martes, 22 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 16-18

16
Una Navidad glacial

—¿Que Snape le ofrecía ayuda? ¿Seguro que le ofrecía ayuda?
—Si  me  lo  preguntas  una  vez  más  te  meto  esta  col  por...  —lo  amenazó
Harry.
—¡Sólo  quiero  asegurarme!  —se  defendió  Ron.  Estaban  solos  junto  al
fregadero de la cocina de La Madriguera limpiando una montaña de coles de
Bruselas  para  la  señora  Weasley.  Tras  la  ventana  que  tenían  delante  caía  una
intensa nevada.
—¡Pues sí, Snape estaba ofreciéndole ayuda!  —repitió Harry—. Le dijo que
había  prometido  a  su  madre  que  lo  protegería  y  que  había  prestado  un
Juramento Inquebrantable o algo...
—¿Un  Juramento  Inquebrantable?  —se  extrañó  Ron—.  No,  eso  es
imposible. ¿Estás seguro?
—Sí, lo estoy. ¿Por qué? ¿Qué significa?
—¡Hombre, un Juramento Inquebrantable no se puede romper!
—Aunque  no  te  lo  creas,  eso  ya  lo  había  deducido  yo  sólito.  Pero  dime,
¿qué pasa si lo rompes?
—Que  te  mueres  —contestó  Ron  llanamente—.  Fred  y  George  intentaron
que yo prestase uno cuando tenía más o menos cinco años. Y estuve a punto de
comprometerme; ya le había dado la mano a Fred cuando papá nos descubrió.
Se puso como loco —explicó con un brillo nostálgico en la mirada—. Es la única
vez que lo he visto ponerse tan furioso como mamá. Fred asegura que su nalga
izquierda no ha vuelto a ser la misma desde aquel día.
—Ya, vale, y dejando aparte la nalga izquierda de Fred...
—¿Qué estás diciendo?  —preguntó Fred. Los gemelos acababan de entrar
en la cocina—. Mira esto, George. Están usando cuchillos y todo. ¡Qué escena
tan conmovedora!
—¡Dentro  de  poco  más  de  dos  meses  cumpliré  diecisiete  años  —gruñó
Ron—, y entonces podré hacerlo mediante magia!
—Pero mientras tanto —dijo George al tiempo que se sentaba a la mesa de
la cocina y apoyaba los pies encima—  podemos disfrutar con tu exhibición del
uso correcto de un... ¡Ojo!
—¡Mira  lo  que  me  he  hecho  por  tu  culpa!  —protestó  Ron  chupándose  el
corte del dedo—. Espera a que tenga diecisiete años...
—Estoy  convencido  de  que  nos  deslumbrarás  con  habilidades  mágicas
hasta ahora insospechadas —replicó Fred dando un bostezo.
—Y  hablando  de  habilidades  mágicas  insospechadas,  Ronald  —intervino
George—, ¿es cierto lo que nos ha contado Ginny? ¿Sales con una tal Lavender
Brown?
Ron se sonrojó un poco, pero no pareció molesto. Siguió limpiando coles.
—Métete en tus asuntos.
—Una respuesta muy original —dijo Fred—. Francamente, no sé cómo se te
ocurren. No, lo que queremos saber es cómo pasó.
—¿Qué quieres decir?
—¿Tuvo Lavender un accidente o algo así?
—¿Qué?
—¿Cómo sufrió semejante lesión cerebral?
La  señora  Weasley  entró  en  la  cocina  justo  cuando  Ron  le  lanzaba  el
cuchillo de pelar coles a Fred, que  lo convirtió en un avión de papel con una
perezosa sacudida de su varita.
—¡Ron! —gritó ella—. ¡Que no vuelva a verte lanzando cuchillos!
—Sí, mamá  —dijo Ron, y por lo bajo añadió—: Procuraré que no me veas
hacerlo. —Y siguió con su tarea.
—Fred, George, lo siento, queridos, pero Remus llegará esta noche, así que
Bill tendrá que dormir con vosotros.
—No importa —dijo George.
—Así  pues,  como  Charlie  no  va  a  venir,  sólo  quedan  Harry  y  Ron,  que
dormirán en el desván; y si Fleur comparte habitación con Ginny...
—Van a ser las Navidades más felices de Ginny —murmuró Fred.
—... creo que estaréis cómodos. Bueno, al menos todos tendréis una cama
—dijo la señora Weasley, que parecía un tanto nerviosa.
—Entonces  ¿está  confirmado  que  no  vamos  a  verle  el  pelo  al  idiota  de
Percy? —preguntó Fred.
Su madre se dio la vuelta antes de contestar:
—No,  supongo  que  tiene  trabajo  en  el  ministerio.  —Y  se  marchó  de  la
cocina.
—O  es  el  tío  más  imbécil  del  mundo.  Una  de  dos  —dijo  Fred—.  Bueno,
Vámonos, George.
—¿Qué  estáis  tramando?  —preguntó  Ron—.  ¿No  podéis  echarnos  una
mano con las judías? Si usáis la varita nos veremos libres de esta lata.
—No,  no  puedo  hacerlo  —dijo  Fred  con  seriedad—.  Aprender  a  limpiar
coles sin utilizar la magia fortalece el carácter y te ayuda a valorar lo crudo que
lo tienen los muggles y los squibs.
—Y cuando quieras que alguien te eche una mano, Ron  —añadió George
lanzándole el avión de papel—, más vale que no le lances cuchillos. Te daré una
pista:  nos  vamos  al  pueblo.  Una  chica  preciosa  que  trabaja  en  la  tienda  de
periódicos opina que mis trucos de cartas son maravillosos. Dice que es como si
hiciera magia de verdad.
—Imbéciles —refunfuñó Ron, viendo cómo los gemelos cruzaban el nevado
jardín—.  Sólo  habrían  tardado  diez  segundos  y  nosotros  también  podríamos
habernos marchado.
—Yo no. Le prometí a Dumbledore que no me pasearía por ahí durante mi
estancia en La Madriguera —dijo Harry.
—Ya.  —Ron  limpió  unas  coles  más  y  preguntó—:  ¿Piensas  contarle  a
Dumbledore lo que les oíste decir a Snape y Malfoy?
—Sí. Se lo  contaré a cualquiera que pueda pararles los pies, y Dumbledore
es la persona más indicada. Quizá hable también con tu padre.
—Es una lástima que no te enterases del plan de Malfoy.
—¿Cómo  iba  a  enterarme?  Precisamente  de  eso  se  trataba:  Malfoy  se
negaba a revelárselo a Snape.
Hubo un silencio, y luego Ron opinó:
—Aunque  ya  sabes  qué  dirán  todos,  ¿no?  Mi  padre,  Dumbledore  y  los
demás. Dirán que no es que Snape quiera ayudar a Malfoy de verdad, sino que
sólo pretende averiguar qué se trae entre manos.
—Eso porque no los oyeron hablar  —repuso Harry—. Nadie puede ser tan
buen actor, ni siquiera Snape.
—Sí, claro... Sólo te lo comento.
Harry se volvió y lo miró con ceño.
—Pero tú crees que tengo razón, ¿verdad?
—Pues claro —se apresuró a afirmar otra vez Ron—. ¡En serio, te creo! Pero
todos dan por hecho que Snape está de parte de la Orden, ¿no?
Harry reflexionó. Ya había pensado que seguramente pondrían esa objeción
a  sus  nuevas  averiguaciones.  Y  también  se  imaginaba  el  comentario  de
Hermione:  «Es  evidente,  Harry,  que  fingía  ofrecerle  ayuda  a  Malfoy  para
engatusarlo y sonsacarle qué está haciendo...»
Sin embargo, sólo podía imaginárselo porque aún no había tenido ocasión
de  contárselo.  Ella  se  había  marchado  de  la  fiesta  de  Slughorn  antes  de  que
Harry regresara (al menos eso le había dicho McLaggen con evidentes señales
de enojo), y ya se había acostado cuando él llegó a la sala común. Como Ron y
él se habían ido a primera hora del día siguiente a La Madriguera, Harry apenas
había tenido tiempo para desearle feliz  Navidad a su amiga y decirle que tenía
noticias muy importantes que le revelaría cuando volvieran de las vacaciones.
Pero no estaba seguro de que ella le hubiera oído, porque en ese momento Ron
y  Lavender  estaban  enfrascados  en  una  intensa  despedida  «no  verbal»,
precisamente detrás de él.
Con todo, ni siquiera Hermione podría negar una cosa: era indudable que
Malfoy  estaba  tramando  algo  y  Snape  lo  sabía,  de  modo  que  Harry  se  sentía
justificado  para  soltarle  un:  «Ya  te  lo  decía  yo»,  tal  como  ya  le  había  dic ho
varias veces a Ron.
Hasta  el  día  de  Nochebuena  no  tuvo  ocasión  de  hablar  con  el  señor
Weasley porque éste siempre regresaba muy tarde del ministerio. Los Weasley
y  sus  invitados  estaban  sentados  en  el  salón,  que  Ginny  había  decorado  tan
magníficamente  que  parecía  una  exposición  de  cadenetas  de  papel.  Fred,
George, Harry y Ron eran los únicos que  sabían que el ángel que había en lo
alto del árbol navideño era en realidad un gnomo de jardín que había mordido
a  Fred  en  el  tobillo  mientras  él  arrancaba  zanahorias  para  la  comida  de
Navidad.  Lo  habían  colgado  allí  tras  hacerle  un  encantamiento  aturdidor,
pintarlo  de  dorado,  embutirlo  en  un  diminuto  tutú  y  pegarle  unas  pequeñas
alas en la espalda; el pobre miraba a todos con rabia desde lo alto. Era el ángel
más  feo  que  Harry  había  visto  jamás:  su  cabezota  calva  parecía  una  patata  y
tenía los pies muy peludos.
Se  suponía  que  estaban  escuchando  un  programa  navideño  interpretado
por  la  cantante  favorita  de  la  señora  Weasley,  Celestina  Warbeck,  cuyos
gorgoritos salían de la gran radio de madera. Fleur, que al parecer encontraba
muy aburrida a Celestina, se hallaba en un rincón hablando en voz muy alta, y
la  señora  Weasley,  ceñuda,  no  paraba  de  subir  el  volumen  con  la  varita,  de
modo  que  Celestina  cada  vez  cantaba  más  fuerte.  Amparados  por  un  tema
jazzístico particularmente animado, que se titulaba  Un caldero de amor caliente e
intenso,  Fred  y  George  se  pusieron  a  jugar  a  los  naipes  explosivos  con  Ginny.
Ron  no dejaba de mirar de soslayo a Bill y Fleur, como si albergara esperanzas
de aprender algo de ellos. Entretanto, Remus Lupin, más delgado y andrajoso
que  nunca,  estaba  sentado  al  lado  de  la  chimenea  contemplando  las  llamas
como si no oyera la voz de Celestina.
Acércate a mi caldero
lleno de amor caliente e intenso;
remuévelo con derroche
¡y no pasarás frío esta noche!
—¡Esto lo bailábamos cuando teníamos dieciocho años!  —recordó la señora
Weasley secándose las lágrimas con la labor de punto—. ¿Te acuerdas, Arthur?
—¿En?  —dijo  el  señor  Weasley,  que  cabeceaba  sobre  la  mandarina  que
estaba  pelando—.  ¡Ah,  sí!  Es  una  melodía  maravillosa...  —Haciendo  un
esfuerzo, se enderezó un poco en el asiento y miró a Harry, sentado a su lado—.
Lo  siento,  muchacho  —dijo  señalando  con  la  cabeza  hacia  la  radio  mientras
Celestina entonaba el estribillo—. Se acaba enseguida.
