viernes, 25 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 22-24

22
Después del entierro

Por encima de las torrecillas del castillo empezaban a verse fragmentos de un
cielo  azul  intenso,  pero  esos  indicios  de  la  proximidad  del  verano  no  le
levantaron  el  ánimo  a  Harry.  Se  sentía  fracasado  tanto  en  sus  intentos  de
averiguar  qué  tramaba  Malfoy  como  en  sus  esfuerzos  por  trabar  una
conversación con Slughorn que, de alguna manera, diera pie a que el profesor le
revelara ese recuerdo que al parecer había ocultado durante décadas.
—Te  lo  digo  por  última  vez:  olvídate  de  Malfoy  —insistió  Hermione  con
severidad.
Los tres amigos estaban sentados en un rincón soleado del patio, después
de  comer.  Hermione  y  Ron  leían  juntos  un  folleto  del  Ministerio  de  Magia:
Errores  comunes  de  Aparición  y  cómo  evitarlos,  porque  esa  misma  tarde  iban  a
examinarse,  pero  en  general  los  folletos  no  conseguían  calmarles  los  nervios.
Ron  dio  un  respingo  e  intentó  ocultarse  detrás  de  Hermione  al  ver  que  se
acercaba una chica.
—No es Lavender —dijo Hermione con fastidio.
—¡Uf, menos mal! —resopló él, y se relajó.
—¿Harry  Potter?  —preguntó  la  chica—.  Me  han  pedido  que  te  entregue
esto.
—Gracias...
Harry se puso nervioso al coger el pequeño rollo de pergamino.
En cuanto la muchacha se hubo alejado, susurró:
—¡Dumbledore me advirtió que no habría más clases particulares hasta que
hubiera conseguido el recuerdo!
—A lo mejor sólo quiere saber si has hecho progresos —observó Hermione
mientras él desenrollaba el pergamino.
Pero en lugar de encontrar la pulcra y estilizada caligrafía de Dumbledore,
vio una letra de trazos grandes y desgarbados, muy difícil de descifrar debido a
las manchas de tinta que emborronaban el pergamino.
Queridos Harry, Ron y Hermione:
Aragog  murió anoche. Harry y Ron, vosotros lo conocisteis y sabéis que
era extraordinario. Hermione, sé que  te habría caído bien. Me gustaría mucho
que  esta  noche  asistieseis  al  entierro.  He  pensado  oficiarlo  hacia  el  anochecer
porque  ésa  era  su  hora  preferida  del  día.  Como  sé  que  no  os  dejan  salir  del
castillo a esas horas, tendréis que utilizar la capa. No debería pedíroslo, pero no
tengo ánimos para hacerlo solo.
Hagrid
—Mirad esto —dijo Harry, y le pasó la nota a Hermione.
—Qué  barbaridad  —comentó  ella  tras  leerla  rápidamente;  se  la  tendió  a
Ron, quien la leyó con cara de incredulidad.
—¡Está como una cabra!  —exclamó—. ¡Ese bicho animó a sus congéneres a
devorarnos  a  Harry  y  a  mí!  ¡Les  dio  permiso  para  que  se  nos  zamparan!  ¡Y
ahora  Hagrid  pretende  que  bajemos  allí  esta  noche  para  llorar  sobre  su
repugnante y peludo cadáver!
—No  es  sólo  eso  —añadió  Hermione—.  Nos  está  pidiendo  que  salgamos
del castillo por la noche, y sabe que han endurecido las medidas de seguridad y
que si nos pillan se nos caerá el pelo.
—Pero no sería la primera vez que vamos a ver a Hagrid por la noche  —
alegó Harry.
—Ya,  pero  nunca  por  una  cosa  así.  Nos  hemos  arriesgado  mucho  para
ayudarlo, pero... en fin, Aragog ha muerto. Si se tratara de salvarlo...
—Si se tratara de salvarlo, te aseguro que yo no iría  —dijo Ron—. Tú no lo
conociste,  Hermione.  Créeme,  lo  mejor  que  podía  hacer  ese  monstruo  era
morirse.
Harry cogió la nota y se quedó mirando las manchas de tinta. Era evidente
que unas gruesas lágrimas habían caído encima del pergamino.
—No estarás pensando en ir, ¿verdad, Harry?  —dijo Hermione—. No vale
la pena que nos castiguen por una cosa así.
—Sí, ya lo sé  —dijo él soltando un suspiro—. Supongo que Hagrid tendrá
que enterrar a Aragog sin nosotros.
—Eso  es  —coincidió  Hermione  con  alivio—.  Mira,  esta  tarde  la  clase  de
Pociones  estará  casi  vacía  porque  muchos  iremos  a  examinarnos.  ¡Es  tu
oportunidad para convencer a Slughorn!
—Sí, a la cincuenta y siete va la vencida, ¿no? ¿Por qué iba a tener suerte
esta vez?
—¿Suerte? —dijo de pronto Ron—. ¡Ya lo tengo, Harry! ¡Suerte!
—¿Qué quieres decir?
—¡Utiliza tu poción de la suerte!
—¡Ostras,  Ron!  —se  asombró  Hermione—.  ¡Claro!  ¿Cómo  no  se  me  ha
ocurrido?
—¿El  Felix  Felicis?  —dudó Harry mientras miraba a sus amigos—. No sé...
Pensaba guardármelo para...
—¿Para qué? —preguntó Ron.
—¿Qué  hay  más  importante  que  ese  recuerdo,  Harry?  —preguntó
Hermione.
El  no  contestó.  Desde  hacía  algún  tiempo,  la  imagen  de  aquella  botellita
dorada  se  paseaba  por  los  límites  de  su  conciencia,  de  tal  modo  que  vagos  e
imprecisos  planes  en  los  que  aparecían  Ginny,  que  cortaba  con  Dean,  y  Ron,
que  se  alegraba  de  que  su  hermana  tuviese  otro  novio,  proliferaban  por  su
mente,  aunque  sólo  los  admitía  en  sueños  o  en  ese  mundo  nebuloso  de  la
duermevela.
—¡Harry! ¿En qué piensas? —preguntó Hermione.
—¿Qué?  ¡Ah,  sí!  Bueno,  vale.  Si  no  consigo  hacer  hablar  a  Slughorn  esta
tarde, tomaré un poco de Felix y volveré a intentarlo por la noche.
—Muy bien. Entonces no se hable más.  —Hermione se puso en pie e hizo
una ágil pirueta—. Destino... decisión... desenvoltura...
—Basta, por favor —suplicó Ron—. Estoy harto de... ¡Rápido, tapadme!
—¡No  es  Lavender!  —dijo  Hermione  con  impaciencia.  Otras  dos  niñas
habían aparecido en el patio y Ron se había escondido detrás de su amiga.
—¡Qué susto!  —dijo él asomando la cabeza por encima del hombro de su
amiga—. Ostras, no parecen muy contentas, ¿no?
—Son  las  hermanas  Montgomery,  y  claro  que  no  están  contentas.  ¿No  te
has enterado de lo que le pasó a su hermano pequeño? —dijo Hermione.
—Ya  no  llevo  la  cuenta  de  lo  que  les  pasa  a  los  familiares  de  la  gente  —
repuso él.
—A su hermano lo atacó un hombre lobo.  Dicen que su madre se negó a
ayudar a los mortífagos. El niño sólo tenía cinco años y murió en San Mungo.
No pudieron hacer nada para salvarlo.
—¿Murió?  —repitió  Harry  con  asombro—.  Pero  si  los  hombres  lobo  no
matan, sólo te convierten en uno de ellos.
—A veces sí matan —dijo Ron con repentina seriedad—. Me han dicho que
en alguna ocasión se les va la mano.
—¿Cómo se llama el hombre lobo que lo atacó? —preguntó Harry.
—Dicen que fue ese Fenrir Greyback —contestó Hermione.
—Lo sabía. Es ese maníaco que ataca  a los niños. Lupin me habló de él  —
dijo Harry con rabia.
Ella lo miró con gesto de leve súplica.
—Tienes  que  conseguir  ese  recuerdo  como  sea,  Harry  —insistió  por
enésima  vez—.  Hay  que  pararle  los  pies  a  Voldemort.  Todas  estas  cosas
horribles que están pasando tienen que ver con él...
El  timbre  sonó  en  el  castillo,  y  Hermione  y  Ron  se  incorporaron  de  un
brinco con cara de susto.
—Ánimo, lo haréis muy bien  —les dijo Harry cuando se dirigían hacia el
vestíbulo para reunirse con el resto de los estudiantes que  iban a examinarse de
Aparición—. ¡Buena suerte!
—¡Y tú también!  —dijo Hermione con una mirada cómplice, pues Harry se
dirigía hacia las mazmorras.
Esa  tarde  sólo  había  tres  alumnos  en  la  clase  de  Pociones:  Harry, Ernie  y
Draco.
—¿Los tres sois demasiado jóvenes para apareceros?  —sonrió Slughorn—.
¿Todavía  no  habéis  cumplido  los  diecisiete?  —Los  chicos  negaron  con  la
cabeza—. Bueno, como hoy somos muy pocos, haremos algo divertido. ¡Cada
uno de vosotros preparará algo gracioso!
—¡Excelente idea, señor! —lo aduló Ernie, frotándose las palmas.
Malfoy, en cambio, ni siquiera esbozó una sonrisa.
—¿Qué quiere decir con «algo gracioso»? —masculló.
—Lo  que  queráis.  ¡A  ver  si  me  sorprendéis,  muchachos!  —contestó
Slughorn.
Malfoy, enfurruñado, abrió su ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas.
Estaba clarísimo que consideraba que aquella clase era una pérdida de tiempo.
Mientras  lo  observaba  por  encima  de  su  libro,  Harry  pensó  que  a  Malfoy  le
daba rabia perder ese rato que habría podido pasar en la Sala de los Menesteres.
¿Eran imaginaciones suyas o Malfoy, al igual que Tonks, había adelgazado?
Estaba  más  pálido  y  su  piel  todavía  se  veía  grisácea;  probablemente  hacía
mucho  que  apenas  veía  la  luz  del  día.  Pero  ya  no  mostraba  aquel  aire  de
suficiencia y superioridad, y menos aún la fanfarronería que había exhibido en
el expreso de Hogwarts cuando alardeaba con descaro de la misión que le había
asignado  Voldemort...  Según  Harry,  eso  sólo  podía  tener  una  explicación:  la
misión, fuera la que fuese, no iba por buen camino.
Animado por esa idea, Harry se puso a hojear su ejemplar de Elaboración de
pociones avanzadas  y encontró una receta muy corregida por el Príncipe Mestizo
de  un  «Elixir  para  provocar  euforia»  que  correspondía  a  lo  que  acababa  de
pedirles Slughorn. Y no sólo eso: el corazón le dio un brinco de alegría cuando
cayó en la cuenta de que, si conseguía persuadirlo de que probara un poco de
esa  poción,  quizá  el  profesor  se  pondría  de  tan  buen  humor  que  accedería  a
entregarle el recuerdo.
—Caramba,  esto  tiene  una  pinta  estupenda  —dijo  Slughorn  una  hora  y
media  más  tarde,  al  contemplar  el  contenido  de  color  amarillo  intenso  del
caldero  de  Harry—.  Es  Euforia,  ¿verdad?  ¿Y  qué  es  ese  olor?  Hum...  Has
añadido  una  ramita  de  menta,  ¿no?  Poco  ortodoxo,  pero  qué  inspiración,
muchacho. Claro, eso contrarrestará los posibles efectos secundarios: tendencia
exagerada a cantar y picor en la nariz. De verdad, no sé de dónde sacas estas
ideas luminosas, hijo mío, a menos...  —Harry empujó disimuladamente el libro
del Príncipe Mestizo con el pie y lo remetió un poco más en su mochila—  que
sean los genes heredados de tu madre.
—Sí, quizá sea eso —dijo él con alivio.
Ernie, que estaba muy enfurruñado y decidido a eclipsar a Harry por una
vez,  inventó  precipitadamente  su  propia  poción,  pero  se  había  cuajado  y
formaba una especie de puré morado en el fondo de su caldero. Malfoy empezó
a  recoger  sus  cosas  con  cara  de  pocos  amigos,  pues  Slughorn  le  concedió  un
simple «pasable» a su infusión de hipo. Ambos abandonaron el aula en cuanto
sonó el timbre.
Harry decidió intentarlo.
—Señor  —dijo, pero Slughorn, al advertir que se habían quedado solos, se
dio  toda  la  prisa  que  pudo  en  recoger  sus  cosas—.  Profesor...  Profesor,  ¿no
quiere probar mi po...?
Pero  Slughorn  ya  se  había  marchado.  Desanimado,  el  muchacho  vació  el
caldero,  guardó  sus  cosas,  salió  de  la  mazmorra  y  subió  despacio  a  la  sala
común.
Ron y Hermione volvieron a última hora de la tarde.
—¡Harry!  —gritó  Hermione  al  pasar  por  el  hueco  del  retrato—.  ¡He
aprobado, Harry!
—¡Felicidades! ¿Y Ron?
—Ha  suspendido  por  muy  poco  —susurró  Hermione,  viendo  que  el
aludido  entraba  en  la  sala  común  con  aire  abatido—.  La  verdad  es  que  ha
tenido muy mala suerte. Ha sido una tontería: el examinador se fijó en que se
había dejado media ceja detrás y... ¿Cómo te ha ido con Slughorn?
—No  ha  habido  manera  —respondió  Harry  mientras  Ron  se  reunía  con
ellos—. Mala suerte, amigo, pero la próxima vez aprobarás. Haremos el examen
juntos.
—Sí, supongo —refunfuñó—. Pero ¡por media ceja! ¿Qué importa eso?
—Ya, ya —lo consoló Hermione—, han sido muy duros contigo.
Pasaron gran parte de la cena poniendo verde al examinador, y Ron parecía
más  animado  cuando  regresaron  a  la  sala  común;  cambiaron  de  tema  y  se
pusieron a hablar del problema de Slughorn y su recuerdo.
—Bueno, Harry, ¿piensas utilizar el Felix Felicis o no? —preguntó Ron.
—Sí; supongo que no me queda otra opción. No creo que lo necesite todo,
hay para doce horas y mi misión no puede llevarme toda la noche. Así que sólo
beberé un trago. Con dos o tres horas tendré suficiente.
—Cuando te lo tomas tienes una sensación muy guay  —recordó Ron—. Es
como si supieras que no puedes equivocarte en nada.
—Pero  ¿qué  dices?  —repuso  Hermione  riendo—.  ¡Si  tú  nunca  lo  has
tomado!
—Ya,  pero  creí  que  sí,  ¿verdad?  —respondió  Ron  como  si  explicara  algo
obvio—. En realidad es lo mismo.
Como acababan de ver entrar a Slughorn en el Gran Comedor y sabían que
le  gustaba  tomarse  su  tiempo  para  comer,  se  quedaron  un  rato  en  la  sala
común;  el  plan  era  que  Harry  fuera  al  despacho  de  Slughorn  cuando  éste  ya
estuviese allí. En cuanto el sol descendió hasta la copa de los árboles del Bosque
Prohibido,  decidieron  que  había  llegado  el  momento.  Tras  comprobar  que
Neville, Dean y Seamus se hallaban en la sala común, subieron con disimulo al
dormitorio de los chicos.
Harry se agachó, sacó del fondo de su baúl la bola que había hecho con los
calcetines y del interior de uno extrajo la diminuta y reluciente botella.
—Bueno, vamos allá —dijo, y la levantó y bebió un pequeño sorbo.
—¿Qué se siente? —susurró Hermione.
Harry  no  contestó  enseguida.  Poco  a  poco  lo  invadió  una  excitante
sensación de infinito poderío y se sintió capaz de lograr cualquier cosa que se
propusiera. Y de pronto creyó que sonsacarle aquel recuerdo a Slughorn parecía
no  sólo  posible,  sino  facilísimo...  Se  puso  de  pie,  sonriente  y  rebosante  de
seguridad en sí mismo.
—Estupendo —dijo—. Francamente estupendo. Bueno, me voy a la  cabaña
de Hagrid.
—¿Qué? —dijeron Ron y Hermione a la vez, perplejos.
—Harry, es a Slughorn a quien debes ir a ver.  ¿No te acuerdas?  —replicó
Hermione.
—Nada de eso. Me voy a la cabaña de Hagrid, tengo una corazonada.
