministro de Magia estaba a punto de llegar para presentarse.
Como es lógico, el primer ministro pensó que la larga campaña y los
nervios de las elecciones lo habían trastornado. Se llevó un susto de muerte al
ver que le hablaba un retrato, aunque eso no fue nada comparado con lo que
sintió cuando un tipo que se hacía llamar mago salió despedido de la chimenea
y le estrechó la mano. El permaneció mudo de asombro mientras Fudge, con
gran consideración, le explicaba que todavía había magos y brujas que vivían en
secreto por todo el mundo y lo tranquilizaba añadiendo que no hacía falta que
se preocupara por ellos, dado que el Ministerio de Magia se encargaba de la
comunidad mágica e impedía que la población no mágica se percatara de su
existencia. Fudge había agregado que ése era un trabajo difícil que lo abarcaba
todo, desde procurar que se cumpliera el reglamento del uso responsable de
escobas hasta mantener controlada a la población de dragones (al oír esto, él se
había agarrado a la mesa para no caerse). A continuación, Fudge, dándole unas
paternales palmaditas en el hombro mientras él continuaba estupefacto, había
concluido:
—No se preocupe, lo más probable es que nunca vuelva a verme. Sólo lo
molestaré si pasa algo verdaderamente grave en nuestra comunidad, algo que
pueda afectar a los muggles, es decir, a la población no mágica. Por lo demás,
nuestra política siempre ha sido vivir y dejar vivir. Y permítame decirle que
usted se lo está tomando mucho mejor que su predecesor. Él creyó que yo era
una broma planeada por la oposición e intentó arrojarme por la ventana.
Ante tal afirmación, el primer ministro había recuperado por fin el habla.
—Entonces, ¿usted no es ninguna broma? —Esa era su última esperanza.
—No —respondió Fudge con delicadeza—. No, me temo que no. Mire. —Y
convirtió la taza de té del primer ministro en un jerbo.
—Pero... —apuntó el otro con voz entrecortada mientras veía cómo su taza
de té masticaba un trocito de su próximo discurso escrito— pero ¿por qué nadie
me ha explicado...?
—El ministro de Magia sólo se muestra al primer ministro muggle en activo
—aclaró Fudge, y se guardó la varita en la chaqueta—. Creemos que es la mejor
manera de mantener el secreto.
—Pero entonces —gimoteó el primer ministro—, ¿por qué no me ha
avisado mi antecesor?
Fudge había soltado una carcajada.
—Querido primer ministro, ¿piensa usted contárselo a alguien?
Riendo todavía con satisfacción, Fudge arrojó unos polvos a la chimenea, se
metió entre las llamas de color esmeralda y se esfumó produciendo el ruido de
una ventolera. El primer ministro se había quedado inmóvil, y se dio cuenta de
que nunca, aunque viviera muchos años, se atrevería a mencionarle ese
encuentro a nadie, pues ¿quién iba a dar crédito a sus palabras?
Tardó un tiempo en recuperarse del sobresalto. Al principio intentó
convencerse de que Fudge había sido una alucinación provocada por la falta de
sueño acumulada a lo largo de la extenuante campaña electoral, y en un vano
intento de librarse de cualquier recuerdo del desagradable encuentro, le regaló
el jerbo a su sobrina, que se llevó una grata sorpresa. Además, ordenó a su
secretaria particular que retirara el retrato del feo hombrecillo que había
anunciado la llegada del ministro de Magia. Sin embargo, resultó imposible
descolgarlo, lo que le provocó gran consternación. Después de que varios
carpinteros, un par de albañiles, un historiador de arte y el ministro de
Hacienda intentaran sin éxito arrancarlo de la pared, el primer ministro desistió
y se resignó a confiar en que «esa cosa» permaneciera quieta y callada durante
el resto de su mandato. Alguna que otra vez habría jurado ver con el rabillo del
ojo cómo el ocupante del cuadro bostezaba o se rascaba la nariz; y en un par de
ocasiones, el tipo desapareció como si tal cosa del marco sin dejar tras de sí más
que un sucio trozo de lienzo marrón. Con todo, se acostumbró a no prestarle
mucha atención al dichoso cuadro y, cuando pasaban cosas como aquéllas, se
decía que eran efectos ópticos.
Pero tres años atrás, una noche muy parecida a ésta, el primer ministro
también se hallaba solo en su despacho cuando el retrato había anunciado una
vez más la inminente llegada de Fudge, que salió de repente de la chimenea,
empapado y despavorido. Antes de que el primer ministro pudiera preguntarle
qué hacía chorreando agua encima de la alfombra Axminster, el ministro de
Magia empezó a largarle una perorata sobre una cárcel de la que él nunca había
oído hablar, un tipo llamado «Sirio» Black, un sitio que sonaba algo así como
Hogwarts y un muchacho llamado Harry Potter, nada de lo cual tenía ni pizca
de sentido para el primer ministro.
—Vengo de Azkaban —había explicado Fudge, jadeando, mientras
inclinaba el bombín para que el agua acumulada en el ala cayera dentro de su
bolsillo—. Está en medio del mar del Norte, ¿sabe? Ha sido un vuelo de lo más
desagradable. Los dementores están muy soliviantados... —Hizo una pausa y se
estremeció—. Es la primera vez que alguien se fuga de allí. En fin, tenía que
hablar con usted, primer ministro. Black es un asesino de muggles y es posible
que pretenda reunirse de nuevo con Quien-usted-sabe... Pero ¿qué digo? ¡Claro,
usted ni siquiera sabe quién es Quien-usted-sabe! —Lo miró con desespero y
propuso—: Está bien, siéntese, siéntese. Será mejor que lo ponga al corriente.
Tómese un whisky.
No le hizo mucha gracia que lo invitaran a sentarse en su propio despacho,
y menos aún que le ofrecieran su propio whisky, pero aun así se sentó. Fudge
sacó su varita, hizo aparecer de la nada dos grandes vasos llenos de un líquido
ámbar, le puso uno en la mano al primer ministro y acercó una silla.
Fudge habló durante más de una hora. Hubo un momento en que, al no
querer pronunciar cierto nombre en voz alta, lo escribió en un trozo de
pergamino que le puso al primer ministro en la mano libre. Cuando por fin se
levantó con intención de marcharse, su anfitrión se levantó también.
—De modo que usted cree que... —Entornó los ojos y miró el trozo de
pergamino que tenía en la mano izquierda—: Lord Vol... —leyó.
—¡El-que-no-debe-ser-nombrado! —gruñó Fudge.
—Lo siento. Entonces, ¿usted cree que El-que-no-debe-ser-nombrado sigue
vivo?
—Dumbledore asegura que sí —respondió Fudge mientras se abrochaba la
capa hasta la barbilla—, pero nunca lo hemos encontrado. En mi opinión, él no
supone ningún peligro a menos que cuente con apoyo, de modo que quien
debería preocuparnos es Black. Así pues, dará a conocer usted la noticia,
¿verdad? Excelente. ¡Espero que no volvamos a vernos, primer ministro! Buenas
noches.
Pero volvieron a verse. Al cabo de un año escaso, Fudge, muy abrumado,
apareció de nuevo en el despacho para comunicarle que había surgido un
problemita en la Copa del Mundo de «cuidich» (o así sonó lo que dijo) y que
había varios muggles «implicados», pero que no debía preocuparse, porque el
hecho de que hubiera vuelto a verse la Marca de Quien-usted-sabe no
significaba nada; estaba seguro de que se trataba de un incidente aislado, y la
Oficina de Coordinación de los Muggles ya se estaba ocupando de todas las
modificaciones de memoria necesarias.
—¡Ah, casi se me olvida! —añadió—. Vamos a importar del extranjero tres
dragones y una esfinge para el Torneo de los Tres Magos; es pura rutina, pero el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas insiste en que,
según el reglamento, tenemos que notificarle a usted que vamos a introducir
criaturas peligrosísimas en el país.
—¿Ha dicho... dragones? —farfulló el primer ministro.
—Sí, tres —puntualizó Fudge—. Y una esfinge. Bueno, que tenga un buen
día.
El primer ministro se aferró como pudo a la ilusión de que los dragones y
las esfinges serían lo peor de todo, pero no sirvió de nada. Casi dos años más
tarde, Fudge volvió a salir del fuego de la chimenea para comunicarle que se
había producido una fuga masiva de Azkaban.
—¿Una fuga masiva? —repitió el primer ministro con voz quebrada.
—¡No debe preocuparse, no debe preocuparse! —exclamó Fudge, que ya
tenía un pie en las llamas para irse—. ¡Los atraparemos enseguida, pero me
pareció conveniente que lo supiera usted!
Y antes de que el otro pudiera gritarle «¡Espere un momento!», Fudge
desapareció en medio de una lluvia de chispas verdes.
Aunque la prensa y la oposición opinaran otra cosa, el primer ministro no
era ningún idiota, y a pesar de lo que Fudge le había garantizado en su primera
reunión, desde entonces se habían visto en varias ocasiones y en cada nueva
visita Fudge parecía más nervioso que en la anterior.
Aunque no le gustaba nada pensar en el ministro de Magia (o, como él lo
llamaba para sus adentros, «el otro ministro»), vivía con el temor de que en su
siguiente aparición portase noticias aún más graves. Por ese motivo, verlo salir
otra vez del fuego, despeinado, inquieto y muy sorprendido de que el primer
ministro no supiera exactamente qué hacía él allí fue, sin duda, lo peor que le
había ocurrido en el curso de esa calamitosa semana.
—¿Cómo voy a saber yo lo que pasa en la... la... comunidad mágica? —le
espetó a Fudge por fin—. Debo dirigir un país, y actualmente ya tengo
suficientes preocupaciones para que encima...
—Nuestras preocupaciones son las mismas —lo interrumpió el visitante—:
el puente de Brockdale no se derrumbó porque estuviera desgastado; lo del
West Country no fue ningún huracán; esos asesinatos no los perpetraron
muggles; y no le quepa duda de que el mundo estará más seguro sin Herbert
Chorley. De hecho, estamos haciendo trámites para que lo ingresen en el
Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. El traslado debería
realizarse esta misma noche.
—¿Cómo dice? Me parece que... ¿Qué acaba de decir? —bramó el primer
ministro.
Fudge exhaló un hondo suspiro y replicó:
—Primer ministro, lamento mucho tener que comunicarle que ha vuelto.
El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto.
—¿Que ha vuelto? ¿Qué quiere decir con que «ha vuelto»? ¿Que está vivo?
Porque...
El primer ministro rebuscó en su memoria los detalles de la espeluznante
conversación mantenida con Fudge hacía tres años, cuando éste le habló por
primera vez de ese mago, más temido que ningún otro, el mago que había
cometido miles de crímenes terribles antes de su misteriosa desaparición,
quince años atrás.
—Sí, está vivo —confirmó Fudge—. Es decir... no sé... ¿Está viva una
persona a la que no se puede matar? Yo no acabo de entenderlo y Dumbledore
se niega a darme muchas explicaciones; pero, sea como fuere, lo que sabemos es
que ahora tiene un cuerpo con el que camina, habla y mata. Así pues, y a los
efectos de esta discusión, supongo que puede decirse que está vivo.
El primer ministro no supo qué responder a esa afirmación, pero la habitual
costumbre de fingir que estaba muy bien informado de cualquier tema que se
planteara lo impulsó a tratar de recordar sus anteriores conversaciones con
Fudge.
—¿Está Sirio Black con... con... El-que-no-debe-ser-nombrado?
—¿Sirio? ¿Sirio? —repitió Fudge como un loco, haciendo girar rápidamente
su bombín con una mano—. Querrá decir Sirius Black. ¡Por las barbas de
Merlín! No, Black está muerto. Resulta que nos equivocamos respecto a él.
Vaya, que era inocente. Y que no estaba confabulado con El-que-no-debe-sernombrado. Verá —añadió poniéndose a la defensiva, e hizo girar el bombín
todavía más deprisa—, todos los indicios apuntaban a que... Teníamos más de
cincuenta testigos presenciales. En fin, como le digo, Black está muerto. Bueno,
de hecho lo asesinaron. En las oficinas del Ministerio de Magia. Obviamente, se
va a llevar a cabo una investigación.
Aunque él mismo se sorprendió, en ese momento el primer ministro
experimentó un fugaz sentimiento de lástima por Fudge. Sin embargo, su
compasión quedó eclipsada por el orgullo que sintió al pensar que, por muy
inepto que él fuera para aparecer en las chimeneas, nunca se había cometido un
asesinato en ninguno de los departamentos gubernamentales a su cargo. Al
menos de momento.
—Pero ahora no nos preocupa Black —añadió Fudge—. Lo que nos
preocupa es que estamos en guerra, primer ministro, y debemos tomar
medidas.
—¿En guerra? —repitió, nervioso, y toqueteó disimuladamente su
escritorio—. ¿Seguro que no exagera?
—Los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado que se fugaron de
Azkaban en enero se le han unido —explicó Fudge, hablando cada vez más
deprisa y haciendo girar el bombín a gran velocidad, hasta que éste se convirtió
en una mancha verde lima—. Desde que pasaron a la acción no han cesado de
hacer estragos. El puente de Brockdale fue obra suya; y amenazó con una gran
matanza de muggles si no me apartaba para que él...
—¡Cielo santo, entonces el responsable de que muriera esa gente es usted, y
es a mí a quien acribillan a preguntas sobre cables oxidados, juntas de
dilatación corroídas y no sé qué más! —exclamó el primer ministro, furioso.
—¿Responsable? —protestó Fudge, enrojeciendo—. ¿Quiere decir que
usted habría cedido al chantaje así como así?
—¡Quizá no —admitió el otro, y se levantó para pasearse por la
habitación—, pero habría hecho todo lo posible para detener al chantajista antes
de que cometiera semejante atrocidad!
—¿De verdad cree que yo no lo hice? —inquirió Fudge, acalorado—.
¡Todos los aurores del ministerio estaban tras su pista y la de sus partidarios!
¡Pero resulta que se trata de uno de los magos más poderosos de todos los
tiempos, un mago que lleva casi tres décadas eludiendo la captura!
—Ya veo. Y supongo que ahora me dirá que también fue él quien causó el
huracán del West Country, ¿no? —replicó el primer ministro, cuyo humor
empeoraba con cada paso que daba. Era exasperante descubrir el motivo de los
espantosos desastres sucedidos y no poder revelarlo de manera oficial; era casi
peor que descubrir que verdaderamente era culpa del Gobierno.
—Eso no fue ningún huracán —dijo el mago con abatimiento.
—¿Cómo que no? —bramó el otro sin dejar de dar zancadas por la
habitación—. Árboles arrancados de raíz, tejados desprendidos, farolas
dobladas, heridos gravísimos...
—Fueron los mortífagos, los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Y sospechamos que también participaron los gigantes.
El primer ministro se paró en seco, como si hubiera chocado contra una
pared invisible.
—¿Que participó quién?
—La última vez utilizó a los gigantes para impresionar —explicó Fudge
con una mueca de pesar—. La Oficina de Desinformación ha estado trabajando
día y noche, hay equipos de desmemorizadores tratando de modificar los
recuerdos de los muggles que vieron lo que pasó, y prácticamente todo el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas se halla
trabajando en Somerset, pero no hemos encontrado al gigante. Ha sido un
desastre.
—¡Y que lo diga! —exclamó el primer ministro, enfurecido.
—No voy a negar que en el ministerio la moral está muy baja. Con todo lo
que ha pasado... Y encima hemos perdido a Amelia Bones.
—¿A quién dice que han perdido?
—A Amelia Bones. La jefa del Departamento de Seguridad Mágica.
Creemos que El-que-no-debe-ser-nombrado podría haberla matado
personalmente porque era una bruja de gran talento y... todo indica que opuso
mucha resistencia.
Fudge carraspeó y, al parecer con gran esfuerzo, dejó de hacer girar su
bombín.
—Pero ese asesinato salió en los periódicos —comentó el primer ministro,
olvidándose por un momento de su rabia—. ¡En nuestros periódicos! Amelia
Bones... Sólo decían que era una mujer de mediana edad que vivía sola. Fue un
asesinato muy cruel, ¿verdad? Se ha hablado mucho de él. La policía está
desconcertada.
—No me extraña. La mataron en una habitación cerrada con llave por
dentro, ¿no? Nosotros, en cambio, sabemos muy bien quién lo hizo, aunque eso
no va a ayudarnos a atrapar al culpable. Y luego está el caso de Emmeline
Vance, quizá haya oído hablar también de él.
—¡Sí, ya lo creo! De hecho, ocurrió muy cerca de aquí. Los periódicos se
dieron un verdadero festín: «Alteración de la ley y el orden en el patio trasero
del primer ministro...»
—Y por si todo eso fuera poco —prosiguió Fudge sin hacerle mucho caso—
, hay dementores pululando por todas partes y atacando a la gente a diestro y
siniestro.
En otros tiempos más felices, esa frase habría sido ininteligible para el
primer ministro, pero ahora estaba mejor informado.
—Tenía entendido que los dementores vigilaban a los prisioneros de
Azkaban —aventuró.
—Sí, eso hacían —repuso Fudge con voz cansina—. Pero ya no es así. Han
abandonado la prisión y se han unido a El-que-no-debe-ser-nombrado. Admito
que eso supuso un duro golpe para nosotros.
—Pero... —arguyó el primer ministro, alarmándose por momentos— ¿no
me dijo que esas criaturas eran las que les absorbían la esperanza y la felicidad
a las personas?
—Exacto. Y se están reproduciendo. Eso es lo que provoca esta neblina.
El primer ministro, medio desmayado, se dejó caer en una silla. La
perspectiva de que hubiera criaturas invisibles acechando campos y ciudades
para abatirse sobre sus presas y propagar la desesperanza y el pesimismo entre
sus votantes le producía mareo.
—¡Mire, Fudge, tiene que hacer algo! ¡Es su obligación como ministro de
Magia!
—Mi querido primer ministro, no pensará que todavía soy ministro de
Magia después de lo ocurrido, ¿verdad? ¡Me despidieron hace tres días! Hacía
dos semanas que la comunidad mágica en pleno pedía a gritos mi dimisión.
¡Nunca los había visto tan unidos desde que ocupé el cargo! —exclamó Fudge
tratando de sonreír.
El primer ministro no supo qué decir. Pese a su indignación y a la
comprometida posición en que se encontraba, todavía compadecía al hombre
de aspecto consumido que estaba sentado frente a él.
—Lo siento mucho —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarlo de alguna forma?
—Es usted muy amable, pero no puede hacer nada. Me han enviado aquí
esta noche para ponerlo al día de los últimos acontecimientos y para presentarle
a mi sucesor. Ya debería haber llegado, aunque con tantos problemas andará
muy ocupado.
Fudge se dio la vuelta y miró el retrato del feo hombrecillo de la larga y
rizada peluca plateada, que estaba hurgándose una oreja con la punta de una
pluma.
Al ver que el mago lo observaba, anunció:
—Enseguida viene. Está terminando una carta a Dumbledore.
—Pues le deseo suerte —replicó Fudge con un tono que, por primera vez,
sonaba cortante—. Yo llevo dos semanas escribiendo a Dumbledore dos veces al
día, pero no va a ceder un ápice. Si él estuviera dispuesto a persuadir al
muchacho, quizá yo todavía... En fin, tal vez Scrimgeour tenga más éxito que
yo.
Fudge se sumió en un silencio ofendido, pero casi de inmediato fue
interrumpido por el personaje del cuadro, que habló con su voz clara y
ceremoniosa.
—Para el primer ministro de los muggles. Solicito reunión. Urgente. Le
ruego que responda cuanto antes. Rufus Scrimgeour, nuevo ministro de Magia.
—Que pase, que pase —dijo el primer ministro sin prestar mucha atención,
y apenas se estremeció cuando las llamas de la chimenea se tornaron verde
esmeralda, aumentaron de tamaño y revelaron a un segundo mago que giraba
sobre sí mismo en medio de ellas, y a quien poco después arrojaron sobre la
lujosa alfombra antigua. Fudge se puso en pie y, tras un momento de
vacilación, el primer ministro lo imitó; el recién llegado se incorporó, se sacudió
la larga y negra túnica y miró alrededor.
Lo primero que le vino a la mente al primer ministro fue la absurda idea de
que Rufus Scrimgeour parecía un león viejo. Tenía mechones de canas en la
melena castaño rojiza y en las pobladas cejas; detrás de sus gafas de montura
metálica brillaban unos ojos amarillentos; era larguirucho y, pese a que cojeaba
un poco al andar, se movía con elegancia y desenvoltura. A primera vista
aparentaba ser una persona rigurosa y astuta; el primer ministro creyó entender
por qué la comunidad mágica prefería a Scrimgeour en lugar de Fudge como
líder en esos peligrosos momentos.
—¿Cómo está usted? —lo saludó el gobernante con educación, tendiéndole
la mano.
Scrimgeour se la estrechó con rapidez mientras recorría el despacho con la
mirada; a continuación sacó una varita mágica de su túnica.
—¿Fudge se lo ha contado todo? —preguntó al mismo tiempo que iba hacia
la puerta con aire resuelto. Dio unos golpecitos en la cerradura con la varita y el
primer ministro oyó el chasquido del pestillo.
—Pues... sí —contestó—. Y si no le importa, prefiero que no cierre esa
puerta con pestillo.
—Pero yo prefiero que no nos interrumpan —replicó Scrimgeour con
autoridad—. Ni nos miren —añadió, y, apuntando con su varita a las ventanas,
corrió las cortinas—. Bueno, tengo mucho trabajo, así que vayamos al grano.
Para empezar, hemos de hablar de su seguridad.
El primer ministro se enderezó cuanto pudo y repuso:
—Estoy muy satisfecho con las medidas de seguridad de que disponemos,
muchas gracias por...
—Pues nosotros no —lo cortó Scrimgeour—. Menudo panorama iban a
tener los muggles si su primer ministro fuese objeto de una maldición imperius.
El nuevo secretario de su despacho adjunto...
—¡No pienso deshacerme de Kingsley Shacklebolt, si es lo que está
proponiéndome! —repuso con vehemencia—. Es muy competente, hace el
doble de trabajo que el resto de los...
—Eso es porque es mago —aclaró Scrimgeour sin esbozar siquiera una
sonrisa—. Un auror con una excelente preparación que le hemos asignado para
que lo proteja.
—¡Oiga, un momento! ¿Quién es usted para meter a nadie en mi gabinete?
Yo decido quién trabaja para mí...
—Creía que estaba contento con Shacklebolt —lo interrumpió Scrimgeour
con frialdad.
—Sí, estoy contento. Bueno, lo estaba...
