22
Después del entierro
Por encima de las torrecillas del castillo empezaban a verse fragmentos de un cielo azul intenso, pero esos indicios de la proximidad del verano no le
levantaron el ánimo a Harry. Se sentía fracasado tanto en sus intentos de
averiguar qué tramaba Malfoy como en sus esfuerzos por trabar una
conversación con Slughorn que, de alguna manera, diera pie a que el profesor le
revelara ese recuerdo que al parecer había ocultado durante décadas.
—Te lo digo por última vez: olvídate de Malfoy —insistió Hermione con
severidad.
Los tres amigos estaban sentados en un rincón soleado del patio, después
de comer. Hermione y Ron leían juntos un folleto del Ministerio de Magia:
Errores comunes de Aparición y cómo evitarlos, porque esa misma tarde iban a
examinarse, pero en general los folletos no conseguían calmarles los nervios.
Ron dio un respingo e intentó ocultarse detrás de Hermione al ver que se
acercaba una chica.
—No es Lavender —dijo Hermione con fastidio.
—¡Uf, menos mal! —resopló él, y se relajó.
—¿Harry Potter? —preguntó la chica—. Me han pedido que te entregue
esto.
—Gracias...
Harry se puso nervioso al coger el pequeño rollo de pergamino.
En cuanto la muchacha se hubo alejado, susurró:
—¡Dumbledore me advirtió que no habría más clases particulares hasta que
hubiera conseguido el recuerdo!
—A lo mejor sólo quiere saber si has hecho progresos —observó Hermione
mientras él desenrollaba el pergamino.
Pero en lugar de encontrar la pulcra y estilizada caligrafía de Dumbledore,
vio una letra de trazos grandes y desgarbados, muy difícil de descifrar debido a
las manchas de tinta que emborronaban el pergamino.
Queridos Harry, Ron y Hermione:
Aragog murió anoche. Harry y Ron, vosotros lo conocisteis y sabéis que
era extraordinario. Hermione, sé que te habría caído bien. Me gustaría mucho
que esta noche asistieseis al entierro. He pensado oficiarlo hacia el anochecer
porque ésa era su hora preferida del día. Como sé que no os dejan salir del
castillo a esas horas, tendréis que utilizar la capa. No debería pedíroslo, pero no
tengo ánimos para hacerlo solo.
Hagrid
—Mirad esto —dijo Harry, y le pasó la nota a Hermione.
—Qué barbaridad —comentó ella tras leerla rápidamente; se la tendió a
Ron, quien la leyó con cara de incredulidad.
—¡Está como una cabra! —exclamó—. ¡Ese bicho animó a sus congéneres a
devorarnos a Harry y a mí! ¡Les dio permiso para que se nos zamparan! ¡Y
ahora Hagrid pretende que bajemos allí esta noche para llorar sobre su
repugnante y peludo cadáver!
—No es sólo eso —añadió Hermione—. Nos está pidiendo que salgamos
del castillo por la noche, y sabe que han endurecido las medidas de seguridad y
que si nos pillan se nos caerá el pelo.
—Pero no sería la primera vez que vamos a ver a Hagrid por la noche —
alegó Harry.
—Ya, pero nunca por una cosa así. Nos hemos arriesgado mucho para
ayudarlo, pero... en fin, Aragog ha muerto. Si se tratara de salvarlo...
—Si se tratara de salvarlo, te aseguro que yo no iría —dijo Ron—. Tú no lo
conociste, Hermione. Créeme, lo mejor que podía hacer ese monstruo era
morirse.
Harry cogió la nota y se quedó mirando las manchas de tinta. Era evidente
que unas gruesas lágrimas habían caído encima del pergamino.
—No estarás pensando en ir, ¿verdad, Harry? —dijo Hermione—. No vale
la pena que nos castiguen por una cosa así.
—Sí, ya lo sé —dijo él soltando un suspiro—. Supongo que Hagrid tendrá
que enterrar a Aragog sin nosotros.
—Eso es —coincidió Hermione con alivio—. Mira, esta tarde la clase de
Pociones estará casi vacía porque muchos iremos a examinarnos. ¡Es tu
oportunidad para convencer a Slughorn!
—Sí, a la cincuenta y siete va la vencida, ¿no? ¿Por qué iba a tener suerte
esta vez?
—¿Suerte? —dijo de pronto Ron—. ¡Ya lo tengo, Harry! ¡Suerte!
—¿Qué quieres decir?
—¡Utiliza tu poción de la suerte!
—¡Ostras, Ron! —se asombró Hermione—. ¡Claro! ¿Cómo no se me ha
ocurrido?
—¿El Felix Felicis? —dudó Harry mientras miraba a sus amigos—. No sé...
Pensaba guardármelo para...
—¿Para qué? —preguntó Ron.
—¿Qué hay más importante que ese recuerdo, Harry? —preguntó
Hermione.
El no contestó. Desde hacía algún tiempo, la imagen de aquella botellita
dorada se paseaba por los límites de su conciencia, de tal modo que vagos e
imprecisos planes en los que aparecían Ginny, que cortaba con Dean, y Ron,
que se alegraba de que su hermana tuviese otro novio, proliferaban por su
mente, aunque sólo los admitía en sueños o en ese mundo nebuloso de la
duermevela.
—¡Harry! ¿En qué piensas? —preguntó Hermione.
—¿Qué? ¡Ah, sí! Bueno, vale. Si no consigo hacer hablar a Slughorn esta
tarde, tomaré un poco de Felix y volveré a intentarlo por la noche.
—Muy bien. Entonces no se hable más. —Hermione se puso en pie e hizo
una ágil pirueta—. Destino... decisión... desenvoltura...
—Basta, por favor —suplicó Ron—. Estoy harto de... ¡Rápido, tapadme!
—¡No es Lavender! —dijo Hermione con impaciencia. Otras dos niñas
habían aparecido en el patio y Ron se había escondido detrás de su amiga.
—¡Qué susto! —dijo él asomando la cabeza por encima del hombro de su
amiga—. Ostras, no parecen muy contentas, ¿no?
—Son las hermanas Montgomery, y claro que no están contentas. ¿No te
has enterado de lo que le pasó a su hermano pequeño? —dijo Hermione.
—Ya no llevo la cuenta de lo que les pasa a los familiares de la gente —
repuso él.
—A su hermano lo atacó un hombre lobo. Dicen que su madre se negó a
ayudar a los mortífagos. El niño sólo tenía cinco años y murió en San Mungo.
No pudieron hacer nada para salvarlo.
—¿Murió? —repitió Harry con asombro—. Pero si los hombres lobo no
matan, sólo te convierten en uno de ellos.
—A veces sí matan —dijo Ron con repentina seriedad—. Me han dicho que
en alguna ocasión se les va la mano.
—¿Cómo se llama el hombre lobo que lo atacó? —preguntó Harry.
—Dicen que fue ese Fenrir Greyback —contestó Hermione.
—Lo sabía. Es ese maníaco que ataca a los niños. Lupin me habló de él —
dijo Harry con rabia.
Ella lo miró con gesto de leve súplica.
—Tienes que conseguir ese recuerdo como sea, Harry —insistió por
enésima vez—. Hay que pararle los pies a Voldemort. Todas estas cosas
horribles que están pasando tienen que ver con él...
El timbre sonó en el castillo, y Hermione y Ron se incorporaron de un
brinco con cara de susto.
—Ánimo, lo haréis muy bien —les dijo Harry cuando se dirigían hacia el
vestíbulo para reunirse con el resto de los estudiantes que iban a examinarse de
Aparición—. ¡Buena suerte!
—¡Y tú también! —dijo Hermione con una mirada cómplice, pues Harry se
dirigía hacia las mazmorras.
Esa tarde sólo había tres alumnos en la clase de Pociones: Harry, Ernie y
Draco.
—¿Los tres sois demasiado jóvenes para apareceros? —sonrió Slughorn—.
¿Todavía no habéis cumplido los diecisiete? —Los chicos negaron con la
cabeza—. Bueno, como hoy somos muy pocos, haremos algo divertido. ¡Cada
uno de vosotros preparará algo gracioso!
—¡Excelente idea, señor! —lo aduló Ernie, frotándose las palmas.
Malfoy, en cambio, ni siquiera esbozó una sonrisa.
—¿Qué quiere decir con «algo gracioso»? —masculló.
—Lo que queráis. ¡A ver si me sorprendéis, muchachos! —contestó
Slughorn.
Malfoy, enfurruñado, abrió su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas.
Estaba clarísimo que consideraba que aquella clase era una pérdida de tiempo.
Mientras lo observaba por encima de su libro, Harry pensó que a Malfoy le
daba rabia perder ese rato que habría podido pasar en la Sala de los Menesteres.
¿Eran imaginaciones suyas o Malfoy, al igual que Tonks, había adelgazado?
Estaba más pálido y su piel todavía se veía grisácea; probablemente hacía
mucho que apenas veía la luz del día. Pero ya no mostraba aquel aire de
suficiencia y superioridad, y menos aún la fanfarronería que había exhibido en
el expreso de Hogwarts cuando alardeaba con descaro de la misión que le había
asignado Voldemort... Según Harry, eso sólo podía tener una explicación: la
misión, fuera la que fuese, no iba por buen camino.
Animado por esa idea, Harry se puso a hojear su ejemplar de Elaboración de
pociones avanzadas y encontró una receta muy corregida por el Príncipe Mestizo
de un «Elixir para provocar euforia» que correspondía a lo que acababa de
pedirles Slughorn. Y no sólo eso: el corazón le dio un brinco de alegría cuando
cayó en la cuenta de que, si conseguía persuadirlo de que probara un poco de
esa poción, quizá el profesor se pondría de tan buen humor que accedería a
entregarle el recuerdo.
—Caramba, esto tiene una pinta estupenda —dijo Slughorn una hora y
media más tarde, al contemplar el contenido de color amarillo intenso del
caldero de Harry—. Es Euforia, ¿verdad? ¿Y qué es ese olor? Hum... Has
añadido una ramita de menta, ¿no? Poco ortodoxo, pero qué inspiración,
muchacho. Claro, eso contrarrestará los posibles efectos secundarios: tendencia
exagerada a cantar y picor en la nariz. De verdad, no sé de dónde sacas estas
ideas luminosas, hijo mío, a menos... —Harry empujó disimuladamente el libro
del Príncipe Mestizo con el pie y lo remetió un poco más en su mochila— que
sean los genes heredados de tu madre.
—Sí, quizá sea eso —dijo él con alivio.
Ernie, que estaba muy enfurruñado y decidido a eclipsar a Harry por una
vez, inventó precipitadamente su propia poción, pero se había cuajado y
formaba una especie de puré morado en el fondo de su caldero. Malfoy empezó
a recoger sus cosas con cara de pocos amigos, pues Slughorn le concedió un
simple «pasable» a su infusión de hipo. Ambos abandonaron el aula en cuanto
sonó el timbre.
Harry decidió intentarlo.
—Señor —dijo, pero Slughorn, al advertir que se habían quedado solos, se
dio toda la prisa que pudo en recoger sus cosas—. Profesor... Profesor, ¿no
quiere probar mi po...?
Pero Slughorn ya se había marchado. Desanimado, el muchacho vació el
caldero, guardó sus cosas, salió de la mazmorra y subió despacio a la sala
común.
Ron y Hermione volvieron a última hora de la tarde.
—¡Harry! —gritó Hermione al pasar por el hueco del retrato—. ¡He
aprobado, Harry!
—¡Felicidades! ¿Y Ron?
—Ha suspendido por muy poco —susurró Hermione, viendo que el
aludido entraba en la sala común con aire abatido—. La verdad es que ha
tenido muy mala suerte. Ha sido una tontería: el examinador se fijó en que se
había dejado media ceja detrás y... ¿Cómo te ha ido con Slughorn?
—No ha habido manera —respondió Harry mientras Ron se reunía con
ellos—. Mala suerte, amigo, pero la próxima vez aprobarás. Haremos el examen
juntos.
—Sí, supongo —refunfuñó—. Pero ¡por media ceja! ¿Qué importa eso?
—Ya, ya —lo consoló Hermione—, han sido muy duros contigo.
Pasaron gran parte de la cena poniendo verde al examinador, y Ron parecía
más animado cuando regresaron a la sala común; cambiaron de tema y se
pusieron a hablar del problema de Slughorn y su recuerdo.
—Bueno, Harry, ¿piensas utilizar el Felix Felicis o no? —preguntó Ron.
—Sí; supongo que no me queda otra opción. No creo que lo necesite todo,
hay para doce horas y mi misión no puede llevarme toda la noche. Así que sólo
beberé un trago. Con dos o tres horas tendré suficiente.
—Cuando te lo tomas tienes una sensación muy guay —recordó Ron—. Es
como si supieras que no puedes equivocarte en nada.
—Pero ¿qué dices? —repuso Hermione riendo—. ¡Si tú nunca lo has
tomado!
—Ya, pero creí que sí, ¿verdad? —respondió Ron como si explicara algo
obvio—. En realidad es lo mismo.
Como acababan de ver entrar a Slughorn en el Gran Comedor y sabían que
le gustaba tomarse su tiempo para comer, se quedaron un rato en la sala
común; el plan era que Harry fuera al despacho de Slughorn cuando éste ya
estuviese allí. En cuanto el sol descendió hasta la copa de los árboles del Bosque
Prohibido, decidieron que había llegado el momento. Tras comprobar que
Neville, Dean y Seamus se hallaban en la sala común, subieron con disimulo al
dormitorio de los chicos.
Harry se agachó, sacó del fondo de su baúl la bola que había hecho con los
calcetines y del interior de uno extrajo la diminuta y reluciente botella.
—Bueno, vamos allá —dijo, y la levantó y bebió un pequeño sorbo.
—¿Qué se siente? —susurró Hermione.
Harry no contestó enseguida. Poco a poco lo invadió una excitante
sensación de infinito poderío y se sintió capaz de lograr cualquier cosa que se
propusiera. Y de pronto creyó que sonsacarle aquel recuerdo a Slughorn parecía
no sólo posible, sino facilísimo... Se puso de pie, sonriente y rebosante de
seguridad en sí mismo.
—Estupendo —dijo—. Francamente estupendo. Bueno, me voy a la cabaña
de Hagrid.
—¿Qué? —dijeron Ron y Hermione a la vez, perplejos.
—Harry, es a Slughorn a quien debes ir a ver. ¿No te acuerdas? —replicó
Hermione.
—Nada de eso. Me voy a la cabaña de Hagrid, tengo una corazonada.
