martes, 1 de julio de 2014

Harry Potter y el Cáliz de Fuego Cap. 10-12

10
Alboroto en el Ministerio

El señor Weasley los despertó cuando llevaban sólo unas pocas horas durmiendo. Usó la
magia para desmontar las tiendas, y dejaron el cámping tan rápidamente como pudieron.
Al pasar por al lado del señor Roberts, que estaba a la puerta de su casita, vieron que
tenía un aspecto extraño, como de aturdimiento. El muggle los despidió con un vago
«Feliz Navidad».
—Se recuperará  —aseguró el señor Weasley en voz baja, de camino hacia el
páramo—. A veces, cuando se modifica la memoria de alguien, al principio se siente
desorientado... y es mucho lo que han tenido que hacerle olvidar.
Al acercarse al punto donde se hallaban los trasladores oyeron voces insistentes.
Cuando llegaron vieron a Basil, el que estaba a cargo de los trasladores, rodeado de
magos y brujas que exigían abandonar el cámping lo antes posible. El señor Weasley
discutió también brevemente con Basil, y terminaron poniéndose en la cola. Antes de
que saliera el sol cogieron un neumático viejo que los llevó a la colina de Stoatshead.
Con la luz del alba, regresaron por Ottery St. Catchpole hacia La Madriguera, hablando
muy poco porque estaban cansados y no pensaban más que en el desayuno. Cuando
doblaron el recodo del camino y La Madriguera apareció a la vista, les  llegó por el
húmedo camino el eco de una persona que gritaba:
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios!
La señora Weasley, que evidentemente los había estado aguardando en el jardín
delantero, corrió hacia ellos, todavía calzada con las zapatillas que se ponía para salir de
la cama, la cara pálida y tensa y un ejemplar estrujado de El Profeta en la mano.
—¡Arthur, qué preocupada me habéis tenido, qué preocupada!
Le echó a su marido los brazos al cuello, y  El Profeta  se le cayó de la mano. Al
mirarlo en el suelo,  Harry distinguió el titular «Escenas de terror en los Mundiales de
quidditch», acompañado de una centelleante fotografía en blanco y negro que mostraba
la Marca Tenebrosa sobre las copas de los árboles.
—Estáis todos bien  —murmuraba la señora Weasley comoida, soltando al señor
Weasley y mirándolos con los ojos enrojecidos—. Estáis vivos, niños...
Y, para sorpresa de todo el mundo, cogió a Fred y George y los abrazó con tanta
fuerza que sus cabezas chocaron.
—¡Ay!, mamá... nos estás ahogando...
—¡Pensar  que os reñí antes de que os fuerais!  —dijo la señora Weasley,
comenzando a sollozar—. ¡No he pensado en otra cosa! Que si os atrapaba Quienvosotros-sabéis, lo último que yo os había dicho era que no habíais tenido bastantes
TIMOS. Ay, Fred... George...
—Vamos, Molly, ya ves que estamos todos bien —le dijo el señor Weasley en tono
tranquilizador, arrancándola de los gemelos y llevándola hacia la casa—. Bill  —añadió
en voz baja—, recoge el periódico. Quiero ver lo que dice.
Una vez que hubieron entrado todos, algo apretados, en la pequeña cocina y que
Hermione hubo preparado una taza de té muy fuerte para la señora Weasley, en el que
su marido insistió en echar unas gotas de «whisky envejecido de Ogden», Bill le entregó
el periódico a su padre. Éste echó un vistazo a la primera página mientras Percy atisbaba
por encima de su hombro.
—Me lo imaginaba  —dijo resoplando el señor Weasley—. «Errores garrafales del
Ministerio... los culpables en libertad... falta de seguridad... magos tenebrosos yendo por
ahí libremente... desgracia nacional...» ¿Quién ha escrito esto? Ah, claro... Rita Skeeter.
—¡Esa mujer la tiene tomada con el Ministerio de Magia!  —exclamó Percy
furioso—. La semana pasada dijo que perdíamos el tiempo con nimiedades referentes al
grosor de los calderos en vez de acabar con los vampiros. Como si no estuviera
expresamente establecido en el parágrafo duodécimo de las Orientaciones para el trato
de los seres no mágicos parcialmente humanos...
—Haznos un favor, Percy —le pidió Bill, bostezando—, cállate.
—Me mencionan —dijo el señor Weasley, abriendo los ojos tras las gafas al llegar
al final del artículo de El Profeta.
—¿Dónde?  —balbuceó la señora Weasley, atragantándose con el té con whisky—.
¡Si lo hubiera visto, habría sabido que estabas vivo!
—No dicen mi nombre  —aclaró el señor Weasley—. Escucha: «Si los magos y
brujas aterrorizados que aguardaban ansiosamente noticias del bosque esperaban algún
aliento proveniente del Ministerio de Magia, quedaron tristemente decepcionados. Un
oficial del Ministerio salió del bosque poco tiempo después de la aparición de la Marca
Tenebrosa diciendo que nadie había resultado herido, pero negándose a dar más
información. Está por ver si su declaración bastará para sofocar los rumores que hablan
de varios cadáveres retirados del bosque una hora más tarde.» Vaya, francamente...
—dijo el señor Weasley exasperado, pasándole el periódico a Percy—. No hubo ningún
herido, ¿qué se supone que tendría que haber dicho? «Rumores que hablan de varios
cadáveres retirados del bosque...» Desde luego, habrá rumores después de publicado
esto.
Exhaló un profundo suspiro.
—Molly, voy a tener que ir a la oficina. Habrá que hacer algo.
—Iré contigo, papá  —anunció gravemente Percy—. El señor Crouch necesitará
todas las manos disponibles. Y podré entregarle en persona mi informe sobre los
calderos.
Salió aprisa de la cocina.
La señora Weasley parecía disgustada.
—¡Arthur, te recuerdo que estás de vacaciones! Esto no tiene nada que ver con la
oficina. ¿No se las pueden apañar sin ti?
—Tengo que ir, Molly  —insistió el señor Weasley—. Por culpa mía están peor las
cosas. Me pongo la túnica y me voy...
—Señora Weasley  —dijo de pronto Harry, sin poder contenerse—, ¿no ha llegado
Hedwig trayéndome una carta?
—¿Hedwig,  cariño?  —contestó  la señora Weasley como distraída—. No... no, no
ha habido correo.
Ron y Hermione miraron a Harry con curiosidad. Harry les dirigió una significativa
mirada y dijo:
—¿Te parece bien que deje mis cosas en tu habitación, Ron?
—Sí, claro... Subo contigo —respondió Ron de inmediato—.Hermione...
—Voy con vosotros —se apresuró a contestar ella, y los tres salieron de la cocina y
subieron la escalera.
—¿Qué pasa, Harry?  —preguntó Ron en cuanto cerraron tras ellos la puerta de la
habitación de la buhardilla.
—Hay algo que no os he dicho —explicó Harry—: cuando desperté el domingo por
la mañana, la cicatriz me volvía a doler.
La reacción de Ron y Hermione fue muy parecida a como se la había imaginado en
su habitación de Privet Drive. Hermione ahogó un grito y comenzó de inmediato a
proponer cosas, mencionando varios libros de consulta y a todo el mundo al que se
podía recurrir, desde Albus Dumbledore a la señora Pomfrey, la enfermera de
Hogwarts.
Ron se había quedado atónito.
—Pero... él no estaba allí... ¿o sí? ¿Estaba por allí Quien-tú-sabes? Quiero decir...
la anterior vez que te dolió la cicatriz era porque él estaba en Hogwarts, ¿no?
—Estoy seguro de que esta vez no estaba en Privet Drive  —dijo Harry—. Pero yo
había estado soñando con él... con él y Peter...  ya sabéis, Colagusano. Ahora no puedo
recordar todo el sueño, pero sí me acuerdo de que hablaban de matar... a alguien.
Había vacilado un momento antes de decir «me», pero no quiso ver a Hermione
aún más asustada de lo que ya estaba.
—Sólo fue un sueño —afirmó Ron para darle ánimos—. Una pesadilla nada más.
—Sí... pero ¿seguro que no fue nada más? —replicó Harry, mirando por la ventana
al cielo, que iba poniéndose más brillante—. Es extraño, ¿no? Me duele la cicatriz, y
tres días después los mortífagos se  ponen en marcha y el símbolo de Voldemort aparece
en el cielo.
—¡No... pronuncies... ese... nombre! —dijo Ron entre sus dientes apretados.
—¿Y recordáis lo que dijo la profesora Trelawney al final de este curso?  —siguió
Harry, sin hacer casó a Ron.
La profesora Trelawney les daba clase de Adivinación en Hogwarts.
Del rostro de Hermione desapareció la expresión de terror, y lanzó un resoplido de
burla.
—Harry, ¡no irás a prestar atención a lo que dijo aquel viejo fraude!
—Tú no estabas allí —contestó Harry—. No la oíste. Aquella vez fue diferente. Ya
te lo conté, entró en trance. En un trance de verdad. Y dijo que el Señor Tenebroso se
alzaría de nuevo...  más grande y más terrible que nunca...  y que lo lograría porque su
vasallo iba a regresar con él. Y aquella misma noche escapó Colagusano.
Se hizo un silencio durante el cual Ron hurgaba, sin darse cuenta, en un agujero
que había en la colcha de los Chudley Cannons.
—¿Por qué preguntaste si había llegado  Hedwig,  Harry?  —preguntó Hermione—.
¿Esperas carta?
—Le escribí a Sirius contándole lo de mi cicatriz —respondió Harry, encogiéndose
de hombros—. Espero su respuesta.
—¡Bien pensado!  —aprobó Ron, y su rostro se alegró un poco—. ¡Seguro que
Sirius sabe qué hay que hacer!
—Esperaba que regresara enseguida —dijo Harry.
—Pero no sabemos dónde está Sirius... Podría estar en África o ve a saber dónde,
¿no?  —opinó sensatamente Hermione—.  Hedwig  no va a hacer un viaje así en pocos
días.
—Sí, ya lo sé  —admitió Harry, pero sintió un peso en el estómago al mirar porla
ventana y no ver a Hedwig.
—Vamos a jugar a quidditch en el huerto, Harry  —propuso Ron—. Vamos,
seremos tres contra tres. Jugarán Bill, Charlie, Fred y George... Puedes intentar el
«Amago de Wronski»...
—Ron  —dijo Hermione, en tono de «no creó que estés siendo muy sensato»—,
Harry no tiene ganas de jugar a quidditch justamente ahora... Está preocupado y
cansado. Deberíamos ir todos a dormir.
—Sí que me apetece jugar a quidditch  —la contradijo Harry—. Vamos, cogeré mi
Saeta de Fuego.