—No  importa  —dijo  Harry,  y  sonrió—.  ¿Hay  mucho  trabajo  en  el
ministerio?
—Muchísimo.  No  me  importaría  si  sirviera  para  algo,  pero  de  las  tres
personas que hemos detenido en los dos últimos meses, dudo que ni siquiera
una sea un mortífago de verdad. Pero no se lo digas a nadie  —añadió, y dio la
impresión de que se le pasaba el sueño de golpe.
—Supongo  que  ya  no  retienen  a  Stan  Shunpike,  ¿verdad?  —preguntó
Harry.
—Pues  me  temo  que  sí.  Me  consta  que  Dumbledore  ha  intentado  apelar
directamente  a  Scrimgeour  acerca  de  Stan.  Verás,  todos  los  que  lo  han
interrogado están de acuerdo en que ese muchacho tiene de mortífago lo mismo
que  esta  mandarina.  Pero  los  de  arriba  quieren  aparentar  que  hacen  algún
progreso,  y  «tres  detenciones»  suena  mejor  que  «tres  detenciones  erróneas  y
tres puestas en libertad». Pero, sobre todo, recuerda que esto es confidencial…
—No diré nada —le aseguró Harry. Vaciló un momento sobre cuál sería la
mejor  forma  de  abordar  el  tema  del  que  quería  hablar;  mientras  lo  decidía,
Celestina  Warbeck  atacó  una  balada  titulada  Corazón  hechizado—.  Señor
Weasley, ¿se acuerda de lo que le conté en la estación el día que nos marchamos
al colegio?
—Sí, Harry, y lo comprobé. Fui a registrar la casa de los Malfoy. No había
nada, ni roto ni entero, que no debiera estar allí.
—Sí, ya lo sé, leí lo del registro en El Profeta. Pero esto es diferente... Quiero
decir que hay algo más...
Y le explicó la conversación entre Malfoy y Snape. Mientras hablaba, Harry
vio  que  Lupin  volvía  un  poco  la  cabeza  para  intentar  escuchar.  Cuando
terminó, hubo un silencio y se oyó a Celestina canturreando:
¿Qué has hecho con mi pobre corazón?
Se fue detrás de tu hechizo...
—¿No se te ha ocurrido pensar, Harry  —preguntó el señor Weasley—, que
a lo mejor Snape sólo estaba fingiendo...?
—¿Fingiendo  que  le  ofrecía  ayuda  para  averiguar  qué  está  tramando
Malfoy? Sí, ya pensé que usted me diría eso. Pero ¿cómo saberlo?
—No  nos  corresponde  a  nosotros  saberlo  —intervino  Lupin.  Se  había
puesto de espaldas al  fuego y miraba a Harry por encima del hombro del señor
Weasley—.  Es  asunto de  Dumbledore.  El  confía  en  Severus,  y  eso  debería  ser
suficiente garantía para todos.
—Pero supongamos...  —objetó Harry—. Supongamos que Dumbledore se
equivoca respecto a Snape...
—Esa suposición ya se ha formulado muchas veces. Se trata de si confías o
no  en  el  criterio  de  Dumbledore.  Yo  confío  en  él  y  por  lo  tanto  confío  en
Severus.
—Pero  Dumbledore  puede  equivocarse  —insistió  Harry—.  El  mismo  lo
reconoce. Y usted... —Miró a los ojos a Lupin y le preguntó—: ¿De verdad le cae
bien Snape?
—No me cae ni bien ni mal. Te estoy diciendo la verdad, Harry —añadió al
ver que éste adoptaba una expresión escéptica—. Quizá nunca lleguemos a ser
íntimos  amigos;  después  de  todo  lo  que  pasó  entre  James,  Sirius  y  Severus,
ambos  tenemos  demasiado  resentimiento  acumulado.  Pero  no  olvido  que
durante el año que di clases en Hogwarts, él me preparó la poción de matalobos
todos  los  meses;  la  elaboraba  con  gran  esmero  para  que  yo  me  ahorrara  el
sufrimiento que padezco cuando hay luna llena.
—¡Pero «sin querer» reveló que usted era un hombre lobo, y por su culpa
tuvo que marcharse del colegio! —discrepó Harry con enojo.
—Se habría descubierto tarde o temprano —repuso Lupin encogiéndose de
hombros—.  Ambos  sabemos  que  él  ambicionaba  mi  empleo,  pero  habría
podido perjudicarme mucho más adulterando la poción. Él me mantuvo sano.
Debo estarle agradecido.
—Quizá  no  se  atrevió  a  adulterarla  porque  Dumbledore  lo  vigilaba  —
sugirió Harry.
—Veo que estás decidido a odiarlo  —dijo Lupin esbozando una sonrisa—.
Y lo comprendo: eres el hijo de James y el ahijado de  Sirius, y has heredado un
viejo prejuicio. No dudes en contarle a Dumbledore lo que nos has contado a
Arthur  y  a  mí,  pero  no  esperes  que  él  comparta  tu  punto  de  vista  sobre  ese
tema; no esperes siquiera que le sorprenda lo que le expliques. Es posible que
Severus interrogara a Draco por orden de Dumbledore.
... y ahora lo has destrozado.
¡Devuélveme mi corazón!
Celestina  terminó  su  canción  con  una  nota  larguísima  y  aguda,  y  por  la
radio  se  oyeron  fuertes  aplausos  a  los  que  la  señora  Weasley  se  sumó  con
entusiasmo.
—¿Ya  ha  tegminado?  —preguntó  Fleur—.  Menos  mal,  qué  tema  tan
hoguible...
—¿Os apetece una copita antes de acostaros? —preguntó la señora Weasley
poniéndose en pie—. ¿Quién quiere ponche de huevo?
—¿Qué  ha  estado  haciendo  usted  últimamente?  —le  preguntó  Harry  a
Lupin  mientras  la  señora  Weasley  iba  a  buscar  el  ponche  y  los  demás  se
desperezaban y se ponían a hablar.
—He estado trabajando en la clandestinidad  —respondió Lupin—. Por eso
no  he  podido  escribirte;  de  haberlo  hecho  me  habría  expuesto  a  que  me
descubrieran.
—¿Qué quiere decir?
—He  estado  viviendo  entre  mis  semejantes  —explicó  Lupin—.  Con  los
hombres lobo  —añadió al ver que Harry no entendía—. Casi todos están en el
bando de Voldemort. Dumbledore quería infiltrar un espía y yo le venía como
anillo  al  dedo.  —Lo  dijo  con  cierta  amargura  y  quizá  se  dio  cuenta,  porque
suavizó el tono cuando prosiguió—: No me quejo; es un trabajo importante, ¿y
quién  iba  a  hacerlo  mejor  que  yo?  Sin  embargo,  me  ha  costado  ganarme  su
confianza.  No  puedo  disimular  que  he  vivido  entre  los  magos,  ¿comprendes?
En  cambio,  los  hombres  lobo  han  rechazado  la  sociedad  normal  y  viven
marginados, roban y a veces incluso matan para comer.
—¿Por qué apoyan a Voldemort?
—Creen  que  vivirán  mejor  bajo  su  gobierno.  Y  no  es  fácil  discutir  con
Greyback sobre estos temas...
—¿Quién es Greyback?
—¿No has oído hablar de él? —Lupin cerró sus temblorosas manos sobre el
regazo—. Creo que no me equivoco si afirmo que Fenrir Greyback es el hombre
lobo más salvaje que existe actualmente. Considera que su misión en esta vida
es morder y contaminar a tanta gente como sea posible; quiere crear suficientes
hombres lobo para derrotar a los magos. Voldemort  le ha prometido presas a
cambio de sus servicios. Greyback es especialista en niños... Dice que hay que
morderlos cuando son pequeños y criarlos lejos de sus padres para enseñarles a
odiar  a  los  magos  normales.  Voldemort  ha  amenazado  con  darle  carta  blanca
para  que  desate  su  violencia  sobre  los  niños;  es  una  amenaza  que  suele  dar
buen  resultado.  —Hizo  una  pausa,  y  agregó—:  A  mí  me  mordió  el  propio
Greyback.
—Pero... —se sorprendió Harry—. ¿Cuándo? ¿Cuando usted era pequeño?
—Sí. Mi padre lo había ofendido.  Durante mucho tiempo yo no supe quién
era el hombre lobo que me había atacado; incluso sentía lástima por él porque
creía que no había podido contenerse, pues entonces ya sabía en qué consistía
su transformación. Pero Greyback no es así. Cuando hay luna llena, ronda cerca
de  sus  víctimas  para  asegurarse  de  que  no  se  le  escape  la  presa  elegida.  Lo
planea todo con detalle. Y ése es el hombre a quien Voldemort está utilizando
para  reclutar  a  los  hombres  lobo.  Greyback  insiste  en  que  los  hombres  lobo
tenemos derecho a proveernos de la sangre que necesitamos para vivir y en que
debemos vengarnos de nuestra condición en la gente normal; he de admitir que,
hasta ahora, mis razonamientos no han logrado convencerlo de lo contrario.
—¡Pero si usted es normal!  —exclamó  Harry—. Lo único que pasa es que
tiene... un problema.
Lupin soltó una carcajada.
—A  veces  me  recuerdas  a  James.  En  público,  él  lo  llamaba  mi  «pequeño
problema peludo». Mucha gente creía que yo tenía un conejo travieso.
Lupin aceptó el vaso de ponche de huevo que le ofreció la señora Weasley y
le dio las gracias; parecía un poco más animado. Harry, entretanto, sintió una
llamarada de emoción: al referirse Lupin a su padre, había recordado que hacía
tiempo que quería preguntarle una cosa.
—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien llamado el Príncipe Mestizo?
—¿Cómo dices?
—El  Príncipe  Mestizo  —repitió  Harry  y  escudriñó  su  rostro  en  busca  de
alguna señal de reconocimiento.
—En la comunidad mágica no hay príncipes —contestó Lupin, volviendo a
sonreír—. ¿Estás pensando en adoptar ese título? ¿No estás contento con eso del
«Elegido»?
—No tiene nada que ver conmigo —replicó Harry—. El Príncipe Mestizo es
alguien que estudiaba en Hogwarts y yo tengo su viejo libro de pociones. Anotó
hechizos  en  sus  páginas,  hechizos  inventados  por  él.  Uno  de  ellos  se  llamaba
Levicorpus...
—¡Ah,  ése  estaba  muy  en  boga  cuando  yo  iba  a  Hogwarts!  —comentó
Lupin con cierta nostalgia—. Recuerdo que en quinto curso hubo unos meses en
que no podías dar un paso sin que alguien te dejara colgado por el tobillo.
—Mi padre lo utilizaba. Lo vi en el pensadero; se lo hizo a Snape. —Intentó
sonar  indiferente,  como  si  fuera  un  comentario  casual,  pero  no  creyó  haberlo
conseguido: la sonrisa de Lupin adquirió un matiz de complicidad.
—Sí  —dijo—, pero él  no era el único. Como te digo, ese hechizo era muy
popular. Ya sabes que los hechizos van y vienen...
—Pero  por  lo  visto  lo  inventaron  cuando  usted  iba  al  colegio  —insistió
Harry.
—No  precisamente.  Los  embrujos  se  ponen  de  moda  o  se  olvidan  como
todo lo demás. —Miró al muchacho a los ojos y añadió en voz baja—: James era
un sangre limpia, Harry, y te aseguro que nunca nos pidió que lo llamáramos
«príncipe».
Harry dejó de fingir y preguntó:
—¿Y Sirius? ¿Y usted?
—No.
—Ya. —Harry se quedó mirando el fuego—. Creía... Bueno, ese príncipe me
ha ayudado mucho con las clases de Pociones.