—Entonces no hay ningún problema, ¿no? —insistió Scrimgeour.
—Yo... De acuerdo, pero siempre que el rendimiento de Shacklebolt siga
siendo óptimo.
—Muy bien. Respecto a Herbert Chorley, su subsecretario —continuó el
ministro de Magia—, ese que se dedica a entretener al público imitando a un
pato...
—¿Qué le pasa?
—No cabe duda de que su comportamiento viene provocado por una
maldición imperius mal ejecutada —explicó Scrimgeour—. Lo ha vuelto
chiflado, pero aun así podría resultar peligroso.
—¡Pero si lo único que hace es graznar! —alegó el primer ministro con voz
débil—. Seguro que con un poco de reposo y si no bebiera tanto...
—Un equipo de sanadores del Hospital San Mungo de Enfermedades y
Heridas Mágicas está examinándolo ahora mismo. De momento ha intentado
estrangular a tres de ellos —dijo Scrimgeour—. Creo que lo más conveniente es
apartarlo de la sociedad muggle durante un tiempo.
—Yo... bueno... Se recuperará, ¿verdad? —repuso el primer ministro,
angustiado. Scrimgeour se limitó a encogerse de hombros antes de dirigirse de
nuevo hacia la chimenea.
—Ya le he dicho cuanto tenía que decirle. Lo mantendré informado de
cualquier novedad. Si estoy demasiado ocupado para acudir personalmente, lo
cual es muy probable, enviaré a Fudge, que ha aceptado quedarse con nosotros
en calidad de asesor.
Fudge trató de sonreír, pero sin éxito; daba la impresión de que tenía dolor
de muelas. Scrimgeour empezó a hurgar en su bolsillo buscando el misterioso
polvo que hacía que el fuego se volviera verde. El primer ministro los miró con
gesto de impotencia y entonces, por fin, se le escaparon las palabras que llevaba
toda la noche intentando contener:
—¡Pero si ustedes son magos, qué caramba! ¡Ustedes saben hacer magia!
¡Seguro que pueden solucionar cualquier situación!
Scrimgeour volvió despacio la cabeza e intercambió una mirada de
incredulidad con Fudge, que esta vez sí logró sonreír y dijo con tono amable:
—El problema, primer ministro, es que los del otro bando también saben
hacer magia.
Y dicho eso, ambos magos se metieron en el brillante fuego verde de la
chimenea y desaparecieron.
2
A muchos kilómetros de distancia, la misma fría neblina que se pegaba a las
ventanas del despacho del primer ministro flotaba sobre un sucio río que
discurría entre riberas llenas de maleza y basura esparcida. Una enorme
chimenea, reliquia de una fábrica abandonada, se alzaba negra y amenazadora.
No se oía ningún ruido excepto el susurro de las oscuras aguas, y no se veía
otra señal de vida que la de un escuálido zorro que había bajado sigilosamente
hasta el borde del agua para olfatear, esperanzado, unos pringosos envoltorios
de comida para llevar, tirados entre la crecida hierba.
De pronto, con un débil «¡crac!», una delgada y encapuchada figura
apareció en la orilla del río. El zorro se quedó inmóvil y, cauteloso, clavó la
mirada en el extraño fenómeno.
La figura miró en derredor un momento, como si tratara de orientarse, y
luego echó a andar con pasos rápidos y ligeros mientras su larga capa hacía
susurrar la hierba al rozarla.
Con un segundo «¡crac!» más fuerte, apareció otra figura también
encapuchada.
—¡Espera!
El grito asustó al zorro, que se encogió hasta aplastarse casi por completo
contra la maleza. Entonces salió de un brinco de su escondite y trepó por la
orilla. Hubo un destello de luz verde y un aullido, y el zorro cayó hacia atrás y
quedó muerto en el suelo.
La segunda figura le dio la vuelta con la punta del pie.
—Sólo era un zorro —dijo una desdeñosa voz de mujer—. Temí que fuera
un auror. ¡Espérame, Cissy!
Pero la mujer que iba delante, que se había detenido y vuelto la cabeza para
mirar hacia el lugar donde se había producido el destello, subía ya por la ribera
en la que el zorro acababa de caer.
—Cissy... Narcisa... Escúchame.
La mujer que iba detrás la alcanzó y la agarró por el brazo, pero ella se soltó
de un tirón.
—¡Márchate, Bella!
—¡Tienes que escucharme!
—Ya te he escuchado. He tomado una decisión. ¡Déjame en paz!
Narcisa llegó a lo alto de la ribera, donde una deteriorada verja separaba el
río de una estrecha calle adoquinada. La otra mujer, Bella, no se entretuvo y la
siguió. Ambas, una al lado de la otra, se quedaron contemplando las hileras de
ruinosas casas de ladrillo con las ventanas a oscuras que había al otro lado de la
calle.
—¿Aquí vive? —preguntó Bella con desprecio en la voz—. ¿Aquí? ¿En este
estercolero de muggles? Debemos de ser las primeras de los nuestros que
pisamos...
Pero Narcisa no la escuchaba; se había colado por un hueco de la oxidada
verja y estaba cruzando la calle a toda prisa.
—¡Espérame, Cissy!
Bella la siguió con la capa ondeando y vio a Narcisa entrar como una flecha
en un callejón que discurría entre las casas y desembocaba en otra calle idéntica.
Había algunas farolas rotas, de modo que las dos mujeres corrían entre tramos
de luz y zonas de absoluta oscuridad. Bella alcanzó a su presa cuando ésta
doblaba otra esquina; y esta vez consiguió sujetarla por el brazo y obligarla a
darse la vuelta para mirarla a la cara.
—No debes hacerlo, Cissy, no puedes confiar en él —le dijo.
—El Señor Tenebroso confía en él, ¿no?
—Pues se equivoca, créeme —replicó Bella, jadeando, y por un instante los
ojos le relucieron bajo la capucha mientras miraba alrededor para comprobar
que estaban solas—. Además, nos ordenaron que no habláramos con nadie del
plan. Esto es traicionar al Señor Tenebroso...
—¡Suéltame, Bella! —gruñó Narcisa, y sacando una varita mágica de su
capa, la sostuvo con gesto amenazador ante la cara de su interlocutora. Esta se
limitó a reír.
—¿A tu propia hermana, Cissy? No serías...
—¡Ya no hay nada de lo que no sea capaz! —musitó Narcisa con un deje de
histerismo, y al bajar la varita como si fuera a dar una cuchillada hubo un
destello de luz. Bella soltó el brazo de su hermana como si le hubiese quemado.
—¡Narcisa!
Pero ya había echado a correr. Bella, frotándose la mano, se puso de nuevo
en marcha, manteniendo la distancia a medida que se internaban en aquel
desierto laberinto de casas. Narcisa subió deprisa por una calle que, según un
rótulo, se llamaba «calle de la Hilandera» y sobre la cual se cernía la imponente
chimenea de la fábrica, como un gigantesco dedo admonitorio. Sus pasos
resonaron en los adoquines al pasar por delante de ventanas con los cristales
rotos y cegadas con tablones; por fin llegó a la última casa, donde una débil luz
brillaba a través de las cortinas de una habitación de la planta baja.
Narcisa llamó a la puerta antes de que Bella llegara maldiciendo por lo
bajo. Esperaron juntas, resollando mientras respiraban el hedor del sucio río
diseminado por la brisa nocturna. Pasados unos segundos, algo se movió detrás
de la puerta y ésta se abrió un poco. Un hombre las miró por la rendija, un
hombre con dos largas cortinas de pelo negro y lacio que enmarcaban un rostro
amarillento y unos ojos también negros.
Narcisa se quitó la capucha. Tenía el cutis tan pálido que el rostro parecía
brillarle en la oscuridad; el largo y rubio cabello que le caía por la espalda le
daba aspecto de ahogada.
—¡Narcisa! —saludó el hombre, y abrió un poco más la puerta, de modo
que la luz alcanzó a las dos hermanas—. ¡Qué agradable sorpresa!
—¡Hola, Severus! —repuso ella con un forzado susurro—. ¿Podemos
hablar? Es urgente.
—Por supuesto.
El hombre retrocedió para dejarla entrar en la casa. Bella, que todavía
llevaba puesta la capucha, siguió a su hermana sin que la invitasen a hacerlo.
—¡Hola, Snape! —saludó con tono cortante al pasar por su lado.
—¡Hola, Bellatrix! —repuso él, y sus delgados labios esbozaron una sonrisa
medio burlona mientras cerraba la puerta con un golpe seco.
Se encontraban en un pequeño y oscuro salón cuyo aspecto recordaba el de
una celda de aislamiento. Las paredes estaban enteramente recubiertas de
libros, la mayoría encuadernados en gastada piel negra o marrón; un sofá raído,
una butaca vieja y una mesa desvencijada se apiñaban en un charco de débil luz
proyectada por la lámpara de velas que colgaba del techo. Reinaba un ambiente
de abandono, como si aquella habitación no se utilizara con asiduidad.
Snape hizo un ademán invitando a Narcisa a tomar asiento en el sofá. Ella
se quitó la capa, la dejó a un lado y se sentó; a continuación, juntó las blancas y
temblorosas manos sobre el regazo y se puso a contemplarlas. Bella se quitó la
capucha con parsimonia. Era morena, a diferencia de su hermana, y tenía
párpados gruesos y mandíbula cuadrada. Se colocó de pie detrás de Narcisa sin
apartar la vista de Snape.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó Snape, y se sentó en una
butaca delante de las dos hermanas.
—Estamos... solos, ¿no? —inquirió Narcisa en voz baja.
—Sí, por supuesto. Bueno, Colagusano está aquí, pero las alimañas no
cuentan, ¿verdad?
Apuntó con su varita mágica a la pared de libros que tenía detrás: una
puerta secreta se abrió con estrépito y reveló una estrecha escalera y a un
hombre de pie en ella, inmóvil.
—Como ves, Colagusano, tenemos invitadas —dijo Snape con indolencia.
El individuo bajó los últimos escalones y entró en la habitación, encorvado.
Tenía ojos pequeños y vidriosos y nariz puntiaguda; sonreía como un tonto y
con la mano izquierda se acariciaba la derecha, que parecía revestida con un
reluciente guante de plata.
—¡Narcisa! —exclamó con voz chillona—. ¡Y Bellatrix! ¡Qué agradable...!
—Colagusano nos traerá algo de beber, si os apetece —intervino Snape—. Y
luego volverá a su dormitorio.
El otro hizo una mueca de dolor, como si Snape le hubiera lanzado algo.
res el único que puede ayudarme...
El levantó una mano para interrumpirla y volvió a apuntar con su varita a
la puerta de la escalera secreta. Hubo un fuerte golpe y un chillido, seguidos de
los pasos de Colagusano, que corría escaleras arriba.
—Te pido disculpas —dijo Snape—. Últimamente se ha aficionado a
escuchar detrás de las puertas. No sé qué pretende con eso, la verdad. ¿Qué
decías, Narcisa?
La mujer inspiró hondo, se estremeció y empezó de nuevo.
—Severus, ya sé que no debería haber venido; me han dicho que no le
cuente nada a nadie, pero...
—¡Entonces deberías callarte! —le espetó Bellatrix—. ¡Sobre todo delante de
ciertas personas!
—¿«De ciertas personas»? —repitió Snape con ironía—. ¿Qué he de
entender con esas palabras, Bellatrix?
—¡Que no me fío de ti, Snape, como bien sabes!
Narcisa emitió un sonido parecido a un sollozo y se tapó la cara con las
manos. Snape dejó su copa en la mesa y se reclinó de nuevo en el respaldo, con
las manos encima de los brazos de la butaca, mientras sonreía ante el ceñudo
rostro de Bellatrix.
—Narcisa, creo que deberíamos oír lo que Bellatrix se muere por decir; así
nos ahorraremos fastidiosas interrupciones. Continúa, Bellatrix —la animó—.
¿Por qué no te fías de mí?
—¡Por un centenar de motivos! —le espetó ella, al tiempo que rodeaba el
sofá y dejaba su copa en la mesa con aire decidido—. ¿Por dónde quieres que
empiece? A ver, ¿dónde estabas cuando cayó el Señor Tenebroso? ¿Por qué no
lo buscaste cuando desapareció? ¿Qué has hecho todos estos años que has
pasado con Dumbledore? ¿Por qué impediste que el Señor Tenebroso se hiciera
con la Piedra Filosofal? ¿Por qué no regresaste de inmediato cuando él renació?
¿Dónde estabas hace unas semanas, cuando luchamos para recuperar la
profecía para el Señor Tenebroso? ¿Y por qué sigue Harry Potter con vida,
Snape, si lo has tenido a tu merced durante cinco años?
Hizo una pausa; su pecho subía y bajaba al compás de su respiración, y
tenía las mejillas encendidas. Narcisa permanecía inmóvil detrás de ella,
sentada y tapándose la cara con las manos.
Snape sonrió.
—Antes de contestarte (sí, Bellatrix, te voy a contestar), te diré que puedes
transmitirles mis palabras a los que susurran a mis espaldas y cuentan historias
de mi supuesta traición al Señor Tenebroso. Pero también antes de contestarte,
respóndeme tú a una cosa: ¿de verdad crees que el Señor Tenebroso no me ha
hecho ya todas esas preguntas? ¿Y de verdad crees que si no le hubiera dado
respuestas satisfactorias estaría aquí sentado hablando contigo?
—Ya sé que él te cree, pero...
—¿Crees que se equivoca? ¿O que lo he engañado? ¿Que he engañado al
más grande de los magos, el más diestro en Legeremancia que jamás ha habido?
Bellatrix no respondió; por primera vez parecía un poco desconcertada.
Snape no insistió en su argumento. Cogió su copa, bebió un sorbo de vino y
continuó:
—Me preguntas dónde estaba cuando cayó el Señor Tenebroso. Pues bien,
me hallaba donde él me había ordenado estar, en el Colegio Hogwarts de Magia
y Hechicería, porque quería que espiara a Albus Dumbledore. Supongo que
sabrás que fue el Señor Tenebroso quien me mandó a trabajar allí.
Bellatrix asintió levemente y luego despegó los labios, pero Snape se le
adelantó:
—Me preguntas por qué no lo busqué cuando desapareció. Pues por la
misma razón por la que no lo hicieron Avery, Yaxley, los Carrow, Greyback y
Lucius —inclinó un poco la cabeza al tiempo que miraba a Narcisa—, y también
muchos otros. Creí que él estaba acabado. Y no me enorgullezco de ello; me
equivocaba, lo admito. Pero si él no hubiera perdonado a los que entonces
perdimos la fe, ahora conservaría muy pocos adeptos.
—¡Me tendría a mí! —exclamó Bellatrix con fervor—. ¡Yo pasé muchos años
en Azkaban por él!
—Sí, eso fue admirable, desde luego —admitió Snape con tedio—. Claro
que desde la prisión no podías ayudar mucho, pero el gesto fue sin duda muy
considerado.
—¿El gesto? —chilló ella, tan furiosa que parecía desquiciada—. ¡Mientras
yo soportaba a los dementores, tú estabas muy cómodo en Hogwarts haciendo
de mascota de Dumbledore!
—No exactamente —la corrigió Snape con impavidez—. Dumbledore no
quería darme el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, ya lo
sabes. Por lo visto, temía que eso pudiera provocarme una recaída, tentarme a
volver a las andadas.
—¿Fue ése tu gran sacrificio por el Señor Tenebroso, no enseñar tu
asignatura favorita? —se burló ella—. ¿Por qué te quedaste allí tanto tiempo,
Snape? ¿Seguías espiando a Dumbledore para un amo al que creías muerto?
—No, nada de eso. Y el Señor Tenebroso está muy satisfecho de que no
abandonara mi empleo porque, cuando regresó, yo poseía dieciséis años de
información sobre Dumbledore, un regalo de bienvenida mucho más útil que
un sinfín de recuerdos de lo repugnante que es Azkaban...
—Pero te quedaste...
—Sí, Bellatrix, me quedé allí —afirmó Snape, y por primera vez su voz
reveló un deje de impaciencia—. Tenía un empleo cómodo y preferible a una
temporada en Azkaban. Ya sabes que estaban capturando a los mortífagos. La
protección de Dumbledore me mantenía fuera de la cárcel y la utilicé porque
me convenía. Y repito: al Señor Tenebroso no le parece mal que me quedara en
Hogwarts, de modo que no veo por qué tiene que parecértelo a ti.
»Creo que también querías saber —prosiguió, elevando un poco la voz,
pues Bellatrix daba señales de querer interrumpirlo— por qué me interpuse
entre el Señor Tenebroso y la Piedra Filosofal. La respuesta es muy sencilla: él
no sabía si podía confiar en mí. Creía, como tú, que había pasado de leal
mortífago a títere de Dumbledore. Su estado era lamentable; había quedado
muy débil y compartía el cuerpo de un mago mediocre. Y no se atrevía a
mostrarse a un antiguo aliado por temor a que éste lo entregara a Dumbledore o
al ministerio. Lamento mucho que no confiara en mí. Si lo hubiera hecho, habría
regresado al poder tres años antes. El caso es que yo sólo vi al codicioso e
indigno Quirrell intentando robar la Piedra, y reconozco que hice todo lo
posible por desbaratar sus planes.
Bellatrix torció la boca como si se hubiera tragado una medicina asquerosa.
—Pero no volviste de inmediato cuando él regresó, ni corriste a su lado
cuando notaste arder la Marca Tenebrosa.
—Cierto. Volví dos horas más tarde, obedeciendo las órdenes de
Dumbledore.
—¿Las órdenes de...? —repitió ella, indignada.
—¡Piensa! ¡Piensa! ¡Con sólo esperar dos horas, sólo dos horas, me
aseguraba poder permanecer en Hogwarts en calidad de espía! ¡Por conseguir
que Dumbledore creyera que yo regresaba junto al Señor Tenebroso únicamente
porque él me lo ordenaba, desde entonces he podido pasar información acerca
del director del colegio y la Orden del Fénix! Piénsalo bien, Bellatrix: la Marca
Tenebrosa llevaba meses fortaleciéndose, y yo sabía que el Señor Tenebroso
estaba a punto de aparecer, lo sabían todos los mortífagos. Tuve tiempo de
sobra para cavilar qué quería hacer, planear mi siguiente paso y escapar como
hizo Karkarov, ¿no te parece?
»Te aseguro que el enojo inicial del Señor Tenebroso por mi tardanza
desapareció por completo cuando le expliqué que seguía siéndole fiel aunque
Dumbledore creyera que estaba en su bando. Sí, el Señor Tenebroso pensó que
yo lo había abandonado para siempre, pero se equivocó.
—Pero ¿de qué le has servido? —repuso Bellatrix con desdén—. ¿Qué
información útil nos has proporcionado?
—He hecho llegar mi información directamente al Señor Tenebroso. Si él
decide no compartirla contigo...
—¡Él lo comparte todo conmigo! Asegura que soy su más leal y fiel...
—¿Ah, sí? —repuso Snape, modulando la voz para expresar su
incredulidad—. ¿Incluso después del fracaso en el ministerio?
—¡Eso no fue culpa mía! —se defendió Bellatrix, roja de ira—. En el pasado,
el Señor Tenebroso me confió sus más preciosos... Si Lucius no hubiera...
—¡No te atrevas a echarle la culpa a mi marido! —terció Narcisa con voz
queda y maléfica.
—No tiene sentido buscar responsables de lo ocurrido —observó Snape con
indiferencia—. A lo hecho, pecho.
—¡Sí, pero tú no hiciste nada! —le espetó Bellatrix—. Tú estabas otra vez
ausente mientras nosotros corríamos todo el riesgo, ¿no es así, Snape?
—Tenía órdenes de quedarme en la retaguardia. Tal vez estés en
desacuerdo con el Señor Tenebroso, o tal vez pienses que Dumbledore no se
habría dado cuenta si yo me hubiera unido a los mortífagos para combatir la
Orden del Fénix, ¿no? Y perdóname: hablas de riesgos, pero si no me equivoco
os enfrentasteis a seis adolescentes...
—A los que poco después se unió la mitad de la Orden, como sabes muy
bien —gruñó Bellatrix—. Y, ya que hablamos de la Orden del Fénix, tú sigues
sosteniendo que no puedes revelar la ubicación de su cuartel general, ¿verdad?
—Yo no soy el Guardián de los Secretos, no puedo pronunciar el nombre
de ese lugar. Creía que sabías cómo funcionaba ese sortilegio. El Señor
Tenebroso está satisfecho con la información que le he proporcionado acerca de
la Orden. Esos datos, como quizá hayas deducido, condujeron a la reciente
captura y asesinato de Emmeline Vance, y también ayudaron a acorralar a
Sirius Black, aunque no voy a escatimarte el mérito de haber acabado con él.
Snape inclinó la cabeza y alzó su copa. El gesto de Bellatrix no se suavizó ni
un ápice.
—Eludes mi última pregunta, Snape: Harry Potter. Habrás tenido infinidad
de ocasiones para matarlo en estos cinco años. ¿Por qué no lo has hecho?
—¿Has hablado de este tema con el Señor Tenebroso?
—Últimamente él... nosotros... ¡Te lo pregunto a ti, Snape!
—Si hubiera matado a Harry Potter, el Señor Tenebroso no habría podido
utilizar la sangre del chico para regenerarse y volverse invencible...
—¡Alegas que previste que él utilizaría al muchacho! —se burló ella.
—No lo alego; yo no tenía ni idea acerca de sus planes; ya he reconocido
que creí que el Señor Tenebroso había muerto. Sólo pretendo explicar por qué él
no lamenta que Potter haya sobrevivido, al menos hasta hace un año...
—Pero ¿por qué le permitiste vivir?
—¿No me has entendido? ¡Lo único que me mantenía fuera de Azkaban era
la protección de Dumbledore! ¿No estás de acuerdo en que si yo hubiera
asesinado a su alumno favorito, se habría puesto contra mí? Pero ése no era el
único motivo. Déjame recordarte que cuando Potter llegó a Hogwarts, todavía
circulaban historias sobre él, rumores de que también era un gran mago
tenebroso y que por eso había sobrevivido al ataque del Señor Tenebroso. De
hecho, muchos antiguos seguidores de éste consideraban que Potter era un
estandarte alrededor del cual todos podríamos congregarnos una vez más.
Admito que sentía curiosidad y que no era partidario de liquidarlo en cuanto
pusiera un pie en el castillo.