Hermione abandonó la habitación, murmurando algo que sonó más o menos cómo
a: «¡Hombres!»
Ni Percy ni su padre pararon mucho en casa durante la semana siguiente. Se marchaban
cada mañana antes de que se levantara el resto de la familia, y volvían cada noche
después de la cena.
—Es un absoluto caos  —contaba Percy dándose tono, la noche antes del retorno a
Hogwarts—. Me he pasado toda la semana apagando fuegos. La gente no ha dejado de
enviarnos vociferadores y, claro, si no se abren enseguida, estallan. Hay quemaduras por
todo mi escritorio, y mi mejor pluma quedó reducida a cenizas.
—¿Por qué envían tantos vociferadores?  —preguntó Ginny mientras arreglaba con
celo su ejemplar de  Mil y una hierbas y hongos mágicos  sobre la alfombrilla que había
delante de la chimenea de lasala de estar.
—Para quejarse de la seguridad en los Mundiales  —explicó Percy—. Reclaman
compensaciones por los destrozos en sus propiedades. Mundungus Fletcher nos ha
puesto una demanda por una tienda de doce dormitorios con jacuzzi, pero lo tengo
calado: sé a ciencia cierta que estuvo durmiendo bajo una capa levantada sobre unos
palos.
La señora Weasley miró el reloj de pared del rincón. A Harry le gustaba aquel
reloj. Resultaba completamente inútil si lo que uno quería saber era la hora, pero en
otrosaspectos era muy informativo. Tenía nueve manecillas de oro, y cada una de ellas
llevaba grabado el nombre de un miembro de la familia Weasley. No había números
alrededor de la esfera, sino indicaciones de dónde podía encontrarse cada miembro de la
familia; indicaciones tales como «En casa», ((En el colegio» y «En el trabajo», pero
también «Perdido», «En el hospital» «En la cárcel» y, en la posición en que en los
relojes normales está el número doce, ponía «En peligro mortal».
Ocho de las manecillas señalaban en aquel instante la posición «En casa», pero la
del señor Weasley, que era la más larga, aún seguía marcando «En el trabajo». La
señora Weasley exhaló un suspiro.
—Vuestro padre no había tenido que ir a la oficina un fin de semana desde los días
de  Quien-vosotros-sabéis  —explicó—. Lo hacen trabajar demasiado. Si no vuelve
pronto se le va a echar a perder la cena.
—Bueno, papá piensa que tiene que compensar de alguna manera el error que
cometió el día del partido, ¿no?  —repuso Percy—. A decir verdad, fue un poco
imprudente al hacer una declaración pública sin contar primero con la autorización del
director de su departamento...
—¡No te atrevas a culpar a tu padre por lo que escribió esa miserable de Skeeter!
—dijo la señora Weasley, estallando de repente.
—Si papá no hubiera dicho nada, la vieja Rita habría escrito que era lamentable
que nadie del Ministerio informara de nada  —intervino Bill, que estaba jugando al
ajedrez con Ron—. Rita Skeeter nunca deja bien a nadie. Recuerda que en una ocasión
entrevistó a todos los rompedores de maldiciones de Gringotts, y a mí me llamó «gilí
del pelo largo».
—Bueno, la verdad es que está un poco largo, cielo  —dijo con suavidad la señora
Weasley—. Si me dejaras tan sólo que...
—No, mamá.
La lluvia golpeaba contrala ventana de la sala de estar. Hermione se hallaba
inmersa en el  Libro reglamentario  de  hechizos, curso  4º,  del que la señora Weasley
había comprado ejemplares para ella, Harry y Ron en el callejón Diagon. Charlie zurcía
un pasamontañas a prueba de fuego. Harry, que tenía a sus pies el equipo de
mantenimiento de escobas voladoras que le había regalado Hermione el día en que
cumplió trece años, le sacaba brillo a su Saeta de Fuego. Fred y George estaban
sentados en un rincón algo apartado, con las plumasen la mano, cuchicheando con la
cabeza inclinada sobre un pedazo de pergamino.
—¿Qué andáis tramando? —les preguntó la señora Weasley de pronto, con los ojos
clavados en ellos.
—Son deberes —explicó vagamente Fred.
—No digas tonterías. Todavía estáis de vacaciones —replicó la señora Weasley.
—Sí, nos hemos retrasado bastante —repuso George.
—No estaréis por casualidad redactando un nuevo cupón de pedido, ¿verdad?
—dijo con recelo la señora Weasley—. Espero que no se os haya pasado por la cabeza
volver a las andadas con los «Sortilegios Weasley».
—¡Mamá!  —dijo Fred, levantando la vista hacia ella, con mirada de dolor—. Si
mañana se estrella el expreso de Hogwarts y George y yo morimos, ¿cómo te sentirías
sabiendo que la última cosa que oímos de ti fue una acusación infundada?
Todos se rieron, hasta la señora Weasley.
—¡Ya viene vuestro padre! —anunció repentinamente, al volver a mirar el reloj.
La manecilla del señor Weasley había pasado de pronto de «En el trabajo» a
«Viajando». Un segundo más tardese había detenido en la indicación «En casa», con
las demás manecillas, y lo oyeron en la cocina.
—¡Voy, Arthur! —dijo la señora Weasley, saliendo a toda prisa de la sala.
Un poco después el señor Weasley entraba en la cálida sala de estar, con su cena en
una bandeja. Parecía reventado de cansancio.
—Bueno, ahora sí que se va a armar la gorda  —dijo, sentándose en un butacón
junto al fuego, y jugueteando sin entusiasmo con la coliflor un poco mustia de su
plato—. Rita Skeeter se ha pasado la semana husmeando en busca de algún otro lío
ministerial del que informar en el periódico, y acaba de enterarse de la desaparición de
la pobre Bertha, así que ya tiene titular para  El Profeta de mañana. Le advertí a Bagman
que debería haber mandado a alguien a buscarla hace mucho tiempo.
—El señor Crouch lleva semanas diciendo lo mismo —se apresuró a añadir Percy.
—Crouch tiene suerte de que Rita no se haya enterado de lo de Winky  —dijo el
señor Weasley irritado—. Habríamos tenido una semana entera de titulares a propósito
de que encontraran a su elfina doméstica con la varita con la que se invocó la Marca
Tenebrosa.
—Creía que todos estábamos de acuerdo en que esa elfina, aunque sea una
irresponsable, no fue quien convocó la Marca —replicó Percy, molesto.
—¡Si te interesa mi opinión, el señor Crouch tiene mucha suerte de que en  El
Profeta nadie sepa lo mal que trata a los elfos! —dijo enfadada Hermione.
—¡Mira por dónde!  —repuso Percy—. Hermione, un funcionario de alto rango del
Ministerio como es el señor Crouch merece una inquebrantable obediencia por parte de
su servicio.
—¡Por parte de su esclava, querrás decir!  —contestó Hermione, elevando
estridentemente la voz—. Porque a Winky no le pagaba, ¿verdad?
—¡Creo que será mejor que subáis todos a repasar vuestro equipaje!  —dijo la
señora Weasley, terminando con la discusión—. ¡Vamos, todos, ahora mismo...!
Harry guardó su equipo de mantenimiento de escobas voladoras, se echó al hombro
la Saeta de Fuego y subió la escalera con Ron. La lluvia sonaba aún más fuerte en la
parte superior de la casa, acompañada del ulular del viento, por no mencionar los
esporádicos aullidos del espíritu que habitaba en la buhardilla.  Pigwidgeon  comenzó a
gorjear y zumbar por la jaula cuando ellos entraron. La vista de los baúles a medio hacer
parecía haberlo excitado.
—Échale unas chucherías lechuciles  —dijo Ron, tirándole un paquete a Harry—.
Puede que eso lo mantenga callado.
Harry metió las chucherías por entre las barras de la jaula de Pigwidgeon y volvió a
su baúl. La jaula de Hedwig estaba al lado, aún vacía.
—Ya ha pasado más de una semana  —comentó Harry, mirando la percha
desocupada de Hedwig—. No crees que hayan atrapado a Sirius, ¿verdad, Ron?
—No, porque habría salido en  El Profeta  —contestó Ron—. El Ministerio estaría
muy interesado en demostrar que son capaces de coger a alguien, ¿no te parece?
—Sí, supongo...
—Mira, aquí tienes lo que mi madre te compró en el callejón Diagon. También te
sacó un poco de oro de la cámara acorazada... y te ha lavado los calcetines.
Con cierto esfuerzo puso una pila de paquetes sobre la cama plegable de Harry, y
dejó caer al lado la bolsa de dinero y el montón de calcetines. Harry empezó a
desenvolver las compras. Además del  Libro reglamentario  de  hechizos, curso  4º,  de
Miranda Goshawk, tenía un  puñado de plumas nuevas, una docena de rollos de
pergamino y recambios para su equipo de preparar pociones: ya casi no le quedaba
espina de pez-león ni esencia de belladona. Estaba metiendo en el caldero la ropa
interior cuando Ron, detrás de él, lanzó un resoplido de disgusto.
—¿Qué se supone que es esto?
Había cogido algo que a Harry le pareció un largo vestido de terciopelo rojo
oscuro. Alrededor del cuello tenía un volante de puntilla de aspecto enmohecido, y
puños de puntilla a juego.
Llamaron a la  puerta y entró la señora Weasley con unas cuantas túnicas de
Hogwarts recién lavadas y planchadas.
—Aquí tenéis  —dijo, separándolas en dos montones—. Ahora lo que deberíais
hacer es meterlas con cuidado para que no se arruguen.
—Mamá, me has puesto un vestido nuevo de Ginny —dijo Ron, enseñándoselo.
—Por supuesto que no te he puesto ningún vestido de Ginny  —negó la señora
Weasley—. En vuestra lista de la escuela dice que este curso necesitaréis túnicas de
gala... túnicas para las ocasiones solemnes.
—Tienes que estar bromeando —dijo Ron, sin dar crédito a lo que oía—. No voy a
ponerme eso, de ninguna manera.
—¡Todo el mundo las lleva, Ron!  —replicó enfadada la señora Weasley—. ¡Van
todos así! ¡Tu padre también tiene una para las reuniones importantes!
—Antesvoy desnudo que ponerme esto —declaró Ron, testarudo.
—No seas tonto  —repuso la señora Weasley—. Tienes que tener una túnica de
gala: ¡lo pone en la lista! Le compré otra a Harry... Enséñasela, Harry...
Con cierta inquietud, Harry abrió el último paquete  que quedaba sobre la cama.
Pero no era tan terrible como se había temido, al menos su túnica de gala no tenía
puntillas; de hecho, era más o menos igual que las de diario del colegio, salvo que era
verde botella en vez de negro.
—Pensé que haría juego contus ojos, cielo  —le dijo la señora Weasley
cariñosamente.