—¿Es muy viejo el libro?
—No lo sé, no he mirado la fecha que pone.
—Pues  quizá  eso  te  dé  alguna  pista  sobre  cuándo  estuvo  ese  príncipe  en
Hogwarts.
Poco después, Fleur decidió imitar a Celestina y se puso a cantar  Un caldero
de amor caliente e intenso, lo cual todos interpretaron, después de ver la cara que
ponía  la  señora  Weasley,  como  una  señal  de  que  era  hora  de  ir  a  acostarse.
Harry y Ron subieron al dormitorio de éste, en el desván, donde habían puesto
una cama plegable para Harry.
Ron  se  quedó  dormido  casi  al  instante,  pero  Harry  sacó  de  su  baúl  el
ejemplar  de  Elaboración  de  pociones  avanzadas  y,  una  vez  acostado,  se  puso  a
hojearlo.  Encontró  la  fecha  de  su  publicación  en  la  página  de  créditos.  El
ejemplar  tenía  casi  cincuenta  años.  Ni  su  padre  ni  los  amigos  de  su  padre
habían estado en Hogwarts cincuenta años atrás. Decepcionado, arrojó el libro
al baúl, apagó la lámpara y se dio la vuelta. Se puso a pensar en hombres lobo,
Snape,  Stan  Shunpike  y  el  Príncipe  Mestizo,  hasta  que  se  sumió  en  un  sueño
agitado lleno de sombras sigilosas y gritos de niños mordidos...
—Se ha vuelto loca...
Harry despertó sobresaltado y encontró una abultada media encima de su
cama.  Se  puso  las  gafas  y  miró  alrededor:  casi  no  entraba  luz  por  la  pequeña
ventana a causa de la nieve, pero Ron se hallaba delante de ella, sentado en la
cama, examinando lo que parecía una cadena de oro.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry.
—Me  la  envía  Lavender  —masculló  Ron—.  No  pensará  que  voy  a
ponérmela...
Harry examinó la cadena, de la que colgaban unas gruesas letras doradas
formando las palabras: «Amor mío.»
—¡Pero  si  es  muy  bonita!  —exclamó  tras  soltar  una  risotada—.  Muy
elegante. Tendrías que ponértela y enseñársela a Fred y George.
—Si  se  lo  dices  —amenazó  Ron  escondiendo  la  cadena  debajo  de  su
almohada—, te juro que te... que te...
—Tranquilo, hombre —dijo Harry sonriendo—. ¿Acaso me crees capaz?
—¿Cómo se le habrá ocurrido que me gustaría una cosa así? —musitó Ron.
—A ver, piensa. ¿Alguna vez se te ha escapado que te encantaría pasearte
por ahí con las palabras «Amor mío» colgadas del cuello?
—En realidad... no hablamos mucho. Básicamente lo que hacemos es...
—Besaros.
—Bueno,  sí  —admitió  Ron.  Titubeó  un  momento  y  añadió—:  ¿Es  verdad
que Hermione sale con McLaggen?
—No  lo  sé.  Fueron  juntos  a  la  fiesta  de  Slughorn,  pero  me  parece  que  la
cosa no acabó muy bien.
Ron  parecía  un  poco  más  contento  cuando  volvió  a  meter  la  mano  en  la
media.
Entre  los  regalos  de  Harry  había  un  jersey  con  una  gran  snitch  dorada
bordada en la parte delantera, tejido a mano por la señora Weasley; una gran
caja de productos de Sortilegios Weasley, regalo de los gemelos, y un paquete
un poco húmedo que olía a moho, con una etiqueta que rezaba: «Para el amo,
de Kreacher.»
Harry observó el paquete con recelo.
—¿Qué hago? ¿Lo abro? —preguntó a Ron.
—No  puede  ser  nada  peligroso.  El  ministerio  registra  nuestro  correo.  —
Pero él también miraba el paquete con desconfianza.
—¡No se me ocurrió regalarle nada a Kreacher! ¿Sabes si la gente les hace
regalos a sus elfos domésticos por Navidad?  —preguntó Harry mientras daba
unos cautelosos golpecitos al paquete.
—Seguro que Hermione lo haría. Pero antes de sentirte culpable, espera a
ver qué es.
Unos momentos más tarde,  Harry dio un grito y saltó de su cama plegable.
El paquete contenía un montón de gusanos.
—¡Qué bonito! —dijo Ron desternillándose—. ¡Todo un detalle!
—Prefiero  los  gusanos  antes  que  esa  cadena  —replicó  Harry,  y  su  amigo
enmudeció.
A  la  hora  de  comer,  cuando  se  sentaron  a  la  mesa,  todos  llevaban  jerséis
nuevos;  todos  excepto  Fleur  (por  lo  visto,  la  señora  Weasley  no  se  había
dignado tejerle uno) y la propia señora Weasley, que lucía un sombrero de bruja
azul  marino  nuevecito,  con  diminutos  diamantes  que  formaban  relucientes
estrellas, y un vistoso collar de oro.
—¡Regalos de Fred y George! ¿Verdad que son preciosos?
—Es que desde que nos lavamos nosotros los calcetines te valoramos más,
mamá —comentó George con un ademán indolente—. ¿Chirivías, Remus?
—Tienes un gusano en el pelo, Harry —observó Ginny, risueña, y se inclinó
sobre la mesa para quitárselo. A Harry se le erizó el vello de la nuca, pero esa
reacción no tenía nada que ver con el gusano.
—¡Qué hogog! —exclamó Fleur fingiendo un escalofrío.
—Sí, ¿verdad? —corroboró Ron—. ¿Quieres salsa, Fleur?
En su afán de ayudarla, a Ron se le cayó de las manos la salsera de jugo de
carne; Bill agitó la varita y la salsa se elevó y regresó dócilmente a la salsera.
—Egues  peog  que  esa  Tonks  —le  dijo  Fleur  a  Ron  después  de  besar  a  Bill
para darle las gracias—. Siempge lo tiga todo...
—Invité  a  nuestra  querida  Tonks  a  que  hoy  comiese  con  nosotros  —
comentó la señora Weasley mientras dejaba la bandeja de las zanahorias en la
mesa con un golpazo innecesario y fulminando con la mirada a Fleur—. Pero no
ha querido venir. ¿Has hablado con ella últimamente, Remus?
—No,  hace  tiempo  que  no  hablo  con  nadie  —respondió  Lupin—.  Pero
supongo que Tonks pasará la Navidad con su familia, ¿no?
—Hum. Puede ser —dijo la señora Weasley—. Pero me dio la impresión de
que pensaba pasarla sola.
Le lanzó una mirada de enojo a Lupin, como si él tuviera la culpa de que su
futura nuera fuera Fleur y no Tonks. A su vez Harry miró a Fleur, que en ese
momento le daba a Bill trocitos de pavo con su propio tenedor, y pensó que la
señora Weasley estaba librando una batalla perdida de antemano. Sin embargo,
se  acordó  de  una  duda  que  tenía  relacionada  con  Tonks,  ¿y  quién  iba  a
resolvérsela  mejor  que  Lupin,  el  hombre  que  lo  sabía  todo  acerca  de  los
patronus?
—El  patronus  de  Tonks  ha  cambiado  de  forma  —empezó—.  O  eso  dijo
Snape. No sabía que pudiera suceder algo así. ¿Por qué cambia un patronus?
Lupin  terminó  de  masticar  un  trozo  de  pavo  y  tragó  antes  de  contestar
pausadamente:
—A veces... cuando uno sufre una fuerte conmoción... un trauma...
—Era grande y tenía cuatro patas  —recordó Harry; de pronto se le ocurrió
algo y bajó la voz—: Eh, ¿podría ser...?
—¡Arthur!  —exclamó de pronto la señora Weasley, levantándose de la silla
para mirar por la ventana de la cocina—. ¡Arthur, es Percy!
—¿Qué?
El señor Weasley se giró y todos los demás miraron también por la ventana;
Ginny  se  levantó  para  ver  mejor:  en  efecto,  Percy  Weasley,  cuyas  gafas
destellaban a la luz del sol, avanzaba con dificultad por el nevado jardín. Pero
no venía solo.
—¡Arthur, viene... viene con el ministro!
En efecto, el hombre al que Harry había visto en  El Profeta  avanzaba detrás
de  Percy  cojeando  ligeramente,  con  la  melena  entrecana  y  la  negra  capa
salpicadas  de  nieve.  Antes  de  que  nadie  dijera  nada  o  los  señores  Weasley
hicieran otra cosa que mirarse con perplejidad, la puerta trasera se abrió y Percy
se plantó en el umbral.
Hubo  un  breve  pero  incómodo  silencio.  Entonces  Percy  dijo  con  cierta
rigidez:
—Feliz Navidad, madre.
—¡Oh, Percy! —exclamó ella, y se arrojó a los brazos de su hijo.
Rufus Scrimgeour, apoyado en su bastón, se quedó en el umbral sonriendo
mientras observaba la tierna escena.
—Les  ruego  perdonen  esta  intrusión  —se  disculpó  cuando  la  señora
Weasley  lo  miró  secándose  las  lágrimas,  radiante  de  alegría—.  Percy  y  yo
estábamos  trabajando  aquí  cerca,  ya  saben,  y  su  hijo  no  ha  podido  resistir  la
tentación de pasar a verlos a todos.
Sin  embargo,  Percy  no  parecía  tener  intención  de  saludar  a  ningún  otro
miembro de su familia. Se quedó quieto, tieso como un palo, muy incómodo y
sin mirar a nadie en particular. El señor Weasley, Fred y George lo observaban
con gesto imperturbable.
—¡Pase  y  siéntese,  por  favor,  señor  ministro!  —dijo  la  señora  Weasley,
aturullada,  mientras  se  enderezaba  el  sombrero—.  Coma  un  moco  de  pavo...
¡Ay, perdón! Quiero decir un poco de...
—No, no, querida Molly —dijo Scrimgeour, y Harry supuso que el ministro
le había preguntado a Percy el nombre de su madre antes de entrar en la casa—.
No  quiero  molestar,  no  habría  venido  si  Percy  no  hubiera  insistido  tanto  en
verlos...
—¡Oh,  Percy!  —exclamó  de  nuevo  la  señora  Weasley,  con  voz  llorosa  y
poniéndose de puntillas para besar a su hijo.
—Sólo tenemos cinco minutos  —añadió el ministro—, así que iré a dar un
paseo por el jardín mientras ustedes charlan con Percy. No, no, le repito que no
quiero  molestar.  Bueno,  si  alguien  tuviera  la  amabilidad  de  enseñarme  su
bonito  jardín...  ¡Ah,  veo  que  ese  joven  ya  ha  terminado!  ¿Por  qué  no  me
acompaña él a dar un paseo?
Todos mudaron perceptiblemente el semblante y miraron a Harry. Nadie se
tragó que Scrimgeour no supiera su nombre, ni les pareció lógico que lo eligiese
a él para dar un paseo por el jardín, puesto que Ginny y Fleur también tenían
los platos vacíos.
—De acuerdo —asintió Harry, intuyendo la verdad: pese a la excusa de que
estaban  trabajando  por  esa  zona  y  Percy  había  querido  ver  a  su  familia,  el
verdadero  motivo  de  la  visita  era  que  el  ministro  quería  hablar  a  solas  con
Harry Potter—. No importa —dijo en voz baja al pasar junto a Lupin, que había
hecho ademán de levantarse de la silla—. No pasa nada  —añadió al ver que el
señor Weasley iba a decir algo.