«Naturalmente, enseguida comprendí que el muchacho no poseía ningún
talento extraordinario. Ha salido airoso de diversos aprietos gracias a la buena
suerte y a la colaboración de amigos con más talento que él. Es mediocre en
grado sumo, aunque tan repelente y engreído como su padre. He hecho lo
indecible para que lo expulsaran de Hogwarts, donde creo que no le
corresponde estar, pero de eso a matarlo o permitir que lo mataran delante de
mí... Habría sido una estupidez por mi parte correr un riesgo semejante,
hallándose Dumbledore tan cerca.
—¿Pretendes que nos creamos que en todo este tiempo Dumbledore nunca
ha sospechado de ti? —repuso Bellatrix—. ¿Y que ignora a quién eres leal en
realidad y que todavía confía en ti sin reservas?
—He interpretado bien mi papel. Y pasas por alto el punto débil de
Dumbledore: siempre cree lo mejor de las personas. Cuando empecé a trabajar
para él, recién abandonada mi etapa de mortífago, fingí un profundo
arrepentimiento y él me acogió con los brazos abiertos; aunque, como digo,
siempre me mantuvo alejado de las artes oscuras. Dumbledore ha sido un gran
mago. Sí, un gran mago. —Bellatrix emitió un sonido de burla—. Incluso el
Señor Tenebroso lo reconoce. Sin embargo, me complace decir que se está
haciendo viejo. El duelo con el Señor Tenebroso del mes pasado lo ha
debilitado. Hace poco sufrió una grave herida porque sus reflejos son más
lentos que antes. Pero en todos estos años nunca ha dejado de confiar en
Severus Snape, y en eso reside mi gran valor para el Señor Tenebroso.
Bellatrix todavía no estaba satisfecha, aunque al parecer no sabía cuál era la
mejor forma de seguir atacando a Snape. Aprovechando su silencio, éste se
dirigió a su hermana.
—Dime, Narcisa, ¿venías a pedirme ayuda?
Ella lo miró con abatimiento.
—Sí, Severus. Creo que eres el único que puede ayudarme, no tengo a
nadie más a quien acudir. Lucius está en prisión y... —Cerró los ojos y dos
gruesas lágrimas le resbalaron por las mejillas—. El Señor Tenebroso me ha
prohibido hablar de ello —añadió sin abrir los ojos—. No quiere que nadie
conozca el plan. Es... muy secreto, pero...
—Si te lo ha prohibido, no deberías hablar. Las palabras del Señor
Tenebroso son ley.
Narcisa sofocó un grito, como si Snape la hubiera rociado con agua fría.
Bellatrix asintió, satisfecha por primera vez.
—¿Lo ves? —reprendió a su hermana—. ¡Hasta Snape lo dice: te
prohibieron hablar, así que guarda silencio!
Pero Snape se había acercado a la pequeña ventana para escudriñar la
desierta calle. Luego volvió a correr las cortinas de un tirón y, dándose la
vuelta, miró ceñudo a Narcisa.
—Resulta que yo conozco ese plan —dijo en voz baja—. Soy uno de los
pocos a quienes el Señor Tenebroso se lo ha contado. No obstante, de no haber
estado yo al corriente del secreto, Narcisa, habrías cometido una grave traición
contra él.
—Ya imaginé que debías de saberlo —repuso ella con cierto alivio—. El
confía tanto en ti, Severus...
—¿Tú conoces el plan? —preguntó Bellatrix, cuya fugaz satisfacción se
había trocado en indignación—. ¿Tú lo conoces?
—Así es —confirmó Snape—. Pero ¿qué ayuda necesitas, Narcisa? Si crees
que puedo persuadir al Señor Tenebroso de que cambie de idea, me temo que
tus esperanzas carecen de fundamento.
—Severus —susurró ella mientras las lágrimas seguían resbalándole por las
pálidas mejillas—, mi hijo... mi único hijo...
—Draco debería estar orgulloso —terció Bellatrix con indiferencia—. El
Señor Tenebroso está concediéndole un gran honor. Y hay que reconocer que tu
hijo no rehúye cumplir con su deber, sino que parece alegrarse de tener una
ocasión para demostrar su valía, y está entusiasmado con la idea de...
Narcisa rompió a llorar con desconsuelo, sin dejar de mirar con gesto
suplicante a Snape.
—¡Porque tiene dieciséis años y no sabe lo que le espera! ¿Por qué, Severus?
¿Por qué mi hijo? ¡Es demasiado peligroso! ¡Esto es una venganza por el error
de Lucius, estoy segura! —Snape no respondió. Apartó la vista de la llorosa
Narcisa como si sus lágrimas fueran indecorosas, pero no podía fingir que no la
oía—. Por eso ha escogido a Draco, ¿verdad? —insistió ella—. Para castigar a
Lucius.
—Si Draco logra su objetivo —dijo Snape, aún sin mirarla—, alcanzará más
gloria que nadie.
—¡Pero no lo logrará! —sollozó Narcisa—. ¿Cómo va a lograrlo si ni
siquiera el Señor Tenebroso...?
Bellatrix soltó un grito ahogado y Narcisa perdió el valor para continuar.
—Sólo quería decir que nadie ha conseguido todavía... Por favor, Severus.
Tú eres... tú siempre has sido el profesor predilecto de Draco y eres un viejo
amigo de Lucius... Te lo suplico. Eres el favorito del Señor Tenebroso, su
consejero de mayor confianza. ¿Hablarás con él? ¿Intentarás convencerlo?
—El Señor Tenebroso no se dejará convencer, y yo no soy tan estúpido para
intentarlo —respondió Snape con rotundidad—. No voy a negar que él esté
disgustado con Lucius, a quien le habían asignado una misión pero se dejó
capturar, junto con muchos otros. Y por si fuera poco fracasó en su intento de
recuperar la profecía. Sí, el Señor Tenebroso está disgustado, Narcisa, muy
disgustado.
—¡Entonces tengo razón, ha escogido a Draco para vengarse! —profirió ella
entre sollozos—. ¡No pretende que mi hijo cumpla su cometido, sólo quiere que
muera en el intento!
Como Snape no respondió, Narcisa perdió el poco dominio de sí misma
que conservaba. Se puso en pie, fue tambaleándose hasta Snape y lo agarró por
el cuello de la túnica. Manteniendo la cara muy cerca de la suya y mojándole la
ropa con sus lágrimas, dijo con voz entrecortada:
—Tú podrías hacerlo. Tú podrías hacerlo en lugar de Draco, Severus. Lo
conseguirías, claro que lo conseguirías, y él te recompensaría mucho más que a
cualquiera de nosotros...
Snape le sujetó las muñecas y la apartó de sí. Entonces, contemplándole el
rostro anegado en lágrimas, afirmó despacio:
—Creo que quiere que al final lo haga yo. Pero está decidido a que Draco lo
intente primero. Verás, en el caso improbable de que tu hijo lo consiguiese, yo
podría permanecer en Hogwarts un poco más realizando mi labor de espía.
—¡O sea que no le importa que Draco muera!
—El Señor Tenebroso está muy enfadado —repitió Snape sin alterarse—.
No pudo oír la profecía. Sabes tan bien como yo que él no perdona fácilmente,
Narcisa.
La mujer se desplomó a los pies de él y se quedó sollozando en el suelo.
—Mi único hijo... Mi único hijo...
—¡Deberías sentirte orgullosa! —insistió Bellatrix sin piedad—. ¡Si yo
tuviera hijos, me alegraría de que entregaran la vida por el Señor Tenebroso!
Narcisa soltó un pequeño grito de desesperación y se tiró del largo y rubio
cabello. Snape, agarrándola por los brazos, la levantó del suelo y la llevó de
nuevo al sofá. A continuación le sirvió más vino y le puso la copa en la mano.
—Ya basta, Narcisa. Bebe esto. Y escúchame.
La mujer se tranquilizó un poco; temblando, tomó un sorbo de vino que le
goteó por la barbilla.
—Quizá yo pueda... ayudar a Draco.
Narcisa se incorporó, pálida como la cera y con los ojos desorbitados.
—¡Oh, Severus, Severus! ¿Estás dispuesto a ayudarlo? ¿Lo v igilarás, te
encargarás de que no le ocurra nada malo?
—Puedo intentarlo.
Narcisa lanzó la copa, que patinó por la mesa al mismo tiempo que ella
resbalaba del sofá y, arrodillándose a los pies de Snape, le cogía una mano con
las suyas para besársela.
—Si tú lo proteges, Severus... ¿Lo juras? ¿Pronunciarás el Juramento
Inquebrantable?
—¿El Juramento Inquebrantable? —repitió Snape con gesto impasible; sin
embargo, Bellatrix soltó una carcajada de triunfo.
—¿No lo has oído, Narcisa? ¡Lo intentará! ¡Seguro! Las clásicas palabras
vacías, la clásica ambigüedad... ¡Pero porque lo ordena el Señor Tenebroso,
desde luego!
Snape no miró a Bellatrix. Sus negros ojos estaban clavados en los de
Narcisa, azules y anegados en lágrimas. Ella seguía sujetándole la mano.
—Claro, Narcisa, pronunciaré el Juramento Inquebrantable —aseguró él
con calma—. Quizá tu hermana se avenga a ser nuestro Testigo.
Bellatrix se quedó boquiabierta. Snape se agachó hasta arrodillarse frente a
Narcisa y, ante la mirada de asombro de Bellatrix, unió su mano derecha con la
de Narcisa.
—Vas a necesitar tu varita, Bellatrix —dijo Snape con frialdad. Ella la sacó
con estupefacción—. Y tendrás que acercarte un poco más —añadió.
La mujer se colocó de pie delante de ambos y puso la punta de la varita
sobre las entrelazadas manos.
—¿Juras vigilar a mi hijo Draco mientras intenta cumplir los deseos del
Señor Tenebroso, Severus? —preguntó Narcisa.
—Sí, juro —respondió él.
Una delgada y brillante lengua de fuego salió de la varita y se enroscó
alrededor de las dos manos como un alambre al rojo.
—¿Y juras protegerlo lo mejor que puedas de cualquier daño?
—Sí, juro.
Una segunda lengua de fuego salió de la varita, se entrelazó con la primera
y formó una fina y reluciente cadena.
—Y si es necesario... si crees que Draco va a fracasar... —susurró Narcisa (la
mano de Snape temblaba en la de ella, pero no la retiró)—, ¿juras realizar tú la
tarea que el Señor Tenebroso ha encomendado a mi hijo?
Hubo un momento de silencio. Bellatrix los observaba con los ojos muy
abiertos y la varita suspendida sobre las unidas manos.
—Sí, juro.
Un resplandor rojizo iluminó el atónito rostro de Bellatrix al prender una
tercera lengua de fuego que salió disparada de la varita, se enredó con las otras
dos y se cerró alrededor de las bien sujetas manos, como una cuerda o una
serpiente ígneas.
3
Harry Potter roncaba escandalosamente. Había pasado casi cuatro horas
sentado en una silla junto a la ventana de su dormitorio contemplando la oscura
calle, y al final se había quedado dormido con un lado de la cara pegado al frío
cristal, las gafas torcidas y la boca abierta. El resplandor anaranjado de la farola
que había frente a la casa hacía destellar la mancha de vaho que su aliento
dejaba en la ventana, y la luz artificial le hacía palidecer el rostro, que parecía el
de un fantasma bajo la mata de desgreñado cabello negro. Había varios objetos
y bastante porquería esparcidos por la habitación: plumas de lechuza,
corazones de manzana y envoltorios de caramelo cubrían el suelo; unos libros
de hechizos entremezclados con una arrugada túnica se hallaban encima de la
cama, y sobre el escritorio, en medio de un charco de luz, un montón de
periódicos. El titular de uno de éstos rezaba:
HARRY POTTER: ¿EL ELEGIDO?
Siguen circulando rumores acerca del misterioso altercado ocurrido
recientemente en el Ministerio de Magia, durante el cual El-que-no-debeser-nombrado fue visto de nuevo.
«No estamos autorizados a hablar de ello, no me pregunten nada»,
manifestó ayer por la noche, al salir del ministerio, un nervioso
desmemorizador que se negó a dar su nombre.
No obstante, fuentes contrastadas del Ministerio de Magia han
confirmado que el altercado se produjo en la legendaria Sala de las
Profecías.
Aunque por ahora los magos portavoces se han negado a confirmar la
existencia de dicho lugar, cada vez un mayor número de miembros de la
comunidad mágica cree que los mortífagos, que en la actualidad cumplen
condena en Azkaban por entrada ilegal y tentativa de robo, pretendían
robar una profecía. Se desconoce la naturaleza de ésta, pero se especula
con la posibilidad de que esté relacionada con Harry Potter, la única
persona que ha sobrevivido a una maldición asesina y que estuvo en el
ministerio la noche en cuestión. Hay quienes llegan al extremo de llamar a
Potter «el Elegido», pues creen que la profecía lo señala como el único que
conseguirá librarnos de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Se desconoce el paradero actual de la profecía, si es que existe, aunque
(continúa en página 2, columna 5)
Junto a ese periódico había otro con el siguiente tallar:
SCRIMGEOUR SUSTITUYE A FUDGE
La mayor parte de la primera plana la ocupaba una gran fotografía en
blanco y negro de un hombre con espesa melena de león y el rostro muy
castigado. La fotografía se movía: el hombre saludaba con la mano al techo.
Rufus Scrimgeour, antiguo jefe de la Oficina de Aurores del Departamento
de Seguridad Mágica, ha sustituido a Cornelius Fudge en el cargo de
ministro de Magia. El nombramiento ha sido recibido con entusiasmo en
buena parte de la comunidad mágica, aunque existen rumores de
distanciamiento entre el nuevo ministro y Albus Dumbledore,
recientemente rehabilitado como Jefe de Magos del Wizengamot. Estas
diferencias surgieron horas después de que Scrimgeour tomara posesión
del cargo.
Los representantes de Scrimgeour han admitido que el nuevo ministro
se reunió con Dumbledore en cuanto ocupó el puesto supremo del
ministerio, pero se han negado a comentar el contenido de la reunión.
Como todo el mundo sabe, Albus Dumbledore (continúa en página 3,
columna 2)
A la izquierda de ese periódico había otro doblado que mostraba un
artículo titulado «El ministerio garantiza la seguridad de los alumnos».
El recién nombrado ministro de Magia, Rufus Scrimgeour, ha hecho
comentarios hoy sobre las nuevas y duras medidas adoptadas por su
departamento para garantizar la seguridad de los alumnos que regresarán
al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería este otoño.
«Por razones obvias, el ministerio no puede dar detalles de sus nuevos
y estrictos planes de seguridad», ha declarado el ministro, pero una
persona con acceso a información confidencial ha desvelado que esas
medidas incluyen hechizos y encantamientos defensivos, un complejo
despliegue de contramaldiciones y un pequeño destacamento de aurores
dedicados de manera exclusiva a la protección del Colegio Hogwarts.
La mayoría de la comunidad mágica parece satisfecha con la severa
postura del ministro en relación con la seguridad de los alumnos. La
señora Augusta Longbottom ha comentado a este periódico: «Mi nieto
Neville, que por cierto es un gran amigo de Harry Potter, peleó a su lado
contra los mortífagos en el ministerio en el mes de junio y...»
El resto del artículo estaba tapado por la gran jaula que le habían puesto
encima. Dentro de ésta había una espléndida lechuza, blanca como la nieve, que
recorría imperiosamente la habitación con sus ojos de color ámbar y de vez en
cuando giraba la cabeza para mirar a su dormido amo. En un par de ocasiones
hizo un ruidito seco con el pico, impaciente, pero Harry dormía tan
profundamente que no la oyó.
En el centro de la habitación se hallaba un enorme baúl con la tapa abierta,
como expectante; sin embargo, estaba casi vacío: dentro sólo había ropa interior
vieja, caramelos, tinteros gastados y plumas rotas que cubrían el fondo. Cerca
de él, en el suelo, había un folleto de color morado con el siguiente texto
impreso:
Distribuido por encargo del Ministerio de Magia
CÓMO PROTEGER SU HOGAR Y A SU FAMILIA
CONTRA LAS FUERZAS OSCURAS
La comunidad mágica se halla en la actualidad bajo la amenaza de
una organización compuesta por los llamados «mortífagos». El
cumplimiento de las sencillas pautas de seguridad que se enumeran a
continuación lo ayudará a proteger de ataques a su familia y su hogar.
1. Se recomienda que no salga solo de su casa.
2. Se aconseja tener especial cuidado durante la noche. Siempre que sea
posible, procure terminar sus desplazamientos antes de que haya
oscurecido.
3. Repase las disposiciones de seguridad de su vivienda y asegúrese de
que todos los miembros de la familia conocen medidas de
emergencia, como los encantamientos escudo y desilusionador, y, en
caso de que en la familia haya menores de edad, la Aparición
Conjunta.
4. Prepare contraseñas de seguridad con familiares y amigos íntimos
para detectar a mortífagos que pudieran suplantarlos utilizando la
Poción Multijugos (véase pág. 2).
5. Si advierte que un familiar, colega, amigo o vecino se comporta de
forma extraña, póngase en contacto de inmediato con el Grupo de
Operaciones Mágicas Especiales, pues esa persona podría
encontrarse bajo la maldición imperius (véase pág. 4).
6. Si aparece la Marca Tenebrosa encima de una vivienda u otro
edificio, NO ENTRE. Póngase en contacto de inmediato con la
Oficina de Aurores.
7. Ha habido indicios no confirmados de que los mortífagos podrían
estar utilizando inferi (véase pág. 10). Todo encuentro o detección de
un inferius debe ser INMEDIATAMENTE comunicado al ministerio.
Harry gruñó en sueños y la cara le resbaló un par de centímetros por el
cristal de la ventana, con lo que las gafas le quedaron aún más torcidas, pero no
se despertó. Un reloj que él había reparado años atrás hacía tictac en el alféizar
de la ventana y marcaba las once menos un minuto. A su lado, sujeto por la
relajada mano del muchacho, se encontraba un trozo de pergamino cubierto con
una caligrafía pulcra y estilizada. Había leído esa carta tantas veces desde que la
recibiera —hacía tres días— que, aunque había llegado enrollada formando un
apretado canuto, estaba completamente aplanada.
Querido Harry:
Si te parece bien, iré al número 4 de Privet Drive el próximo viernes a las
once en punto de la noche para acompañarte a La Madriguera, donde le han
invitado a pasar el resto de las vacaciones escolares.
Si estás de acuerdo, agradecería tu ayuda para un asunto que espero poder
resolver de camino hacia allí. Te lo explicaré con más detalle cuando te vea.
Por favor, envíame tu respuesta con esta misma lechuza. Hasta el próximo
viernes.
Atentamente,
Albus Dumbledore
Harry se había apostado junto a la ventana de su dormitorio (por donde se
veían bastante bien los dos extremos de Privet Drive) y desde las siete de la
tarde le lanzaba miradas a la misiva cada pocos minutos, a pesar de que se la
sabía de memoria. Era consciente de que no tenía sentido seguir releyendo las
palabras de Dumbledore, a quien había enviado una respuesta afirmativa con la
misma lechuza, como requería su remitente, y lo único que podía hacer era
esperar: Dumbledore llegaría o no llegaría.
Sin embargo, no había preparado el equipaje. Parecía imposible que fueran
a rescatarlo de los Dursley cuando sólo llevaba dos semanas con ellos. No
conseguía librarse del presentimiento de que algo iba a salir mal: su respuesta
quizá se había perdido, o Dumbledore no podría ir a recogerlo, o tal vez éste ni
siquiera había escrito la carta y se trataba de un truco, una broma o una trampa.
Por eso no había querido hacer el equipaje para luego llevarse un chasco y tener
que vaciar el baúl. La única concesión que había hecho a la posibilidad de
emprender un viaje era encerrar a su blanca lechuza, Hedwig, en la jaula.
El minutero del reloj llegó al número doce y la farola que había enfrente de
la ventana se apagó.
Harry despertó como si la repentina oscuridad fuera una señal de alarma.
Se enderezó las gafas, despegó la mejilla del cristal y apretó la nariz contra la
ventana para escudriñar la acera. Una alta figura ataviada con una capa larga y
ondeante se acercaba por el sendero del jardín.
El muchacho se puso en pie de un brinco, como impulsado por una
descarga eléctrica; derribó la silla y empezó a recoger del suelo todo lo que tenía
a su alcance y a arrojarlo hacia el baúl. Acababa de lanzar una túnica, dos libros
de hechizos y una bolsa de patatas fritas cuando sonó el timbre de la puerta.
Abajo, en el salón, tío Vernon gritó:
—¿Quién diantre será a estas horas de la noche?
Harry se quedó inmóvil con un telescopio de latón en una mano y un par
de zapatillas de deporte en la otra. Se le había olvidado avisar a los Dursley de
que quizá Dumbledore se presentaría. Muy nervioso, y por eso mismo
aguantándose la risa, saltó y abrió de un tirón la puerta de su dormitorio.
Entonces oyó una voz grave que decía: «Buenas noches. Usted debe de ser el
señor Dursley. Supongo que Harry le habrá dicho que vendría a recogerlo.»
Corrió escaleras abajo, saltando los peldaños de dos en dos, pero a un par
de metros del final se paró en seco, pues la experiencia le había enseñado a
mantenerse fuera del alcance de la mano de su tío siempre que pudiese. En el
umbral había un hombre alto y delgado, de barba y cabello plateados hasta la
cintura; llevaba unas gafas de media luna apoyadas en la torcida nariz e iba
ataviado con una larga capa de viaje negra y un sombrero puntiagudo. Vernon
Dursley, vestido con un batín morado y cuyo bigote era casi tan poblado como
el de Dumbledore —aunque todavía negro—, miraba de hito en hito a su
visitante, como si no diera crédito a sus diminutos ojos.
—A juzgar por su expresión de asombro e incredulidad, diría que Harry no
le advirtió de mi llegada —rectificó Dumbledore con simpatía—. Aun así,
supongamos que usted me ha invitado amablemente a entrar en su casa. No es
aconsejable entretenerse en los umbrales en estos tiempos difíciles. —Entró con
elegancia y cerró la puerta detrás de sí—. Ha pasado mucho tiempo desde mi
anterior visita —comentó escrutando a tío Vernon—. Permítame decirle que sus
agapantos están creciendo muy bien. Son plantas magníficas.
Vernon Dursley permanecía mudo. Harry sabía que su tío recobraría el
habla, y muy pronto (la palpitante vena de su sien estaba alcanzando el punto
de peligro), pero, al parecer, Dumbledore tenía algo que lo había dejado
temporalmente sin respiración. Quizá se debía a su notorio aspecto de mago, o
porque hasta tío Vernon se daba cuenta de que se hallaba ante un hombre a
quien difícilmente podría intimidar.