—¡Bueno, ésa está bien!  —exclamó Ron, molesto, observando la túnica de
Harry—. ¿Por qué no me podías traer a mí una como ésa?
—Porque... bueno, la tuya la tuve que comprar de segunda mano, ¡y no  había
mucho donde escoger! —explicó la señora Weasley, sonrojándose.
Harry apartó la vista. De buena gana les hubiera dado a los Weasley la mitad de lo
que tenía en su cámara acorazada de Gringotts, pero sabía que jamás lo aceptarían.
—No pienso ponérmelanunca —repitió Ron testaruda—mente—. Nunca.
—Bien  —contestó su madre con brusquedad—. Ve desnudo. Y, Harry, por favor,
hazle una foto. No me vendrá mal reírme un rato.
Salió de la habitación dando un portazo. Oyeron detrás de ellos un curioso
resoplido.  Pigwidgeon  se acababa de atragantar con una chuchería lechucil demasiado
grande.
—¿Por qué ninguna de mis cosas vale para nada?  —dijo Ron furioso, cruzando la
habitación para quitársela del pico.

11
En el expreso de Hogwarts

Cuando Harry despertó a la mañana siguiente, había en el ambiente una definida tristeza
de fin de vacaciones. La copiosa lluvia seguía salpicando contra la ventana mientras él
se ponía los vaqueros y una sudadera. Se vestirían con las túnicas del colegio cuando
estuvieran en el expreso de Hogwarts.
Por fin él, Ron, Fred y George bajaron a desayunar. Acababan de llegar al rellano
del primer piso, cuando la señora Weasley apareció al pie de la escalera, con expresión
preocupada.
—¡Arthur!  —llamó mirando hacia arriba—. ¡Arthur! ¡Mensaje urgente del
Ministerio!
Harry se echó contra la pared cuando el señor Weasley pasó metiendo mucho
ruido, con la túnica puesta del revés, y desapareció de la vista a toda prisa. Cuando
Harry y los demás entraron en la cocina, vieron a la señora Weasleybuscando nerviosa
por los cajones del aparador («¡Tengo una pluma en algún sitio!», murmuraba) y al
señor Weasley inclinado sobre el fuego, hablando con...
Para asegurarse de que los ojos no lo habían engañado, Harry los cerró con fuerza y
volvió a abrirlos.
Semejante a un enorme huevo con barba, la cabeza de Amos Diggory se encontraba
en medio de las llamas. Hablaba muy deprisa, completamente indiferente a las chispas
que saltaban en torno a él y a las llamas que le lamían las orejas.
—... Los vecinos muggles oyeron explosiones y gritos, y por eso llamaron a esos...
¿cómo los llaman...?, «pocresías». Arthur, tienes que ir para allá...
—¡Aquí está!  —dijo sin aliento la señora Weasley, poniendo en las manos de su
marido un pedazo de pergamino, un tarro de tinta y una pluma estrujada.
—... Ha sido una suerte que yo me enterara  —continuó la cabeza del señor
Diggory—. Tenía que ir temprano a la oficina para enviar un par de lechuzas, y
encontré a todos los del Uso Indebido de la Magia que salían pitando. ¡Si  Rita Skeeter
se entera de esto, Arthur...!
—¿Qué dice Ojoloco que sucedió?  —preguntó el señor Weasley, que abrió el tarro
de tinta, mojó la pluma y se dispuso a tomar notas.
La cabeza del señor Diggory puso cara de resignación.
—Dice que oyó a un intruso  en el patio de su casa. Dice que se acercaba
sigilosamente a la casa, pero que los contenedores de basura lo cogieron por sorpresa.
—¿Qué hicieron los contenedores de basura?  —inquirió el señor Weasley,
escribiendo como loco.
—Por lo que sé, hicieron un ruido espantoso y prendieron fuego a la basura por
todas partes  —explicó el señor Diggory—. Parece ser que uno de los contenedores
todavía andaba por allí cuando llegaron los «pocresías».
El señor Weasley emitió un gruñido.
—¿Y el intruso?
—Ya conoces a Ojoloco, Arthur  —dijo la cabeza del señor Diggory, volviendo a
poner cara de resignación—. ¿Que alguien se acercó al patio de su casa en medio de la
noche? Me parece más probable que fuera un gato asustado que anduviera por allí
cubierto de mondas de patata. Pero, si los del Uso Indebido de la Magia le echan las
manos encima a Ojoloco, se la ha cargado. Piensa en su expediente. Tenemos que
librarlo acusándolo de alguna cosa de poca monta, algo relacionado con tu
departamento. ¿Qué tal lo de los contenedoresque han explotado?
—Sería una buena precaución —repuso el señor Weasley, con el entrecejo fruncido
y sin dejar de escribir a toda velocidad—. ¿Ojoloco no usó la varita? ¿No atacó
realmente a nadie?
—Apuesto a que saltó de la cama y comenzó a echar maleficios contra todo lo que
tenía a su alcance desde la ventana  —contestó el señor Diggory—, pero les costará
trabajo demostrarlo, porque no hay heridos.
—Bien, ahora voy  —dijo el señor Weasley. Se metió en el bolsillo el pergamino
con las notas que había tomado y volvió a salir a toda prisa de la cocina.
La cabeza del señor Diggory miró a la señora Weasley.
—Lo siento, Molly  —dijo, más calmado—, siento haber tenido que molestaros tan
temprano... pero Arthur es el único que puede salvar a Ojoloco, y se suponeque es hoy
cuando Ojoloco empieza su nuevo trabajo. ¿Por qué tendría que escoger esta noche...?
—No importa, Amos  —repuso la señora Weasley—. ¿Estás seguro de que no
quieres una tostada o algo antes de irte?
—Eh... bueno —aceptó el señor Diggory.
La señora Weasley cogió una tostada untada con mantequilla de un montón que
había en la mesa de la cocina, la puso en las tenacillas de la chimenea y se la acercó al
señor Diggory a la boca.
—«Gacias» —masculló éste, y luego, haciendo «¡plin!», se desvaneció.
Harry oyó al señor Weasley despidiéndose apresuradamente de Bill, Charlie, Percy
y las chicas. A los cinco minutos volvió a entrar en la cocina, con la túnica ya bien
puesta y pasándose un peine por el pelo.
—Será mejor que me dé prisa. Que tengáis un buen  trimestre, muchachos  —les
dijo el señor Weasley a Harry, Ron y los gemelos, mientras se echaba una capa sobre
los hombros y se disponía a desaparecerse—. Molly, ¿podrás llevar tú a los chicos a la
estación de King’s Cross?
—Por supuesto que sí  —asintió  ella—. Tú cuida de Ojoloco, que ya nos
arreglaremos.
Al desaparecerse el señor Weasley, Bill y Charlie entraron en la cocina.
—¿Alguien mencionó a Ojoloco? —preguntó Bill—. ¿Qué ha hecho ahora?
—Dice que alguien intentó entrar anoche en su casa —explicó laseñora Weasley.
—¿Ojoloco  Moody?  —dijo George pensativo, poniéndose mermelada de naranja
en la tostada—. ¿No es el chiflado...?
—Tu padre tiene muy alto concepto de él  —le recordó severamente la señora
Weasley.
—Sí,  bueno, papá colecciona enchufes, ¿no?  —comentó Fred en voz baja, cuando
su madre salió de la cocina—. Dios los cría...
—Moody fue un gran mago en su tiempo —afirmó Bill.
—Es un viejo amigo de Dumbledore, ¿verdad? —dijo Charlie.
—Pero Dumbledore tampoco es lo que se entiende por normal, ¿a queno?
—repuso Fred—. Bueno, ya sé que es un genio y todo eso...
—¿Quién es Ojoloco? —preguntó Harry.
—Está retirado, pero antes trabajaba para el Ministerio  —explicó Charlie—. Yo lo
conocí un día en que papá me llevó con él al trabajo. Era un auror: uno de los mejores...
un cazador de magos tenebrosos  —añadió, viendo que Harry seguía sin entender—. La
mitad de las celdas de Azkaban las ha llenado él. Pero se creó un montón de enemigos...
sobre todo familiares de los que atrapaba... y, según he  oído, en su vejez se ha vuelto
realmente paranoico. Ya no confía en nadie. Ve magos tenebrosos por todas partes.
Bill y Charlie decidieron ir a despedirlos a todos a la estación de King’s Cross,
pero Percy, disculpándose de forma exagerada, dijo que no podía dejar de ir al trabajo.
—En estos momentos no puedo tomarme más tiempo libre —declaró—. Realmente
el señor Crouch está empezando a confiar en mí.
—Sí, ¿y sabes una cosa, Percy? —le dijo George muy serio—. Creo que no tardará
en aprenderse tu nombre.
La señora Weasley tuvo que habérselas con el teléfono de la oficina de correos del
pueblo para pedir tres taxis muggles ordinarios que los llevaran a Londres.
—Arthur intentó que el Ministerio nos dejara unos coches  —le susurró a Harry la
señora Weasley en el jardín de delante de la casa, mientras observaban cómo los taxistas
cargaban los baúles—. Pero no había ninguno libre... Éstos no parecen estar muy
contentos, ¿verdad?
Harry no quiso decirle a la señora Weasley que los taxistas muggles no
acostumbraban transportar lechuzas nerviosas, y  Pigwidgeon estaba armando un barullo
inaguantable. Por otro lado, no se pusieron precisamente más contentos cuando unas
cuantas bengalas fabulosas del doctor Filibuster, que prendían con la humedad, se
cayeron inesperadamente del baúl de Fred al abrirse de golpe.  Crookshanks  se asustó
con las bengalas, intentó subirse encima de uno de los taxistas, le clavó las uñas en la
pierna, y éste se sobresaltó y gritó de dolor.
El viaje resultó muy incómodo porque iban apretujados en la parte de atrás con los
baúles. Crookshanks tardó un rato en recobrarse del susto de las bengalas, y para cuando
entraron en Londres, Harry, Ron y Hermione estaban llenos de arañazos. Fue un alivio
llegar a King’s Cross, aunque la lluvia caía aún  con más fuerza y se calaron
completamente al cruzar la transitada calle en dirección a la estación, llevando los
baúles.
Harry ya estaba acostumbrado a entrar en el andén nueve y tres cuartos. No había
más que caminar recto a través de la barrera, aparentemente sólida, que separaba los
andenes nueve y diez. La única dificultad radicaba en hacerlo con disimulo, para no
atraer la atención de los muggles. Aquel día lo hicieron por grupos. Harry, Ron y
Hermione (los más llamativos, porque llevaban con ellos  a  Pigwidgeon  y a
Crookshanks)  pasaron primero: caminaron como quien no quiere la cosa hacia la
barrera, hablando entre ellos despreocupadamente, y la atravesaron... y, al hacerlo, el
andén nueve y tres cuartos se materializó allí mismo.