—¿Vas  al  funeral  de  una  araña  gigante  por  una  corazonada?  —preguntó
Ron, estupefacto.
—Sí  —contestó  Harry  mientras  sacaba  la  capa  invisible  de  su  mochila—.
Creo  que  es  allí  donde  tengo  que  estar  esta  noche,  ¿entendéis  lo  que  quiero
decir?
—No —reconocieron Ron y Hermione, cada vez más alarmados.
—¿Seguro  que  te  has  tomado  el  Felix  Felicis?  —preguntó  Hermione,
acercando la botella a la luz—. ¿Seguro que no tienes otra botella de... no sé...?
—¿Esencia de locura? —sugirió Ron mientras Harry se echaba la capa sobre
los hombros.
Harry rió, y sus amigos aún se preocuparon más.
—Confiad en mí  —dijo—. Sé muy bien lo que hago... O al menos  Felix  lo
sabe —agregó mientras se dirigía hacia la puerta del dormitorio.
Se cubrió la cabeza con la capa y bajó por la escalera; Ron y Hermione se
apresuraron a seguirlo. Al llegar abajo, Harry se deslizó por la puerta de acceso
a la sala común, que estaba abierta.
—¿Qué  hacías  ahí  con  ésa?  —chilló  Lavender  Brown  fulminando  con  la
mirada, a través del invisible Harry, a Ron y Hermione, que aparecieron juntos
por la escalera de los dormitorios de los chicos. Harry oyó cómo Ron farfullaba
algo y se dirigió rápidamente hacia la otra punta de la sala común.
No  tuvo  ninguna  dificultad  para  salir  por  el  hueco  del  retrato:  Ginny  y
Dean entraban en ese momento y él pudo colarse entre los dos. Al hacerlo, rozó
sin querer a Ginny.
—Haz el favor de no empujarme, Dean —protestó ella—. ¡Qué manía! Ya sé
pasar yo sólita...
El retrato se cerró detrás de Harry, pero él aún alcanzó a oír las protestas de
Dean. Cada vez más contento, echó a andar a largas zancadas. No tuvo que ir
con sigilo porque no se cruzó con nadie por el camino, pero no le sorprendió:
esa noche Harry Potter era la persona con más suerte de Hogwarts.
No tenía ni idea de por qué tenía que ir a la cabaña  de Hagrid. Era como si
la poción sólo iluminara unos pasos del camino: Harry no veía el destino final
ni  dónde  encajaba  Slughorn,  pero  sabía  que  iba  bien  encaminado  para
conseguir aquel escurridizo recuerdo. Cuando llegó al vestíbulo, vio que Filch
había olvidado cerrar la puerta principal con llave. Sonriendo de oreja a oreja,
Harry abrió la puerta y se detuvo un instante para respirar el aroma a aire puro
y hierba, antes de bajar los escalones de piedra y salir al jardín en penumbra.
Cuando llegó al último escalón, se le ocurrió que sería agradable pasar por
el huerto antes de ir a la  cabaña  de Hagrid, aunque eso lo obligaba a desviarse
un poco, pero tenía muy claro que le convenía seguir esa corazonada. Así pues,
se  dirigió  hacia  el  huerto,  donde  se  alegró  de  ver  al  profesor  Slughorn  con  la
profesora  Sprout,  lo  cual  no  le  llamó  mucho  la  atención.  Esperó  detrás  de  un
murete de piedra, feliz y tranquilo, y escuchó su conversación.
—...Te  agradezco  que  te  hayas  tomado  tantas  molestias,  Pomona  —decía
Slughorn con cortesía—. Casi todas las autoridades están de acuerdo en que son
más eficaces si se recogen a la hora del crepúsculo.
—Sí,  yo  también  lo  creo  —coincidió  la  profesora  Sprout  con  tono
cariñoso—. ¿Tendrás bastante con esto?
—Sí, sí. De sobra  —dijo Slughorn, y Harry vio que llevaba un montón de
plantas—. Aquí hay algunas hojas para cada uno de mis alumnos de tercero, y
otras  de  repuesto  por  si  alguien  las  cuece  demasiado...  ¡Buenas  noches  y
muchas gracias!
La  profesora  echó  a  andar  en  la  oscuridad,  cada  vez  más  intensa,  en
dirección a sus invernaderos, y Slughorn dirigió sus pasos hacia el sitio donde
estaba Harry, invisible.
El muchacho sintió un repentino impulso de revelar su presencia, así que se
quitó la capa con un amplio movimiento del brazo.
—Buenas noches, profesor.
—¡Por las barbas de Merlín, Harry, me has asustado!  —exclamó Slughorn
parándose en seco y observándolo con recelo—. ¿Cómo has salido del castillo?
—Filch olvidó cerrar las puertas con llave  —reveló Harry con jovialidad, y
se alegró cuando Slughorn arrugó la frente y dijo:
—Tendré que informar de eso. Creo que ese conserje está más preocupado
por la limpieza que por la seguridad... Pero ¿qué haces aquí?
—Verá,  señor,  se  trata  de  Hagrid  —contestó  Harry,  que  sabía  que  en  ese
momento tenía que decir la verdad—. Está muy apenado... No se lo contará a
nadie, ¿verdad, profesor? No quiero causarle problemas a Hagrid...
Como era de esperar, Slughorn sintió aún más curiosidad.
—Hombre, eso no puedo prometerlo —dijo con brusquedad—. Pero sé que
Dumbledore  confía  completamente  en  Hagrid,  o  sea  que  no  puede  estar
tramando nada malo...
—Bueno, se trata de esa araña gigante que tiene desde hace años. Vivía en
el Bosque Prohibido y hasta sabía hablar...
—Ya había oído rumores de la presencia de acromántulas en el bosque  —
comentó Slughorn con voz queda, mientras dirigía la mirada hacia la masa de
oscuros árboles—. Entonces, ¿es verdad que las hay?
—Sí. Pero ésta, Aragog, la primera que Hagrid tuvo, murió anoche. El pobre
está destrozado. Necesita compañía en el entierro y le prometí que iría.
—Conmovedor,  conmovedor  —observó  Slughorn  distraídamente,  con  sus
grandes ojos mustios fijos en  las lejanas luces de la  cabaña  de Hagrid—. Pero el
veneno de acromántula es valiosísimo... Si la bestia ha muerto hace poco quizá
aún  se  conserve...  Claro  que  si  Hagrid  está  tan  apenado  no  quisiera  herir  sus
sentimientos, pero si hubiera alguna forma de obtener un poco... Mira, resulta
prácticamente imposible extraerle veneno a una acromántula viva... —Slughorn
parecía hablar sólo para sí—. Pero no recogerlo sería un tremendo desperdicio...
Podría sacar cien galeones por medio litro... Y teniendo en cuenta que mi sueldo
no es nada del otro mundo...
Entonces Harry comprendió qué había que hacer.
—Bueno,  no  sé...  —dijo  con  un  convincente  titubeo—.  Si  quiere  venir
conmigo, profesor, probablemente Hagrid estaría encantado... de darle a  Aragog
una despedida más lucida, ya me entiende...
—Sí, por supuesto —dijo Slughorn, y sus ojos chispearon de entusiasmo—.
Te  diré  lo  que  vamos  a  hacer,  Harry:  voy  a  buscar  un  par  de  botellas,  me
reuniré contigo allí y nos las beberemos a la salud de... Bueno, a su salud no,
pero digamos que despediremos a esa pobre bestia como es debido, después de
darle  sepultura.  Y  de  paso  me  cambiaré  la  corbata  porque  ésta  es  demasiado
llamativa para la ocasión...
Volvió corriendo al castillo, y Harry se dirigió hacia la  cabaña  de Hagrid,
muy satisfecho consigo mismo.
—¡Has venido!  —gruñó Hagrid cuando abrió la puerta y vio al muchacho
guardando la capa invisible.
—Sí,  aquí  estoy.  Ron  y  Hermione  no  han  podido  venir,  pero  lo  sienten
mucho.
—No  importa,  no  importa...  A  Aragog  le  habría  emocionado  verte  aquí,
Harry...  —Y soltó un sonoro sollozo. Se había hecho un brazalete negro con lo
que parecía un trapo untado con betún y tenía los ojos hinchados y enrojecidos.
Para consolarlo, Harry le dio unas palmaditas en el codo, la parte más alta
de Hagrid a la que llegaba.
—¿Dónde vamos a enterrarlo? —preguntó—. ¿En el Bosque Prohibido?
—¡No,  de  eso  nada!  —respondió  Hagrid,  secándose  las  lágrimas  con  los
faldones  de  la  camisa—.  Las  otras  arañas  no  dejan  que  me  acerque  por  allí
desde que murió  Aragog. ¡Resulta que no me devoraban porque él se lo había
prohibido! ¿Te lo puedes creer, Harry?
De haber contestado, Harry habría dicho «sí»; el muchacho recordaba con
dolorosa  claridad  el  día  en  que  Ron  y  él  se  habían  enfrentado  a  las
acromántulas, y no les quedó ninguna duda de que  Aragog  era la única razón
que les impedía comerse a Hagrid.
—¡Antes  podía  pasearme  a  mis  anchas  por  el  Bosque  Prohibido!  —se
lamentó  Hagrid  meneando  la  cabeza—.  Te  aseguro  que  no  fue  fácil  sacar  el
cadáver de Aragog de allí porque normalmente las acromántulas se comen a sus
muertos...  Pero  yo  quería  que  él  tuviera  un  entierro  bonito,  una  despedida
apropiada.
El  guardabosques  rompió  a  sollozar  de  nuevo  y  Harry  volvió  a  darle
palmaditas  en  el  codo,  y  mientras  lo  consolaba  (puesto  que  la  poción  parecía
indicar lo que correspondía hacer en cada momento) le dijo:
—Cuando venía hacia aquí me he encontrado con el profesor Slughorn.
—¡Anda! ¿Te ha regañado?  —preguntó Hagrid con súbita alarma—. Ya sé
que no os dejan salir del castillo por la noche, ha sido culpa mía...
—No,  no.  Cuando  le  expliqué  lo  que  ocurría,  dijo  que  le  gustaría  venir y
presentarle  sus  respetos  a  Aragog.  Creo  que  ha  ido  a  ponerse  ropa  más
adecuada para la ocasión... Y añadió que traería un par de botellas para brindar
por la pobre araña...
—¿Ah, sí?  —repuso Hagrid, entre asombrado y conmovido—. Qué detalle
por  su  parte...  Muy  amable,  y  además  no  se  va  a  chivar...  Horace  Slughorn
nunca me ha caído muy bien, pero si quiere venir a despedir  a Aragog... Seguro
que a él le habría gustado.
Harry  pensó  que  lo  que  más  le  habría  gustado  a  Aragog  de  Slughorn
habrían sido sus abundantes michelines, pero no hizo ningún comentario y se
acercó  a  la  ventana  de  atrás,  desde  donde  vio  la  espeluznante  imagen  que
ofrecía la enorme araña muerta, tumbada boca arriba, con las patas encogidas y
enredadas unas con otras.
—¿Vamos a enterrarlo aquí, en tu jardín, Hagrid?
—Sí, detrás del huerto de las calabazas  —contestó con voz entrecortada—.
Ya  he  cavado  la...  la  tumba.  He  pensado  que  podríamos  decir  algo  agradable
antes  de  enterrarlo.  Mencionar  algún  recuerdo  feliz,  o  algo  así...  —La  voz  le
temblaba tanto que no pudo terminar.
En  ese  momento  llamaron  a  la  puerta  y  el  guardabosques  fue  a  abrir  al
tiempo  que  se  sonaba  con  su  enorme  pañuelo  de  lunares.  Slughorn,  que  se
había puesto un lúgubre fular negro, entró rápidamente con dos botellas bajo el
brazo.
—Te acompaño en el sentimiento, Hagrid —dijo con solemnidad.
—Muchas gracias. Eres muy amable. Y gracias por no castigar a Harry...
—Ni  se  me  habría  ocurrido.  Qué  noche  tan  triste,  qué  noche  tan  triste...
¿Dónde está la pobre criatura?
—Ahí fuera  —respondió Hagrid con voz quebrada—, ¿Qué? ¿Queréis que
empecemos ya?
Salieron al jardín trasero. La luna refulgía detrás de los árboles y, mezclada
con la luz que salía  de la ventana de Hagrid, iluminaba el cadáver de  Aragog,
que  yacía  al  borde  de  una  enorme  fosa,  junto  a  un  montón  de  tierra  de  tres
metros de alto.
—Magnífico —declaró Slughorn acercándose a la cabeza de la araña, donde
ocho ojos blanquecinos miraban  el cielo sin ver y dos enormes pinzas curvadas
brillaban al claro de luna, inmóviles. A Harry le pareció oír tintineo de botellas
cuando Slughorn se inclinó sobre las pinzas y fingió examinar la monumental y
peluda cabeza.
—No todo el mundo supo apreciar su belleza  —comentó Hagrid mientras
las lágrimas le desbordaban las comisuras de los ojos, rodeados de arrugas—.
No sabía que te interesaran tanto las criaturas como Aragog, Horace.
—¿Interesarme?  ¡Las  adoro,  mi  querido  Hagrid!  —repuso  Slughorn  y  se
apartó del  cadáver. Harry vio el destello de una botella que desaparecía bajo la
capa del profesor, aunque Hagrid, que volvía a enjugarse las lágrimas, no se dio
cuenta de nada—. Y ahora... procedamos a enterrarlo.
Hagrid  se  adelantó  unos  pasos.  Levantó  la  gigantesca  araña  con  ambos
brazos y, lanzando un sonoro resoplido, la arrojó a la oscura fosa. La bestia cayó
en  el  fondo  con  un  espantoso  y  crepitante  ruido.  Hagrid  rompió  a  llorar  de
nuevo.
—Claro, para ti es muy duro porque eres el que mejor lo conocía —observó
Slughorn,  quien,  como  Harry,  sólo  llegaba  al  codo  de  Hagrid  y  no  tenía  más
remedio  que  darle  en  ese  punto  las  palmaditas  de  consuelo—.  ¿Quieres  que
diga unas palabras?
Harry pensó que Slughorn debía de haberle extraído a Aragog una cantidad
considerable de  ese veneno tan valioso, porque sonreía con satisfacción cuando
se acercó al borde de la fosa y, con voz lenta e imponente, recitó:
—¡Adiós,  Aragog,  rey  de  los  arácnidos,  cuya  larga  y  fiel  amistad  jamás
olvidarán  los  que  te  conocieron!  Tu  cuerpo  se  desintegrará,  pero  tu  espíritu
sigue vivo en los apacibles rincones del Bosque Prohibido donde antaño tejías
telarañas. Que tus descendientes de muchos ojos crezcan sanos y saludables y
que tus amigos humanos hallen consuelo por la pérdida que han sufrido.
—¡Qué...  qué...  bonito!  —aulló  Hagrid,  y  tras  desplomarse  en  el  suelo,  se
puso a llorar aún con mayor abatimiento.
—Vamos,  vamos  —dijo  Slughorn;  agitó  su  varita  y  el  enorme  montón  de
tierra se elevó para luego caer con un ruido sordo sobre la araña, de modo que
formó  un  perfecto  túmulo—.  Entremos  en  la  cabaña  y  bebamos  algo.  Harry,
cógelo por el otro brazo... Así... Arriba, Hagrid... Bien, bien...
Sentaron  a  Hagrid  a  la  mesa.  Fang,  que  durante  el  entierro  no  se  había
movido de su cesta, se acercó con sigilo y apoyó su enorme cabeza en el regazo
de Harry, como solía hacer. Slughorn descorchó una botella de vino de las que
había llevado.
—Lo he analizado para asegurarme de que no está envenenado  —aseguró
para tranquilizar a Harry mientras vertía casi todo su contenido en una de las
tazas  (del  tamaño  de  cubos)  de  Hagrid  y  se  la  daba  al  guardabosques—.
Después de lo que le pasó a tu pobre amigo Rupert, hice que un elfo doméstico
probara  un  poco  de  cada  botella.  —Harry  se  imaginó  la  cara  que  pondría
Hermione  si  se  enteraba  de  ese  abuso  de  los  elfos  domésticos  y  decidió  no
mencionárselo nunca—. Bueno, pues, una para Harry...  —continuó Slughorn al
tiempo que repartía el contenido de la segunda botella en otras dos tazas—  y
una para mí. Brindemos. —Levantó la taza—. ¡Por Aragog!