—¡Ah, Harry, buenas noches! —dijo Dumbledore mirándolo a través de sus
gafas con expresión radiante—. Excelente, excelente.
Al parecer, esas palabras provocaron a tío Vernon. Era evidente que, en su
opinión, cualquiera que mirara a Harry y dijera «excelente» tenía que ser por
fuerza una persona con la que él nunca estaría de acuerdo.
—No quisiera parecer maleducado... —empezó con un tono que cargaba de
grosería cada sílaba.
—Y sin embargo, lamentablemente, los casos de mala educación
involuntaria se producen con una frecuencia alarmante —lo cortó Dumbledore
con gravedad—. A veces resulta mejor no decir nada, amigo mío. ¡Ah, y ésta
debe de ser Petunia!
La puerta de la cocina se había abierto y allí estaba plantada la tía de Harry,
con sus guantes de goma y su bata de estar por casa encima del camisón; era
evidente que estaba en plena limpieza de las superficies de la cocina, una tarea
que realizaba todos los días antes de acostarse. Su cara de caballo no revelaba
otra cosa que conmoción.
—Albus Dumbledore —se presentó Dumbledore al ver que tío Vernon no
reaccionaba—. Nos hemos escrito, ¿no es así? —Harry lo consideró una extraña
manera de recordarle a tía Petunia que en una ocasión le había enviado una
carta explosiva, pero ella no se dio por aludida—. Y ése debe de ser su hijo
Dudley, ¿verdad?
Este acababa de asomarse a la puerta del salón. Su enorme y rubia cabeza
emergiendo del cuello del pijama a rayas parecía incorpórea, y tenía la boca
abierta en un asustado gesto de asombro. Dumbledore esperó unos instantes,
tal vez para ver si alguno de los Dursley pensaba decir algo, pero como el
silencio se prolongaba, sonrió y preguntó:
—¿Qué les parece si suponemos que me han invitado a entrar en el salón?
Dudley se apartó como pudo cuando el anciano mago pasó por su lado.
Harry, que todavía sostenía el telescopio y las zapatillas, salvó de un salto los
pocos peldaños que quedaban hasta el suelo y lo siguió. Dumbledore se sentó
en la butaca más cercana al fuego y contempló el salón con gesto de benévolo
interés. Parecía completamente fuera de lugar.
—¿No... no nos vamos, señor? —preguntó Harry con ansiedad.
—Sí, claro que sí, pero antes tenemos que hablar de varias cosas. Y prefiero
no hacerlo al aire libre. Sólo abusaremos un poco más de la hospitalidad de tus
tíos.
—¿En serio? —preguntó Vernon Dursley, entrando en el salón; Petunia iba
a su lado y Dudley detrás de ambos, intentando pasar inadvertido.
—Sí —confirmó Dumbledore con naturalidad—. Así es. —Sacó su varita
mágica tan deprisa que Harry apenas la vio y la hizo cimbrar rápidamente. El
sofá salió despedido y golpeó las corvas de los tres Dursley, que cayeron
sentados en él. Con otra sacudida de la varita, el sofá retrocedió hasta su
posición original—. Más vale que se pongan cómodos —añadió el mago con
gentileza.
Cuando Dumbledore se guardó la varita en el bolsillo, Harry se fijó en que
tenía la mano ennegrecida y apergaminada; daba la impresión de que la carne
se le había consumido.
—Señor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Luego, Harry —lo interrumpió—. Siéntate, por favor. —El muchacho
ocupó la butaca que quedaba y decidió no mirar a los Dursley, que parecían
víctimas de un hechizo aturdidor—. Lo lógico sería suponer que iban a
ofrecerme un refrigerio —le dijo Dumbledore a tío Vernon—, pero, por lo visto
hasta ahora, eso denotaría un optimismo rayano en el idealismo.
Con una tercera sacudida de la varita, materializó una polvorienta botella y
cinco copas. La botella se inclinó y vertió una generosa medida de un líquido
color miel en las copas, que a continuación levitaron hasta cada uno de los
presentes.
—El hidromiel más delicioso de la señora Rosmerta, envejecido en roble —
dijo Dumbledore alzando su copa hacia Harry, que cogió la suya y bebió un
pequeño sorbo. Nunca había probado nada parecido, pero le encantó. Los
Dursley, tras intercambiar fugaces y asustadas miradas, intentaron ignorar sus
copas, aunque era toda una hazaña, pues éstas no cesaban de darles golpecitos
en la cabeza. Harry sospechaba que Dumbledore estaba disfrutando de lo
lindo—. Bueno, Harry —dijo el director de Hogwarts volviéndose hacia él—, ha
surgido una dificultad que espero seas capaz de resolver para nosotros. Y
cuando digo «nosotros» me refiero a la Orden del Fénix. Pero, antes que nada,
debo decirte que hace una semana encontraron el testamento de Sirius y te ha
dejado todas sus posesiones.
Tío Vernon giró la cabeza para mirarlo, pero Harry no lo miró y tampoco se
le ocurrió nada que decir, salvo:
—¡Ah, vale!
—Esto, en general, resulta bastante sencillo —prosiguió Dumbledore—.
Añades una considerable cantidad de oro a la cuenta que tienes en Gringotts y
heredas todos los bienes de Sirius. La parte ligeramente problemática del
legado...
—¿Ha muerto su padrino? —preguntó tío Vernon desde el sofá.
Dumbledore y Harry se volvieron hacia él. La copa de hidromiel golpeaba con
insistencia un lado de la cabeza de Vernon, que intentaba apartarla—. ¿Ha
muerto? ¿Su padrino?
—Sí —confirmó Dumbledore, pero no le preguntó a Harry por qué no se lo
había contado a los Dursley—. El problema —continuó, mirando de nuevo al
muchacho como si no se hubiera producido ninguna interrupción— es que
Sirius también te ha dejado el número 12 de Grimmauld Place.
—¿Que ha heredado una casa? —se extrañó tío Vernon con avaricia,
entrecerrando sus pequeños ojos; pero nadie le contestó.
—Pueden seguir usándola como cuartel general —dijo Harry—. No me
importa. Que se la queden; en realidad no la quiero.
Prefería no volver a poner los pies allí. Se imaginaba que el espíritu de
Sirius habitaría eternamente la casa y que rondaría por sus oscuras y mohosas
habitaciones, solo y atrapado para siempre en el sitio del que tanto había
deseado salir en vida.
—Eres muy generoso —repuso Dumbledore—. Sin embargo, hemos
desalojado temporalmente el edificio.
—¿Por qué?
—Verás —respondió sin hacer caso de las quejas de tío Vernon, a quien la
perseverante copa seguía aporreando la cabeza—, la tradición de la familia
Black establece que la casa se transmita por línea directa al siguiente varón
apellidado Black. Sirius era el último; su hermano menor, Regulus, falleció
antes que él, y ninguno de los dos tuvo hijos. Aunque el testamento deja muy
claro que tu padrino quería que te quedaras con la casa, cabe la posibilidad de
que haya en ella algún hechizo o sortilegio para asegurar que sólo pueda
poseerla un sangre limpia.
Harry evocó fugazmente una vivida imagen del alborotador retrato de la
madre de Sirius, colgado en el recibidor de Grimmauld Place.
—No me extrañaría —coincidió.
—A mí tampoco —asintió Dumbledore—. Y si existe ese sortilegio, lo más
probable es que la vivienda pase al pariente vivo de Sirius de más edad, que es
su prima Bellatrix Lestrange.
Harry se puso en pie de un brinco, haciendo caer al suelo el telescopio y las
zapatillas que descansaban sobre su regazo. ¿Que la asesina de Sirius, Bellatrix
Lestrange, heredaría su casa?
—¡No! —gritó.
Bueno, es evidente que nosotros también preferiríamos que no la tuviera —
explicó Dumbledore con calma—. La situación plantea un sinfín de
complicaciones. No sabemos, por ejemplo, si los sortilegios que le hemos hecho
a la casa para que no se descubra su ubicación seguirán funcionando ahora que
Sirius ya no es el propietario. Bellatrix podría presentarse en la vivienda en
cualquier momento. Como es lógico, hemos decidido abandonar el edificio
hasta que se aclaren todas las cuestiones.
—Pero ¿cómo van a averiguar si se me permite ser el nuevo propietario?
—Por fortuna, existe una sencilla manera de comprobarlo.
Dejó su copa vacía en una mesita que había junto a la butaca, pero, antes de
que pudiera hacer nada más, tío Vernon exclamó:
—¿Quiere hacer el favor de quitarnos de encima estas malditas copas?
Harry vio a los tres Dursley protegiéndose la cabeza con los brazos
mientras las copas les propinaban fuertes golpes en el cráneo y salpicaban su
contenido por todas partes.
—¡Ay, lo siento mucho! —se disculpó Dumbledore, y volvió a levantar su
varita. Las tres copas se desvanecieron—. Pero habría sido de mejor educación
bebérselo.
Dio la impresión de que tío Vernon reprimía un montón de furibundas
réplicas, pero se limitó a encogerse entre los cojines con tía Petunia y Dudley,
sin apartar sus ojillos porcinos de la varita de Dumbledore.
—Verás —prosiguió Dumbledore, mirando de nuevo a Harry y como si
Vernon no hubiera intervenido en la conversación—, si resulta que has
heredado la casa, también habrás heredado...
Agitó la varita por quinta vez. Se oyó un fuerte «¡crac!» y apareció un elfo
doméstico con una narizota similar a un hocico, enormes orejas de murciélago y
unos grandes ojos inyectados en sangre; en cuclillas encima de la alfombra de
pelo largo de los Dursley, iba ataviado con mugrientos harapos. Tía Petunia
soltó un espeluznante chillido; en su casa jamás había entrado una criatura tan
asquerosa como ésa. Dudley, que estaba descalzo, levantó sus grandes y
rosados pies del suelo y los mantuvo en alto, como si creyera que aquella
criatura podría trepar por los pantalones de su pijama. Tío Vernon bramó:
—¿Qué demonios es eso?
—...a Kreacher —terminó Dumbledore.
—¡Kreacher no quiere, Kreacher no quiere, Kreacher no quiere! —protestó
el elfo doméstico con voz ronca y casi tan atronadora como la de Vernon, al
mismo tiempo que daba fuertes pisotones con sus largos y deformes pies y se
tiraba de las orejas—. Kreacher es de la señorita Bellatrix, sí señor, Kreacher es
de los Black, Kreacher quiere a su nueva ama, Kreacher no se irá con el mocoso
Potter, Kreacher no quiere, no quiere, no quiere.
—Como ves, Harry —continuó Dumbledore, elevando la voz para
superponerse a los gritos del elfo—, Kreacher muestra cierta reticencia a que
seas su amo.
—No me importa —repitió Harry mirando con desprecio al elfo doméstico,
que no paraba de retorcerse y dar pisotones—. No lo quiero.
—No quiere, no quiere, no quiere...
—¿Prefieres que pase a ser propiedad de Bellatrix Lestrange? ¿Tienes en
cuenta que ha estado un año entero en el cuartel general de la Orden del Fénix?
—No quiere, no quiere, no quiere...
Harry miró a Dumbledore. Sabía que no debían permitir que Kreacher se
fuera a vivir con Bellatrix Lestrange, pero le repugnaba la idea de ser su
propietario, de ser el responsable de la criatura que había traicionado a Sirius.
—Dale una orden —propuso Dumbledore—. Si te pertenece, tendrá que
obedecerte. Si no, habrá que pensar en otra manera de mantenerlo alejado de su
legítima propietaria.
—¡No quiere, no quiere, no quiere, NO QUIERE!
Kreacher gritaba a pleno pulmón y a Harry sólo se le ocurrió decir:
—¡Cállate, Kreacher!
Por un momento pareció que éste iba a asfixiarse. Se agarró el cuello
mientras seguía moviendo la boca con furia; los ojos se le salían de las órbitas.
Después de tragar varias veces saliva con grandes aspavientos, se tiró boca
abajo sobre la alfombra (tía Petunia soltó un gemido) y se puso a golpear el
suelo con pies y manos, entregándose a una violenta pero silenciosa pataleta.
—Bueno, eso simplifica las cosas —observó Dumbledore con buen
humor—. Por lo visto, Sirius sabía lo que hacía. Eres el legítimo heredero del
número 12 de Grimmauld Place y de Kreacher.
—¿Tengo que... quedarme con él? —preguntó Harry, horrorizado, mientras
el elfo doméstico se retorcía a sus pies.
—Si no quieres, no —contestó el mago—. Y si me permites una sugerencia,
podrías enviarlo a trabajar en las cocinas de Hogwarts. De ese modo, los otros
elfos domésticos lo vigilarían.
—Sí —dijo Harry con alivio—, sí, eso haré. Hum... Kreacher, quiero que
vayas a Hogwarts y trabajes en las cocinas con los otros elfos domésticos.
Kreacher, que se había quedado tumbado de espaldas con los brazos y las
piernas en el aire, miró a Harry con profundo odio y, con otro fuerte «¡crac!»,
desapareció.
—Muy bien —prosiguió Dumbledore—. También hay que resolver el
asunto del hipogrifo, Buckbeak. Hagrid lo ha cuidado desde que murió Sirius,
pero ahora es tuyo, así que si prefieres disponer otra cosa...
—No —respondió Harry—, puede quedarse con Hagrid. Creo que Buckbeak
lo preferirá.
—Hagrid estará encantado —asintió Dumbledore sonriendo—. Se alegró
mucho de volver a verlo. Por cierto, decidimos, por la propia seguridad del
hipogrifo, cambiarle el nombre y de momento llamarlo Witherwings, aunque
dudo mucho que el ministerio llegue a sospechar jamás que es el mismo
hipogrifo que una vez condenaron a muerte. Y ahora, Harry, ¿tienes el baúl
preparado?
—Hum...
—¿Dudabas que fuera a venir? —inquirió el mago con sagacidad.
—Subo un momento y... vuelvo enseguida —contestó Harry, y se apresuró
a recoger el telescopio y las zapatillas.
Tardó poco más de diez minutos en reunir todo lo que necesitaba; por fin,
consiguió rescatar su capa invisible de debajo de la cama, enroscar el tapón del
tarro de tinta pluricolor y cerrar la tapa del baúl con el caldero dentro. Luego,
tirando del baúl con una mano y sujetando con la otra la jaula de Hedwig, bajó la
escalera.
Se llevó un chasco al ver que Dumbledore no lo esperaba en el recibidor, lo
cual significaba que tenía que volver al salón.
Nadie decía nada. El anciano profesor tarareaba con la boca cerrada; al
parecer se sentía a gusto y relajado, pero la atmósfera habría podido cortarse
con un cuchillo. Harry no se atrevió a mirar a los Dursley cuando anunció:
—Ya estoy listo, profesor.
—Estupendo —repuso éste—. Sólo una cosa más —añadió, y se volvió
hacia los Dursley—. Como sin duda sabrán, Harry alcanzará la mayoría de
edad dentro de un año...
—¡No! —saltó tía Petunia, que hablaba por primera vez desde la llegada de
Dumbledore.
—¿Cómo dice? —preguntó Dumbledore con educación.
—Se equivoca. Harry tiene un mes menos que Dudley y Dudders no
cumple los dieciocho hasta dentro de dos años.
—¡Ah! —dijo Dumbledore con tono afable—. Pero en el mundo mágico
alcanzamos la mayoría de edad a los diecisiete.
Tío Vernon murmuró: «¡Qué ridiculez!», pero Dumbledore no le hizo caso.
—Bien, como ya saben, el mago llamado lord Voldemort ha regresado a
este país. La comunidad mágica se encuentra en una situación de guerra abierta
y Harry, a quien Voldemort ya ha intentado matar en diversas ocasiones, corre
mayor peligro ahora que el día en que lo dejé frente a la puerta de esta casa,
hace quince años, con una carta que explicaba cómo habían muerto sus padres y
expresaba mis deseos de que ustedes lo cuidaran como si fuera un hijo propio.
—Hizo una pausa, y aunque su voz seguía suave y sosegada y no daba señales
de enfado, Harry percibió que el anciano emanaba una especie de frialdad y se
fijó en que los Dursley se juntaban un poco más unos a otros—. Pero no han
hecho lo que les pedí. Nunca han tratado a Harry como a un hijo. Con ustedes,
él no ha conocido otra cosa que el abandono y, muchas veces, la crueldad. Lo
mejor que se puede decir es que al menos se ha librado de los atroces perjuicios
que le han ocasionado al desafortunado muchacho que está sentado entre
ustedes.
Petunia y Vernon giraron la cabeza de forma instintiva, como si esperaran
ver a una persona que no fuera Dudley, apretujado entre ellos.
—¿Que nosotros hemos... tratado mal a Dudders? ¿Qué está...? —empezó
tío Vernon, furioso; pero Dumbledore levantó un dedo índice pidiendo silencio,
un silencio que se hizo de inmediato, como si hubiera hecho enmudecer a
Vernon.
—Gracias a la magia que realicé hace quince años, Harry goza de una
poderosa protección mientras esta casa sea su hogar. Por muy desdichado que
se haya sentido aquí, por mucho que le hayan demostrado que estaba de más,
por muy mal que lo hayan tratado, al menos lo han tenido con ustedes, aunque
a regañadientes. Esa magia dejará de funcionar tan pronto Harry cumpla
diecisiete años; dicho de otro modo, en cuanto se convierta en un adulto. Así
pues, sólo les pido esto: que le permitan regresar una vez más a esta casa antes
de su decimoséptimo cumpleaños, con lo que seguirá beneficiándose de
protección hasta ese momento.
Ninguno de los Dursley abrió la boca. Dudley tenía el entrecejo ligeramente
fruncido, como si intentase recordar cuándo habían maltratado a su primo, tío
Vernon parecía atragantado con algo, y tía Petunia presentaba un extraño
rubor.
—Bueno, Harry... Es hora de marcharnos —anunció Dumbledore, al tiempo
que se levantaba y se arreglaba la larga capa negra—. Hasta la próxima —dijo a
los Dursley, que pusieron cara de que, por ellos, ese momento podía retrasarse
eternamente; y, tras quitarse el sombrero, salió de la habitación con paso
majestuoso.
—Adiós —les dijo Harry a los Dursley de pasada, y siguió a Dumbledore,
que se detuvo al lado del baúl, sobre el que estaba la jaula de Hedwig.
—Ahora no nos interesa cargar con esto —resolvió, y volvió a sacar su
varita—. Lo enviaré a La Madriguera. Pero me gustaría que cogieras tu capa
invisible, por si acaso.
El muchacho extrajo la capa con cierta dificultad, procurando que
Dumbledore no viera el desorden que había dentro. Cuando se la hubo metido
en el bolsillo interior de la cazadora, el mago sacudió la varita y el baúl, la jaula
y Hedwig se esfumaron. Volvió a agitarla y la puerta de la calle se abrió. La
noche era fría y neblinosa.
—Y ahora, Harry, adentrémonos en la oscuridad y vayamos en busca de la
aventura, esa caprichosa seductora.
su despacho, leyendo un largo memorándum que se le colaba en el cerebro sin
dejarle el más leve rastro de significado. Esperaba la llamada del presidente de
un lejano país, y, mientras se preguntaba cuándo la haría el muy condenado,
intentaba borrar los desagradables recuerdos de una larga, agotadora y difícil
semana, por lo que en la cabeza no le quedaba sitio para otra cosa. Cuanto más
empeño ponía en concentrarse en el escrito que tenía ante sus ojos, más
nítidamente veía las caras de regodeo de sus rivales políticos. Ese mismo día, su
principal adversario había aparecido en el telediario y no se había contentado
con enumerar los espantosos sucesos ocurridos esa semana (como si alguien
necesitara que se los recordaran), sino que también había expuesto sus razones
para culpar de todo al Gobierno.
Al primer ministro se le aceleró el pulso al pensar en esas acusaciones,
porque no eran justas ni ciertas. ¿Cómo querían que el Gobierno impidiera que
el puente se derrumbase? Era indignante que alguien insinuara que no
invertían suficiente dinero en obras públicas. El puente en cuestión tenía menos
de diez años, y ni los mejores expertos podían explicar por qué se había partido
por la mitad, provocando que docenas de coches se despeñasen a las
profundidades del río. ¿Y cómo se atrevían a insinuar que la escasa vigilancia
policial había facilitado los dos horribles asesinatos aireados por los medios de
comunicación? ¿O que el Gobierno debería haber previsto de alguna manera el
inusitado huracán del West Country, con su larga lista de víctimas y daños
materiales? ¿También era por su culpa que uno de sus subsecretarios, Herbert
Chorley, hubiese acabado de patitas en la calle por haber escogido esa semana
para comportarse de un modo tan extraño?
«En el país se respira un ambiente de desastre», había concluido el
adversario sin disimular una ancha sonrisa.
Por desgracia, esa afirmación era cierta. El primer ministro también lo
notaba: la gente parecía más triste de lo habitual y el clima era deprimente;
aquella fría neblina en pleno julio no encajaba, no era normal.
Pasó a la segunda hoja del memorándum, vio que todavía le quedaba
mucho por leer y lo dejó por imposible. Estiró los brazos para desperezarse
mientras contemplaba su despacho con tristeza. Era una habitación elegante con
una magnífica chimenea de mármol enfrente de las altas ventanas de guillotina,
bien cerradas para que no entrara aquel frío impropio de la estación. Al notar
un ligero temblor, se levantó y se acercó a las ventanas para observar la tenue
neblina que se pegaba a los cristales. En ese momento, mientras se hallaba de
espaldas a la habitación, oyó una débil tos detrás de él.
Se quedó paralizado, con la nariz pegada a su asustado reflejo en el oscuro
cristal. Conocía esa tos; no era la primera vez que la oía. Se dio la vuelta poco a
poco hacia el vacío despacho.
—¿Hola? —dijo, intentando mostrarse más valiente de lo que en realidad se
sentía.
Por un instante concibió la imposible esperanza de que nadie le contestara.
Sin embargo, una voz respondió de inmediato; una voz clara y resuelta, propia
de alguien que lee una declaración redactada de antemano. Tal como
sospechara al oír la tos, procedía del pequeño y desvaído retrato al óleo de
aquel hombrecillo con aspecto de rana y larga peluca plateada, colgado en un
rincón de la habitación.
—Para el primer ministro de los muggles. Solicito reunión urgente. Por
favor, responda cuanto antes. Atentamente, Fudge. —El individuo del cuadro
miró con gesto inquisitivo a su interlocutor.
—Es que... —dijo éste—. Mire, ahora estoy ocupado. Espero una llamada,
¿sabe? Del presidente de...
—Eso se puede arreglar —lo interrumpió el personaje del retrato.