El expreso de Hogwarts, una reluciente máquina de vapor de color escarlata, ya
estaba allí, y de él salían nubes de vapor que convertían en oscuros fantasmas a los
numerosos alumnos de Hogwarts y sus padres, reunidos en el andén. Harry, Ron y
Hermione entraron a coger sitio, y no tardaron en colocar su equipaje en un
compartimiento de uno de los vagones centrales del tren. Luego bajaron de un salto otra
vez al andén para despedirse de la señora Weasley, de Bill y de Charlie.
—Quizá nos veamos antes de lo que piensas  —le dijo Charlie a Ginny, sonriendo,
al abrazarla.
—¿Por qué? —le preguntó Fred muy interesado.
—Ya lo verás  —respondió Charlie—. Pero no le digas a Percy que he dicho nada,
porque, al fin y al cabo, es «información reservada, hasta que el ministro juzgue
conveniente levantar el secreto».
—Sí, ya me gustaría volver a Hogwarts este año  —dijo Bill con las manos en los
bolsillos, mirando el tren con nostalgia.
—¿Por qué? —quiso saber George, intrigado.
—Porque vais a tener un curso muy interesante  —explicó Bill,parpadeando—.
Quizá podría hacer algo de tiempo para ir y echar un vistazo a...
—¿A qué?
Pero en aquel momento sonó el silbato, y la señora Weasley los empujó hacia las
puertas de los vagones.
—Gracias por la estancia, señora Weasley  —dijo Hermione después de que
subieron al tren, cerraron la puerta y se asomaron por la ventanilla para hablar con ella.
—Sí, gracias por todo, señora Weasley —dijo Harry.
—El placer ha sido mío  —respondió ella—. Os invitaría también a pasar la
Navidad, pero... bueno, creo que preferiréis quedaros en Hogwarts, porque con una cosa
y otra...
—¡Mamá!  —exclamó Ron enfadado—. ¿Qué es lo que sabéis vosotros tres y
nosotros no?
—Esta noche os enteraréis, espero  —contestó la señora Weasley con una
sonrisa—. Va a ser muy emocionante... Desde luego, estoy muy contenta de que hayan
cambiado las normas...
—¿Qué normas? —preguntaron Harry, Ron, Fred y George al mismo tiempo.
—Seguro que el profesor Dumbledore os lo explicará... Ahora, portaos bien, ¿eh?
¿Eh, Fred? ¿Eh, George?
El tren pitó muy fuerte y comenzó a moverse.
—¡Decidnos lo que va a ocurrir en Hogwarts!  —gritó Fred desde la ventanilla
cuando ya las figuras de la señora Weasley, de Bill y de Charlie empezaban a
alejarse—. ¿Qué normas van a cambiar?
Pero la señora Weasley tan sólo sonreía y les decía adiós con la mano. Antes de
que el tren hubiera doblado la curva, ella, Bill y Charlie habían desaparecido.
Harry, Ron y Hermione regresaron a su compartimiento. La espesa lluvia salpicaba
en las ventanillas con tal fuerza que apenas distinguían nada del exterior. Ron abrió su
baúl, sacó la túnica de gala de color rojo oscuro y tapó con ella la jaula de  Pigwidgeon
para amortiguar sus gorjeos.
—Bagman nos quería contar lo que va a pasar en Hogwarts  —dijo malhumorado,
sentándose al lado de Harry—. En los Mundiales, ¿recordáis? Pero mi propia madre es
incapaz de decir nada. Me pregunto qué...
—¡Shh!  —susurró de pronto Hermione, poniéndose un dedo en los labios y
señalando el compartimiento de al lado.
Los tres aguzaron el oído y, a través de la puerta entreabierta, oyeron una voz
familiar que arrastraba las palabras.
—... Mi padre pensó en enviarme a Durmstrang antes que a Hogwarts. Conoce al
director. Bueno, ya sabéis lo que piensa de Dumbledore: a ése le gustan demasiado los
sangresucia... En cambio, en el Instituto Durmstrang no admiten a ese tipo de chusma.
Pero a mi madre no le gustaba la idea de que yo fuera al colegio tan lejos. Mi padre dice
que en Durmstrang tienen una actitud mucho más sensata que en Hogwarts con respecto
a las Artes Oscuras. Los alumnos de Durmstrang las aprenden de verdad: no tienen
únicamente esa porquería de defensa contra ellas que tenemos nosotros...
Hermione se levantó, fue de puntillas hasta la puerta del compartimiento y la cerró
para no dejar pasar la voz de Malfoy.
—Así que piensa que Durmstrang le hubiera venido mejor, ¿no?  —dijo irritada—.
Me gustaría que lo hubieran llevado allí. De esa forma no tendríamos que aguantarlo.
—¿Durmstrang es otra escuela de magia? —preguntó Harry.
—Sí —dijo Hermione desdeñosamente—, y tiene una reputación horrible. Según el
libro  Evaluación de la educación mágica en Europa,  da muchísima importancia a las
Artes Oscuras.
—Creo que he oído algo sobre ella  —comentó Ron pensativamente—. ¿Dónde
está? ¿En qué país?
—Bueno, nadie lo sabe —repuso Hermione, levantando las cejas.
—Eh... ¿por qué no? —se extrañó Harry.
—Hay una rivalidad tradicional entre todas las escuelas de magia. A las de
Durmstrang y Beauxbatons les gusta ocultar su paradero para que nadie les pueda robar
los secretos —explicó Hermione con naturalidad.
—¡Vamos! ¡No digas tonterías!  —exclamó Ron, riéndose—. Durmstrang tiene que
tener el mismo tamaño que Hogwarts. ¿Cómo van a esconder un castillo enorme?
—¡Pero si también Hogwarts está oculto!  —dijo Hermione, sorprendida—. Eso lo
sabe todo el mundo. Bueno, todo el mundo que ha leído Historia de Hogwarts.
—Sólo tú, entonces  —repuso Ron—. A ver, ¿cómo han hecho para esconder un
lugar como Hogwarts?
—Está embrujado  —explicó Hermione—. Si un muggle lo mira, lo único que ve
son unas ruinas viejas con un letrero en la entrada donde dice: «MUY PELIGROSO.
PROHIBIDA LA ENTRADA.»
—¿Así que Durmstrang también parece unas ruinas para el que no pertenece al
colegio?
—Posiblemente  —contestó Hermione, encogiéndose de  hombros—. O podrían
haberle puesto repelentes mágicos de muggles, como al estadio de los Mundiales. Y,
para impedir que los magos ajenos lo encuentren, pueden haberlo convertido en
inmarcable.
—¿Cómo?
—Bueno, se puede encantar un edificio para que sea imposible marcarlo en ningún
mapa.
—Eh... si tú lo dices... —admitió Harry.
—Pero creo que Durmstrang tiene que estar en algún país del norte  —dijo
Hermione reflexionando—. En algún lugar muy frío, porque llevan capas de piel como
parte del uniforme.
—¡Ah,  piensa en las posibilidades que eso tiene!  —dijo Ron en tono soñador—.
Habría sido tan fácil tirar a Malfoy a un glaciar y que pareciera un accidente... Es una
pena que su madre no quisiera que fuera allí.
La lluvia se hacía aún más y más intensa conforme el tren avanzaba hacia el norte.
El cielo estaba tan oscuro y las ventanillas tan empañadas que hacia el mediodía ya
habían encendido las luces. El carrito de la comida llegó traqueteando por el pasillo, y
Harry compró un montón de pasteles en forma de caldero para compartirlos con los
demás.
Varios de sus amigos pasaron a verlos a lo largo de la tarde, incluidos Seamus
Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom, un muchacho de cara redonda
extraordinariamente olvidadizo que había sido criado por su abuela,  una bruja de armas
tomar. Seamus aún llevaba la escarapela del equipo de Irlanda. Parecía que iba
perdiendo su magia poco a poco, y, aunque todavía gritaba «¡Troy!, ¡Mullet!, ¡Moran!»,
lo hacía de forma muy débil y como fatigada. Después de una media hora, Hermione,
harta de la inacabable charla sobre quidditch, se puso a leer una vez más el  Libro
reglamentario de hechizos, curso 4º, e intentó aprenderse el encantamiento convocador.
Mientras revivían el partido de la Copa, Neville los escuchaba con envidia.
—Mi abuela no quiso ir  —dijo con evidente tristeza—. No compró entradas.
Supongo que habrá sido impresionante...
—Lo fue —asintió Ron—. Mira esto, Neville...
Revolvió un poco en su baúl, que estaba colgado en la rejilla portaequipajes, y sacó
la miniatura de Viktor Krum.
—¡Vaya!  —exclamó Neville maravillado, cuando Ron le puso a Krum en su
rechoncha mano.
—Lo vimos muy de cerca, además  —añadió Ron—, porque estuvimos en la
tribuna principal...
—Por primera y última vez en tu vida, Weasley.
Draco Malfoy  acababa de aparecer en el vano de la puerta. Detrás de él estaban
Crabbe y Goyle, sus enormes y brutos amigotes, que parecían haber crecido durante el
verano al menos treinta centímetros cada uno. Evidentemente, habían escuchado la
conversación a través  de la puerta del compartimiento, que Dean y Seamus habían
dejado entreabierta.
—No recuerdo haberte invitado a entrar, Malfoy —dijo Harry fríamente.
—¿Qué es eso, Weasley?  —preguntó Malfoy, señalando la jaula de  Pigwidgeon.
Una manga de la túnica de gala  de Ron colgaba de ella balanceándose con el
movimiento del tren, y el puño de puntilla de aspecto enmohecido resaltaba a la vista.
Ron intentó ocultar la túnica, pero Malfoy fue más rápido: agarró la manga y tiró
de ella.
—¡Mirad esto!  —exclamó Malfoy, encantado, enseñándoles a Crabbe y a Goyle la
túnica de Ron—. No pensarás ponerte esto, ¿eh, Weasley? Fueron el último grito hacia
mil ochocientos noventa...
—¡Vete a la mierda, Malfoy!  —le dijo Ron, con la cara del mismo color que su
túnica cuando la desprendió de las manos de Malfoy.
Malfoy se rió de él sonoramente. Crabbe y Goyle se reían también como tontos.
—¿Así que vas a participar, Weasley? ¿Vas a intentar dar un poco de gloria a tu
apellido? También hay dinero, por supuesto. Si ganaras podrías comprarte una túnica
decente...
—¿De qué hablas? —preguntó Ron bruscamente.
—¿Vas a participar?  —repitió Malfoy—. Supongo que tú sí, Potter. Nunca dejas
pasar una oportunidad de exhibirte, ¿a que no?