—¿Vas al funeral de una araña gigante por una corazonada? —preguntó
Ron, estupefacto.
—Sí —contestó Harry mientras sacaba la capa invisible de su mochila—.
Creo que es allí donde tengo que estar esta noche, ¿entendéis lo que quiero
decir?
—No —reconocieron Ron y Hermione, cada vez más alarmados.
—¿Seguro que te has tomado el Felix Felicis? —preguntó Hermione,
acercando la botella a la luz—. ¿Seguro que no tienes otra botella de... no sé...?
—¿Esencia de locura? —sugirió Ron mientras Harry se echaba la capa sobre
los hombros.
Harry rió, y sus amigos aún se preocuparon más.
—Confiad en mí —dijo—. Sé muy bien lo que hago... O al menos Felix lo
sabe —agregó mientras se dirigía hacia la puerta del dormitorio.
Se cubrió la cabeza con la capa y bajó por la escalera; Ron y Hermione se
apresuraron a seguirlo. Al llegar abajo, Harry se deslizó por la puerta de acceso
a la sala común, que estaba abierta.
—¿Qué hacías ahí con ésa? —chilló Lavender Brown fulminando con la
mirada, a través del invisible Harry, a Ron y Hermione, que aparecieron juntos
por la escalera de los dormitorios de los chicos. Harry oyó cómo Ron farfullaba
algo y se dirigió rápidamente hacia la otra punta de la sala común.
No tuvo ninguna dificultad para salir por el hueco del retrato: Ginny y
Dean entraban en ese momento y él pudo colarse entre los dos. Al hacerlo, rozó
sin querer a Ginny.
—Haz el favor de no empujarme, Dean —protestó ella—. ¡Qué manía! Ya sé
pasar yo sólita...
El retrato se cerró detrás de Harry, pero él aún alcanzó a oír las protestas de
Dean. Cada vez más contento, echó a andar a largas zancadas. No tuvo que ir
con sigilo porque no se cruzó con nadie por el camino, pero no le sorprendió:
esa noche Harry Potter era la persona con más suerte de Hogwarts.
No tenía ni idea de por qué tenía que ir a la cabaña de Hagrid. Era como si
la poción sólo iluminara unos pasos del camino: Harry no veía el destino final
ni dónde encajaba Slughorn, pero sabía que iba bien encaminado para
conseguir aquel escurridizo recuerdo. Cuando llegó al vestíbulo, vio que Filch
había olvidado cerrar la puerta principal con llave. Sonriendo de oreja a oreja,
Harry abrió la puerta y se detuvo un instante para respirar el aroma a aire puro
y hierba, antes de bajar los escalones de piedra y salir al jardín en penumbra.
Cuando llegó al último escalón, se le ocurrió que sería agradable pasar por
el huerto antes de ir a la cabaña de Hagrid, aunque eso lo obligaba a desviarse
un poco, pero tenía muy claro que le convenía seguir esa corazonada. Así pues,
se dirigió hacia el huerto, donde se alegró de ver al profesor Slughorn con la
profesora Sprout, lo cual no le llamó mucho la atención. Esperó detrás de un
murete de piedra, feliz y tranquilo, y escuchó su conversación.
—...Te agradezco que te hayas tomado tantas molestias, Pomona —decía
Slughorn con cortesía—. Casi todas las autoridades están de acuerdo en que son
más eficaces si se recogen a la hora del crepúsculo.
—Sí, yo también lo creo —coincidió la profesora Sprout con tono
cariñoso—. ¿Tendrás bastante con esto?
—Sí, sí. De sobra —dijo Slughorn, y Harry vio que llevaba un montón de
plantas—. Aquí hay algunas hojas para cada uno de mis alumnos de tercero, y
otras de repuesto por si alguien las cuece demasiado... ¡Buenas noches y
muchas gracias!
La profesora echó a andar en la oscuridad, cada vez más intensa, en
dirección a sus invernaderos, y Slughorn dirigió sus pasos hacia el sitio donde
estaba Harry, invisible.
El muchacho sintió un repentino impulso de revelar su presencia, así que se
quitó la capa con un amplio movimiento del brazo.
—Buenas noches, profesor.
—¡Por las barbas de Merlín, Harry, me has asustado! —exclamó Slughorn
parándose en seco y observándolo con recelo—. ¿Cómo has salido del castillo?
—Filch olvidó cerrar las puertas con llave —reveló Harry con jovialidad, y
se alegró cuando Slughorn arrugó la frente y dijo:
—Tendré que informar de eso. Creo que ese conserje está más preocupado
por la limpieza que por la seguridad... Pero ¿qué haces aquí?
—Verá, señor, se trata de Hagrid —contestó Harry, que sabía que en ese
momento tenía que decir la verdad—. Está muy apenado... No se lo contará a
nadie, ¿verdad, profesor? No quiero causarle problemas a Hagrid...
Como era de esperar, Slughorn sintió aún más curiosidad.
—Hombre, eso no puedo prometerlo —dijo con brusquedad—. Pero sé que
Dumbledore confía completamente en Hagrid, o sea que no puede estar
tramando nada malo...
—Bueno, se trata de esa araña gigante que tiene desde hace años. Vivía en
el Bosque Prohibido y hasta sabía hablar...
—Ya había oído rumores de la presencia de acromántulas en el bosque —
comentó Slughorn con voz queda, mientras dirigía la mirada hacia la masa de
oscuros árboles—. Entonces, ¿es verdad que las hay?
—Sí. Pero ésta, Aragog, la primera que Hagrid tuvo, murió anoche. El pobre
está destrozado. Necesita compañía en el entierro y le prometí que iría.
—Conmovedor, conmovedor —observó Slughorn distraídamente, con sus
grandes ojos mustios fijos en las lejanas luces de la cabaña de Hagrid—. Pero el
veneno de acromántula es valiosísimo... Si la bestia ha muerto hace poco quizá
aún se conserve... Claro que si Hagrid está tan apenado no quisiera herir sus
sentimientos, pero si hubiera alguna forma de obtener un poco... Mira, resulta
prácticamente imposible extraerle veneno a una acromántula viva... —Slughorn
parecía hablar sólo para sí—. Pero no recogerlo sería un tremendo desperdicio...
Podría sacar cien galeones por medio litro... Y teniendo en cuenta que mi sueldo
no es nada del otro mundo...
Entonces Harry comprendió qué había que hacer.
—Bueno, no sé... —dijo con un convincente titubeo—. Si quiere venir
conmigo, profesor, probablemente Hagrid estaría encantado... de darle a Aragog
una despedida más lucida, ya me entiende...
—Sí, por supuesto —dijo Slughorn, y sus ojos chispearon de entusiasmo—.
Te diré lo que vamos a hacer, Harry: voy a buscar un par de botellas, me
reuniré contigo allí y nos las beberemos a la salud de... Bueno, a su salud no,
pero digamos que despediremos a esa pobre bestia como es debido, después de
darle sepultura. Y de paso me cambiaré la corbata porque ésta es demasiado
llamativa para la ocasión...
Volvió corriendo al castillo, y Harry se dirigió hacia la cabaña de Hagrid,
muy satisfecho consigo mismo.
—¡Has venido! —gruñó Hagrid cuando abrió la puerta y vio al muchacho
guardando la capa invisible.
—Sí, aquí estoy. Ron y Hermione no han podido venir, pero lo sienten
mucho.
—No importa, no importa... A Aragog le habría emocionado verte aquí,
Harry... —Y soltó un sonoro sollozo. Se había hecho un brazalete negro con lo
que parecía un trapo untado con betún y tenía los ojos hinchados y enrojecidos.
Para consolarlo, Harry le dio unas palmaditas en el codo, la parte más alta
de Hagrid a la que llegaba.
—¿Dónde vamos a enterrarlo? —preguntó—. ¿En el Bosque Prohibido?
—¡No, de eso nada! —respondió Hagrid, secándose las lágrimas con los
faldones de la camisa—. Las otras arañas no dejan que me acerque por allí
desde que murió Aragog. ¡Resulta que no me devoraban porque él se lo había
prohibido! ¿Te lo puedes creer, Harry?
De haber contestado, Harry habría dicho «sí»; el muchacho recordaba con
dolorosa claridad el día en que Ron y él se habían enfrentado a las
acromántulas, y no les quedó ninguna duda de que Aragog era la única razón
que les impedía comerse a Hagrid.
—¡Antes podía pasearme a mis anchas por el Bosque Prohibido! —se
lamentó Hagrid meneando la cabeza—. Te aseguro que no fue fácil sacar el
cadáver de Aragog de allí porque normalmente las acromántulas se comen a sus
muertos... Pero yo quería que él tuviera un entierro bonito, una despedida
apropiada.
El guardabosques rompió a sollozar de nuevo y Harry volvió a darle
palmaditas en el codo, y mientras lo consolaba (puesto que la poción parecía
indicar lo que correspondía hacer en cada momento) le dijo:
—Cuando venía hacia aquí me he encontrado con el profesor Slughorn.
—¡Anda! ¿Te ha regañado? —preguntó Hagrid con súbita alarma—. Ya sé
que no os dejan salir del castillo por la noche, ha sido culpa mía...
—No, no. Cuando le expliqué lo que ocurría, dijo que le gustaría venir y
presentarle sus respetos a Aragog. Creo que ha ido a ponerse ropa más
adecuada para la ocasión... Y añadió que traería un par de botellas para brindar
por la pobre araña...
—¿Ah, sí? —repuso Hagrid, entre asombrado y conmovido—. Qué detalle
por su parte... Muy amable, y además no se va a chivar... Horace Slughorn
nunca me ha caído muy bien, pero si quiere venir a despedir a Aragog... Seguro
que a él le habría gustado.
Harry pensó que lo que más le habría gustado a Aragog de Slughorn
habrían sido sus abundantes michelines, pero no hizo ningún comentario y se
acercó a la ventana de atrás, desde donde vio la espeluznante imagen que
ofrecía la enorme araña muerta, tumbada boca arriba, con las patas encogidas y
enredadas unas con otras.
—¿Vamos a enterrarlo aquí, en tu jardín, Hagrid?
—Sí, detrás del huerto de las calabazas —contestó con voz entrecortada—.
Ya he cavado la... la tumba. He pensado que podríamos decir algo agradable
antes de enterrarlo. Mencionar algún recuerdo feliz, o algo así... —La voz le
temblaba tanto que no pudo terminar.
En ese momento llamaron a la puerta y el guardabosques fue a abrir al
tiempo que se sonaba con su enorme pañuelo de lunares. Slughorn, que se
había puesto un lúgubre fular negro, entró rápidamente con dos botellas bajo el
brazo.
—Te acompaño en el sentimiento, Hagrid —dijo con solemnidad.
—Muchas gracias. Eres muy amable. Y gracias por no castigar a Harry...
—Ni se me habría ocurrido. Qué noche tan triste, qué noche tan triste...
¿Dónde está la pobre criatura?
—Ahí fuera —respondió Hagrid con voz quebrada—, ¿Qué? ¿Queréis que
empecemos ya?
Salieron al jardín trasero. La luna refulgía detrás de los árboles y, mezclada
con la luz que salía de la ventana de Hagrid, iluminaba el cadáver de Aragog,
que yacía al borde de una enorme fosa, junto a un montón de tierra de tres
metros de alto.
—Magnífico —declaró Slughorn acercándose a la cabeza de la araña, donde
ocho ojos blanquecinos miraban el cielo sin ver y dos enormes pinzas curvadas
brillaban al claro de luna, inmóviles. A Harry le pareció oír tintineo de botellas
cuando Slughorn se inclinó sobre las pinzas y fingió examinar la monumental y
peluda cabeza.
—No todo el mundo supo apreciar su belleza —comentó Hagrid mientras
las lágrimas le desbordaban las comisuras de los ojos, rodeados de arrugas—.
No sabía que te interesaran tanto las criaturas como Aragog, Horace.
—¿Interesarme? ¡Las adoro, mi querido Hagrid! —repuso Slughorn y se
apartó del cadáver. Harry vio el destello de una botella que desaparecía bajo la
capa del profesor, aunque Hagrid, que volvía a enjugarse las lágrimas, no se dio
cuenta de nada—. Y ahora... procedamos a enterrarlo.
Hagrid se adelantó unos pasos. Levantó la gigantesca araña con ambos
brazos y, lanzando un sonoro resoplido, la arrojó a la oscura fosa. La bestia cayó
en el fondo con un espantoso y crepitante ruido. Hagrid rompió a llorar de
nuevo.
—Claro, para ti es muy duro porque eres el que mejor lo conocía —observó
Slughorn, quien, como Harry, sólo llegaba al codo de Hagrid y no tenía más
remedio que darle en ese punto las palmaditas de consuelo—. ¿Quieres que
diga unas palabras?
Harry pensó que Slughorn debía de haberle extraído a Aragog una cantidad
considerable de ese veneno tan valioso, porque sonreía con satisfacción cuando
se acercó al borde de la fosa y, con voz lenta e imponente, recitó:
—¡Adiós, Aragog, rey de los arácnidos, cuya larga y fiel amistad jamás
olvidarán los que te conocieron! Tu cuerpo se desintegrará, pero tu espíritu
sigue vivo en los apacibles rincones del Bosque Prohibido donde antaño tejías
telarañas. Que tus descendientes de muchos ojos crezcan sanos y saludables y
que tus amigos humanos hallen consuelo por la pérdida que han sufrido.
—¡Qué... qué... bonito! —aulló Hagrid, y tras desplomarse en el suelo, se
puso a llorar aún con mayor abatimiento.
—Vamos, vamos —dijo Slughorn; agitó su varita y el enorme montón de
tierra se elevó para luego caer con un ruido sordo sobre la araña, de modo que
formó un perfecto túmulo—. Entremos en la cabaña y bebamos algo. Harry,
cógelo por el otro brazo... Así... Arriba, Hagrid... Bien, bien...
Sentaron a Hagrid a la mesa. Fang, que durante el entierro no se había
movido de su cesta, se acercó con sigilo y apoyó su enorme cabeza en el regazo
de Harry, como solía hacer. Slughorn descorchó una botella de vino de las que
había llevado.
—Lo he analizado para asegurarme de que no está envenenado —aseguró
para tranquilizar a Harry mientras vertía casi todo su contenido en una de las
tazas (del tamaño de cubos) de Hagrid y se la daba al guardabosques—.