—¡Estupendo!  —exclamó Scrimgeour, y se apartó para que Harry saliese el
primero—.  Sólo  daremos  una  vuelta  por  el  jardín,  y  luego  Percy  y  yo  nos
marcharemos. ¡Sigan, sigan con lo que estaban haciendo!
Se dirigieron hacia el jardín de los Weasley, frondoso y cubierto de nieve;
Scrimgeour cojeaba un poco. Harry sabía que, antes que ministro, Scrimgeour
había sido jefe de la Oficina de Aurores; tenía un aspecto severo y curtido y no
se parecía en nada al corpulento Fudge con su característico bombín.
—Precioso —observó Scrimgeour, deteniéndose junto a la valla del jardín, y
contempló desde allí el nevado césped y las siluetas de las plantas, que apenas
se distinguían—. Realmente precioso.
Harry no comentó nada. Era consciente de que el ministro lo observaba de
reojo.
—Hacía mucho tiempo que quería conocerte  —dijo Scrimgeour al cabo de
un momento—. ¿Lo sabías?
—No.
—Pues sí, hace mucho tiempo. Ya lo creo. Pero Dumbledore siempre te ha
protegido.  Es  natural,  desde  luego,  muy  natural,  después  de  todo  lo  que  has
pasado... Y especialmente después de lo sucedido en el ministerio...  —Esperó a
que  Harry  dijera  algo,  pero  el  muchacho  permaneció  callado,  así  que
continuó—: Estaba deseando que se presentara una ocasión para hablar contigo
desde que ocupé mi nuevo cargo, pero Dumbledore lo ha impedido una y otra
vez, lo cual es muy comprensible.
Harry siguió expectante.
—¡Qué  rumores  han  circulado  de  un  tiempo  a  esta  parte!  —exclamó
Scrimgeour—. Aunque ya se sabe que las historias se tergiversan... Todas esas
murmuraciones acerca de una profecía... De que tú eras «el Elegido»...
Harry  pensó  que  se  estaban  acercando  al  motivo  por  el  cual  el  ministro
había ido a La Madriguera.
—Supongo que Dumbledore te habrá hablado de estas cosas.
Harry  se  preguntó  si  debía  mentir.  Observó  las  pequeñas  huellas  de
gnomos que había alrededor de los arriates de flores y las pisadas en la nieve
que  señalaban  el  sitio  donde  Fred  había  atrapado  al  gnomo  que  después
colocaron  en  el  árbol  de  Navidad  ataviado  con  un  tutú.  Finalmente,  decidió
decir la verdad... o al menos una parte.
—Sí, hemos hablado.
—Claro, claro  —comentó Scrimgeour. Harry vio que el ministro lo miraba
con los ojos entornados, así que fingió estar muy interesado en un gnomo que
acababa de asomar la cabeza por debajo de un rododendro congelado—. ¿Y qué
te ha contado Dumbledore, Harry?
—Lo siento, pero eso es asunto nuestro.
Lo  dijo  con  el  tono  más  respetuoso  que  pudo,  y  Scrimgeour  también
empleó un tono cordial cuando repuso:
—Por  supuesto,  por  supuesto.  Si  se  trata  de  asuntos  confidenciales,  no
quisiera obligarte a divulgar... No, no. Además, en realidad no importa que seas
o no el Elegido.
Harry tuvo que pensárselo antes de responder:
—No sé a qué se refiere, señor ministro.
—Bueno,  a  ti  te  importará  muchísimo,  desde  luego  —dijo  Scrimgeour  y
soltó  una  risita—.  Pero  para  la  comunidad  mágica  en  general...  Todo  es  muy
subjetivo, ¿no? Lo que interesa es lo que cree la gente.
Harry  guardó  silencio.  Le  pareció  intuir  adonde  quería  ir  a  parar  el
ministro, pero no pensaba ayudarlo a llegar allí. El gnomo del rododendro se
había puesto a escarbar buscando gusanos entre las raíces y Harry fijó la vista
en él.
—Verás, la gente  cree que tú eres el Elegido  —prosiguió Scrimgeour—. Te
consideran un gran héroe, ¡y lo eres, Harry, elegido o no! ¿Cuántas veces te has
enfrentado  ya  a  El-que-no-debe-ser-nombrado?  En  fin  —siguió  sin  esperar
respuesta—, el caso es que eres un símbolo de esperanza para muchas personas.
El hecho de pensar que existe alguien que tal vez sería capaz de destruir a El-
que-no-debe-ser-nombrado,  o  que  incluso  podría  estar  destinado  a  hacerlo...
bueno, levanta bastante la moral de la gente. Y no puedo evitar la sensación de
que, cuando te des plena cuenta de ello, quizá consideres que es... no sé cómo
decirlo... bien, que es casi un deber colaborar con el ministerio y estimular un
poco a todo el mundo.
El gnomo acababa de atrapar un gusano y tiraba de él intentando  sacarlo
del suelo helado. Como Harry seguía callado, Scrimgeour, mirándolo primero a
él y luego al gnomo, dijo:
—Qué tipos tan curiosos, ¿verdad? Pero ¿qué opinas tú, Harry?
—No  entiendo  muy  bien  qué  espera  de  mí  —respondió  el  muchacho  por
fin—. «Colaborar con el ministerio.» ¿Qué significa eso exactamente?
—Bueno,  nada  demasiado  molesto,  te  lo  aseguro  —repuso  Scrimgeour—.
Quedaría bien que te vieran entrar y salir del ministerio de vez en cuando, por
ejemplo. Y mientras estuvieras allí, tendrías oportunidad de hablar con Gawain
Robards, mi sucesor como jefe de la Oficina de Aurores. Dolores Umbridge me
ha dicho que ambicionas ser auror. Pues bien, eso tiene fácil arreglo...
Harry  notó  cómo  la  rabia  se  le  encendía  en  el  estómago;  así  que  Dolores
Umbridge seguía trabajando en el ministerio, ¿eh?
—O  sea  —puntualizó  el  muchacho—,  que  le  gustaría  que  diera  la
impresión de que trabajo para el ministerio, ¿no?
—A  la  gente  la  animaría  pensar  que  te  implicas  más  —comentó
Scrimgeour, que parecía alegrarse de que Harry hubiera captado el mensaje a la
primera—.  El  Elegido,  ¿entiendes?  Se  trata  de  infundir  optimismo  en  la
población,  de  transmitirle  la  sensación  de  que  están  pasando  cosas
extraordinarias...
—Pero  si  entro  y  salgo  del  ministerio  —replicó  Harry,  esforzándose  por
mantener un tono cordial—, ¿no parecerá que apruebo su política?
—Bueno  —repuso Scrimgeour frunciendo levemente la frente—, sí, eso es,
en parte, lo que nos gustaría que...
—No, no creo que dé resultado. Mire, no me gustan ciertas cosas que está
haciendo el ministerio. Encerrar a Stan Shunpike, por ejemplo.
Scrimgeour endureció el semblante.
—No espero que lo entiendas  —dijo, pero no tuvo tanto éxito como Harry
en  disimular  la  rabia  que  sentía—.  Vivimos  tiempos  difíciles  y  es  preciso
adoptar ciertas medidas. Tú sólo tienes dieciséis años y...
—Dumbledore  no  tiene  dieciséis  años,  y  él  tampoco  cree  que  Stan  deba
estar en Azkaban. Han convertido a Stan en un cabeza de turco y a mí quieren
convertirme en una mascota.
Se miraron a los ojos, largamente y con  dureza. Al fin Scrimgeour dijo, ya
sin fingir cordialidad:
—Entiendo. Prefieres desvincularte del ministerio, igual que Dumbledore,
tu héroe, ¿verdad?
—No quiero que me utilicen —afirmó Harry.
—¡Hay quienes piensan que tu deber es dejar que el ministerio te utilice!
—Y hay quienes piensan que ustedes tienen el deber de comprobar si una
persona  es  de  verdad  un  mortífago  antes  de  encerrarla  en  la  cárcel  —replicó
Harry, cada vez más enfadado—. Ustedes están haciendo lo mismo que hacía
Barty  Crouch.  No  acaban  de  cogerle  el  tranquillo,  ¿eh?  ¡O  teníamos  a  Fudge,
que fingía que todo era maravilloso mientras asesinaban a la gente delante de
sus narices, o lo tenemos a usted, que encarcela a inocentes y pretende ufanarse
de que el Elegido trabaja para usted!
—Entonces ¿no eres el Elegido?
—¿No acaba de decir que en realidad no importa que lo sea o no? —replicó
Harry, y soltó una risa amarga—. O al menos a usted no le importa.
—No  debí  decir  eso  —se  apresuró  a  rectificar  Scrimgeour—.  Ha  sido  un
comentario poco afortunado...
—No;  ha  sido  un  comentario  sincero  —lo  corrigió  Harry—.  Una  de  las
pocas cosas sinceras que me ha dicho hasta ahora. A usted no le importa que yo
viva  o  muera,  sólo  le  interesa  que  lo  ayude  a  convencer  a  todos  de  que  está
ganando  la  guerra  contra  Voldemort.  No  lo  he  olvidado,  señor  ministro...  —
Levantó la mano derecha y le enseñó el dorso, donde perduraban las cicatrices
de lo que Dolores Umbridge le había obligado a grabar en su propia carne: «No
debo decir mentiras»—. No recuerdo que usted saliera en mi defensa cuando yo
intentaba explicarles a todos que Voldemort había regresado. El año pasado, el
ministerio no mostraba tanto interés en mantener buenas relaciones conmigo.
Permanecieron en silencio, tan fríos como el suelo que tenían bajo los pies.
El gnomo había conseguido por fin arrancar su gusano y lo chupaba con deleite,
apoyado contra las ramas bajas del rododendro.
—¿Qué  está  tramando  Dumbledore?—preguntó  Scrimgeour  con
brusquedad—. ¿Adonde va cuando se marcha de Hogwarts?
—No tengo ni idea.
—Y si lo supieras no me lo dirías, ¿verdad?
—No, no se lo diría.
—En ese caso, tendré que averiguarlo por otros medios.
—Inténtelo  —dijo  Harry  con  indiferencia—.  Pero  usted  parece  más
inteligente  que  Fudge;  espero  que  haya  aprendido  algo  de  los  errores  de  su
antecesor.  El  trató  de  interferir  en  Hogwarts.  Supongo  que  se  habrá  fijado  en
que Fudge ya no es ministro, y en cambio Dumbledore sigue siendo el director
del colegio. Yo, en su lugar, lo dejaría en paz.
Hubo una larga pausa.
—Bueno, ya veo que Dumbledore  ha hecho un buen trabajo contigo  —dijo
Scrimgeour  lanzándole  una  mirada  glacial  a  través  de  sus  gafas  de  montura
metálica—. Fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste, ¿no, Potter?
—Sí, así es. Me alegro de que eso haya quedado claro.
Le dio la espalda al ministro de Magia y echó a andar resueltamente hacia
la casa.

17
Un recuerdo borroso

Una tarde, poco después de Año Nuevo, Harry, Ron y Ginny se pusieron en fila
junto a la chimenea de la cocina para regresar a Hogwarts. El ministerio había
organizado  esa  conexión  excepcional  a  la  Red  Flu  para  que  los  estudiantes
pudieran volver de manera rápida y segura al colegio. La señora Weasley era la
única  presente  en  La  Madriguera  para  despedir  a  los  muchachos;  su  marido,
Fred,  George,  Bill  y  Fleur  ya  se  habían  marchado  al  trabajo.  Se  deshizo  en
lágrimas en el momento de la partida. Hay que decir que últimamente estaba
muy  sensible;  le  afloraban  las  lágrimas  con  facilidad  desde  que  el  día  de
Navidad  Percy  saliera  precipitadamente  de  la  casa  con  una  chirivía
espachurrada  en  las  gafas  (de  lo  cual  Fred,  George  y  Ginny  se  declaraban
responsables).
—No  llores,  mamá  —la  consoló  Ginny,  y  le  dio  palmaditas  en  la  espalda
mientras la señora Weasley sollozaba con la cabeza apoyada en el hombro de su
hija—. No pasa nada...
—Sí, no  te preocupes por nosotros  —agregó Ron, y permitió que su madre
le plantara un beso en la mejilla—, ni por Percy. Es un imbécil, no se merece que
sufras por él.
Ella lloró aún con más ganas cuando abrazó a Harry.
—Prométeme que tendrás cuidado... y que no te meterás en líos...
—Pero si yo nunca me meto en líos, señora Weasley. Usted ya me conoce,
me gusta la tranquilidad...
La mujer soltó una risita llorosa y se separó del muchacho.
—Portaos bien, chicos...
Harry se metió en las llamas verde esmeralda y gritó: «¡A Hogwarts!» Tuvo
una última y fugaz visión de la cocina y del lloroso rostro de la señora Weasley
antes de que las llamas se lo tragaran. Mientras giraba vertiginosamente sobre
sí  mismo,  atisbo  imágenes  borrosas  de  otras  habitaciones  de  magos,  pero  no
logró  observarlas  bien.  Luego  empezó  a  reducir  la  velocidad  y  finalmente  se
detuvo en seco en la chimenea del despacho de la profesora McGonagall. Esta
apenas  levantó  la  vista  de  su  trabajo  cuando  él  salió  arrastrándose  de  la
chimenea.
—Buenas noches, Potter. Procura no ensuciarme la alfombra de ceniza.
—Descuide, profesora.
Harry se ajustó las gafas y se alisó el cabello mientras Ron aparecía girando
como una peonza en la chimenea. Después llegó Ginny, y los tres salieron del
despacho de la profesora rumbo a la torre de Gryffindor. Mientras recorrían los
pasillos, Harry miraba por las ventanas; el sol ya se estaba poniendo detrás de
los jardines, recubiertos de una capa de nieve aún más gruesa que la del jardín
de La Madriguera. A lo lejos vio a Hagrid dando de comer a  Buckbeak  delante
de su cabaña.
—«¡Baratija!»  —dijo  Ron  cuando  llegaron  al  cuadro  de  la  Señora  Gorda,
que estaba más pálida de lo habitual e hizo una mueca de dolor al oír la fuerte
voz del muchacho.
—No —contestó.
—¿Cómo que no?
—Hay contraseña nueva —aclaró la Señora Gorda—. Y no grites, por favor.
—Pero si hemos estado fuera, ¿cómo quiere que sepamos...?
—¡Harry! ¡Ginny!
Hermione corría hacia ellos; tenía las mejillas sonrosadas y llevaba puestos
la capa, el sombrero y los guantes.
—He  llegado  hace  un  par  de  horas.  Vengo  de  visitar  a  Hagrid  y  Buck...
quiero decir  Witherwings  —dijo casi sin aliento—. ¿Habéis pasado unas buenas
vacaciones?
—Sí —contestó Ron—, bastante moviditas. Rufus Scrim...
—Tengo una cosa para ti, Harry —añadió Hermione sin mirar a Ron ni dar
señales de haberlo oído—. ¡Ah, espera, la contraseña! «¡Abstinencia!»
—Correcto —dijo la Señora Gorda con un hilo de voz, y el retrato se apartó
revelando el hueco.
—¿Qué le pasa? —preguntó Harry.
—Serán los excesos navideños —respondió Hermione poniendo los ojos en
blanco,  y  entró  en  la  abarrotada  sala  común—.  Su  amiga  Violeta  y  ella  se
bebieron todo el vino de ese cuadro de monjes borrachos que hay en el pasillo
del aula de Encantamientos. En fin... —Rebuscó en su bolsillo y extrajo un rollo
de pergamino con la letra de Dumbledore.
—¡Perfecto!  —exclamó Harry, y se apresuró a desenrollarlo. Ponía que su
próxima  clase  con  el  director  del  colegio  sería  la  noche  siguiente—.  Tengo
muchas cosas que contarle, y a vosotros también. Vamos a sentarnos...
Pero en ese momento se oyó un fuerte «¡Ro-Ro!», y Lavender Brown salió a
toda velocidad de no se supo dónde y se arrojó a los brazos de Ron. Algunos
curiosos se rieron por lo bajo; Hermione soltó una risita cantarina y dijo:
—Allí hay una mesa. ¿Vienes, Ginny?
—No,  gracias,  he  quedado  con  Dean  —se  excusó  Ginny,  aunque  Harry
advirtió que no lo decía con mucho entusiasmo.
Dejaron  a  Ron  y  Lavender  enzarzados  en  una  especie  de  lucha
grecorromana y Harry condujo a Hermione hasta una mesa libre.
—¿Qué tal has pasado las Navidades?
—Bien  —contestó ella encogiéndose de hombros—. No han sido nada del
otro mundo. ¿Y qué tal vosotros en casa de Ro-Ro?
—Ahora te lo cuento. Pero primero... Oye, Hermione, ¿no podrías...?
—No, no puedo. Así que no te molestes en pedírmelo.
—Creía que a lo mejor, ya sabes, durante las Navidades...
—La que se bebió una cuba de vino de hace quinientos años fue la Señora
Gorda, Harry, no yo. ¿Qué es esa noticia tan importante que querías contarme?
Hermione  parecía  demasiado  furiosa  para  discutir  con  ella,  de  modo  que
Harry renunció a hacerla razonar acerca de Ron y le explicó lo que había oído
decir a Malfoy y Snape.
Cuando terminó, Hermione reflexionó un momento y luego dijo:
—¿No crees que...?
—¿... fingía prestarle su ayuda para que Malfoy le contara qué es eso que
está tramando?
—Sí, más o menos.
—Eso  mismo  creen  el  padre  de  Ron  y  Lupin  —refunfuñó  Harry—.  Pero
esto demuestra a las claras que Malfoy está planeando algo, no puedes negarlo.
—No, claro.
—Y que actúa obedeciendo las órdenes de Voldemort, como yo sospechaba.
—Hum... ¿Mencionó alguno de ellos a Voldemort?
—No  estoy  seguro  —respondió  Harry  e  intentó  hacer  memoria—.  Snape
dijo «tu amo», de eso sí me acuerdo, ¿y quién va a ser su amo si no Voldemort?
—No  lo  sé  —dijo  Hermione  mordiéndose  el  labio—.  ¿Su  padre?  —Y  se
quedó un momento con la mirada perdida, como absorta en sus pensamientos,
y ni siquiera vio a Lavender haciéndole cosquillas a Ron—. ¿Cómo está Lupin?
—preguntó al cabo.
—No  muy  bien  —respondió  Harry,  y  le  contó  lo  de  la  misión  del  ex
profesor entre los hombres lobo y las dificultades a que se enfrentaba—. ¿Has
oído hablar de Fenrir Greyback?
—¡Pues claro! —dijo Hermione con un sobresalto—. ¡Y tú también!
—¿Cuándo?  ¿En  Historia  de  la  Magia?  Sabes  muy  bien  que  jamás  he
escuchado...
—No,  no.  En  Historia  de  la  Magia  no.  ¡Malfoy  amenazó  a  Borgin  con
enviarle a ese individuo! En el callejón Knockturn, ¿no te acuerdas? ¡Le dijo que
Greyback era un viejo amigo de su familia y que iría a ver qué progresos hacía!
Harry la miró boquiabierto.
—¡No  me  acordaba!  Pues  eso  demuestra  que  Malfoy  es  un  mortífago,
porque si no, ¿cómo iba a estar en contacto con Greyback y darle órdenes?
—Da que sospechar —admitió Hermione en voz baja—. A menos que...
—¡Vamos,  Hermione!  —la  urgió  Harry,  exasperado—.  ¡Esta  vez  tendrás
que reconocerlo!
—Bueno, cabe la posibilidad de que fuera un farol, una falsa amenaza...
—Eres  increíble,  de  verdad  —dijo  Harry  meneando  la  cabeza—.  Ya
veremos quién tiene razón. Tendrás que tragarte lo que has dicho, Hermione
igual  que  el  ministerio.  ¡Ah,  sí!  Y  también  tuve  una  discusión  con  Rufus
Scrimgeour...
Pasaron el resto de la velada sin pelearse, criticando al ministro de Magia,
pues Hermione, como Ron, opinaba que después de todo lo que el ministerio le
había  hecho  pasar  a  Harry  el  año  anterior,  era  una  desfachatez  que  fueran  a
pedirle ayuda.
El  segundo  trimestre  empezó  a  la  mañana  siguiente  con  una  agradable
sorpresa para los alumnos de sexto: por la noche habían colgado un gran letrero
en  los  tablones  de  anuncios  de  la  sala  común  de  cada  una  de  las  casas,  que
anunciaba:
CLASES DE APARICIÓN
Si tienes diecisiete años o vas a cumplirlos antes
del 31 de agosto, puedes apuntarte a un cursillo
de Aparición de doce semanas dirigido por un
instructor de Aparición del Ministerio de Magia.
Se ruega a los interesados
que anoten su nombre en la lista.
Precio: 12 galeones.
Harry  y  Ron  se  unieron  a  los  estudiantes  que  se  apiñaban  alrededor  del
letrero esperando turno para anotar sus nombres. Ron se disponía a inscribirse
después de Hermione cuando Lavender se le acercó por detrás, le tapó los ojos
y  canturreó:  «¡Adivina  quién  soy,  Ro-Ro!»  Hermione  se  marchó  con  aire
ofendido y Harry la siguió, pues no tenía ningunas ganas de quedarse con Ron
y  Lavender,  pero  se  llevó  una  sorpresa  al  ver  que  su  amigo  los  alcanzaba
cuando  ellos  acababan  de  salir  por  el  hueco del  retrato.  Parecía  contrariado  y
tenía  las  orejas  enrojecidas.  Sin  decir  palabra,  Hermione  aceleró  el  paso  para
alcanzar a Neville.
—Bueno, clases de Aparición  —dijo Ron, sin duda tratando de que Harry
no mencionara lo que acababa de pasar—. Será divertido, ¿no?
—No lo sé —repuso Harry—. Quizá sea más cómodo hacerlo solo; cuando
Dumbledore me llevó con él no lo pasé muy bien, la verdad.
—Vaya, no recordaba que tú ya te habías aparecido... Más vale que apruebe
el examen a la primera. Fred y George lo consiguieron.
—Pero Charlie suspendió, ¿verdad?
—Sí, pero como Charlie es más corpulento que yo  —dijo Ron abriendo los
brazos  como  para  abarcar  el  contorno  de  un  gorila—,  los  gemelos  no  se
metieron mucho con él, al menos cuando estaba presente.
—¿Cuándo podremos hacer el examen?
—En  cuanto  hayamos  cumplido  diecisiete  años.  ¡O  sea  que  yo  me
examinaré en marzo!
—Sí, pero no podrás aparecerte aquí, en el castillo —le advirtió Harry.
—Eso  no  importa.  La  gracia  es  que  todo  el  mundo  sepa  que  puedo
aparecerme si quiero.
Ron  no  era  el  único  emocionado  con  las  clases  de  Aparición.  Ese  día  se
habló mucho del  cursillo; el hecho de poder esfumarse y volver a aparecer al
antojo de uno ofrecía a los alumnos un mundo de posibilidades.
—Será genial eso de... —Seamus chasqueó los dedos—. Mi primo Fergus lo
hace continuamente sólo para  fastidiarme; ya veréis cuando yo también pueda
desaparecerme... Le voy a hacer la vida imposible.