—Malfoy, una de dos: explica de qué estás hablando o vete  —dijo Hermione con
irritación, por encima de su Libro reglamentario de hechizos, curso 4º.
Una alegre sonrisa se dibujó en el pálido rostro de Malfoy.
—¡No me digas que no lo sabéis!  —dijo muy contento—. ¿Tú tienes en el
Ministerio a un padre y un hermano, yno lo sabes? Dios mío, mi padre me lo dijo hace
un siglo... Cornelius Fudge se lo explicó. Pero, claro, mi padre siempre se ha
relacionado con la gente más importante del Ministerio... Quizá el rango de tu padre es
demasiado bajo para enterarse, Weasley.Sí... seguramente no tratan de cosas
importantes con tu padre delante.
Volviendo a reírse, Malfoy hizo una seña a Crabbe y Goyle, y los tres se fueron.
Ron se puso en pie y cerró la puerta corredera del compartimiento dando un
portazo tan fuerte que el cristal se hizo añicos.
—¡Ron!  —le reprochó Hermione. Luego sacó la varita y susurró—:  ¡Reparo!
—Los trozos se recompusieron en una plancha de cristal y regresaron a la puerta.
—Bueno... ha hecho como que lo sabe todo y nosotros no  —dijo Ron con un
gruñido—. «Mi padre siempre se ha relacionado con la gente más importante del
Ministerio...» Mi padre podría haber ascendido cuando hubiera querido... pero prefiere
quedarse donde está...
—Por supuesto que sí  —asintió Hermione en voz baja—. No dejes que te  moleste
Malfoy, Ron.
—¿Él? ¿Molestarme a mí? ¡Como si pudiera!  —replicó Ron cogiendo uno de los
pasteles en forma de caldero que quedaban y aplastándolo.
A Ron no se le pasó el malhumor durante el resto del viaje. No habló gran cosa
mientras se cambiaban para ponerse la túnica del colegio, y seguía sonrojado cuando
por fin el expreso de Hogwarts aminoró la marcha hasta detenerse en la estación de
Hogsmeade, que estaba completamente oscura.
Cuando se abrieron las puertas del tren, se oyó el retumbar de untrueno. Hermione
envolvió a  Crookshanks con su capa, y Ron dejó la túnica de gala cubriendo la jaula de
Pigwidgeon  antes de salir del tren bajo el aguacero con la cabeza inclinada y los ojos
casi cerrados. La lluvia caía entonces tan rápida y abundantemente que era como si les
estuvieran vaciando sobre la cabeza un cubo tras otro de agua helada.
—¡Eh, Hagrid! —gritó Harry, viendo una enorme silueta al final del andén.
—¿Todo bien, Harry? —le gritó Hagrid, saludándolo con la mano—. ¡Nos veremos
en el banquete si no nos ahogamos antes!
Era tradición que los de primero llegaran al castillo de Hogwarts atravesando el
lago con Hagrid.
—¡Ah, no me haría gracia pasar el lago con este tiempo!  —aseguró Hermione
enfáticamente, tiritando mientras avanzaban muy  despacio por el oscuro andén con el
resto del alumnado. Cien carruajes sin caballo los esperaban a la salida de la estación.
Harry, Ron, Hermione y Neville subieron agradecidos a uno de ellos, la puerta se cerró
con un golpe seco y un momento después, conuna fuerte sacudida, la larga procesión de
carruajes traqueteaba por el camino que llevaba al castillo de Hogwarts.

12
El Torneo de los tres magos

Los carruajes atravesaron las verjas flanqueadas por estatuas de cerdos alados y luego
avanzaron porel ancho camino, balanceándose peligrosamente bajo lo que empezaba a
convertirse en un temporal. Pegando la cara a la ventanilla, Harry podía ver cada vez
más próximo el castillo de Hogwarts, con sus numerosos ventanales iluminados
reluciendo borrosamente tras la cortina de lluvia. Los rayos cruzaban el cielo cuando su
carruaje se detuvo ante la gran puerta principal de roble, que se alzaba al final de una
breve escalinata de piedra. Los que ocupaban los carruajes de delante corrían ya
subiendo los escalones para entrar en el castillo. También Harry, Ron, Hermione y
Neville saltaron del carruaje y subieron la escalinata a toda prisa, y sólo levantaron la
vista cuando se hallaron a cubierto en el interior del cavernoso vestíbulo alumbrado con
antorchasy ante la majestuosa escalinata de mármol.
—¡Caray!  —exclamó Ron, sacudiendo la cabeza y poniéndolo todo perdido de
agua—. Si esto sigue así, va a terminar desbordándose el lago. Estoy empapado... ¡Ay!
Un globo grande y rojo lleno de agua acababa de estallarle en la cabeza. Empapado
y farfullando de indignación, Ron se tambaleó y cayó contra Harry, al mismo tiempo
que un segundo globo lleno de agua caía... rozando a Hermione. Estalló a los pies de
Harry, y una ola de agua fría le mojó las zapatillas y  los calcetines. A su alrededor,
todos chillaban y se empujaban en un intento de huir de la línea de fuego.
Harry levantó la vista y vio, flotando a seis o siete metros por encima de ellos, a
Peeves el  poltergeist,  una especie de hombrecillo con un gorro lleno de cascabeles y
pajarita de color naranja. Su cara, ancha y maliciosa, estaba contraída por la
concentración mientras se preparaba para apuntar a un nuevo blanco.
—¡PEEVES! —gritó una voz irritada—. ¡Peeves, baja aquí AHORA MISMO!
Acababa de entrar apresuradamente desde el Gran Comedor la profesora
McGonagall, que era la subdirectora del colegio y jefa de la casa de Gryffindor. Resbaló
en el suelo mojado y para no caerse tuvo que agarrarse al cuello de Hermione.
—¡Ay! Perdón, señorita Granger.
—¡No se preocupe, profesora! —dijo Hermione jadeando y frotándose la garganta.
—¡Peeves, baja aquí AHORA!  —bramó la profesora McGonagall, enderezando su
sombrero puntiagudo y mirando hacia arriba a través de sus gafas de montura cuadrada.
—¡No estoy haciendo nada!  —contestó Peeves entre risas, arrojando un nuevo
globo lleno de agua a varias chicas de quinto, que gritaron y corrieron hacia el Gran
Comedor—. ¿No estaban ya mojadas? ¡Esto son unos chorritos! ¡Ja, ja, ja!  —Y dirigió
otro globo hacia un grupo de segundo curso que acababa de llegar.
—¡Llamaré al director!  —gritó la profesora McGonagall—. Te lo advierto,
Peeves...
Peeves le sacó la lengua, tiró al aire los últimos globos y salió zumbando escaleras
arriba, riéndose como loco.
—¡Bueno, vamos!  —ordenó bruscamente la profesora McGonagall a la empapada
multitud—. ¡Vamos, al Gran Comedor!
Harry, Ron y Hermione cruzaron el vestíbulo entre resbalones y atravesaron la
puerta doble de la derecha. Ron murmuraba entre dientes y se apartaba el pelo
empapado de la cara.
El Gran Comedor, decorado para el banquete de comienzo de curso, tenía un
aspecto tan espléndido como de costumbre, y el ambiente era mucho más cálido que en
el vestíbulo. A la luz de cientos y cientos de velas que flotaban en el aire sobre las
mesas, brillaban las copas y los platos de oro. Las cuatro largas mesas pertenecientes a
las casas estaban abarrotadas de alumnos que charlaban. Al fondo del comedor, los
profesores se hallaban sentados a lo largo de uno de los lados de la quinta mesa, de cara
a sus alumnos. Harry, Ron y Hermione pasaron por delante de los estudiantes de
Slytherin, de Ravenclaw y de Hufflepuff, y se sentaron con los demás de la casa de
Gryffindor al otro lado del Gran Comedor, junto a Nick Casi Decapitado, el fantasma de
Gryffindor. De color blanco perla y semitransparente, Nick llevaba puesto aquella
noche su acostumbrado jubón, con una gorguera especialmente ancha que servía al
doble propósito de dar a su atuendo un tono festivo y de asegurar que la cabeza se
tambaleara lo menos posible sobre su cuello, parcialmente cortado.
—Buenas noches —dijo sonriéndoles.
—¡Pues cómo serán las malas!  —contestó Harry, quitándose las zapatillas y
vaciándolas de agua—. Espero que se den prisa con la Ceremonia de Selección, porque
me muerode hambre.
La selección de los nuevos estudiantes para asignarles casa tenía lugar al comienzo
de cada curso; pero, por una infortunada combinación de circunstancias, Harry no había
estado presente más que en la suya propia. Estaba deseando que empezara.
Justo en aquel momento, una voz entrecortada y muy excitada lo llamó:
—¡Eh, Harry!
Era Colin Creevey, un alumno de tercero para quien Harry era una especie de
héroe.
—Hola, Colin —respondió con poco entusiasmo.
—Harry, ¿a que no sabes qué? ¿A que no sabes qué, Harry? ¡Mi hermano empieza
este año! ¡Mi hermano Dennis!
—Eh... bien —dijo Harry.
—¡Está muy nervioso!  —explicó Colin, casi saltando arriba y abajo en su
asiento—. ¡Espero que le toque Gryffindor! Cruza los dedos, ¿eh, Harry?
—Sí, vale  —accedió Harry. Se volvió hacia Hermione, Ron y Nick Casi
Decapitado—. Los hermanos generalmente van a la misma casa, ¿no?  —comentó.
Estaba pensando en los Weasley, que eran siete y todos habían pertenecido a
Gryffindor.
—No, no necesariamente  —repuso Hermione—. La hermana gemela de Parvati
Patil está en Ravenclaw, y son idénticas. Uno pensaría que tenían que estar juntas,
¿verdad?
Harry miró la mesa de los profesores. Había más asientos vacíos de lo normal.
Hagrid, por supuesto, estaría todavía abriéndose camino entre las aguas del lago con los
de primero; la profesora McGonagall se encontraría seguramente supervisando el
secado del suelo del vestíbulo; pero había además otra silla vacía, y no caía en la cuenta
de quién era el que faltaba.
—¿Dónde está el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras? —preguntó
Hermione, que también miraba la mesa de los profesores.
Nunca habían tenido un profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que les
durara más de un curso. Con diferencia, el favorito de Harry había sidoel profesor
Lupin, que había dimitido el curso anterior. Recorrió la mesa de los profesores de un
lado a otro: no había ninguna cara nueva.
—¡A lo mejor no han podido encontrar a nadie! —dijo Hermione, preocupada.