Después de lo que le pasó a tu pobre amigo Rupert, hice que un elfo doméstico
probara un poco de cada botella. —Harry se imaginó la cara que pondría
Hermione si se enteraba de ese abuso de los elfos domésticos y decidió no
mencionárselo nunca—. Bueno, pues, una para Harry... —continuó Slughorn al
tiempo que repartía el contenido de la segunda botella en otras dos tazas— y
una para mí. Brindemos. —Levantó la taza—. ¡Por Aragog!
—¡Por Aragog! —repitieron Harry y Hagrid.
Slughorn y Hagrid bebieron sin reparo. Harry, sin embargo, con el Felix
Felicis guiándolo, supo que no debía beber, así que se limitó a fingir que daba
un sorbo y luego dejó la taza en la mesa.
—Lo tenía desde que estaba en el huevo —explicó Hagrid con aire
melancólico—. Cuando salió del cascarón era un bichito minúsculo, del tamaño
de un pequinés...
—¡Qué monada! —dijo Slughorn.
—Lo guardaba en un armario, en el colegio, hasta que... bueno...
El rostro de Hagrid se ensombreció y Harry comprendió por qué: Tom
Ryddle se las había ingeniado para que echaran a Hagrid del colegio, acusado
de abrir la Cámara de los Secretos. Slughorn, en cambio, no parecía estar
escuchando porque miraba el techo, del que colgaban varios cazos de latón y
también una larga y sedosa madeja de pelo blanco y brillante.
—Eso no será pelo de unicornio, ¿verdad, Hagrid?
—Pues sí —dijo Hagrid sin mostrar el menor interés—. Se les cae de la cola,
se les engancha en las ramas y los matorrales del Bosque Prohibido...
—Pero... ¿sabes cuánto vale eso, amigo mío?
—Lo uso para atar los vendajes y esas cosas cuando alguna criatura se hace
daño —explicó el guardabosques encogiéndose de hombros—. Es muy útil
porque es muy resistente, ¿sabes?
Slughorn bebió otro largo sorbo de vino y paseó la mirada despacio por la
cabaña; Harry comprendió que estaba buscando otros tesoros que pudiera
convertir en una buena reserva de hidromiel criado en barrica de roble, piña
confitada y batines de terciopelo. El profesor volvió a llenar su taza y también la
de Hagrid, y lo interrogó acerca de las criaturas que vivían en el Bosque
Prohibido y cómo se las apañaba para cuidar de ellas. Hagrid, que estaba
poniéndose muy comunicativo debido a los efectos de la bebida y del halagador
interés que mostraba Slughorn, dejó de enjugarse las lágrimas e inició de buen
grado una extensa disertación sobre la cría de bowtruckles.
Harry, gracias al Felix Felicis, reparó en que el vino de elfo que Slughorn
había llevado se estaba terminando. Todavía no dominaba el encantamiento de
relleno sin pronunciar el conjuro en voz alta, pero no tuvo dudas de que esa
noche lo conseguiría; y en efecto, el muchacho sonrió cuando, sin que lo vieran
Hagrid ni Slughorn (que intercambiaban historias sobre el comercio ilegal de
huevos de dragón), apuntó con la varita, por debajo de la mesa, a las botellas
casi vacías y éstas se rellenaron de inmediato.
Aproximadamente una hora más tarde, Hagrid y Slughorn empezaron a
hacer brindis que no venían a cuento: por Hogwarts, por Dumbledore, por el
vino de elfo y…
—¡Por Harry Potter! —bramó Hagrid, y vació de un trago la decimocuarta
taza de vino derramándoselo en parte por la barbilla.
—¡Sí, señor! —graznó Slughorn—. Por Parry Otter, el Elegido que... Bueno,
algo por el estilo —masculló, y también vació su taza.
Poco después, Hagrid rompió a llorar de nuevo y tendió a Slughorn la cola
entera de pelo de unicornio; ni lerdo ni perezoso, el profesor se la metió en el
bolsillo mientras exclamaba: «¡Por la amistad! ¡Por la generosidad! ¡Por los diez
galeones que me van a pagar por cada pelo!» Y después de eso, sentados uno al
lado del otro y abrazados como viejos camaradas, entonaron una triste canción
acerca de un mago moribundo llamado Odo.
—¿Por qué será que los mejores siempre mueren jóvenes? —farfulló Hagrid
desplomándose encima de la mesa, un poco bizco, mientras Slughorn seguía
canturreando el estribillo—. Mi padre era demasiado joven para morir... Igual
que tus padres, Harry... —Las lágrimas volvieron a aflorarle a los ojos, rodeados
de arrugas; le agarró un brazo a Harry y lo sacudió—. Eran el mejor mago y la
mejor bruja de su edad que jamás conocí... Fue terrible, terrible...
Slughorn cantaba con tono lastimero:
En su pueblo natal Odo reposa
sobre un lecho de musgo, pues no había otra cosa.
¡Qué lástima da verlo bajo la luna llena
sin capa ni sombrero, hecho una pena!
—Terrible, terrible... —gruñó Hagrid, y la enorme y enmarañada cabeza le
cayó hacia un lado, sobre los brazos. Se quedó dormido y empezó a roncar
profundamente.
—Lo siento —se excusó Slughorn entre hipidos—. Reconozco que el canto
nunca se me ha dado muy bien.
—Hagrid no se refería a su entonación —le aclaró Harry—. Hablaba de la
muerte de mis padres.
—¡Oh! —exclamó Slughorn conteniendo un eructo—. ¡Oh, lo siento! Sí,
fue... terrible, es cierto. Terrible, terrible... —Como no sabía qué decir, optó por
rellenar las tazas—. Supongo que... que no lo recordarás, ¿verdad, Harry? —
preguntó con vacilación.
—No... Yo sólo tenía un año cuando ellos murieron —contestó el chico
contemplando la vela, que parpadeaba por los aparatosos ronquidos del
guardabosques—. Pero sé cómo pasó. Me he enterado de muchas cosas. Mi
padre murió primero, ¿lo sabía usted?
—Pues... no, no lo sabía —respondió Slughorn con un hilo de voz.
—Sí. Voldemort lo mató primero a él, y luego pasó por encima de su
cadáver y atacó a mi madre.
Slughorn se estremeció aparatosamente sin apartar la mirada del
muchacho.
—Le ordenó que se retirara —continuó Harry—. El propio Voldemort me
dijo que ella no tenía por qué morir. Él me quería a mí. Mi madre habría podido
huir.
—¡Oh, querido muchacho! —susurró Slughorn—. Ella habría podido...
podría no haber... Es tremendo...
—Sí, lo es —coincidió Harry con voz apenas audible—. Pero no se movió.
Mi padre ya estaba muerto, y ella no quería que Voldemort me matara también
a mí. Intentó suplicarle, pero él se rió de ella...
—¡Basta! —dijo de pronto Slughorn agitando una mano—. De verdad, hijo
mío, no sigas... Soy muy mayor y no necesito oír... no quiero oír...
—Claro, no me acordaba —mintió Harry dejándose guiar por el Felix
Felicis—. Ella le caía bien, ¿verdad?
—¿Si me caía bien? —dijo Slughorn, y los ojos se le llenaron de lágrimas—.
Dudo mucho que no cayera bien a alguien. Era valiente, divertida... Fue
espantoso, espantoso...
—Y ahora usted se niega a ayudar a su hijo —arremetió Harry—. Ella
entregó su vida por mí, pero usted no quiere darme un recuerdo.
Los ronquidos de Hagrid resonaban en la cabaña. Harry y Slughorn
eguían mirándose fijamente a los ojos, los de este último anegados en lágrimas.
—No digas eso —susurró—. No se trata de que... Si fuera para ayudarte,
por supuesto que... Pero no serviría de nada.
—Sí serviría —replicó Harry, tajante—. Dumbledore necesita información.
Yo necesito información.
El muchacho se sabía a salvo: el Felix Felicis le aseguraba que por la mañana
Slughorn no recordaría ni una palabra de esa conversación. Así que, sin dejar
de mirar al profesor, se inclinó un poco hacia delante y dijo:
—Soy el Elegido. Tengo que matar a Voldemort. Necesito ese recuerdo.
Slughorn palideció aún más; tenía la frente perlada de brillantes gotitas de
sudor.
—¿De verdad eres el Elegido?
—Claro que sí —confirmó Harry.
—Pero entonces... Hijo mío, me pides mucho... De hecho, me pides que te
ayude a destruir...
—¿No quiere acabar con el mago que mató a Lily Evans?
—Claro que quiero, Harry, claro que quiero, pero...
—¿Teme que él averigüe que me ayudó? —Slughorn no respondió; estaba
aterrado—. Sea valiente como mi madre, profesor...
Slughorn alzó una rechoncha y temblorosa mano y apoyó los dedos en los
labios; durante un momento pareció un bebé gigantesco.
—No me siento nada orgulloso... —susurró—. Me avergüenzo de... de lo
que ese recuerdo muestra. Me temo que ese día causé un gran daño...
—Si me entrega ese recuerdo compensará todo el mal que hizo —le aseguró
Harry—. Sería un acto muy noble y muy valiente.
Hagrid, dormido, se estremeció y siguió roncando. Slughorn y Harry
continuaron mirándose a los ojos por encima de la parpadeante vela. Hubo un
largo silencio, pero el Felix Felicis recomendó a Harry que no lo rompiera, que
esperara.
Por fin, muy despacio, el profesor extrajo del bolsillo su varita. Introdujo la
otra mano en la capa y sacó una botellita vacía. Sin dejar de mirar a Harry, se
tocó la sien con la punta de la varita. Luego la retiró poco a poco, tirando de un
largo y plateado hilo de memoria que se le había adherido. El recuerdo se estiró
y se estiró hasta romperse y quedar colgando de la varita, plateado y reluciente.
Slughorn lo acercó entonces a la botella, donde se enroscó y luego se extendió
formando remolinos, como si fuera un gas. A continuación, el profesor puso el
tapón en la botella con mano trémula y se la acercó a Harry por encima de la
mesa.
—Muchas gracias, profesor.
—Eres un buen chico —dijo Slughorn. Las lágrimas resbalaban por sus
rechonchas mejillas y se perdían en su bigote de morsa—. Y tienes los ojos de tu
madre... Sólo te pido que no pienses muy mal de mí cuando lo hayas visto...
Y a continuación apoyó la cabeza en los brazos, dio un hondo suspiro y se
quedó dormido.
23
Horrocruxes
Mientras caminaba lentamente en dirección al castillo, Harry notaba cómo se le iba pasando el efecto del Felix Felicis. La puerta de entrada había permanecido
abierta para él, pero en el tercer piso encontró a Peeves y tuvo que tomar un
atajo para evitar que el poltergeist lo detectara. Cuando llegó ante el retrato de la
Señora Gorda y se quitó la capa invisible, no le sorprendió que ella no se
mostrara dispuesta a ayudarlo.
—¿Qué horas son éstas de llegar?
—Lo siento. Tuve que salir a hacer un recado muy importante.
—Pues mira, la contraseña cambió a medianoche, así que tendrás que
dormir en el pasillo. ¿Qué te parece?
—No lo dirá en serio, ¿verdad? ¿A santo de qué ha cambiado la contraseña
a medianoche?
—Esto es lo que hay —repuso la Señora Gorda—. Si no te gusta, ve y
cuéntaselo al director. El es quien ha endurecido las medidas de seguridad.
—Fantástico —dijo Harry mirando el duro suelo del pasillo—. Genial, de
verdad. Y por supuesto que iría a contárselo a Dumbledore si estuviera en su
despacho, porque él fue quien quiso que yo...
—Está aquí —confirmó una voz a su espalda—. El profesor Dumbledore
regresó al colegio hace una hora.
Nick Casi Decapitado se deslizaba hacia Harry mientras la cabeza le
bamboleaba sobre la gorguera, como de costumbre.
—Lo sé por el Barón Sanguinario, que lo vio llegar —añadió—. Según me
dijo, parecía de buen humor aunque un poco cansado.
—¿Dónde está? —preguntó Harry con el corazón acelerado.
—Pues gimiendo y haciendo ruido de cadenas en la torre de Astronomía.
Es su pasatiempo favorito.
—¡Dónde está Dumbledore, no el Barón Sanguinario!
—Ah... En su despacho. Por lo que dijo el Barón, creo que tenía unos
asuntos que atender antes de acostarse.
—Sí, ya lo creo —dijo Harry, emocionado ante la perspectiva de contarle al
director que había conseguido el bendito recuerdo. Se dio la vuelta y salió a
todo correr ignorando a la Señora Gorda, que le gritó:
—¡Vuelve! ¡Está bien, era mentira! ¡Me ha fastidiado que me despertaras!
¡La contraseña sigue siendo «Lombriz intestinal»!
Pero Harry ya corría por el pasillo y pocos minutos más tarde decía
«¡Bombas de tofee!» ante la gárgola de Dumbledore, que se apartó y dejó que se
montara en la escalera de caracol.
—Adelante —dijo el director cuando Harry llamó a la puerta. Su voz
denotaba agotamiento.
Harry entró en el despacho, que estaba igual que siempre, aunque con un
cielo negro y salpicado de estrellas detrás de las ventanas.
—Caramba, Harry —se sorprendió Dumbledore—. ¿A qué debo el honor
de esta tardía visita?
—¡Lo tengo, señor! Tengo el recuerdo de Slughorn.
Sacó la botellita de cristal y se la mostró al anciano profesor, que por un
instante se quedó atónito, pero enseguida esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Qué gran noticia, Harry! ¡Te felicito, muchacho! ¡Sabía que lo lograrías!
Y, olvidándose de la hora que era, el director de Hogwarts bordeó su
escritorio, cogió la botellita con la mano ilesa y fue derecho hacia el armario
donde guardaba el pensadero.
—Por fin podremos verlo —se regocijó mientras colocaba la vasija de
piedra encima de su mesa y vaciaba en ella el contenido de la botella—. Rápido,
Harry...
El muchacho, obediente, se inclinó sobre el pensadero y notó cómo los pies
se le separaban del suelo... Una vez más, se precipitó en la oscuridad y aterrizó
en el despacho de Horace Slughorn muchos años atrás.
Allí estaba Slughorn, mucho más joven, con su tupido y brillante cabello
rubio oscuro y bigote rojizo, sentado en el cómodo sillón de orejas, con los pies
apoyados en un puf de terciopelo y una copita de vino en una mano mientras
con la otra rebuscaba en una caja de piña confitada. Lo rodeaban media docena
de adolescentes, también sentados, entre los cuales se hallaba Tom Ryddle, en
uno de cuyos dedos relucía el anillo de oro con la piedra negra de Sorvolo.
Dumbledore aterrizó junto a Harry en el preciso instante en que Ryddle
preguntaba:
—¿Es cierto que la profesora Merrythought se retira, señor?
—¡Ay, Tom! Aunque lo supiera no podría decírtelo —contestó Slughorn, e
hizo un gesto reprobatorio con el dedo índice, aunque al mismo tiempo le guiñó
un ojo—. Desde luego, me gustaría saber de dónde obtienes la información,
chico; estás más enterado que la mitad del profesorado, te lo aseguro. —Ryddle
sonrió y los otros muchachos rieron y le lanzaron miradas de admiración—.
Claro, con tu asombrosa habilidad para saber cosas que no deberías saber y con
tus meticulosos halagos a la gente importante... Por cierto, gracias por la pina;
has acertado, es mi golosina favorita. —Varios alumnos rieron
disimuladamente—. No me extrañaría nada que dentro de veinte años fueras
ministro de Magia. O más bien quince, si sigues enviándome pina. Tengo
excelentes contactos en el ministerio.
Tom Ryddle se limitó a sonreír de nuevo mientras sus compañeros reían
otra vez. Pese a que Ryddle no era el mayor del grupo, Harry se fijó en que los
demás lo miraban como si fuera el líder.
—No creo que sirva para la política, señor —dijo cuando las risitas
cesaron—. Para empezar, no tengo los orígenes adecuados.
Un par de muchachos se lanzaron miradas de complicidad; al parecer
daban por sentado, o al menos creían, que el cabecilla de su grupo tenía un
antepasado famoso, y por eso interpretaban las palabras de Ryddle como un
chiste.
—No digas bobadas —dijo Slughorn con brío—, está más claro que el agua
que procedes de una estirpe de magos decente; de lo contrario, no tendrías esas
habilidades. No, Tom, tú llegarás lejos. ¡Y nunca me he equivocado con ningún
alumno!
El pequeño reloj dorado que había encima de la mesa dio las once, y el
profesor se volvió para mirarlo.
—Madre mía, ¿ya es tan tarde? Será mejor que os marchéis, chicos, o
tendremos problemas. Lestrange, si no me entregas tu redacción mañana, no
me quedará más remedio que castigarte. Y lo mismo te digo a ti, Avery.
Los muchachos salieron uno a uno de la habitación. Slughorn se levantó
con dificultad del sillón y llevó su copa, ya vacía, a la mesa. Entonces notó que
algo se movía detrás de él y se giró: Ryddle seguía allí plantado.
—Date prisa, Tom. No conviene que te sorprendan levantado a estas horas
porque, además, eres prefecto...
—Quería preguntarle una cosa, señor.
—Pregunta lo que quieras, muchacho, pregunta...
—¿Sabe usted algo acerca de los Horrocruxes, señor?
Slughorn lo miró con fijeza mientras, distraídamente, acariciaba con sus
gruesos dedos el pie de la copa de vino.
—Es para un trabajo de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no?
Pero Harry advirtió que Slughorn sabía muy bien que aquella cuestión no
tenía nada que ver con un trabajo escolar.
—No exactamente, señor —respondió Ryddle—. Encontré ese término
mientras leía y no lo entendí del todo.
—Ya, claro... Es que no creo que sea fácil hallar en Hogwarts ningún libro
que ofrezca detalles sobre los Horrocruxes, Tom. Eso es magia muy, pero que
muy oscura —explicó Slughorn.
—Pero estoy seguro de que usted sabe todo lo que hay que saber de ellos,
¿verdad, señor? Sin duda alguna, un mago como usted... Disculpe, si no puede
contarme nada es evidente que... En fin, estaba convencido de que si alguien
podía hablarme de ellos, ése era usted, y por eso se me ocurrió preguntárselo.
Harry se admiró de la habilidad de Ryddle: el titubeo, el tono
despreocupado, el prudente halago, todo en la dosis adecuada. Harry tenía la
suficiente experiencia en sonsacar información a sujetos reacios para reconocer
a un maestro en acción. Además, Ryddle daba mucha importancia a la
información que pretendía obtener; quizá llevara semanas preparando ese
momento.
—Bueno —murmuró Slughorn sin dirigirle la mirada y jugueteando con el
lazo de la caja de piña confitada—, no va a pasar nada si te doy una idea
general, desde luego. Sólo para que entiendas el significado de esa palabra.
Horrocrux es la palabra que designa un objeto en el que una persona ha
escondido parte de su alma.
—Ya, pero no acabo de entender el proceso, señor —insistió Ryddle; a
pesar de que controlaba rigurosamente su voz, Harry se dio cuenta de que
estaba emocionado.
—Pues mira, divides tu alma y escondes una parte de ella en un objeto
externo a tu cuerpo. De ese modo, aunque tu cuerpo sea atacado o destruido, no
puedes morir porque parte de tu alma sigue en este mundo, ilesa. Pero, como es
lógico, una existencia así...
El rostro de Slughorn se contrajo y Harry recordó unas palabras que había
oído casi dos años atrás: «Fui arrancado del cuerpo, quedé convertido en algo
que era menos que espíritu, menos que el más sutil de los fantasmas... y, sin
embargo, seguía vivo.»
—... pocos la desearían, Tom, muy pocos. Sería preferible la muerte.
Pero Ryddle no quedó satisfecho: su expresión era de avidez, ya no podía
seguir ocultando sus vehementes ansias.
—¿Qué hay que hacer para dividir el alma?
—Verás —dijo Slughorn, incómodo—, has de tener en cuenta que el alma
debe permanecer intacta y entera. Dividirla es una violación, es algo
antinatural.
—Sí, pero ¿cómo se hace?
—Mediante un acto maligno. El acto maligno por excelencia: matar.
Cuando uno mata, el alma se desgarra. El mago que pretende crear un
Horrocrux aprovecha esa rotura y encierra la parte desgarrada...
—¿La encierra? Pero ¿cómo?
—Hay un hechizo... ¡Pero no me preguntes cuál es porque no lo sé! —
Slughorn negó con la cabeza; parecía un elefante viejo acosado por una nube de
mosquitos—. ¿Acaso tengo aspecto de haberlo intentado? ¿Tengo aspecto de
asesino?
—No, señor, por supuesto que no —se apresuró a decir Ryddle—. Lo
siento, no era mi intención ofenderlo...
—Descuida, no me has ofendido —repuso Slughorn con brusquedad—. Es
natural sentir curiosidad acerca de estas cosas. Los magos de cierta categoría
siempre se han sentido atraídos por ese aspecto de la magia...
—Sí, señor. Pero lo que no entiendo... Se lo pregunto sólo por curiosidad...
No veo demasiada utilidad en utilizar un Horrocrux. ¿Sólo se puede dividir el
alma una vez? ¿No sería mejor, no fortalecería más, dividir el alma en más
partes? Por ejemplo, si el siete es el número mágico más poderoso, ¿no
convendría...?
—¡Por las barbas de Merlín, Tom! ¡Siete! ¿No es bastante grave matar a una
persona? Además... Dividir el alma una vez ya resulta pernicioso, pero
fragmentarla en siete partes... —Slughorn parecía muy preocupado y
contemplaba a Ryddle como si nunca se hubiera fijado bien en él. Harry
comprendió que el profesor lamentaba haber entablado aquella conversación—.
Claro que todo esto —masculló— es puramente hipotético, ¿no? Puramente
teórico...
—Sí, señor, por supuesto —dijo Ryddle con presteza.
—Pero de cualquier modo, Tom, no le digas a nadie lo que te he contado, o
mejor dicho, lo que hemos hablado. A nadie le gustaría saber que hemos estado
charlando sobre Horrocruxes. Mira, es un tema prohibido en Hogwarts.
Dumbledore es muy estricto con este punto...
—No diré ni una palabra, señor —le aseguró Ryddle, y se marchó.
Harry alcanzó a verle el rostro, donde se reflejaba la misma exaltada
felicidad que el día que se enteró de que era un mago, la clase de felicidad que
no realzaba sus hermosas facciones, sino que, en cierto modo, las volvía menos
humanas...
—Gracias, Harry —dijo Dumbledore con voz queda—. Vámonos...
Cuando Harry pisó de nuevo el suelo del despacho, el director ya estaba
sentado a su escritorio. Harry se sentó también y esperó a que Dumbledore
hablara.
—Hacía mucho tiempo que esperaba conseguir ese testimonio —dijo el
anciano profesor al fin—. Y me confirma la teoría en que he estado trabajando;
me demuestra que tengo razón y que todavía queda un largo camino por
recorrer.
De pronto, Harry se fijó en que todos los antiguos directores y directoras
cuyos retratos colgaban de las paredes estaban despiertos y escuchaban con
interés su conversación; incluso un mago corpulento de nariz colorada había
sacado una trompetilla.
—Bien, Harry —prosiguió Dumbledore—. Estoy convencido de que
comprendes la importancia de lo que acabamos de oír. Cuando Tom Ryddle
tenía aproximadamente la misma edad que tú ahora, intentó por todos los
medios averiguar cómo podía alcanzar la inmortalidad.
—¿Y usted cree que lo consiguió, señor? ¿Hizo un Horrocrux y por eso no
murió cuando me atacó a mí? Quizá tenía un Horrocrux escondido en algún
sitio o una parte de su alma estaba a salvo.
—Una parte... o más. Ya has oído a Voldemort: lo que en realidad quería de
Horace era su opinión acerca de qué podría pasarle al mago que creara más de
un Horrocrux. O qué podría pasarle a un mago tan decidido a evitar la muerte
que no le importara matar muchas veces y desgarrar repetidamente su alma
para almacenarla en varios Horrocruxes que luego escondería. Era evidente que
esa información no la encontraría en los libros. Que yo sepa (y que Voldemort
supiera, estoy seguro), hasta ese momento lo máximo que un mago había
logrado era dividir su propia alma en dos. —Dumbledore hizo una breve
pausa, puso en orden sus pensamientos y añadió—: Hace cuatro años recibí lo
que consideré una prueba definitiva de que Voldemort había dividido su alma.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Me la diste tú, Harry —contestó el anciano—. El diario era la prueba, el
diario de Ryddle, el que daba instrucciones sobre cómo volver a abrir la Cámara
de los Secretos.
—No lo entiendo, señor.
—Verás, aunque no vi al Ryddle que salió del diario, lo que tú me
describiste era un fenómeno que yo jamás había presenciado. ¿Un simple
recuerdo que actuaba y pensaba de forma autónoma? ¿Un simple recuerdo que
ponía en peligro la vida de la niña en cuyas manos había caído? No, yo estaba
casi seguro de que dentro de ese libro vivía algo mucho más siniestro: un
fragmento de alma. El diario era un Horrocrux. Y esa certeza resolvía muchas
cuestiones, pero planteaba otras. Lo que más me intrigaba y alarmaba era que
ese diario había sido pensado como arma, y no sólo como salvaguarda.
—Sigo sin entenderlo —repitió Harry.
—Mira, el diario funcionaba como se supone que debe hacerlo un
Horrocrux, es decir, el fragmento de alma encerrado en su interior estaba a
salvo y había contribuido a evitar la muerte de su propietario. Pero Ryddle
quería que ese diario se leyera y deseaba que la parte de su alma encerrada en él
se trasladara al cuerpo de otra persona, que la poseyera, con el fin de poner en
libertad, una vez más, al monstruo de Slytherin.
—Quizá no quería que se desperdiciaran los esfuerzos que había hecho —
opinó Harry—. Y deseaba que la gente supiera que era el heredero de Slytherin,
porque en ese momento él no podía demostrarlo.
—Sí, tienes parte de razón —admitió Dumbledore—. Pero ¿no te das
cuenta, Harry, de que si pretendía que el diario llegara a manos de algún futuro
alumno de Hogwarts por el medio que fuera, estaba siendo muy descuidado
con el valioso fragmento de su alma escondido dentro? El propósito de un
Horrocrux, como explicó el profesor Slughorn, es mantener una parte del ser
oculta y a salvo, no dejarla tirada por ahí para que la encuentre cualquiera y
arriesgarse a que la destruyan, como de hecho ocurrió: ese fragmento de alma
en particular ya no existe. Tú te encargaste de ello.
»La negligencia con que Voldemort trataba su Horrocrux me parecía muy
sospechosa. Sugería que había creado o planeaba crear más Horrocruxes, y que
por eso la pérdida del primero no resultaba tan perjudicial. Yo no quería
creerlo, pero era lo único que tenía sentido.
»Dos años más tarde, tú me contaste que la noche en que Voldemort
regresó a su cuerpo hizo una declaración sumamente alarmante y esclarecedora
a sus mortífagos: "Yo, que he ido más lejos que nadie en el camino hacia la
inmortalidad." Eso fue lo que dijo, según tú: "más lejos que nadie". Y yo creí
entender qué significaba, aunque los mortífagos no lo comprendieran. Se refería
a sus Horrocruxes, Horrocruxes en plural, Harry, algo que supongo que no ha
tenido jamás ningún otro mago. Y sin embargo encajaba: lord Voldemort
parecía haberse vuelto menos humano con el paso del tiempo, y la
transformación que había experimentado sólo me parecía explicable si su alma
había sido mutilada hasta más allá de los límites de lo que podríamos llamar la
maldad "normal".
—¿Así que matando a otras personas ha logrado que sea imposible matarlo
a él? —preguntó Harry—. Si tanto le interesaba la inmortalidad, ¿por qué no
hacía una piedra filosofal o robaba una?
—Bueno, ya sabemos que lo intentó hace cinco años —le recordó
Dumbledore—. Pero, a mi entender, hay varias razones por las que una piedra
filosofal debía de atraerlo menos que los Horrocruxes.
«Aunque, en efecto, el Elixir de la Vida prolonga la existencia, debe beberse
regularmente durante toda la eternidad si el sujeto pretende seguir siendo
inmortal. Por lo tanto, Voldemort dependería por completo de dicho elixir, y si
éste se agotaba o se contaminaba, o si le robaban la piedra filosofal, moriría
igual que cualquier otro mortal. A Voldemort le gusta trabajar solo, no lo
olvides. Creo que la idea de depender de algo, aunque fuera del Elixir de la
Vida, debía de resultarle intolerable. Naturalmente, estaba dispuesto a beberlo
si de ese modo lograba salir de la espantosa pseudo-vida a la que quedó
condenado después de atacarte a ti, pero sólo con el propósito de recuperar un
cuerpo. Estoy convencido de que a partir de entonces decidió seguir confiando
en sus Horrocruxes: si lograba recuperar la forma humana, no necesitaría nada
más. Ya era inmortal, ¿entiendes? O tan inmortal como puede llegar a ser un
hombre.
»Pero ahora, Harry, con esta información en la mano, con el crucial
recuerdo que has logrado obtener para nosotros, estamos más cerca de lo que
nadie ha estado nunca de obtener el secreto para acabar con lord Voldemort. Ya
has oído lo que dijo: "¿No sería mejor, no fortalecería más, dividir el alma en
más partes? Por ejemplo, si el siete es el número mágico más poderoso..." ¡Si el
siete es el número mágico más poderoso! Sí, creo que la idea de un alma
dividida en siete partes debía de seducirlo plenamente.
—¿Creó siete Horrocruxes? —dijo Harry, aterrado, mientras varios retratos
emitían ruiditos de asombro e indignación—. Pero entonces podrían estar
escondidos en cualquier rincón del mundo, enterrados o invisibles...
—Me satisface comprobar que sabes valorar la magnitud del problema —
repuso el director con serenidad—. Pero, antes de nada, permíteme que te
corrija, Harry: no creó siete Horrocruxes, sino seis. La séptima parte de su alma,
aunque mutilada, reside en su regenerado cuerpo. Esa fue la parte de su ser que
llevó una existencia espectral durante sus largos años de exilio; sin ella,
Voldemort no es nada. Esa séptima parte de alma, la parte que vive en su
cuerpo, es la última que cualquiera que desee matar a Voldemort debe atacar.
—Pero entonces, los seis Horrocruxes... —dijo Harry con cierta
desesperación— ¿qué se supone que hemos de hacer para encontrarlos?
—Olvidas que tú ya has destruido uno. Y yo otro.
—¿Ah, sí? —se extrañó Harry.
—Sí, así es —confirmó Dumbledore, y levantó la ennegrecida y
chamuscada mano—: el anillo, Harry. El anillo de Sorvolo. Y también la terrible
maldición que llevaba consigo. De no ser por mi prodigiosa destreza (perdona
mi falta de modestia) y por la oportuna intervención del profesor Snape cuando
regresé gravemente herido a Hogwarts, quizá no hubiese vivido para contarte
la historia. Sin embargo, una mano atrofiada no parece un precio desorbitado
por una séptima parte del alma de Voldemort. El anillo ya no es un Horrocrux.
—Pero ¿cómo lo encontró?
—Como ahora sabes, llevo muchos años dedicado a recabar información
acerca del pasado de Voldemort. He viajado mucho y he visitado los lugares
donde él estuvo. El anillo lo encontré oculto entre las ruinas de la casa de los
Gaunt. Al parecer, tras conseguir encerrar una parte de su alma en el interior
del anillo, ya no quiso llevarlo puesto. Así que lo escondió, protegido mediante
diversos y poderosos sortilegios, en la casucha donde habían vivido sus
antepasados (cuando a Morfin ya lo habían enviado a Azkaban, por supuesto),
y no se le ocurrió que un día yo me tomaría la molestia de visitar las ruinas, ni
que me mantendría atento por si detectaba algún rastro de ocultación mágica.
»Sin embargo, no deberíamos echar las campanas al vuelo. Tú destruiste el
diario y yo el anillo, pero, si nuestra teoría del alma dividida en siete partes es
correcta, aún quedan cuatro Horrocruxes.
—¿Y podrían ser cualquier cosa? —preguntó Harry—. ¿Podrían ser latas
viejas o... no sé, botellas de poción vacías?
—Estás pensando en los trasladores, Harry, esos objetos normales y
corrientes, fáciles de pasar por alto. Pero ¿utilizaría lord Voldemort latas o
botellas de poción viejas para guardar algo tan precioso para él como su alma?
Olvidas lo que te he mostrado. A lord Voldemort le gustaba coleccionar trofeos
y prefería los objetos que poseyeran una intensa historia mágica. Su orgullo, su
fe en su propia superioridad, su voluntad de hacerse un nombre destacado en
la historia mágica... todo eso me hace pensar que debió de elegir sus
Horrocruxes con cierto cuidado, decantándose por objetos dignos de semejante
honor.
—El diario no era muy especial.
—El diario, como tú mismo has dicho, era una prueba de que Voldemort
era el heredero de Slytherin; estoy seguro de que él le atribuía una gran
importancia.
—¿Y los otros Horrocruxes? —preguntó Harry—. ¿Usted sabe qué son,
señor?
—Sólo puedo hacer conjeturas. Por las razones que ya he explicado, creo
que lord Voldemort eligió objetos que por sí mismos poseen cierto esplendor.
Por lo tanto, he indagado en su pasado para ver si encontraba indicios de que
algún elemento de ese tipo hubiera desaparecido estando él cerca.
—¡El guardapelo! —exclamó Harry—. ¡La copa de Hufflepuff.
—Sí —dijo Dumbledore sonriente—. Me apostaría algo (la otra mano no,
pero quizá sí un par de dedos) a que se convirtieron en los Horrocruxes
números tres y cuatro. Los otros dos, suponiendo, una vez más, que Voldemort
creara un total de seis, resultan más problemáticos; con todo, me atrevería a
aventurar que, tras guardar en lugar seguro las reliquias de Hufflepuff y de
Slytherin, decidió buscar otros objetos que hubieran pertenecido a Gryffindor o
Ravenclaw. No me cabe duda de que las pertenencias de los cuatro fundadores
ejercían un poderoso atractivo para la imaginación de Voldemort. No puedo
garantizar que haya encontrado algo de Ravenclaw, pero tengo la seguridad de
que la única reliquia conocida de Gryffindor permanece a buen recaudo.
Dumbledore señaló con sus renegridos dedos la pared a su espalda, donde
una espada con rubíes incrustados reposaba en una urna de cristal.
—¿Cree que por eso Voldemort quería regresar a Hogwarts, señor? ¿Para
buscar algo que hubiera pertenecido a los otros fundadores?
—Eso es exactamente lo que creo —confirmó Dumbledore—. Pero, por
desgracia, ese convencimiento no nos permite progresar mucho porque él se
marchó del castillo sin haber podido registrarlo, o eso creo. Así pues, me veo
obligado a pensar que nunca vio cumplida su ambición de recoger un objeto de
cada uno de los cuatro fundadores de Hogwarts. Tenía dos, eso sí; hasta es
posible que encontrara tres. De momento, eso es todo.
—Pero, aunque hubiera logrado hacerse con algo de Ravenclaw o de
Gryffindor, aún quedaría un sexto Horrocrux —dijo Harry contando con los
dedos—. A menos que consiguiera ambos, ¿no?
—No lo creo. Me parece saber qué es el sexto Horrocrux. ¿Qué dirías si te
confieso que he sentido cierta curiosidad por el comportamiento de la serpiente
Nagini?
—¿La serpiente? —repitió Harry con asombro—. ¿Se pueden hacer
Horrocruxes con animales?
—Bueno, no es aconsejable. Confiarle una parte de tu alma a algo capaz de
pensar y moverse por sí mismo es un asunto muy arriesgado. Con todo,
suponiendo que mis cálculos sean correctos, a Voldemort todavía le faltaba un
Horrocrux, si quería reunir seis, cuando entró en la casa de tus padres con la
intención de matarte.
«Parece que reservaba el proceso de crear Horrocruxes para las muertes
más importantes. La tuya, desde luego, lo habría sido mucho. Voldemort creía
que matándote destruiría el peligro anunciado por la profecía y que de ese
modo él se haría invencible. Estoy convencido de que pretendía crear su último
Horrocrux utilizando tu muerte.
»Como es obvio, no lo logró. Sin embargo, tras un intervalo de varios años
utilizó a Nagini para matar a un anciano muggle y quizá entonces se le ocurriera
convertir a la serpiente en su último Horrocrux. Nagini subraya su relación con
Slytherin, y eso realza el halo de misterio de lord Voldemort. Me inclino a
pensar que siente más cariño por ella que por cualquier otro ser; le gusta tenerla
cerca y da la impresión de que la domina asombrosamente, incluso tratándose
de un hablante de pársel.
—A ver —dijo Harry—, hemos destruido el diario y el anillo. La copa, el
guardapelo y la serpiente todavía están intactos, y usted cree que podría haber
un Horrocrux que perteneció a Ravenclaw o Gryffindor, ¿no?
—En efecto, un resumen admirablemente conciso y exacto —dijo el director
inclinando la cabeza.
—Y... ¿sigue usted buscándolos, señor? ¿Por eso se ausenta del colegio?
—Correcto. Llevo mucho tiempo buscando. Y es posible que esté a punto
de encontrar otro. Hay indicios esperanzadores.
—Y si lo encuentra —saltó Harry—, ¿me dejará ir con usted y ayudarlo a
que lo destruya?
—Sí, creo que sí —respondió el director mirándolo a los ojos.
—¿Podré ir? —repitió el muchacho, sin dar crédito a sus oídos.
—Sí, Harry —reafirmó Dumbledore con una sonrisa—. Creo que te has
ganado ese derecho.
Harry sintió que se hinchaba de orgullo. Por una vez, no adoptaban con él
una actitud protectora ni le aconsejaban cautela, y eso resultaba muy
reconfortante. Los directores y directoras que colgaban de las paredes no
parecían tan favorablemente impresionados por la decisión de Dumbledore;
algunos menearon la cabeza y Phineas Nigellus soltó un resoplido de
desaprobación.
—¿Sabe lord Voldemort cuándo se destruye un Horrocrux, señor? ¿Lo
nota? —inquirió el muchacho sin hacer caso a los retratos.
—Una pregunta muy interesante, Harry. Creo que no. Creo que ahora está
tan sumido en su maldad, y esas indispensables partes de su alma llevan tanto
tiempo separadas de él, que ya no siente como nosotros. Quizá en el momento
de la muerte se dé cuenta de su pérdida... Pero no se enteró, por ejemplo, de
que el diario había sido destruido hasta que obligó a Lucius Malfoy a revelarle
la verdad. Tengo entendido que cuando descubrió que el diario había sido
mutilado y desprovisto de todos sus poderes, su cólera fue devastadora.
—Pero ¿no fue él quien le pidió a Lucius Malfoy que introdujera el diario
en Hogwarts?
—Sí, así es, aunque de eso hace muchos años, cuando estaba seguro de que
podría crear más Horrocruxes. Además, Lucius tenía que esperar a que le diera
la orden de actuar, pero nunca la recibió porque Voldemort se esfumó poco
después de entregarle el diario. No cabe duda de que creyó que Malfoy no se
atrevería a hacer nada con el Horrocrux salvo guardarlo con sumo cuidado.
Pero pasaron los años y Lucius dio por muerto a su autor. Lucius no sabía qué
era en realidad el diario, claro. Me consta que Voldemort le había dicho que ese
libro permitiría que la Cámara de los Secretos volviera a abrirse porque se le
había hecho un astuto sortilegio. De haber sabido que tenía entre las manos una
parte del alma de su amo, sin duda lo habría tratado con más respeto, pero
actuó por su cuenta y puso en práctica el antiguo plan en su propio beneficio:
poniendo el diario en manos de la hija de Arthur Weasley pretendía
desacreditar a éste, hacer que me echaran de Hogwarts y librarse de un objeto
altamente comprometedor, todo de una vez. ¡Ay, pobre Lucius...! Entre la furia
de Voldemort al enterarse de que había utilizado el Horrocrux para lograr sus
propios fines, dando lugar a que se destruyera, y el fracaso en el ministerio el
año pasado, no me sorprendería que ahora Lucius se alegrara de estar a salvo
en Azkaban, aunque no lo reconozca.
—Y si todos esos Horrocruxes se destruyeran, ¿se podría matar a
Voldemort? —preguntó Harry tras un momento de reflexión.
—Sí, creo que sí. Sin sus Horrocruxes, Voldemort será un hombre mortal
con el alma deteriorada y menoscabada. Pero no olvides que, aunque su alma
esté dañada y no pueda recomponerse, su mente y sus poderes mágicos
permanecen intactos. Harán falta un poder y una habilidad excepcionales para
matar a un mago como él, incluso sin los Horrocruxes.
—Pero yo no tengo un poder ni una habilidad excepcionales —arguyó
Harry.
—Sí los tienes —replicó Dumbledore con firmeza—. Tienes un poder que
Voldemort nunca ha tenido. Tú puedes...
—¡Ya lo sé! —saltó Harry, impaciente—. ¡Yo puedo amar! —Y se contuvo
de añadir: «¡Qué gran ayuda!»
—Exacto, Harry, tú tienes el poder de amar —dijo Dumbledore, y dio la
impresión de que sabía muy bien qué había estado a punto de decir Harry —. Y
eso, teniendo en cuenta todo lo que te ha pasado, es algo grandioso y
extraordinario. Todavía eres demasiado joven para entender lo excepcional que
eres.
—Entonces, cuando la profecía dice que yo tendré «un poder que el Señor
Tenebroso no conoce», ¿se refiere sólo al amor? —preguntó Harry, un poco
decepcionado.
—En efecto, sólo al amor. Pero no olvides nunca que la predicción de la
profecía sólo tiene valor porque Voldemort se lo concedió. Ya te lo expliqué a
finales del curso pasado: Voldemort te señaló a ti como la persona que mayor
peligro podía entrañar para él, y al hacerlo ¡te convirtió efectivamente en la
persona que mayor peligro entrañaría para él!
—En realidad viene a ser lo mismo...
—¡No, no lo es! —discrepó Dumbledore, y su tono empezaba a denotar
impaciencia. Señalando a Harry con su negra y marchita mano, añadió—: ¡Das
demasiado valor a la profecía!
—Pero si... pero si usted me dijo que significa...
—Si Voldemort no hubiera oído hablar de la profecía, ¿se habría cumplido
ésta? ¿Habría significado algo? ¡Claro que no! ¿Acaso crees que todas las
profecías de la Sala de las Profecías se han cumplido?
—Pero... —persistió Harry, desconcertado— pero el año pasado usted dijo
que uno de nosotros tendría que matar al otro...
—¡Harry, Harry! ¡Te lo dije porque Voldemort cometió un grave error y dio
por buenas las palabras de la profesora Trelawney! Si él no hubiera matado a tu
padre, ¿habría hecho surgir en ti un furioso deseo de venganza? ¡Claro que no!
Y si no hubiera obligado a tu madre a morir por ti, ¿te habría conferido una
protección mágica que él no podría vencer? ¡Pues claro que no! ¿Acaso no lo
entiendes? ¡El propio Voldemort creó a su peor enemigo, como hacen los
tiranos! ¿Tienes idea de hasta qué punto éstos temen a la gente que someten?
Todos los opresores comprenden, tarde o temprano, que entre sus muchas
víctimas habrá al menos una que algún día se alzará contra ellos y les plantará
cara. ¡Voldemort no es ninguna excepción! El ya estaba alerta por si aparecía
alguien capaz de desafiarlo. ¡Oyó la profecía y decidió actuar, y como
consecuencia de ello no sólo escogió a la persona con más posibilidades para
acabar con él, sino que le entregó unas armas excepcionalmente mortíferas!
—Pero...
—¡Es fundamental que entiendas esto! —insistió Dumbledore, y se levantó
para pasearse por la habitación haciendo ondear su relumbrante túnica. Harry
nunca lo había visto tan alterado—. ¡Al intentar matarte, el propio Voldemort
señaló a la extraordinaria persona que está ante mí y le proporcionó las
herramientas necesarias para realizar el trabajo! El tiene la culpa de que tú
pudieras adivinar sus pensamientos, sus ambiciones, e incluso de que entiendas
el lenguaje de las serpientes que él emplea para transmitir órdenes; y sin
embargo, Harry, pese a tu privilegiada comprensión del mundo de Voldemort
(un don por el que cualquier mortífago mataría), nunca te han seducido las
artes oscuras, nunca, ¡ni siquiera por un segundo has mostrado el menor deseo
de unirte a los seguidores de Voldemort!
—¡Por supuesto que no! ¡El mató a mis padres!
—¡Lo que significa que te protege tu capacidad de amar! —concluyó
Dumbledore elevando la voz—. ¡Esa es la única protección efectiva contra unas
ansias de poder como las de Voldemort! ¡A pesar de todas las tentaciones que
has resistido y del sufrimiento que has soportado, tu corazón sigue puro, tan
puro como cuando tenías once años y te miraste en un espejo que reflejó los
deseos de ese corazón tuyo! El espejo te mostró el modo de desbaratar los
planes de Voldemort, pero no te tentó con la inmortalidad ni las riquezas. ¿Te
das cuenta, Harry, de que muy pocos magos habrían podido ver lo que tú viste
en ese espejo? ¡Voldemort debió haber comprendido entonces a qué se
enfrentaba, pero no lo hizo!
»Ahora sí sabe qué clase de adversario eres. Tú te asomaste a su mente sin
sufrir daño, pero él no puede poseerte sin padecer una agonía mortal, como
descubrió en el ministerio. Pero sigue sin entender por qué. Tenía tanta prisa
por cercenar su propia alma que no se detuvo a valorar el incomparable poder
de un alma íntegra e intachable.
—Pero señor —dijo Harry, y se esforzó en no parecer discutidor—, al fin y
al cabo da lo mismo, ¿no? Tengo que intentar matarlo o...
—¿Que tienes que intentarlo? —lo interrumpió el director—. ¡Claro que sí!
¡Pero no por la profecía, sino porque sabes que no descansarás hasta que lo
hayas intentado! ¡Ambos lo sabemos! ¡Imagínate, aunque sólo sea un momento,
que nunca hubieras oído esa profecía! ¿Cómo juzgarías a Voldemort? ¡Piensa!
Harry se quedó mirando a Dumbledore, que no cesaba de pasearse delante
de él, y reflexionó. Pensó en su madre, en su padre y en Sirius; pensó en Cedric
Diggory; pensó en todos los horrores cometidos por Voldemort y sintió como si
una llama le ardiera dentro del pecho y le abrasara la garganta.
—Querría verlo muerto —murmuró—. Y querría matarlo yo.
—¡Pues claro! —exclamó Dumbledore—. ¿Lo ves? ¡La profecía no significa
que tú tengas que hacer nada! Pero la profecía provocó que lord Voldemort «te
señalara como su igual»... Dicho de otro modo, tú tienes libertad para elegir tu
camino, eres libre para rechazar la profecía. En cambio, Voldemort sigue
otorgándole un gran valor. El seguirá persiguiéndote, y eso garantiza que...
—Que uno de nosotros acabará matando al otro —dijo Harry, y por fin
comprendió lo que Dumbledore intentaba explicarle: la diferencia entre dejarse
arrastrar al ruedo para librar una lucha a muerte o salir al ruedo con la cabeza
alta. Algunos dirían, quizá, que los dos caminos no eran tan distintos, pero
Dumbledore sabía («Y yo también —pensó Harry con un arrebato de fiero
orgullo— y mis padres también») que la diferencia era enorme.
24
¡Sectumsempra!
En la clase de Encantamientos de la mañana siguiente, Harry, agotado pero muy satisfecho de la última clase particular con Dumbledore (y después de
hacerles el hechizo muffliato a los que tenía más cerca), les explicó a Ron y
Hermione lo que había sucedido. Sus dos amigos se mostraron muy
impresionados por la manera como le había sonsacado el recuerdo a Slughorn y
se sintieron sobrecogidos cuando les habló de los Horrocruxes de Voldemort y
les contó que Dumbledore había prometido llevarlo con él si encontraba otro de
éstos.
—¡Uau! —exclamó Ron embelesado, mientras agitaba distraídamente su
varita apuntando al techo sin prestar la menor atención—. ¡Uau! Vas a ir con
Dumbledore... para destruir... ¡Uau!
—Ron, estás provocando que nieve —le advirtió Hermione con paciencia, y
le desvió la varita para que dejara de apuntar al techo, del que empezaban a
caer unos gruesos y blancos copos. Lavender Brown, que tenía los ojos
enrojecidos, fulminó con la mirada a Hermione desde una mesa cercana, y ésta
soltó el brazo de Ron.
—¡Oh, vaya! —se asombró el muchacho, y se miró los hombros—. Lo
siento... Ahora parece que todos tengamos una caspa horrible. —Sacudió la
nieve falsa que Hermione tenía en el hombro y Lavender rompió a llorar. Ron
puso cara de sentirse tremendamente culpable y le dio la espalda—. Es que
anoche cortamos cuando me vio salir del dormitorio con Hermione —le explicó
a Harry por lo bajo—. Como a ti no podía verte porque llevabas puesta la capa,
creyó que habíamos estado solos.
—Bueno, pero no te importa que se haya acabado, ¿no?
—No —admitió Ron—. Fue muy desagradable cuando se puso a chillarme,
pero al menos no tuve que cortar yo.
—Cobarde —dijo Hermione, aunque daba la impresión de que aquella
historia le resultaba graciosa—. En fin, se ve que la pasada noche fue mala para
los romances en general. Ginny y Dean también han cortado, Harry.
A él le pareció que Hermione lo miraba con suspicacia, pero era imposible
que ella supiera que de pronto sus entrañas se habían puesto a bailar la conga.
Esforzándose por no cambiar la expresión y por hablar con un tono lo más
indiferente posible, preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Pues mira, ha sido por una tontería. Ginny le dijo que estaba harta de que
siempre la ayudara a pasar por el hueco del retrato, como si no pudiera hacerlo
ella sola. Pero la verdad es que hacía tiempo que no les iban bien las cosas.
Harry miró a Dean, en el otro extremo del aula, y comprobó que no parecía
nada contento.
—Esto te plantea un pequeño dilema, ¿verdad? —dijo Hermione.
—¿Qué quieres decir? —se apresuró a replicar Harry.
—El equipo de quidditch —aclaró Hermione—. Si Ginny y Dean no se
hablan...
—¡Ah! ¡Ah, sí! Claro...
—Que viene Flitwick —les previno Ron.
El menudísimo maestro de Encantamientos se dirigía bamboleándose hacia
ellos, y Hermione era la única que había logrado convertir el vinagre en vino; su
frasco de cristal estaba lleno de un líquido rojo oscuro, mientras que los frascos
de Harry y Ron todavía presentaban un contenido marrón fangoso.
—A ver, a ver, chicos —los regañó el profesor con su voz de pito—. Menos
charla y más acción, por favor. Dejadme ver cómo lo intentáis...
Los dos muchachos alzaron sus varitas, concentrándose al máximo, y
apuntaron a sus frascos. El vinagre de Harry se convirtió en hielo y el frasco de
Ron explotó.
—Muy bien, seguid practicando, pero en vuestro tiempo libre —dijo
Flitwick mientras salía de debajo de la mesa y se quitaba fragmentos de cristal
del sombrero.
Después de la clase de Encantamientos, los tres amigos tenían una de esas
escasas horas libres en que coincidían y se dirigieron a la sala común. A Ron se
lo veía de muy buen humor después de haber cortado con Lavender, y
Hermione también parecía contenta, aunque, cuando le preguntaron por qué
estaba tan sonriente, se limitó a contestar: «No sé, porque hace un día muy
bonito.» Ninguno de los dos había advertido que en la mente de Harry se
estaba librando una cruel batalla:
Es la hermana de Ron.
¡Pero le ha dado calabazas a Dean!
Sigue siendo la hermana de Ron.
¡Soy su mejor amigo!
Eso sólo empeora las cosas.
Si antes de hacer nada hablara con él...
Te pegaría un puñetazo.
¿Y si eso no me importa?
¡Es tu mejor amigo!
Harry casi ni se dio cuenta de que entraban en la soleada sala común por el
hueco del retrato, y apenas se fijó en el reducido grupo de alumnos de séptimo
año que había allí, hasta que Hermione gritó:
—¡Katie! ¡Has vuelto! ¿Ya te encuentras bien?
Harry, sorprendido, se quedó mirándola de hito en hito: sí, era Katie Bell,
con un aspecto de lo más saludable y rodeada de sus amigas, radiantes de
alegría.
—¡Sí, muy bien! —contestó ella, muy contenta—. El lunes me dejaron salir
de San Mungo. Pasé un par de días en casa con mis padres y esta mañana he
vuelto al colegio. Leanne me estaba contando lo de McLaggen y el último
partido, Harry...
—Ya —dijo él—. Bueno, ahora que has vuelto y Ron ya está recuperado,
tenemos posibilidades de machacar a Ravenclaw, y eso significa que todavía
podemos luchar por la Copa. Oye, Katie...
Necesitaba formularle esa pregunta de inmediato; sentía tanta curiosidad
que hasta Ginny desapareció por unos instantes de su mente. Bajó la voz
mientras las amigas de Katie empezaban a recoger sus cosas porque llegaban
tarde a la clase de Transformaciones.
—Aquel collar... ¿Te acuerdas ya de quién te lo dio?
—No —respondió Katie negando con la cabeza, apesadumbrada—. Todo el
mundo me lo ha preguntado, pero no tengo ni idea. Lo último que recuerdo es
que entré en el lavabo de señoras de Las Tres Escobas.
—Entonces, ¿estás segura de que entraste en el lavabo? —preguntó
Hermione.
—Bueno, al menos sé que abrí la puerta; supongo que quienquiera que me
haya echado la maldición imperius estaba esperando dentro. No recuerdo nada
de lo sucedido después, hasta que recobré la conciencia en San Mungo, hace
dos semanas. Perdonadme, pero tengo que irme. No me extrañaría nada que
McGonagall me castigara con copiar aunque éste sea el día de mi vuelta al
colegio...
Recogió la mochila y los libros y siguió a sus amigas. Harry, Ron y
Hermione se sentaron a una mesa junto a una ventana y cavilaron sobre lo que
Katie les había contado.
—Debió de ser una niña o una mujer —razonó Hermione—; de lo contrario,
no habría podido esperarla en el lavabo de señoras.
—O alguien que parecía una niña o una mujer —observó Harry—. No
olvidéis que en Hogwarts había un caldero lleno de poción multijugos. Ya
sabemos que robaron un poco... —Se imaginó a varias parejas de Crabbes y
Goyles transformados en chicas contoneándose como si desfilaran por una
pasarela—. Me parece que beberé otro trago de Felix Felicis —anunció— e iré a
probar fortuna con la Sala de los Menesteres.
—Eso sería malgastar la poción —opinó Hermione, dejando el Silabario del
hechicero que acababa de sacar de la mochila—. La suerte no lo soluciona todo,
Harry. El caso de Slughorn era diferente; tú ya tenías la capacidad para
convencerlo y sólo necesitabas amañar un poco las circunstancias. Pero la suerte
no te servirá para romper un poderoso sortilegio. Y en cambio, necesitarás toda
la que puedas obtener si Dumbledore te lleva con él... —añadió con un
susurro—. Así pues, no malgastes el resto de esa poción.
—¿No podríamos preparar un poco más? —le preguntó Ron a Harry—.
Sería genial tener una reserva de Felix Felicis. ¿Por qué no miras en el libro...?
Harry sacó de la mochila su Elaboración de pociones avanzadas y buscó Felix
Felicis.
—¡Jo, es complicadísimo! —dijo recorriendo con la mirada la lista de
ingredientes—. Y tarda seis meses en obtenerse porque hay que dejarlo en
infusión...
—¡Típico! —comentó Ron.
Harry se disponía a guardar el libro cuando se fijó en una página que tenía
un extremo doblado; la abrió y vio el hechizo Sectumsempra, con el comentario
«para enemigos», que había marcado unas semanas atrás. Todavía no había
averiguado qué efecto tenía, sobre todo porque no quería probarlo en presencia
de Hermione, pero se estaba planteando probarlo con McLaggen la próxima
vez que surgiera a sus espaldas por sorpresa.
El único al que no le hizo mucha gracia enterarse del regreso de Katie Bell
fue Dean Thomas, porque ya no podría sustituirla jugando de cazador en el
equipo de quidditch. Cuando Harry se lo comunicó, el chico encajó el golpe con
entereza y se limitó a gruñir y encogerse de hombros; pero luego a Harry le
pareció que Dean y Seamus murmuraban a sus espaldas, furiosos.
Los entrenamientos de quidditch de las dos semanas siguientes fueron los
mejores desde que Harry era capitán. El equipo estaba tan contento de haberse
librado de McLaggen y de la vuelta de Katie que volaban como nunca.
Ginny no parecía nada disgustada por haber roto con Dean, sino más bien
todo lo contrario: era el alma del equipo. Sus imitaciones de Ron
bamboleándose delante de los postes de gol cuando la quaffle iba a toda
velocidad hacia él, o de Harry gritándole órdenes a McLaggen antes de recibir
un porrazo y perder el conocimiento, hacían que todos se partieran de risa.
Harry, que reía tanto como los demás, se alegraba de tener una excusa inocente
para mirarla; durante los entrenamientos se había lesionado varias veces con las
bludgers porque estaba bastante distraído.
En su mente seguía librándose una batalla: ¿Ginny o Ron? A veces pensaba
que al nuevo Ron (el que había cortado con Lavender) quizá no le importara
que le pidiera a Ginny que saliera con él, pero luego recordaba la cara que su
amigo había puesto el día que la vio besándose con Dean, y estaba seguro de
que Ron consideraría una traición imperdonable que él le cogiera siquiera la
mano a su hermana.
Sin embargo, Harry no podía evitar hablar con ella, reír con ella, volver del
entrenamiento con ella; por mucho que le remordiera la conciencia, a menudo
se sorprendía pensando qué podía hacer para estar a solas con Ginny. Habría
sido perfecto que Slughorn organizara otra de sus fiestas privadas porque Ron
no habría ido, pero por desgracia Slughorn las había descartado de momento.
En un par de ocasiones se planteó pedirle ayuda a Hermione, aunque no se
sentía capaz de soportar la cara de petulancia que pondría su amiga; ya le había
parecido detectarla a veces cuando lo pillaba mirando a Ginny, o riéndose con
sus chistes. Y para complicarlo todo aún más, temía que alguien se le adelantara
y le pidiera a Ginny que saliera con él: al menos Ron y él estaban de acuerdo en
que ella tenía demasiado éxito.
Entre una cosa y otra, la tentación de beber otro sorbo de Felix Felicis cada
vez era más fuerte, ya que se trataba de un caso en que, como decía Hermione,
era aconsejable «amañar un poco las circunstancias». Transcurría el mes de
mayo y los días eran templados y agradables. Todas las veces que Harry veía a
Ginny, Ron estaba pegado a él, pero no sabía cómo hacerle comprender que lo
mejor que podía pasarle era que su mejor amigo y su hermana se enamoraran,
ni cómo conseguir que los dejara un rato a solas. Se acercaba el día del último
partido de quidditch y no parecía el momento más propicio para lograr
ninguna de esas dos cosas: Ron siempre tenía alguna táctica que comentar con
Harry y no disponía de tiempo para pensar en nada más.
Pero Ron no era un caso aislado en cuanto a obsesionarse con el quidditch.
El partido entre Gryffindor y Ravenclaw había despertado una tremenda
expectativa en todo el colegio, ya que con él se decidiría el campeonato. Si
Gryffindor ganaba por más de trescientos puntos (era mucho pedir, pero Harry
nunca había visto volar mejor a su equipo), obtendrían la Copa; si ganaban por
menos, quedarían en segundo lugar detrás de Ravenclaw; si perdían por cien
puntos quedarían terceros detrás de Hufflepuff; y si perdían por más,
quedarían en cuarto lugar y nadie, creía Harry, le dejaría olvidar jamás que
había capitaneado a Gryffindor hacia su primera derrota absoluta en dos siglos.
El período previo a ese trascendental partido gozaba de todos los
ingredientes habituales: los miembros de las casas rivales intentaban intimidar
a los jugadores de los equipos contrarios en los pasillos; los seguidores cantaban
a voz en grito desagradables tonadillas acerca de determinados adversarios al
verlos pasar, y los jugadores se pavoneaban cuando sus seguidores los
vitoreaban, pero entre clase y clase corrían a los lavabos para vomitar de puro
nerviosismo. Por su parte, mentalmente Harry asociaba el resultado del partido
al éxito o fracaso de sus planes respecto a Ginny: si ganaban por más de
trescientos puntos, las escenas de euforia y la animada fiesta posterior quizá
resultaran tan favorables como un buen trago de Felix Felicis.
En medio de todas estas expectativas, Harry no había olvidado su otro gran
objetivo: averiguar qué hacía Malfoy en la Sala de los Menesteres. Todavía
examinaba el mapa del merodeador de vez en cuando, y como casi nunca
lograba localizarlo, deducía que seguía pasando mucho tiempo dentro de la
sala. Aunque estaba perdiendo la esperanza de lograr entrar en ella, lo
intentaba siempre que pasaba cerca; sin embargo, por mucho que modificara la
fórmula de su petición, la puerta seguía sin aparecer.
Unos días antes del partido, Harry bajó a cenar solo desde la sala común,
pues Ron había corrido a un lavabo cercano para vomitar una vez más y
Hermione había ido a ver a la profesora Vector para comentarle un supuesto
error cometido en su última redacción de Aritmancia. Dio un rodeo como solía
hacer, más por costumbre que por otra cosa, y recorrió el pasillo del séptimo
piso mientras consultaba el mapa del merodeador. Como no veía a Malfoy por
ningún sitio, dedujo que estaría en la Sala de los Menesteres, pero de pronto
descubrió el puntito «Malfoy» en un lavabo de chicos del piso inferior. Y no
estaba con Crabbe o Goyle, sino con Myrtle la Llorona.
Harry no apartó los ojos de aquella extraña pareja hasta que se dio de
bruces contra una armadura. El estrépito lo rescató de su ensimismamiento y se
alejó a toda prisa por si aparecía Filch. Bajó como un rayo la escalinata de
mármol y recorrió el primer pasillo que encontró en el piso de abajo. Al llegar al
lavabo, pegó la oreja a la puerta. No oyó nada, de modo que la abrió con
cautela.
Draco Malfoy estaba de pie, de espaldas a la puerta, agarrado con ambas
manos a la pila y con su rubia cabeza agachada.
—No llores... —canturreaba Myrtle la Llorona desde un cubículo—. No
llores... Dime qué te pasa... Yo puedo ayudarte...
—Nadie puede ayudarme —se lamentó Malfoy, sacudido por fuertes
temblores—. No puedo hacerlo, no puedo... no saldrá bien... Pero si no lo hago
pronto... él me matará...
Harry se quedó paralizado al darse cuenta de que Malfoy estaba llorando
de verdad: las lágrimas le resbalaban por el pálido rostro y caían en la sucia
pila. Malfoy emitió un grito ahogado y tragó saliva. Entonces, con un brusco
estremecimiento, levantó la cabeza, se miró en el resquebrajado espejo y a sus
espaldas vio a Harry mirándolo de hito en hito desde la puerta.
Malfoy se dio la vuelta y lo apuntó con su varita. Harry sacó la suya
rápidamente. El maleficio de Malfoy le pasó rozando e hizo pedazos una
lámpara que había en la pared. Harry se lanzó hacia un lado, pensó
«¡Levicorpus!» y agitó la varita, pero Malfoy bloqueó el embrujo y se preparó de
nuevo para...
—¡No! ¡No! ¡Basta! —chilló Myrtle la Llorona, y su voz resonó en las paredes
revestidas de azulejos—. ¡Basta! ¡Basta!
Hubo un fuerte estallido y el cubo que había detrás de Harry explotó. El
muchacho intentó echar la maldición de las piernas unidas, que rebotó en la
pared, detrás de la oreja de Malfoy, y destrozó la cisterna adonde se había
subido Myrtle, que gritó a voz en cuello. Salía agua por todas partes y Harry
resbaló al tiempo que Malfoy, con la cara contorsionada, gritaba:
—¡Crucia...!
—¡¡Sectumsempra!! —bramó Harry desde el suelo agitando la varita como
un desaforado.
De la cara y el pecho de Malfoy empezó a salir sangre a chorros, como si lo
hubieran cortado con una espada invisible. El chico dio unos pasos hacia atrás,
se tambaleó y se desplomó en el encharcado suelo con un fuerte chapoteo. La
varita se le cayó de la mano derecha, flácida.
—No —dijo Harry con voz ahogada.
Resbalando y tambaleándose también, se puso en pie y se lanzó hacia
Malfoy, que tenía la cara roja y con las manos se palpaba el pecho, empapado
de sangre.
—No... Yo no...
Harry no le entendió y se arrodilló a su lado. Malfoy temblaba de forma
descontrolada en medio de un charco de sangre. Myrtle soltó un chillido
ensordecedor:
—¡¡Asesinato!! ¡¡Asesinato en el lavabo!! ¡¡Asesinato!!
La puerta se abrió de golpe detrás de Harry, que volvió la cabeza aterrado:
Snape, blanco como la cera, irrumpió en el lavabo.
Apartando bruscamente a Harry, se arrodilló y se inclinó sobre Malfoy;
sacó su varita y la agitó por encima de las profundas heridas que había causado
la maldición de Harry, murmurando un conjuro que casi parecía una canción.
La hemorragia se redujo al momento. Snape le limpió la sangre de la cara y
repitió el hechizo. Las heridas empezaron a cerrarse.
Harry contemplaba la escena horrorizado por lo que había hecho y apenas
consciente de que él también estaba empapado de sangre y agua. Myrtle no
paraba de sollozar y gemir. Cuando Snape hubo realizado su contramaldición
por tercera vez, incorporó a Malfoy hasta sentarlo.
—Tengo que llevarte a la enfermería. Quizá te queden cicatrices, pero si
tomas díctamo inmediatamente tal vez te libres hasta de eso. Vamos...
Lo ayudó a llegar hasta la puerta y se dio la vuelta para decir con voz
colérica:
—Y tú, Potter... espérame aquí.
A Harry ni se le pasó por la cabeza desobedecer al profesor. Se levantó
poco a poco, temblando, y contempló el empapado suelo. Había manchas de
sangre que flotaban como flores rojas en los charcos. Ni siquiera tuvo valor para
pedirle a Myrtle la Llorona que se callara, mientras ella seguía regodeándose con
sus gemidos y sollozos.
Snape regresó diez minutos más tarde. Entró en el lavabo y cerró la puerta.
—Vete —le ordenó a Myrtle.
La niña se zambulló al punto en el retrete, dejando tras de sí un tenso
silencio.
—No lo he hecho a propósito —se excusó Harry enseguida. Su voz resonó
en el frío y húmedo lavabo—. No sabía qué efecto tenía ese hechizo.
Pero el profesor no estaba para oír disculpas.
—Ya veo que te subestimaba, Potter —dijo con calma—. ¿Quién hubiese
imaginado que conocías semejante magia oscura? ¿Quién te ha enseñado ese
hechizo?
—Lo leí... en un sitio.
—¿Dónde?
—En... en un libro de la biblioteca. No recuerdo cómo se titu...
—Mentiroso —le espetó Snape.
A Harry se le secó la garganta. Sabía qué iba a hacer Snape y nunca había
sido capaz de impedirlo...
El lavabo empezó a titilar ante sus ojos; se esforzó al máximo por dejar su
mente en blanco, pero, pese a su empeño, el ejemplar de Elaboración de pociones
avanzadas del Príncipe Mestizo seguía flotando en ella...
De pronto se encontró de nuevo plantado ante Snape, en medio del
destrozado y anegado lavabo. Escudriñó los negros ojos del profesor con la
vana esperanza de que éste no hubiera visto lo que él quería ocultarle, pero...
—Tráeme tu mochila y todos tus libros de texto —ordenó Snape en voz
baja—. Todos. Tráelos aquí. ¡Ahora mismo!
No tenía sentido discutir. Harry se dio la vuelta en el acto y salió
chapoteando del lavabo. Ya en el pasillo, echó a correr hacia la torre de
Gryffindor. Se cruzó con varios estudiantes que se quedaban boquiabiertos al
verlo empapado de agua y sangre, pero no contestó a ninguna de sus preguntas
y pasó de largo.
Estaba anonadado; era como si de pronto su adorable mascota se hubiera
vuelto peligrosísima. ¿Por qué se le había ocurrido al príncipe copiar semejante
hechizo en el libro? ¿Y qué pasaría cuando lo viera Snape? ¿Le explicaría a
Slughorn cómo había conseguido Harry tan buenos resultados en Pociones
desde el principio de curso? No quería ni pensarlo. ¿Le confiscaría o le
destruiría el libro que tantas cosas le había enseñado, el libro que se había
convertido en una especie de guía para él, casi en un amigo? Harry no podía
permitirlo, tenía que impedirlo como fuera.
—¿Dónde has...? ¿Por qué estás empapado? ¿Qué es eso? ¿Sangre? —Ron,
en lo alto de la escalera, lo miraba perplejo.
—Necesito tu libro —dijo Harry jadeando—. Tu libro de Pociones. Dámelo,
rápido.
—Pero ¿y el del príncipe...?
—¡Luego te lo explico!
Ron sacó su ejemplar de la mochila y se lo dio; Harry se dirigió a toda
velocidad a la sala común. Una vez allí, agarró su mochila sin hacer caso de las
miradas de asombro de varios estudiantes que ya habían terminado de cenar,
salió a toda pastilla por el hueco del retrato y echó a correr por el pasillo del
séptimo piso.
Se detuvo derrapando junto al tapiz de los trols bailarines, cerró los ojos y
empezó a pasearse.
«Necesito un sitio donde esconder mi libro... Necesito un sitio donde
esconder mi libro... Necesito un sitio donde esconder mi libro...»
Pasó tres veces por delante del tramo de pared lisa, y cuando abrió los ojos
ahí estaba por fin la puerta de la Sala de los Menesteres. La abrió de un tirón,
entró y dio un portazo.
Soltó un grito de asombro. A pesar de las prisas, el pánico y el miedo a lo
que lo esperaba en el lavabo, no pudo evitar sentirse sobrecogido ante lo que
veía: se hallaba en una sala enorme, del tamaño de una catedral, por cuyas altas
ventanas entraban rayos de luz que iluminaban una especie de ciudad de
altísimos muros construidos con lo que probablemente eran objetos escondidos
por varias generaciones de habitantes de Hogwarts. Había callejones y senderos
bordeados de inestables montones de muebles rotos, quizá abandonados allí
para ocultar los efectos de embrujos mal ejecutados, o tal vez guardados por los
elfos domésticos porque se habían encariñado con ellos; miles y miles de libros,
seguramente censurados, garabateados o robados; tirachinas alados y discos
voladores con colmillos, algunos de ellos con suficiente energía para
permanecer precariamente suspendidos sobre las montañas de otros objetos
prohibidos: botellas desportilladas que contenían pociones solidificadas,
sombreros, joyas y capas; había también unas cosas que parecían cáscaras de
huevo de dragón, botellas tapadas con corchos (cuyos contenidos todavía
brillaban malvadamente), varias espadas herrumbrosas y una pesada hacha
manchada de sangre.