El primer ministro torció el gesto. Ya se temía algo parecido.
—Verá, es que necesito hablar...
—Nos encargaremos de que a ese presidente se le olvide telefonear. Se
pondrá en contacto con usted mañana por la noche en lugar de hoy —le cortó el
hombrecillo—. Tenga la amabilidad de responder de inmediato al señor Fudge.
—Yo... hum... bueno —concedió sin convicción—. De acuerdo, me reuniré
con Fudge.
Regresó apresuradamente a su mesa arreglándose el nudo de la corbata.
Apenas había tenido tiempo de sentarse y adoptar una expresión relajada e
impertérrita, cuando unas brillantes llamas verdosas prendieron en la
chimenea. Intentando disimular cualquier indicio de sorpresa o alarma, vio
cómo un corpulento individuo aparecía entre ellas girando sobre sí mismo
como una peonza. Pasados unos segundos, salió de la chimenea gateando y se
incorporó sobre la lujosa alfombra antigua, al tiempo que se sacudía ceniza de
una larga capa de raya diplomática y sostenía un bombín verde lima con la otra
mano.
—Primer ministro —lo saludó Cornelius Fudge avanzando con paso firme
y la mano tendida—, me alegro de volver a verlo.
El primer ministro no podía devolver el cumplido sin mentir, de modo que
no dijo nada. No se alegraba lo más mínimo de ver a Fudge, cuyas ocasionales
apariciones, además de resultar sumamente alarmantes, solían depararle alguna
noticia nefasta. Por si fuera poco, Funge parecía agobiado por las
preocupaciones. Se lo veía más delgado, calvo y canoso, y tenía la cara surcada
de arrugas. El primer ministro ya había visto ese aspecto en otros políticos, y
nunca auguraba nada bueno.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó estrechándole la mano con
brevedad, y le señaló la dura silla que había delante de su mesa.
—No sé por dónde empezar —masculló Fudge mientras arrastraba la silla;
luego se sentó y colocó el bombín verde sobre las rodillas—. ¡Qué semanita!
—¿Usted también ha tenido una mala semana? —repuso el primer ministro
con fría formalidad, dándole a entender que ya tenía bastantes problemas y no
necesitaba los de él.
—Sí, claro —contestó Fudge frotándose los ojos con gesto de cansancio, y lo
miró con aire taciturno—. Tan mala como la suya, primer ministro. El puente de
Brockdale, los asesinatos de Bones y Vance... Por no mencionar la catástrofe del
West Country.
—Usted... su... quiero decir... ¿Ha sido alguien de los de...? ¿Tiene algo que
ver su gente con esos acontecimientos?
Fudge le lanzó una severa mirada y repuso:
—Por supuesto que tiene algo que ver. Supongo que se habrá dado cuenta
de lo que está pasando, ¿no?
—Yo... —vaciló.
Ese tipo de comportamiento era lo que más le desagradaba de las visitas de
Fudge. Al fin y al cabo, él era el primer ministro y no le gustaba que lo trataran
como si fuera un ignorante colegial. Sin embargo, la actitud de Fudge siempre
había sido la misma desde su primera reunión con él, celebrada el mismo día en
que había asumido el cargo, años atrás. No obstante, era un recuerdo tan vivido
que parecía que aquel primer encuentro se hubiese producido el día anterior, y
él sabía que lo perseguiría hasta el día de su muerte: estaba en ese mismo
despacho, de pie, solo, saboreando el triunfo logrado tras muchos años de soñar
y maquinar, cuando de pronto había oído toser a sus espaldas, igual que esta
noche, y al darse la vuelta, el feo personaje del retrato le había anunciado que el
ministro de Magia estaba a punto de llegar para presentarse.
Como es lógico, el primer ministro pensó que la larga campaña y los
nervios de las elecciones lo habían trastornado. Se llevó un susto de muerte al
ver que le hablaba un retrato, aunque eso no fue nada comparado con lo que
sintió cuando un tipo que se hacía llamar mago salió despedido de la chimenea
y le estrechó la mano. El permaneció mudo de asombro mientras Fudge, con
gran consideración, le explicaba que todavía había magos y brujas que vivían en
secreto por todo el mundo y lo tranquilizaba añadiendo que no hacía falta que
se preocupara por ellos, dado que el Ministerio de Magia se encargaba de la
comunidad mágica e impedía que la población no mágica se percatara de su
existencia. Fudge había agregado que ése era un trabajo difícil que lo abarcaba
todo, desde procurar que se cumpliera el reglamento del uso responsable de
escobas hasta mantener controlada a la población de dragones (al oír esto, él se
había agarrado a la mesa para no caerse). A continuación, Fudge, dándole unas
paternales palmaditas en el hombro mientras él continuaba estupefacto, había
concluido:
—No se preocupe, lo más probable es que nunca vuelva a verme. Sólo lo
molestaré si pasa algo verdaderamente grave en nuestra comunidad, algo que
pueda afectar a los muggles, es decir, a la población no mágica. Por lo demás,
nuestra política siempre ha sido vivir y dejar vivir. Y permítame decirle que
usted se lo está tomando mucho mejor que su predecesor. Él creyó que yo era
una broma planeada por la oposición e intentó arrojarme por la ventana.
Ante tal afirmación, el primer ministro había recuperado por fin el habla.
—Entonces, ¿usted no es ninguna broma? —Esa era su última esperanza.
—No —respondió Fudge con delicadeza—. No, me temo que no. Mire. —Y
convirtió la taza de té del primer ministro en un jerbo.
—Pero... —apuntó el otro con voz entrecortada mientras veía cómo su taza
de té masticaba un trocito de su próximo discurso escrito— pero ¿por qué nadie
me ha explicado...?
—El ministro de Magia sólo se muestra al primer ministro muggle en activo
—aclaró Fudge, y se guardó la varita en la chaqueta—. Creemos que es la mejor
manera de mantener el secreto.
—Pero entonces —gimoteó el primer ministro—, ¿por qué no me ha
avisado mi antecesor?
Fudge había soltado una carcajada.
—Querido primer ministro, ¿piensa usted contárselo a alguien?
Riendo todavía con satisfacción, Fudge arrojó unos polvos a la chimenea, se
metió entre las llamas de color esmeralda y se esfumó produciendo el ruido de
una ventolera. El primer ministro se había quedado inmóvil, y se dio cuenta de
que nunca, aunque viviera muchos años, se atrevería a mencionarle ese
encuentro a nadie, pues ¿quién iba a dar crédito a sus palabras?
Tardó un tiempo en recuperarse del sobresalto. Al principio intentó
convencerse de que Fudge había sido una alucinación provocada por la falta de
sueño acumulada a lo largo de la extenuante campaña electoral, y en un vano
intento de librarse de cualquier recuerdo del desagradable encuentro, le regaló
el jerbo a su sobrina, que se llevó una grata sorpresa. Además, ordenó a su
secretaria particular que retirara el retrato del feo hombrecillo que había
anunciado la llegada del ministro de Magia. Sin embargo, resultó imposible
descolgarlo, lo que le provocó gran consternación. Después de que varios
carpinteros, un par de albañiles, un historiador de arte y el ministro de
Hacienda intentaran sin éxito arrancarlo de la pared, el primer ministro desistió
y se resignó a confiar en que «esa cosa» permaneciera quieta y callada durante
el resto de su mandato. Alguna que otra vez habría jurado ver con el rabillo del
ojo cómo el ocupante del cuadro bostezaba o se rascaba la nariz; y en un par de
ocasiones, el tipo desapareció como si tal cosa del marco sin dejar tras de sí más
que un sucio trozo de lienzo marrón. Con todo, se acostumbró a no prestarle
mucha atención al dichoso cuadro y, cuando pasaban cosas como aquéllas, se
decía que eran efectos ópticos.
Pero tres años atrás, una noche muy parecida a ésta, el primer ministro
también se hallaba solo en su despacho cuando el retrato había anunciado una
vez más la inminente llegada de Fudge, que salió de repente de la chimenea,
empapado y despavorido. Antes de que el primer ministro pudiera preguntarle
qué hacía chorreando agua encima de la alfombra Axminster, el ministro de
Magia empezó a largarle una perorata sobre una cárcel de la que él nunca había
oído hablar, un tipo llamado «Sirio» Black, un sitio que sonaba algo así como
Hogwarts y un muchacho llamado Harry Potter, nada de lo cual tenía ni pizca
de sentido para el primer ministro.
—Vengo de Azkaban —había explicado Fudge, jadeando, mientras
inclinaba el bombín para que el agua acumulada en el ala cayera dentro de su
bolsillo—. Está en medio del mar del Norte, ¿sabe? Ha sido un vuelo de lo más
desagradable. Los dementores están muy soliviantados... —Hizo una pausa y se
estremeció—. Es la primera vez que alguien se fuga de allí. En fin, tenía que
hablar con usted, primer ministro. Black es un asesino de muggles y es posible
que pretenda reunirse de nuevo con Quien-usted-sabe... Pero ¿qué digo? ¡Claro,
usted ni siquiera sabe quién es Quien-usted-sabe! —Lo miró con desespero y
propuso—: Está bien, siéntese, siéntese. Será mejor que lo ponga al corriente.
Tómese un whisky.
No le hizo mucha gracia que lo invitaran a sentarse en su propio despacho,
y menos aún que le ofrecieran su propio whisky, pero aun así se sentó. Fudge
sacó su varita, hizo aparecer de la nada dos grandes vasos llenos de un líquido
ámbar, le puso uno en la mano al primer ministro y acercó una silla.
Fudge habló durante más de una hora. Hubo un momento en que, al no
querer pronunciar cierto nombre en voz alta, lo escribió en un trozo de
pergamino que le puso al primer ministro en la mano libre. Cuando por fin se
levantó con intención de marcharse, su anfitrión se levantó también.
—De modo que usted cree que... —Entornó los ojos y miró el trozo de
pergamino que tenía en la mano izquierda—: Lord Vol... —leyó.
—¡El-que-no-debe-ser-nombrado! —gruñó Fudge.
—Lo siento. Entonces, ¿usted cree que El-que-no-debe-ser-nombrado sigue
vivo?
—Dumbledore asegura que sí —respondió Fudge mientras se abrochaba la
capa hasta la barbilla—, pero nunca lo hemos encontrado. En mi opinión, él no
supone ningún peligro a menos que cuente con apoyo, de modo que quien
debería preocuparnos es Black. Así pues, dará a conocer usted la noticia,
¿verdad? Excelente. ¡Espero que no volvamos a vernos, primer ministro! Buenas
noches.
Pero volvieron a verse. Al cabo de un año escaso, Fudge, muy abrumado,
apareció de nuevo en el despacho para comunicarle que había surgido un
problemita en la Copa del Mundo de «cuidich» (o así sonó lo que dijo) y que
había varios muggles «implicados», pero que no debía preocuparse, porque el
hecho de que hubiera vuelto a verse la Marca de Quien-usted-sabe no
significaba nada; estaba seguro de que se trataba de un incidente aislado, y la
Oficina de Coordinación de los Muggles ya se estaba ocupando de todas las
modificaciones de memoria necesarias.
—¡Ah, casi se me olvida! —añadió—. Vamos a importar del extranjero tres
dragones y una esfinge para el Torneo de los Tres Magos; es pura rutina, pero el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas insiste en que,
según el reglamento, tenemos que notificarle a usted que vamos a introducir
criaturas peligrosísimas en el país.
—¿Ha dicho... dragones? —farfulló el primer ministro.
—Sí, tres —puntualizó Fudge—. Y una esfinge. Bueno, que tenga un buen
día.
El primer ministro se aferró como pudo a la ilusión de que los dragones y
las esfinges serían lo peor de todo, pero no sirvió de nada. Casi dos años más
tarde, Fudge volvió a salir del fuego de la chimenea para comunicarle que se
había producido una fuga masiva de Azkaban.
—¿Una fuga masiva? —repitió el primer ministro con voz quebrada.
—¡No debe preocuparse, no debe preocuparse! —exclamó Fudge, que ya
tenía un pie en las llamas para irse—. ¡Los atraparemos enseguida, pero me
pareció conveniente que lo supiera usted!
Y antes de que el otro pudiera gritarle «¡Espere un momento!», Fudge
desapareció en medio de una lluvia de chispas verdes.
Aunque la prensa y la oposición opinaran otra cosa, el primer ministro no
era ningún idiota, y a pesar de lo que Fudge le había garantizado en su primera
reunión, desde entonces se habían visto en varias ocasiones y en cada nueva
visita Fudge parecía más nervioso que en la anterior.
Aunque no le gustaba nada pensar en el ministro de Magia (o, como él lo
llamaba para sus adentros, «el otro ministro»), vivía con el temor de que en su
siguiente aparición portase noticias aún más graves. Por ese motivo, verlo salir
otra vez del fuego, despeinado, inquieto y muy sorprendido de que el primer
ministro no supiera exactamente qué hacía él allí fue, sin duda, lo peor que le
había ocurrido en el curso de esa calamitosa semana.
—¿Cómo voy a saber yo lo que pasa en la... la... comunidad mágica? —le
espetó a Fudge por fin—. Debo dirigir un país, y actualmente ya tengo
suficientes preocupaciones para que encima...
—Nuestras preocupaciones son las mismas —lo interrumpió el visitante—:
el puente de Brockdale no se derrumbó porque estuviera desgastado; lo del
West Country no fue ningún huracán; esos asesinatos no los perpetraron
muggles; y no le quepa duda de que el mundo estará más seguro sin Herbert
Chorley. De hecho, estamos haciendo trámites para que lo ingresen en el
Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. El traslado debería
realizarse esta misma noche.
—¿Cómo dice? Me parece que... ¿Qué acaba de decir? —bramó el primer
ministro.
Fudge exhaló un hondo suspiro y replicó:
—Primer ministro, lamento mucho tener que comunicarle que ha vuelto.
El-que-no-debe-ser-nombrado ha vuelto.
—¿Que ha vuelto? ¿Qué quiere decir con que «ha vuelto»? ¿Que está vivo?
Porque...
El primer ministro rebuscó en su memoria los detalles de la espeluznante
conversación mantenida con Fudge hacía tres años, cuando éste le habló por
primera vez de ese mago, más temido que ningún otro, el mago que había
cometido miles de crímenes terribles antes de su misteriosa desaparición,
quince años atrás.
—Sí, está vivo —confirmó Fudge—. Es decir... no sé... ¿Está viva una
persona a la que no se puede matar? Yo no acabo de entenderlo y Dumbledore
se niega a darme muchas explicaciones; pero, sea como fuere, lo que sabemos es
que ahora tiene un cuerpo con el que camina, habla y mata. Así pues, y a los
efectos de esta discusión, supongo que puede decirse que está vivo.
El primer ministro no supo qué responder a esa afirmación, pero la habitual
costumbre de fingir que estaba muy bien informado de cualquier tema que se
planteara lo impulsó a tratar de recordar sus anteriores conversaciones con
Fudge.
—¿Está Sirio Black con... con... El-que-no-debe-ser-nombrado?
—¿Sirio? ¿Sirio? —repitió Fudge como un loco, haciendo girar rápidamente
su bombín con una mano—. Querrá decir Sirius Black. ¡Por las barbas de
Merlín! No, Black está muerto. Resulta que nos equivocamos respecto a él.
Vaya, que era inocente. Y que no estaba confabulado con El-que-no-debe-sernombrado. Verá —añadió poniéndose a la defensiva, e hizo girar el bombín
todavía más deprisa—, todos los indicios apuntaban a que... Teníamos más de
cincuenta testigos presenciales. En fin, como le digo, Black está muerto. Bueno,
de hecho lo asesinaron. En las oficinas del Ministerio de Magia. Obviamente, se
va a llevar a cabo una investigación.
Aunque él mismo se sorprendió, en ese momento el primer ministro
experimentó un fugaz sentimiento de lástima por Fudge. Sin embargo, su
compasión quedó eclipsada por el orgullo que sintió al pensar que, por muy
inepto que él fuera para aparecer en las chimeneas, nunca se había cometido un
asesinato en ninguno de los departamentos gubernamentales a su cargo. Al
menos de momento.
—Pero ahora no nos preocupa Black —añadió Fudge—. Lo que nos
preocupa es que estamos en guerra, primer ministro, y debemos tomar
medidas.
—¿En guerra? —repitió, nervioso, y toqueteó disimuladamente su
escritorio—. ¿Seguro que no exagera?
—Los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado que se fugaron de
Azkaban en enero se le han unido —explicó Fudge, hablando cada vez más
deprisa y haciendo girar el bombín a gran velocidad, hasta que éste se convirtió
en una mancha verde lima—. Desde que pasaron a la acción no han cesado de
hacer estragos. El puente de Brockdale fue obra suya; y amenazó con una gran
matanza de muggles si no me apartaba para que él...
—¡Cielo santo, entonces el responsable de que muriera esa gente es usted, y
es a mí a quien acribillan a preguntas sobre cables oxidados, juntas de
dilatación corroídas y no sé qué más! —exclamó el primer ministro, furioso.
—¿Responsable? —protestó Fudge, enrojeciendo—. ¿Quiere decir que
usted habría cedido al chantaje así como así?
—¡Quizá no —admitió el otro, y se levantó para pasearse por la
habitación—, pero habría hecho todo lo posible para detener al chantajista antes
de que cometiera semejante atrocidad!
—¿De verdad cree que yo no lo hice? —inquirió Fudge, acalorado—.
¡Todos los aurores del ministerio estaban tras su pista y la de sus partidarios!
¡Pero resulta que se trata de uno de los magos más poderosos de todos los
tiempos, un mago que lleva casi tres décadas eludiendo la captura!
—Ya veo. Y supongo que ahora me dirá que también fue él quien causó el
huracán del West Country, ¿no? —replicó el primer ministro, cuyo humor
empeoraba con cada paso que daba. Era exasperante descubrir el motivo de los
espantosos desastres sucedidos y no poder revelarlo de manera oficial; era casi
peor que descubrir que verdaderamente era culpa del Gobierno.
—Eso no fue ningún huracán —dijo el mago con abatimiento.
—¿Cómo que no? —bramó el otro sin dejar de dar zancadas por la
habitación—. Árboles arrancados de raíz, tejados desprendidos, farolas
dobladas, heridos gravísimos...
—Fueron los mortífagos, los seguidores de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Y sospechamos que también participaron los gigantes.
El primer ministro se paró en seco, como si hubiera chocado contra una
pared invisible.
—¿Que participó quién?
—La última vez utilizó a los gigantes para impresionar —explicó Fudge
con una mueca de pesar—. La Oficina de Desinformación ha estado trabajando
día y noche, hay equipos de desmemorizadores tratando de modificar los
recuerdos de los muggles que vieron lo que pasó, y prácticamente todo el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas se halla
trabajando en Somerset, pero no hemos encontrado al gigante. Ha sido un
desastre.
—¡Y que lo diga! —exclamó el primer ministro, enfurecido.
—No voy a negar que en el ministerio la moral está muy baja. Con todo lo
que ha pasado... Y encima hemos perdido a Amelia Bones.
—¿A quién dice que han perdido?
—A Amelia Bones. La jefa del Departamento de Seguridad Mágica.
Creemos que El-que-no-debe-ser-nombrado podría haberla matado
personalmente porque era una bruja de gran talento y... todo indica que opuso
mucha resistencia.
Fudge carraspeó y, al parecer con gran esfuerzo, dejó de hacer girar su
bombín.
—Pero ese asesinato salió en los periódicos —comentó el primer ministro,
olvidándose por un momento de su rabia—. ¡En nuestros periódicos! Amelia
Bones... Sólo decían que era una mujer de mediana edad que vivía sola. Fue un
asesinato muy cruel, ¿verdad? Se ha hablado mucho de él. La policía está
desconcertada.
—No me extraña. La mataron en una habitación cerrada con llave por
dentro, ¿no? Nosotros, en cambio, sabemos muy bien quién lo hizo, aunque eso
no va a ayudarnos a atrapar al culpable. Y luego está el caso de Emmeline
Vance, quizá haya oído hablar también de él.
—¡Sí, ya lo creo! De hecho, ocurrió muy cerca de aquí. Los periódicos se
dieron un verdadero festín: «Alteración de la ley y el orden en el patio trasero
del primer ministro...»
—Y por si todo eso fuera poco —prosiguió Fudge sin hacerle mucho caso—
, hay dementores pululando por todas partes y atacando a la gente a diestro y
siniestro.
En otros tiempos más felices, esa frase habría sido ininteligible para el
primer ministro, pero ahora estaba mejor informado.
—Tenía entendido que los dementores vigilaban a los prisioneros de
Azkaban —aventuró.
—Sí, eso hacían —repuso Fudge con voz cansina—. Pero ya no es así. Han
abandonado la prisión y se han unido a El-que-no-debe-ser-nombrado. Admito
que eso supuso un duro golpe para nosotros.
—Pero... —arguyó el primer ministro, alarmándose por momentos— ¿no
me dijo que esas criaturas eran las que les absorbían la esperanza y la felicidad
a las personas?
—Exacto. Y se están reproduciendo. Eso es lo que provoca esta neblina.
El primer ministro, medio desmayado, se dejó caer en una silla. La
perspectiva de que hubiera criaturas invisibles acechando campos y ciudades
para abatirse sobre sus presas y propagar la desesperanza y el pesimismo entre
sus votantes le producía mareo.
—¡Mire, Fudge, tiene que hacer algo! ¡Es su obligación como ministro de
Magia!
—Mi querido primer ministro, no pensará que todavía soy ministro de
Magia después de lo ocurrido, ¿verdad? ¡Me despidieron hace tres días! Hacía
dos semanas que la comunidad mágica en pleno pedía a gritos mi dimisión.
¡Nunca los había visto tan unidos desde que ocupé el cargo! —exclamó Fudge
tratando de sonreír.
El primer ministro no supo qué decir. Pese a su indignación y a la
comprometida posición en que se encontraba, todavía compadecía al hombre
de aspecto consumido que estaba sentado frente a él.
—Lo siento mucho —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarlo de alguna forma?
—Es usted muy amable, pero no puede hacer nada. Me han enviado aquí
esta noche para ponerlo al día de los últimos acontecimientos y para presentarle
a mi sucesor. Ya debería haber llegado, aunque con tantos problemas andará
muy ocupado.
Fudge se dio la vuelta y miró el retrato del feo hombrecillo de la larga y
rizada peluca plateada, que estaba hurgándose una oreja con la punta de una
pluma.
Al ver que el mago lo observaba, anunció:
—Enseguida viene. Está terminando una carta a Dumbledore.