Harry examinó la mesa con más cuidado. Elpequeño profesor Flitwick, que
impartía la clase de Encantamientos, estaba sentado sobre un montón de cojines al lado
de la profesora Sprout, que daba Herbología y que en aquellos momentos llevaba el
sombrero ladeado sobre el lacio pelo gris. Hablaba con la profesora Sinistra, del
departamento de Astronomía. Al otro lado de la profesora Sinistra estaba Snape, el
profesor de Pociones, con su pelo grasiento, su nariz ganchuda y su rostro cetrino: la
persona a la que Harry tenía menos aprecio en todo Hogwarts. El odio que Harry le
profesaba sólo tenía parangón con el que Snape le profesaba a él, un odio que, si eso era
posible, parecía haberse intensificado el curso anterior después de que Harry había
ayudado á huir a Sirius ante las desmesuradas naricesde Snape. Snape y Sirius habían
sido enemigos desde que eran estudiantes.
Al otro lado de Snape había un asiento vacío que Harry adivinó que era el de la
profesora McGonagall. En la silla contigua, y en el mismo centro de la mesa, estaba
sentado el profesor Dumbledore, el director: su abundante pelo plateado y su barba
brillaban a la luz de las velas, y llevaba una majestuosa túnica de color verde oscuro
bordada con multitud de estrellas y lunas. Dumbledore había juntado las yemas de sus
largos y delgados dedos, y apoyaba sobre ellas la barbilla, mirando al techo a través de
sus gafas de media luna, como absorto en sus pensamientos. Harry también miró al
techo. Por obra de encantamiento, tenía exactamente el mismo aspecto que el cielo al
aire libre, aunque nunca lo había visto tan tormentoso como aquel día. Se arremolinaban
en él nubes de color negro y morado. Después de oír un trueno, Harry vio que un rayo
dibujaba en el techo su forma ahorquillada.
—¡Que se den prisa!  —gimió Ron, al lado de Harry—.  Podría comerme un
hipogrifo.
No había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando se abrieron las puertas
del Gran Comedor y se hizo el silencio. La profesora McGonagall marchaba a la cabeza
de una larga fila de alumnos de primero, a los que condujo hasta la parte superior del
Gran Comedor, donde se encontraba la mesa de los profesores. Si Harry, Ron y
Hermione estaban mojados, lo suyo no era nada comparado con lo de aquellos alumnos
de primero. Más que haber navegado por el lago, parecían haberlo pasadoa nado.
Temblando con una mezcla de frío y nervios, llegaron a la altura de la mesa de los
profesores y se detuvieron, puestos en fila, de cara al resto de los estudiantes. El único
que no temblaba era el más pequeño de todos, un muchacho con pelo castañodesvaído
que iba envuelto en lo que Harry reconoció como el abrigo de piel de topo de Hagrid. El
abrigo le venía tan grande que parecía que estuviera envuelto en un toldo de piel negra.
Su carita salía del cuello del abrigo con aspecto de estar al bordede la conmoción.
Cuando se puso en fila con sus aterrorizados compañeros, vio a Colin Creevey, levantó
dos veces el pulgar para darle a entender que todo iba bien y dijo sin hablar, moviendo
sólo los labios: «¡Me he caído en el lago!» Parecía completamente encantado por el
accidente.
Entonces la profesora McGonagall colocó un taburete de cuatro patas en el suelo
ante los alumnos de primero y, encima de él, un sombrero extremadamente viejo, sucio
y remendado. Los de primero lo miraban, y también el resto  de la concurrencia. Por un
momento el Gran Comedor quedó en silencio. Entonces se abrió un desgarrón que el
sombrero tenía cerca del ala, formando como una boca, y empezó a cantar:
Hace tal vez mil años
que me cortaron, ahormaron y cosieron.
Había entonces cuatro magos de fama
de los que la memoria los nombres guarda:
El valeroso Gryffindor venía del páramo;
el bello Ravenclaw, de la cañada;
del ancho valle procedía Hufflepuff el suave,
y el astuto Slytherin, de los pantanos.
Compartían un deseo, una esperanza, un sueño:
idearon de común acuerdo un atrevido plan
para educar jóvenes brujos.
Así nació Hogwarts, este colegio.
Luego, cada uno de aquellos fundadores
fundó una casa diferente
para los diferentes caracteres
de su alumnado.
Para Gryffindor
el valor era lo mejor;
para Ravenclaw,
la inteligencia.
Para Hufflepuff el mayor mérito de todos
era romperse los codos.
El ambicioso Slytherin
ambicionaba alumnos ambiciosos.
Estando aún con vida
se repartieron a cuantos venían,
pero ¿cómo seguir escogiendo
cuando estuvieran muertos y en el hoyo?
Fue Gryffindor el que halló el modo:
me levantó de su cabeza,
y los cuatro en mí metieron algo de su sesera
para que pudiera elegiros a la primera.
Ahora ponme sobre las orejas.
No me equivoco nunca:
echaré un vistazo a tu mente
¡y te diré de qué casa eres!
En el Gran Comedor resonaron los aplausos cuando terminó de cantar el Sombrero
Seleccionador.
—No es la misma canción de cuando nos seleccionó a nosotros  —comentó Harry,
aplaudiendo con los demás.
—Canta una canción diferente cada año  —dijo Ron—. Tiene que ser bastante
aburrido ser un sombrero, ¿verdad? Supongo que se pasa el año preparando la próxima
canción.
La profesora McGonagall desplegaba en aquel momento un rollo grande de
pergamino.
—Cuando pronuncie vuestro nombre, os pondréis el sombrero y os sentaréis en el
taburete  —dijo dirigiéndose a los de primero—. Cuando el sombrero anuncie la casa a
la que pertenecéis, iréis a sentaros en la mesa correspondiente. ¡Ackerley, Stewart!
Un chico  se adelantó, temblando claramente de la cabeza a los pies, cogió el
Sombrero Seleccionador, se lo puso y se sentó en el taburete.
—¡Ravenclaw! —gritó el sombrero.
Stewart Ackerley se quitó el sombrero y se fue a toda prisa a sentarse a la mesa de
Ravenclaw, donde todos lo estaban aplaudiendo. Harry vislumbró a Cho, la buscadora
del equipo de Ravenclaw, que recibía con vítores a Stewart Ackerley cuando se sentaba.
Durante un fugaz segundo, Harry sintió el extraño deseo de ponerse en la mesa de
Ravenclaw.
—¡Baddock, Malcolm!
—¡Slytherin!
La mesa del otro extremo del Gran Comedor estalló en vítores. Harry vio cómo
aplaudía Malfoy cuando Malcolm se reunió con ellos. Harry se preguntó si Baddock
tendría idea de que la casa de Slytherin había dado más brujos y  brujas oscuros que
ninguna otra. Fred y George silbaron a Malcolm Baddock mientras tomaba asiento.
—¡Branstone, Eleanor!
—¡Hufflepuff!
—¡Cauldwell, Owen!
—¡Hufflepuff!
—¡Creevey, Dennis!
El pequeño Dennis Creevey avanzó tambaleándose y se tropezó en el abrigo de piel
de topo de Hagrid al mismo tiempo que éste entraba furtivamente en el Gran Comedor a
través de una puerta situada detrás de la mesa de los profesores. Unas dos veces más
alto que un hombre normal y al menos tres veces más ancho, Hagrid, con supelo y
barba largos, enmarañados y renegridos, daba un poco de miedo. Una impresión falsa,
porque Harry, Ron y Hermione sabían que Hagrid tenía un carácter muy bondadoso.
Les guiñó un ojo mientras se sentaba a un extremo de la mesa de los profesores, y
observó cómo Dennis Creevey se ponía el Sombrero Seleccionador. El desgarrón que
tenía el sombrero cerca del ala volvió a abrirse.
—¡Gryffindor! —gritó el sombrero.
Harry aplaudió con los demás de la mesa de Gryffindor cuando Dennis Creevey,
sonriendo de oreja a oreja, se quitó el sombrero, lo volvió a poner en el taburete y se fue
a toda prisa junto a su hermano.
—¡Colin, me caí!  —dijo de modo estridente, arrojándose sobre un asiento vacío—.
¡Fue estupendo! ¡Y algo en el agua me agarró y me devolvió a la barca!
—¡Tranqui!  —repuso Colin, igual de emocionado—. ¡Seguramente fue el calamar
gigante, Dennis!
—¡Vaya!  —exclamó Dennis, como si nadie, en sus mejores sueños, pudiera
imaginar nada mejor que ser arrojado al agua en un lago de varias brazas de
profundidad, por una sacudida en medio de una tormenta, y ser sacado por un monstruo
marino gigante.
—¡Dennis!, ¡Dennis!, ¿has visto a ese chico? ¡El del pelo negro y las gafas!, ¿lo
ves? ¿A que no sabes quién es, Dennis?
Harry miró para otro lado y se fijó en el  Sombrero Seleccionador, que en aquel
instante estaba ocupándose de Emma Dobbs.
La Selección continuó. Chicos y chicas con diferente grado de nerviosismo en la
cara se iban acercando, uno a uno, al taburete de cuatro patas, y la fila se acortaba
considerablemente conforme la profesora McGonagall iba llamando a los de la ele.
—¡Vamos, deprisa! —gimió Ron, frotándose el estómago.
—¡Por favor, Ron! Recordad que la Selección es mucho más importante que la
comida  —le dijo Nick Casi Decapitado, al tiempo que «¡Madley, Laura!» se convertía
en miembro de la casa Hufflepuff.
—Por supuesto que sí, si uno está muerto —replicó Ron.
—Espero que la remesa de este año en nuestra casa cumpla con los requisitos
—comentó Nick Casi Decapitado, aplaudiendo cuando «¡McDonald, Natalie!» llegó a
la mesa de Gryffindor—. No queremos romper nuestra racha ganadora, ¿verdad?
Gryffindor había ganado los tres últimos años la Copa de las Casas.
—¡Pritchard, Graham!
—¡Slytherin!
—¡Quirke, Orla!
—¡Ravenclaw!
Por último, con «¡Whitby, Kevin!» («¡Hufflepuff!»), la Ceremonia de Selección
dio fin. La profesora McGonagall cogió el sombrero y el taburete, y se los llevó.
—Se acerca el momento  —dijo Ron cogiendo el tenedor y el cuchillo y mirando
ansioso su plato de oro.
El profesor Dumbledore se puso en pie. Sonreía a los alumnos, con los brazos
abiertos en señal de bienvenida.
—Tengo sólo dos palabras que deciros —dijo, y su profunda voz resonó en el Gran
Comedor—: ¡A comer!
—¡Obedecemos!  —dijeron Harry y Ron en voz alta, cuando por artede magia las
fuentes vacías de repente aparecieron llenas ante sus ojos.
Nick Casi Decapitado observó con tristeza cómo Harry, Ron y Hermione llenaban
sus platos de comida.
—¡Ah, «esdo esdá me’or»! —dijo Ron con la boca llena de puré de patata.