Y se emocionó tanto imaginando esa feliz circunstancia que agitó la varita
con  excesivo  entusiasmo  y  en  lugar  de  generar  una  fuente  de  agua  cristalina,
que era el objetivo de la clase de Encantamientos de ese día, hizo aparecer un
chorro de manguera que rebotó en el techo y le dio en plena cara al profesor
Flitwick.
El  profesor  se  secó  con  una  sacudida  de  su  varita  y,  ceñudo,  ordenó  a
Seamus  que  copiara  la  frase  «Soy  un  mago  y  no  un  babuino  blandiendo  un
palo». El chico se quedó un tanto abochornado.
—Harry ya se ha aparecido  —le  susurró Ron—. Dum... bueno, alguien lo
acompañó; Aparición Conjunta, ya sabes.
—¡Anda!  —susurró Seamus, y Dean, Neville y él juntaron un poco más las
cabezas para que su compañero les explicara qué se sentía al aparecerse.
Durante el resto del día, muchos  alumnos de sexto agobiaron a Harry con
preguntas, ansiosos por anticiparse a las sensaciones que experimentarían. Pero
ninguno de ellos se desanimó cuando les contó lo incómodo que era aparecerse,
aunque se sintieron sobrecogidos. Eran casi las ocho de la tarde y Harry todavía
estaba contestando a las preguntas de sus compañeros con pelos y señales. Al
final,  para  no  llegar  tarde  a  su  clase  particular,  se  vio  obligado  a  alegar  que
tenía que devolver sin falta un libro en la biblioteca.
En  el  despacho  de  Dumbledore,  las  lámparas  estaban  encendidas,  los
retratos  de  sus  predecesores  roncaban  suavemente  en  sus  marcos  y  el
pensadero  volvía  a  estar  preparado  encima  de  la  mesa.  El  director  tenía  las
manos  posadas  a  ambos  lados  de  la  vasija;  la  derecha  se  veía  más  negra  y
chamuscada  que  antes.  No  parecía  que  se  le  estuviera  curando,  y  Harry  se
preguntó por enésima vez cómo se habría hecho el anciano profesor una lesión
tan extraña, pero no hizo ningún comentario; Dumbledore le había dicho que
ya  lo  sabría  en  su  momento,  y  ahora  había  otro  asunto  del  que  Harry  quería
hablar.  Pero,  antes  de  que  pudiera  decir  nada  acerca  de  Snape  y  Malfoy,
Dumbledore dijo:
—Tengo entendido que estas Navidades conociste al ministro de Magia.
—Sí. No está muy contento conmigo.
—No —suspiró Dumbledore—. Tampoco está contento conmigo. Debemos
procurar  no  hundirnos  bajo  el  peso  de  nuestras  tribulaciones,  Harry, y  seguir
luchando.
Harry forzó una sonrisa.
—Pretendía  que  le  dijera  a  la  comunidad  mágica  que  el  ministerio  está
realizando una labor maravillosa.
—Fue idea de Fudge, ¿sabes? —comentó Dumbledore sonriendo también—.
Cuando  en  sus  últimos  días  como  ministro  intentaba  por  todos  los  medios
aferrarse a su cargo, quiso hablar contigo con la esperanza de que le ofrecieras
apoyo...
—¿Después  de  todo  lo  que  hizo  el  año  pasado?  —repuso  Harry—.
¿Después de lo de la profesora Umbridge?
—Le dije a Cornelius que lo descartara, pero la idea persistió a pesar de que
él  abandonó  el  ministerio.  Pocas  horas  después  del  nombramiento  de
Scrimgeour,  me  reuní  con  él  y  me  pidió  que  le  organizara  una  entrevista
contigo.
—¡Así que discutieron por eso! —saltó Harry—. Salió en El Profeta.
—Es inevitable que alguna que otra vez  El Profeta  diga la verdad. Aunque
sea sin querer. Sí, ése fue el motivo de nuestra discusión. Pues bien, resulta que
al final Rufus halló la manera de abordarte.
—Me acusó de ser «fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste».
—¡Qué insolencia!
—Le contesté que sí, que lo era.
Dumbledore fue a decir algo, pero cerró la boca. Detrás de Harry, Fawkes, el
fénix,  emitió  un  débil  y  melodioso  quejido.  Entonces  el  muchacho,  reparando
en  que  al  director  se  le  habían  humedecido  los  ojos,  desvió  rápidamente  la
mirada  y  se  quedó  contemplándose  los  zapatos,  abochornado.  Sin  embargo,
cuando Dumbledore habló, no lo hizo con voz quebrada.
—Me conmueves, Harry.
—Scrimgeour quería saber adonde va usted cuando no está en Hogwarts —
continuó Harry, sin apartar la vista de los zapatos.
—Sí, me consta que le encantaría saberlo —repuso Dumbledore con un deje
jovial, y Harry consideró oportuno levantar la mirada—. Incluso ha intentado
espiarme. Tiene gracia. Ordenó a Dawlish que me siguiera. Eso no estuvo nada
bien. Ya me vi obligado a embrujar a ese auror en una ocasión y, lamentándolo
mucho, tuve que hacerlo otra vez.
—Entonces  ¿todavía  no  saben  adonde  va?  —preguntó  Harry  con  la
esperanza de que le revelara esa intrigante cuestión, pero Dumbledore se limitó
a sonreír mirándolo por encima de sus gafas de media luna.
—No, no lo saben, y de momento tampoco es oportuno que lo sepas tú. Y
ahora te sugiero que nos demos prisa, a menos que haya algo más...
—Sí, señor. Quería comentarle algo acerca de Malfoy y Snape.
—Del profesor Snape, Harry.
—Sí, señor. Los oí hablar durante la fiesta del profesor Slughorn... Bueno, la
verdad es que los seguí...
Dumbledore escuchó el relato de Harry con gesto imperturbable. Cuando
terminó, el director guardó silencio unos instantes y luego dijo:
—Gracias por contármelo, pero te sugiero que no te preocupes. No creo que
sea nada relevante.
—¿Que  no  es  relevante?  —repitió  Harry,  incrédulo—.  Profesor,  ¿ha
entendido bien...?
—Sí,  Harry,  estoy  dotado  de  una  extraordinaria  capacidad  mental  y  he
entendido  todo  lo  que  me  has  contado  —lo  cortó  Dumbledore  con  cierta
dureza—.  Creo  que  hasta  podrías  considerar  la  posibilidad  de  que  haya
comprendido más cosas que tú. Agradezco que me lo hayas confiado, pero te
aseguro que no me produce inquietud alguna.
Harry, contrariado, guardó silencio y miró a los ojos a Dumbledore. ¿Qué
estaba pasando? ¿Acaso el director había encomendado a Snape que averiguara
las  actividades  de  Malfoy,  en  cuyo  caso  ya  sabía  todo  cuanto  él  acababa  de
contarle? ¿O sí estaba preocupado por todo eso pero fingía no estarlo?
—Entonces,  señor  —dijo  Harry  procurando  sonar  sereno  y  respetuoso—,
¿sigue usted confiando...?
—Ya fui lo bastante tolerante en otra ocasión al contestar a esa pregunta  —
repuso  Dumbledore  con  un  tono  nada  tolerante—.  Mi  respuesta  no  ha
cambiado.
—Eso parece  —dijo una insidiosa vocecilla; por lo visto, Phineas Nigellus
sólo fingía dormir. Dumbledore no le hizo caso.
—Y ahora, Harry, debo insistir en que nos demos prisa. Tengo cosas más
importantes de que hablar contigo esta noche.
Harry  se  quedó  quieto  intentando  dominar  la  rabia  que  sentía.  ¿Qué
pasaría  si  se  negaba  a  cambiar  de  tema,  o  si  insistía  en  discutir  acerca  de  las
acusaciones que tenía contra Malfoy? Dumbledore meneó la cabeza como si le
hubiera leído el pensamiento.
—¡Ay, Harry, esto pasa a menudo, incluso entre los mejores amigos! Cada
uno está convencido de que lo que dice es mucho más importante que cualquier
cosa que los demás puedan aportar.
—Yo no opino que lo que usted tiene que decirme no sea importante, señor
—puntualizó Harry con rigidez.
—Pues  bien,  estás  en  lo  cierto  porque  lo  es  —repuso  Dumbledore  con
vehemencia—. Hay dos recuerdos más que quiero enseñarte esta noche; ambos
los  obtuve  con  enormes  dificultades,  y  creo  que  el  segundo  es  el  más
trascendental que he logrado recoger.
Harry no hizo ningún comentario; seguía enfadado por cómo habían sido
recibidas sus confidencias, pero no ganaría nada cerrándose en banda.
—Bueno —dijo Dumbledore con voz enérgica—, esta noche retomaremos la
historia de Tom Ryddle, a quien en la pasada clase dejamos a punto de iniciar
su educación  en Hogwarts. Recordarás cómo se emocionó cuando se enteró de
que era mago y rechazó mi compañía para ir al callejón Diagon, y que yo, por
mi  parte,  le  advertí  que  no  podría  seguir  robando  cuando  estuviera  en  el
colegio.
»Pues  bien,  se  inició  el  curso  y  con  él  llegó  Tom  Ryddle,  un  muchacho
tranquilo ataviado con una túnica de segunda mano, que aguardó su turno con
los  otros  alumnos  de  primer  año  en  la  Ceremonia  de  Selección.  El  Sombrero
Seleccionador  lo  envió  a  Slytherin  en  cuanto  le  rozó  la  cabeza  —continuó
Dumbledore, señalando con un floreo de la mano el estante de la pared donde
reposaba,  inmóvil,  el  viejo  Sombrero  Seleccionador—.  Ignoro  cuánto  tardó
Ryddle en enterarse de que el famoso fundador de su casa podía hablar con las
serpientes;  quizá  lo  averiguó  esa  misma  noche.  Estoy  seguro  de  que  esa
revelación lo emocionó aún más e incrementó su autosuficiencia.
»Con  todo,  si  asustaba  o  impresionaba  a  sus  compañeros  de  casa  con
exhibiciones  de  lengua  pársel  en  la  sala  común,  el  profesorado  nunca  tuvo
noticia  de  ello.  No  daba  ninguna  señal  de  arrogancia  ni  agresividad.  Era  un
huérfano  con  un  talento  inusual  y  muy  apuesto,  y,  como  es  lógico,  atrajo  la
atención y las simpatías del profesorado casi desde su llegada. Parecía educado,
apacible y ávido de conocimientos, de modo que causó una impresión favorable
en la mayoría de los profesores.
—¿Usted  no  les  explicó,  señor,  cómo  se  había  comportado  el  día  que  lo
conoció en el orfanato? —preguntó Harry.
—No,  no  lo  hice.  Pese  a  que  él  no  había  dado  muestras  del  menor
arrepentimiento,  cabía  la  posibilidad  de  que  lamentara  cómo  había  actuado
hasta entonces y que hubiera decidido enmendarse. Por ese motivo, decidí darle
una oportunidad.
Dumbledore  hizo  una  pausa  y  miró  inquisitivamente  a  Harry,  que  había
despegado  los  labios  para  decir  algo.  Una  vez  más,  el  director  exhibía  su
tendencia a confiar en los demás a pesar de existir pruebas aplastantes de que
no lo merecían. Pero entonces Harry recordó algo...
—En  realidad  usted  no  se  fiaba  de  él,  ¿verdad,  señor?  El  me  dijo...  El
Ryddle que salió de aquel diario me dijo:
«A Dumbledore nunca le gusté tanto como a los otros profesores.»