—Pues le deseo suerte —replicó Fudge con un tono que, por primera vez,
sonaba cortante—. Yo llevo dos semanas escribiendo a Dumbledore dos veces al
día, pero no va a ceder un ápice. Si él estuviera dispuesto a persuadir al
muchacho, quizá yo todavía... En fin, tal vez Scrimgeour tenga más éxito que
yo.
Fudge se sumió en un silencio ofendido, pero casi de inmediato fue
interrumpido por el personaje del cuadro, que habló con su voz clara y
ceremoniosa.
—Para el primer ministro de los muggles. Solicito reunión. Urgente. Le
ruego que responda cuanto antes. Rufus Scrimgeour, nuevo ministro de Magia.
—Que pase, que pase —dijo el primer ministro sin prestar mucha atención,
y apenas se estremeció cuando las llamas de la chimenea se tornaron verde
esmeralda, aumentaron de tamaño y revelaron a un segundo mago que giraba
sobre sí mismo en medio de ellas, y a quien poco después arrojaron sobre la
lujosa alfombra antigua. Fudge se puso en pie y, tras un momento de
vacilación, el primer ministro lo imitó; el recién llegado se incorporó, se sacudió
la larga y negra túnica y miró alrededor.
Lo primero que le vino a la mente al primer ministro fue la absurda idea de
que Rufus Scrimgeour parecía un león viejo. Tenía mechones de canas en la
melena castaño rojiza y en las pobladas cejas; detrás de sus gafas de montura
metálica brillaban unos ojos amarillentos; era larguirucho y, pese a que cojeaba
un poco al andar, se movía con elegancia y desenvoltura. A primera vista
aparentaba ser una persona rigurosa y astuta; el primer ministro creyó entender
por qué la comunidad mágica prefería a Scrimgeour en lugar de Fudge como
líder en esos peligrosos momentos.
—¿Cómo está usted? —lo saludó el gobernante con educación, tendiéndole
la mano.
Scrimgeour se la estrechó con rapidez mientras recorría el despacho con la
mirada; a continuación sacó una varita mágica de su túnica.
—¿Fudge se lo ha contado todo? —preguntó al mismo tiempo que iba hacia
la puerta con aire resuelto. Dio unos golpecitos en la cerradura con la varita y el
primer ministro oyó el chasquido del pestillo.
—Pues... sí —contestó—. Y si no le importa, prefiero que no cierre esa
puerta con pestillo.
—Pero yo prefiero que no nos interrumpan —replicó Scrimgeour con
autoridad—. Ni nos miren —añadió, y, apuntando con su varita a las ventanas,
corrió las cortinas—. Bueno, tengo mucho trabajo, así que vayamos al grano.
Para empezar, hemos de hablar de su seguridad.
El primer ministro se enderezó cuanto pudo y repuso:
—Estoy muy satisfecho con las medidas de seguridad de que disponemos,
muchas gracias por...
—Pues nosotros no —lo cortó Scrimgeour—. Menudo panorama iban a
tener los muggles si su primer ministro fuese objeto de una maldición imperius.
El nuevo secretario de su despacho adjunto...
—¡No pienso deshacerme de Kingsley Shacklebolt, si es lo que está
proponiéndome! —repuso con vehemencia—. Es muy competente, hace el
doble de trabajo que el resto de los...
—Eso es porque es mago —aclaró Scrimgeour sin esbozar siquiera una
sonrisa—. Un auror con una excelente preparación que le hemos asignado para
que lo proteja.
—¡Oiga, un momento! ¿Quién es usted para meter a nadie en mi gabinete?
Yo decido quién trabaja para mí...
—Creía que estaba contento con Shacklebolt —lo interrumpió Scrimgeour
con frialdad.
—Sí, estoy contento. Bueno, lo estaba...
—Entonces no hay ningún problema, ¿no? —insistió Scrimgeour.
—Yo... De acuerdo, pero siempre que el rendimiento de Shacklebolt siga
siendo óptimo.
—Muy bien. Respecto a Herbert Chorley, su subsecretario —continuó el
ministro de Magia—, ese que se dedica a entretener al público imitando a un
pato...
—¿Qué le pasa?
—No cabe duda de que su comportamiento viene provocado por una
maldición imperius mal ejecutada —explicó Scrimgeour—. Lo ha vuelto
chiflado, pero aun así podría resultar peligroso.
—¡Pero si lo único que hace es graznar! —alegó el primer ministro con voz
débil—. Seguro que con un poco de reposo y si no bebiera tanto...
—Un equipo de sanadores del Hospital San Mungo de Enfermedades y
Heridas Mágicas está examinándolo ahora mismo. De momento ha intentado
estrangular a tres de ellos —dijo Scrimgeour—. Creo que lo más conveniente es
apartarlo de la sociedad muggle durante un tiempo.
—Yo... bueno... Se recuperará, ¿verdad? —repuso el primer ministro,
angustiado. Scrimgeour se limitó a encogerse de hombros antes de dirigirse de
nuevo hacia la chimenea.
—Ya le he dicho cuanto tenía que decirle. Lo mantendré informado de
cualquier novedad. Si estoy demasiado ocupado para acudir personalmente, lo
cual es muy probable, enviaré a Fudge, que ha aceptado quedarse con nosotros
en calidad de asesor.
Fudge trató de sonreír, pero sin éxito; daba la impresión de que tenía dolor
de muelas. Scrimgeour empezó a hurgar en su bolsillo buscando el misterioso
polvo que hacía que el fuego se volviera verde. El primer ministro los miró con
gesto de impotencia y entonces, por fin, se le escaparon las palabras que llevaba
toda la noche intentando contener:
—¡Pero si ustedes son magos, qué caramba! ¡Ustedes saben hacer magia!
¡Seguro que pueden solucionar cualquier situación!
Scrimgeour volvió despacio la cabeza e intercambió una mirada de
incredulidad con Fudge, que esta vez sí logró sonreír y dijo con tono amable:
—El problema, primer ministro, es que los del otro bando también saben
hacer magia.
Y dicho eso, ambos magos se metieron en el brillante fuego verde de la
chimenea y desaparecieron.
2
La calle de la Hilandera
A muchos kilómetros de distancia, la misma fría neblina que se pegaba a las ventanas del despacho del primer ministro flotaba sobre un sucio río que
discurría entre riberas llenas de maleza y basura esparcida. Una enorme
chimenea, reliquia de una fábrica abandonada, se alzaba negra y amenazadora.
No se oía ningún ruido excepto el susurro de las oscuras aguas, y no se veía
otra señal de vida que la de un escuálido zorro que había bajado sigilosamente
hasta el borde del agua para olfatear, esperanzado, unos pringosos envoltorios
de comida para llevar, tirados entre la crecida hierba.
De pronto, con un débil «¡crac!», una delgada y encapuchada figura
apareció en la orilla del río. El zorro se quedó inmóvil y, cauteloso, clavó la
mirada en el extraño fenómeno.
La figura miró en derredor un momento, como si tratara de orientarse, y
luego echó a andar con pasos rápidos y ligeros mientras su larga capa hacía
susurrar la hierba al rozarla.
Con un segundo «¡crac!» más fuerte, apareció otra figura también
encapuchada.
—¡Espera!
El grito asustó al zorro, que se encogió hasta aplastarse casi por completo
contra la maleza. Entonces salió de un brinco de su escondite y trepó por la
orilla. Hubo un destello de luz verde y un aullido, y el zorro cayó hacia atrás y
quedó muerto en el suelo.
La segunda figura le dio la vuelta con la punta del pie.
—Sólo era un zorro —dijo una desdeñosa voz de mujer—. Temí que fuera
un auror. ¡Espérame, Cissy!
Pero la mujer que iba delante, que se había detenido y vuelto la cabeza para
mirar hacia el lugar donde se había producido el destello, subía ya por la ribera
en la que el zorro acababa de caer.
—Cissy... Narcisa... Escúchame.
La mujer que iba detrás la alcanzó y la agarró por el brazo, pero ella se soltó
de un tirón.
—¡Márchate, Bella!
—¡Tienes que escucharme!
—Ya te he escuchado. He tomado una decisión. ¡Déjame en paz!
Narcisa llegó a lo alto de la ribera, donde una deteriorada verja separaba el
río de una estrecha calle adoquinada. La otra mujer, Bella, no se entretuvo y la
siguió. Ambas, una al lado de la otra, se quedaron contemplando las hileras de
ruinosas casas de ladrillo con las ventanas a oscuras que había al otro lado de la
calle.
—¿Aquí vive? —preguntó Bella con desprecio en la voz—. ¿Aquí? ¿En este
estercolero de muggles? Debemos de ser las primeras de los nuestros que
pisamos...
Pero Narcisa no la escuchaba; se había colado por un hueco de la oxidada
verja y estaba cruzando la calle a toda prisa.
—¡Espérame, Cissy!
Bella la siguió con la capa ondeando y vio a Narcisa entrar como una flecha
en un callejón que discurría entre las casas y desembocaba en otra calle idéntica.
Había algunas farolas rotas, de modo que las dos mujeres corrían entre tramos
de luz y zonas de absoluta oscuridad. Bella alcanzó a su presa cuando ésta
doblaba otra esquina; y esta vez consiguió sujetarla por el brazo y obligarla a
darse la vuelta para mirarla a la cara.
—No debes hacerlo, Cissy, no puedes confiar en él —le dijo.
—El Señor Tenebroso confía en él, ¿no?
—Pues se equivoca, créeme —replicó Bella, jadeando, y por un instante los
ojos le relucieron bajo la capucha mientras miraba alrededor para comprobar
que estaban solas—. Además, nos ordenaron que no habláramos con nadie del
plan. Esto es traicionar al Señor Tenebroso...
—¡Suéltame, Bella! —gruñó Narcisa, y sacando una varita mágica de su
capa, la sostuvo con gesto amenazador ante la cara de su interlocutora. Esta se
limitó a reír.
—¿A tu propia hermana, Cissy? No serías...
—¡Ya no hay nada de lo que no sea capaz! —musitó Narcisa con un deje de
histerismo, y al bajar la varita como si fuera a dar una cuchillada hubo un
destello de luz. Bella soltó el brazo de su hermana como si le hubiese quemado.
—¡Narcisa!
Pero ya había echado a correr. Bella, frotándose la mano, se puso de nuevo
en marcha, manteniendo la distancia a medida que se internaban en aquel
desierto laberinto de casas. Narcisa subió deprisa por una calle que, según un
rótulo, se llamaba «calle de la Hilandera» y sobre la cual se cernía la imponente
chimenea de la fábrica, como un gigantesco dedo admonitorio. Sus pasos
resonaron en los adoquines al pasar por delante de ventanas con los cristales
rotos y cegadas con tablones; por fin llegó a la última casa, donde una débil luz
brillaba a través de las cortinas de una habitación de la planta baja.
Narcisa llamó a la puerta antes de que Bella llegara maldiciendo por lo
bajo. Esperaron juntas, resollando mientras respiraban el hedor del sucio río
diseminado por la brisa nocturna. Pasados unos segundos, algo se movió detrás
de la puerta y ésta se abrió un poco. Un hombre las miró por la rendija, un
hombre con dos largas cortinas de pelo negro y lacio que enmarcaban un rostro
amarillento y unos ojos también negros.
Narcisa se quitó la capucha. Tenía el cutis tan pálido que el rostro parecía
brillarle en la oscuridad; el largo y rubio cabello que le caía por la espalda le
daba aspecto de ahogada.
—¡Narcisa! —saludó el hombre, y abrió un poco más la puerta, de modo
que la luz alcanzó a las dos hermanas—. ¡Qué agradable sorpresa!
—¡Hola, Severus! —repuso ella con un forzado susurro—. ¿Podemos
hablar? Es urgente.
—Por supuesto.
El hombre retrocedió para dejarla entrar en la casa. Bella, que todavía
llevaba puesta la capucha, siguió a su hermana sin que la invitasen a hacerlo.
—¡Hola, Snape! —saludó con tono cortante al pasar por su lado.
—¡Hola, Bellatrix! —repuso él, y sus delgados labios esbozaron una sonrisa
medio burlona mientras cerraba la puerta con un golpe seco.
Se encontraban en un pequeño y oscuro salón cuyo aspecto recordaba el de
una celda de aislamiento. Las paredes estaban enteramente recubiertas de
libros, la mayoría encuadernados en gastada piel negra o marrón; un sofá raído,
una butaca vieja y una mesa desvencijada se apiñaban en un charco de débil luz
proyectada por la lámpara de velas que colgaba del techo. Reinaba un ambiente
de abandono, como si aquella habitación no se utilizara con asiduidad.
Snape hizo un ademán invitando a Narcisa a tomar asiento en el sofá. Ella
se quitó la capa, la dejó a un lado y se sentó; a continuación, juntó las blancas y
temblorosas manos sobre el regazo y se puso a contemplarlas. Bella se quitó la
capucha con parsimonia. Era morena, a diferencia de su hermana, y tenía
párpados gruesos y mandíbula cuadrada. Se colocó de pie detrás de Narcisa sin
apartar la vista de Snape.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó Snape, y se sentó en una
butaca delante de las dos hermanas.
—Estamos... solos, ¿no? —inquirió Narcisa en voz baja.
—Sí, por supuesto. Bueno, Colagusano está aquí, pero las alimañas no
cuentan, ¿verdad?
Apuntó con su varita mágica a la pared de libros que tenía detrás: una
puerta secreta se abrió con estrépito y reveló una estrecha escalera y a un
hombre de pie en ella, inmóvil.
—Como ves, Colagusano, tenemos invitadas —dijo Snape con indolencia.
El individuo bajó los últimos escalones y entró en la habitación, encorvado.
Tenía ojos pequeños y vidriosos y nariz puntiaguda; sonreía como un tonto y
con la mano izquierda se acariciaba la derecha, que parecía revestida con un
reluciente guante de plata.
—¡Narcisa! —exclamó con voz chillona—. ¡Y Bellatrix! ¡Qué agradable...!
—Colagusano nos traerá algo de beber, si os apetece —intervino Snape—. Y
luego volverá a su dormitorio.
El otro hizo una mueca de dolor, como si Snape le hubiera lanzado algo.
res el único que puede ayudarme...
El levantó una mano para interrumpirla y volvió a apuntar con su varita a
la puerta de la escalera secreta. Hubo un fuerte golpe y un chillido, seguidos de
los pasos de Colagusano, que corría escaleras arriba.
—Te pido disculpas —dijo Snape—. Últimamente se ha aficionado a
escuchar detrás de las puertas. No sé qué pretende con eso, la verdad. ¿Qué
decías, Narcisa?
La mujer inspiró hondo, se estremeció y empezó de nuevo.
—Severus, ya sé que no debería haber venido; me han dicho que no le
cuente nada a nadie, pero...
—¡Entonces deberías callarte! —le espetó Bellatrix—. ¡Sobre todo delante de
ciertas personas!
—¿«De ciertas personas»? —repitió Snape con ironía—. ¿Qué he de
entender con esas palabras, Bellatrix?
—¡Que no me fío de ti, Snape, como bien sabes!
Narcisa emitió un sonido parecido a un sollozo y se tapó la cara con las
manos. Snape dejó su copa en la mesa y se reclinó de nuevo en el respaldo, con
las manos encima de los brazos de la butaca, mientras sonreía ante el ceñudo
rostro de Bellatrix.
—Narcisa, creo que deberíamos oír lo que Bellatrix se muere por decir; así
nos ahorraremos fastidiosas interrupciones. Continúa, Bellatrix —la animó—.
¿Por qué no te fías de mí?
—¡Por un centenar de motivos! —le espetó ella, al tiempo que rodeaba el
sofá y dejaba su copa en la mesa con aire decidido—. ¿Por dónde quieres que
empiece? A ver, ¿dónde estabas cuando cayó el Señor Tenebroso? ¿Por qué no
lo buscaste cuando desapareció? ¿Qué has hecho todos estos años que has
pasado con Dumbledore? ¿Por qué impediste que el Señor Tenebroso se hiciera
con la Piedra Filosofal? ¿Por qué no regresaste de inmediato cuando él renació?
¿Dónde estabas hace unas semanas, cuando luchamos para recuperar la
profecía para el Señor Tenebroso? ¿Y por qué sigue Harry Potter con vida,
Snape, si lo has tenido a tu merced durante cinco años?
Hizo una pausa; su pecho subía y bajaba al compás de su respiración, y
tenía las mejillas encendidas. Narcisa permanecía inmóvil detrás de ella,
sentada y tapándose la cara con las manos.
Snape sonrió.
—Antes de contestarte (sí, Bellatrix, te voy a contestar), te diré que puedes
transmitirles mis palabras a los que susurran a mis espaldas y cuentan historias
de mi supuesta traición al Señor Tenebroso. Pero también antes de contestarte,
respóndeme tú a una cosa: ¿de verdad crees que el Señor Tenebroso no me ha
hecho ya todas esas preguntas? ¿Y de verdad crees que si no le hubiera dado
respuestas satisfactorias estaría aquí sentado hablando contigo?
—Ya sé que él te cree, pero...
—¿Crees que se equivoca? ¿O que lo he engañado? ¿Que he engañado al
más grande de los magos, el más diestro en Legeremancia que jamás ha habido?
Bellatrix no respondió; por primera vez parecía un poco desconcertada.
Snape no insistió en su argumento. Cogió su copa, bebió un sorbo de vino y
continuó:
—Me preguntas dónde estaba cuando cayó el Señor Tenebroso. Pues bien,
me hallaba donde él me había ordenado estar, en el Colegio Hogwarts de Magia
y Hechicería, porque quería que espiara a Albus Dumbledore. Supongo que
sabrás que fue el Señor Tenebroso quien me mandó a trabajar allí.
Bellatrix asintió levemente y luego despegó los labios, pero Snape se le
adelantó:
—Me preguntas por qué no lo busqué cuando desapareció. Pues por la
misma razón por la que no lo hicieron Avery, Yaxley, los Carrow, Greyback y
Lucius —inclinó un poco la cabeza al tiempo que miraba a Narcisa—, y también
muchos otros. Creí que él estaba acabado. Y no me enorgullezco de ello; me
equivocaba, lo admito. Pero si él no hubiera perdonado a los que entonces
perdimos la fe, ahora conservaría muy pocos adeptos.
—¡Me tendría a mí! —exclamó Bellatrix con fervor—. ¡Yo pasé muchos años
en Azkaban por él!
—Sí, eso fue admirable, desde luego —admitió Snape con tedio—. Claro
que desde la prisión no podías ayudar mucho, pero el gesto fue sin duda muy
considerado.
—¿El gesto? —chilló ella, tan furiosa que parecía desquiciada—. ¡Mientras
yo soportaba a los dementores, tú estabas muy cómodo en Hogwarts haciendo
de mascota de Dumbledore!
—No exactamente —la corrigió Snape con impavidez—. Dumbledore no
quería darme el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, ya lo
sabes. Por lo visto, temía que eso pudiera provocarme una recaída, tentarme a
volver a las andadas.
—¿Fue ése tu gran sacrificio por el Señor Tenebroso, no enseñar tu
asignatura favorita? —se burló ella—. ¿Por qué te quedaste allí tanto tiempo,
Snape? ¿Seguías espiando a Dumbledore para un amo al que creías muerto?
—No, nada de eso. Y el Señor Tenebroso está muy satisfecho de que no
abandonara mi empleo porque, cuando regresó, yo poseía dieciséis años de
información sobre Dumbledore, un regalo de bienvenida mucho más útil que
un sinfín de recuerdos de lo repugnante que es Azkaban...
—Pero te quedaste...
—Sí, Bellatrix, me quedé allí —afirmó Snape, y por primera vez su voz
reveló un deje de impaciencia—. Tenía un empleo cómodo y preferible a una
temporada en Azkaban. Ya sabes que estaban capturando a los mortífagos. La
protección de Dumbledore me mantenía fuera de la cárcel y la utilicé porque
me convenía. Y repito: al Señor Tenebroso no le parece mal que me quedara en
Hogwarts, de modo que no veo por qué tiene que parecértelo a ti.
»Creo que también querías saber —prosiguió, elevando un poco la voz,
pues Bellatrix daba señales de querer interrumpirlo— por qué me interpuse
entre el Señor Tenebroso y la Piedra Filosofal. La respuesta es muy sencilla: él
no sabía si podía confiar en mí. Creía, como tú, que había pasado de leal
mortífago a títere de Dumbledore. Su estado era lamentable; había quedado
muy débil y compartía el cuerpo de un mago mediocre. Y no se atrevía a
mostrarse a un antiguo aliado por temor a que éste lo entregara a Dumbledore o
al ministerio. Lamento mucho que no confiara en mí. Si lo hubiera hecho, habría
regresado al poder tres años antes. El caso es que yo sólo vi al codicioso e
indigno Quirrell intentando robar la Piedra, y reconozco que hice todo lo
posible por desbaratar sus planes.
Bellatrix torció la boca como si se hubiera tragado una medicina asquerosa.
—Pero no volviste de inmediato cuando él regresó, ni corriste a su lado
cuando notaste arder la Marca Tenebrosa.
—Cierto. Volví dos horas más tarde, obedeciendo las órdenes de
Dumbledore.
—¿Las órdenes de...? —repitió ella, indignada.
—¡Piensa! ¡Piensa! ¡Con sólo esperar dos horas, sólo dos horas, me
aseguraba poder permanecer en Hogwarts en calidad de espía! ¡Por conseguir
que Dumbledore creyera que yo regresaba junto al Señor Tenebroso únicamente
porque él me lo ordenaba, desde entonces he podido pasar información acerca
del director del colegio y la Orden del Fénix! Piénsalo bien, Bellatrix: la Marca
Tenebrosa llevaba meses fortaleciéndose, y yo sabía que el Señor Tenebroso
estaba a punto de aparecer, lo sabían todos los mortífagos. Tuve tiempo de
sobra para cavilar qué quería hacer, planear mi siguiente paso y escapar como
hizo Karkarov, ¿no te parece?
»Te aseguro que el enojo inicial del Señor Tenebroso por mi tardanza
desapareció por completo cuando le expliqué que seguía siéndole fiel aunque
Dumbledore creyera que estaba en su bando. Sí, el Señor Tenebroso pensó que
yo lo había abandonado para siempre, pero se equivocó.
—Pero ¿de qué le has servido? —repuso Bellatrix con desdén—. ¿Qué
información útil nos has proporcionado?
—He hecho llegar mi información directamente al Señor Tenebroso. Si él
decide no compartirla contigo...
—¡Él lo comparte todo conmigo! Asegura que soy su más leal y fiel...
—¿Ah, sí? —repuso Snape, modulando la voz para expresar su
incredulidad—. ¿Incluso después del fracaso en el ministerio?
—¡Eso no fue culpa mía! —se defendió Bellatrix, roja de ira—. En el pasado,
el Señor Tenebroso me confió sus más preciosos... Si Lucius no hubiera...
—¡No te atrevas a echarle la culpa a mi marido! —terció Narcisa con voz
queda y maléfica.
—No tiene sentido buscar responsables de lo ocurrido —observó Snape con
indiferencia—. A lo hecho, pecho.
—¡Sí, pero tú no hiciste nada! —le espetó Bellatrix—. Tú estabas otra vez
ausente mientras nosotros corríamos todo el riesgo, ¿no es así, Snape?
—Tenía órdenes de quedarme en la retaguardia. Tal vez estés en
desacuerdo con el Señor Tenebroso, o tal vez pienses que Dumbledore no se
habría dado cuenta si yo me hubiera unido a los mortífagos para combatir la
Orden del Fénix, ¿no? Y perdóname: hablas de riesgos, pero si no me equivoco
os enfrentasteis a seis adolescentes...
—A los que poco después se unió la mitad de la Orden, como sabes muy
bien —gruñó Bellatrix—. Y, ya que hablamos de la Orden del Fénix, tú sigues
sosteniendo que no puedes revelar la ubicación de su cuartel general, ¿verdad?
—Yo no soy el Guardián de los Secretos, no puedo pronunciar el nombre
de ese lugar. Creía que sabías cómo funcionaba ese sortilegio. El Señor
Tenebroso está satisfecho con la información que le he proporcionado acerca de
la Orden. Esos datos, como quizá hayas deducido, condujeron a la reciente
captura y asesinato de Emmeline Vance, y también ayudaron a acorralar a
Sirius Black, aunque no voy a escatimarte el mérito de haber acabado con él.
Snape inclinó la cabeza y alzó su copa. El gesto de Bellatrix no se suavizó ni
un ápice.
—Eludes mi última pregunta, Snape: Harry Potter. Habrás tenido infinidad
de ocasiones para matarlo en estos cinco años. ¿Por qué no lo has hecho?
—¿Has hablado de este tema con el Señor Tenebroso?
—Últimamente él... nosotros... ¡Te lo pregunto a ti, Snape!
—Si hubiera matado a Harry Potter, el Señor Tenebroso no habría podido
utilizar la sangre del chico para regenerarse y volverse invencible...
—¡Alegas que previste que él utilizaría al muchacho! —se burló ella.
—No lo alego; yo no tenía ni idea acerca de sus planes; ya he reconocido
que creí que el Señor Tenebroso había muerto. Sólo pretendo explicar por qué él
no lamenta que Potter haya sobrevivido, al menos hasta hace un año...
—Pero ¿por qué le permitiste vivir?
—¿No me has entendido? ¡Lo único que me mantenía fuera de Azkaban era
la protección de Dumbledore! ¿No estás de acuerdo en que si yo hubiera
asesinado a su alumno favorito, se habría puesto contra mí? Pero ése no era el
único motivo. Déjame recordarte que cuando Potter llegó a Hogwarts, todavía
circulaban historias sobre él, rumores de que también era un gran mago
tenebroso y que por eso había sobrevivido al ataque del Señor Tenebroso. De
hecho, muchos antiguos seguidores de éste consideraban que Potter era un
estandarte alrededor del cual todos podríamos congregarnos una vez más.
Admito que sentía curiosidad y que no era partidario de liquidarlo en cuanto
pusiera un pie en el castillo.
«Naturalmente, enseguida comprendí que el muchacho no poseía ningún
talento extraordinario. Ha salido airoso de diversos aprietos gracias a la buena
suerte y a la colaboración de amigos con más talento que él. Es mediocre en
grado sumo, aunque tan repelente y engreído como su padre. He hecho lo
indecible para que lo expulsaran de Hogwarts, donde creo que no le
corresponde estar, pero de eso a matarlo o permitir que lo mataran delante de
mí... Habría sido una estupidez por mi parte correr un riesgo semejante,
hallándose Dumbledore tan cerca.
—¿Pretendes que nos creamos que en todo este tiempo Dumbledore nunca
ha sospechado de ti? —repuso Bellatrix—. ¿Y que ignora a quién eres leal en
realidad y que todavía confía en ti sin reservas?
—He interpretado bien mi papel. Y pasas por alto el punto débil de
Dumbledore: siempre cree lo mejor de las personas. Cuando empecé a trabajar
para él, recién abandonada mi etapa de mortífago, fingí un profundo
arrepentimiento y él me acogió con los brazos abiertos; aunque, como digo,
siempre me mantuvo alejado de las artes oscuras. Dumbledore ha sido un gran
mago. Sí, un gran mago. —Bellatrix emitió un sonido de burla—. Incluso el
Señor Tenebroso lo reconoce. Sin embargo, me complace decir que se está
haciendo viejo. El duelo con el Señor Tenebroso del mes pasado lo ha
debilitado. Hace poco sufrió una grave herida porque sus reflejos son más
lentos que antes. Pero en todos estos años nunca ha dejado de confiar en
Severus Snape, y en eso reside mi gran valor para el Señor Tenebroso.
Bellatrix todavía no estaba satisfecha, aunque al parecer no sabía cuál era la
mejor forma de seguir atacando a Snape. Aprovechando su silencio, éste se
dirigió a su hermana.
—Dime, Narcisa, ¿venías a pedirme ayuda?
Ella lo miró con abatimiento.
—Sí, Severus. Creo que eres el único que puede ayudarme, no tengo a
nadie más a quien acudir. Lucius está en prisión y... —Cerró los ojos y dos
gruesas lágrimas le resbalaron por las mejillas—. El Señor Tenebroso me ha
prohibido hablar de ello —añadió sin abrir los ojos—. No quiere que nadie
conozca el plan. Es... muy secreto, pero...
—Si te lo ha prohibido, no deberías hablar. Las palabras del Señor
Tenebroso son ley.
Narcisa sofocó un grito, como si Snape la hubiera rociado con agua fría.
Bellatrix asintió, satisfecha por primera vez.
—¿Lo ves? —reprendió a su hermana—. ¡Hasta Snape lo dice: te
prohibieron hablar, así que guarda silencio!
Pero Snape se había acercado a la pequeña ventana para escudriñar la
desierta calle. Luego volvió a correr las cortinas de un tirón y, dándose la
vuelta, miró ceñudo a Narcisa.
—Resulta que yo conozco ese plan —dijo en voz baja—. Soy uno de los
pocos a quienes el Señor Tenebroso se lo ha contado. No obstante, de no haber
estado yo al corriente del secreto, Narcisa, habrías cometido una grave traición
contra él.
—Ya imaginé que debías de saberlo —repuso ella con cierto alivio—. El
confía tanto en ti, Severus...
—¿Tú conoces el plan? —preguntó Bellatrix, cuya fugaz satisfacción se
había trocado en indignación—. ¿Tú lo conoces?
—Así es —confirmó Snape—. Pero ¿qué ayuda necesitas, Narcisa? Si crees
que puedo persuadir al Señor Tenebroso de que cambie de idea, me temo que
tus esperanzas carecen de fundamento.
—Severus —susurró ella mientras las lágrimas seguían resbalándole por las
pálidas mejillas—, mi hijo... mi único hijo...
—Draco debería estar orgulloso —terció Bellatrix con indiferencia—. El
Señor Tenebroso está concediéndole un gran honor. Y hay que reconocer que tu
hijo no rehúye cumplir con su deber, sino que parece alegrarse de tener una
ocasión para demostrar su valía, y está entusiasmado con la idea de...
Narcisa rompió a llorar con desconsuelo, sin dejar de mirar con gesto
suplicante a Snape.
—¡Porque tiene dieciséis años y no sabe lo que le espera! ¿Por qué, Severus?
¿Por qué mi hijo? ¡Es demasiado peligroso! ¡Esto es una venganza por el error
de Lucius, estoy segura! —Snape no respondió. Apartó la vista de la llorosa
Narcisa como si sus lágrimas fueran indecorosas, pero no podía fingir que no la
oía—. Por eso ha escogido a Draco, ¿verdad? —insistió ella—. Para castigar a
Lucius.
—Si Draco logra su objetivo —dijo Snape, aún sin mirarla—, alcanzará más
gloria que nadie.
—¡Pero no lo logrará! —sollozó Narcisa—. ¿Cómo va a lograrlo si ni
siquiera el Señor Tenebroso...?
Bellatrix soltó un grito ahogado y Narcisa perdió el valor para continuar.
—Sólo quería decir que nadie ha conseguido todavía... Por favor, Severus.
Tú eres... tú siempre has sido el profesor predilecto de Draco y eres un viejo
amigo de Lucius... Te lo suplico. Eres el favorito del Señor Tenebroso, su
consejero de mayor confianza. ¿Hablarás con él? ¿Intentarás convencerlo?
—El Señor Tenebroso no se dejará convencer, y yo no soy tan estúpido para
intentarlo —respondió Snape con rotundidad—. No voy a negar que él esté
disgustado con Lucius, a quien le habían asignado una misión pero se dejó
capturar, junto con muchos otros. Y por si fuera poco fracasó en su intento de
recuperar la profecía. Sí, el Señor Tenebroso está disgustado, Narcisa, muy
disgustado.
—¡Entonces tengo razón, ha escogido a Draco para vengarse! —profirió ella
entre sollozos—. ¡No pretende que mi hijo cumpla su cometido, sólo quiere que
muera en el intento!
Como Snape no respondió, Narcisa perdió el poco dominio de sí misma
que conservaba. Se puso en pie, fue tambaleándose hasta Snape y lo agarró por
el cuello de la túnica. Manteniendo la cara muy cerca de la suya y mojándole la
ropa con sus lágrimas, dijo con voz entrecortada:
—Tú podrías hacerlo. Tú podrías hacerlo en lugar de Draco, Severus. Lo
conseguirías, claro que lo conseguirías, y él te recompensaría mucho más que a
cualquiera de nosotros...
Snape le sujetó las muñecas y la apartó de sí. Entonces, contemplándole el
rostro anegado en lágrimas, afirmó despacio:
—Creo que quiere que al final lo haga yo. Pero está decidido a que Draco lo
intente primero. Verás, en el caso improbable de que tu hijo lo consiguiese, yo
podría permanecer en Hogwarts un poco más realizando mi labor de espía.
—¡O sea que no le importa que Draco muera!
—El Señor Tenebroso está muy enfadado —repitió Snape sin alterarse—.
No pudo oír la profecía. Sabes tan bien como yo que él no perdona fácilmente,
Narcisa.
La mujer se desplomó a los pies de él y se quedó sollozando en el suelo.
—Mi único hijo... Mi único hijo...
—¡Deberías sentirte orgullosa! —insistió Bellatrix sin piedad—. ¡Si yo
tuviera hijos, me alegraría de que entregaran la vida por el Señor Tenebroso!
Narcisa soltó un pequeño grito de desesperación y se tiró del largo y rubio
cabello. Snape, agarrándola por los brazos, la levantó del suelo y la llevó de
nuevo al sofá. A continuación le sirvió más vino y le puso la copa en la mano.
—Ya basta, Narcisa. Bebe esto. Y escúchame.
La mujer se tranquilizó un poco; temblando, tomó un sorbo de vino que le
goteó por la barbilla.
—Quizá yo pueda... ayudar a Draco.
Narcisa se incorporó, pálida como la cera y con los ojos desorbitados.
—¡Oh, Severus, Severus! ¿Estás dispuesto a ayudarlo? ¿Lo v igilarás, te
encargarás de que no le ocurra nada malo?
—Puedo intentarlo.
Narcisa lanzó la copa, que patinó por la mesa al mismo tiempo que ella
resbalaba del sofá y, arrodillándose a los pies de Snape, le cogía una mano con
las suyas para besársela.
—Si tú lo proteges, Severus... ¿Lo juras? ¿Pronunciarás el Juramento
Inquebrantable?
—¿El Juramento Inquebrantable? —repitió Snape con gesto impasible; sin
embargo, Bellatrix soltó una carcajada de triunfo.
—¿No lo has oído, Narcisa? ¡Lo intentará! ¡Seguro! Las clásicas palabras
vacías, la clásica ambigüedad... ¡Pero porque lo ordena el Señor Tenebroso,
desde luego!
Snape no miró a Bellatrix. Sus negros ojos estaban clavados en los de
Narcisa, azules y anegados en lágrimas. Ella seguía sujetándole la mano.
—Claro, Narcisa, pronunciaré el Juramento Inquebrantable —aseguró él
con calma—. Quizá tu hermana se avenga a ser nuestro Testigo.
Bellatrix se quedó boquiabierta. Snape se agachó hasta arrodillarse frente a
Narcisa y, ante la mirada de asombro de Bellatrix, unió su mano derecha con la
de Narcisa.
—Vas a necesitar tu varita, Bellatrix —dijo Snape con frialdad. Ella la sacó
con estupefacción—. Y tendrás que acercarte un poco más —añadió.
La mujer se colocó de pie delante de ambos y puso la punta de la varita
sobre las entrelazadas manos.
—¿Juras vigilar a mi hijo Draco mientras intenta cumplir los deseos del
Señor Tenebroso, Severus? —preguntó Narcisa.
—Sí, juro —respondió él.
Una delgada y brillante lengua de fuego salió de la varita y se enroscó
alrededor de las dos manos como un alambre al rojo.
—¿Y juras protegerlo lo mejor que puedas de cualquier daño?
—Sí, juro.
Una segunda lengua de fuego salió de la varita, se entrelazó con la primera
y formó una fina y reluciente cadena.
—Y si es necesario... si crees que Draco va a fracasar... —susurró Narcisa (la
mano de Snape temblaba en la de ella, pero no la retiró)—, ¿juras realizar tú la
tarea que el Señor Tenebroso ha encomendado a mi hijo?
Hubo un momento de silencio. Bellatrix los observaba con los ojos muy
abiertos y la varita suspendida sobre las unidas manos.
—Sí, juro.
Un resplandor rojizo iluminó el atónito rostro de Bellatrix al prender una
tercera lengua de fuego que salió disparada de la varita, se enredó con las otras
dos y se cerró alrededor de las bien sujetas manos, como una cuerda o una
serpiente ígneas.
3
Reencuentros y noticias
Harry Potter roncaba escandalosamente. Había pasado casi cuatro horas sentado en una silla junto a la ventana de su dormitorio contemplando la oscura
calle, y al final se había quedado dormido con un lado de la cara pegado al frío
cristal, las gafas torcidas y la boca abierta. El resplandor anaranjado de la farola
que había frente a la casa hacía destellar la mancha de vaho que su aliento
dejaba en la ventana, y la luz artificial le hacía palidecer el rostro, que parecía el
de un fantasma bajo la mata de desgreñado cabello negro. Había varios objetos
y bastante porquería esparcidos por la habitación: plumas de lechuza,
corazones de manzana y envoltorios de caramelo cubrían el suelo; unos libros
de hechizos entremezclados con una arrugada túnica se hallaban encima de la
cama, y sobre el escritorio, en medio de un charco de luz, un montón de
periódicos. El titular de uno de éstos rezaba:
HARRY POTTER: ¿EL ELEGIDO?
Siguen circulando rumores acerca del misterioso altercado ocurrido
recientemente en el Ministerio de Magia, durante el cual El-que-no-debeser-nombrado fue visto de nuevo.
«No estamos autorizados a hablar de ello, no me pregunten nada»,
manifestó ayer por la noche, al salir del ministerio, un nervioso
desmemorizador que se negó a dar su nombre.
No obstante, fuentes contrastadas del Ministerio de Magia han
confirmado que el altercado se produjo en la legendaria Sala de las
Profecías.
Aunque por ahora los magos portavoces se han negado a confirmar la
existencia de dicho lugar, cada vez un mayor número de miembros de la
comunidad mágica cree que los mortífagos, que en la actualidad cumplen
condena en Azkaban por entrada ilegal y tentativa de robo, pretendían
robar una profecía. Se desconoce la naturaleza de ésta, pero se especula
con la posibilidad de que esté relacionada con Harry Potter, la única
persona que ha sobrevivido a una maldición asesina y que estuvo en el
ministerio la noche en cuestión. Hay quienes llegan al extremo de llamar a
Potter «el Elegido», pues creen que la profecía lo señala como el único que
conseguirá librarnos de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Se desconoce el paradero actual de la profecía, si es que existe, aunque
(continúa en página 2, columna 5)
Junto a ese periódico había otro con el siguiente tallar:
SCRIMGEOUR SUSTITUYE A FUDGE
La mayor parte de la primera plana la ocupaba una gran fotografía en
blanco y negro de un hombre con espesa melena de león y el rostro muy
castigado. La fotografía se movía: el hombre saludaba con la mano al techo.
Rufus Scrimgeour, antiguo jefe de la Oficina de Aurores del Departamento
de Seguridad Mágica, ha sustituido a Cornelius Fudge en el cargo de
ministro de Magia. El nombramiento ha sido recibido con entusiasmo en
buena parte de la comunidad mágica, aunque existen rumores de
distanciamiento entre el nuevo ministro y Albus Dumbledore,
recientemente rehabilitado como Jefe de Magos del Wizengamot. Estas
diferencias surgieron horas después de que Scrimgeour tomara posesión
del cargo.
Los representantes de Scrimgeour han admitido que el nuevo ministro
se reunió con Dumbledore en cuanto ocupó el puesto supremo del
ministerio, pero se han negado a comentar el contenido de la reunión.
Como todo el mundo sabe, Albus Dumbledore (continúa en página 3,
columna 2)
A la izquierda de ese periódico había otro doblado que mostraba un
artículo titulado «El ministerio garantiza la seguridad de los alumnos».
El recién nombrado ministro de Magia, Rufus Scrimgeour, ha hecho
comentarios hoy sobre las nuevas y duras medidas adoptadas por su
departamento para garantizar la seguridad de los alumnos que regresarán
al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería este otoño.
«Por razones obvias, el ministerio no puede dar detalles de sus nuevos
y estrictos planes de seguridad», ha declarado el ministro, pero una
persona con acceso a información confidencial ha desvelado que esas
medidas incluyen hechizos y encantamientos defensivos, un complejo
despliegue de contramaldiciones y un pequeño destacamento de aurores
dedicados de manera exclusiva a la protección del Colegio Hogwarts.
La mayoría de la comunidad mágica parece satisfecha con la severa
postura del ministro en relación con la seguridad de los alumnos. La
señora Augusta Longbottom ha comentado a este periódico: «Mi nieto
Neville, que por cierto es un gran amigo de Harry Potter, peleó a su lado
contra los mortífagos en el ministerio en el mes de junio y...»
El resto del artículo estaba tapado por la gran jaula que le habían puesto
encima. Dentro de ésta había una espléndida lechuza, blanca como la nieve, que
recorría imperiosamente la habitación con sus ojos de color ámbar y de vez en
cuando giraba la cabeza para mirar a su dormido amo. En un par de ocasiones
hizo un ruidito seco con el pico, impaciente, pero Harry dormía tan
profundamente que no la oyó.
En el centro de la habitación se hallaba un enorme baúl con la tapa abierta,
como expectante; sin embargo, estaba casi vacío: dentro sólo había ropa interior
vieja, caramelos, tinteros gastados y plumas rotas que cubrían el fondo. Cerca
de él, en el suelo, había un folleto de color morado con el siguiente texto
impreso:
Distribuido por encargo del Ministerio de Magia
CÓMO PROTEGER SU HOGAR Y A SU FAMILIA
CONTRA LAS FUERZAS OSCURAS
La comunidad mágica se halla en la actualidad bajo la amenaza de
una organización compuesta por los llamados «mortífagos». El
cumplimiento de las sencillas pautas de seguridad que se enumeran a
continuación lo ayudará a proteger de ataques a su familia y su hogar.
1. Se recomienda que no salga solo de su casa.
2. Se aconseja tener especial cuidado durante la noche. Siempre que sea
posible, procure terminar sus desplazamientos antes de que haya
oscurecido.
3. Repase las disposiciones de seguridad de su vivienda y asegúrese de
que todos los miembros de la familia conocen medidas de
emergencia, como los encantamientos escudo y desilusionador, y, en
caso de que en la familia haya menores de edad, la Aparición
Conjunta.
4. Prepare contraseñas de seguridad con familiares y amigos íntimos
para detectar a mortífagos que pudieran suplantarlos utilizando la
Poción Multijugos (véase pág. 2).
5. Si advierte que un familiar, colega, amigo o vecino se comporta de
forma extraña, póngase en contacto de inmediato con el Grupo de
Operaciones Mágicas Especiales, pues esa persona podría
encontrarse bajo la maldición imperius (véase pág. 4).
6. Si aparece la Marca Tenebrosa encima de una vivienda u otro
edificio, NO ENTRE. Póngase en contacto de inmediato con la
Oficina de Aurores.
7. Ha habido indicios no confirmados de que los mortífagos podrían
estar utilizando inferi (véase pág. 10). Todo encuentro o detección de
un inferius debe ser INMEDIATAMENTE comunicado al ministerio.
Harry gruñó en sueños y la cara le resbaló un par de centímetros por el
cristal de la ventana, con lo que las gafas le quedaron aún más torcidas, pero no
se despertó. Un reloj que él había reparado años atrás hacía tictac en el alféizar
de la ventana y marcaba las once menos un minuto. A su lado, sujeto por la
relajada mano del muchacho, se encontraba un trozo de pergamino cubierto con
una caligrafía pulcra y estilizada. Había leído esa carta tantas veces desde que la
recibiera —hacía tres días— que, aunque había llegado enrollada formando un
apretado canuto, estaba completamente aplanada.
Querido Harry:
Si te parece bien, iré al número 4 de Privet Drive el próximo viernes a las
once en punto de la noche para acompañarte a La Madriguera, donde le han
invitado a pasar el resto de las vacaciones escolares.
Si estás de acuerdo, agradecería tu ayuda para un asunto que espero poder
resolver de camino hacia allí. Te lo explicaré con más detalle cuando te vea.
Por favor, envíame tu respuesta con esta misma lechuza. Hasta el próximo
viernes.
Atentamente,
Albus Dumbledore
Harry se había apostado junto a la ventana de su dormitorio (por donde se
veían bastante bien los dos extremos de Privet Drive) y desde las siete de la
tarde le lanzaba miradas a la misiva cada pocos minutos, a pesar de que se la
sabía de memoria. Era consciente de que no tenía sentido seguir releyendo las
palabras de Dumbledore, a quien había enviado una respuesta afirmativa con la
misma lechuza, como requería su remitente, y lo único que podía hacer era
esperar: Dumbledore llegaría o no llegaría.