—Tenéis  suerte de que haya banquete esta noche, ¿sabéis?  —comentó Nick Casi
Decapitado—. Antes ha habido problemas en las cocinas.
—¿«Po’ gué»? ¿«Gué ha sudedido»?  —dijo Harry, con la boca llena con un buen
pedazo de carne.
—Peeves, por supuesto  —explicó Nick CasiDecapitado, moviendo la cabeza, que
se tambaleó peligrosamente. Se subió la gorguera un poco más—. Lo de siempre, ya
sabéis. Quería asistir al banquete. Bueno, eso está completamente fuera de cuestión,
porque ya lo conocéis: es un salvaje; no puede ver  un plato de comida y resistir el
impulso de tirárselo a alguien. Celebramos una reunión de fantasmas al respecto. El
Fraile Gordo estaba a favor de darle una oportunidad, pero el Barón Sanguinario... más
prudentemente, a mí parecer... se mantuvo en sus trece.
El Barón Sanguinario era el fantasma de Slytherin, un espectro adusto y mudo
cubierto de manchas de sangre de color plateado. Era el único en Hogwarts que
realmente podía controlar a Peeves.
—Sí, ya nos pareció que Peeves estaba enfadado por algo  —dijo Ron en tono
enigmático—. ¿Qué hizo en las cocinas?
—¡Oh, lo normal!  —respondió Nick Casi Decapitado, encogiéndose de
hombros—. Alborotó y rompió cosas. Tiró cazuelas y sartenes. Lo encontraron nadando
en la sopa. A los elfos domésticos los sacó de suscasillas...
¡Paf!
Hermione acababa de golpear su copa de oro. El zumo de calabaza se extendió
rápidamente por el mantel, manchando de color naranja una amplia superficie de tela
blanca, pero Hermione no se inmutó por ello.
—¿Aquí hay elfos domésticos?  —preguntó, clavando los ojos en Nick Casi
Decapitado, con expresión horrorizada—. ¿Aquí, en Hogwarts?
—Claro que sí  —respondió Nick Casi Decapitado, sorprendido de la reacción de
Hermione—. Más que en ninguna otra morada de Gran Bretaña, según creo. Más de un
centenar.
—¡Si nunca he visto a ninguno! —objetó Hermione.
—Bueno, apenas abandonan las cocinas durante el día  —explicó Nick Casi
Decapitado—. Salen de noche para hacer un poco de limpieza... atender los fuegos y
esas cosas... Se supone que no hay que verlos. Eso es lo que distingue a un buen elfo
doméstico, que nadie sabe que está ahí.
Hermione lo miró fijamente.
—Pero ¿les pagan?  —preguntó—. Tendrán vacaciones, ¿no? Y... y baja por
enfermedad, pensiones y todo eso...
Nick Casi Decapitado se rió con tantas ganas que la gorguera se le bajó y la cabeza
se le cayó y quedó colgando del fantasmal trocito de piel y músculo que todavía la
mantenía unida al cuello.
—¿Baja por enfermedad y pensiones?  —repitió, volviendo a colocarse la cabeza
sobre los hombrosy asegurándola de nuevo con la gorguera—. ¡Los elfos domésticos
no quieren bajas por enfermedad ni pensiones!
Hermione miró su plato, que estaba casi intacto, puso encima el tenedor y el
cuchillo y lo apartó de ella.
—«Vabos, He’mione»  —dijo Ron, rociando sin querer a Harry con trocitos de
budín de Yorkshire—. «Va’a», lo siento, «Adry».  —Tragó—. ¡Porque te mueras de
hambre no vas a conseguir que tengan bajas por enfermedad!
—Esclavitud  —dijo Hermione, respirando con dificultad—. Así es como se hizo
estacena: mediante la esclavitud.
Y se negó a probar otro bocado.
La lluvia seguía golpeando con fuerza contra los altos y oscuros ventanales. Otro
trueno hizo vibrar los cristales, y el techo que reproducía la tormenta del cielo brilló
iluminando la vajilla  de oro justo en el momento en que los restos del plato principal se
desvanecieron y fueron reemplazados, en un abrir y cerrar de ojos, por los postres.
—¡Tarta de melaza, Hermione!  —dijo Ron, dándosela a oler—. ¡Bollo de pasas,
mira! ¡Y pastel de chocolate!
Pero la mirada que le dirigió Hermione le recordó hasta tal punto la de la profesora
McGonagall que prefirió desistir.
Una vez terminados los postres y cuando los últimos restos desaparecieron de los
platos, dejándolos completamente limpios, Albus Dumbledore volvió a levantarse. El
rumor de charla que llenaba el Gran Comedor se apagó al instante, y sólo se oyó el
silbido del viento y la lluvia golpeando contra los ventanales.
—¡Bien!  —dijo Dumbledore, sonriéndoles a todos—. Ahora que todos estamos
biencomidos —Hermione lanzó un gruñido—, debo una vez más rogar vuestra atención
mientras os comunico algunas noticias:
»El señor Filch, el conserje, me ha pedido que os comunique que la lista de objetos
prohibidos en el castillo se ha visto incrementada este año con la inclusión de los yoyós
gritadores, los discos voladores con colmillos y los bumeranes-porrazo. La lista
completa comprende ya cuatrocientos treinta y siete artículos, según creo, y puede
consultarse en la conserjería del señor Filch.
La boca de Dumbledore se crispó un poco en las comisuras. Luego prosiguió:
—Como cada año, quiero recordaros que el bosque que está dentro de los terrenos
del castillo es una zona prohibida a los estudiantes. Otro tanto ocurre con el pueblo de
Hogsmeade para todos los alumnos de primero y de segundo.
»Es también mi doloroso deber informaros de que la Copa de quidditch no se
celebrará este curso.
—¿Qué? —dijo Harry sin aliento.
Miró a Fred y George, sus compañeros del equipo de quidditch. Le decían algo a
Dumbledore moviendo sólo los labios, sin pronunciar ningún sonido, porque debían de
estar demasiado consternados para poder hablar. Dumbledore continuó:
—Esto se debe a un acontecimiento que dará comienzo en octubre y continuará a lo
largo de todo el curso, acaparando una gran parte del tiempo y la energía de los
profesores... pero estoy seguro de que lo disfrutaréis enormemente. Tengo el gran placer
de anunciar que este año en Hogwarts...
Pero en aquel momento se escuchó un trueno ensordecedor, y las puertas  del Gran
Comedor se abrieron de golpe.
En la puerta apareció un hombre que se apoyaba en un largo bastón y se cubría con
una capa negra de viaje. Todas las cabezas en el Gran Comedor se volvieron para
observar al extraño, repentinamente iluminado por el resplandor de un rayo que
apareció en el techo. Se bajó la capucha, sacudió una larga melena en parte cana y en
parte negra, y caminó hacia la mesa de los profesores.
Un sordo golpe repitió cada uno de sus pasos por el Gran Comedor. Llegó a un
extremo de  la mesa de los profesores, se volvió a la derecha y fue cojeando
pesadamente hacia Dumbledore. El resplandor de otro rayo cruzó el techo. Hermione
ahogó un grito.
Aquella luz había destacado el rostro del hombre, y era un rostro muy diferente de
cuantos  Harry había visto en su vida. Parecía como labrado en un trozo de madera
desgastado por el tiempo y la lluvia, por alguien que no tenía la más leve idea de cómo
eran los rostros humanos y que además no era nada habilidoso con el formón. Cada
centímetro de  la piel parecía una cicatriz. La boca era como un tajo en diagonal, y le
faltaba un buen trozo de la nariz. Pero lo que lo hacía verdaderamente terrorífico eran
los ojos.
Uno de ellos era pequeño, oscuro y brillante. El otro era grande, redondo como una
moneda y de un azul vívido, eléctrico. El ojo azul se movía sin cesar, sin parpadear,
girando para arriba y para abajo, a un lado y a otro, completamente independiente del
ojo normal... y luego se quedaba en blanco, como si mirara al interior de la cabeza.
El extraño llegó hasta Dumbledore. Le tendió una mano tan toscamente formada
como su cara, y Dumbledore la estrechó, murmurando palabras que Harry no consiguió
oír. Parecía estar haciéndole preguntas al extraño, que negaba con la cabeza, sin sonreír,
ycontestaba en voz muy baja. Dumbledore asintió también con la cabeza, y le mostró al
hombre el asiento vacío que había a su derecha.
El extraño se sentó y sacudió su melena para apartarse el pelo entrecano de la cara;
se acercó un plato de salchichas, lo levantó hacia lo que le quedaba de nariz y lo olfateó.
A continuación se sacó del bolsillo una pequeña navaja, pinchó una de las salchichas
por un extremo y empezó a comérsela. Su ojo normal estaba fijo en la salchicha, pero el
azul seguía yendo de un lado para otro sin descanso, moviéndose en su cuenca,
fijándose tanto en el Gran Comedor como en los estudiantes.
—Os presento a nuestro nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras
—dijo animadamente Dumbledore, ante el silencio de la sala—: el profesor Moody.
Lo normal era que los nuevos profesores fueran recibidos con saludos y aplausos,
pero nadie aplaudió aquella vez, ni entre los profesores ni entre los alumnos, a
excepción de Hagrid y Dumbledore. El sonido de las palmadas de ambos resonó  tan
tristemente en medio del silencio que enseguida dejaron de aplaudir. Todos los demás
parecían demasiado impresionados por la extraña apariencia de Moody para hacer algo
más que mirarlo.
—¿Moody? —le susurró Harry a Ron—. ¿Ojoloco Moody? ¿Al que tu padre ha ido
a ayudar esta mañana?
—Debe de ser él —dijo Ron, con voz asustada.
—¿Qué le ha ocurrido?  —preguntó Hermione en voz muy baja—. ¿Qué le pasó en
la cara?
—No lo sé —contestó Ron, observando a Moody con fascinación.
Moody parecía totalmente indiferente a aquella fría acogida. Haciendo caso omiso
de la jarra de zumo de calabaza que tenía delante, volvió a buscar en su capa de viaje,
sacó una petaca y echó un largo trago de su contenido. Al levantar el brazo para beber,
la capa se alzó unos centímetros del suelo, y Harry vio, por debajo de la mesa, parte de
una pata de palo que terminaba en una garra.
Dumbledore volvió a aclararse la garganta.
—Como iba diciendo  —siguió, sonriendo a la multitud de estudiantes que tenía
delante, todos los cuales seguíancon la mirada fija en  Ojoloco  Moody—, tenemos el
honor de ser la sede de un emocionante evento que tendrá lugar durante los próximos
meses, un evento que no se celebraba desde hacía más de un siglo. Es un gran placer
para mí informaros de que este cursotendrá lugar en Hogwarts el Torneo de los tres
magos.