—Digamos  que  no  di  por  hecho  que  fuera  digno  de  confianza  —aclaró
Dumbledore—. Como ya te he explicado, decidí vigilarlo bien y eso fue lo que
hice. No puedo afirmar que extrajera mucha información de mis observaciones,
al  menos  al  principio,  porque  Ryddle  era  muy  cauteloso  conmigo;  sin  duda,
tenía la impresión de que, con la emoción del descubrimiento de su verdadera
identidad, me había contado demasiadas cosas. Procuró no volver a revelarme
nada, pero no podía retirar los comentarios que ya se le habían escapado con la
agitación del primer momento, ni la historia que me había explicado la señora
Cole. Sin embargo, tuvo la sensatez de no intentar cautivarme como cautivó a
tantos de mis colegas.
»A medida que pasaba de curso, iba reuniendo a su alrededor a un grupo
de  fieles  amigos;  los  llamo  así  a  falta  de  una  palabra  más  adecuada,  aunque,
como ya te he explicado, es indudable que Ryddle no sentía afecto por ninguno
de  ellos.  Sus  compinches  y  él  ejercían  una  misteriosa  fascinación  sobre  los
demás  habitantes  del  castillo.  Eran  un  grupo  variopinto:  una  mezcla  de
personajes  débiles  que  buscaban  protección,  personajes  ambiciosos  que
deseaban compartir la gloria de otros y matones que gravitaban en torno a un
líder  capaz  de  mostrarles  formas  más  refinadas  de  crueldad.  Dicho  de  otro
modo, eran los precursores de los mortífagos y, de hecho, algunos de ellos se
convirtieron en los primeros mortífagos cuando salieron de Hogwarts.
«Estrictamente  controlados  por  Ryddle,  nunca  los  sorprendieron  obrando
mal, aunque los siete años que pasaron en Hogwarts estuvieron marcados por
diversos  incidentes  desagradables  a  los  que  nunca  se  los  pudo  vincular  de
manera  fehaciente;  el  más  grave  de  esos  incidentes  fue,  por  supuesto,  la
apertura  de  la  Cámara  de  los  Secretos,  que  causó  la  muerte  de  una  alumna.
Como ya sabes, Hagrid fue injustamente acusado de ese crimen.
»No  he  encontrado  muchos  recuerdos  de  la  estancia  de  Ryddle  en
Hogwarts  —continuó Dumbledore mientras  colocaba su marchita mano sobre
el pensadero—. Muy pocos de quienes lo conocieron entonces están dispuestos
a hablar de él porque lo temen demasiado. Lo que sé lo averigüé cuando él ya
había abandonado Hogwarts, después de concienzudos esfuerzos para localizar
a  algunas  personas  a  las  que  creí  que  podría  sonsacar  información,  registrar
antiguos archivos e interrogar a testigos tanto muggles como magos.
»Los  pocos  que  accedieron  a  hablar  me  contaron  que  Ryddle  estaba
obsesionado por sus orígenes. Eso es comprensible, desde luego, puesto que se
había criado en  un orfanato y, como es lógico, quería saber cómo  había ido a
parar allí. Al parecer buscó en vano el rastro de Tom Ryddle sénior en las placas
de  la  sala  de  trofeos,  en  las  listas  de  prefectos  de  los  archivos  del  colegio  e
incluso  en  los  libros  de  historia  de  la  comunidad  mágica.  Finalmente,  se  vio
obligado  a  aceptar  que  su  padre  nunca  había  pisado  Hogwarts.  Creo  que  fue
entonces cuando abandonó de forma definitiva su apellido, adoptó la identidad
de lord Voldemort e inició las indagaciones sobre la familia de su madre, a la
que  hasta  entonces  había  desdeñado;  como  recordarás,  ella  era  la  mujer  que,
según  él,  no  podía  ser  bruja  puesto  que  había  sucumbido  a  la  ignominiosa
debilidad humana de la muerte.
»El  único dato de que disponía era el nombre "Sorvolo"; en el orfanato le
habían  dicho  que  así  se  llamaba  su  abuelo  materno.  Por  fin,  tras  minuciosas
investigaciones en viejos libros de familias de magos, descubrió la existencia de
los descendientes de Slytherin, así que al cumplir los dieciséis años se marchó
para  siempre  del  orfanato,  adonde  iba  todos  los  veranos,  y  emprendió  la
búsqueda de sus parientes, los Gaunt...
Dumbledore se levantó y Harry vio que volvía a sostener una botellita de
cristal llena de recuerdos nacarados que formaban remolinos.
—Me  considero  muy  afortunado  por  haber  recogido  esto  —dijo  mientras
vertía  la  reluciente  sustancia  en  el  pensadero—.  Lo  comprenderás  cuando  lo
hayamos experimentado. ¿Estás preparado, Harry?
Harry se acercó a la vasija de piedra y se inclinó obedientemente hasta que
su cara atravesó la superficie que formaban los recuerdos. Volvió a sentir que se
precipitaba  en  el  vacío,  una  sensación  que  empezaba  a  resultarle  familiar,  y
poco  después  aterrizó  sobre  un  sucio  suelo  de  piedra  en  medio  de  una
oscuridad casi total.
Tardó  unos  segundos  en  reconocer  el  lugar,  y  cuando  lo  consiguió,
Dumbledore  ya  había aterrizado  a  su  lado. Harry  nunca  había  visto  nada tan
sucio  como  la  casa  de  los  Gaunt:  las  telarañas  invadían  el  techo,  una  capa  de
mugre cubría el suelo y encima de la  mesa  había restos de comida podrida y
mohosa  entre  varios  cazos  con  repugnantes  posos.  La  única  luz  era  la  que
proyectaba una vela que ardía parpadeando, colocada a los pies de un hombre
de  cabello  y  barba  tan  largos  que  Harry  no  le  veía  los  ojos  ni  la  boca.  Estaba
desplomado en un sillón, junto al fuego, y al principio Harry pensó que estaba
muerto. Pero entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta y el hombre despertó
sobresaltado; enarboló la varita mágica  que sujetaba con la mano derecha y un
pequeño cuchillo que tenía en la izquierda.
La  puerta  se  abrió  con  un  chirrido.  En  el  umbral,  sosteniendo  una  vieja
lámpara,  apareció  un  muchacho  alto,  pálido,  de  cabello  oscuro  y  rostro
agraciado al que Harry reconoció de inmediato: era Voldemort de adolescente.
Voldemort paseó despacio la mirada por la casucha y descubrió al hombre
sentado en el sillón. Ambos se observaron unos segundos; entonces el hombre
se incorporó tambaleándose y las numerosas botellas que había  esparcidas por
el suelo entrechocaron y tintinearon.
—¡Tú!  —bramó—.  ¡Tú!  —Y  se  lanzó  dando  traspiés  hacia  Ryddle,  con  la
varita y el cuchillo en ristre.
—Quieto —dijo Ryddle en pársel.
El hombre patinó y chocó contra la mesa, tirando varios cazos mohosos  al
suelo.  Entonces  miró  fijamente  a  Ryddle.  Reinó  un  largo  silencio  mientras  se
contemplaban, hasta que el hombre lo rompió.
—¿La hablas?
—Sí,  la  hablo  —contestó  Ryddle.  Dio  unos  pasos  hacia  el  interior  de  la
habitación y dejó que la puerta se cerrara por sí sola detrás de él. Harry no pudo
evitar sentir una mezcla de admiración y envidia por la absoluta falta de miedo
de Voldemort, cuyo rostro sólo expresaba asco y quizá una ligera decepción.
—¿Dónde está Sorvolo? —preguntó.
—Está muerto —contestó el otro—. Murió hace años, ¿no lo sabías?
—Entonces ¿quién eres tú?
—Yo soy Morfin. ¡Morfin!
—¿El hijo de Sorvolo?
—Pues claro.
Morfin se apartó el pelo de la sucia cara para ver mejor a Ryddle, y Harry
vio en su mano derecha el anillo con la piedra negra de Sorvolo.
—Creí que eras ese muggle —susurró Morfin—. Eres igual que ese muggle.
—¿Qué muggle ? —preguntó Ryddle con brusquedad.
—Ese muggle que le gustaba a mi hermana, ese muggle que vive en la gran casa de
más allá —repuso Morfin, y escupió en el suelo entre  ambos—.  Eres igual que él.
Ryddle. Pero él es más viejo que tú, ¿no? Sí, ahora que lo pienso, él es más viejo que tú.
—Morfin parecía un tanto aturdido y se balanceaba un poco; se había  agarrado
al  borde  de  la  mesa  para  no  caerse—.  Él  regresó,  ¿entiendes?  —dijo  como
atontado.
Voldemort  lo  observaba  como  calibrando  sus  posibilidades.  Se  acercó  un
poco más y le dijo:
—¿Ryddle regresó?
—Sí, la abandonó; ¡y bien merecido lo tuvo por haberse casado con un cerdo!  —
respondió Morfin, y volvió a escupir en el suelo—.  ¡Además, antes de fugarse nos
robó!  ¿Dónde  está  el  guardapelo,  eh?  ¿Dónde  está  el  guardapelo  de  Slytherin?  —
Voldemort  no  contestó.  Morfin  se  estaba  enfureciendo  de  nuevo;  enarboló  el
cuchillo y gritó—:  ¡Esa cerda nos deshonró! ¿Y quién eres  tú para  venir  aquí y hacer
preguntas sobre esas cosas? Todo ha terminado, ¿no? Todo ha terminado...
Miró  hacia  otro  lado,  volviendo  a  tambalearse  ligeramente,  y  Voldemort
avanzó unos pasos. Entonces una extraña oscuridad se apoderó de la estancia y
extinguió la lámpara de Voldemort y la vela de Morfin, lo extinguió todo...
Dumbledore  sujetó  con  fuerza  el  brazo  de  Harry  y  ambos  volvieron  a
elevarse hasta llegar al presente. Después de aquella oscuridad impenetrable, la
débil luz dorada del despacho del anciano profesor deslumbre al muchacho.
—¿Ya  está?  —preguntó  Harry,  parpadeando—.  ¿Por  qué  se  ha  quedado
todo a oscuras, qué ha pasado?
—Porque  después  de  eso  Morfin  no  pudo  recordar  nada  —contestó
Dumbledore,  y  le  indicó  que  volviera  a  sentarse—.  Cuando  a  la  mañana
siguiente  despertó,  estaba  tendido  en  el  suelo,  solo.  Pero  el  anillo  de  Sorvolo
había desaparecido.
»Entretanto,  en  Pequeño  Hangleton  una  sirvienta  corría  por  la  calle
principal gritando que había tres cadáveres en el salón de la gran casa: eran los
de  Tom  Ryddle  sénior,  su  padre  y  su  madre.  Las  autoridades  muggles  se
quedaron perplejas. Que yo sepa, todavía no saben cómo murieron los Ryddle,
ya que la maldición Avada Kedavra  no suele dejar lesiones visibles. La excepción
se  halla  en  este  preciso  momento  ante  mí  —añadió  Dumbledore  señalando  la
cicatriz de Harry—. En cambio, el ministerio supo de inmediato que se trataba
de un asesinato triple perpetrado por un mago. También sabían que al otro lado
del valle donde se alzaba la mansión de los Ryddle, vivía un ex presidiario que
odiaba a los muggles y que ya había sido condenado una vez por agredir a una
de las personas que habían encontrado muertas.