—¡Por Aragog! —repitieron Harry y Hagrid.
Slughorn  y  Hagrid  bebieron  sin  reparo.  Harry,  sin  embargo,  con  el  Felix
Felicis  guiándolo, supo que no debía beber, así que se limitó a fingir que daba
un sorbo y luego dejó la taza en la mesa.
—Lo  tenía  desde  que  estaba  en  el  huevo  —explicó  Hagrid  con  aire
melancólico—. Cuando salió del cascarón era un bichito minúsculo, del tamaño
de un pequinés...
—¡Qué monada! —dijo Slughorn.
—Lo guardaba en un armario, en el colegio, hasta que... bueno...
El  rostro  de  Hagrid  se  ensombreció  y  Harry  comprendió  por  qué:  Tom
Ryddle se las había ingeniado para que echaran a Hagrid del colegio, acusado
de  abrir  la  Cámara  de  los  Secretos.  Slughorn,  en  cambio,  no  parecía  estar
escuchando porque miraba el techo, del que colgaban  varios cazos de latón y
también una larga y sedosa madeja de pelo blanco y brillante.
—Eso no será pelo de unicornio, ¿verdad, Hagrid?
—Pues sí —dijo Hagrid sin mostrar el menor interés—. Se les cae de la cola,
se les engancha en las ramas y los matorrales del Bosque Prohibido...
—Pero... ¿sabes cuánto vale eso, amigo mío?
—Lo uso para atar los vendajes y esas cosas cuando alguna criatura se hace
daño  —explicó  el  guardabosques  encogiéndose  de  hombros—.  Es  muy  útil
porque es muy resistente, ¿sabes?
Slughorn bebió otro largo sorbo de vino y paseó la mirada despacio por la
cabaña;  Harry  comprendió  que  estaba  buscando  otros  tesoros  que  pudiera
convertir  en  una  buena  reserva  de  hidromiel  criado  en  barrica  de  roble,  piña
confitada y batines de terciopelo. El profesor volvió a llenar su taza y también la
de  Hagrid,  y  lo  interrogó  acerca  de  las  criaturas  que  vivían  en  el  Bosque
Prohibido  y  cómo  se  las  apañaba  para  cuidar  de  ellas.  Hagrid,  que  estaba
poniéndose muy comunicativo debido a los efectos de la bebida y del halagador
interés que mostraba Slughorn, dejó de enjugarse las lágrimas e inició de buen
grado una extensa disertación sobre la cría de bowtruckles.
Harry,  gracias  al  Felix  Felicis,  reparó  en  que  el  vino  de  elfo  que  Slughorn
había llevado se estaba terminando. Todavía no dominaba el encantamiento de
relleno  sin  pronunciar  el  conjuro  en  voz  alta,  pero  no  tuvo  dudas  de  que  esa
noche lo conseguiría; y en efecto, el muchacho sonrió cuando, sin que lo vieran
Hagrid  ni  Slughorn  (que  intercambiaban  historias  sobre  el  comercio  ilegal  de
huevos de dragón), apuntó con la varita, por debajo de la mesa, a las botellas
casi vacías y éstas se rellenaron de inmediato.
Aproximadamente  una  hora  más  tarde,  Hagrid  y  Slughorn  empezaron  a
hacer brindis que no  venían a cuento: por Hogwarts, por Dumbledore, por el
vino de elfo y…
—¡Por Harry Potter!  —bramó Hagrid, y vació de un trago la decimocuarta
taza de vino derramándoselo en parte por la barbilla.
—¡Sí, señor!  —graznó Slughorn—. Por Parry Otter, el Elegido que... Bueno,
algo por el estilo —masculló, y también vació su taza.
Poco después, Hagrid rompió a llorar de nuevo y tendió a Slughorn la cola
entera de pelo de unicornio; ni lerdo ni perezoso, el profesor se la metió en el
bolsillo mientras exclamaba: «¡Por la amistad! ¡Por la  generosidad! ¡Por los diez
galeones que me van a pagar por cada pelo!» Y después de eso, sentados uno al
lado del otro y abrazados como viejos camaradas, entonaron una triste canción
acerca de un mago moribundo llamado Odo.
—¿Por qué será que los mejores siempre mueren jóvenes? —farfulló Hagrid
desplomándose  encima  de  la  mesa,  un  poco  bizco,  mientras  Slughorn  seguía
canturreando el estribillo—. Mi padre era demasiado joven para morir... Igual
que tus padres, Harry... —Las lágrimas volvieron a aflorarle a los ojos, rodeados
de arrugas; le agarró un brazo a Harry y lo sacudió—. Eran el mejor mago y la
mejor bruja de su edad que jamás conocí... Fue terrible, terrible...
Slughorn cantaba con tono lastimero:
En su pueblo natal Odo reposa
sobre un lecho de musgo, pues no había otra cosa.
¡Qué lástima da verlo bajo la luna llena
sin capa ni sombrero, hecho una pena!
—Terrible, terrible...  —gruñó Hagrid, y la enorme y enmarañada cabeza le
cayó  hacia  un  lado,  sobre  los  brazos.  Se  quedó  dormido  y  empezó  a  roncar
profundamente.
—Lo siento  —se excusó Slughorn entre hipidos—. Reconozco que el canto
nunca se me ha dado muy bien.
—Hagrid no se refería a su entonación  —le aclaró Harry—. Hablaba de la
muerte de mis padres.
—¡Oh!  —exclamó  Slughorn  conteniendo  un  eructo—.  ¡Oh,  lo  siento!  Sí,
fue... terrible, es cierto. Terrible, terrible...  —Como no sabía qué decir, optó por
rellenar  las  tazas—.  Supongo  que...  que  no  lo  recordarás,  ¿verdad,  Harry?  —
preguntó con vacilación.
—No...  Yo  sólo  tenía  un  año  cuando  ellos  murieron  —contestó  el  chico
contemplando  la  vela,  que  parpadeaba  por  los  aparatosos  ronquidos  del
guardabosques—.  Pero  sé  cómo  pasó.  Me  he  enterado  de  muchas  cosas.  Mi
padre murió primero, ¿lo sabía usted?
—Pues... no, no lo sabía —respondió Slughorn con un hilo de voz.
—Sí.  Voldemort  lo  mató  primero  a  él,  y  luego  pasó  por  encima  de  su
cadáver y atacó a mi madre.
Slughorn  se  estremeció  aparatosamente  sin  apartar  la  mirada  del
muchacho.
—Le ordenó que se retirara  —continuó Harry—. El propio Voldemort me
dijo que ella no tenía por qué morir. Él me quería a mí. Mi madre habría podido
huir.
—¡Oh,  querido  muchacho!  —susurró  Slughorn—.  Ella  habría  podido...
podría no haber... Es tremendo...
—Sí, lo es  —coincidió Harry con voz apenas audible—. Pero no se movió.
Mi padre ya estaba muerto, y ella no quería que Voldemort me matara también
a mí. Intentó suplicarle, pero él se rió de ella...
—¡Basta!  —dijo de pronto Slughorn agitando una mano—. De verdad, hijo
mío, no sigas... Soy muy mayor y no necesito oír... no quiero oír...
—Claro,  no  me  acordaba  —mintió  Harry  dejándose  guiar  por  el  Felix
Felicis—. Ella le caía bien, ¿verdad?
—¿Si me caía bien? —dijo Slughorn, y los ojos se le llenaron de lágrimas—.
Dudo  mucho  que  no  cayera  bien  a  alguien.  Era  valiente,  divertida...  Fue
espantoso, espantoso...
—Y  ahora  usted  se  niega  a  ayudar  a  su  hijo  —arremetió  Harry—.  Ella
entregó su vida por mí, pero usted no quiere darme un recuerdo.
Los  ronquidos  de  Hagrid  resonaban  en  la  cabaña.  Harry  y  Slughorn
eguían mirándose fijamente a los ojos, los de este último anegados en lágrimas.
—No  digas  eso  —susurró—.  No  se  trata  de  que...  Si  fuera  para  ayudarte,
por supuesto que... Pero no serviría de nada.
—Sí serviría  —replicó Harry, tajante—. Dumbledore necesita información.
Yo necesito información.
El muchacho se sabía a salvo: el Felix Felicis le aseguraba que por la mañana
Slughorn no recordaría ni una palabra de esa conversación. Así que, sin dejar
de mirar al profesor, se inclinó un poco hacia delante y dijo:
—Soy el Elegido. Tengo que matar a Voldemort. Necesito ese recuerdo.
Slughorn palideció aún más; tenía la frente perlada de brillantes gotitas de
sudor.
—¿De verdad eres el Elegido?
—Claro que sí —confirmó Harry.
—Pero entonces... Hijo mío, me pides mucho... De hecho, me pides que te
ayude a destruir...
—¿No quiere acabar con el mago que mató a Lily Evans?
—Claro que quiero, Harry, claro que quiero, pero...
—¿Teme que él averigüe que me ayudó?  —Slughorn no respondió; estaba
aterrado—. Sea valiente como mi madre, profesor...
Slughorn alzó una rechoncha  y temblorosa mano y apoyó los dedos en los
labios; durante un momento pareció un bebé gigantesco.
—No  me  siento  nada  orgulloso...  —susurró—.  Me  avergüenzo  de...  de  lo
que ese recuerdo muestra. Me temo que ese día causé un gran daño...
—Si me entrega ese recuerdo compensará todo el mal que hizo —le aseguró
Harry—. Sería un acto muy noble y muy valiente.
Hagrid,  dormido,  se  estremeció  y  siguió  roncando.  Slughorn  y  Harry
continuaron mirándose a los ojos por encima de la parpadeante vela. Hubo un
largo silencio, pero el  Felix  Felicis  recomendó a Harry que no lo rompiera, que
esperara.
Por fin, muy despacio, el profesor extrajo del bolsillo su varita. Introdujo la
otra mano en la capa y sacó una botellita vacía. Sin dejar de mirar a Harry, se
tocó la sien con la  punta de la varita. Luego la retiró poco a poco, tirando de un
largo y plateado hilo de memoria que se le había adherido. El recuerdo se estiró
y se estiró hasta romperse y quedar colgando de la varita, plateado y reluciente.
Slughorn lo acercó entonces a  la botella, donde se enroscó y luego se extendió
formando remolinos, como si fuera un gas. A continuación, el profesor puso el
tapón en la botella con mano trémula y se la acercó a Harry por encima de la
mesa.
—Muchas gracias, profesor.
—Eres  un  buen  chico  —dijo  Slughorn.  Las  lágrimas  resbalaban  por  sus
rechonchas mejillas y se perdían en su bigote de morsa—. Y tienes los ojos de tu
madre... Sólo te pido que no pienses muy mal de mí cuando lo hayas visto...
Y a continuación apoyó la cabeza en los brazos, dio un hondo suspiro y se
quedó dormido.

23
Horrocruxes

Mientras caminaba lentamente en dirección al castillo, Harry notaba cómo se le
iba pasando el efecto del  Felix  Felicis. La puerta de entrada había permanecido
abierta  para  él,  pero en  el  tercer  piso encontró  a  Peeves y  tuvo  que  tomar  un
atajo para evitar que el poltergeist lo detectara. Cuando llegó ante el retrato de la
Señora  Gorda  y  se  quitó  la  capa  invisible,  no  le  sorprendió  que  ella  no  se
mostrara dispuesta a ayudarlo.
—¿Qué horas son éstas de llegar?
—Lo siento. Tuve que salir a hacer un recado muy importante.
—Pues  mira,  la  contraseña  cambió  a  medianoche,  así  que  tendrás  que
dormir en el pasillo. ¿Qué te parece?
—No lo dirá en serio, ¿verdad? ¿A santo de qué ha cambiado la contraseña
a medianoche?
—Esto  es  lo  que  hay  —repuso  la  Señora  Gorda—.  Si  no  te  gusta,  ve  y
cuéntaselo al director. El es quien ha endurecido las medidas de seguridad.
—Fantástico  —dijo  Harry  mirando  el  duro suelo  del  pasillo—.  Genial,  de
verdad. Y por supuesto que iría a contárselo a Dumbledore si estuviera en su
despacho, porque él fue quien quiso que yo...
—Está  aquí  —confirmó  una  voz  a  su  espalda—.  El  profesor  Dumbledore
regresó al colegio hace una hora.
Nick  Casi  Decapitado  se  deslizaba  hacia  Harry  mientras  la  cabeza  le
bamboleaba sobre la gorguera, como de costumbre.
—Lo sé por el Barón Sanguinario, que lo vio llegar  —añadió—. Según me
dijo, parecía de buen humor aunque un poco cansado.
—¿Dónde está? —preguntó Harry con el corazón acelerado.
—Pues gimiendo y haciendo ruido  de cadenas en la torre de Astronomía.
Es su pasatiempo favorito.
—¡Dónde está Dumbledore, no el Barón Sanguinario!
—Ah...  En  su  despacho.  Por  lo  que  dijo  el  Barón,  creo  que  tenía  unos
asuntos que atender antes de acostarse.
—Sí, ya lo creo —dijo Harry, emocionado ante la perspectiva de contarle al
director  que  había  conseguido  el  bendito  recuerdo.  Se  dio  la  vuelta  y  salió  a
todo correr ignorando a la Señora Gorda, que le gritó:
—¡Vuelve!  ¡Está  bien,  era  mentira!  ¡Me  ha  fastidiado  que  me  despertaras!
¡La contraseña sigue siendo «Lombriz intestinal»!
Pero  Harry  ya  corría  por  el  pasillo  y  pocos  minutos  más  tarde  decía
«¡Bombas de tofee!» ante la gárgola de Dumbledore, que se apartó y dejó que se
montara en la escalera de caracol.
—Adelante  —dijo  el  director  cuando  Harry  llamó  a  la  puerta.  Su  voz
denotaba agotamiento.
Harry entró en el despacho, que estaba igual que siempre, aunque con un
cielo negro y salpicado de estrellas detrás de las ventanas.
—Caramba,  Harry  —se  sorprendió  Dumbledore—.  ¿A  qué  debo  el  honor
de esta tardía visita?
—¡Lo tengo, señor! Tengo el recuerdo de Slughorn.
Sacó  la  botellita  de  cristal  y  se  la  mostró  al  anciano  profesor,  que  por  un
instante se quedó atónito, pero enseguida esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Qué gran noticia, Harry! ¡Te felicito, muchacho! ¡Sabía que lo lograrías!
Y,  olvidándose  de  la  hora  que  era,  el  director  de  Hogwarts  bordeó  su
escritorio,  cogió  la  botellita  con  la  mano  ilesa  y  fue  derecho  hacia  el  armario
donde guardaba el pensadero.
—Por  fin  podremos  verlo  —se  regocijó  mientras  colocaba  la  vasija  de
piedra encima de su mesa y vaciaba en ella el contenido de la botella—. Rápido,
Harry...
El muchacho, obediente, se inclinó sobre el pensadero y notó cómo los pies
se le separaban del suelo... Una vez más, se precipitó  en la oscuridad y aterrizó
en el despacho de Horace Slughorn muchos años atrás.
Allí  estaba  Slughorn,  mucho  más  joven,  con  su  tupido  y  brillante  cabello
rubio oscuro y bigote rojizo, sentado en el cómodo sillón de orejas, con los pies
apoyados en un puf de terciopelo y una copita de vino en una mano mientras
con la otra rebuscaba en una caja de  piña confitada. Lo rodeaban media docena
de adolescentes, también sentados, entre los cuales se hallaba Tom Ryddle, en
uno de cuyos dedos relucía el anillo de oro con la piedra negra de Sorvolo.
Dumbledore  aterrizó  junto  a  Harry  en  el  preciso  instante  en  que  Ryddle
preguntaba:
—¿Es cierto que la profesora Merrythought se retira, señor?
—¡Ay, Tom! Aunque lo supiera no podría decírtelo  —contestó Slughorn, e
hizo un gesto reprobatorio con el dedo índice, aunque al mismo tiempo le guiñó
un  ojo—.  Desde  luego,  me  gustaría  saber  de  dónde  obtienes  la  información,
chico; estás más enterado que la mitad del profesorado, te lo aseguro.  —Ryddle
sonrió  y  los  otros  muchachos  rieron  y  le  lanzaron  miradas  de  admiración—.
Claro, con tu asombrosa habilidad para saber cosas que no deberías saber y con
tus meticulosos halagos a la gente importante... Por cierto, gracias por la pina;
has  acertado,  es  mi  golosina  favorita.  —Varios  alumnos  rieron
disimuladamente—.  No  me  extrañaría  nada  que  dentro  de  veinte  años  fueras
ministro  de  Magia.  O  más  bien  quince,  si  sigues  enviándome  pina.  Tengo
excelentes contactos en el ministerio.
Tom  Ryddle  se  limitó  a  sonreír  de  nuevo  mientras  sus  compañeros  reían
otra vez. Pese a que Ryddle no era  el mayor del grupo, Harry se fijó en que los
demás lo miraban como si fuera el líder.
—No  creo  que  sirva  para  la  política,  señor  —dijo  cuando  las  risitas
cesaron—. Para empezar, no tengo los orígenes adecuados.
Un  par  de  muchachos  se  lanzaron  miradas  de  complicidad;  al  parecer
daban  por  sentado,  o  al  menos  creían,  que  el  cabecilla  de  su  grupo  tenía  un
antepasado  famoso,  y  por  eso  interpretaban  las  palabras  de  Ryddle  como  un
chiste.
—No digas bobadas —dijo Slughorn con brío—, está más claro que el agua
que procedes de una estirpe de magos decente; de lo contrario, no tendrías esas
habilidades. No, Tom, tú llegarás lejos. ¡Y nunca me he equivocado con ningún
alumno!
El  pequeño  reloj  dorado  que  había  encima  de  la  mesa  dio  las  once,  y  el
profesor se volvió para mirarlo.
—Madre  mía,  ¿ya  es  tan  tarde?  Será  mejor  que  os  marchéis,  chicos,  o
tendremos  problemas.  Lestrange,  si  no  me  entregas  tu  redacción  mañana,  no
me quedará más remedio que castigarte. Y lo mismo te digo a ti, Avery.
Los  muchachos  salieron  uno  a  uno  de  la  habitación.  Slughorn  se  levantó
con dificultad del sillón y llevó su copa, ya vacía, a la mesa. Entonces notó que
algo se movía detrás de él y se giró: Ryddle seguía allí plantado.
—Date prisa, Tom. No conviene que te sorprendan levantado a estas horas
porque, además, eres prefecto...
—Quería preguntarle una cosa, señor.
—Pregunta lo que quieras, muchacho, pregunta...
—¿Sabe usted algo acerca de los Horrocruxes, señor?
Slughorn  lo  miró  con  fijeza  mientras,  distraídamente,  acariciaba  con  sus
gruesos dedos el pie de la copa de vino.
—Es para un trabajo de Defensa Contra las Artes Oscuras, ¿no?
Pero Harry advirtió que Slughorn sabía muy bien que aquella cuestión no
tenía nada que ver con un trabajo escolar.
—No  exactamente,  señor  —respondió  Ryddle—.  Encontré  ese  término
mientras leía y no lo entendí del todo.
—Ya, claro... Es que no creo que sea fácil hallar en Hogwarts ningún libro
que ofrezca detalles sobre los Horrocruxes, Tom. Eso es magia muy, pero que
muy oscura —explicó Slughorn.
—Pero estoy seguro de que usted sabe todo lo que hay que saber de ellos,
¿verdad, señor? Sin duda alguna, un mago como usted... Disculpe, si no puede
contarme  nada  es  evidente  que...  En  fin,  estaba  convencido  de  que  si  alguien
podía hablarme de ellos, ése era usted, y por eso se me ocurrió preguntárselo.
Harry  se  admiró  de  la  habilidad  de  Ryddle:  el  titubeo,  el  tono
despreocupado, el prudente halago, todo en la dosis adecuada. Harry tenía la
suficiente experiencia en sonsacar información a  sujetos reacios para reconocer
a  un  maestro  en  acción.  Además,  Ryddle  daba  mucha  importancia  a  la
información  que  pretendía  obtener;  quizá  llevara  semanas  preparando  ese
momento.
—Bueno —murmuró Slughorn sin dirigirle la mirada y jugueteando con el
lazo  de  la  caja  de  piña  confitada—,  no  va  a  pasar  nada  si  te  doy  una  idea
general,  desde  luego.  Sólo  para  que  entiendas  el  significado  de  esa  palabra.
Horrocrux  es  la  palabra  que  designa  un  objeto  en  el  que  una  persona  ha
escondido parte de su alma.
—Ya,  pero  no  acabo  de  entender  el  proceso,  señor  —insistió  Ryddle;  a
pesar  de  que  controlaba  rigurosamente  su  voz,  Harry  se  dio  cuenta  de  que
estaba emocionado.
—Pues  mira,  divides  tu  alma  y  escondes  una  parte  de  ella  en  un  objeto
externo a tu cuerpo. De ese modo, aunque tu cuerpo sea atacado o destruido, no
puedes morir porque parte de tu alma sigue en este mundo, ilesa. Pero, como es
lógico, una existencia así...
El rostro de Slughorn se contrajo y Harry recordó unas palabras que había
oído casi dos años atrás: «Fui  arrancado del cuerpo, quedé convertido en algo
que  era  menos  que  espíritu,  menos  que  el  más  sutil  de  los  fantasmas...  y,  sin
embargo, seguía vivo.»
—... pocos la desearían, Tom, muy pocos. Sería preferible la muerte.
Pero Ryddle no quedó satisfecho: su expresión era de avidez, ya no podía
seguir ocultando sus vehementes ansias.
—¿Qué hay que hacer para dividir el alma?
—Verás  —dijo Slughorn, incómodo—, has de tener en cuenta que el alma
debe  permanecer  intacta  y  entera.  Dividirla  es  una  violación,  es  algo
antinatural.
—Sí, pero ¿cómo se hace?
—Mediante  un  acto  maligno.  El  acto  maligno  por  excelencia:  matar.
Cuando  uno  mata,  el  alma  se  desgarra.  El  mago  que  pretende  crear  un
Horrocrux aprovecha esa rotura y encierra la parte desgarrada...
—¿La encierra? Pero ¿cómo?
—Hay  un  hechizo...  ¡Pero  no  me  preguntes  cuál  es  porque  no  lo  sé!  —
Slughorn negó con la cabeza; parecía un elefante viejo acosado por una nube de
mosquitos—.  ¿Acaso  tengo  aspecto  de  haberlo  intentado?  ¿Tengo  aspecto  de
asesino?
—No,  señor,  por  supuesto  que  no  —se  apresuró  a  decir  Ryddle—.  Lo
siento, no era mi intención ofenderlo...
—Descuida, no me has ofendido  —repuso Slughorn con brusquedad—. Es
natural  sentir  curiosidad  acerca  de  estas  cosas.  Los  magos  de  cierta  categoría
siempre se han sentido atraídos por ese aspecto de la magia...
—Sí, señor. Pero lo que no entiendo... Se lo pregunto sólo por curiosidad...
No veo demasiada utilidad en utilizar un Horrocrux. ¿Sólo se puede dividir el
alma  una  vez?  ¿No  sería  mejor,  no  fortalecería  más,  dividir  el  alma  en  más
partes?  Por  ejemplo,  si  el  siete  es  el  número  mágico  más  poderoso,  ¿no
convendría...?
—¡Por las barbas de Merlín, Tom! ¡Siete! ¿No es bastante grave matar a una
persona?  Además...  Dividir  el  alma  una  vez  ya  resulta  pernicioso,  pero
fragmentarla  en  siete  partes...  —Slughorn  parecía  muy  preocupado  y
contemplaba  a  Ryddle  como  si  nunca  se  hubiera  fijado  bien  en  él.  Harry
comprendió que el profesor lamentaba haber entablado aquella conversación—.
Claro  que  todo  esto  —masculló—  es  puramente  hipotético,  ¿no?  Puramente
teórico...
—Sí, señor, por supuesto —dijo Ryddle con presteza.
—Pero de cualquier modo, Tom, no le digas a nadie lo que te he contado, o
mejor dicho, lo que hemos hablado. A nadie le gustaría saber que hemos estado
charlando  sobre  Horrocruxes.  Mira,  es  un  tema  prohibido  en  Hogwarts.
Dumbledore es muy estricto con este punto...
—No diré ni una palabra, señor —le aseguró Ryddle, y se marchó.
Harry  alcanzó  a  verle  el  rostro,  donde  se  reflejaba  la  misma  exaltada
felicidad que el día que se enteró de que era un mago, la clase de felicidad que
no realzaba sus hermosas facciones, sino que, en cierto modo, las volvía menos
humanas...
—Gracias, Harry —dijo Dumbledore con voz queda—. Vámonos...
Cuando  Harry  pisó  de  nuevo  el  suelo  del  despacho,  el  director ya  estaba
sentado  a  su  escritorio.  Harry  se  sentó  también  y  esperó  a  que  Dumbledore
hablara.
—Hacía  mucho  tiempo  que  esperaba  conseguir  ese  testimonio  —dijo  el
anciano profesor al fin—. Y me confirma la teoría en que he estado trabajando;
me  demuestra  que  tengo  razón  y  que  todavía  queda  un  largo  camino  por
recorrer.
De pronto, Harry se fijó en que todos los antiguos directores y directoras
cuyos  retratos  colgaban  de  las  paredes  estaban  despiertos  y  escuchaban  con
interés  su  conversación;  incluso  un  mago  corpulento  de  nariz  colorada  había
sacado una trompetilla.
—Bien,  Harry  —prosiguió  Dumbledore—.  Estoy  convencido  de  que
comprendes  la  importancia  de  lo  que  acabamos  de  oír.  Cuando  Tom  Ryddle
tenía  aproximadamente  la  misma  edad  que  tú  ahora,  intentó  por  todos  los
medios averiguar cómo podía alcanzar la inmortalidad.
—¿Y usted cree que lo consiguió, señor? ¿Hizo un Horrocrux y por eso no
murió  cuando  me  atacó  a  mí?  Quizá  tenía  un  Horrocrux  escondido  en  algún
sitio o una parte de su alma estaba a salvo.
—Una parte... o más. Ya has oído a Voldemort: lo que en realidad quería de
Horace era su opinión acerca de qué podría pasarle al mago que creara más de
un Horrocrux. O qué podría pasarle a un mago tan decidido a evitar la muerte
que  no  le  importara  matar  muchas  veces  y  desgarrar  repetidamente  su  alma
para almacenarla en varios Horrocruxes que luego escondería. Era evidente que
esa información no la encontraría en los libros. Que yo sepa (y que Voldemort
supiera,  estoy  seguro),  hasta  ese  momento  lo  máximo  que  un  mago  había
logrado  era  dividir  su  propia  alma  en  dos.  —Dumbledore  hizo  una  breve
pausa, puso en orden sus pensamientos y añadió—: Hace cuatro años recibí lo
que consideré una prueba definitiva de que Voldemort había dividido su alma.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Me la diste tú, Harry  —contestó el anciano—. El diario era la prueba, el
diario de Ryddle, el que daba instrucciones sobre cómo volver a abrir la Cámara
de los Secretos.
—No lo entiendo, señor.
—Verás,  aunque  no  vi  al  Ryddle  que  salió  del  diario,  lo  que  tú  me
describiste  era  un  fenómeno  que  yo  jamás  había  presenciado.  ¿Un  simple
recuerdo que actuaba y pensaba de forma autónoma? ¿Un simple recuerdo que
ponía en peligro la vida de la niña en cuyas manos había caído? No, yo estaba
casi  seguro  de  que  dentro  de  ese  libro  vivía  algo  mucho  más  siniestro:  un
fragmento de alma. El diario era un Horrocrux. Y esa certeza resolvía muchas
cuestiones, pero planteaba otras. Lo que más me intrigaba y alarmaba era que
ese diario había sido pensado como arma, y no sólo como salvaguarda.
—Sigo sin entenderlo —repitió Harry.
—Mira,  el  diario  funcionaba  como  se  supone  que  debe  hacerlo  un
Horrocrux,  es  decir,  el  fragmento  de  alma  encerrado  en  su  interior  estaba  a
salvo  y  había  contribuido  a  evitar  la  muerte  de  su  propietario.  Pero  Ryddle
quería que ese diario se leyera y deseaba que la parte de su alma encerrada en él
se trasladara al cuerpo de otra persona,  que la poseyera, con el fin de poner en
libertad, una vez más, al monstruo de Slytherin.
—Quizá no quería que se desperdiciaran  los esfuerzos que había hecho  —
opinó Harry—. Y deseaba que la gente supiera que era el heredero de Slytherin,
porque en ese momento él no podía demostrarlo.
—Sí,  tienes  parte  de  razón  —admitió  Dumbledore—.  Pero  ¿no  te  das
cuenta, Harry, de que si pretendía que el diario llegara a manos de algún futuro
alumno  de  Hogwarts  por  el  medio  que  fuera,  estaba  siendo  muy  descuidado
con  el  valioso  fragmento  de  su  alma  escondido  dentro?  El  propósito  de  un
Horrocrux,  como  explicó  el  profesor  Slughorn,  es  mantener  una  parte  del  ser
oculta  y  a  salvo,  no  dejarla  tirada  por  ahí  para  que  la  encuentre  cualquiera  y
arriesgarse a que la destruyan, como de hecho ocurrió: ese fragmento de alma
en particular ya no existe. Tú te encargaste de ello.
»La negligencia con que Voldemort  trataba su Horrocrux me parecía muy
sospechosa. Sugería que había creado o planeaba crear más Horrocruxes, y que
por  eso  la  pérdida  del  primero  no  resultaba  tan  perjudicial.  Yo  no  quería
creerlo, pero era lo único que tenía sentido.
»Dos  años  más  tarde,  tú  me  contaste  que  la  noche  en  que  Voldemort
regresó a su cuerpo hizo una declaración sumamente alarmante y esclarecedora
a  sus  mortífagos:  "Yo,  que  he  ido  más  lejos  que  nadie  en  el  camino  hacia  la
inmortalidad."  Eso  fue  lo  que  dijo,  según  tú:  "más  lejos  que   nadie".  Y  yo  creí
entender qué significaba, aunque los mortífagos no lo comprendieran. Se refería
a sus Horrocruxes, Horrocruxes en plural, Harry, algo que supongo que no ha
tenido  jamás  ningún  otro  mago.  Y  sin  embargo  encajaba:  lord  Voldemort
parecía  haberse  vuelto  menos  humano  con  el  paso  del  tiempo,  y  la
transformación que había experimentado sólo me parecía explicable si su alma
había sido mutilada hasta más allá de los límites de lo que podríamos llamar la
maldad "normal".
—¿Así que matando a otras personas ha logrado que sea imposible matarlo
a  él?  —preguntó  Harry—.  Si  tanto  le  interesaba  la  inmortalidad,  ¿por  qué  no
hacía una piedra filosofal o robaba una?
—Bueno,  ya  sabemos  que  lo  intentó  hace  cinco  años  —le  recordó
Dumbledore—. Pero, a mi entender,  hay varias razones por las que una piedra
filosofal debía de atraerlo menos que los Horrocruxes.
«Aunque, en efecto, el Elixir de la Vida prolonga la existencia, debe beberse
regularmente  durante  toda  la  eternidad  si  el  sujeto  pretende  seguir  siendo
inmortal. Por lo tanto, Voldemort dependería por completo de dicho elixir, y si
éste  se  agotaba  o  se  contaminaba,  o  si  le  robaban  la  piedra  filosofal,  moriría
igual  que  cualquier  otro  mortal.  A  Voldemort  le  gusta  trabajar  solo,  no  lo
olvides.  Creo  que  la  idea  de  depender  de  algo,  aunque  fuera  del  Elixir  de  la
Vida, debía de resultarle intolerable. Naturalmente, estaba dispuesto a beberlo
si  de  ese  modo  lograba  salir  de  la  espantosa  pseudo-vida  a  la  que  quedó
condenado después de atacarte a ti, pero sólo con el propósito de recuperar un
cuerpo. Estoy convencido de que a partir de entonces decidió seguir confiando
en sus Horrocruxes: si lograba recuperar la forma humana, no necesitaría nada
más.  Ya  era  inmortal, ¿entiendes?  O  tan  inmortal  como  puede  llegar  a  ser  un
hombre.
»Pero  ahora,  Harry,  con  esta  información  en  la  mano,  con  el  crucial
recuerdo que has logrado obtener para nosotros, estamos más cerca de lo que
nadie ha estado nunca de obtener el secreto para acabar con lord Voldemort. Ya
has oído lo que dijo: "¿No sería mejor, no fortalecería más, dividir el alma en
más partes? Por ejemplo, si el siete es el número mágico más poderoso..." ¡Si el
siete  es  el  número  mágico  más  poderoso!  Sí,  creo  que  la  idea  de  un  alma
dividida en siete partes debía de seducirlo plenamente.
—¿Creó siete Horrocruxes?  —dijo Harry, aterrado, mientras varios retratos
emitían  ruiditos  de  asombro  e  indignación—.  Pero  entonces  podrían  estar
escondidos en cualquier rincón del mundo, enterrados o invisibles...
—Me satisface comprobar que sabes valorar la magnitud del problema  —
repuso  el  director  con  serenidad—.  Pero,  antes  de  nada,  permíteme  que  te
corrija, Harry: no creó siete Horrocruxes, sino seis. La séptima parte de su alma,
aunque mutilada, reside en su regenerado cuerpo. Esa fue la parte de su ser que
llevó  una  existencia  espectral  durante  sus  largos  años  de  exilio;  sin  ella,
Voldemort  no  es  nada.  Esa  séptima  parte  de  alma,  la  parte  que  vive  en  su
cuerpo, es la última que cualquiera que desee matar a Voldemort debe atacar.
—Pero  entonces,  los  seis  Horrocruxes...  —dijo  Harry  con  cierta
desesperación— ¿qué se supone que hemos de hacer para encontrarlos?
—Olvidas que tú ya has destruido uno. Y yo otro.
—¿Ah, sí? —se extrañó Harry.
—Sí,  así  es  —confirmó  Dumbledore,  y  levantó  la  ennegrecida  y
chamuscada mano—: el anillo, Harry. El anillo de Sorvolo. Y también la terrible
maldición que llevaba consigo. De no ser por mi prodigiosa destreza (perdona
mi falta de modestia) y por la oportuna intervención del profesor Snape cuando
regresé gravemente herido a Hogwarts, quizá no hubiese vivido para contarte
la historia. Sin embargo, una mano atrofiada no parece un precio desorbitado
por una séptima parte del alma de Voldemort. El anillo ya no es un Horrocrux.
—Pero ¿cómo lo encontró?
—Como  ahora  sabes,  llevo  muchos  años  dedicado  a  recabar  información
acerca  del  pasado  de  Voldemort.  He  viajado  mucho  y  he  visitado  los  lugares
donde él estuvo. El anillo lo encontré oculto entre las ruinas de la casa de los
Gaunt. Al parecer, tras conseguir encerrar una parte  de su alma en el interior
del anillo, ya no quiso llevarlo puesto. Así que lo escondió, protegido mediante
diversos  y  poderosos  sortilegios,  en  la  casucha  donde  habían  vivido  sus
antepasados (cuando a Morfin ya lo habían enviado a Azkaban, por supuesto),
y no se le ocurrió que un día yo me tomaría la molestia de visitar las ruinas, ni
que me mantendría atento por si detectaba algún rastro de ocultación mágica.
»Sin embargo, no deberíamos echar las campanas al vuelo. Tú  destruiste  el
diario y yo el anillo,  pero, si nuestra  teoría del alma dividida en siete partes es
correcta, aún quedan cuatro Horrocruxes.
—¿Y  podrían  ser  cualquier  cosa?  —preguntó  Harry—.  ¿Podrían  ser  latas
viejas o... no sé, botellas de poción vacías?
—Estás  pensando  en  los  trasladores,  Harry,  esos  objetos  normales  y
corrientes,  fáciles  de  pasar  por  alto.  Pero  ¿utilizaría  lord  Voldemort  latas  o
botellas de poción viejas para guardar algo tan precioso para él como su alma?
Olvidas lo que te he mostrado. A lord Voldemort le gustaba coleccionar  trofeos
y prefería los objetos que poseyeran una intensa historia mágica. Su orgullo, su
fe en su propia superioridad, su voluntad de hacerse un nombre destacado en
la  historia  mágica...  todo  eso  me  hace  pensar  que  debió  de  elegir  sus
Horrocruxes con cierto cuidado, decantándose por objetos dignos de semejante
honor.
—El diario no era muy especial.
—El diario, como tú mismo has dicho, era una prueba de que Voldemort
era  el  heredero  de  Slytherin;  estoy  seguro  de  que  él  le  atribuía  una  gran
importancia.
—¿Y  los  otros  Horrocruxes?  —preguntó  Harry—.  ¿Usted  sabe  qué  son,
señor?
—Sólo  puedo  hacer  conjeturas.  Por  las  razones  que  ya  he  explicado,  creo
que lord Voldemort eligió objetos que por sí mismos poseen cierto esplendor.
Por lo tanto, he indagado en su pasado  para ver si encontraba indicios de que
algún elemento de ese tipo hubiera desaparecido estando él cerca.
—¡El guardapelo! —exclamó Harry—. ¡La copa de Hufflepuff.
—Sí  —dijo  Dumbledore  sonriente—.  Me  apostaría  algo  (la  otra  mano  no,
pero  quizá  sí  un  par  de  dedos)  a  que  se  convirtieron  en  los  Horrocruxes
números tres y cuatro. Los otros dos, suponiendo, una vez más, que Voldemort
creara  un  total  de  seis,  resultan  más  problemáticos;  con  todo,  me  atrevería  a
aventurar  que,  tras  guardar  en  lugar  seguro  las  reliquias  de  Hufflepuff  y  de
Slytherin, decidió buscar otros objetos que hubieran pertenecido a Gryffindor o
Ravenclaw. No me cabe duda de que las pertenencias de los cuatro fundadores
ejercían  un  poderoso  atractivo  para  la  imaginación  de  Voldemort.  No  puedo
garantizar que haya encontrado algo de Ravenclaw, pero tengo la seguridad de
que la única reliquia conocida de Gryffindor permanece a buen recaudo.
Dumbledore señaló con sus renegridos dedos la pared a su espalda, donde
una espada con rubíes incrustados reposaba en una urna de cristal.
—¿Cree que por eso Voldemort quería regresar a Hogwarts, señor? ¿Para
buscar algo que hubiera pertenecido a los otros fundadores?
—Eso  es  exactamente  lo  que  creo  —confirmó  Dumbledore—.  Pero,  por
desgracia,  ese  convencimiento  no  nos  permite  progresar  mucho  porque  él  se
marchó del castillo sin haber podido registrarlo, o eso creo. Así pues, me veo
obligado a pensar que nunca vio cumplida su ambición de recoger un objeto de
cada  uno  de  los  cuatro  fundadores  de  Hogwarts.  Tenía  dos,  eso  sí;  hasta  es
posible que encontrara tres. De momento, eso es todo.
—Pero,  aunque  hubiera  logrado  hacerse  con  algo  de  Ravenclaw  o  de
Gryffindor,  aún  quedaría  un  sexto  Horrocrux  —dijo  Harry  contando  con  los
dedos—. A menos que consiguiera ambos, ¿no?
—No lo creo. Me parece saber qué es el sexto Horrocrux. ¿Qué dirías si te
confieso que he sentido cierta curiosidad por el comportamiento de la serpiente
Nagini?
—¿La  serpiente?  —repitió  Harry  con  asombro—.  ¿Se  pueden  hacer
Horrocruxes con animales?
—Bueno, no es aconsejable. Confiarle una parte de tu alma a algo capaz de
pensar  y  moverse  por  sí  mismo  es  un  asunto  muy  arriesgado.  Con  todo,
suponiendo que mis cálculos sean correctos, a Voldemort todavía le faltaba un
Horrocrux, si quería reunir seis,  cuando entró en la casa de tus padres con la
intención de matarte.
«Parece  que  reservaba  el  proceso  de  crear  Horrocruxes  para  las  muertes
más importantes. La tuya, desde luego, lo habría sido mucho. Voldemort creía
que  matándote  destruiría  el  peligro  anunciado  por  la  profecía  y  que  de  ese
modo él se haría invencible. Estoy convencido de que pretendía crear su último
Horrocrux utilizando tu muerte.
»Como es obvio, no lo logró. Sin embargo, tras un intervalo de varios años
utilizó a Nagini para matar a un anciano muggle y quizá entonces se le ocurriera
convertir a la serpiente en su último Horrocrux.  Nagini  subraya su relación con
Slytherin,  y  eso  realza  el  halo  de  misterio  de  lord  Voldemort.  Me  inclino  a
pensar que siente más cariño por ella que por cualquier otro ser; le gusta tenerla
cerca y da la impresión de que la domina asombrosamente, incluso tratándose
de un hablante de pársel.
—A ver  —dijo Harry—, hemos destruido el diario y el anillo. La copa, el
guardapelo y la serpiente todavía están intactos, y usted cree  que podría haber
un Horrocrux que perteneció a Ravenclaw o Gryffindor, ¿no?
—En efecto, un resumen admirablemente conciso y exacto —dijo el director
inclinando la cabeza.
—Y... ¿sigue usted buscándolos, señor? ¿Por eso se ausenta del colegio?
—Correcto. Llevo mucho tiempo buscando. Y es posible que esté a punto
de encontrar otro. Hay indicios esperanzadores.
—Y si lo encuentra  —saltó Harry—, ¿me dejará ir con usted y ayudarlo a
que lo destruya?
—Sí, creo que sí —respondió el director mirándolo a los ojos.
—¿Podré ir? —repitió el muchacho, sin dar crédito a sus oídos.
—Sí,  Harry  —reafirmó  Dumbledore  con  una  sonrisa—.  Creo  que  te  has
ganado ese derecho.
Harry sintió que se hinchaba de orgullo. Por una vez, no adoptaban con él
una  actitud  protectora  ni  le  aconsejaban  cautela,  y  eso  resultaba  muy
reconfortante.  Los  directores  y  directoras  que  colgaban  de  las  paredes  no
parecían  tan  favorablemente  impresionados  por  la  decisión  de  Dumbledore;
algunos  menearon  la  cabeza  y  Phineas  Nigellus  soltó  un  resoplido  de
desaprobación.
—¿Sabe  lord  Voldemort  cuándo  se  destruye  un  Horrocrux,  señor?  ¿Lo
nota? —inquirió el muchacho sin hacer caso a los retratos.
—Una pregunta muy interesante, Harry. Creo que no. Creo que ahora está
tan sumido en su maldad, y esas indispensables partes de su alma llevan tanto
tiempo separadas de él, que ya no siente como nosotros. Quizá en el momento
de la muerte se dé cuenta de su  pérdida...  Pero no se enteró, por ejemplo, de
que el diario había sido destruido hasta que obligó a Lucius Malfoy a revelarle
la  verdad.  Tengo  entendido  que  cuando  descubrió  que  el  diario  había  sido
mutilado y desprovisto de todos sus poderes, su cólera fue devastadora.
—Pero ¿no fue él quien le pidió a Lucius Malfoy que introdujera el diario
en Hogwarts?
—Sí, así es, aunque de eso hace muchos años, cuando estaba seguro de que
podría crear más Horrocruxes. Además, Lucius tenía que esperar a que le diera
la  orden  de  actuar,  pero  nunca  la  recibió  porque  Voldemort  se  esfumó  poco
después de entregarle el diario. No cabe duda de  que creyó que Malfoy no se
atrevería  a  hacer  nada  con  el  Horrocrux  salvo  guardarlo  con  sumo  cuidado.
Pero pasaron los años y Lucius dio por muerto a su autor. Lucius no sabía qué
era en realidad el diario, claro. Me consta que Voldemort le había dicho que  ese
libro  permitiría  que  la  Cámara  de  los  Secretos  volviera  a  abrirse  porque  se  le
había hecho un astuto sortilegio. De haber sabido que tenía entre las manos una
parte  del  alma  de  su  amo,  sin  duda  lo  habría  tratado  con  más  respeto,  pero
actuó por su cuenta y puso en práctica el antiguo plan en su propio beneficio:
poniendo  el  diario  en  manos  de  la  hija  de  Arthur  Weasley  pretendía
desacreditar a éste, hacer que me echaran de Hogwarts y librarse de un objeto
altamente comprometedor, todo de una vez. ¡Ay, pobre Lucius...! Entre la furia
de Voldemort al enterarse de que había utilizado el Horrocrux para lograr sus
propios fines, dando lugar a que se destruyera, y el fracaso en el ministerio el
año pasado, no me sorprendería que ahora Lucius se alegrara de estar  a salvo
en Azkaban, aunque no lo reconozca.
—Y  si  todos  esos  Horrocruxes  se  destruyeran,  ¿se  podría  matar  a
Voldemort? —preguntó Harry tras un momento de reflexión.
—Sí,  creo  que  sí.  Sin  sus  Horrocruxes,  Voldemort  será  un  hombre  mortal
con el alma deteriorada y menoscabada. Pero no olvides que, aunque su alma
esté  dañada  y  no  pueda  recomponerse,  su  mente  y  sus  poderes  mágicos
permanecen intactos. Harán falta un poder y una habilidad excepcionales para
matar a un mago como él, incluso sin los Horrocruxes.
—Pero  yo  no  tengo  un  poder  ni  una  habilidad  excepcionales  —arguyó
Harry.
—Sí los tienes  —replicó Dumbledore con firmeza—. Tienes un poder que
Voldemort nunca ha tenido. Tú puedes...
—¡Ya lo sé!  —saltó Harry, impaciente—. ¡Yo puedo amar!  —Y se contuvo
de añadir: «¡Qué gran ayuda!»
—Exacto,  Harry,  tú  tienes  el  poder  de  amar  —dijo  Dumbledore,  y  dio  la
impresión de que sabía muy bien qué había estado a punto de decir Harry —. Y
eso,  teniendo  en  cuenta  todo  lo  que  te  ha  pasado,  es  algo  grandioso  y
extraordinario.  Todavía eres demasiado joven para entender lo excepcional que
eres.
—Entonces, cuando la profecía dice que yo tendré «un poder que el Señor
Tenebroso  no  conoce»,  ¿se  refiere  sólo  al  amor?  —preguntó  Harry,  un  poco
decepcionado.
—En  efecto,  sólo  al  amor.  Pero  no  olvides  nunca  que  la  predicción  de  la
profecía sólo tiene valor porque Voldemort se lo concedió. Ya te lo expliqué a
finales del curso pasado: Voldemort te señaló a ti como la persona que mayor
peligro  podía  entrañar  para  él,  y  al  hacerlo  ¡te  convirtió  efectivamente  en  la
persona que mayor peligro entrañaría para él!
—En realidad viene a ser lo mismo...
—¡No,  no  lo  es!  —discrepó  Dumbledore,  y  su  tono  empezaba  a  denotar
impaciencia. Señalando a Harry con su negra y marchita mano, añadió—: ¡Das
demasiado valor a la profecía!
—Pero si... pero si usted me dijo que significa...
—Si Voldemort no hubiera oído hablar de la profecía, ¿se habría cumplido
ésta?  ¿Habría  significado  algo?  ¡Claro  que  no!  ¿Acaso  crees  que  todas  las
profecías de la Sala de las Profecías se han cumplido?
—Pero...  —persistió Harry, desconcertado—  pero el año pasado usted dijo
que uno de nosotros tendría que matar al otro...
—¡Harry, Harry! ¡Te lo dije porque Voldemort cometió un grave error y dio
por buenas las palabras de la profesora Trelawney! Si él no hubiera matado a tu
padre, ¿habría hecho surgir en ti un furioso deseo de venganza? ¡Claro que no!
Y  si  no  hubiera  obligado  a  tu  madre  a  morir  por  ti,  ¿te  habría  conferido  una
protección  mágica  que  él  no  podría  vencer?  ¡Pues  claro  que  no!  ¿Acaso  no  lo
entiendes?  ¡El  propio  Voldemort  creó  a  su  peor  enemigo,  como  hacen  los
tiranos! ¿Tienes idea de hasta qué punto éstos temen a la gente que someten?
Todos  los  opresores  comprenden,  tarde  o  temprano,  que  entre  sus  muchas
víctimas habrá al menos una que algún día se alzará contra ellos y les plantará
cara.  ¡Voldemort  no  es  ninguna  excepción!  El  ya  estaba  alerta  por  si  aparecía
alguien  capaz  de  desafiarlo.  ¡Oyó  la  profecía  y  decidió  actuar,  y  como
consecuencia  de  ello  no  sólo  escogió  a  la  persona  con  más  posibilidades  para
acabar con él, sino que le entregó unas armas excepcionalmente mortíferas!
—Pero...
—¡Es fundamental que entiendas esto!  —insistió Dumbledore, y se levantó
para pasearse por la habitación haciendo ondear su relumbrante túnica. Harry
nunca lo había visto tan alterado—. ¡Al intentar matarte, el propio Voldemort
señaló  a  la  extraordinaria  persona  que  está  ante  mí  y  le  proporcionó  las
herramientas  necesarias  para  realizar  el  trabajo!  El  tiene  la  culpa  de  que  tú
pudieras adivinar sus pensamientos, sus ambiciones, e incluso de que entiendas
el  lenguaje  de  las  serpientes  que  él  emplea  para  transmitir  órdenes;  y  sin
embargo, Harry, pese a tu privilegiada comprensión del mundo de Voldemort
(un  don  por  el  que  cualquier  mortífago  mataría),  nunca  te  han  seducido  las
artes oscuras, nunca, ¡ni siquiera por un  segundo has mostrado el menor deseo
de unirte a los seguidores de Voldemort!
—¡Por supuesto que no! ¡El mató a mis padres!
—¡Lo  que  significa  que  te  protege  tu  capacidad  de  amar!  —concluyó
Dumbledore elevando la voz—. ¡Esa es la única protección efectiva contra unas
ansias de poder como las de Voldemort! ¡A pesar de todas las tentaciones que
has  resistido  y  del  sufrimiento  que  has  soportado, tu  corazón  sigue  puro,  tan
puro  como  cuando  tenías  once  años  y  te  miraste  en  un  espejo  que  reflejó  los
deseos  de  ese  corazón  tuyo!  El  espejo  te  mostró  el  modo  de  desbaratar  los
planes de Voldemort, pero no te tentó con la inmortalidad ni las riquezas. ¿Te
das cuenta, Harry, de que muy pocos magos habrían  podido ver lo que tú viste
en  ese  espejo?  ¡Voldemort  debió  haber  comprendido  entonces  a  qué  se
enfrentaba, pero no lo hizo!
»Ahora sí sabe qué clase de adversario eres. Tú te asomaste a su mente sin
sufrir  daño,  pero  él  no  puede  poseerte  sin  padecer  una  agonía  mortal,  como
descubrió  en  el  ministerio.  Pero  sigue  sin  entender  por  qué.  Tenía  tanta  prisa
por cercenar su propia alma que no se detuvo a valorar el incomparable poder
de un alma íntegra e intachable.
—Pero señor  —dijo Harry, y se esforzó en no parecer discutidor—, al fin y
al cabo da lo mismo, ¿no? Tengo que intentar matarlo o...
—¿Que tienes que intentarlo?  —lo interrumpió el director—. ¡Claro que sí!
¡Pero  no  por  la  profecía,  sino  porque  sabes  que  no  descansarás  hasta  que  lo
hayas intentado! ¡Ambos  lo sabemos! ¡Imagínate, aunque sólo sea un momento,
que nunca hubieras oído esa profecía! ¿Cómo juzgarías a Voldemort? ¡Piensa!
Harry se quedó mirando a Dumbledore, que no cesaba de pasearse delante
de él, y reflexionó. Pensó en su madre, en su padre y en  Sirius; pensó en Cedric
Diggory; pensó en todos los horrores cometidos por Voldemort y sintió como si
una llama le ardiera dentro del pecho y le abrasara la garganta.
—Querría verlo muerto —murmuró—. Y querría matarlo yo.
—¡Pues claro!  —exclamó Dumbledore—. ¿Lo ves? ¡La profecía no significa
que tú tengas que hacer nada! Pero la profecía provocó que lord Voldemort «te
señalara como su igual»... Dicho de otro modo, tú tienes libertad para elegir tu
camino,  eres  libre  para  rechazar  la  profecía.  En  cambio,  Voldemort  sigue
otorgándole un gran valor. El seguirá persiguiéndote, y eso garantiza que...
—Que  uno  de  nosotros  acabará  matando  al  otro  —dijo  Harry,  y  por  fin
comprendió lo que Dumbledore intentaba explicarle: la diferencia entre dejarse
arrastrar al ruedo  para librar una lucha a muerte o salir al ruedo con la cabeza
alta.  Algunos  dirían,  quizá,  que  los  dos  caminos  no  eran  tan  distintos,  pero
Dumbledore  sabía  («Y  yo  también  —pensó  Harry  con  un  arrebato  de  fiero
orgullo— y mis padres también») que la diferencia era enorme.

24
¡Sectumsempra!

En  la  clase  de  Encantamientos  de  la  mañana  siguiente,  Harry,  agotado  pero
muy  satisfecho  de  la  última  clase  particular  con  Dumbledore  (y  después  de
hacerles  el  hechizo  muffliato  a  los  que  tenía  más  cerca),  les  explicó  a  Ron  y
Hermione  lo  que  había  sucedido.  Sus  dos  amigos  se  mostraron  muy
impresionados por la manera como le había sonsacado el recuerdo a Slughorn y
se sintieron sobrecogidos cuando les habló de los Horrocruxes de Voldemort y
les contó que Dumbledore había prometido llevarlo con él si encontraba otro de
éstos.
—¡Uau!  —exclamó  Ron  embelesado,  mientras  agitaba  distraídamente  su
varita  apuntando  al  techo  sin  prestar  la  menor  atención—.  ¡Uau!  Vas  a  ir  con
Dumbledore... para destruir... ¡Uau!
—Ron, estás provocando que nieve —le advirtió Hermione con paciencia, y
le  desvió  la  varita  para  que  dejara  de  apuntar  al  techo,  del  que  empezaban  a
caer  unos  gruesos  y  blancos  copos.  Lavender  Brown,  que  tenía  los  ojos
enrojecidos, fulminó con la mirada a Hermione desde una mesa cercana, y ésta
soltó el brazo de Ron.
—¡Oh,  vaya!  —se  asombró  el  muchacho,  y  se  miró  los  hombros—.  Lo
siento...  Ahora  parece  que  todos  tengamos  una  caspa  horrible.  —Sacudió  la
nieve falsa que Hermione tenía en el hombro y Lavender rompió a llorar. Ron
puso  cara  de  sentirse  tremendamente  culpable  y  le  dio  la  espalda—.  Es  que
anoche cortamos cuando me vio salir del dormitorio con Hermione —le explicó
a Harry por lo bajo—. Como a ti no podía verte porque llevabas puesta la capa,
creyó que habíamos estado solos.
—Bueno, pero no te importa que se haya acabado, ¿no?
—No —admitió Ron—. Fue muy desagradable cuando se puso a chillarme,
pero al menos no tuve que cortar yo.
—Cobarde  —dijo  Hermione,  aunque  daba  la  impresión  de  que  aquella
historia le resultaba graciosa—. En fin, se ve que la pasada noche fue mala para
los romances en general. Ginny y Dean también han cortado, Harry.
A él le pareció que Hermione lo miraba con suspicacia, pero era imposible
que ella supiera que de pronto sus entrañas se habían puesto a  bailar la conga.
Esforzándose  por  no  cambiar  la  expresión  y  por  hablar  con  un  tono  lo  más
indiferente posible, preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Pues mira, ha sido por una tontería. Ginny le dijo que estaba harta de que
siempre la ayudara a pasar por el hueco del retrato, como si no pudiera hacerlo
ella sola. Pero la verdad es que hacía tiempo que no les iban bien las cosas.
Harry miró a Dean, en el otro extremo del aula, y comprobó que no parecía
nada contento.
—Esto te plantea un pequeño dilema, ¿verdad? —dijo Hermione.
—¿Qué quieres decir? —se apresuró a replicar Harry.
—El  equipo  de  quidditch  —aclaró  Hermione—.  Si  Ginny  y  Dean  no  se
hablan...
—¡Ah! ¡Ah, sí! Claro...
—Que viene Flitwick —les previno Ron.
El menudísimo maestro de Encantamientos se dirigía bamboleándose hacia
ellos, y Hermione era la única que había logrado convertir el vinagre en vino; su
frasco de cristal estaba lleno de un líquido rojo oscuro, mientras  que los frascos
de Harry y Ron todavía presentaban un contenido marrón fangoso.
—A ver, a ver, chicos  —los regañó el profesor con su voz de pito—. Menos
charla y más acción, por favor. Dejadme ver cómo lo intentáis...
Los  dos  muchachos  alzaron  sus  varitas,  concentrándose  al  máximo,  y
apuntaron a sus frascos. El vinagre de Harry se convirtió en hielo y el frasco de
Ron explotó.
—Muy  bien,  seguid  practicando,  pero  en  vuestro  tiempo  libre  —dijo
Flitwick mientras salía de debajo de la mesa y se quitaba fragmentos de cristal
del sombrero.
Después de la clase de Encantamientos, los tres amigos tenían una  de esas
escasas horas libres en que coincidían y se dirigieron a la sala común. A Ron se
lo  veía  de  muy  buen  humor  después  de  haber  cortado  con  Lavender,  y
Hermione  también  parecía  contenta,  aunque,  cuando  le  preguntaron  por  qué
estaba  tan  sonriente,  se  limitó  a  contestar:  «No  sé,  porque  hace  un  día  muy
bonito.»  Ninguno  de  los  dos  había  advertido  que  en  la  mente  de  Harry  se
estaba librando una cruel batalla:
Es la hermana de Ron.
¡Pero le ha dado calabazas a Dean!
Sigue siendo la hermana de Ron.
¡Soy su mejor amigo!
Eso sólo empeora las cosas.
Si antes de hacer nada hablara con él...
Te pegaría un puñetazo.
¿Y si eso no me importa?
¡Es tu mejor amigo!
Harry casi ni se dio cuenta de que entraban en la soleada sala común por el
hueco del retrato, y apenas se  fijó en el reducido grupo de alumnos de séptimo
año que había allí, hasta que Hermione gritó:
—¡Katie! ¡Has vuelto! ¿Ya te encuentras bien?
Harry, sorprendido, se quedó mirándola de hito en hito: sí, era Katie Bell,
con  un  aspecto  de  lo  más  saludable  y  rodeada  de  sus  amigas,  radiantes  de
alegría.
—¡Sí, muy bien!  —contestó ella, muy contenta—. El lunes me dejaron salir
de San Mungo. Pasé un par de días  en casa con mis padres y esta mañana he
vuelto  al  colegio.  Leanne  me  estaba  contando  lo  de  McLaggen  y  el  último
partido, Harry...
—Ya  —dijo  él—.  Bueno,  ahora  que  has  vuelto  y  Ron  ya  está  recuperado,
tenemos  posibilidades  de  machacar  a  Ravenclaw,  y  eso  significa  que  todavía
podemos luchar por la Copa. Oye, Katie...
Necesitaba  formularle  esa  pregunta  de  inmediato;  sentía  tanta  curiosidad
que  hasta  Ginny  desapareció  por  unos  instantes  de  su  mente.  Bajó  la  voz
mientras  las  amigas  de  Katie  empezaban  a  recoger  sus  cosas  porque  llegaban
tarde a la clase de Transformaciones.
—Aquel collar... ¿Te acuerdas ya de quién te lo dio?
—No —respondió Katie negando con la cabeza, apesadumbrada—. Todo el
mundo me lo ha preguntado, pero no tengo ni idea. Lo último que recuerdo es
que entré en el lavabo de señoras de Las Tres Escobas.
—Entonces,  ¿estás  segura  de  que  entraste  en  el  lavabo?  —preguntó
Hermione.
—Bueno, al menos sé que abrí la puerta; supongo que quienquiera que me
haya echado la maldición  imperius  estaba esperando dentro. No recuerdo nada
de  lo  sucedido  después,  hasta  que  recobré  la  conciencia  en  San  Mungo,  hace
dos  semanas.  Perdonadme,  pero  tengo  que  irme.  No  me  extrañaría  nada  que
McGonagall  me  castigara  con  copiar  aunque  éste  sea  el  día  de  mi  vuelta  al
colegio...
Recogió  la  mochila  y  los  libros  y  siguió  a  sus  amigas.  Harry,  Ron  y
Hermione se sentaron a una mesa junto a  una ventana y cavilaron sobre lo que
Katie les había contado.
—Debió de ser una niña o una mujer —razonó Hermione—; de lo contrario,
no habría podido esperarla en el lavabo de señoras.
—O  alguien  que  parecía  una  niña  o  una  mujer  —observó  Harry—.  No
olvidéis  que  en  Hogwarts  había  un  caldero  lleno  de  poción  multijugos.  Ya
sabemos  que  robaron  un  poco...  —Se  imaginó  a  varias  parejas  de  Crabbes  y
Goyles  transformados  en  chicas  contoneándose  como  si  desfilaran  por  una
pasarela—. Me parece que beberé otro trago de  Felix  Felicis  —anunció—  e iré a
probar fortuna con la Sala de los Menesteres.
—Eso sería malgastar la poción  —opinó Hermione, dejando el  Silabario del
hechicero  que acababa de sacar de la mochila—. La suerte no lo soluciona todo,
Harry.  El  caso  de  Slughorn  era  diferente;  tú  ya  tenías  la  capacidad  para
convencerlo y sólo necesitabas amañar un poco las circunstancias. Pero la suerte
no te servirá para romper un poderoso sortilegio. Y en cambio, necesitarás toda
la  que  puedas  obtener  si  Dumbledore  te  lleva  con  él...  —añadió  con  un
susurro—. Así pues, no malgastes el resto de esa poción.
—¿No  podríamos  preparar  un  poco  más?  —le  preguntó  Ron  a  Harry—.
Sería genial tener una reserva de Felix Felicis. ¿Por qué no miras en el libro...?
Harry sacó de la mochila su  Elaboración de pociones avanzadas  y buscó  Felix
Felicis.
—¡Jo,  es  complicadísimo!  —dijo  recorriendo  con  la  mirada  la  lista  de
ingredientes—.  Y  tarda  seis  meses  en  obtenerse  porque  hay  que  dejarlo  en
infusión...
—¡Típico! —comentó Ron.
Harry se disponía a guardar el libro cuando se fijó en una página que tenía
un extremo doblado; la abrió y vio el hechizo  Sectumsempra, con el comentario
«para  enemigos»,  que  había  marcado  unas  semanas  atrás.  Todavía  no  había
averiguado qué efecto tenía, sobre todo porque no quería probarlo en presencia
de  Hermione,  pero  se  estaba  planteando  probarlo  con  McLaggen  la  próxima
vez que surgiera a sus espaldas por sorpresa.
El único al que no le hizo mucha gracia enterarse del regreso de Katie Bell
fue  Dean  Thomas,  porque  ya  no  podría  sustituirla  jugando  de  cazador  en  el
equipo de quidditch. Cuando Harry se lo comunicó, el chico encajó el golpe con
entereza  y  se  limitó  a  gruñir  y  encogerse  de  hombros;  pero  luego  a  Harry  le
pareció que Dean y Seamus murmuraban a sus espaldas, furiosos.
Los entrenamientos de quidditch de las dos semanas siguientes fueron los
mejores desde que Harry era  capitán. El equipo estaba tan contento de haberse
librado de McLaggen y de la vuelta de Katie que volaban como nunca.
Ginny no parecía nada disgustada por haber roto con Dean, sino más bien
todo  lo  contrario:  era  el  alma  del  equipo.  Sus  imitaciones  de  Ron
bamboleándose  delante  de  los  postes  de  gol  cuando  la  quaffle  iba  a  toda
velocidad hacia él, o de Harry gritándole órdenes a McLaggen antes de recibir
un  porrazo  y  perder  el  conocimiento,  hacían  que  todos  se  partieran  de  risa.
Harry, que reía tanto como los demás, se alegraba de tener una excusa inocente
para mirarla; durante los entrenamientos se había lesionado varias veces con las
bludgers porque estaba bastante distraído.
En su mente seguía librándose una batalla: ¿Ginny o Ron? A veces pensaba
que  al  nuevo  Ron  (el  que  había  cortado  con  Lavender)  quizá  no  le  importara
que le pidiera a Ginny que saliera con él, pero luego recordaba la cara que su
amigo había puesto el día que la vio besándose con Dean, y estaba seguro de
que  Ron  consideraría  una  traición  imperdonable  que  él  le  cogiera  siquiera  la
mano a su hermana.
Sin embargo, Harry no podía evitar hablar con ella, reír con ella, volver del
entrenamiento con ella; por mucho que le remordiera la conciencia, a menudo
se sorprendía pensando qué podía hacer para estar a solas con Ginny. Habría
sido perfecto que Slughorn organizara otra de sus fiestas privadas porque Ron
no habría ido, pero por desgracia Slughorn las había descartado de momento.
En  un  par  de  ocasiones  se  planteó  pedirle  ayuda  a  Hermione,  aunque  no  se
sentía capaz de soportar la cara de petulancia que pondría su amiga; ya le había
parecido detectarla a veces cuando lo pillaba mirando a Ginny, o riéndose con
sus chistes. Y para complicarlo todo aún más, temía que alguien se le adelantara
y le pidiera a Ginny que saliera con él: al menos Ron y él estaban de acuerdo en
que ella tenía demasiado éxito.
Entre una cosa y otra, la tentación de beber otro sorbo de  Felix  Felicis  cada
vez era más fuerte, ya que se trataba  de un caso en que, como decía Hermione,
era  aconsejable  «amañar  un  poco  las  circunstancias».  Transcurría  el  mes  de
mayo y los días eran templados y agradables. Todas las veces que Harry veía a
Ginny, Ron estaba pegado a él, pero no sabía cómo hacerle comprender que lo
mejor que podía pasarle era que su mejor amigo y su hermana se enamoraran,
ni cómo conseguir que los dejara un rato a solas. Se acercaba el día del último
partido  de  quidditch  y  no  parecía  el  momento  más  propicio  para  lograr
ninguna de esas dos cosas: Ron siempre tenía alguna táctica que comentar con
Harry y no disponía de tiempo para pensar en nada más.
Pero Ron no era un caso aislado en cuanto a obsesionarse con el quidditch.
El  partido  entre  Gryffindor  y  Ravenclaw  había  despertado  una  tremenda
expectativa  en  todo  el  colegio,  ya  que  con  él  se  decidiría  el  campeonato.  Si
Gryffindor ganaba por más de trescientos puntos (era mucho pedir, pero Harry
nunca había visto volar mejor a su  equipo), obtendrían la Copa; si ganaban por
menos, quedarían en  segundo lugar detrás de Ravenclaw; si perdían por cien
puntos  quedarían  terceros  detrás  de  Hufflepuff;  y  si  perdían  por  más,
quedarían  en  cuarto  lugar  y  nadie,  creía  Harry,  le  dejaría  olvidar  jamás  que
había capitaneado a Gryffindor hacia su primera derrota absoluta en dos siglos.
El  período  previo  a  ese  trascendental  partido  gozaba  de  todos  los
ingredientes habituales: los miembros de las casas rivales intentaban intimidar
a los jugadores de los equipos contrarios en los pasillos; los seguidores cantaban
a voz en grito desagradables tonadillas acerca de determinados adversarios al
verlos  pasar,  y  los  jugadores  se  pavoneaban  cuando  sus  seguidores  los
vitoreaban, pero entre clase y clase corrían  a los lavabos para vomitar de puro
nerviosismo. Por su parte, mentalmente Harry asociaba el resultado del partido
al  éxito  o  fracaso  de  sus  planes  respecto  a  Ginny:  si  ganaban  por  más  de
trescientos  puntos,  las  escenas  de  euforia  y  la  animada  fiesta  posterior  quizá
resultaran tan favorables como un buen trago de Felix Felicis.
En medio de todas estas expectativas, Harry no había olvidado su otro gran
objetivo:  averiguar  qué  hacía  Malfoy  en  la  Sala  de  los  Menesteres.  Todavía
examinaba  el  mapa  del  merodeador  de  vez  en  cuando,  y  como  casi  nunca
lograba  localizarlo,  deducía  que  seguía  pasando  mucho  tiempo  dentro  de  la
sala.  Aunque  estaba  perdiendo  la  esperanza  de  lograr  entrar  en  ella,  lo
intentaba siempre que pasaba cerca; sin embargo, por mucho que modificara   la
fórmula de su petición, la puerta seguía sin aparecer.
Unos días antes del partido, Harry bajó a cenar solo desde la sala común,
pues  Ron  había  corrido  a  un  lavabo  cercano  para  vomitar  una  vez  más  y
Hermione  había  ido  a  ver  a  la  profesora  Vector  para  comentarle un  supuesto
error cometido en su última redacción de Aritmancia. Dio un rodeo como solía
hacer,  más  por  costumbre  que  por  otra  cosa,  y  recorrió  el  pasillo  del  séptimo
piso mientras consultaba el mapa del merodeador. Como no veía a Malfoy por
ningún  sitio,  dedujo  que  estaría  en  la  Sala  de  los  Menesteres,  pero  de  pronto
descubrió  el  puntito  «Malfoy»  en  un  lavabo  de  chicos  del  piso  inferior.  Y  no
estaba con Crabbe o Goyle, sino con Myrtle la Llorona.
Harry  no  apartó  los  ojos  de  aquella  extraña  pareja  hasta  que  se  dio  de
bruces contra una armadura. El estrépito lo rescató de su ensimismamiento y se
alejó  a  toda  prisa  por  si  aparecía  Filch.  Bajó  como  un  rayo  la  escalinata  de
mármol y recorrió el primer pasillo que encontró en el piso de abajo. Al llegar al
lavabo,  pegó  la  oreja  a  la  puerta.  No  oyó  nada,  de  modo  que  la  abrió  con
cautela.
Draco Malfoy estaba de pie, de espaldas a la puerta, agarrado con ambas
manos a la pila y con su rubia cabeza agachada.
—No  llores...  —canturreaba  Myrtle  la  Llorona  desde  un  cubículo—.  No
llores... Dime qué te pasa... Yo puedo ayudarte...
—Nadie  puede  ayudarme  —se  lamentó  Malfoy,  sacudido  por  fuertes
temblores—. No puedo hacerlo, no puedo... no saldrá bien... Pero si no lo hago
pronto... él me matará...
Harry se quedó paralizado al darse cuenta de que Malfoy estaba llorando
de  verdad:  las  lágrimas  le  resbalaban  por  el  pálido  rostro  y  caían  en  la  sucia
pila.  Malfoy  emitió  un  grito  ahogado  y  tragó  saliva.  Entonces,  con  un  brusco
estremecimiento, levantó la cabeza, se miró en  el resquebrajado espejo y a sus
espaldas vio a Harry mirándolo de hito en hito desde la puerta.
Malfoy  se  dio  la  vuelta  y  lo  apuntó  con  su  varita.  Harry  sacó  la  suya
rápidamente.  El  maleficio  de  Malfoy  le  pasó  rozando  e  hizo  pedazos  una
lámpara  que  había  en  la  pared.  Harry  se  lanzó  hacia  un  lado,  pensó
«¡Levicorpus!» y agitó la varita, pero Malfoy bloqueó el embrujo y se preparó de
nuevo para...
—¡No! ¡No! ¡Basta! —chilló Myrtle la Llorona, y su voz resonó en las paredes
revestidas de azulejos—. ¡Basta! ¡Basta!
Hubo  un  fuerte  estallido  y  el  cubo  que  había  detrás  de  Harry  explotó.  El
muchacho  intentó  echar  la  maldición  de  las  piernas  unidas,  que  rebotó  en  la
pared,  detrás  de  la  oreja  de  Malfoy,  y  destrozó  la  cisterna  adonde  se  había
subido Myrtle, que gritó a  voz en cuello. Salía agua por todas partes y Harry
resbaló al tiempo que Malfoy, con la cara contorsionada, gritaba:
—¡Crucia...!
—¡¡Sectumsempra!!  —bramó Harry desde el suelo agitando la varita como
un desaforado.
De la cara y el pecho de Malfoy empezó a  salir sangre a chorros, como si lo
hubieran cortado con una espada invisible. El chico dio unos pasos hacia atrás,
se tambaleó y se desplomó en el encharcado suelo con un fuerte chapoteo. La
varita se le cayó de la mano derecha, flácida.
—No —dijo Harry con voz ahogada.
Resbalando  y  tambaleándose  también,  se  puso  en  pie  y  se  lanzó  hacia
Malfoy, que tenía la cara roja y con las manos se palpaba el pecho, empapado
de sangre.
—No... Yo no...
Harry  no  le  entendió  y  se  arrodilló  a  su  lado.  Malfoy  temblaba  de  forma
descontrolada  en  medio  de  un  charco  de  sangre.  Myrtle  soltó  un  chillido
ensordecedor:
—¡¡Asesinato!! ¡¡Asesinato en el lavabo!! ¡¡Asesinato!!
La puerta se abrió de golpe detrás de Harry, que volvió la cabeza aterrado:
Snape, blanco como la cera, irrumpió en el lavabo.
Apartando  bruscamente  a  Harry,  se  arrodilló  y  se  inclinó  sobre  Malfoy;
sacó su varita y la agitó por encima de las profundas heridas que había causado
la maldición de Harry, murmurando un conjuro que casi parecía una canción.
La  hemorragia  se  redujo  al  momento.  Snape  le  limpió  la  sangre  de  la  cara  y
repitió el hechizo. Las heridas empezaron a cerrarse.
Harry contemplaba la escena horrorizado por lo que había hecho y apenas
consciente  de  que  él  también  estaba  empapado  de  sangre  y  agua.  Myrtle  no
paraba de sollozar y gemir. Cuando Snape hubo realizado su contramaldición
por tercera vez, incorporó a Malfoy hasta sentarlo.
—Tengo  que  llevarte  a  la  enfermería.  Quizá  te  queden  cicatrices,  pero  si
tomas díctamo inmediatamente tal vez te libres hasta de eso. Vamos...
Lo  ayudó  a  llegar  hasta  la  puerta  y  se  dio  la  vuelta  para  decir  con  voz
colérica:
—Y tú, Potter... espérame aquí.
A  Harry  ni  se  le  pasó  por  la  cabeza  desobedecer  al  profesor.  Se  levantó
poco  a  poco,  temblando,  y  contempló  el  empapado  suelo.  Había  manchas  de
sangre que flotaban como flores rojas en los charcos. Ni siquiera tuvo valor para
pedirle a Myrtle la Llorona que se callara, mientras ella seguía regodeándose con
sus gemidos y sollozos.
Snape regresó diez minutos más tarde. Entró en el lavabo y cerró la puerta.
—Vete —le ordenó a Myrtle.
La  niña  se  zambulló  al  punto  en  el  retrete,  dejando  tras  de  sí  un  tenso
silencio.
—No lo he hecho a propósito  —se excusó Harry enseguida. Su voz resonó
en el frío y húmedo lavabo—. No sabía qué efecto tenía ese hechizo.
Pero el profesor no estaba para oír disculpas.
—Ya  veo  que  te  subestimaba,  Potter  —dijo  con  calma—.  ¿Quién  hubiese
imaginado  que  conocías  semejante  magia  oscura?  ¿Quién  te  ha  enseñado  ese
hechizo?
—Lo leí... en un sitio.
—¿Dónde?
—En... en un libro de la biblioteca. No recuerdo cómo se titu...
—Mentiroso —le espetó Snape.
A Harry se le secó la garganta. Sabía qué iba a hacer Snape y nunca había
sido capaz de impedirlo...
El lavabo empezó a titilar ante sus ojos; se esforzó al máximo por  dejar su
mente en blanco, pero, pese a su empeño, el ejemplar de  Elaboración de pociones
avanzadas del Príncipe Mestizo seguía flotando en ella...
De  pronto  se  encontró  de  nuevo  plantado  ante  Snape,  en  medio  del
destrozado  y  anegado  lavabo.  Escudriñó  los  negros  ojos  del  profesor  con  la
vana esperanza de que éste no hubiera visto lo que él quería ocultarle, pero...
—Tráeme  tu  mochila  y  todos  tus  libros  de  texto  —ordenó  Snape  en  voz
baja—. Todos. Tráelos aquí. ¡Ahora mismo!
No  tenía  sentido  discutir.  Harry  se  dio  la  vuelta  en  el  acto  y  salió
chapoteando  del  lavabo.  Ya  en  el  pasillo,  echó  a  correr  hacia  la  torre  de
Gryffindor.  Se  cruzó  con  varios  estudiantes que  se  quedaban  boquiabiertos  al
verlo empapado de agua y sangre, pero no contestó a ninguna de sus preguntas
y pasó de largo.
Estaba anonadado; era como si de pronto su adorable mascota se hubiera
vuelto peligrosísima. ¿Por qué se le había ocurrido al príncipe copiar semejante
hechizo  en  el  libro?  ¿Y  qué  pasaría  cuando  lo  viera  Snape?  ¿Le  explicaría  a
Slughorn  cómo  había  conseguido  Harry  tan  buenos  resultados  en  Pociones
desde  el  principio  de  curso?  No  quería  ni  pensarlo.  ¿Le  confiscaría  o  le
destruiría  el  libro  que  tantas  cosas  le  había  enseñado,  el  libro  que  se  había
convertido en una especie de guía para  él, casi en un amigo? Harry no podía
permitirlo, tenía que impedirlo como fuera.
—¿Dónde has...? ¿Por qué estás empapado? ¿Qué es eso? ¿Sangre?  —Ron,
en lo alto de la escalera, lo miraba perplejo.
—Necesito tu libro —dijo Harry jadeando—. Tu libro de Pociones. Dámelo,
rápido.
—Pero ¿y el del príncipe...?
—¡Luego te lo explico!
Ron  sacó  su  ejemplar  de  la  mochila  y  se  lo  dio;  Harry  se  dirigió  a  toda
velocidad a la sala común. Una vez allí, agarró su mochila sin hacer caso de las
miradas de asombro de varios estudiantes que ya habían terminado de cenar,
salió a toda pastilla por el hueco del retrato y echó a correr por el pasillo del
séptimo piso.
Se detuvo derrapando junto al tapiz de los trols bailarines, cerró los ojos y
empezó a pasearse.
«Necesito  un  sitio  donde  esconder  mi  libro...  Necesito  un  sitio  donde
esconder mi libro... Necesito un sitio donde esconder mi libro...»
Pasó tres veces por delante del tramo de pared lisa, y cuando abrió los ojos
ahí estaba por fin la puerta de la Sala de los Menesteres. La abrió de un tirón,
entró y dio un portazo.
Soltó un grito de asombro. A pesar de las prisas, el pánico y el miedo a lo
que lo esperaba en el lavabo, no pudo evitar sentirse sobrecogido ante lo que
veía: se hallaba en una sala enorme, del tamaño de una catedral, por cuyas altas
ventanas  entraban  rayos  de  luz  que  iluminaban  una  especie  de  ciudad  de
altísimos muros construidos con lo que probablemente eran objetos escondidos
por varias generaciones de habitantes de Hogwarts. Había callejones y senderos
bordeados  de  inestables  montones  de  muebles  rotos,  quizá  abandonados  allí
para ocultar los efectos de embrujos mal ejecutados, o tal vez guardados por los
elfos domésticos porque se habían encariñado con ellos; miles y miles de libros,
seguramente  censurados,  garabateados  o  robados;  tirachinas  alados  y  discos
voladores  con  colmillos,  algunos  de  ellos  con  suficiente  energía  para
permanecer  precariamente  suspendidos  sobre  las  montañas  de  otros  objetos
prohibidos:  botellas  desportilladas  que  contenían  pociones  solidificadas,
sombreros,  joyas  y  capas;  había  también  unas  cosas  que  parecían  cáscaras  de
huevo  de  dragón,  botellas  tapadas  con  corchos  (cuyos  contenidos  todavía
brillaban  malvadamente),  varias  espadas  herrumbrosas  y  una  pesada  hacha
manchada de sangre.
Harry  se  metió  por  uno  de  los  numerosos  callejones  que  discurrían  entre
aquellos  tesoros  ocultos.  Torció  a  la  derecha  tras  pasar  por  delante  de  un
enorme trol disecado, siguió corriendo, giró a la izquierda al llegar al armario
evanescente  en  que  Montague  se  había  perdido  el  curso  anterior,  y  al  fin  se
detuvo junto a un gran armario con la superficie cubierta de ampollas, como si
le hubieran tirado ácido por encima. Abrió una de sus chirriantes puertas y vio
que ya lo habían utilizado antes para esconder una jaula, donde todavía había
una  criatura,  muerta  hacía  mucho  tiempo,  cuyo  esqueleto  tenía  cinco  patas.