—¡Se está quedando con nosotros! —dijo Fred en voz alta.
Repentinamente se quebró la tensión que se había apoderado del Gran Comedor
desde la entrada de Moody. Casi todo el mundo se rió, y Dumbledore  también, como
apreciando la intervención de Fred.
—No me estoy quedando con nadie, señor Weasley  —repuso—, aunque, hablando
de quedarse con la gente, este verano me han contado un chiste buenísimo sobre un trol,
una bruja y un leprechaun que entran en un bar...
La profesora McGonagall se aclaró ruidosamente la garganta.
—Eh... bueno, quizá no sea éste el momento más apropiado... No, es verdad —dijo
Dumbledore—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el Torneo de los tres magos! Bien, algunos de
vosotros seguramente  no sabéis qué es el Torneo de los tres magos, así que espero que
los que lo saben me perdonen por dar una breve explicación mientras piensan en otra
cosa.
»EI Torneo de los tres magos tuvo su origen hace unos setecientos años, y fue
creado como una competición amistosa entre las tres escuelas de magia más importantes
de Europa: Hogwarts, Beauxbatons y Durmstrang. Para representar a cada una de estas
escuelas se elegía un campeón, y los tres campeones participaban en tres pruebas
mágicas. Las escuelas se  turnaban para ser la sede del Torneo, que tenía lugar cada
cinco años, y se consideraba un medio excelente de establecer lazos entre jóvenes
magos y brujas de diferentes nacionalidades... hasta que el número de muertes creció
tanto que decidieron interrumpir la celebración del Torneo.
—¿El número de muertes? —susurró Hermione, algo asustada.
Pero la mayoría de los alumnos que había en el Gran Comedor no parecían
compartir aquel miedo: muchos de ellos cuchicheaban emocionados, y el mismo Harry
estaba más interesado en seguir oyendo detalles sobre el Torneo que en preocuparse por
unas muertes que habían ocurrido hacía más de cien años.
—En todo este tiempo ha habido varios intentos de volver a celebrar el Torneo
—prosiguió Dumbledore—, ninguno de los  cuales tuvo mucho éxito. Sin embargo,
nuestros departamentos de Cooperación Mágica Internacional y de Deportes y Juegos
Mágicos han decidido que éste es un buen momento para volver a intentarlo. Hemos
trabajado a fondo este verano para asegurarnos de que esta vez ningún campeón se
encuentre en peligro mortal.
»En octubre llegarán los directores de Beauxbatons y de Durmstrang con su lista de
candidatos, y la selección de los tres campeones tendrá lugar en Halloween. Un juez
imparcial decidirá qué estudiantes  reúnen más méritos para competir por la Copa de los
tres magos, la gloria de su colegio y el premio en metálico de mil galeones.
—¡Yo voy a intentarlo!  —dijo entre dientes Fred Weasley, con la cara iluminada
de entusiasmo ante la perspectiva de semejante gloria y riqueza. No debía de ser el
único que se estaba imaginando a sí mismo como campeón de Hogwarts. En cada una
de las mesas, Harry veía a estudiantes que miraban a Dumbledore con expresión de
arrebato, o que cuchicheaban con los vecinos completamente emocionados. Pero
Dumbledore volvió a hablar, y en el Gran Comedor se hizo otra vez el silencio.
—Aunque me imagino que todos estaréis deseando llevaros la Copa del Torneo de
los tres magos  —dijo—, los directores de los tres colegios participantes,  de común
acuerdo con el Ministerio de Magia, hemos decidido establecer una restricción de edad
para los contendientes de este año. Sólo los estudiantes que tengan la edad requerida (es
decir, diecisiete años o más) podrán proponerse a consideración. Ésta  —Dumbledore
levantó ligeramente la voz debido a que algunos hacían ruidos de protesta en respuesta a
sus últimas palabras, especialmente los gemelos Weasley, que parecían de repente
furiosos—es una medida que estimamos necesaria dado que las tareas del Torneo serán
difíciles y peligrosas, por muchas precauciones que tomemos, y resulta muy improbable
que los alumnos de cursos inferiores a sexto y séptimo sean capaces de enfrentarse a
ellas. Me aseguraré personalmente de que ningún estudiante menor de esaedad engañe
a nuestro juez imparcial para convertirse en campeón de Hogwarts.  —Sus ojos de color
azul claro brillaron especialmente cuando los guiñó hacia los rostros de Fred y George,
que mostraban una expresión de desafío—. Así pues, os ruego que no perdáis el tiempo
presentándoos si no habéis cumplido los diecisiete años.
»Las delegaciones de Beauxbatons y Durmstrang llegarán en octubre y
permanecerán con nosotros la mayor parte del curso. Sé que todos trataréis a nuestros
huéspedes extranjeros con extremada cortesía mientras están con nosotros, y que daréis
vuestro apoyo al campeón de Hogwarts cuando sea elegido o elegida. Y ya se va
haciendo tarde y sé lo importante que es para todos vosotros estar despiertos y
descansados para empezar las clases mañana por la mañana. ¡Hora de dormir!
¡Andando!
Dumbledore volvió a sentarse y siguió hablando con  Ojoloco  Moody. Los
estudiantes hicieron mucho ruido al ponerse en pie y dirigirse hacia la doble puerta del
vestíbulo.
—¡No pueden hacer eso!  —protestó George Weasley, que no se había unido a la
multitud que avanzaba hacia la salida sino que se había quedado quieto, de pie y
mirando a Dumbledore—. Nosotros cumpliremos los diecisiete en abril: ¿por qué no
podemos tener una oportunidad?
—No me van a impedir queentre  —aseguró Fred con testarudez, mirando a la
mesa de profesores con el entrecejo fruncido—. Los campeones tendrán que hacer un
montón de cosas que en condiciones normales nunca nos permitirían. ¡Y hay mil
galeones de premio!
—Sí —asintió Ron, con expresión soñadora—. Sí, mil galeones...
—Vamos —dijo Hermione—, si no nos movemos nos vamos a quedar aquí solos.
Harry, Ron, Hermione, Fred y George salieron por el vestíbulo; los gemelos iban
hablando de lo que Dumbledore podía hacer para impedir que participaran en el Torneo
los menores de diecisiete años.
—¿Quién es ese juez imparcial que va a decidir quiénes serán los campeones?
—preguntó Harry.
—No lo sé  —respondió Fred—, pero es a él a quien tenemos que engañar.
Supongo que un par de gotas de poción envejecedora podrían bastar, George...
—Pero Dumbledore sabe que no tienes la edad —dijo Ron.
—Ya, pero él no es el que decide quién será el campeón, ¿no?  —dijo Fred
astutamente—. Me da la impresión de que cuando ese juez sepa quién quiere participar
escogerá al mejor de cada colegio y no le importará mucho la edad. Dumbledore
pretende que no lleguemos a presentarnos.
—¡Pero ha habido muertos!  —señaló Hermione con voz preocupada mientras
atravesaban una puerta oculta tras un tapiz y comenzaban a subir  otra escalera más
estrecha.
—Sí  —admitió Fred, sin darle importancia—, pero eso fue hace años, ¿no?
Además, ¿es que puede haber diversión sin un poco de riesgo? ¡Eh, Ron!, y si
averiguamos cómo engañar a Dumbledore, ¿no te gustaría participar?
—¿Qué te parece?  —le preguntó Ron a Harry—. Estaría bien participar, ¿no? Pero
supongo que elegirán a alguien mayor... No sé si estamos preparados...
—Yo, desde luego, no lo estoy  —dijo desde detrás de Fred y George la voz triste
de Neville—. Supongo que a mi abuela le gustaría que lo intentara. Siempre me dice
que debería mantener alto el honor de la familia. Tendré que... ¡Ay!
Neville acababa de hundir un pie en un peldaño a mitad de la escalera. En
Hogwarts había muchos escalones falsos como aquél. Para la mayorparte de los
estudiantes que llevaban cierto tiempo en Hogwarts, saltar aquellos escalones especiales
se había convertido en un acto inconsciente, pero la memoria de Neville era nefasta.
Entre Harry y Ron lo agarraron por las axilas y le liberaron el pie, mientras una
armadura que había al final de la escalera se reía con un tintineo de sus piezas de metal.
—¡Cállate! —le dijo Ron, bajándole la visera al pasar.
Fueron hasta la entrada de la torre de Gryffindor, que estaba oculta tras el enorme
retrato de una señora gorda con un vestido de seda rosa.
—¿La contraseña? —preguntó cuando los vio aproximarse.
—«¡Tonterías!» —respondió George—. Es lo que me ha dicho abajo un prefecto.
El retrato se abrió hacia ellos para mostrar un hueco en el muro, a través  del cual
entraron. Un fuego crepitaba en la sala común de forma circular, abarrotada de mesas y
de butacones mullidos. Hermione dirigió una mirada sombría a las alegres llamas, y
Harry la oyó murmurar claramente «esclavitud» antes de volverse a ellos para darles las
buenas noches y desaparecer por la puerta hacia el dormitorio de las chicas.
Harry, Ron y Neville subieron por la última escalera, que era de caracol, para ir a
su dormitorio, que se hallaba al final de la torre. Pegadas a la pared había cinco camas
con dosel de color carmesí intenso, cada una de las cuales tenía a los pies el baúl de su
propietario. Dean y Seamus se metían ya en la cama. Seamus había colgado la
escarapela del equipo de Irlanda en la cabecera de la suya, y Dean había clavado con
chinchetas el póster de Viktor Krum sobre la mesita de noche. El antiguo póster del
equipo de fútbol de West Ham estaba justo al lado.
—Está pirado —comentó Ron suspirando y moviendo la cabeza de lado a lado ante
los futbolistas de papel.
Harry, Ron y Neville se pusieron el pijama y se metieron en la cama. Alguien (un
elfo doméstico, sin duda) había colocado calentadores entre las sábanas. Era muy
placentero estar allí, en la cama, y escuchar la tormenta que azotaba fuera.
—Podría presentarme  —dijo Ron enla oscuridad, medio dormido—, si Fred y
George descubren cómo hacerlo... El Torneo... nunca se sabe, ¿verdad?
—Supongo que no...  —Harry se dio la vuelta en la cama y una serie de nuevas
imágenes deslumbrantes se le formaron en la mente: engañaba a aqueljuez imparcial y
le hacía creer que tenía diecisiete años... Lo elegían campeón de Hogwarts... Se hallaba
en el campo, con los brazos alzados delante de todo el colegio, y sus compañeros lo
ovacionaban... Acababa de ganar el Torneo de los tres magos, y  de entre la borrosa
multitud se destacaba claramente el rostro de Cho, resplandeciente de admiración...
Harry sonrió a la almohada, contento de que Ron no pudiera ver lo que él veía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario