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Reunión en Cabeza de Puerco
Hermione no volvió a mencionar su idea de que Harry les enseñara Defensa Contra las Artes Oscurashasta al cabo de dos semanas. Harry (quien no estaba seguro de que las palabras que tenía grabadas en
el dorso de la mano llegaran a desaparecer del todo) ya había terminado los castigos con la profesora
Umbridge; Ron había asistido a cuatro entrenamientos dequidditchmás, y en los dos últimos no le
habían gritado; y los tres amigos habían conseguido hacer desaparecer sus ratones en la clase de
Transformaciones (es más, Hermione había progresado y había hecho desaparecer gatitos), antes de que
volvieran a abordar el tema durante una desapacible y tempestuosa tarde de finales de septiembre,
cuando estaban sentados en la biblioteca buscando ingredientes de pociones para un trabajo que les
había encargado Snape.
—Harry —dijo de pronto Hermione—, ¿has vuelto a pensar en la asignatura de Defensa Contra las
Artes Oscuras?
—Pues claro —repuso Harry malhumorado—. ¿Cómo vamos a olvidarla, con la arpía que tenemos de
profesora?
—Me refería a la idea que tuvimos Ron y yo… —Ron, alarmado, le dirigió una mirada amenazadora a
Hermione, quien frunció el entrecejo y rectificó—: De acuerdo, de acuerdo, a la idea que tuve yo de
que nos dieras clase.
Harry no contestó enseguida. Fingió que leía detenidamente una página deAntídotos asiáticos,porque
no quería decir lo que estaba pensando.
Lo cierto era que durante aquellas dos semanas había reflexionado mucho sobre aquel tema. A veces le
parecía una idea descabellada, como le había parecido la noche que Hermione se la propuso, pero otras
se sorprendía a sí mismo pensando en los hechizos que más le habían servido en sus diversos
enfrentamientos conmortífagosy criaturas tenebrosas; y no sólo eso, a veces se sorprendía a sí mismo
planeando inconscientemente las clases…
—Bueno —dijo con lentitud, pues ya no podía continuar simulando que le interesaba muchísimo
Antídotos asiáticos—. Sí, he pensado un poco.
—¿Y? —preguntó Hermione, esperanzada.
—No lo sé —empezó Harry para ganar tiempo. Luego levantó la cabeza y miró a Ron.
—A mí me pareció buena idea desde el principio —afirmó éste, que parecía más dispuesto a participar
en aquella conversación ahora que estaba seguro de que Harry no iba a ponerse a gritar otra vez.
Harry, incómodo, cambió de postura en la silla.
—Ya os dije que gran parte de mi éxito se debió a la suerte.
—Sí, Harry —replicó Hermione suavemente—, pero de todos modos es inútil que finjas que no eres
bueno en Defensa Contra las Artes Oscuras, porque lo eres. El año pasado fuiste el único estudiante que
supo bloquear la maldición Imperius a la perfección, sabes hacer aparecer un patronus, sabes hacer
cosas que muchos magos adultos no saben. Viktor siempre decía…
Ron giró la cabeza hacia ella, y lo hizo tan bruscamente que dio la impresión de que se había lastimado
el cuello. Se lo frotó y dijo:
—¿Ah, sí? ¿Qué decía Vicky?
—¡Jo, jo! —dijo Hermione con voz de aburrimiento—. Decía que Harry sabía hacer cosas que ni
siquiera él sabía hacer, y eso que estaba en el último curso del Instituto Durmstrang.
Ron miraba a Hermione con recelo.
—No seguirás en contacto con él, ¿verdad?
—¿Qué hay de malo en eso? —repuso Hermione en tono cortante, aunque se había ruborizado un poco
—. Si quiero, puedo tener un amigo por correspondencia…
—Eso no era lo único que él quería —comentó Ron con aire acusador.
Hermione movió negativamente la cabeza, exasperada, y sin hacer caso a Ron, que seguía mirándola
fijamente, le dijo a Harry:
—Bueno, ¿qué dices? ¿Nos enseñarás?
—Vale, pero sólo a ti y a Ron, ¿no?
—Verás… —comenzó Hermione con cierto nerviosismo—. Bueno, ahora no vuelvas a subirte por las
paredes, Harry, por favor…, pero creo que deberías enseñar a todo aquel que quiera aprender. Mira,
estamos hablando de defendernos de Vo-Voldemort. No seas ridículo, Ron. No sería justo que no
ofreciéramos a los demás la posibilidad de aprender.
Harry lo pensó un momento, y entonces respondió:
—Sí, pero dudo que haya alguien, aparte de vosotros dos, que esté interesado en que le dé clase.
Recuerda que soy un chiflado.
—Creo que te sorprenderías de la cantidad de gente a la que le apetecería escuchar lo que tú tengas que
decir —afirmó Hermione muy seria—. Mira —se inclinó hacia Harry; Ron, que todavía la miraba
ceñudo, se inclinó también para enterarse—, ¿recuerdas que el primer fin de semana de octubre
tenemos la excursión a Hogsmeade? ¿Qué te parecería si le dijéramos a los que estén interesados que se
reúnan con nosotros en el pueblo para que podamos discutirlo?
—¿Por qué tenemos que hacerlo fuera del colegio? —preguntó Ron.
—Porque no creo que Umbridge se pusiera muy contenta si descubriera lo que estamos tramando —
contestó Hermione, y volvió al diagrama de la col masticadora china que estaba copiando.
Harry estaba deseando que llegara el fin de semana para ir de excursión a Hogsmeade, aunque había
una cosa que le preocupaba. Sirius había mantenido un silencio sepulcral desde el día que apareció en
el fuego de la chimenea a principios de septiembre; Harry sabía que habían logrado que se enfadara al
decirle que no querían que los acompañara, pero de vez en cuando todavía le preocupaba más que
Sirius tirara las precauciones por la borda y decidiera presentarse. ¿Qué harían si un gran perro negro se
les acercaba dando saltos por una calle de Hogsmeade, quizá ante las narices de Draco Malfoy?
—Tienes que comprender que le apetezca salir a darse un garbeo —opinó Ron cuando Harry compartió
sus temores con él y con Hermione—. Ten en cuenta que lleva más de dos años huyendo de la justicia,
¿no?, y ya sé que no debe de haber sido divertido, pero al menos era libre. Sin embargo, ahora está
encerrado día y noche con ese horrendo elfo.
Hermione miró con gesto reprobador a Ron, pero ignoró la alusión a Kreacher.
—El problema —le dijo Hermione a Harry— es que Sirius tendrá que permanecer escondido hasta que
Vo-Voldemort, ¡Ron, por favor!, salga y dé la cara, ¿no? Quiero decir que el imbécil del ministro no se
dará cuenta de que Sirius es inocente hasta que acepte que Dumbledore siempre le ha dicho la verdad
sobre él. Y cuando esos inútiles empiecen a atrapar amortífagosde verdad comprenderán que Sirius no
es uno de ellos. Ni siquiera tiene la marca.
—No creo que sea tan estúpido para venir —terció Ron convencido—. Dumbledore se enfadaría
muchísimo si lo hiciera, y Sirius siempre hace caso a Dumbledore aunque no le guste lo que le manda.
Como Harry seguía preocupado, Hermione añadió:
—Ron y yo hemos estado sondeando a la gente que creíamos que querría aprender algo de Defensa
Contra las Artes Oscuras, y hay un par de personas que parecen interesadas. Les hemos dicho que se
reúnan con nosotros en Hogsmeade.
—Vale —contestó Harry vagamente, pues seguía pensando en Sirius.
—No te angusties, Harry —lo animó Hermione—. Ya tienes bastantes problemas sin Sirius.
Hermione tenía razón. Harry no conseguía llevar los deberes al día, aunque su situación había mejorado
mucho porque ya no debía pasarse todas las tardes castigado con la profesora Umbridge. Ron, en
cambio, iba más atrasado aún porque, además de entrenar dos veces por semana, tenía sus obligaciones
de prefecto. Por su parte Hermione, que tenía más asignaturas que ellos dos, no sólo había terminado
todos sus deberes, sino que también había encontrado tiempo para seguir tejiendo ropa para los elfos. Y
Harry tenía que admitir que Hermione estaba mejorando: ya casi siempre era posible distinguir los
gorros de los calcetines.
La mañana de la excursión a Hogsmeade amaneció despejada pero ventosa. Después de desayunar
formaron una fila delante de Filch, que comprobó que sus nombres aparecían en la larga lista de
estudiantes que tenían permiso de sus padres o tutores para visitar el pueblo. Harry recordó con cierto
remordimiento que, de no ser por Sirius, no habría podido hacer la excursión.
Cuando Harry llegó frente a Filch, el conserje aspiró fuerte por la nariz, como si intentara detectar
algún tufillo en Harry. Luego hizo un brusco movimiento con la cabeza y volvió a temblarle la parte
inferior de los carrillos; Harry siguió adelante y salió a la escalera de piedra y a la fría y soleada
mañana.
—Oye, ¿por qué te ha olfateado Filch? —le preguntó Ron cuando los tres echaron a andar a buen paso
por el ancho camino hacia la verja.
—Supongo que quería comprobar si olía a bombas fétidas —contestó Harry con una risita—. Se me
olvidó contároslo…
Y les explicó lo que había sucedido segundos más tarde de haber enviado la carta a Sirius, cuando Filch
entró en la lechucería exigiéndole que le enseñara la misiva. A Harry le sorprendió un poco que
Hermione considerara tan interesante su historia, mucho más, desde luego, de lo que a él mismo le
parecía.
—¿Filch dijo que había recibido un chivatazo de que ibas a encargar bombas fétidas? Pero ¿quién se lo
dio?
—No lo sé —respondió Harry, encogiéndose de hombros—. A lo mejor fue Malfoy; seguramente creyó
que sería divertido.
Pasaron entre los altos pilares de piedra coronados con sendos cerdos alados y torcieron a la izquierda
por la carretera que conducía al pueblo. El viento los despeinaba y el cabello les tapaba los ojos.
—¿Malfoy? —dijo Hermione, escéptica—. Bueno, sí, a lo mejor fue él…
Y siguió muy pensativa hasta que llegaron a las afueras de Hogsmeade.
—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó Harry—. ¿A Las Tres Escobas?
—No, no —repuso Hermione saliendo de su ensimismamiento—. No, siempre está abarrotado y hay
mucho ruido. He quedado con los otros en Cabeza de Puerco, ese otro pub, ya lo conocéis, el que no
está en la calle principal. Me parece que no es… muy recomendable, pero los alumnos de Hogwarts no
suelen ir allí, así que no creo que nos oiga nadie.
Bajaron por la calle principal y pasaron por delante de la tienda de artículos de broma de Zonko, donde
no les sorprendió nada ver a Fred, George y Lee Jordan; luego dejaron atrás la oficina de correos, de
donde salían lechuzas a intervalos regulares, y torcieron por una calle lateral al final de la cual había
una pequeña posada. Un estropeado letrero de madera colgaba de un oxidado soporte que había sobre
la puerta, con un dibujo de una cabeza de jabalí cortada que goteaba sangre sobre la tela blanca en la
que estaba colocada. Cuando se acercaron a la puerta, el letrero chirrió agitado por el viento y los tres
vacilaron un instante.
—¡Vamos! —urgió Hermione, un tanto nerviosa. Harry fue el primero en entrar.
Aquel pub no se parecía en nada a Las Tres Escobas, que era un local limpio y acogedor. Cabeza de
Puerco consistía en una sola habitación, pequeña, lúgubre y sucísima, donde se notaba un fuerte olor a
algo que podría tratarse de cabras. Las ventanas tenían tanta mugre incrustada que entraba muy poca
luz del exterior. Por eso el local estaba iluminado con cabos de cera colocados sobre las bastas mesas
de madera. A primera vista, el suelo parecía de tierra apisonada, pero cuando Harry caminó por él, se
dio cuenta de que había piedra debajo de una capa de roña acumulada durante siglos.
Harry recordaba que Hagrid había mencionado aquel pub en el primer año que estuvo en Hogwarts:
«Hay mucha gente rara en Cabeza de Puerco», dijo cuando les contó cómo le había ganado un huevo
de dragón a un desconocido encapuchado que estaba allí. Entonces a Harry le había sorprendido que
Hagrid no encontrara raro que un desconocido permaneciera todo el tiempo con la cara tapada; pero en
ese momento comprendió que permanecer con la cara tapada era algo normal en aquella taberna. En la
barra había un individuo que llevaba la cabeza envuelta con grises y sucias vendas, aunque aun así se
las ingeniaba para tragar vaso tras vaso de una sustancia humeante y abrasadora por una rendija que
tenía a la altura de la boca. También había dos personas encapuchadas sentadas a una mesa, junto a una
de las ventanas; Harry habría jurado que erandementoressi no las hubiera oído hablar con un fuerte
acento de Yorkshire. Y en un oscuro rincón, al lado de la chimenea, estaba sentada una bruja con un
grueso velo negro que le llegaba hasta los pies. Lo único que se destacaba bajo el velo era la punta de la
nariz, un poco prominente.
—No sé qué decirte, Hermione —murmuró Harry mientras avanzaban hacia la barra y miraba con
desconfianza a la bruja tapada con el grueso velo—. ¿No se te ha ocurrido pensar que la profesora
Umbridge podría estar debajo de eso?
Hermione echó una ojeada a la bruja, evaluándola.
—Umbridge es más baja que esa mujer —comentó en voz baja—. Además, aunque ella entrara aquí, no
podría hacer nada para interferir en nuestro proyecto, Harry, porque he revisado minuciosamente las
normas del colegio. No estamos fuera de los límites establecidos. Hasta le pregunté al profesor Flitwick
si a los alumnos les está permitido entrar en Cabeza de Puerco, y me dijo que sí, aunque me aconsejó
que lleváramos nuestros propios vasos. Y he comprobado todo lo que se me ha ocurrido sobre grupos
de estudio y trabajo, y son legales. Lo único que no tenemos que hacer es pregonar lo que estamos
haciendo.
—Está bien —dijo Harry con aspereza—, sobre todo dado que lo que estamos organizando no es
precisamente un grupo de estudio, ¿verdad?
El camarero salió de la trastienda y se les acercó con sigilo. Era un anciano de aspecto gruñón, con
barba y una mata de largo cabello gris. Era alto y delgado, y a Harry su cara le resultó vagamente
familiar.
—¿Qué queréis? —gruñó.
—Tres cervezas de mantequilla —contestó Hermione.
El camarero metió una mano bajo la barra y sacó tres botellas sucias y cubiertas de polvo que colocó
con brusquedad sobre la barra.
—Seissickles—dijo.
—Pago yo —se apresuró a decir Harry, y le entregó las monedas de plata.
El camarero recorrió a Harry de arriba abajo con la mirada, y sus ojos se detuvieron un momento en su
cicatriz. Luego se dio la vuelta y depositó las monedas de Harry en una vieja caja registradora de
madera cuyo cajón se abrió automáticamente para recibirlas. Harry, Ron y Hermione fueron hacia la
mesa más apartada de la barra y se sentaron observando a su alrededor. El individuo de los sucios y
grises vendajes dio unos golpes en la barra con los nudillos, y el camarero le sirvió otro vaso lleno de
aquella bebida humeante.
—¿Sabéis qué? —murmuró Ron mirando hacia la barra con entusiasmo—. Aquí podríamos pedir lo
que quisiéramos. Apuesto algo a que ese tipo nos serviría cualquier cosa, seguro que le importa un
rábano. Siempre he querido probar el whisky de fuego…
—¡Ron! ¡Ahora eres prefecto! —lo regañó Hermione.
—¡Ah, sí! —exclamó Ron, y la sonrisa se le borró de los labios.
—Bueno, ¿quién dijiste que iba a venir? —le preguntó Harry a su amiga, arrancando el oxidado tapón
de su cerveza de mantequilla y dando un sorbo.
—Sólo un par de personas —repitió Hermione. Consultó su reloj y miró nerviosa hacia la puerta—. Ya
deberían estar aquí, estoy segura de que saben el camino… ¡Oh, mirad, deben de ser ellos!
La puerta del pub se había abierto. Un ancho haz de luz, en el que bailaban motas de polvo, dividió el
local en dos durante un instante y luego desapareció, pues lo ocultaba la multitud que desfilaba por la
puerta.
Primero entraron Neville, Dean y Lavender, seguidos de cerca por Parvati y Padma Patil con Cho (con
lo cual a Harry le dio un vuelco el corazón) y una de sus risueñas amigas. Luego entró Luna Lovegood,
sola y con aire despistado, como si hubiera entrado allí por equivocación.
A continuación, aparecieron Katie Bell, Alicia Spinnet y Angelina Johnson, Colin y Dennis Creevey,
Ernie Macmillan, Justin Finch-Fletchley, Hannah Abbott y una chica de Hufflepuff con una larga
trenza, cuyo nombre Harry no sabía; tres chicos de Ravenclaw que, si no se equivocaba, se llamaban
Anthony Goldstein, Michael Corner y Terry Boot; Ginny, seguida por un chico alto y delgado, rubio y
con la nariz respingona a quien Harry creyó reconocer como miembro del equipo de quidditch de
Hufflepuff, y, cerrando la marcha, Fred y George Weasley con su amigo Lee Jordan, los tres con
enormes bolsas de papel llenas de artículos de Zonko.
—¿Un par de personas? —dijo Harry con voz quebrada—. ¡Un par de personas!
—Bueno, verás, la idea tuvo mucho éxito… —comentó Hermione alegremente—. Ron, ¿quieres traer
unas cuantas sillas más?
El camarero, que estaba secando un vaso con un trapo tan sucio que parecía que no lo hubieran lavado
nunca, se quedó paralizado. Seguramente, en la vida había visto su pub tan lleno.
—¡Hola! —saludó Fred. Fue el primero en llegar a la barra, y se puso a contar con rapidez a sus
acompañantes—. ¿Puede ponernos… veinticinco cervezas de mantequilla, por favor?
El camarero lo fulminó un instante con la mirada; luego, de mala gana, dejó el trapo, como si lo
hubieran interrumpido cuando hacía algo importantísimo, y empezó a sacar polvorientas botellas de
cerveza de mantequilla de debajo de la barra.
—¡Salud! —exclamó Fred mientras las repartía—. Soltad la pasta, yo no tengo suficiente oro para
pagar todo esto…
Harry, que no salía de su asombro, contemplaba a los numerosos y ruidosos estudiantes, que cogían sus
cervezas y hurgaban en los bolsillos de sus túnicas buscando monedas. No podía imaginar a qué había
ido allí toda aquella gente, hasta que se le ocurrió, horrorizado, que a lo mejor esperaban oír alguna
especie de discurso. Se volvió hacia Hermione y, en voz baja, le susurró:
—¿Qué les has dicho? ¿Qué esperan?
—Ya te lo he explicado, sólo quieren oír lo que tengas que decir —contestó Hermione con voz
tranquilizadora. Sin embargo, Harry seguía mirándola tan enfadado que rápidamente añadió—: Pero no
tienes que hacer nada todavía, primero hablaré yo.
—¡Hola, Harry! —dijo Neville sonriendo, y se sentó frente a él.
Harry intentó devolverle la sonrisa, pero no dijo nada, pues tenía la boca extremadamente seca. Cho se
había limitado a sonreírle y se había sentado a la derecha de Ron. Su amiga, que tenía el cabello rizado
y de un tono rubio rojizo, no sonrió, sino que lanzó a Harry una mirada de desconfianza con la que dejó
muy claro que, de haber podido elegir, ella jamás habría acudido a aquella reunión.
Los recién llegados fueron sentándose en grupos de dos y de tres alrededor de Harry, Ron y Hermione.
Algunos parecían muy emocionados, otros, curiosos; Luna Lovegood miraba en torno con ojos
soñadores. Cuando todos tuvieron su silla, fue cesando el parloteo. Todos miraban a Harry.
—Esto… —empezó Hermione hablando en voz más alta de lo habitual debido al nerviosismo—.
Esto…, bueno…, hola. —Los asistentes giraron la cabeza hacia ella, aunque de vez en cuando las
miradas seguían desviándose hacia Harry—. Bueno…, esto…, ya sabéis por qué hemos venido aquí.
Veréis, nuestro amigo Harry tuvo la idea…, es decir —Harry le había lanzado una mirada furibunda—,
yo tuve la idea de que sería conveniente que la gente que quisiera estudiar Defensa Contra las Artes
Oscuras, o sea, estudiar de verdad, ya sabéis, y no esas chorradas que nos hace leer la profesora
Umbridge —de repente la voz de Hermione se volvió mucho más potente y segura—, porque a eso no
se le puede llamar Defensa Contra las Artes Oscuras —«Eso, eso», dijo Anthony Goldstein, y su
comentario animó a Hermione—… Bueno, creí que estaría bien que nosotros tomáramos cartas en el
asunto. —Hizo una pausa, miró de reojo a Harry y prosiguió—: Y con eso quiero decir aprender a
defendernos como es debido, no sólo en teoría, sino poniendo en práctica los hechizos…
—Pero supongo que también querrás aprobar elTIMOde Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no? —la
interrumpió Michael Corner.
—Por supuesto. Pero también quiero estar debidamente entrenada en defensa porque… porque… —
inspiró hondo y terminó la frase— porque lord Voldemort ha vuelto.
La reacción de su público fue inmediata y predecible. La amiga de Cho soltó un grito y derramó un
chorro de cerveza de mantequilla; Terry Boot dio una especie de respingo involuntario; Padma Patil se
estremeció y Neville soltó un extraño chillido que consiguió transformar en una tos. Todos, sin
embargo, miraban fijamente, casi con avidez, a Harry.
—Bueno, pues ése es el plan —concluyó Hermione—. Si queréis uniros a nosotros, tenemos que
decidir dónde vamos a…
—¿Qué pruebas tenéis de que Quien-vosotros-sabéis ha regresado? —preguntó el jugador rubio de
Hufflepuff con tono bastante agresivo.
—Bueno, Dumbledore lo cree… —empezó a decir Hermione.
—Querrás decir que Dumbledore le cree a él —aclaró el muchacho rubio señalando a Harry con la
cabeza.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ron con brusquedad.
—Zacharias Smith —contestó él—, y creo que tenemos derecho a saber qué es exactamente lo que os
permite afirmar que Quien-tú-sabes ha regresado.
—Mira —intervino Hermione con rapidez—, ése no es el tema de esta reunión…
—Déjalo, Hermione —dijo Harry, que acababa de comprender por qué había acudido tanta gente a la
convocatoria.
Pensó que Hermione debería haberlo previsto. Algunos de sus compañeros, quizá incluso la mayoría,
habían ido a Cabeza de Puerco con la esperanza de oír la historia de Harry contada por su protagonista.
—¿Quieres saber qué es exactamente lo que me permite afirmar que Quien-tú-sabes ha regresado? —
preguntó mirando a los ojos a Zacharias—. Yo lo vi. El año pasado, Dumbledore le contó al colegio en
pleno lo que había ocurrido, pero si tú no lo creíste, no me creerás a mí, y no pienso malgastar una
tarde intentando convencer a nadie.
El grupo en su totalidad había contenido la respiración mientras Harry hablaba, y él tuvo la impresión
de que hasta el camarero, que seguía secando el mismo vaso con el trapo mugriento y lo ensuciaba aún
más, lo escuchaba.
A continuación Zacharias dijo desdeñosamente:
—Lo único que nos contó Dumbledore el año pasado fue que Quien-tú-sabes había matado a Cedric
Diggory y que tú habías llevado el cadáver a Hogwarts. No nos contó los detalles ni nos dijo cómo
habían matado a Diggory, y creo que a todos nos gustaría saber…
—Si has venido a oír un relato detallado de cómo mata Voldemort, no puedo ayudarte —lo interrumpió
Harry. Su genio, que últimamente estaba siempre muy a flor de piel, volvía a descontrolarse. No apartó
los ojos del agresivo rostro de Zacharias Smith, y estaba decidido a no mirar a Cho—. No voy a hablar
de Cedric Diggory, ¿de acuerdo? De modo que si es a eso a lo que has venido aquí, ya puedes
marcharte.
Y entonces lanzó una airada mirada a Hermione. Ella tenía la culpa de aquella situación; ella había
decidido exhibirlo como si fuera un monstruo de feria, y por eso todos habían ido a comprobar lo
descabellada que era su historia. Pero ninguno de sus compañeros se levantó de la silla, ni siquiera
Zacharias Smith, aunque siguió contemplando a Harry.
—Bueno —saltó Hermione con voz chillona—. Bueno…, como iba diciendo…, si queréis aprender
defensa, tenemos que decidir cómo vamos a hacerlo, con qué frecuencia vamos a reunimos y dónde
vamos a…
—¿Es verdad —la interrumpió la chica de la larga trenza, mirando a Harry— que puedes hacer
aparecer unpatronus?
Un murmullo de interés recorrió el grupo.
—Sí —contestó Harry poniéndose a la defensiva.
—¿Unpatronuscorpóreo?
Esa frase le sonaba de algo a Harry…
—Oye, ¿tú conoces a la señora Bones? —le preguntó.
—Es mi tía —dijo la chica sonriendo—. Me llamo Susan Bones. Me contó lo de la vista. Bueno, ¿es
verdad o no? ¿Sabes hacer aparecer unpatronuscon forma de ciervo?
—Sí.
—¡Caramba, Harry! —exclamó Lee, que parecía muy impresionado—. ¡No lo sabía!
—Mi madre hizo prometer a Ron que no lo contaría —intervino Fred dirigiéndole una sonrisa a Harry
—. Dijo que ya atraías suficiente atención.
—Está en lo cierto —murmuró Harry, y un par de personas rieron.
La bruja del velo negro que estaba sentada sola en un rincón se movió un poco en la silla.
—¿Y mataste un basilisco con esa espada que hay en el despacho de Dumbledore? —inquirió Terry
Boot—. Eso fue lo que me dijo uno de los retratos de la pared cuando estuve allí el año pasado…
—Pues sí, es verdad… —admitió Harry.
Justin Finch-Fletchley soltó un silbido; los hermanos Creevey se miraron atemorizados y Lavender
Brown exclamó «¡Ahí va!» en voz baja. A Harry empezaron a entrarle calores; seguía empeñado en
mirar a cualquier sitio menos a Cho.
—Y en primero —dijo Neville dirigiéndose al grupo— salvó la Piedra Filológica…
—Filosofal —lo corrigió Hermione.
—Eso, sí…, de Quien-vosotros-sabéis —concluyó Neville.
Hannah Abbott tenía los ojos redondos como galeones.
—Por no mencionar —intervino Cho, y a Harry se le desviaron los ojos hacia ella, que lo miraba
sonriente, y volvió a darle un vuelco el corazón— las pruebas que tuvo que superar en el Torneo de los
tres magos el año pasado: se enfrentó a dragones, a la gente del agua, a las acromántulas y a todo tipo
de cosas…
Los impresionados asistentes emitieron un murmullo de aprobación que recorrió la mesa. Harry se
moría de vergüenza e intentaba controlar la expresión de su rostro para que no pareciera que estaba
demasiado satisfecho de sí mismo. El hecho de que Cho acabara de elogiarlo hacía que le resultara
mucho más difícil decir a sus compañeros lo que se había propuesto explicar.
—Mirad —dijo sobreponiéndose, y todos callaron al instante—, no… no quisiera pecar de falsa
modestia ni nada parecido, pero… en todas esas ocasiones conté con ayuda…
—Con el dragón no —saltó Michael Corner—. Aquello fue un vuelo excepcional…
—Sí, bueno… —cedió Harry creyendo que sería una grosería no admitirlo.
—Y tampoco te ayudó nadie a librarte de losdementoreseste verano —aportó Susan Bones.
—No —reconoció Harry—. De acuerdo, ya sé que algunas cosas las conseguí sin ayuda, pero lo que
intento haceros entender es…
—¿Intentas escabullirte y no enseñarnos a hacer nada de eso? —sugirió Zacharias Smith.
—Oye, tú —dijo Ron en voz alta antes de que Harry pudiera contestar—, ¿por qué no cierras el pico?
Ron, que estaba perdiendo la paciencia, miraba a Zacharias como si estuviera deseando pegarle un
puñetazo. El chico se ruborizó y se defendió diciendo:
—Hemos venido aquí a aprender de él y ahora resulta que en realidad no puede hacer nada…
—Harry no ha dicho eso —gruñó Fred.
—¿Quieres que te limpiemos las orejas? —le preguntó George sacando un largo instrumento metálico
de aspecto mortífero de la bolsa de Zonko.
—O cualquier otra parte del cuerpo. De verdad, no tenemos manías —añadió Fred.
—Sí, bueno… —los interrumpió Hermione—. Siguiendo con lo que decíamos… Lo que importa es:
¿estamos de acuerdo en que queremos que Harry nos dé clases?
Hubo un murmullo general de aprobación. Zacharias se cruzó de brazos y no dijo nada, aunque quizá
fuera porque estaba demasiado ocupado vigilando el instrumento que Fred tenía en la mano.
—Muy bien —dijo Hermione, que pareció aliviada al comprobar que al menos se habían puesto de
acuerdo en algo—. Entonces, la siguiente pregunta es con qué frecuencia queremos reunimos. Creo
que, como mínimo, deberíamos reunimos una vez por semana…
—Un momento —terció Angelina—, tenemos que asegurarnos de que esto no interferirá con nuestros
entrenamientos dequidditch.
—Eso —coincidió Cho—. Ni con los nuestros.
—Ni con los nuestros —añadió Zacharias Smith.
—Estoy segura de que podremos encontrar una noche que le vaya bien a todo el mundo —afirmó
Hermione impacientándose un poco—, pero pensad que esto es muy importante, estamos hablando de
aprender solos a defendernos de Vo-Voldemort y de losmortífagos…
—¡Así se habla! —bramó Ernie Macmillan. A Harry le sorprendía que hubiera tardado tanto en hablar
—. Personalmente creo que lo que intentamos es muy importante, con seguridad lo más importante que
haremos este curso, más incluso que losTIMOS. —Miró a su alrededor con gesto imponente, como si
esperara que los demás gritaran «¡No exageres!». Pero como nadie dijo nada, prosiguió—:
Personalmente no me explico cómo el Ministerio nos ha endilgado una profesora tan inepta en este
periodo tan crítico. Es evidente que no quieren aceptar que Quien-vosotros-sabéis ha regresado, pero
ponernos una profesora que intenta deliberadamente impedir que utilicemos hechizos defensivos…
—Creemos que la razón por la que Umbridge no quiere entrenarnos en Defensa Contra las Artes
Oscuras —explicó Hermione— es que se le ha metido en la cabeza la idea de que Dumbledore podría
utilizar a los estudiantes del colegio como una especie de ejército privado. Cree que podría movilizarlos
para enfrentarse al Ministerio.
Aquella noticia sorprendió a casi todos; a casi todos excepto a Luna Lovegood, que soltó:
—Bueno, es lógico. Al fin y al cabo, Cornelius Fudge tiene su propio ejército privado.
—¿Qué? —saltó Harry, absolutamente desconcertado por aquella inesperada información.
—Sí, tiene un ejército deheliópatas—afirmó Luna con solemnidad.
—Eso no es cierto —le espetó Hermione.
—Claro que sí —la contradijo Luna.
—¿Qué sonheliópatas? —preguntó Neville, perplejo.
—Son espíritus de fuego —contestó Luna, y sus saltones ojos se abrieron aún más, haciéndola parecer
más chiflada que nunca—, unas enormes criaturas llameantes que galopan por la tierra quemando
cuanto encuentran a su paso…
—No existen, Neville —aseguró Hermione de manera cortante.
—¡Claro que existen! —insistió Luna, furiosa.
—Lo siento, pero ¿qué pruebas hay de que existan? —le preguntó Hermione.
—Hay muchísimos testimonios oculares. Que tú tengas una mentalidad tan cerrada que necesites que te
lo pongan todo delante de las narices para que…
—Ejem, ejem —carraspeó Ginny imitando a la perfección a la profesora Umbridge; varios estudiantes
giraron la cabeza, asustados, y luego rieron—. ¿No estábamos intentando decidir cuántas veces nos
íbamos a reunir para dar clase de defensa?
—Sí —se apresuró a confirmar Hermione—, exacto. Tienes razón, Ginny.
—Bueno, a mí una vez por semana no me parece mal —opinó Lee Jordan.
—Siempre que… —empezó a decir Angelina.
—Sí, sí, ya sabemos lo delquidditch—concedió Hermione con voz tensa—. Bueno, la otra cosa que
queda por decidir es dónde vamos a reunimos…
Aquello era mucho más difícil, y el grupo se quedó callado.
—¿En la biblioteca? —propuso Katie Bell tras un largo silencio.
—No creo que la señora Pince se ponga muy contenta si nos ve haciendo hechizos en la biblioteca —
comentó Harry.
—¿Y en algún aula que no se utilice? —sugirió Dean.
—Sí —afirmó Ron—. Quizá la profesora McGonagall nos deje la suya. Nos la prestó cuando Harry
tenía que practicar para el Torneo de los tres magos.
Pero Harry estaba seguro de que esa vez la profesora McGonagall no sería tan complaciente. Pese al
convencimiento de Hermione de que los grupos de estudio y trabajo estaban permitidos, él tenía la
impresión de que considerarían aquél excesivamente subversivo.
—Bueno, ya buscaremos un sitio —dijo Hermione—. Cuando tengamos el sitio y la hora de la primera
reunión os enviaremos un mensaje a todos. —Rebuscó en su mochila, sacó un rollo de pergamino y una
pluma y vaciló un momento, como si estuviera armándose de valor para decir algo—. Creo que ahora
cada uno debería escribir su nombre, para que sepamos que ha estado aquí. Pero también creo —añadió
inspirando hondo— que todos deberíamos comprometernos a no ir por ahí contando lo que estamos
haciendo. De modo que si firmáis, os comprometéis a no hablar de esto ni con la profesora Umbridge
ni con nadie.
Fred cogió el pergamino y, decidido, firmó en él, pero Harry se fijó enseguida en que varias personas
no parecían muy dispuestas a poner su nombre en la lista.
—Esto… —empezó Zacharias con lentitud, y no cogió el pergamino que George intentaba pasarle—.
Bueno…, estoy seguro de que Ernie me dirá cuándo es la reunión.
Pero Ernie tampoco parecía muy decidido a firmar. Hermione lo miró arqueando las cejas.
—Es que… ¡somos prefectos! —dijo Ernie—. Y si alguien encontrara esta lista… Bueno, quiero decir
que… ya lo has dicho tú misma, si se entera la profesora Umbridge…
—Acabas de decir que haber formado este grupo es la cosa más importante de este curso —le recordó
Harry.
—Sí, ya… —repuso Ernie—. Sí, y lo creo, pero…
—Ernie, ¿de verdad piensas que voy a dejar esta lista por ahí? —le preguntó Hermione con irritación.
—No. No, claro que no —contestó Ernie un poco aliviado—. Yo…, sí, claro que firmo.
Después de Ernie nadie puso reparos, aunque Harry vio que la amiga de Cho la miraba con reproche
antes de escribir su nombre. Cuando hubo firmado el último, Zacharias, Hermione cogió el pergamino
y lo guardó con cuidado en su mochila. En ese momento, el grupo experimentaba una sensación
extraña. Era como si acabaran de firmar una especie de contrato.
—Bueno, el tiempo pasa —dijo Fred con decisión, y se puso en pie—. George, Lee y yo tenemos que
comprar unos artículos delicados. Ya nos veremos más tarde.
Los demás estudiantes se marcharon también en grupos de dos y de tres. Cho se entretuvo mucho
cerrando el broche de su mochila antes de marcharse, mientras la larga y oscura melena le oscilaba y le
tapaba la cara; pero su amiga la esperaba con los brazos cruzados, chasqueando la lengua, así que Cho
no tuvo más remedio que irse con ella. Cuando ambas llegaron a la puerta, Cho se volvió y se despidió
de Harry con la mano.
—Bueno, creo que ha ido muy bien —opinó Hermione alegremente unos momentos más tarde,
mientras ella, Harry y Ron salían de Cabeza de Puerco a la intensa luz de la mañana. Harry y Ron
llevaban en la mano sus botellas de cerveza de mantequilla.
—Ese Zacharias es un cretino —dijo Ron mirando con rabia a Smith, que iba delante de ellos, apenas
distinguible en la distancia.
—A mí tampoco me cae muy bien —admitió Hermione—, pero me oyó hablar con Ernie y Hannah en
la mesa de Hufflepuff y parecía muy interesado en venir. ¿Qué querías que hiciera? Y en realidad,
cuantos más seamos, mejor. Mira, Michael Corner y sus amigos no habrían venido si él no estuviera
saliendo con Ginny…
Ron, que estaba bebiéndose las últimas gotas de cerveza de mantequilla de su botella, se atragantó y
derramó toda la que tenía en la boca.
—¿Saliendo CON QUIÉN? —gritó. Tenía las orejas ardiendo—. ¿Que está saliendo con… que mi
hermana está saliendo con…? ¿Ginny sale con Michael Corner?
—Bueno, creo que por eso han venido él y sus amigos. Les interesa aprender defensa, desde luego,
pero si Ginny no le hubiera contado a Michael lo que estaba…
—¿Desde cuándo salen juntos?
—Se conocieron el año pasado en el baile de Navidad y a final de curso empezaron a salir —explicó
Hermione con serenidad. Habían llegado a la calle principal, y Hermione se detuvo frente a La Casa de
las Plumas, en cuyo escaparate había una hermosa exposición de plumas de faisán—. Humm… Me
encantaría comprarme una pluma nueva.
Y entonces Hermione entró en la tienda y Harry y Ron la siguieron.
—¿Quién de ellos era Michael Corner? —preguntó éste, furioso.
—El moreno —contestó Hermione.
—No me ha caído bien —dijo Ron de inmediato.
—No me sorprende —respondió Hermione por lo bajo.
—Pero ¡si yo creía que a Ginny le gustaba Harry! —comentó Ron mientras seguía a Hermione por
delante de una hilera de plumas expuestas en tarros de cobre.
Hermione lo miró con desdén y movió la cabeza negativamente.
—A Ginny le gustaba Harry, pero se le pasó hace meses. No es que no le caigas bien, Harry… —
aclaró, mirando a su amigo mientras examinaba una larga pluma negra y dorada.
Harry, que todavía tenía vivo en la memoria el gesto de despedida de Cho, no encontraba aquel tema
tan interesante como Ron, que temblaba de indignación; pero la cuestión le hizo pensar en algo que
hasta entonces había pasado por alto.
—¿Por eso ahora me habla? —le preguntó a Hermione—. Antes nunca abría la boca delante de mí.
—Exacto —confirmó Hermione—. Sí, creo que me quedaré ésta…
Fue al mostrador y pagó quincesicklesy dosknutsmientras Ron seguía respirando con agitación.
—Ron —dijo Hermione con severidad, y se dio la vuelta y le dio un pisotón—, por eso precisamente
Ginny no te ha dicho que sale con Michael, porque sabía que te lo tomarías mal. Así que haz el favor de
no insistir en el tema.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién se lo toma mal? Yo no voy a insistir en nada… —continuó mascullando
Ron cuando salieron a la calle.
Hermione miró a Harry y puso los ojos en blanco, y luego, en voz baja, mientras Ron seguía
despotricando contra Michael Corner, dijo:
—Y hablando de Michael y Ginny… ¿Qué tal Cho y tú?
—¿Qué quieres decir? —saltó Harry, que tuvo la sensación de que estaba lleno de agua hirviendo. La
cara le ardía a pesar del frío. ¿Tan evidente era?
—Bueno —dijo Hermione sonriendo—, no te ha quitado los ojos de encima, ¿no?
Hasta entonces, Harry nunca se había fijado en lo bonito que era el pueblo de Hogsmeade.
17
El Decreto de Enseñanza n.° 24
Desde que había comenzado el curso, Harry nunca había estado tan contento como aquel fin desemana. Ron y él pasaron gran parte del domingo poniendo al día los deberes; aunque no era una tarea
precisamente divertida, como volvía a hacer un soleado día de otoño, sacaron sus cosas fuera y se
tumbaron a la sombra de una gran haya, junto al borde del lago, en lugar de quedarse trabajando en las
mesas de la sala común. Hermione, que como era lógico llevaba al día sus deberes, cogió unos ovillos
de lana y encantó sus agujas de tejer, que tintineaban y destellaban suspendidas en el aire delante de
ella, mientras tejían gorros y bufandas sin parar.
Harry experimentaba un sentimiento de inmensa satisfacción cuando se acordaba de que estaban
tomando medidas para oponer resistencia a la profesora Umbridge y al Ministerio, y que él era un
elemento fundamental en la rebelión. No paraba de recordar la reunión del sábado: la gente que había
acudido a él para aprender Defensa Contra las Artes Oscuras; la expresión de los rostros de los demás
cuando escucharon algunas de las cosas que Harry había hecho; los elogios que Cho le dedicó,
alabando su actuación en el Torneo de los tres magos… Pensar que había tantos chicos y chicas que no
lo consideraban un mentiroso ni un loco, sino alguien digno de admiración, le levantó tanto el ánimo
que todavía estaba contento el lunes por la mañana, pese a la inminente perspectiva de las clases que
menos le gustaban.
Ron y él bajaron del dormitorio hablando acerca de la idea que había tenido Angelina de trabajar en una
nueva jugada, bautizada como «voltereta con derrape», en el entrenamiento de aquella noche, y hasta
que llegaron al otro extremo de la iluminada sala común no se fijaron en un nuevo elemento que ya
había atraído la atención de un pequeño grupo de estudiantes.
En el tablón de anuncios de Gryffindor habían colgado un enorme letrero, tan grande que tapaba casi
todos los demás carteles: la lista de libros de hechizos de segunda mano que estaban a la venta, los
habituales recordatorios de Argus Filch sobre las normas del colegio, el horario de entrenamiento del
equipo dequidditch, las ofertas de intercambio de cromos de ranas de chocolate, los últimos anuncios
de los Weasley para contratar cobayas, las fechas de las excursiones a Hogsmeade y las listas de objetos
perdidos y encontrados. El nuevo letrero estaba escrito con grandes letras negras, y al final había un
sello oficial junto a una pulcra firma cargada de florituras.
POR ORDEN DE LA SUMA INQUISIDORA DE HOGWARTS
De ahora en adelante quedan disueltas todas las organizaciones y sociedades, y todos los equipos,
grupos y clubes.
Se considerará organización, sociedad, equipo, grupo o club cualquier reunión asidua de tres o más
estudiantes.
Para volver a formar cualquier organización, sociedad, equipo, grupo o club será necesario un permiso
de la Suma Inquisidora (profesora Umbridge).
No podrá existir ninguna organización ni sociedad, ni ningún equipo, grupo ni club de estudiantes sin el
conocimiento y la aprobación de la Suma Inquisidora.
Todo alumno que haya formado una organización o sociedad, o un equipo, grupo o club, o bien haya
pertenecido a alguna entidad de este tipo, que no haya sido aprobada por la Suma Inquisidora, será
expulsado del colegio.
Esta medida está en conformidad con el Decreto de Enseñanza n.° 24.
Firmado:
Dolores Jane Umbridge
Suma Inquisidora
Harry y Ron leyeron el letrero mirando por encima de las cabezas de un grupo de afligidos alumnos de
segundo.
—¿Significa esto que van a cerrar el Club deGobstones? —le preguntó uno de ellos a su amigo.
—No creo que haya problemas con el Club deGobstones—dijo Ron con tristeza. El alumno, que no lo
había visto, dio un respingo—. Pero no creo que nosotros tengamos tanta suerte, ¿no te parece? —le
comentó a Harry cuando se apartaron los de segundo.
Harry estaba leyendo una vez más el letrero. El optimismo que lo había acompañado desde el sábado se
había esfumado y el estómago se le había encogido de rabia.
—Esto no puede ser una coincidencia —afirmó apretando los puños—. La profesora Umbridge lo sabe.
—No puede ser —replicó Ron de inmediato.
—En aquel pub había gente escuchando. Y seamos realistas: no sabemos con certeza en cuántas
personas de las que se presentaron podemos confiar. Cualquiera de ellas pudo ir corriendo a contárselo
a la dichosa Umbridge…
Y él que había pensado que lo creían, que lo admiraban incluso…
—¡Zacharias Smith! —exclamó Ron dándose con el puño en la palma de la otra mano—. O… ese
Michael Corner también tenía un aspecto sospechoso…
—No sé si Hermione habrá visto esto ya —comentó Harry, mirando hacia la puerta de los dormitorios
de las chicas.
—Vamos a contárselo —propuso Ron, y fue hacia la puerta de los dormitorios, la abrió y empezó a
subir la escalera de caracol.
Cuando había llegado al sexto escalón, sonó una especie de sirena y los escalones se unieron y
formaron un largo y liso tobogán de piedra en espiral. Al principio Ron intentó continuar el ascenso,
agitando los brazos, pero cayó hacia atrás, resbaló por el recién creado tobogán y fue a parar a los pies
de Harry.
—Me parece que no nos dejan entrar en los dormitorios de las chicas —dijo Harry conteniendo la risa
mientras ayudaba a levantarse a Ron.
Dos chicas de cuarto bajaron riendo por el tobogán de piedra.
—¿Quién era el que intentaba subir? —preguntaron alegremente, poniéndose en pie y comiéndose con
los ojos a Harry y a Ron.
—Yo —contestó éste, que todavía estaba muy despeinado—. No tenía ni idea de que pudiera pasar
esto. ¡No hay derecho! —añadió dirigiéndose a Harry mientras las chicas iban hacia la abertura del
retrato sin parar de reír—. Hermione puede subir a nuestro dormitorio, ¿por qué nosotros no…?
—Bueno, es una norma anticuada —explicó Hermione, que acababa de bajar por el tobogán y había
aterrizado limpiamente en una alfombra que había delante de Harry y Ron—, pero en Historia de
Hogwartsse dice que los fundadores del colegio creían que los chicos eran menos dignos de confianza
que las chicas. En fin, ¿para qué queríais subir?
—Para verte. ¡Mira eso! —dijo Ron, y la arrastró hasta el tablón de anuncios.
Hermione leyó rápidamente el letrero y puso una expresión glacial.
—¡Alguien se ha chivado! —exclamó Ron, indignado.
—Es imposible —murmuró Hermione en voz baja.
—¡Qué ingenua eres! —explotó Ron—. ¿Crees que porque tú eres honrada y digna de confianza…?
—No, es imposible porque hice un embrujo en el rollo de pergamino en que firmamos todos —explicó
Hermione gravemente—. Créeme, si alguien se ha chivado a Umbridge, sabremos exactamente quién
ha sido y te aseguro que lo lamentará.
—¿Qué le pasará? —preguntó Ron, intrigado.
—Bueno, para que te hagas una idea —contestó Hermione—, parecerá que el acné de Eloise Midgeon
se trata solamente de unas cuantas pecas. Vamos a desayunar y veamos qué piensan los demás…
¿Habrán colgado el letrero en todas las casas?
En cuanto entraron en el Gran Comedor comprendieron que el letrero de la profesora Umbridge no
había aparecido únicamente en la torre de Gryffindor. En el comedor se percibía un rumor de una
intensidad peculiar y una agitación mayor que la habitual: los alumnos iban y venían por sus mesas,
comentando unos con otros lo que habían leído. Harry, Ron y Hermione acababan de sentarse cuando
Neville, Dean, Fred, George y Ginny formaron un corro a su alrededor.
—¿Lo habéis visto?
—¿Creéis que lo sabe?
—¿Qué pensáis hacer?
Todos miraban a Harry, y él echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no había ningún profesor
cerca.
—Seguiremos adelante de todos modos, desde luego —dijo con serenidad.
—Sabía que dirías eso —repuso George, sonriente, y le dio una palmada en el brazo.
—¿Los prefectos también? —preguntó Fred observando inquisitivamente a Ron y a Hermione.
—Por supuesto —afirmó ella con frialdad.
—Mirad, ahí vienen Ernie y Hannah Abbott —observó Ron, que había girado la cabeza—. Y esos de
Ravenclaw y Smith… Y ninguno tiene muchos granos.
Hermione parecía alarmada.
—Olvídate de los granos. ¿Se han vuelto locos? No pueden venir aquí ahora, resultará sumamente
sospechoso. ¡Sentaos! —les dijo a Ernie y a Hannah sin que se la oyera, pero moviendo
exageradamente los labios y haciéndoles señas para que regresaran a la mesa de Hufflepuff—. ¡Más
tarde! ¡Ya… hablaremos… más tarde!
—Se lo diré a Michael —terció Ginny, impaciente, y se levantó del banco—. Qué burros,
francamente…
Fue corriendo hacia la mesa de Ravenclaw y Harry la siguió con la mirada. Cho estaba sentada cerca,
hablando con la amiga del cabello rizado que la había acompañado a Cabeza de Puerco. ¿Y si el letrero
de la profesora Umbridge la había asustado y no volvía a asistir a las reuniones?
Pero no comprendieron el alcance de las repercusiones del anuncio hasta que salieron del Gran
Comedor y se encaminaron hacia la clase de Historia de la Magia.
—¡Harry! ¡Ron!
Era Angelina, que corría hacia ellos. Parecía absolutamente desesperada.
—No pasa nada —afirmó Harry en voz baja cuando Angelina se le acercó lo suficiente—. Seguiremos
adelante de todos…
—¿Te das cuenta de que el quidditch está incluido en la prohibición? —le comentó Angelina—.
¡Tenemos que ir a pedirle permiso para volver a formar el equipo de Gryffindor!
—¡¿Qué?! —exclamó Harry, incrédulo.
—¡No puede ser! —dijo Ron, atónito.
—¡Ya habéis leído el letrero! ¡Incluye los equipos! Escucha, Harry… Te lo digo por última vez… ¡Por
favor, no vuelvas a perder los estribos con la profesora Umbridge o no nos dejará jugar!
—Está bien —aseguró Harry, pues Angelina parecía a punto de llorar—. No te preocupes, me
comportaré…
—Seguro que Umbridge está en Historia de la Magia —comentó Ron gravemente cuando
emprendieron de nuevo el camino hacia la clase de Binns—. Todavía no ha supervisado a Binns… Me
apuesto lo que quieras a que está allí…
Pero Ron se equivocaba: cuando entraron en el aula sólo encontraron al profesor Binns, que estaba
flotando un par de centímetros por encima de su silla, como de costumbre, mientras se preparaba para
continuar su monótono discurso sobre las guerras de los gigantes. Aquel día Harry ni siquiera intentó
seguir lo que decía el profesor; se puso a garabatear, distraído, en su pergamino, ignorando las
frecuentes miradas y los codazos de Hermione, hasta que un golpe particularmente doloroso en las
costillas lo obligó a levantar la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó con enojo.