Harry se metió por uno de los numerosos callejones que discurrían entre
aquellos tesoros ocultos. Torció a la derecha tras pasar por delante de un
enorme trol disecado, siguió corriendo, giró a la izquierda al llegar al armario
evanescente en que Montague se había perdido el curso anterior, y al fin se
detuvo junto a un gran armario con la superficie cubierta de ampollas, como si
le hubieran tirado ácido por encima. Abrió una de sus chirriantes puertas y vio
que ya lo habían utilizado antes para esconder una jaula, donde todavía había
una criatura, muerta hacía mucho tiempo, cuyo esqueleto tenía cinco patas.
Metió el libro del Príncipe Mestizo detrás de la jaula y cerró la puerta de golpe.
Se detuvo un momento, con el corazón espantosamente desbocado, y
contempló el revoltijo que lo rodeaba. ¿Encontraría otra vez ese armario en
medio de tantos desechos? Agarró el descascarillado busto de un mago viejo y
feo que había en lo alto de una caja, lo puso encima del armario, le colocó una
polvorienta y vieja peluca y una diadema opaca para que luciera más, y echó a
correr de nuevo, tan deprisa como pudo, por los callejones flanqueados de
cachivaches; llegó a la puerta y salió al pasillo. Al cerrarla, al instante la puerta
volvió a convertirse en pared de piedra.
Salió disparado hacia el lavabo del piso de abajo mientras metía el ejemplar
de Elaboración de pociones avanzadas de Ron en su mochila. Un minuto más tarde
volvía a estar frente a Snape, que sin decir nada tendió una mano para que le
entregara la mochila. Harry, jadeando y con un fuerte dolor en el pecho, lo hizo
y luego esperó.
Snape extrajo uno a uno los libros y los examinó. El último fue el de
Pociones; el profesor lo escudriñó atentamente y preguntó:
—¿Este es tu ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas, Potter?
—Sí, señor.
—¿Estás seguro de lo que dices, Potter?
—Sí —repitió Harry con firmeza.
—¿Éste es el ejemplar que compraste en Flourish y Blotts?
—Sí —confirmó Harry sin titubear.
—Entonces, ¿por qué lleva el nombre «Roonil Wazlib» escrito en la
portada?
A Harry le dio un vuelco el corazón.
—Es mi apodo —mintió.
—¿Tu apodo?
—Sí, así me llaman mis amigos —explicó el muchacho.
—Sé muy bien qué es un apodo —replicó Snape.
Sus glaciales ojos negros volvían a estar clavados en los de Harry, que
intentó no mirarlos. «Cierra tu mente... Cierra tu mente...» Pero nunca había
aprendido a hacerlo.
—¿Sabes qué pienso, Potter? —dijo Snape sin alterarse—. Pienso que eres
un mentiroso y un tramposo y que mereces que te castigue todos los sábados
hasta que termine el curso. ¿Qué opinas?
—Pues... que no estoy de acuerdo, señor —dijo Harry, aún esquivando la
mirada del profesor.
—Bueno, ya veremos cómo te sientan los castigos. El sábado a las diez de la
mañana, Potter. En mi despacho.
—Pero, señor... —Harry levantó la vista, desesperado—. El quidditch, el
último partido del...
—A las diez en punto —susurró Snape, y forzó una sonrisa exhibiendo sus
amarillentos dientes—. Qué pena me dais los de Gryffindor. Me temo que este
año quedaréis cuartos...
Se marchó sin decir nada más y Harry se quedó mirándose en el
resquebrajado espejo. Tenía la certeza de que estaba más mareado de lo que
Ron lo había estado en toda su vida.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que ya te había avisado? —dijo Hermione
una hora más tarde en la sala común.
—Déjalo en paz, Hermione —la reprendió Ron.
Harry no había ido a cenar porque no tenía ni pizca de hambre. Acababa de
contarles a Ron, Hermione y Ginny lo sucedido, aunque no había ninguna
necesidad porque la noticia había corrido como la pólvora: al parecer, Myrtle la
Llorona se había encargado de asomarse a todos los lavabos del castillo para
contar la historia; por su parte, Pansy Parkinson fue a visitar a Malfoy a la
enfermería y no perdió un minuto en empezar a vilipendiar a Harry por el
colegio entero; y en cuanto a Snape, explicó lo ocurrido al profesorado con pelos
y señales. Harry tuvo que salir de la sala común para soportar quince dolorosos
minutos en compañía de la profesora McGonagall, quien le aseguró que podía
considerarse afortunado de no haber sido expulsado del colegio y que estaba
completamente de acuerdo con la medida dispuesta por Snape: castigarlo todos
los sábados hasta el final del curso.
—Ya te dije que había algo raro en ese príncipe —le comentó Hermione,
que ya no podía morderse más la lengua—. Y tenía razón, ¿no?
—No, no creo que tuvieras razón —repuso Harry, testarudo.
Ya lo estaba pasando bastante mal y sólo faltaba que Hermione le leyera la
cartilla; el peor castigo fueron las caras del equipo de Gryffindor cuando les
informó de que no podría jugar el sábado. En ese momento notó los ojos de
Ginny clavados en él, pero simuló no darse cuenta porque no quería ver la
decepción ni el enfado reflejados en esa cara. Acababa de comunicarle que el
sábado ella volvería a jugar de buscadora y que Dean se uniría de nuevo al
equipo para sustituirla en el puesto de cazador. Si ganaban, quizá Ginny y Dean
harían las paces a causa de la euforia posterior al partido... Esa posibilidad
traspasó a Harry como un cuchillo afilado.
—Harry —dijo Hermione—, ¿cómo es posible que sigas aferrándote a ese
libro después de que el hechizo...?
—¡Deja de machacarme con el maldito libro! —le espetó Harry—. ¡Lo único
que hizo el príncipe fue copiar el hechizo! ¡No aconsejaba a nadie que lo
utilizara! ¡Que sepamos, sólo escribió una nota de algo que usaron contra él!
—No puedo creerlo —replicó Hermione—. Te estás justificando...
—¡No estoy justificando lo que hice! Me gustaría no haberlo hecho, y no
sólo porque ahora tengo un montón de castigos por delante. Sabes muy bien
que yo no habría empleado un hechizo como ése, ni siquiera contra Malfoy,
pero no puedes culpar al príncipe porque él no escribió: «Prueba esto, es
fenomenal.» Esas anotaciones eran para su uso personal, él no las divulgaba,
¿vale?
—¿Insinúas que vas a recuperar...? —preguntó Hermione.
—¿El libro? Pues claro. Mira, sin el príncipe nunca habría ganado el Felix
Felicis, nunca habría podido salvar a Ron de morir envenenado y nunca...
—...te habrías labrado una fama de gran elaborador de pociones que no te
mereces —replicó Hermione con rencor.
—¡Basta ya, Hermione! —terció Ginny, y Harry, asombrado y agradecido,
levantó la vista—. Por lo que cuenta Harry, parece que Malfoy intentaba echarle
una maldición imperdonable. ¡Deberías alegrarte de que él tuviera un as en la
manga!
—¡Toma, pues claro que me alegro de que no le echaran una maldición —
replicó Hermione, dolida—, pero tampoco puedes decir que ese Sectumsempra
sea beneficioso, Ginny! ¡Mira cómo lo está pagando ahora! Y creo que por culpa
de este incidente se han reducido las posibilidades de que ganéis el partido...
—Vamos, ahora no finjas que entiendes de quidditch —le espetó Ginny—.
Sólo conseguirás ponerte en ridículo.
Harry y Ron cruzaron una mirada: Hermione y Ginny, que siempre se
habían llevado bien, estaban sentadas con los brazos cruzados y la vista fija en
direcciones opuestas. Ron, nervioso, observó a Harry, sacó un libro al azar y se
escondió detrás de él. Harry sabía que no se lo merecía, pero de pronto notó
una inmensa alegría, aunque ninguno de ellos volvió a decir una palabra en
toda la noche.
Sin embargo, no duró mucho su buen humor. Al día siguiente tuvo que
soportar las burlas de los alumnos de Slytherin, por no mencionar la rabia de
sus compañeros de Gryffindor, a quienes no les hacía ninguna gracia que su
capitán estuviera sancionado en el último partido de la temporada. Cuando
llegó el sábado por la mañana, pese a los consejos de Hermione, Harry habría
cambiado de buen grado todo el Felix Felicis del mundo por bajar al campo de
quidditch con Ron, Ginny y los demás. Fue muy doloroso para él separarse de
la multitud de estudiantes que salían del castillo y echaban a andar al sol,
provistos de escarapelas y sombreros y blandiendo banderines y bufandas. Bajó
los escalones de piedra que conducían a las mazmorras y siguió su camino
hasta que los lejanos sonidos de sus compañeros casi se apagaron, consciente de
que desde allí no podría oír ni un solo comentario, ni una ovación ni un
aplauso.
—¡Ah, Potter! —dijo Snape cuando Harry, tras llamar a la puerta, entró en
la habitación, que por desgracia le resultaba familiar, pues, aunque ahora el
profesor daba clase varios pisos más arriba, no había cambiado de despacho;
estaba poco iluminado, como siempre, y en los estantes de las paredes seguía
habiendo bichos muertos y viscosos, suspendidos en pociones de colores.
Amontonadas en la mesa donde se suponía que Harry tenía que sentarse
había varias cajas cubiertas de telarañas que ofrecían un aspecto nada
alentador, y él comprendió que lo esperaban unas arduas sesiones de duro,
aburrido e inútil trabajo.
—El señor Filch necesita que alguien revise y ordene estos viejos ficheros —
dijo Snape—. Contienen los registros de otros malhechores de Hogwarts y los
castigos que recibieron. Nos gustaría que copiaras de nuevo los delitos y los
castigos que constan en las fichas que tienen la tinta borrada o que están
mordisqueadas por los ratones. Luego, tras ordenarlas alfabéticamente, las
pondrás otra vez en las cajas. No puedes utilizar magia.
—De acuerdo, profesor —dijo Harry, imprimiendo el mayor desprecio en
las tres últimas sílabas.
—He pensado —continuó Snape con una malvada sonrisa— que podrías
empezar por las cajas mil doce a mil cincuenta y seis. En ellas encontrarás
algunos nombres conocidos, lo cual añadirá cierto interés a la tarea. Aquí, ¿lo
ves? —Sacó una ficha de la caja más alta del montón con un ampuloso gesto de
la mano y leyó—: «James Potter y Sirius Black. Sorprendidos utilizando un
maleficio ilegal contra Bertram Aubrey. Resultado: agrandamiento de la cabeza
de Aubrey. Castigo doble.» —Snape miró con desdén al muchacho y añadió—:
Debe de ser un gran consuelo pensar que, aunque nos hayan dejado,
conservamos un registro de sus grandes logros...
Harry notó aquella sensación de cólera que tantas veces había tenido que
soportar. Se mordió la lengua para no contestar, se sentó delante de las cajas y
se acercó una.
Como suponía, aquél era un trabajo inútil y aburrido, salpicado (pues
Snape lo había planeado así) con frecuentes punzadas de dolor cada vez que
leía el nombre de su padre o el de Sirius, que muy a menudo aparecían juntos
en diversas travesuras, y en alguna ocasión los acompañaban los nombres de
Remus Lupin y Peter Pettigrew. Y mientras copiaba las diversas faltas y
castigos de todos ellos, se preguntaba qué estaría pasando fuera, puesto que el
partido debía de haber empezado... Ginny iba a jugar como buscadora contra
Cho...
Harry no cesaba de lanzar miradas al enorme reloj que hacía tictac en la
pared. Tenía la impresión de que avanzaba mucho más despacio que un reloj
normal; quizá Snape lo había embrujado para que el castigo resultara todavía
más insoportable, ya que no era posible que sólo llevara allí media hora... una
hora... una hora y media...
Cuando el reloj marcaba las doce y media, a Harry empezó a crujirle el
estómago. A la una y diez, Snape, que no había abierto la boca desde que Harry
iniciara su tarea, levantó la vista y le dijo con frialdad:
—Creo que por hoy es suficiente. Marca el lugar donde lo has dejado.
Seguirás el sábado que viene, a las diez en punto.
—Sí, señor.
Harry metió una ficha doblada en la caja y salió a toda prisa del despacho
antes de que Snape se lo pensara mejor; subió disparado los escalones de
piedra, aguzando el oído para oír el alboroto proveniente del estadio, pero no
oyó nada, y eso quería decir que el partido había terminado.
Vaciló un momento ante el abarrotado Gran Comedor y luego subió a
grandes zancadas por la escalinata de mármol; tanto si Gryffindor había ganado
como si había perdido, el equipo solía celebrarlo o lamentarse en la sala común.
—«Quid agis?» —pronunció, titubeante, ante la Señora Gorda,
preguntándose qué encontraría en el interior.
La Señora Gorda replicó con expresión insondable:
—Ya lo verás. —Y se apartó para dejarlo pasar.
Un rugido de júbilo se escapó por el hueco del retrato. Harry miró
boquiabierto mientras sus compañeros, al verlo, se ponían a gritar; varias
manos tiraron de él hacia el interior de la sala.
—¡Hemos ganado! —bramó Ron, que se le acercó dando brincos y
enarbolando la Copa de plata—. ¡Hemos ganado! ¡Cuatrocientos cincuenta a
ciento cuarenta! ¡Hemos ganado!
Harry miró alrededor; Ginny corría hacia él con expresión radiante y
decidida, y al llegar a su lado le rodeó el cuello con los brazos. Y sin pensarlo,
sin planearlo, sin preocuparle que hubiera cincuenta personas observándolo,
Harry la besó.
Tras unos momentos que se hicieron larguísimos (quizá media hora, o
quizá varios días de fulgurante sol), Harry y Ginny se separaron. La sala común
se había quedado en silencio. Entonces varios silbaron y muchos soltaron risitas
nerviosas. Harry miró por encima de la coronilla de Ginny y vio a Dean
Thomas con un vaso roto en la mano y a Romilda Vane con gesto de escupir
algo. Hermione estaba radiante de alegría, pero a quien Harry buscaba con la
mirada era a Ron. Al fin lo encontró: estaba muy quieto, con la Copa en las
manos, como si acabaran de golpearlo en la cabeza con un bate. Los dos amigos
se miraron una fracción de segundo, y entonces Ron hizo un rápido
movimiento con la cabeza cuyo significado Harry entendió de inmediato: «Si no
hay más remedio...»
La fiera que albergaba en su pecho rugió triunfante; Harry miró a Ginny,
sonriente, y sin decir nada señaló el hueco del retrato. Le pareció que lo más
indicado era dar un largo paseo por los jardines, durante el cual, si les quedaba
tiempo, podrían hablar del partido.
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