Sin embargo, no había preparado el equipaje. Parecía imposible que fueran
a rescatarlo de los Dursley cuando sólo llevaba dos semanas con ellos. No
conseguía librarse del presentimiento de que algo iba a salir mal: su respuesta
quizá se había perdido, o Dumbledore no podría ir a recogerlo, o tal vez éste ni
siquiera había escrito la carta y se trataba de un truco, una broma o una trampa.
Por eso no había querido hacer el equipaje para luego llevarse un chasco y tener
que vaciar el baúl. La única concesión que había hecho a la posibilidad de
emprender un viaje era encerrar a su blanca lechuza, Hedwig, en la jaula.
El minutero del reloj llegó al número doce y la farola que había enfrente de
la ventana se apagó.
Harry despertó como si la repentina oscuridad fuera una señal de alarma.
Se enderezó las gafas, despegó la mejilla del cristal y apretó la nariz contra la
ventana para escudriñar la acera. Una alta figura ataviada con una capa larga y
ondeante se acercaba por el sendero del jardín.
El muchacho se puso en pie de un brinco, como impulsado por una
descarga eléctrica; derribó la silla y empezó a recoger del suelo todo lo que tenía
a su alcance y a arrojarlo hacia el baúl. Acababa de lanzar una túnica, dos libros
de hechizos y una bolsa de patatas fritas cuando sonó el timbre de la puerta.
Abajo, en el salón, tío Vernon gritó:
—¿Quién diantre será a estas horas de la noche?
Harry se quedó inmóvil con un telescopio de latón en una mano y un par
de zapatillas de deporte en la otra. Se le había olvidado avisar a los Dursley de
que quizá Dumbledore se presentaría. Muy nervioso, y por eso mismo
aguantándose la risa, saltó y abrió de un tirón la puerta de su dormitorio.
Entonces oyó una voz grave que decía: «Buenas noches. Usted debe de ser el
señor Dursley. Supongo que Harry le habrá dicho que vendría a recogerlo.»
Corrió escaleras abajo, saltando los peldaños de dos en dos, pero a un par
de metros del final se paró en seco, pues la experiencia le había enseñado a
mantenerse fuera del alcance de la mano de su tío siempre que pudiese. En el
umbral había un hombre alto y delgado, de barba y cabello plateados hasta la
cintura; llevaba unas gafas de media luna apoyadas en la torcida nariz e iba
ataviado con una larga capa de viaje negra y un sombrero puntiagudo. Vernon
Dursley, vestido con un batín morado y cuyo bigote era casi tan poblado como
el de Dumbledore —aunque todavía negro—, miraba de hito en hito a su
visitante, como si no diera crédito a sus diminutos ojos.
—A juzgar por su expresión de asombro e incredulidad, diría que Harry no
le advirtió de mi llegada —rectificó Dumbledore con simpatía—. Aun así,
supongamos que usted me ha invitado amablemente a entrar en su casa. No es
aconsejable entretenerse en los umbrales en estos tiempos difíciles. —Entró con
elegancia y cerró la puerta detrás de sí—. Ha pasado mucho tiempo desde mi
anterior visita —comentó escrutando a tío Vernon—. Permítame decirle que sus
agapantos están creciendo muy bien. Son plantas magníficas.
Vernon Dursley permanecía mudo. Harry sabía que su tío recobraría el
habla, y muy pronto (la palpitante vena de su sien estaba alcanzando el punto
de peligro), pero, al parecer, Dumbledore tenía algo que lo había dejado
temporalmente sin respiración. Quizá se debía a su notorio aspecto de mago, o
porque hasta tío Vernon se daba cuenta de que se hallaba ante un hombre a
quien difícilmente podría intimidar.
—¡Ah, Harry, buenas noches! —dijo Dumbledore mirándolo a través de sus
gafas con expresión radiante—. Excelente, excelente.
Al parecer, esas palabras provocaron a tío Vernon. Era evidente que, en su
opinión, cualquiera que mirara a Harry y dijera «excelente» tenía que ser por
fuerza una persona con la que él nunca estaría de acuerdo.
—No quisiera parecer maleducado... —empezó con un tono que cargaba de
grosería cada sílaba.
—Y sin embargo, lamentablemente, los casos de mala educación
involuntaria se producen con una frecuencia alarmante —lo cortó Dumbledore
con gravedad—. A veces resulta mejor no decir nada, amigo mío. ¡Ah, y ésta
debe de ser Petunia!
La puerta de la cocina se había abierto y allí estaba plantada la tía de Harry,
con sus guantes de goma y su bata de estar por casa encima del camisón; era
evidente que estaba en plena limpieza de las superficies de la cocina, una tarea
que realizaba todos los días antes de acostarse. Su cara de caballo no revelaba
otra cosa que conmoción.
—Albus Dumbledore —se presentó Dumbledore al ver que tío Vernon no
reaccionaba—. Nos hemos escrito, ¿no es así? —Harry lo consideró una extraña
manera de recordarle a tía Petunia que en una ocasión le había enviado una
carta explosiva, pero ella no se dio por aludida—. Y ése debe de ser su hijo
Dudley, ¿verdad?
Este acababa de asomarse a la puerta del salón. Su enorme y rubia cabeza
emergiendo del cuello del pijama a rayas parecía incorpórea, y tenía la boca
abierta en un asustado gesto de asombro. Dumbledore esperó unos instantes,
tal vez para ver si alguno de los Dursley pensaba decir algo, pero como el
silencio se prolongaba, sonrió y preguntó:
—¿Qué les parece si suponemos que me han invitado a entrar en el salón?
Dudley se apartó como pudo cuando el anciano mago pasó por su lado.
Harry, que todavía sostenía el telescopio y las zapatillas, salvó de un salto los
pocos peldaños que quedaban hasta el suelo y lo siguió. Dumbledore se sentó
en la butaca más cercana al fuego y contempló el salón con gesto de benévolo
interés. Parecía completamente fuera de lugar.
—¿No... no nos vamos, señor? —preguntó Harry con ansiedad.
—Sí, claro que sí, pero antes tenemos que hablar de varias cosas. Y prefiero
no hacerlo al aire libre. Sólo abusaremos un poco más de la hospitalidad de tus
tíos.
—¿En serio? —preguntó Vernon Dursley, entrando en el salón; Petunia iba
a su lado y Dudley detrás de ambos, intentando pasar inadvertido.
—Sí —confirmó Dumbledore con naturalidad—. Así es. —Sacó su varita
mágica tan deprisa que Harry apenas la vio y la hizo cimbrar rápidamente. El
sofá salió despedido y golpeó las corvas de los tres Dursley, que cayeron
sentados en él. Con otra sacudida de la varita, el sofá retrocedió hasta su
posición original—. Más vale que se pongan cómodos —añadió el mago con
gentileza.
Cuando Dumbledore se guardó la varita en el bolsillo, Harry se fijó en que
tenía la mano ennegrecida y apergaminada; daba la impresión de que la carne
se le había consumido.
—Señor, ¿qué le ha pasado en la...?
—Luego, Harry —lo interrumpió—. Siéntate, por favor. —El muchacho
ocupó la butaca que quedaba y decidió no mirar a los Dursley, que parecían
víctimas de un hechizo aturdidor—. Lo lógico sería suponer que iban a
ofrecerme un refrigerio —le dijo Dumbledore a tío Vernon—, pero, por lo visto
hasta ahora, eso denotaría un optimismo rayano en el idealismo.
Con una tercera sacudida de la varita, materializó una polvorienta botella y
cinco copas. La botella se inclinó y vertió una generosa medida de un líquido
color miel en las copas, que a continuación levitaron hasta cada uno de los
presentes.
—El hidromiel más delicioso de la señora Rosmerta, envejecido en roble —
dijo Dumbledore alzando su copa hacia Harry, que cogió la suya y bebió un
pequeño sorbo. Nunca había probado nada parecido, pero le encantó. Los
Dursley, tras intercambiar fugaces y asustadas miradas, intentaron ignorar sus
copas, aunque era toda una hazaña, pues éstas no cesaban de darles golpecitos
en la cabeza. Harry sospechaba que Dumbledore estaba disfrutando de lo
lindo—. Bueno, Harry —dijo el director de Hogwarts volviéndose hacia él—, ha
surgido una dificultad que espero seas capaz de resolver para nosotros. Y
cuando digo «nosotros» me refiero a la Orden del Fénix. Pero, antes que nada,
debo decirte que hace una semana encontraron el testamento de Sirius y te ha
dejado todas sus posesiones.
Tío Vernon giró la cabeza para mirarlo, pero Harry no lo miró y tampoco se
le ocurrió nada que decir, salvo:
—¡Ah, vale!
—Esto, en general, resulta bastante sencillo —prosiguió Dumbledore—.
Añades una considerable cantidad de oro a la cuenta que tienes en Gringotts y
heredas todos los bienes de Sirius. La parte ligeramente problemática del
legado...
—¿Ha muerto su padrino? —preguntó tío Vernon desde el sofá.
Dumbledore y Harry se volvieron hacia él. La copa de hidromiel golpeaba con
insistencia un lado de la cabeza de Vernon, que intentaba apartarla—. ¿Ha
muerto? ¿Su padrino?
—Sí —confirmó Dumbledore, pero no le preguntó a Harry por qué no se lo
había contado a los Dursley—. El problema —continuó, mirando de nuevo al
muchacho como si no se hubiera producido ninguna interrupción— es que
Sirius también te ha dejado el número 12 de Grimmauld Place.
—¿Que ha heredado una casa? —se extrañó tío Vernon con avaricia,
entrecerrando sus pequeños ojos; pero nadie le contestó.
—Pueden seguir usándola como cuartel general —dijo Harry—. No me
importa. Que se la queden; en realidad no la quiero.
Prefería no volver a poner los pies allí. Se imaginaba que el espíritu de
Sirius habitaría eternamente la casa y que rondaría por sus oscuras y mohosas
habitaciones, solo y atrapado para siempre en el sitio del que tanto había
deseado salir en vida.
—Eres muy generoso —repuso Dumbledore—. Sin embargo, hemos
desalojado temporalmente el edificio.
—¿Por qué?
—Verás —respondió sin hacer caso de las quejas de tío Vernon, a quien la
perseverante copa seguía aporreando la cabeza—, la tradición de la familia
Black establece que la casa se transmita por línea directa al siguiente varón
apellidado Black. Sirius era el último; su hermano menor, Regulus, falleció
antes que él, y ninguno de los dos tuvo hijos. Aunque el testamento deja muy
claro que tu padrino quería que te quedaras con la casa, cabe la posibilidad de
que haya en ella algún hechizo o sortilegio para asegurar que sólo pueda
poseerla un sangre limpia.
Harry evocó fugazmente una vivida imagen del alborotador retrato de la
madre de Sirius, colgado en el recibidor de Grimmauld Place.
—No me extrañaría —coincidió.
—A mí tampoco —asintió Dumbledore—. Y si existe ese sortilegio, lo más
probable es que la vivienda pase al pariente vivo de Sirius de más edad, que es
su prima Bellatrix Lestrange.
Harry se puso en pie de un brinco, haciendo caer al suelo el telescopio y las
zapatillas que descansaban sobre su regazo. ¿Que la asesina de Sirius, Bellatrix
Lestrange, heredaría su casa?
—¡No! —gritó.
Bueno, es evidente que nosotros también preferiríamos que no la tuviera —
explicó Dumbledore con calma—. La situación plantea un sinfín de
complicaciones. No sabemos, por ejemplo, si los sortilegios que le hemos hecho
a la casa para que no se descubra su ubicación seguirán funcionando ahora que
Sirius ya no es el propietario. Bellatrix podría presentarse en la vivienda en
cualquier momento. Como es lógico, hemos decidido abandonar el edificio
hasta que se aclaren todas las cuestiones.
—Pero ¿cómo van a averiguar si se me permite ser el nuevo propietario?
—Por fortuna, existe una sencilla manera de comprobarlo.
Dejó su copa vacía en una mesita que había junto a la butaca, pero, antes de
que pudiera hacer nada más, tío Vernon exclamó:
—¿Quiere hacer el favor de quitarnos de encima estas malditas copas?
Harry vio a los tres Dursley protegiéndose la cabeza con los brazos
mientras las copas les propinaban fuertes golpes en el cráneo y salpicaban su
contenido por todas partes.
—¡Ay, lo siento mucho! —se disculpó Dumbledore, y volvió a levantar su
varita. Las tres copas se desvanecieron—. Pero habría sido de mejor educación
bebérselo.
Dio la impresión de que tío Vernon reprimía un montón de furibundas
réplicas, pero se limitó a encogerse entre los cojines con tía Petunia y Dudley,
sin apartar sus ojillos porcinos de la varita de Dumbledore.
—Verás —prosiguió Dumbledore, mirando de nuevo a Harry y como si
Vernon no hubiera intervenido en la conversación—, si resulta que has
heredado la casa, también habrás heredado...
Agitó la varita por quinta vez. Se oyó un fuerte «¡crac!» y apareció un elfo
doméstico con una narizota similar a un hocico, enormes orejas de murciélago y
unos grandes ojos inyectados en sangre; en cuclillas encima de la alfombra de
pelo largo de los Dursley, iba ataviado con mugrientos harapos. Tía Petunia
soltó un espeluznante chillido; en su casa jamás había entrado una criatura tan
asquerosa como ésa. Dudley, que estaba descalzo, levantó sus grandes y
rosados pies del suelo y los mantuvo en alto, como si creyera que aquella
criatura podría trepar por los pantalones de su pijama. Tío Vernon bramó:
—¿Qué demonios es eso?
—...a Kreacher —terminó Dumbledore.
—¡Kreacher no quiere, Kreacher no quiere, Kreacher no quiere! —protestó
el elfo doméstico con voz ronca y casi tan atronadora como la de Vernon, al
mismo tiempo que daba fuertes pisotones con sus largos y deformes pies y se
tiraba de las orejas—. Kreacher es de la señorita Bellatrix, sí señor, Kreacher es
de los Black, Kreacher quiere a su nueva ama, Kreacher no se irá con el mocoso
Potter, Kreacher no quiere, no quiere, no quiere.
—Como ves, Harry —continuó Dumbledore, elevando la voz para
superponerse a los gritos del elfo—, Kreacher muestra cierta reticencia a que
seas su amo.
—No me importa —repitió Harry mirando con desprecio al elfo doméstico,
que no paraba de retorcerse y dar pisotones—. No lo quiero.
—No quiere, no quiere, no quiere...
—¿Prefieres que pase a ser propiedad de Bellatrix Lestrange? ¿Tienes en
cuenta que ha estado un año entero en el cuartel general de la Orden del Fénix?
—No quiere, no quiere, no quiere...
Harry miró a Dumbledore. Sabía que no debían permitir que Kreacher se
fuera a vivir con Bellatrix Lestrange, pero le repugnaba la idea de ser su
propietario, de ser el responsable de la criatura que había traicionado a Sirius.
—Dale una orden —propuso Dumbledore—. Si te pertenece, tendrá que
obedecerte. Si no, habrá que pensar en otra manera de mantenerlo alejado de su
legítima propietaria.
—¡No quiere, no quiere, no quiere, NO QUIERE!
Kreacher gritaba a pleno pulmón y a Harry sólo se le ocurrió decir:
—¡Cállate, Kreacher!
Por un momento pareció que éste iba a asfixiarse. Se agarró el cuello
mientras seguía moviendo la boca con furia; los ojos se le salían de las órbitas.
Después de tragar varias veces saliva con grandes aspavientos, se tiró boca
abajo sobre la alfombra (tía Petunia soltó un gemido) y se puso a golpear el
suelo con pies y manos, entregándose a una violenta pero silenciosa pataleta.
—Bueno, eso simplifica las cosas —observó Dumbledore con buen
humor—. Por lo visto, Sirius sabía lo que hacía. Eres el legítimo heredero del
número 12 de Grimmauld Place y de Kreacher.
—¿Tengo que... quedarme con él? —preguntó Harry, horrorizado, mientras
el elfo doméstico se retorcía a sus pies.
—Si no quieres, no —contestó el mago—. Y si me permites una sugerencia,
podrías enviarlo a trabajar en las cocinas de Hogwarts. De ese modo, los otros
elfos domésticos lo vigilarían.
—Sí —dijo Harry con alivio—, sí, eso haré. Hum... Kreacher, quiero que
vayas a Hogwarts y trabajes en las cocinas con los otros elfos domésticos.
Kreacher, que se había quedado tumbado de espaldas con los brazos y las
piernas en el aire, miró a Harry con profundo odio y, con otro fuerte «¡crac!»,
desapareció.
—Muy bien —prosiguió Dumbledore—. También hay que resolver el
asunto del hipogrifo, Buckbeak. Hagrid lo ha cuidado desde que murió Sirius,
pero ahora es tuyo, así que si prefieres disponer otra cosa...
—No —respondió Harry—, puede quedarse con Hagrid. Creo que Buckbeak
lo preferirá.
—Hagrid estará encantado —asintió Dumbledore sonriendo—. Se alegró
mucho de volver a verlo. Por cierto, decidimos, por la propia seguridad del
hipogrifo, cambiarle el nombre y de momento llamarlo Witherwings, aunque
dudo mucho que el ministerio llegue a sospechar jamás que es el mismo
hipogrifo que una vez condenaron a muerte. Y ahora, Harry, ¿tienes el baúl
preparado?
—Hum...
—¿Dudabas que fuera a venir? —inquirió el mago con sagacidad.
—Subo un momento y... vuelvo enseguida —contestó Harry, y se apresuró
a recoger el telescopio y las zapatillas.
Tardó poco más de diez minutos en reunir todo lo que necesitaba; por fin,
consiguió rescatar su capa invisible de debajo de la cama, enroscar el tapón del
tarro de tinta pluricolor y cerrar la tapa del baúl con el caldero dentro. Luego,
tirando del baúl con una mano y sujetando con la otra la jaula de Hedwig, bajó la
escalera.
Se llevó un chasco al ver que Dumbledore no lo esperaba en el recibidor, lo
cual significaba que tenía que volver al salón.
Nadie decía nada. El anciano profesor tarareaba con la boca cerrada; al
parecer se sentía a gusto y relajado, pero la atmósfera habría podido cortarse
con un cuchillo. Harry no se atrevió a mirar a los Dursley cuando anunció:
—Ya estoy listo, profesor.
—Estupendo —repuso éste—. Sólo una cosa más —añadió, y se volvió
hacia los Dursley—. Como sin duda sabrán, Harry alcanzará la mayoría de
edad dentro de un año...
—¡No! —saltó tía Petunia, que hablaba por primera vez desde la llegada de
Dumbledore.
—¿Cómo dice? —preguntó Dumbledore con educación.
—Se equivoca. Harry tiene un mes menos que Dudley y Dudders no
cumple los dieciocho hasta dentro de dos años.
—¡Ah! —dijo Dumbledore con tono afable—. Pero en el mundo mágico
alcanzamos la mayoría de edad a los diecisiete.
Tío Vernon murmuró: «¡Qué ridiculez!», pero Dumbledore no le hizo caso.
—Bien, como ya saben, el mago llamado lord Voldemort ha regresado a
este país. La comunidad mágica se encuentra en una situación de guerra abierta
y Harry, a quien Voldemort ya ha intentado matar en diversas ocasiones, corre
mayor peligro ahora que el día en que lo dejé frente a la puerta de esta casa,
hace quince años, con una carta que explicaba cómo habían muerto sus padres y
expresaba mis deseos de que ustedes lo cuidaran como si fuera un hijo propio.
—Hizo una pausa, y aunque su voz seguía suave y sosegada y no daba señales
de enfado, Harry percibió que el anciano emanaba una especie de frialdad y se
fijó en que los Dursley se juntaban un poco más unos a otros—. Pero no han
hecho lo que les pedí. Nunca han tratado a Harry como a un hijo. Con ustedes,
él no ha conocido otra cosa que el abandono y, muchas veces, la crueldad. Lo
mejor que se puede decir es que al menos se ha librado de los atroces perjuicios
que le han ocasionado al desafortunado muchacho que está sentado entre
ustedes.
Petunia y Vernon giraron la cabeza de forma instintiva, como si esperaran
ver a una persona que no fuera Dudley, apretujado entre ellos.
—¿Que nosotros hemos... tratado mal a Dudders? ¿Qué está...? —empezó
tío Vernon, furioso; pero Dumbledore levantó un dedo índice pidiendo silencio,
un silencio que se hizo de inmediato, como si hubiera hecho enmudecer a
Vernon.
—Gracias a la magia que realicé hace quince años, Harry goza de una
poderosa protección mientras esta casa sea su hogar. Por muy desdichado que
se haya sentido aquí, por mucho que le hayan demostrado que estaba de más,
por muy mal que lo hayan tratado, al menos lo han tenido con ustedes, aunque
a regañadientes. Esa magia dejará de funcionar tan pronto Harry cumpla
diecisiete años; dicho de otro modo, en cuanto se convierta en un adulto. Así
pues, sólo les pido esto: que le permitan regresar una vez más a esta casa antes
de su decimoséptimo cumpleaños, con lo que seguirá beneficiándose de
protección hasta ese momento.
Ninguno de los Dursley abrió la boca. Dudley tenía el entrecejo ligeramente
fruncido, como si intentase recordar cuándo habían maltratado a su primo, tío
Vernon parecía atragantado con algo, y tía Petunia presentaba un extraño
rubor.
—Bueno, Harry... Es hora de marcharnos —anunció Dumbledore, al tiempo
que se levantaba y se arreglaba la larga capa negra—. Hasta la próxima —dijo a
los Dursley, que pusieron cara de que, por ellos, ese momento podía retrasarse
eternamente; y, tras quitarse el sombrero, salió de la habitación con paso
majestuoso.
—Adiós —les dijo Harry a los Dursley de pasada, y siguió a Dumbledore,
que se detuvo al lado del baúl, sobre el que estaba la jaula de Hedwig.
—Ahora no nos interesa cargar con esto —resolvió, y volvió a sacar su
varita—. Lo enviaré a La Madriguera. Pero me gustaría que cogieras tu capa
invisible, por si acaso.
El muchacho extrajo la capa con cierta dificultad, procurando que
Dumbledore no viera el desorden que había dentro. Cuando se la hubo metido
en el bolsillo interior de la cazadora, el mago sacudió la varita y el baúl, la jaula
y Hedwig se esfumaron. Volvió a agitarla y la puerta de la calle se abrió. La
noche era fría y neblinosa.
—Y ahora, Harry, adentrémonos en la oscuridad y vayamos en busca de la
aventura, esa caprichosa seductora.
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