Hermione señaló la ventana y Harry giró la cabeza. Hedwig estaba posada en el estrecho alféizar,
mirándolo a través del grueso cristal, con una carta atada a la pata. Harry no lo entendía: acababan de
desayunar, ¿por qué demonios no le había entregado la carta entonces, como hacía normalmente?
Varios de sus compañeros de clase señalaban también aHedwig.
—Siempre me ha encantado esa lechuza, es tan bonita… —oyó Harry que Lavender le comentaba a
Parvati.
Entonces giró la cabeza y miró al profesor Binns, que continuaba leyendo sus notas con tranquilidad,
sin darse cuenta de que los alumnos le prestaban aún menos atención de lo habitual. Harry se levantó
con sigilo de la silla, se agachó y recorrió el pasillo hasta la ventana. Una vez allí, soltó el cierre y la
abrió muy despacio.
Suponía queHedwigextendería la pata para que él pudiera retirar la carta, y que luego echaría a volar
hacia la lechucería, pero en cuanto abrió la ventana lo suficiente, la lechuza dio un salto y entró,
ululando lastimeramente. Harry cerró la ventana y miró preocupado al profesor Binns; después volvió a
agacharse y regresó corriendo a su asiento conHedwigsobre el hombro. Llegó a su silla, se puso a
Hedwigen el regazo y fue a retirar la carta que llevaba atada a la pata.
Entonces se dio cuenta de que su lechuza tenía las plumas muy alborotadas; unas cuantas estaban del
revés, y tenía un ala en una extraña postura.
—¡Está herida! —susurró Harry agachando la cabeza. Hermione y Ron se inclinaron hacia él;
Hermione hasta dejó la pluma—. Mirad, le pasa algo en el ala…
Hedwigestaba temblando; cuando Harry le tocó el ala, la lechuza dio un respingo y se le erizaron las
plumas, como si se le inflaran, y miró a su amo con reproche.
—Profesor Binns —dijo Harry en voz alta, y todos giraron la cabeza hacia él—, no me encuentro bien.
El profesor Binns levantó la vista de sus notas, sorprendido, como siempre, al ver que estaba ante un
aula llena de alumnos.
—¿No se encuentra bien? —preguntó vagamente.
—No, me encuentro muy mal —aseguró Harry con firmeza, y escondiendo a Hedwig detrás de la
espalda, se levantó—. Creo que necesito ir a la enfermería.
—Sí —repuso el profesor Binns, a quien Harry había pillado desprevenido—. Sí, ya… A la
enfermería… Bueno, pues vaya, Perkins…
En cuanto salió del aula, Harry se puso aHedwigsobre el hombro y echó a correr por el pasillo; sólo se
paró a pensar cuando perdió de vista la puerta del aula de Binns.
La persona idónea para curar aHedwighabría sido Hagrid, por descontado, pero como no sabía dónde
se hallaba su amigo, la única opción que tenía era encontrar a la profesora Grubbly-Plank y confiar en
que lo ayudara.
Miró por la ventana hacia los jardines: el cielo estaba nublado y borrascoso. No había ni rastro de la
profesora Grubbly-Plank cerca de la cabaña de Hagrid; si no estaba dando clase, seguramente estaría en
la sala de profesores. Entonces Harry bajó por la escalera mientras Hedwigoscilaba sobre su hombro y
ululaba débilmente.
Dos gárgolas de piedra flanqueaban la puerta de la sala de profesores. Cuando Harry se acercó, una de
ellas dijo con voz ronca:
—Deberías estar en clase, hijito.
—Esto es urgente —contestó Harry con tono cortante.
—¡Oh! ¡Es urgente! ¿En serio? —repuso la otra gárgola con voz chillona—. ¡No me digas!
Harry llamó a la puerta. Oyó pasos, y entonces la puerta se abrió. Harry se encontró cara a cara con la
profesora McGonagall.
—¡No habrán vuelto a castigarte! —exclamó ella inmediatamente, alarmada, mirándolo a través de sus
gafas de montura cuadrada.
—No, profesora —contestó Harry.
—Entonces, ¿por qué no estás en clase?
—Por lo visto es urgente —afirmó la segunda gárgola con malicia.
—Busco a la profesora Grubbly-Plank —explicó Harry—. Es mi lechuza. Está herida.
—¿Una lechuza herida? —La profesora Grubbly-Plank apareció detrás de la profesora McGonagall,
fumando una pipa y con un ejemplar deEl Profetaen las manos.
—Sí —dijo Harry levantando con cuidado aHedwigde su hombro—. Ha llegado más tarde que el resto
de las lechuzas y no sé qué le pasa en el ala, mire…
La profesora Grubbly-Plank sujetó firmemente la pipa entre los dientes y cogió aHedwigmientras la
profesora McGonagall los miraba.
—Humm —dijo la profesora Grubbly-Plank. La pipa se le movía un poco cuando hablaba—. Parece
que la han atacado. Pero no sé qué criatura puede habérselo hecho. A veces losthestralsatacan a los
pájaros, desde luego, pero Hagrid tiene a losthestralsde Hogwarts muy bien entrenados para que no se
acerquen a las lechuzas.
Harry ni sabía qué eran losthestralsni le importaba; lo único que le interesaba saber era siHedwigiba
a ponerse bien. La profesora McGonagall, sin embargo, miró con dureza a Harry y le preguntó:
—¿Sabes si esta lechuza viene de muy lejos, Potter?
—Esto… —dijo Harry—. Desde Londres, creo.
Harry miró brevemente a la profesora McGonagall, pero al ver que ésta fruncía el entrecejo, se dio
cuenta de que la profesora había comprendido que «Londres» significaba en realidad «el número 12 de
Grimmauld Place».
La profesora Grubbly-Plank sacó un monóculo de un bolsillo de su túnica y se lo colocó en un ojo para
examinar meticulosamente el ala deHedwig.
—Si me la dejas, intentaré averiguar qué le ha pasado, Potter —dijo—. De todos modos, no conviene
que vuele largas distancias durante unos días.
—Gracias… —dijo Harry, y entonces sonó la campana que anunciaba el descanso.
—No pasa nada —dijo la profesora Grubbly-Plank con brusquedad; a continuación, se dio la vuelta y
entró en la sala de profesores.
—¡Un momento, Wilhelmina! —exclamó la profesora McGonagall—. ¡La carta de Potter!
—¡Ah, sí! —dijo Harry, que había olvidado quitarle el rollo de pergamino aHedwig.
La profesora Grubbly-Plank se lo entregó y a continuación desapareció en la sala de profesores con la
lechuza, que miraba a su amo como si no pudiera creer que se hubiera desprendido de ella tan
fácilmente. Harry, sintiéndose ligeramente culpable, se dio la vuelta para marcharse, pero la profesora
McGonagall lo llamó:
—¡Potter!
—¿Sí, profesora?
La profesora McGonagall miró hacia ambos lados del pasillo, por donde empezaban a llegar alumnos.
—Recuerda —dijo rápidamente y en voz baja, mirando el pergamino que Harry tenía en la mano— que
los canales de comunicación de entrada y de salida de Hogwarts podrían estar controlados.
—Ya… —respondió Harry, pero el tropel de alumnos que se acercaba por el pasillo casi había llegado
hasta donde se hallaban.
Entonces la profesora McGonagall hizo un brusco movimiento con la cabeza y entró en la sala de
profesores, mientras que la multitud arrastró a Harry hacia el patio. Éste vio que Ron y Hermione
estaban esperándolo en un rincón apartado, con el cuello de las capas levantado para protegerse del
viento. Harry abrió el rollo de pergamino mientras iba hacia ellos y descubrió que sólo había cinco
palabras escritas con la letra de Sirius:
«Hoy, misma hora, mismo sitio.»
—¿Cómo estáHedwig? —preguntó Hermione, preocupada, tan pronto como Harry llegó junto a ellos.
—¿Adónde la has llevado? —preguntó Ron a su vez.
—Se la he llevado a la profesora Grubbly-Plank —respondió Harry—. Y he visto a McGonagall…
Escuchad…
Y les contó lo que había dicho la profesora McGonagall. Para sorpresa de Harry, ninguno de sus dos
amigos se mostró sorprendido. Más bien al contrario: intercambiaron miradas de complicidad.
—¿Qué pasa? —inquirió Harry observándolos con desconcierto.
—Bueno, precisamente estaba diciéndole a Ron… ¿Y si alguien ha intentado interceptar aHedwig? Es
la primera vez que llega herida de un vuelo, ¿verdad?
—Bueno, ¿de quién es la carta? —preguntó Ron quitándole la nota a Harry de las manos.
—DeHocicos—contestó Harry en voz baja.
—¿«Misma hora, mismo sitio»? ¿Se refiere a la chimenea de la sala común?
—Evidentemente —confirmó Hermione, que también había leído la nota. Parecía nerviosa—. Espero
que nadie más haya visto esto…
—El rollo todavía estaba sellado —comentó Harry intentando convencerse también a sí mismo—. Y
nadie entendería qué significa el mensaje si no sabe dónde hemos hablado con él la vez anterior, ¿no?
—No lo sé —dijo Hermione, angustiada. En ese momento volvió a sonar la campana y se colgó la
mochila del hombro—. No sería muy difícil volver a sellar el rollo mediante magia… Y si hay alguien
vigilando la Red Flu… Pero ¡no sé cómo vamos a decirle que no venga sin que nos intercepten a
nosotros también!
A continuación bajaron cansinamente la escalera de piedra que conducía a las mazmorras donde daban
la clase de Pociones. Iban los tres absortos en sus pensamientos, pero, cuando llegaron al final de la
escalera, la voz de Draco Malfoy los sacó de su ensimismamiento. Draco estaba de pie junto a la puerta
del aula de Snape y exhibía una hoja de pergamino de aspecto oficial mientras hablaba en voz mucho
más alta de lo necesario para que lo oyera todo el mundo.
—Sí, la profesora Umbridge ha concedido permiso al equipo de quidditch de Slytherin para seguir
jugando. He ido a pedírselo esta mañana a primera hora. Bueno, ha sido prácticamente automático,
porque la profesora Umbridge conoce muy bien a mi padre, ya que mi padre frecuenta el Ministerio…
Será interesante saber si al equipo de Gryffindor también le dan permiso para seguir jugando, ¿verdad?
—No os sulfuréis —imploró con un susurro Hermione a Harry y a Ron, que miraban a Malfoy con los
puños apretados y gesto amenazador—. Eso es precisamente lo que está buscando.
—Lo digo —prosiguió Malfoy levantando un poco más la voz y mirando a Harry y Ron con unos ojos
que despedían malévolos destellos— porque si es cuestión de influencia en el Ministerio, no creo que
tengan muchas posibilidades… Según dice mi padre, hace años que buscan un pretexto para despedir a
Arthur Weasley… Y en cuanto a Potter…, mi padre dice que cualquier día el Ministerio lo factura para
el Hospital San Mungo… Por lo visto, tienen una planta reservada para gente a la que la magia ha
trastornado.
Malfoy hizo una mueca grotesca, con la boca abierta y los ojos bizcos, Crabbe y Goyle se rieron a
carcajadas, como de costumbre, y Pansy Parkinson soltó una risita idiota.
De pronto, Harry notó un golpe en el hombro que lo desvió hacia un lado. Unas milésimas de segundo
más tarde, se dio cuenta de que Neville lo había apartado de un empujón e iba derechito hacia Malfoy.
—¡No, Neville!
Harry saltó hacia delante y agarró a Neville por la túnica; éste forcejeó con ímpetu, agitando los puños,
e intentó abalanzarse sobre Malfoy, que durante un momento se quedó completamente perplejo.
—¡Ayudadme! —gritó Harry.
Consiguió rodear el cuello de Neville con un brazo, tiró de él hacia atrás y lo alejó de los de Slytherin.
Crabbe y Goyle se colocaron delante de Malfoy y flexionaron los brazos, listos para pelear. Ron agarró
a Neville por los brazos, y Harry y él lograron volver a colocarlo en la fila de alumnos de Gryffindor.
Neville estaba rojo como un tomate; la presión que Harry ejercía sobre su cuello hacía que apenas se le
entendiera, pero seguía farfullando:
—No tiene… gracia… San Mungo…, ya verás…
Entonces se abrió la puerta de la mazmorra y Snape apareció en el umbral. Recorrió con sus negros
ojos a los alumnos de Gryffindor hasta llegar a donde estaban Harry y Ron intentando sujetar a Neville.
—¿Peleando, Potter, Weasley, Longbottom? —preguntó Snape con su fría y socarrona voz—. Diez
puntos menos para Gryffindor. Suelta a Longbottom, Potter, o serás castigado. Todos adentro.
Harry soltó a Neville, que se quedó mirándolo y jadeando.
—He tenido que frenarte —se excusó Harry entrecortadamente mientras recogía su mochila—. Crabbe
y Goyle te habrían hecho pedazos.
Neville no dijo nada; se limitó a recoger su mochila y entró muy ofendido en la mazmorra.
—Por las barbas de Merlín —comentó Ron en voz baja mientras seguían a Neville—. ¿Qué le ha
pasado?
Harry no contestó. Sabía perfectamente por qué aquella alusión a la gente que estaba en San Mungo
con secuelas cerebrales a causa de la magia había afectado tanto a Neville, pero había jurado a
Dumbledore que no revelaría a nadie el secreto de Longbottom. Ni siquiera el propio Neville podía
imaginarse que Harry estaba al corriente.
Harry, Ron y Hermione se sentaron como siempre al fondo de la clase y sacaron pergamino, plumas y
sus ejemplares deMil hierbas y hongos mágicos.Sus compañeros de clase cuchicheaban sobre lo que
acababa de hacer Neville, pero cuando Snape cerró la puerta de la mazmorra con un sonoro golpetazo,
todos guardaron silencio de inmediato.
—Como veréis —dijo Snape con su queda y socarrona voz—, hoy tenemos una invitada.
Señaló un oscuro rincón de la mazmorra y Harry vio a la profesora Umbridge sentada allí, con las hojas
de pergamino cogidas con el sujetapapeles sobre las rodillas. Harry miró de reojo a Ron y a Hermione
arqueando las cejas. Snape y Umbridge, los dos profesores que más odiaba: aunque era difícil decidir
cuál prefería que triunfara.
—Hoy vamos a continuar con la solución fortificante. Encontraréis vuestras mezclas como las dejasteis
en la última clase; si las preparasteis correctamente deberían haber madurado durante el fin de semana.
Las instrucciones —agitó su varita— están en la pizarra. Ya podéis empezar.
La profesora Umbridge pasó la primera media hora de la clase tomando notas en su rincón. Harry
estaba deseando escuchar cómo interrogaba a Snape, pero le interesaba tanto enterarse que estaba
volviendo a descuidar su poción.
—¡Sangre de salamandra, Harry —le avisó Hermione por lo bajo, agarrándole la muñeca para impedir
que añadiera un ingrediente equivocado por tercera vez—, no jugo de granada!
—Vale —dijo Harry, despistado. Luego empezó a verter el contenido de la botella en el caldero y
siguió observando el rincón. La profesora Umbridge acababa de levantarse—. ¡Ja! —exclamó en voz
baja al ver que la profesora caminaba dando zancadas entre dos hileras de pupitres hacia Snape, que
estaba inclinado sobre el caldero de Dean Thomas.
—Bueno, parece que los alumnos están bastante adelantados para el curso que hacen —comentó la
profesora Umbridge con brusquedad, dirigiéndose a Snape, que estaba de espaldas—. Aunque no estoy
segura de que sea conveniente enseñarles a preparar una poción como la solución fortificante. Creo que
el Ministerio preferiría que fuera eliminada del programa. —Snape se enderezó lentamente y se volvió
para mirarla—. Dígame, ¿cuánto tiempo hace que enseña en Hogwarts? —le preguntó con la pluma
apoyada en el pergamino.
—Catorce años —respondió Snape. La expresión de su rostro era insondable. Sin quitarle los ojos de
encima al profesor, Harry añadió unas gotas más a su poción, que produjo un silbido amenazador y
pasó del color turquesa al naranja.
—Tengo entendido que primero solicitó el puesto de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no es así? —
inquirió la profesora Umbridge.
—Sí —contestó Snape con serenidad.
—Pero ¿no lo consiguió?
Snape torció el gesto y respondió:
—Es obvio.
La profesora Umbridge anotó algo en sus pergaminos.
—Y desde que entró en el colegio ha solicitado con regularidad el puesto de Defensa Contra las Artes
Oscuras, ¿verdad?
—Sí —contestó Snape, imperturbable, sin mover apenas los labios. Parecía muy enfadado.
—¿Tiene usted idea de por qué Dumbledore ha rechazado por sistema su solicitud? —inquirió la
profesora Umbridge.
—Eso debería preguntárselo a él —dijo Snape entrecortadamente.
—Oh, lo haré, lo haré —dijo la profesora Umbridge componiendo una dulce sonrisa.
—Aunque no veo qué importancia puede tener eso —añadió Snape a la vez que entrecerraba sus ojos
negros.
—¡Oh, ya lo creo que la tiene! —replicó la profesora Umbridge—. Sí, el Ministerio quiere conocer a la
perfección el… pasado de los profesores.
Y entonces se dio la vuelta, fue hacia Pansy Parkinson y empezó a interrogarla sobre las clases. Snape
giró la cabeza hacia donde estaba Harry y sus miradas se encontraron durante un momento. Harry bajó
rápidamente la vista hacia su poción, que se había espesado, dando lugar a una masa asquerosa, y
desprendía un intenso olor a goma quemada.
—Otro cero, Potter —dijo Snape con malicia, y vació el caldero de Harry con una sacudida de la varita
—. Quiero que me escribas una redacción sobre la correcta composición de esta poción, indicando
dónde y por qué te has equivocado, y que me la entregues en la próxima clase. ¿Entendido?
—Sí —contestó Harry, furioso.
Snape ya les había mandado un trabajo, y Harry tenía entrenamiento de quidditchaquella tarde; eso
significaba que pasaría un par de noches más sin dormir. No podía creer que aquella mañana hubiera
despertado contento. Lo único que sentía en ese instante era un intenso deseo de que el día llegara a su
fin.
—A lo mejor me salto Adivinación —les comentó con desánimo a Ron y a Hermione en el patio,
después de comer. El viento agitaba el bajo de sus túnicas y las alas de sus sombreros—. Fingiré que
estoy enfermo y escribiré la redacción para Snape, así no tendré que pasar otra noche en blanco.
—No puedes saltarte Adivinación —le regañó Hermione con severidad.
—¡Mira quién habla! ¡Tú te has borrado de esa asignatura porque no soportas a la profesora Trelawney!
—exclamó Ron, indignado.
—No la odio —aseguró Hermione con altivez—. Sencillamente pienso que es una profesora atroz y
una farsante como la copa de un pino. Pero Harry ya se ha saltado Historia de la Magia y no creo que
hoy deba perderse ninguna otra clase.
Hermione tenía razón, y a Harry no le quedó más remedio que hacerle caso. Media hora más tarde se
encontraba envuelto en el caluroso y perfumado ambiente del aula de Adivinación, furioso con todo el
mundo. La profesora Trelawney volvió a repartir ejemplares deEl oráculo de los sueños.Harry estaba
seguro de que emplearía mejor su tiempo haciendo la redacción que Snape le había puesto como
castigo que permaneciendo allí sentado, intentando encontrar el significado de un montón de sueños
inventados.
Sin embargo, resultó que Harry no era el único que estaba de mal humor. Dando un porrazo, la
profesora Trelawney dejó un ejemplar del libro de texto sobre la mesa que había entre Harry y Ron, y
se alejó con los labios fruncidos. Lanzó el siguiente ejemplar de El oráculoa Seamus y Dean, rozando
la cabeza de Seamus, y el último libro se lo puso a Neville en el pecho con tanto ímpetu que éste se
cayó del puf donde estaba sentado.
—¡Ya podéis empezar! —gritó la profesora Trelawney con una voz chillona y un tanto histérica—. ¡Ya
sabéis lo que tenéis que hacer! ¿O soy una profesora con un nivel de conocimientos tan bajo que ni
siquiera os he enseñado a abrir un libro?
Los alumnos la observaron perplejos y luego se miraron unos a otros. Sin embargo, Harry creyó
comprender cuál era el motivo del enfado de la profesora Trelawney. Cuando ella volvió haciendo
aspavientos a su silla, con los ojos agrandados por las gafas de aumento y llenos de lágrimas de rabia,
Harry inclinó la cabeza hacia Ron y murmuró:
—Me parece que ya ha recibido los resultados de su supervisión.
—Profesora… —dijo Parvati Patil con voz queda (Lavender y ella siempre habían admirado
enormemente a la profesora Trelawney)—. Profesora, ¿le ocurre… algo?
—¡¿Si me ocurre algo?! —exclamó la profesora Trelawney con una voz cargada de emoción—. ¡No,
claro que no! Me han insultado, desde luego… Han hecho insinuaciones contra mí… Han formulado
acusaciones infundadas… Pero ¡no, no me ocurre nada! —Inspiró hondo con un estremecimiento y
dejó de mirar a Parvati; las lágrimas resbalaban por debajo de sus gafas—. No me importa que no
hayan tenido en cuenta mis dieciséis años de abnegado servicio… —prosiguió entrecortadamente—.
Por lo visto, eso ha pasado desapercibido… Pero ¡no voy a permitir que me insulten, no, señor!
—Pero profesora, ¿quién la ha insultado? —preguntó Parvati con timidez.
—¡Las autoridades! —contestó la profesora Trelawney con una voz grave, dramática y temblorosa—.
Sí, aquellos que tienen los ojos tan cegados por las cosas vulgares que no pueden ver como yo veo,
para saber como yo sé… Las videntes siempre han inspirado temor, desde luego; siempre han sido
objeto de persecución… Ése es, lamentablemente, nuestro destino.
A continuación tragó saliva, se secó las mejillas con una punta del chal, sacó un pequeño pañuelo
bordado de la manga de su túnica y se sonó la nariz, produciendo un ruido como el que producía
Peeves al hacer pedorretas.
Ron rió por lo bajo y Lavender le lanzó una mirada de reprobación.
—Profesora… —dijo Parvati—, ¿se refiere a… la profesora Umbridge?
—¡No menciones a esa mujer en mi presencia! —gritó la profesora Trelawney poniéndose en pie; sus
collares de cuentas tintinearon y sus gafas lanzaron destellos—. ¡Haced el favor de seguir con vuestro
trabajo!
Y pasó el resto de la clase paseándose entre los alumnos. Las lágrimas continuaban brotando detrás de
sus gafas y no paraba de murmurar lo que parecían amenazas.
—… podría presentar mi dimisión… Qué humillación… Ponerme en periodo de prueba… Ya
veremos… Cómo se atreve…
—Parece que la profesora Umbridge y tú tenéis algo en común —le dijo Harry a Hermione en voz baja
cuando volvieron a verse en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras—. Es evidente que ella
también opina que Trelawney es una farsante. La ha puesto en periodo de prueba.
En ese preciso instante, la profesora Umbridge entró en el aula luciendo su lazo de terciopelo negro y
su típica expresión de suficiencia.
—Buenas tardes, chicos.
—Buenas tardes, profesora Umbridge —respondieron sombríamente los alumnos.
—Guardad las varitas, por favor.
Esa vez no hubo ningún revuelo porque nadie se había molestado en sacarla.
—Abrid Teoría de defensa mágica por la página treinta y cuatro y leed el tercer capítulo, titulado
«Razones para las respuestas no agresivas a los ataques mágicos». En…
—… silencio —dijeron a coro por lo bajo Harry, Ron y Hermione.
···
—Nada de entrenamientos dequidditch—murmuró Angelina con voz apagada aquella noche cuando
Harry, Ron y Hermione entraron en la sala común después de cenar.
—Pero ¡si he controlado mi genio! —exclamó Harry, horrorizado—. No le he dicho nada, Angelina, te
lo juro…
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Angelina con tristeza—. Me ha dicho que necesita un poco de tiempo para
pensarlo.
—Para pensar ¿qué? —preguntó Ron muy enojado—. A los de Slytherin les ha dado permiso. ¿Por qué
no va a dárnoslo a nosotros?
Pero Harry se imaginaba cómo debía de estar disfrutando la profesora Umbridge al mantener la
amenaza de disolver el equipo de quidditch de Gryffindor, y comprendía perfectamente por qué no
quería renunciar demasiado pronto a utilizar aquel recurso contra ellos.
—Bueno —comentó Hermione—, mira la parte positiva del asunto. ¡Al menos ahora tendrás tiempo
para escribir la redacción para Snape!
—¿Ésa es la parte positiva? —le espetó Harry mientras Ron miraba con incredulidad a Hermione—.
¿Una redacción de Pociones en lugar de un entrenamiento dequidditch?
Harry se dejó caer en una butaca, sacó a regañadientes de la mochila el material necesario para escribir
su redacción de Pociones y se puso a trabajar. Pero le costaba mucho concentrarse, y aunque sabía que
Sirius no aparecería en la chimenea hasta mucho más tarde, su mirada se dirigía de forma inconsciente
hacia las llamas, por si acaso. Además, había muchísimo ruido en la sala común: parecía que Fred y
George habían perfeccionado por fin una clase de golosinas del Surtido Saltaclases, y se turnaban para
hacer una demostración de sus efectos ante un animado grupo de curiosos.
Primero, Fred mordía un trocito del extremo de color naranja de un chicle y empezaba a vomitar
espectacularmente en un cubo que habían colocado delante de él. A continuación se tragaba, aunque
con dificultad, el extremo de color morado del chicle, y los vómitos cesaban de inmediato.
Lee Jordan, que desempeñaba la función de ayudante en la exhibición, hacía desaparecer el vómito, a
intervalos regulares, con el mismo hechizo desvanecedor que Snape solía utilizar para eliminar las
pociones que elaboraba Harry.
Entre el ruido de las vomiteras, los vítores y los gritos de Fred y George, que no paraban de anotar
pedidos de sus compañeros, a Harry le resultaba muy difícil pensar cuál era el método correcto de
elaboración de la solución fortificante. Hermione tampoco lo ayudaba nada, porque a Harry lo distraían
sobre todo los resoplidos de desaprobación que su amiga dedicaba a las exclamaciones de entusiasmo y
al ruido que los vómitos de los gemelos producían al caer en el fondo del cubo.
—Si tanto te molesta, ¿por qué no vas y les dices que paren? —le preguntó Harry con irritación
después de tachar por cuarta vez una medida equivocada de polvo de zarpa de grifo.
—No puedo, porque técnicamente no están haciendo nada malo —contestó Hermione apretando los
dientes—. Están en su derecho de comerse esas porquerías, y no encuentro ninguna norma que diga que
los idiotas que los aclaman no tengan derecho a comprarlas, a menos que esté demostrado que son
peligrosas en algún sentido, y no parece que lo sean.
Hermione, Harry y Ron se quedaron mirando cómo George vomitaba a chorro en el cubo, se comía el
resto del chicle y se enderezaba, sonriente y con los brazos extendidos, para recibir el prolongado
aplauso de su público.
—La verdad es que no entiendo por qué Fred y George sólo aprobaron tresTIMOScada uno —comentó
Harry mientras observaba cómo los gemelos y Lee recogían las monedas de oro que les arrojaba el
entusiasmado corro de alumnos—. Lo hacen muy bien.
—Ya, pero es que sólo saben hacer trucos espectaculares que no tienen ninguna aplicación práctica —
apuntó Hermione con desdén.
—¿Ninguna aplicación práctica? —repitió Ron con crispación—. Hermione, ya llevan ganados unos
veintiséis galeones.
Pasó un buen rato hasta que el corro que rodeaba a los gemelos Weasley se dispersó; entonces Fred,
Lee y George se sentaron para contar sus beneficios, de modo que era más de medianoche cuando
Harry, Ron y Hermione dispusieron por fin de la sala común para ellos solos. Fred había cerrado la
puerta de los dormitorios de los chicos tras él, agitando ostentosamente su caja llena de galeones, y
Hermione frunció el entrecejo. Harry, que no avanzaba mucho con su redacción de Pociones, decidió
dejarlo por aquella noche. Cuando estaba guardando sus libros, Ron, que dormitaba en una butaca,
soltó un gruñido ahogado, despertó y miró con cara de sueño la chimenea.
—¡Sirius! —exclamó.
Harry se volvió con brusquedad. La oscura y despeinada cabeza de su padrino había vuelto a aparecer
entre las llamas.
—¡Hola! —saludó sonriente.
—¡Hola! —corearon Harry, Ron y Hermione, y se arrodillaron en la alfombra que había delante de la
chimenea.Crookshanksse acercó al fuego, ronroneando ruidosamente, e intentó, pese al calor, acercar
su cara a la de Sirius.
—¿Cómo va todo?
—No muy bien —contestó Harry mientras Hermione apartaba a Crookshanks para que no se
chamuscara los bigotes—. El Ministerio ha aprobado otro decreto por el que quedan prohibidos los
equipos dequidditch…
—… ¿y los grupos secretos de Defensa Contra las Artes Oscuras? —preguntó Sirius.
Hubo una breve pausa.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Harry.
—Deberíais elegir con más cuidado vuestros lugares de reunión —repuso Sirius sonriendo
abiertamente—. Mira que escoger Cabeza de Puerco, ¡menuda ocurrencia!
—¡Bueno, no me negarás que era mejor que Las Tres Escobas! —replicó Hermione a la defensiva—,
porque ese local siempre está abarrotado de gente…
—Lo cual significa que no habría sido tan fácil que os oyeran —comentó Sirius—. Todavía tienes
mucho que aprender, Hermione.
—¿Quién nos oyó? —preguntó Harry.
—Mundungus, por supuesto —respondió Sirius, y como todos parecían muy desconcertados, rió y
añadió—: Era la bruja del velo negro.
—¿La bruja era Mundungus? —se extrañó Harry, atónito—. ¿Y qué hacía en Cabeza de Puerco?
—¿A ti qué te parece que hacía allí? —dijo Sirius, impaciente—. Vigilarte, claro.
—¿Todavía me siguen? —preguntó Harry con enojo.
—Sí —confirmó Sirius—, y me alegro de que así sea, si lo único que se te ocurre hacer en la primera
excursión es organizar un grupo ilegal de defensa.
Pero Sirius no parecía ni enfadado ni preocupado, sino que, al contrario, miraba a Harry con evidente
orgullo.
—¿Por qué se escondió Dung de nosotros? —inquirió Ron un tanto decepcionado—. A todos nos
habría encantado verlo.
—Le prohibieron la entrada en Cabeza de Puerco hace veinte años —explicó Sirius—, y ese camarero
tiene una memoria de elefante. Perdimos la capa invisible de recambio de Moody cuando detuvieron a
Sturgis, de modo que últimamente Dung se disfraza a menudo de bruja… En fin, antes que nada, Ron,
me he comprometido a hacerte llegar un mensaje de tu madre.
—¿Ah, sí? —dijo Ron con aprensión.
—Dice que ni se te ocurra, bajo ningún concepto, formar parte de un grupo secreto e ilegal de Defensa
Contra las Artes Oscuras porque te expulsarán del colegio y arruinarás tu futuro. Dice que ya tendrás
tiempo de aprender a defenderte por tus propios medios más adelante y que aún eres demasiado joven
para preocuparte por esas cosas. Del mismo modo aconseja a Harry y a Hermione —Sirius dirigió la
mirada hacia ellos— que no sigan adelante con el grupo, aunque admite que no tiene ninguna autoridad
para ordenarles nada, pero simplemente les ruega que recuerden que sólo quiere lo mejor para ellos. Le
habría gustado explicarte todo esto por escrito, Ron, pero si hubieran interceptado la lechuza, habrías
tenido graves problemas, y no te lo puede decir en persona porque esta noche está de guardia.
—¿De guardia? ¿Dónde? —preguntó rápidamente Ron.
—Eso no es asunto tuyo, son cosas de la Orden —respondió Sirius—. Así que me ha tocado a mí hacer
de mensajero y asegurarme de que le comunicas que te he transmitido el mensaje, porque me parece
que no se fía de mí.
Hubo otra pausa, durante la cual Crookshanks, que maullaba, intentó tocar con la pata la cabeza de
Sirius, y Ron se puso a hurgar en un agujero que había en la alfombrilla.
—¿Qué quieres, que te diga que no voy a participar en el grupo de defensa? —murmuró finalmente.
—¿Yo? ¡Claro que no! —exclamó Sirius con sorpresa—. ¡Creo que es una idea excelente!
—¿Ah, sí? —dijo Harry, y se le levantaron los ánimos.
—¡Por supuesto! ¿Acaso crees que tu padre y yo nos habríamos quedado de brazos cruzados y
habríamos aceptado las órdenes de una arpía como la profesora Umbridge?
—Pero… el curso pasado lo único que hiciste fue decirme que tuviera cuidado y que no me
arriesgara…
—¡El curso pasado había indicios de que dentro de Hogwarts había alguien que intentaba matarte,
Harry! —argumentó Sirius con impaciencia—. Este año sabemos que hay alguien fuera de Hogwarts
que está deseando liquidarnos a todos, así que creo que es una idea estupenda que aprendáis a
defenderos vosotros mismos.
—¿Y si nos expulsan? —preguntó Hermione, desafiante.
—¡Todo esto fue idea tuya, Hermione! —gritó Harry mirándola fijamente.
—Ya lo sé. Sólo quería saber qué opinaba Sirius —replicó ella encogiéndose de hombros.
—Bueno, estaréis mejor si os expulsan pero sois capaces de defenderos, que si os quedáis sentados a
salvo en el colegio sin hacer nada —consideró Sirius.
—¡Eso, eso! —saltaron Harry y Ron con entusiasmo.
—Y bien —continuó Sirius—, ¿cómo pensáis organizar ese grupo? ¿Dónde vais a reuniros?
—Bueno, ése es un problema que todavía no hemos solucionado —admitió Harry—. No sabemos
adónde podemos ir.
—¿Y la Casa de los Gritos? —propuso Sirius.
—¡Eh, no es mala idea! —exclamó Ron, pero Hermione puso cara de escepticismo y los tres la
miraron.
—Verás, Sirius, es que en la Casa de los Gritos sólo os reuníais cuatro cuando veníais a este colegio —
explicó Hermione—, y los cuatro podíais transformaros en animales; supongo que también habríais
podido apretujaros bajo una única capa invisible si hubierais querido. Pero nosotros somos veintiocho y
ninguno es animago, así que no necesitaríamos una capa invisible, sino un toldo invisible…
—Tienes razón —coincidió Sirius, que parecía un poco alicaído—. Bueno, estoy seguro de que ya se os
ocurrirá algo. Había un pasadizo secreto muy espacioso detrás de ese gran espejo del cuarto piso; allí
quizá tendríais suficiente espacio para practicar embrujos.
—Fred y George me dijeron que está bloqueado —dijo Harry haciendo un gesto negativo con la cabeza
—. Creo que se derrumbó o algo así.
—Ah… —dijo Sirius frunciendo el entrecejo—. Bueno, ya lo pensaré y os…
Se interrumpió antes de terminar la frase. De pronto, su expresión se tornó tensa y alarmada. Se volvió
hacia un lado y tuvieron la sensación de que intentaba encontrar algo en la sólida pared de ladrillo de la
chimenea.
—¡Sirius! —dijo Harry, preocupado.
Pero Sirius había desaparecido. Harry se quedó mirando las llamas y luego se volvió hacia Ron y
Hermione.
—¿Por qué ha…?
Entonces Hermione soltó un grito ahogado y se puso en pie de un brinco sin apartar la vista del fuego.
Entre las llamas había aparecido una mano que buscaba a tientas como si quisiera coger algo; era una
mano de dedos cortos y regordetes llenos de feos y anticuados anillos.
Los tres echaron a correr. Al llegar a la puerta de los dormitorios de los chicos, Harry miró hacia atrás.
La mano de la profesora Umbridge seguía agitándose entre las llamas con la intención de agarrar algo,
como si supiera exactamente dónde había estado el cabello de Sirius hasta momentos antes y estuviera
decidida a aferrarse a él.
18
El Ejército de Dumbledore
—La profesora Umbridge ha leído tu correo, Harry. No hay otra explicación.—¿Crees que fue ella quien atacó aHedwig? —preguntó Harry, indignado.
—Estoy prácticamente convencida de ello —respondió Hermione con gravedad—. Cuidado con la
rana. Se te escapa.
Harry apuntó con la varita mágica a la rana toro que iba dando saltos hacia el otro extremo de la mesa.
«¡Accio!»,exclamó, y la rana, resignada, volvió a saltarle a la mano.
La clase de Encantamientos siempre había sido una de las mejores para charlar en privado con los
compañeros; generalmente había tanto movimiento y tanta actividad que no había peligro de que te
oyeran. Aquel día el aula estaba llena de ranas toro que no paraban de croar y cuervos que graznaban
sin cesar, y un intenso aguacero golpeaba y hacía vibrar los cristales de las ventanas, de modo que
Harry, Ron y Hermione podían hablar en voz baja y comentar cómo la profesora Umbridge había
estado a punto de atrapar a Sirius sin que nadie reparara en ello.
—Empecé a sospechar que la profesora Umbridge te controlaba el correo cuando Filch te acusó de
encargar bombas fétidas, porque me pareció una mentira ridícula —prosiguió Hermione—. En cuanto
hubiera leído tu carta habría quedado claro que no las estabas encargando, o sea, que no habrías tenido
ningún problema. Es como un chiste malo, ¿no te parece? Pero entonces pensé: ¿y si alguien sólo
buscaba un pretexto para leer tu correo? Esa habría sido la excusa perfecta para la profesora Umbridge:
le da el chivatazo a Filch, deja que él haga el trabajo sucio y que te confisque la carta; luego busca una
forma de robársela o le exige que se la deje ver. No creo que Filch hubiera puesto objeciones, porque
¿alguna vez ha defendido los derechos de los estudiantes? ¡Harry, estás espachurrando a tu rana! —
Harry miró hacia abajo. Era verdad: estaba apretando tan fuerte a su rana que al animal casi se le
saltaban los ojos. Entonces la dejó apresuradamente sobre el pupitre—. Anoche nos salvamos por los
pelos —prosiguió Hermione—. Me pregunto si la profesora Umbridge es consciente de lo poco que le
faltó. ¡Silencius!—exclamó, y la rana con la que estaba practicando su encantamiento silenciador
enmudeció a medio croar y la miró llena de reproche—. Si llega a atrapar aHocicos…
Harry terminó la frase por ella:
—… seguramente habría vuelto a Azkaban esta misma mañana.
Luego agitó la varita mágica sin concentrarse mucho, y su rana se infló como un globo verde y empezó
a emitir un agudo silbido.
—¡Silencius! —repitió Hermione con rapidez, apuntando con su varita a la rana de Harry, que se
desinfló silenciosamente ante ellos—. Bueno, ahora ya sabemos que no debe hacerlo más. Pero no sé
cómo vamos a comunicárselo. No podemos enviarle una lechuza.
—No creo que vuelva a arriesgarse —terció Ron—. No es estúpido, ya debe de saber que la profesora
Umbridge estuvo a punto de atraparlo.¡Silencius!—dijo, y el enorme y desagradable cuervo que tenía
delante soltó un graznido desdeñoso—.¡Silencius!¡SILENCIUS!—repitió, y el cuervo graznó aún más
fuerte.
—Es que no mueves la varita correctamente —comentó Hermione observando a Ron con mirada crítica
—. No hay que sacudirla, sino darle un golpe seco.
—Con los cuervos es más difícil que con las ranas —se defendió él.
—Cambiemos —propuso Hermione, que agarró el cuervo de Ron y puso su gruesa rana en su lugar—.
¡Silencius!—El cuervo siguió abriendo y cerrando el afilado pico, pero no emitió ningún sonido.
—¡Muy bien, señorita Granger! —dijo el profesor Flitwick con su vocecilla chillona, que sobresaltó a
los tres amigos—. Y ahora veamos cómo lo haces tú, Weasley.
—¿Cómo…? Oh, sí, sí —repuso Ron muy aturullado—. Esto…¡silencius!
Pero al apuntar a la rana con la varita dio un golpe tan brusco que le metió la punta en un ojo; la rana
croó de forma ensordecedora y saltó del pupitre.
A nadie le sorprendió que a Harry y a Ron les pusieran como deberes que practicaran el encantamiento
silenciador.
A la hora del recreo les permitieron quedarse dentro porque llovía. Los tres buscaron asientos en una
ruidosa y abarrotada aula del primer piso donde Peeves flotaba con aire soñador, cerca de la araña; de
vez en cuando, sin embargo, inflaba una burbuja de tinta sobre la cabeza de algún alumno. Cuando
acababan de sentarse, Angelina fue hacia ellos abriéndose paso entre los grupos de estudiantes
chismosos.
—¡Tengo el permiso! —exclamó—. ¡Podemos volver a formar el equipo dequidditch!
—¡Excelente! —respondieron Harry y Ron al unísono.
—Sí —continuó Angelina con una sonrisa de oreja a oreja—. Fui a hablar con la profesora McGonagall
y creo que ella recurrió a Dumbledore. En fin, el caso es que la profesora Umbridge tuvo que ceder.
¡Ja! De modo que esta tarde quiero veros en el campo a las siete en punto porque tenemos que
recuperar el tiempo perdido. ¿Os dais cuenta de que sólo faltan tres semanas para nuestro primer
partido?
Se alejó de ellos, esquivando por los pelos una burbuja de tinta de Peeves que fue a parar sobre la
cabeza de un estudiante de primer curso, y se perdió de vista.
La amplia sonrisa de Ron disminuyó un tanto cuando éste miró por la ventana, a través de la cual ya no
se veía nada, pues la lluvia había dejado los cristales opacos.
—Espero que deje de llover. ¿Y a ti qué te pasa, Hermione?
Hermione también miraba por la ventana, pero no observaba nada en concreto. Tenía la mirada perdida
y el entrecejo fruncido.
—Estaba pensando… —murmuró sin dejar de mirar la ventana y la lluvia que golpeaba los cristales.
—¿En Sir…Hocicos? —apuntó Harry.
—No, no exactamente… Más bien… me preguntaba… Supongo que estamos haciendo lo correcto,
¿no?
Harry y Ron se contemplaron durante un momento.
—Bueno, eso lo aclara todo —dijo Ron—. Habría sido un fastidio que no te hubieras explicado
adecuadamente.
Hermione lo miró como si acabara de reparar en su presencia.
—Me preguntaba —continuó con una voz más fuerte— si estamos haciendo lo correcto al organizar el
grupo de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—¿Qué? —dijeron Harry y Ron a la vez.
—¡Fuiste tú quien tuvo la idea, Hermione! —saltó Ron, indignado.
—Ya lo sé —admitió ella entrelazando los dedos—. Pero después de hablar conHocicos…
—Pero si él nos apoya… —afirmó Harry.
—Sí —dijo su amiga, y volvió a mirar hacia la ventana—. Sí, precisamente por eso pensé que quizá no
fuera tan buena idea después de todo…
Peeves flotó hacia ellos panza abajo, con una cerbatana preparada; automáticamente, los tres cogieron
sus mochilas y se taparon con ellas la cabeza hasta que Peeves hubo pasado de largo.
—A ver si lo entiendo —dijo Harry de mala gana mientras volvían a dejar las mochilas en el suelo—:
¿Sirius está de acuerdo con nosotros y por eso tú crees que no deberíamos seguir con el proyecto?
Hermione parecía tensa y abochornada. Mirándose las manos, replicó:
—¿Tú confías sinceramente en su criterio?
—¡Pues claro! —exclamó Harry sin vacilar—. ¡Siempre nos ha dado buenos consejos!
Una burbuja de tinta pasó zumbando al lado de ellos y le dio de lleno en la oreja a Katie Bell.
Hermione vio cómo ésta se ponía en pie y empezaba a lanzarle cosas a Peeves; pasados unos
momentos, Hermione volvió a hablar, y tuvieron la impresión de que elegía las palabras con mucho
cuidado.
—¿No crees que se ha vuelto… un poco… imprudente… desde que está encerrado en Grimmauld
Place? ¿No crees que… en cierto modo… vive a través de nosotros?
—¿Qué quieres decir con eso de que «vive a través de nosotros»? —replicó Harry.
—Lo que quiero decir… Bueno, creo que a él le encantaría formar una sociedad secreta de defensa ante
las narices de alguien del Ministerio… Creo que se siente muy frustrado por lo poco que puede hacer
desde donde está… Y creo que, en cierto modo, es por eso por lo que nos incita a crear el grupo.
Ron estaba atónito.
—Sirius tiene razón —afirmó—. Hablas igual que mi madre.
Hermione se mordió la lengua y no dijo nada más. La campana sonó justo cuando Peeves descendía
sobre Katie y le vaciaba un tintero en la cabeza.
El tiempo no mejoró a lo largo del día, y a las siete en punto, cuando Harry y Ron bajaron resbalando
por la mojada hierba hasta el campo de quidditch para el entrenamiento, quedaron empapados en
cuestión de minutos. El cielo estaba gris oscuro y tormentoso, y sintieron un gran alivio cuando
llegaron a los vestuarios, cálidos e iluminados, pese a saber que la tregua sólo era pasajera. Encontraron
allí a Fred y George, que estaban discutiendo si debían utilizar una golosina de su Surtido Saltaclases
para no tener que volar.
—… pero seguro que nos descubriría —comentaba Fred con voz queda—. Ojalá ayer no le hubiera
dicho que nos comprara unas cuantas pastillas vomitivas.
—Podríamos probar con un tofe de la fiebre —murmuró George—. Eso todavía no lo ha visto nadie…
—¿Funcionan? —preguntó Ron, esperanzado. El golpeteo de la lluvia en el tejado se había
intensificado y el viento aullaba alrededor del edificio.
—Bueno, sí —respondió Fred—. Te sube la temperatura, desde luego.
—Pero también te salen unos enormes granos llenos de pus —añadió George—. Y todavía no hemos
encontrado la forma de hacerlos desaparecer.
—Yo no veo que tengáis ningún grano —comentó Ron escudriñando las caras de los gemelos.
—No, bueno, es lógico —explicó Fred, compungido—. No están en un sitio que solamos mostrar en
público.
—Pero te aseguro que duelen un montón cuando te sientas en una escoba.
—Muy bien, escuchadme todos —dijo de pronto Angelina con una voz atronadora. Acababa de salir
del despacho del capitán—. Ya sé que no hace el tiempo ideal, pero cabe la posibilidad de que
tengamos que jugar contra Slytherin en condiciones como éstas, así que no estará mal que nos
acostumbremos a apañárnoslas con ellas. Harry, ¿es verdad que les hiciste algo a tus gafas para que la
lluvia no las empañara cuando jugamos contra Hufflepuff en medio de aquella tormenta?
—Lo hizo Hermione —contestó Harry. Y sacó su varita, dio con ella unos golpecitos en sus gafas y
dijo—:¡Impervius!
—Creo que todos deberíamos intentarlo —propuso Angelina—. Si conseguimos apartar la lluvia de
nuestra cara, tendremos mejor visibilidad. Vamos, todos juntos:¡Impervius!Muy bien, en marcha.
Todos guardaron las varitas mágicas en los bolsillos interiores de las túnicas, se cargaron las escobas al
hombro y salieron de los vestuarios detrás de Angelina.
Fueron chapoteando por el barro, cada vez más profundo, hasta el centro del terreno de juego; la
visibilidad seguía siendo muy escasa a pesar del encantamiento impermeabilizante; estaba
oscureciendo y la cortina de lluvia impedía que se distinguiera el suelo.
—Muy bien, cuando dé la señal —gritó Angelina.
Harry pegó una patada en el suelo, salpicándolo todo de barro, y emprendió el vuelo. El viento lo
desviaba ligeramente de su trayectoria. No tenía ni idea de cómo se las iba a ingeniar para distinguir la
snitch con aquel tiempo, pues ya le costaba bastante ver la única bludger con la que practicaban.
Cuando sólo llevaba un minuto volando, labludgercasi lo derribó de la escoba y tuvo que utilizar la
voltereta con derrape para esquivarla. Desgraciadamente, Angelina no lo vio. De hecho, parecía que no
veía nada; ninguno de los jugadores tenía ni idea de lo que estaban haciendo los otros. El viento
arreciaba; incluso Harry oía a lo lejos el rumor y el martilleo de la lluvia aporreando la superficie del
lago.
Angelina insistió durante casi una hora antes de admitir la derrota. Acompañó al empapado y
contrariado equipo a los vestuarios e intentó convencer a sus compañeros de que el entrenamiento no
había sido una pérdida de tiempo, aunque no lo decía muy segura. Fred y George eran los que parecían
más fastidiados; ambos caminaban con las piernas arqueadas y hacían muecas de dolor a cada
momento. Harry los oyó quejarse por lo bajo mientras se secaba el pelo.
—Me parece que a mí se me han reventado unos cuantos —comentó Fred con voz apagada.
—A mí no —replicó George apretando los dientes—. Me duelen muchísimo. Creo que se han hecho
aún más grandes.
—¡Ay! —exclamó entonces Harry.
Cerró los ojos y se tapó la cara con la toalla. Había vuelto a notar una punzada de dolor en la cicatriz,
más fuerte que las de las últimas semanas.
—¿Qué pasa? —le preguntaron varias voces.
Harry se retiró la toalla de la cara. Veía el interior del vestuario borroso porque no llevaba las gafas,
pero aun así se dio cuenta de que todo el mundo se había vuelto hacia él.
—Nada —masculló—. Me he metido un dedo en un ojo.
Pero lanzó una mirada de complicidad a Ron, y ambos se quedaron rezagados cuando el resto del
equipo salió del vestuario, envueltos en sus capas y con los sombreros calados hasta las orejas.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Ron en cuanto Alicia hubo salido por la puerta—. ¿Ha sido la
cicatriz? —Harry asintió con la cabeza—. Pero… —Ron, asustado, fue hacia la ventana y miró al
exterior—. No puede estar por aquí cerca, ¿verdad que no?
—No —dijo Harry sentándose en un banco y frotándose la frente—. Seguramente está a kilómetros de
distancia. Me ha dolido porque… está furioso.
Harry había pronunciado aquellas palabras sin haberlas pensado, y al escucharlas tuvo la sensación de
que las había dicho otra persona. Sin embargo, supo inmediatamente que era cierto. No sabía cómo lo
sabía, pero lo sabía: Voldemort, estuviera donde estuviese, hiciera lo que hiciese, estaba de muy mal
humor.
—¿Lo has visto? —le preguntó Ron, horrorizado—. ¿Has tenido… una visión o algo así?
Harry se quedó muy quieto, mirándose los pies, y dejó que la mente y la memoria se le relajaran tras el
momento de dolor.
Una desordenada maraña de sombras, un torrente de voces…
—Quiere que alguien haga algo, pero no va tan deprisa como a él le gustaría —dijo.
Una vez más, le sorprendió escuchar las palabras que salían por su boca, aunque a pesar de todo estaba
convencido de que lo que acababa de decir era verdad.
—Pero… ¿cómo lo sabes? —inquirió Ron.
Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y se tapó los ojos con las manos, apretándolos con las
palmas. Vio surgir unas pequeñas estrellas en la oscuridad. Percibía la presencia de Ron a su lado, en el
banco, y sabía que su amigo lo miraba fijamente.
—¿Has sentido lo mismo que la última vez, cuando te dolió la cicatriz en el despacho de la profesora
Umbridge? —le preguntó Ron con voz queda—. Es decir, ¿que Quien-tú-sabes estaba enfadado? —
Harry negó de nuevo con la cabeza—. Entonces, ¿qué es?
Harry hizo memoria. En aquella ocasión estaba mirando a la profesora Umbridge a la cara… Le había
dolido la cicatriz… y había notado algo raro en el estómago…, un extraño aleteo…, una sensación de
júbilo… Pero, como es lógico, no la había reconocido, porque él se sentía muy desgraciado…
—La última vez me dolió porque él estaba contento —explicó—. Muy contento. Creía… que iba a
pasar algo bueno. Y la noche antes de que viniéramos a Hogwarts… —recordó el momento en que le
había dolido mucho la cicatriz en el dormitorio que compartía con Ron en Grimmauld Place— estaba
furioso…
Miró a Ron, que lo observaba a su vez con la boca abierta.
—Podrías quitarle la plaza a la profesora Trelawney, Harry —murmuró, sobrecogido.
—No estoy haciendo profecías —replicó Harry.
—De acuerdo, pero ¿sabes lo que estás haciendo? —sentenció Ron, entre asustado e impresionado—.
¡Le estás leyendo la mente a Quien-tú-sabes, Harry!
—No —corrigió éste moviendo negativamente la cabeza—. Más que su mente es su… estado de
ánimo, supongo. Recibo impresiones del estado de ánimo que tiene. Dumbledore me habló de esto el
año pasado. Dijo que yo percibía cuándo Voldemort estaba cerca de mí, o cuándo sentía odio. Pues
bien, ahora también noto cuándo está contento…
Hubo una pausa. El viento y la lluvia azotaban el edificio.
—Tienes que contárselo a alguien —sugirió Ron.
—La última vez se lo conté a Sirius.
—¡Pues cuéntale lo que te ha pasado ahora!
—No puedo, Ron —reflexionó Harry con gravedad—. La profesora Umbridge vigila las lechuzas y las
chimeneas, ¿no te acuerdas?
—Entonces cuéntaselo a Dumbledore.
—Él ya lo sabe, acabo de decírtelo —dijo Harry de manera cortante. Se puso en pie, cogió su capa del
colgador y se la echó sobre los hombros—. No tiene sentido volver a contárselo.
Ron se abrochó el cierre de la capa mientras observaba atentamente a su amigo.
—A Dumbledore le gustaría saberlo —afirmó.
Harry se encogió de hombros.
—Vamos, todavía tenemos que practicar los encantamientos silenciadores.
Recorrieron los oscuros jardines hasta el castillo, resbalando y tropezando por la hierba fangosa, pero
no hablaron. Harry iba pensando. ¿Qué debía de ser lo que Voldemort quería que alguien hiciera, y que
no se hacía suficientemente deprisa?
«… tiene otros planes, unos planes que puede poner en marcha con mucha discreción… Cosas que sólo
puede conseguir furtivamente… Como un arma. Algo que no tenía la última vez.»
Harry no había vuelto a pensar en aquellas palabras desde hacía semanas; estaba demasiado absorto en
lo que estaba ocurriendo en Hogwarts, demasiado ocupado pensando en las batallas con la profesora
Umbridge, en la injusticia de la intromisión del Ministerio… Pero en ese momento las recordó y le
hicieron reflexionar. Cabía la posibilidad de que Voldemort estuviera furioso porque todavía no había
podido hacerse con el arma, fuera cual fuese. ¿Habría desbaratado la Orden sus planes, habría impedido
que se apoderara de ella? ¿Dónde estaba guardada? ¿Quién la tenía?
—¡Mimbulus mimbletonia!—pronunció Ron, y Harry salió de su ensimismamiento justo a tiempo para
pasar por la abertura del retrato y entrar en la sala común.
Por lo visto, Hermione se había acostado temprano, pero había dejado a Crookshanksacurrucado en
una butaca y un surtido de gorros de elfo de punto, llenos de nudos, sobre una mesa junto al fuego.
Harry se alegró de que Hermione no estuviera allí, porque no le apetecía seguir hablando del dolor de
su cicatriz ni que su amiga insistiera en que fuera a hablar con Dumbledore. Ron no paraba de lanzarle
miradas de inquietud, pero Harry sacó sus libros de Encantamientos y se puso a terminar la redacción,
aunque lo único que hacía era fingir que estaba concentrado. Cuando Ron anunció que él también se
iba a la cama, Harry no había escrito casi nada.
Pasó la medianoche, y Harry continuaba leyendo y releyendo un párrafo sobre los usos de la coclearia,
el ligústico y la tármica sin entender ni una sola palabra.
«Estas plantas resultan muy eficaces para la inflamación del cerebro, y de ahí que se empleen
corrientemente en la fabricación de filtros para confundir y ofuscar, o allí donde el mago pretenda
producir exaltación e imprudencia…»
… Hermione decía que Sirius estaba volviéndose imprudente porque se hallaba encerrado en
Grimmauld Place…
«… muy eficaces para la inflamación del cerebro, y de ahí que se empleen corrientemente…»
…El Profetacreería que Harry tenía el cerebro inflamado si se enteraba de que sabía lo que sentía
Voldemort…
«… corrientemente en la fabricación de filtros para confundir y ofuscar…»
… «Confundir» era la palabra, sin duda; ¿por qué sabía él lo que sentía Voldemort? ¿Qué era aquella
extraña conexión entre ambos que Dumbledore nunca había sido capaz de explicar satisfactoriamente?
«… o allí donde el mago pretenda…»
… Qué sueño le estaba entrando a Harry…
«… producir exaltación…»
… Estaba tan calentito y cómodo en su butaca junto al fuego, escuchando el repiqueteo de la lluvia en
los cristales de las ventanas, el ronroneo deCrookshanksy el chisporroteo de las llamas…
El libro que Harry tenía en las manos resbaló y cayó sobre la alfombra de la chimenea, produciendo un
ruido sordo. Harry ladeó la cabeza…
Volvía a caminar por un pasillo sin ventanas, y sus pasos resonaban en el silencio. La puerta que había
al fondo fue aumentando de tamaño; el corazón de Harry latía muy deprisa por la emoción… Si pudiera
abrirla, si pudiera pasar por ella…
Extendió un brazo… Las yemas de sus dedos estaban a sólo unos centímetros de la puerta…
—¡Harry Potter!
Harry despertó sobresaltado. Todas las velas de la sala común se habían apagado, pero vio que algo se
movía cerca de él.
—¿Quién está ahí? —preguntó incorporándose en la butaca. El fuego estaba casi apagado, y la
estancia, oscura.
—¡Dobby tiene su lechuza, señor! —dijo una vocecilla chillona.
—¿Dobby? —se extrañó Harry con una voz pastosa, y escudriñó la oscuridad hacia el sitio de donde
procedía el sonido.
Dobby, el elfo doméstico, estaba de pie junto a la mesa donde Hermione había dejado media docena de
gorros de punto. Sus grandes y puntiagudas orejas sobresalían por debajo de lo que Harry sospechó que
eran todos los gorros de lana que Hermione había tejido hasta entonces; los llevaba uno encima de otro,
y su cabeza parecía dos o tres palmos más larga. En lo alto de la borla del último gorro estaba posada
Hedwig, que ululaba tranquilamente y, según todos los indicios, curada.
—Dobby se ofreció voluntario para devolverle la lechuza a Harry Potter —explicó el elfo con voz de
pito mientras miraba con manifiesta adoración a Harry—. La profesora Grubbly-Plank opina que ya
está bien, señor —añadió, e hizo una exagerada reverencia hasta que su puntiaguda nariz rozó la raída
alfombra de la chimenea.Hedwigsoltó un ululato de indignación y voló hasta el brazo de la butaca de
Harry.
—¡Gracias, Dobby! —exclamó el chico al mismo tiempo que acariciaba la cabeza de su lechuza y
pestañeaba para borrar de su mente la imagen de la puerta que había visto en sueños y que parecía tan
real…
Entonces miró con más detenimiento a Dobby y vio que el elfo también llevaba varias bufandas e
innumerables calcetines, de modo que sus pies parecían desmesurados para su cuerpo.
—Oye, ¿has cogido todas las prendas que Hermione ha dejado por ahí?
—¡Oh, no, señor! —repuso Dobby alegremente—. Dobby también ha cogido unas cuantas para Winky,
señor.
—¡Ah, sí! ¿Cómo está Winky? —le preguntó Harry.
Dobby agachó ligeramente las orejas.
—Winky todavía bebe mucho, señor —afirmó con pesar, mirando al suelo con sus enormes, redondos y
verdes ojos, del tamaño de pelotas de tenis—. Siguen sin interesarle las prendas de ropa, Harry Potter.
Y a los otros elfos domésticos tampoco. Ya nadie quiere limpiar la torre de Gryffindor porque hay
gorros y calcetines escondidos por todas partes; los encuentran insultantes, señor. Dobby lo hace todo
él solo, señor, pero a Dobby no le importa, señor, porque él siempre confía en encontrarse a Harry
Potter, y esta noche, señor, ¡se ha cumplido su deseo! —El elfo volvió a hacer una reverencia—. Pero
Harry Potter no parece contento —prosiguió Dobby, enderezándose de nuevo y mirando tímidamente a
Harry—. Dobby lo ha oído hablar en sueños. ¿Tenía Harry Potter pesadillas?
—Sí, aunque no eran muy desagradables —explicó Harry bostezando y frotándose los ojos—. Las he
tenido peores.
El elfo contempló a Harry con sus enormes ojos como esferas. Entonces se puso muy serio y,
agachando las orejas, dijo:
—A Dobby le encantaría poder ayudar a Harry Potter, porque Harry Potter le dio la libertad a Dobby, y
Dobby es mucho, mucho más feliz ahora.
Harry sonrió.
—No puedes ayudarme, Dobby, pero gracias de todos modos.
Se agachó y recogió su libro de Pociones. Tendría que intentar terminar la redacción al día siguiente.
Cerró el libro, y en ese instante la luz del fuego iluminó las delgadas cicatrices blancas que tenía en el
dorso de la mano, resultado de sus castigos con la profesora Umbridge.
—Un momento, quizá sí puedas hacerme un favor, Dobby —dijo Harry muy despacio.
El elfo miró a Harry sonriente.
—¡Harry Potter sólo tiene que pedírmelo, señor!
—Necesito encontrar un sitio donde veintiocho personas puedan practicar Defensa Contra las Artes
Oscuras sin que las descubra ningún profesor, sobre todo —añadió, agarrando con tanta fuerza el libro
que las cicatrices brillaron con un tono blanco y perlado— la profesora Umbridge.
Se había imaginado que la sonrisa del elfo desaparecería con rapidez y que Dobby agacharía las orejas
o diría que eso era imposible, o como mucho que intentaría buscar algún sitio, pero se equivocó. Lo
que no esperaba era que Dobby pegara un saltito, agitando alegremente las orejas, y diera una palmada.
—¡Dobby conoce el sitio perfecto, señor! —exclamó—. Dobby oyó hablar de él a los otros elfos
domésticos cuando llegó a Hogwarts, señor. ¡Lo llamamos la Sala que Viene y Va, señor, o la Sala de
los Menesteres!
—¿Por qué la llamáis así? —preguntó Harry, intrigado.
—Porque es una sala en la que uno sólo puede entrar —explicó Dobby poniéndose muy serio— cuando
tiene verdadera necesidad. A veces está allí y a veces no, pero cuando aparece siempre está equipada
para satisfacer las necesidades de la persona que la busca. Dobby la ha utilizado en algunas ocasiones,
señor —añadió el elfo bajando la voz, como si tuviera remordimientos—, cuando Winky estaba muy
borracha; Dobby la ha escondido en la Sala de los Menesteres y ha encontrado allí antídotos contra la
cerveza de mantequilla, y una bonita cama de tamaño adecuado para los elfos donde ponerla a dormir,
señor… Y Dobby sabe que el señor Filch ha encontrado allí productos de limpieza extra cuando se le
han terminado, señor, y…
—Y si necesitas urgentemente un lavabo —terció Harry, que de pronto había recordado algo que había
dicho Dumbledore en el baile de Navidad el curso anterior—, ¿se llena de orinales?
—Dobby se imagina que sí, señor —afirmó el elfo asintiendo enérgicamente con la cabeza—. Es una
sala muy especial, señor.
—¿Cuánta gente conoce su existencia? —le preguntó Harry enderezándose un poco más en la butaca.
—Muy poca, señor. La mayoría tropiezan con ella cuando la necesitan, señor, pero no suelen volver a
encontrarla porque no saben que siempre está allí esperando a que se solicite su servicio, señor.
—¡Parece estupendo! —exclamó Harry muy animado—. ¡Parece perfecto, Dobby! ¿Cuándo podrás
enseñarme dónde está?
—Cuando Harry Potter quiera, señor —repuso Dobby, que se mostraba encantado con el entusiasmo
del chico—. ¡Podríamos ir ahora mismo si así lo quiere Harry Potter!
Harry estuvo tentado de ir con Dobby a buscar la Sala de los Menesteres. Ya se estaba levantando de la
butaca, con la intención de subir a toda prisa a su dormitorio para coger la capa invisible, cuando una
voz (que no era la primera vez que oía) que se parecía mucho a la de Hermione le susurró al oído:
«Imprudente.» Realmente era muy tarde y estaba agotado.
—Esta noche no, Dobby —dijo Harry a regañadientes, y volvió a sentarse en la butaca—. Esto es muy
importante… No quisiera estropearlo, necesito planearlo todo muy bien. Oye, ¿puedes decirme dónde
está con exactitud esa Sala de los Menesteres, y cómo entrar en ella?
···
Las túnicas ondeaban al viento y se les enroscaban alrededor del cuerpo mientras atravesaban
chapoteando los inundados huertos para asistir a una clase de dos horas de Herbología. El martilleo de
las gotas de lluvia, duras como piedras de granizo, apenas les dejaba oír lo que les decía la profesora
Sprout. Aquella tarde la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas tuvo que trasladarse de los jardines,
azotados por la tormenta, a un aula libre de la planta baja, y para gran alivio de los miembros del
equipo dequidditch, Angelina se había dirigido a ellos a la hora de la comida para informarles de que
se había suspendido el entrenamiento.
—Genial —comentó Harry en voz baja cuando Angelina se lo comunicó—, porque hemos encontrado
un sitio para celebrar nuestra primera reunión de defensa. Hoy a las ocho en punto en el séptimo piso,
frente al tapiz en que los trols están dándole garrotazos a Barnabás el Chiflado. ¿Podrás avisar a Katie y
a Alicia?
Angelina se mostró un poco acobardada, pero prometió decírselo a las demás. Harry, que estaba muerto
de hambre, siguió comiendo salchichas y puré de patata. Cuando levantó la cabeza para beber un sorbo
de zumo de calabaza, vio que Hermione lo observaba atentamente.
—¿Qué pasa? —le preguntó con la boca llena.
—Bueno… Es que no sé si debemos fiarnos de Dobby. ¿No te acuerdas de que te dejó sin huesos en un
brazo?
—Esa sala no es una idea descabellada de Dobby. Dumbledore también la conoce, me habló de ella en
el baile de Navidad.
La expresión de Hermione se relajó un tanto.
—¿Dumbledore te habló de ella?
—Sólo de pasada —comentó Harry encogiéndose de hombros.
—Ah, bueno, entonces de acuerdo —dijo Hermione con decisión, y ya no puso más reparos.
Harry, Ron y Hermione habían dedicado gran parte del día a buscar a los compañeros que habían
firmado en la lista para decirles dónde iban a reunirse aquella noche. Por desgracia para Harry, fue
Ginny la que encontró primero a Cho y a su amiga; finalizada la cena estaba convencido de que la
noticia ya había llegado a las veinticinco personas que habían acudido a la cita del pub.
A las siete y media, los tres amigos salieron de la sala común de Gryffindor. Harry llevaba un trozo de
pergamino viejo en una mano. Los alumnos de quinto curso podían estar en los pasillos hasta las nueve
en punto, pero aun así los tres volvían continuamente la cabeza, nerviosos, mientras se dirigían hacia el
séptimo piso.
—Un momento —dijo Harry al llegar al final del último tramo de escaleras, y desenrolló el trozo de
pergamino. Le dio un golpe con la varita y recitó en voz baja—: ¡Juro solemnemente que mis
intenciones no son buenas!
Un mapa de Hogwarts apareció en la superficie en blanco del pergamino. Unos diminutos puntos
negros móviles, etiquetados con nombres, mostraban dónde se encontraban en aquel momento algunas
personas.
—Filch está en el segundo piso —afirmó Harry acercándose el mapa a los ojos—. Y la Señora Norris
está en el cuarto.
—¿Y la profesora Umbridge? —le preguntó Hermione, inquieta.
—En su despacho —contestó él, y lo señaló—. Vale, sigamos. —Echaron a andar a buen ritmo por el
pasillo hasta el lugar que Dobby le había descrito a Harry: un tramo vacío de pared frente a un enorme
tapiz que representaba el absurdo intento de Barnabás el Chiflado de enseñar ballet a los trols—. Muy
bien —dijo Harry en voz baja mientras un apolillado trol dejaba por un momento de aporrear
despiadadamente a su frustrado profesor de ballet para observarlos—. Dobby dijo que teníamos que
pasar tres veces por delante de este trozo de pared, concentrándonos en lo que necesitamos.
Así lo hicieron: dieron media vuelta bruscamente al llegar a la ventana que había más allá del tramo
vacío de pared, y luego regresaron al alcanzar el jarrón del tamaño de una persona que había en el otro
extremo. Ron tenía los ojos cerrados con fuerza, Hermione susurraba algo y Harry tenía los puños
apretados y miraba al frente.
«Necesitamos un sitio donde aprender a luchar… —pensó—. Danos un sitio donde practicar… Un sitio
donde no puedan encontrarnos…»
—¡Harry! —exclamó Hermione cuando se dieron la vuelta después de hacer el recorrido por tercera
vez.
Una puerta de brillante madera había aparecido en la pared. Ron la miraba fijamente y parecía un poco
receloso. Harry extendió un brazo, agarró el picaporte de latón, abrió y entró el primero en una amplia
estancia en la que ardían parpadeantes antorchas como las que iluminaban las mazmorras, ocho pisos
más abajo.
Las paredes estaban cubiertas de estanterías de madera, y en lugar de sillas había unos enormes cojines
de seda en el suelo. En unos estantes, en la pared del fondo de la sala, se veían una serie de
instrumentos, como chivatoscopios, sensores de ocultamiento y un gran reflector de enemigos rajado
que Harry estaba seguro de haber visto el año anterior en el despacho del falso Moody.
—Esto nos vendrá muy bien cuando practiquemos hechizos aturdidores —comentó Ron con
entusiasmo dándole unos golpecitos con el pie a uno de los cojines.
—¡Y mirad los libros! —gritó Hermione, emocionada, mientras pasaba un dedo por los lomos de los
grandes volúmenes encuadernados en piel—. Compendio de maldiciones básicas y cómo
combatirlas… Cómo burlar las artes oscuras… Hechizos de autodefensa… ¡Uf! —Radiante, se volvió
y miró a Harry, quien comprendió que la presencia de aquellos cientos de libros había convencido
definitivamente a Hermione de que lo que estaban haciendo era correcto—. Esto es fabuloso, Harry.
¡Aquí está todo lo que necesitamos!
Y sin más preámbulos, cogióEmbrujos para embrujadosdel estante, se sentó en el primer cojín que
encontró y se puso a leer.
Entonces oyeron unos golpecitos en la puerta. Harry se dio la vuelta. Habían llegado Ginny, Neville,
Lavender, Parvati y Dean.
—¡Vaya! —exclamó Dean observando lo que lo rodeaba impresionado—. ¿Qué es esto?
Harry empezó a explicárselo, pero antes de que hubiera terminado llegó más gente y tuvo que empezar
de nuevo. A las ocho en punto todos los cojines ya estaban ocupados. Harry fue hacia la puerta y giró la
llave que había en la cerradura con un ruido lo bastante fuerte para convencer a los asistentes; éstos,
por su parte, guardaron silencio y se quedaron mirando a Harry. Hermione marcó con cuidado la página
que estaba leyendo deEmbrujos para embrujadosy dejó el libro a un lado.
—Bueno —dijo Harry un poco nervioso—. Éste es el sitio que hemos encontrado para nuestras
sesiones de prácticas, y por lo que veo… todos lo aprobáis.
—¡Es fantástico! —exclamó Cho, y varias personas expresaron también su aprobación.
—Qué raro —comentó Fred echando un vistazo a su alrededor con la frente arrugada—. Una vez nos
escondimos de Filch aquí, ¿te acuerdas, George? Pero entonces esto no era más que un armario de
escobas.
—Oye, Harry, ¿qué es eso? —preguntó Dean desde el fondo de la sala, señalando los chivatoscopios y
el reflector de enemigos.
—Detectores de tenebrismo —contestó Harry, y fue hacia ellos sorteando los cojines—. Indican
cuándo hay enemigos o magos tenebrosos cerca, pero no hay que confiar demasiado en ellos porque se
les puede engañar… —Miró un momento en el rajado reflector de enemigos; dentro se movían unas
figuras oscuras, aunque ninguna estaba muy definida. Luego se dio la vuelta—. Bueno, he estado
pensando por dónde podríamos empezar y… —Vio una mano levantada—. ¿Qué pasa, Hermione?
—Creo que deberíamos elegir un líder —sugirió ella.
—Harry es el líder —saltó Cho mirando a Hermione como si estuviera loca.
A Harry volvió a darle un vuelco el corazón.
—Sí, pero creo que deberíamos realizar una votación en toda regla —afirmó Hermione sin inmutarse
—. Queda más serio y le confiere autoridad a Harry. A ver, que levanten la mano los que opinan que
Harry debería ser nuestro líder.
Todos levantaron la mano, incluso Zacharias Smith, aunque lo hizo sin entusiasmo.
—Bueno, gracias —dijo Harry, que tenía las mejillas ardiendo—. Y… ¿qué pasa, Hermione?
—También creo que deberíamos tener un nombre —propuso alegremente sin bajar la mano—. Eso
fomentaría el espíritu de equipo y la unidad, ¿no os parece?
—Podríamos llamarnos Liga AntiUmbridge —terció Angelina.
—O Grupo Contra los Tarados del Ministerio de Magia —sugirió Fred.
—Yo había pensado —insinuó Hermione mirando ceñuda a Fred— en un nombre que no revelara tan
explícitamente a qué nos dedicamos, para que podamos referirnos a él sin peligro fuera de las
reuniones.
—¿Entidad de Defensa? —aventuró Cho—. Podríamos abreviarlo EDy nadie sabría de qué estamos
hablando.
—Sí, EDme parece bien —intervino Ginny—. Pero sería mejor que fueran las siglas de Ejército de
Dumbledore, porque eso es lo que más teme el Ministerio, ¿no?
El comentario de Ginny fue recibido con risas y murmullos de conformidad.
—¿Estáis todos a favor deED? —preguntó Hermione en tono autoritario, y se arrodilló en el cojín para
contar—. Sí, hay mayoría. ¡Moción aprobada!
Clavó el trozo de pergamino donde habían firmado todos en la pared, y en lo alto escribió con letras
grandes:
EJÉRCITO DE DUMBLEDORE
—Muy bien —dijo Harry cuando Hermione se hubo sentado de nuevo—, ¿empezamos a practicar? He
pensado que lo primero que deberíamos hacer es practicar elexpelliarmus,es decir, el encantamiento
de desarme. Ya sé que es muy elemental, pero lo encontré muy útil…
—¡Vaya, hombre! —exclamó Zacharias Smith mirando al techo y cruzándose de brazos—. No creo que
elexpelliarmusnos ayude mucho si tenemos que enfrentarnos a Quien-tú-sabes.
—Yo lo utilicé contra él —dijo Harry con serenidad—. En junio, ese encantamiento me salvó la vida.
—Smith se quedó con la boca abierta, con cara de estúpido. Los demás estudiantes estaban muy
callados—. Pero si crees que está por debajo de tus conocimientos, puedes marcharte —añadió Harry.
Smith no se movió. Los demás tampoco—. Bien —continuó Harry. Había tantos ojos fijos en él que se
le estaba secando la boca—. Podríamos dividirnos en parejas y practicar.
A Harry le resultaba muy extraño dar instrucciones, pero más extraño aún le resultaba ver que los
demás las seguían. Todos se pusieron en pie a la vez y se colocaron de dos en dos. Como era de esperar,
Neville se quedó sin pareja.
—Tú practicarás conmigo —le dijo Harry—. Muy bien, contaré hasta tres: uno, dos, tres…
De pronto, la sala se llenó de gritos de¡Expelliarmus!Las varitas volaban en todas direcciones; los
hechizos mal ejecutados iban a parar contra los libros de las estanterías y los hacían saltar por los aires.
Harry era demasiado rápido para Neville, cuya varita saltó de su mano, giró sobre sí misma, golpeó el
techo produciendo una lluvia de chispas y aterrizó con estrépito en lo alto de una estantería, de donde
Harry la recuperó con un encantamiento convocador. Entonces miró a su alrededor y comprobó que
había hecho bien al proponer que practicaran los hechizos elementales en primer lugar, pues sus
compañeros estaban haciendo unas chapuzas tremendas. Muchos no conseguían desarmar a sus
oponentes y sólo lograban que saltaran hacia atrás unos pocos pasos o que hicieran muecas de dolor
cuando su débil hechizo pasaba rozándoles la coronilla.
—¡Expelliarmus!—exclamó Neville. Había pillado a Harry desprevenido, y la varita saltó de la mano
de éste—.¡LO HE CONSEGUIDO!—exclamó Neville, emocionado—. No lo había hecho nunca.¡LO HE
CONSEGUIDO!
—¡Muy bien! —lo animó Harry, y decidió no comentarle que en un duelo real no era probable que su
oponente estuviera mirando hacia otro lado con la varita en la mano, pero sin apretarla—. Oye, Neville,
¿por qué no te turnas un rato para practicar con Ron y con Hermione? Así podré pasearme por la sala y
ver cómo les va a los demás.
Harry se colocó en el centro de la estancia. A Zacharias Smith le estaba pasando algo muy raro. Cada
vez que abría la boca para desarmar a Anthony Goldstein, su propia varita salía despedida de su mano
pese a que Anthony no decía nada. A Harry no le costó mucho resolver aquel misterio: Fred y George
estaban cerca de Smith y se turnaban para apuntarle a la espalda con sus varitas.
—Lo siento, Harry —se apresuró a decir George al comprobar que Harry lo miraba—. No he podido
evitarlo.
Harry se paseó entre las otras parejas e intentó corregir a los que realizaban mal el hechizo. Ginny se
había emparejado con Michael Corner; lo estaba haciendo muy bien, mientras que Michael o lo hacía
muy mal o no quería hechizar a Ginny. Ernie Macmillan blandía exageradamente su varita, con lo que
daba tiempo a su compañero para ponerse en guardia. Los hermanos Creevey practicaban con
entusiasmo pero de manera irregular, y eran ellos los responsables de que los libros saltaran de los
estantes. Luna Lovegood también tenía altibajos: a veces hacía saltar la varita de la mano de Justin
Finch-Fletchley, y otras sólo conseguía que se le pusiera el pelo de punta.
—¡Alto! —gritó Harry—. ¡Alto!¡ALTO!—«Necesito un silbato», pensó, e inmediatamente vio uno en
lo alto de la hilera de libros más cercana. Lo cogió, sopló con fuerza y todos bajaron las varitas en el
acto—. No está mal —dijo Harry— pero todavía podéis mejorar mucho. —En ese momento Zacharias
le lanzó una mirada de desdén—. Volvamos a intentarlo.
Siguió paseándose por la sala deteniéndose de vez en cuando para hacer alguna sugerencia. Poco a
poco los estudiantes fueron mejorando. Durante un rato evitó acercarse a Cho y a su amiga, pero
después de aproximarse dos veces a las demás parejas, tuvo la impresión de que ya no podía seguir
ignorándolas.
—¡Oh, no! —exclamó Cho al ver que Harry se dirigía hacia ellas—. ¡Expelliarmonos! ¡Ay, no!
¡Expelliemillus!¡Oh, Marietta, lo siento! —La manga de la túnica de su amiga de cabello rizado se
había prendido fuego; Marietta apagó las llamas con su propia varita y miró con odio a Harry, como si
él tuviera la culpa de todo—. ¡Me has puesto nerviosa, hasta ahora lo estaba haciendo bien! —le dijo
Cho a Harry con tristeza.
—Está muy bien —mintió Harry, pero al ver que Cho arqueaba las cejas se corrigió—: Bueno, no, está
fatal, pero ya sé que lo sabes hacer muy bien. He estado observándote desde allí.
Cho rió y su amiga Marietta los miró con cara de pocos amigos y se apartó.
—No le hagas caso —murmuró Cho—. En realidad preferiría no estar aquí, pero yo la he obligado a
venir. Sus padres le han prohibido hacer cualquier cosa que pueda molestar a la profesora Umbridge.
Verás, su madre trabaja para el Ministerio.
—¿Y tus padres? —le preguntó Harry.
—Bueno, también me han prohibido llevarle la contraria a la profesora Umbridge —afirmó Cho
irguiéndose con orgullo—. Pero si creen que no voy a luchar contra Quien-tú-sabes después de lo que
le pasó a Cedric…
No terminó la frase; se quedó confundida, y entre ellos dos se hizo un incómodo silencio. Entonces la
varita de Terry Boot pasó volando junto a la oreja de Harry y le dio de lleno a Alicia Spinnet en la
nariz,
—¡Pues mi padre apoya cualquier acción contra el Ministerio! —afirmó Luna Lovegood también muy
orgullosa mientras Justin Finch-Fletchley intentaba colocarse bien la túnica con la que se había tapado
la cabeza. Luna estaba detrás de Harry y era evidente que había estado escuchando la conversación que
éste había mantenido con Cho—. Siempre dice que cree a Fudge capaz de cualquier cosa. ¡Con la
cantidad de duendes que ha asesinado! Además, utiliza el Departamento de Misterios para fabricar
pociones terribles que hace beber a todo el que no está de acuerdo con él. Y luego está su umgubular
slashkilter…
—No hagas preguntas —recomendó Harry por lo bajo a Cho al ver que ésta abría la boca,
desconcertada. Cho rió.
—Oye, Harry —gritó Hermione desde el otro extremo de la sala—. ¿Has mirado la hora?
Harry consultó su reloj y se llevó una sorpresa al ver que ya eran las nueve y diez, lo cual significaba
que tenían que volver a sus salas comunes inmediatamente si no querían que Filch los pescara y los
castigara por estar en los pasillos fuera de los límites permitidos. Entonces hizo sonar el silbato, los
estudiantes dejaron de gritar«¡Expelliarmus!»y las dos últimas varitas cayeron al suelo.
—Bueno, ha estado muy bien —comentó Harry—, pero la sesión se ha prolongado más de lo previsto.
Tenemos que dejarlo aquí. ¿Quedamos la semana que viene a la misma hora en el mismo sitio?
—¡Antes! —exclamó Dean Thomas con entusiasmo, y muchos compañeros asintieron con la cabeza.
Angelina, en cambio, dijo:
—¡La temporada dequidditchestá a punto de empezar y el equipo también tiene que practicar!
—Entonces el próximo miércoles por la noche —determinó Harry—. Ya decidiremos si hacemos
alguna reunión adicional. ¡Ahora será mejor que nos vayamos!
Volvió a sacar el mapa del merodeador y lo revisó meticulosamente para ver si había algún profesor en
el séptimo piso. Dejó salir a sus compañeros en grupos de tres y de cuatro, y luego siguió con inquietud
los diminutos puntos que los representaban en el mapa para asegurarse de que regresaban sanos y
salvos a sus dormitorios: los de Hufflepuff se dirigieron hacia el pasillo del sótano, que también
conducía a las cocinas; los de Ravenclaw, a una torre situada en el ala oeste del castillo, y los de
Gryffindor, por el pasillo del retrato de la Señora Gorda.
—Ha sido estupendo, Harry —confesó Hermione cuando por fin se quedaron solos él, ella y Ron.
—¡Sí, genial! —coincidió éste, entusiasmado. Salieron por la puerta y vieron cómo ésta volvía a
convertirse en piedra—. ¿Has visto cómo he desarmado a Hermione, Harry?
—Sólo una vez —puntualizó ella, dolida—. Yo te he desarmado muchas más veces que tú a mí.
—No te he desarmado sólo una vez; han sido como mínimo tres.
—Sí, claro, contando la vez que has tropezado y al caerte me has quitado la varita de un manotazo.
Siguieron discutiendo hasta que llegaron a la sala común, pero Harry no les hacía caso. Observaba muy
atento el mapa del merodeador, pero al mismo tiempo recordaba que Cho le había dicho que la ponía
nerviosa.
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