Metió el libro del Príncipe Mestizo detrás de la jaula y cerró la puerta de golpe.
Se  detuvo  un  momento,  con  el  corazón  espantosamente  desbocado,  y
contempló  el  revoltijo  que  lo  rodeaba.  ¿Encontraría  otra  vez  ese  armario  en
medio de tantos desechos? Agarró el descascarillado busto de un mago viejo y
feo que había en lo alto de una caja, lo puso encima del armario, le colocó una
polvorienta y vieja peluca y una  diadema opaca para que luciera más, y echó a
correr  de  nuevo,  tan  deprisa  como  pudo,  por  los  callejones  flanqueados  de
cachivaches; llegó a la puerta y salió al pasillo. Al cerrarla, al instante la puerta
volvió a convertirse en pared de piedra.
Salió disparado hacia el lavabo del piso de abajo mientras metía el ejemplar
de Elaboración de pociones avanzadas  de Ron en su mochila. Un minuto más tarde
volvía a estar frente a Snape, que sin decir nada tendió una mano para que le
entregara la mochila. Harry, jadeando y con un fuerte dolor en el pecho, lo hizo
y luego esperó.
Snape  extrajo  uno  a  uno  los  libros  y  los  examinó.  El  último  fue  el  de
Pociones; el profesor lo escudriñó atentamente y preguntó:
—¿Este es tu ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas, Potter?
—Sí, señor.
—¿Estás seguro de lo que dices, Potter?
—Sí —repitió Harry con firmeza.
—¿Éste es el ejemplar que compraste en Flourish y Blotts?
—Sí —confirmó Harry sin titubear.
—Entonces,  ¿por  qué  lleva  el  nombre  «Roonil  Wazlib»  escrito  en  la
portada?
A Harry le dio un vuelco el corazón.
—Es mi apodo —mintió.
—¿Tu apodo?
—Sí, así me llaman mis amigos —explicó el muchacho.
—Sé muy bien qué es un apodo —replicó Snape.
Sus  glaciales  ojos  negros  volvían  a  estar  clavados  en  los  de  Harry,  que
intentó  no  mirarlos.  «Cierra  tu  mente...  Cierra  tu  mente...»  Pero  nunca  había
aprendido a hacerlo.
—¿Sabes qué pienso, Potter?  —dijo Snape sin alterarse—. Pienso que eres
un mentiroso y un tramposo y que mereces que te castigue todos los sábados
hasta que termine el curso. ¿Qué opinas?
—Pues... que no estoy de acuerdo, señor  —dijo Harry, aún esquivando la
mirada del profesor.
—Bueno, ya veremos cómo te sientan los castigos. El sábado a las diez de la
mañana, Potter. En mi despacho.
—Pero,  señor...  —Harry  levantó  la  vista,  desesperado—.  El  quidditch,  el
último partido del...
—A las diez en punto —susurró Snape, y forzó una sonrisa exhibiendo sus
amarillentos dientes—. Qué pena me dais los de Gryffindor. Me temo que este
año quedaréis cuartos...
Se  marchó  sin  decir  nada  más  y  Harry  se  quedó  mirándose  en  el
resquebrajado  espejo.  Tenía  la  certeza  de  que  estaba  más  mareado  de  lo  que
Ron lo había estado en toda su vida.
—¿Qué  quieres  que  te  diga?  ¿Que  ya  te  había  avisado?  —dijo  Hermione
una hora más tarde en la sala común.
—Déjalo en paz, Hermione —la reprendió Ron.
Harry no había ido a cenar porque no tenía ni pizca de hambre. Acababa de
contarles  a  Ron,  Hermione  y  Ginny  lo  sucedido,  aunque  no  había  ninguna
necesidad porque la noticia había corrido como la pólvora: al parecer, Myrtle la
Llorona  se  había  encargado  de  asomarse  a  todos  los  lavabos  del  castillo  para
contar  la  historia;  por  su  parte,  Pansy  Parkinson  fue  a  visitar  a  Malfoy  a  la
enfermería  y  no  perdió  un  minuto  en  empezar  a  vilipendiar  a  Harry  por  el
colegio entero; y en cuanto a Snape, explicó lo ocurrido al profesorado con pelos
y señales. Harry tuvo que salir de la sala común para soportar quince dolorosos
minutos en compañía de la profesora McGonagall, quien le aseguró que podía
considerarse  afortunado  de  no  haber  sido  expulsado  del  colegio  y  que  estaba
completamente de acuerdo con la medida dispuesta por Snape: castigarlo todos
los sábados hasta el final del curso.
—Ya  te  dije  que  había  algo  raro  en  ese  príncipe  —le  comentó  Hermione,
que ya no podía morderse más la lengua—. Y tenía razón, ¿no?
—No, no creo que tuvieras razón —repuso Harry, testarudo.
Ya lo estaba pasando bastante mal y sólo faltaba que Hermione le leyera la
cartilla;  el  peor  castigo  fueron  las  caras  del  equipo  de  Gryffindor  cuando  les
informó  de  que  no  podría  jugar  el  sábado.  En  ese  momento  notó  los  ojos  de
Ginny  clavados  en  él,  pero  simuló  no  darse  cuenta  porque  no  quería  ver  la
decepción  ni  el  enfado  reflejados  en  esa  cara.  Acababa  de  comunicarle  que  el
sábado  ella  volvería  a  jugar  de  buscadora  y  que  Dean  se  uniría  de  nuevo  al
equipo para sustituirla en el puesto de cazador. Si ganaban, quizá Ginny y Dean
harían  las  paces  a  causa  de  la  euforia  posterior  al  partido...  Esa  posibilidad
traspasó a Harry como un cuchillo afilado.
—Harry  —dijo Hermione—, ¿cómo es posible que sigas aferrándote a ese
libro después de que el hechizo...?
—¡Deja de machacarme con el maldito libro!  —le espetó Harry—. ¡Lo único
que  hizo  el  príncipe  fue  copiar  el  hechizo!  ¡No  aconsejaba  a  nadie  que  lo
utilizara! ¡Que sepamos, sólo escribió una nota de algo que usaron contra él!
—No puedo creerlo —replicó Hermione—. Te estás justificando...
—¡No  estoy  justificando  lo  que  hice!  Me  gustaría  no  haberlo  hecho,  y  no
sólo  porque  ahora  tengo  un  montón  de  castigos  por  delante.  Sabes  muy  bien
que  yo  no  habría  empleado  un  hechizo  como  ése,  ni  siquiera  contra  Malfoy,
pero  no  puedes  culpar  al  príncipe  porque  él  no  escribió:  «Prueba  esto,  es
fenomenal.»  Esas  anotaciones  eran  para  su  uso  personal,  él  no  las  divulgaba,
¿vale?
—¿Insinúas que vas a recuperar...? —preguntó Hermione.
—¿El libro? Pues claro. Mira, sin el príncipe nunca habría ganado el  Felix
Felicis, nunca habría podido salvar a Ron de morir envenenado y nunca...
—...te habrías labrado una fama de gran elaborador de pociones que no te
mereces —replicó Hermione con rencor.
—¡Basta ya, Hermione!  —terció Ginny, y Harry, asombrado y agradecido,
levantó la vista—. Por lo que cuenta Harry, parece que Malfoy intentaba echarle
una maldición imperdonable. ¡Deberías alegrarte de que él tuviera un as  en la
manga!
—¡Toma, pues claro que me alegro de que no le echaran una maldición  —
replicó Hermione, dolida—, pero tampoco puedes decir que ese  Sectumsempra
sea beneficioso, Ginny! ¡Mira cómo lo está pagando ahora! Y creo que por culpa
de este incidente se han reducido las posibilidades de que ganéis el partido...
—Vamos, ahora no finjas que entiendes de quidditch  —le espetó Ginny—.
Sólo conseguirás ponerte en ridículo.
Harry  y  Ron  cruzaron  una  mirada:  Hermione  y  Ginny,  que  siempre  se
habían llevado bien, estaban sentadas con los brazos cruzados y la vista fija en
direcciones opuestas. Ron, nervioso, observó a Harry, sacó un libro al azar y se
escondió  detrás  de  él.  Harry  sabía  que  no  se  lo  merecía,  pero  de  pronto  notó
una  inmensa  alegría,  aunque  ninguno  de  ellos  volvió  a  decir  una  palabra  en
toda la noche.
Sin  embargo,  no  duró  mucho  su  buen  humor.  Al  día  siguiente  tuvo  que
soportar las burlas de los alumnos de Slytherin, por no mencionar la rabia de
sus  compañeros  de  Gryffindor,  a  quienes  no  les  hacía  ninguna  gracia  que  su
capitán  estuviera  sancionado  en  el  último  partido  de  la  temporada.  Cuando
llegó el sábado por la mañana, pese a los consejos de Hermione, Harry habría
cambiado de buen grado todo el  Felix  Felicis  del mundo por bajar al campo de
quidditch con  Ron, Ginny y los demás. Fue muy doloroso para él separarse de
la  multitud  de  estudiantes  que  salían  del  castillo  y  echaban  a  andar  al  sol,
provistos de escarapelas y sombreros y blandiendo banderines y bufandas. Bajó
los  escalones  de  piedra  que  conducían  a  las  mazmorras  y  siguió  su  camino
hasta que los lejanos sonidos de sus compañeros casi se apagaron, consciente de
que  desde  allí  no  podría  oír  ni  un  solo  comentario,  ni  una  ovación  ni  un
aplauso.
—¡Ah, Potter!  —dijo Snape cuando Harry, tras llamar a la puerta, entró en
la  habitación,  que  por  desgracia  le  resultaba  familiar,  pues,  aunque  ahora  el
profesor  daba  clase  varios  pisos  más  arriba,  no  había  cambiado  de  despacho;
estaba poco iluminado, como siempre, y en los estantes de las paredes seguía
habiendo bichos muertos y viscosos, suspendidos en pociones de colores.
Amontonadas en la mesa donde se  suponía  que Harry tenía que sentarse
había  varias  cajas  cubiertas  de  telarañas  que  ofrecían  un  aspecto  nada
alentador,  y  él  comprendió  que  lo  esperaban  unas  arduas  sesiones  de  duro,
aburrido e inútil trabajo.
—El señor Filch necesita que alguien revise y ordene estos viejos ficheros —
dijo Snape—. Contienen los registros de otros malhechores de Hogwarts y los
castigos  que  recibieron.  Nos  gustaría  que  copiaras  de  nuevo  los  delitos  y  los
castigos  que  constan  en  las  fichas  que  tienen  la  tinta  borrada  o  que  están
mordisqueadas  por  los  ratones.  Luego,  tras  ordenarlas  alfabéticamente,  las
pondrás otra vez en las cajas. No puedes utilizar magia.
—De acuerdo, profesor  —dijo  Harry, imprimiendo el mayor desprecio en
las tres últimas sílabas.
—He  pensado  —continuó  Snape  con  una  malvada  sonrisa—  que  podrías
empezar  por  las  cajas  mil  doce  a  mil  cincuenta  y  seis.  En  ellas  encontrarás
algunos nombres conocidos, lo cual añadirá cierto interés a la tarea. Aquí, ¿lo
ves? —Sacó una ficha de la caja más alta del montón con un ampuloso gesto de
la  mano  y  leyó—:  «James  Potter  y  Sirius  Black.  Sorprendidos  utilizando  un
maleficio ilegal contra Bertram Aubrey. Resultado: agrandamiento de la cabeza
de Aubrey. Castigo doble.»  —Snape miró con desdén al muchacho y añadió—:
Debe  de  ser  un  gran  consuelo  pensar  que,  aunque  nos  hayan  dejado,
conservamos un registro de sus grandes logros...
Harry notó aquella sensación de cólera que tantas veces había tenido que
soportar. Se mordió la lengua para no contestar, se sentó delante de las cajas y
se acercó una.
Como  suponía,  aquél  era  un  trabajo  inútil  y  aburrido,  salpicado  (pues
Snape  lo  había  planeado  así)  con  frecuentes  punzadas  de  dolor  cada  vez  que
leía  el nombre de su padre o el de  Sirius, que muy a menudo aparecían juntos
en  diversas  travesuras,  y  en  alguna  ocasión  los  acompañaban  los  nombres  de
Remus  Lupin  y  Peter  Pettigrew.  Y  mientras  copiaba  las  diversas  faltas  y
castigos de todos ellos, se preguntaba qué estaría pasando fuera, puesto que el
partido debía de haber empezado... Ginny iba a jugar como buscadora contra
Cho...
Harry  no  cesaba  de  lanzar  miradas  al  enorme  reloj  que  hacía  tictac  en  la
pared. Tenía la impresión de que avanzaba mucho más despacio que un reloj
normal; quizá Snape lo había embrujado para que el castigo resultara todavía
más insoportable, ya que no era posible que sólo llevara allí media hora... una
hora... una hora y media...
Cuando  el  reloj  marcaba  las  doce  y  media,  a  Harry  empezó  a  crujirle  el
estómago. A la una y diez, Snape, que no había abierto la boca desde que Harry
iniciara su tarea, levantó la vista y le dijo con frialdad:
—Creo  que  por  hoy  es  suficiente.  Marca  el  lugar  donde  lo  has  dejado.
Seguirás el sábado que viene, a las diez en punto.
—Sí, señor.
Harry metió una ficha doblada en la caja y salió a toda prisa del despacho
antes  de  que  Snape  se  lo  pensara  mejor;  subió  disparado  los  escalones  de
piedra, aguzando el oído para oír el alboroto proveniente del estadio, pero no
oyó nada, y eso quería decir que el partido había terminado.
Vaciló  un  momento  ante  el  abarrotado  Gran  Comedor  y  luego  subió  a
grandes zancadas por la escalinata de mármol; tanto si Gryffindor había ganado
como si había perdido, el equipo solía celebrarlo o lamentarse en la sala común.
—«Quid  agis?»  —pronunció,  titubeante,  ante  la  Señora  Gorda,
preguntándose qué encontraría en el interior.
La Señora Gorda replicó con expresión insondable:
—Ya lo verás. —Y se apartó para dejarlo pasar.
Un  rugido  de  júbilo  se  escapó  por  el  hueco  del  retrato.  Harry  miró
boquiabierto  mientras  sus  compañeros,  al  verlo,  se  ponían  a  gritar;  varias
manos tiraron de él hacia el interior de la sala.
—¡Hemos  ganado!  —bramó  Ron,  que  se  le  acercó  dando  brincos  y
enarbolando  la  Copa  de  plata—.  ¡Hemos  ganado!  ¡Cuatrocientos  cincuenta  a
ciento cuarenta! ¡Hemos ganado!
Harry  miró  alrededor;  Ginny  corría  hacia  él  con  expresión  radiante  y
decidida, y al llegar a su lado le rodeó el cuello con los brazos. Y sin pensarlo,
sin  planearlo,  sin  preocuparle  que  hubiera  cincuenta  personas  observándolo,
Harry la besó.
Tras  unos  momentos  que  se  hicieron  larguísimos  (quizá  media  hora,  o
quizá varios días de fulgurante sol), Harry y Ginny se separaron. La sala común
se había quedado en silencio. Entonces varios silbaron y muchos soltaron risitas
nerviosas.  Harry  miró  por  encima  de  la  coronilla  de  Ginny  y  vio  a  Dean
Thomas con un vaso roto en la mano y a Romilda Vane con gesto de escupir
algo. Hermione estaba radiante de alegría, pero a quien Harry buscaba  con la
mirada  era  a  Ron.  Al  fin  lo  encontró:  estaba  muy  quieto,  con  la  Copa  en  las
manos, como si acabaran de golpearlo en la cabeza con un bate. Los dos amigos
se  miraron  una  fracción  de  segundo,  y  entonces  Ron  hizo  un  rápido
movimiento con la cabeza cuyo significado Harry entendió de inmediato: «Si no
hay más remedio...»
La fiera que albergaba en su pecho rugió triunfante; Harry miró a Ginny,
sonriente,  y  sin  decir  nada  señaló  el  hueco  del  retrato.  Le  pareció  que  lo  más
indicado era dar un largo paseo por  los jardines, durante el cual, si les quedaba
tiempo, podrían hablar del partido.

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