»Así  pues,  el  ministerio  llamó  a  declarar  a  Morfin.  Pero  no  necesitaron
interrogarlo,  ni  utilizar  Veritaserum  o  Legeremancia.  Morfin  confesó  de
inmediato ser el autor de los asesinatos y dio detalles que sólo el criminal podía
conocer. Declaró que se sentía orgulloso de haber matado a aquellos muggles y
que  llevaba  años  esperando  que  se  presentara  la  ocasión.  Como  entregó  su
varita, se  demostró  que había sido utilizada para matar a los Ryddle. De modo
que permitió que lo llevaran a Azkaban sin oponer resistencia. Lo único que lo
atormentaba  era  que  hubiera  desaparecido  el  anillo  de  su  padre.  "Me  matará
por haberlo perdido. Me matará por haber perdido su anillo", decía una y otra
vez a sus captores. Y al parecer fue lo único que dijo a partir de ese día, pues
pasó el resto de su vida en Azkaban lamentando la pérdida de la última reliquia
de  Sorvolo.  Morfin  está  enterrado  cerca  de  la  prisión,  junto  con  los  otros
desdichados que expiraron dentro de sus muros.
—¿Voldemort  le  robó  la  varita  mágica  a  Morfin  y  la  utilizó?  —preguntó
Harry enderezándose en el asiento.
—Así  es.  No  tenemos  ningún  recuerdo  que  lo  demuestre,  pero  creo  que
podemos estar casi seguros de lo que pasó: Voldemort le hizo un encantamiento
aturdidor a su tío, le quitó la varita y cruzó el valle hasta «la gran casa de más
allá», donde asesinó al muggle que había abandonado a Mérope y, por si acaso,
mató también a  sus abuelos muggles, de modo que destruyó por completo el
indigno linaje de  los  Ryddle y se vengó del padre que nunca lo  quiso. Luego
regresó  a  la  casucha  de  los  Gaunt,  realizó  unos  complejos  conjuros  para
implantar un falso recuerdo en la mente de su tío, dejó la varita de Morfin junto
a su propietario, que estaba inconsciente, se guardó el antiguo anillo que éste
llevaba puesto y se marchó.
—¿Y Morfin no se dio cuenta de que no lo había hecho él?
—No,  nunca  —dijo  Dumbledore—.  Hizo  una  confesión  detallada  y
jactanciosa.
—¡Pero  si  Morfin  siempre  conservó  el  recuerdo  de  su  conversación  con
Voldemort!
—Así es, pero hicieron falta arduas sesiones de experta Legeremancia para
recuperar  dicho  recuerdo  —aclaró  Dumbledore—.  Además,  ¿por  qué  iba
alguien  a  ahondar  más  en  la  mente  de  Morfin  si  él  ya  había  confesado  el
crimen? Sin embargo, conseguí realizarle una visita en sus últimas semanas de
vida,  cuando  yo  trataba  de  descubrir  todo  lo  posible  acerca  del  pasado  de
Voldemort. Me costó  mucho extraer ese recuerdo, y al ver su contenido intenté
que liberaran a Morfin de Azkaban. Pero, antes de que el ministerio tomase una
decisión, murió.
—¿Cómo es posible que el ministerio no se diera cuenta de que Voldemort
le  había  hecho  todo  eso  a  Morfin?  —preguntó  Harry  con  un  matiz  de
reproche—. Entonces él era menor de edad, ¿no? ¡Creía que el ministerio podía
detectar la magia realizada por menores de edad!
—Tienes parte de razón: el ministerio es capaz de detectar la magia, pero
no  a  su  autor.  Recuerda  que  te  acusaron  de  realizar  un  encantamiento
levitatorio que en realidad había realizado...
—Dobby —gruñó Harry; esa injusticia todavía le dolía—. Entonces, si eres
menor de edad y haces magia en la casa de un mago o una bruja adultos, ¿el
ministerio no sabe que has sido tú?
—No pueden saber quién ha realizado la magia —confirmó Dumbledore, y
sonrió  al  ver  la  indignación  de  Harry—.  Confían  en  que  los  padres  magos
hagan cumplir las leyes a sus hijos mientras vivan bajo su techo.
—¡Vaya tontería! —dijo Harry con desdén—. ¡Mire lo que pasó en este caso,
mire lo que le pasó a Morfin!
—Estoy de acuerdo contigo  —convino Dumbledore—. Fuera lo que fuese
Morfin,  no  merecía  morir  como  murió,  acusado  de  unos  asesinatos  que  no
cometió. Pero se está haciendo tarde, y antes de que nos separemos quiero que
veas el segundo recuerdo...
Dumbledore se sacó otra ampolla de cristal de un bolsillo interior y Harry
se  calló  de  inmediato  porque  recordó  que  había  anunciado  que  ése  era  el
recuerdo  más  importante  de  cuantos  había  recogido.  Harry  se  dio  cuenta  de
que  al  director  le  costaba  vaciar  el  contenido  en  el  pensadero,  como  si  se
hubiera espesado ligeramente. ¿Acaso caducaban los recuerdos?
—Éste no nos llevará mucho tiempo —dijo Dumbledore cuando finalmente
consiguió  vaciar  la  ampolla—.  Volveremos  enseguida.  Acércate  al  pensadero,
Harry...
El  muchacho  volvió  a  atravesar  la  superficie  plateada  y  esta  vez  aterrizó
delante  de  un  hombre  al  que  reconoció  de  inmediato:  Horace  Slughorn,  pero
mucho más joven.
Harry estaba tan acostumbrado a la calva del profesor que  le desconcertó
un  poco  verlo  con  una  mata  de  tupido  y  brillante  cabello  de  color  pajizo;
parecía  que  le  hubieran  puesto  un  tejado  de  paja  en  la  cabeza,  pero  en  la
coronilla ya tenía una reluciente calva del tamaño de un galeón; por lo demás,
el bigote, menos poblado que el que Harry veía en el presente, era rubio rojizo.
Slughorn no estaba tan gordo en sus años mozos, aunque los botones dorados
del chaleco con ricos bordados soportaban cierta tensión. Estaba repantigado en
un  cómodo  sillón  de  orejas  y  apoyaba  los  pequeños  pies  en  un  puf  de
terciopelo; en una mano tenía una copita de vino y con la otra rebuscaba en una
caja de piña confitada.
Harry  echó  un  vistazo  mientras  Dumbledore  aparecía  a  su  lado  y
comprendió  que  se  encontraban  en  el  despacho  de  Slughorn.  Había  media
docena de adolescentes sentados alrededor del profesor, en asientos más duros
o  más  bajos  que  el  suyo.  Harry  reconoció  al  instante  a  Ryddle:  con  la  mano
derecha  apoyada  perezosamente  en  el  brazo  de  su  butaca,  era  el  que  parecía
más relajado de todos y su rostro, el más atractivo. Harry dio un respingo al ver
que llevaba el anillo de oro con la piedra negra de Sorvolo, pues eso significaba
que ya había matado a su padre.
—¿Es cierto que la profesora Merrythought se retira, señor?  —preguntó en
ese momento Ryddle.
—¡Ay,  Tom!  Aunque  lo  supiera  no  podría  decírtelo  —contestó  Slughorn
haciendo un gesto reprobatorio con  el dedo índice  cubierto  de almíbar, aunque
estropeó ligeramente el efecto al guiñarle un ojo al muchacho—. Desde  luego,
me gustaría saber de dónde obtienes la información,  chico; estás más enterado
que  la  mitad  del  profesorado,  te  lo  aseguro.  —Ryddle  sonrió  y  los  otros
muchachos  rieron  y  le  lanzaron  miradas  de  admiración—.  Claro,  con  tu
asombrosa  habilidad  para  saber  cosas  que  no  deberías  saber  y  con  tus
meticulosos halagos a la gente importante... Por cierto, gracias por la piña; has
acertado,  es  mi  golosina  favorita.  Mientras  varios  alumnos  reían
disimuladamente,  pasó  algo  muy  extraño:  de  pronto  la  habitación  se  llenó  de
una  espesa  niebla  blanca,  de  modo  que  Harry  no  veía  más  que  la  cara  de
Dumbledore, que estaba de pie a su lado. Entonces la voz de Slughorn resonó a
través de la niebla, exageradamente fuerte:
—...Te echarás a perder, chico, ya verás.
La  niebla  se  disipó  con  la  misma  rapidez  con  que  había  aparecido,  y,  sin
embargo, nadie hizo ninguna alusión a lo ocurrido ni puso cara de que acabara
de pasar algo inusual. Desconcertado, Harry miró alrededor al mismo tiempo
que un pequeño reloj dorado que había encima de la mesa de Slughorn daba las
once.
—Madre mía, ¿ya es tan tarde?  —se extrañó el profesor—. Será mejor que
os  marchéis,  chicos,  o  tendremos  problemas.  Lestrange,  si  no  me  entregas  tu
redacción mañana, no me quedará más remedio que castigarte. Y lo mismo te
digo a ti, Avery.
Slughorn se levantó del sillón y llevó su copa vacía a la mesa mientras los
muchachos salían del despacho. Ryddle, sin embargo, no se marchó enseguida.
Harry  comprendió  que  se  entretenía  a  propósito  para  quedarse  a solas  con  el
profesor.
—Date prisa, Tom  —dijo Slughorn al volverse y ver que seguía allí—. No
conviene  que  te  sorprendan  levantado  a  estas  horas  porque,  además,  eres
prefecto...
—Quería preguntarle una cosa, señor.
—Pregunta lo que quieras, muchacho, pregunta...
—¿Sabe usted algo acerca de los Horrocruxes, señor?
Y sucedió de nuevo: la densa niebla llenó la habitación y Slughorn y Ryddle
desaparecieron;  en  ese  momento  Harry  sólo  veía  a  Dumbledore,  que  sonreía
con  serenidad  a  su  lado.  Entonces  la  voz  de  Slughorn  volvió  a  resonar
extrañamente:
—¡No  sé nada de los Horrocruxes, y si supiera algo tampoco te lo diría! ¡Y ahora
sal de aquí enseguida y que no vuelva a oírte mencionarlos!
—Bueno,  ya  está  —anunció  Dumbledore  con  placidez—.  Ya  podemos
marcharnos.
Los pies de Harry se despegaron del suelo y, segundos después, pisaron de
nuevo la alfombra que había delante de la mesa de Dumbledore.
—¿Eso es todo? —preguntó Harry sin comprender.
Dumbledore había manifestado que ése era el recuerdo más importante que
había  obtenido,  pero  el  muchacho  no  entendía  qué  era  eso  tan  significativo.
Aquella niebla era rara, desde luego, y también el hecho de que nadie pareciera
reparar en ella, pero, por lo demás, no había ocurrido nada salvo que Ryddle
había formulado una pregunta y no había recibido respuesta.
—Como  quizá  hayas  deducido  —explicó  Dumbledore  mientras  volvía  a
sentarse a su mesa—, ese recuerdo ha sido alterado.
—¿Alterado? —repitió Harry, y también él se sentó.
—En efecto. El profesor Slughorn ha retocado sus propios recuerdos.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Creo  que  porque  se  avergüenza  de  lo  que  recuerda.  Ha  intentado
modificar su memoria para mostrar una imagen mejor de sí mismo, borrando
las partes que no quiere que yo vea. Como habrás comprobado, lo ha hecho de
un  modo  muy  rudimentario,  pero  tanto  mejor  porque  eso  demuestra  que  el
verdadero recuerdo sigue allí, bajo las alteraciones.
»Y ahora, por primera vez te voy a mandar deberes. Tendrás que convencer
al profesor Slughorn de que te revele el recuerdo real, que sin duda tendrá para
nosotros una importancia crucial.
Harry lo miró a los ojos.
—No  lo  entiendo,  señor  —dijo  con  el  tono  más  respetuoso  de  que  fue
capaz—.  Usted  no  me  necesita.  Podría  utilizar  la  Legeremancia  o  el
Veritaserum...
—El  profesor  Slughorn  es  un  mago  extremadamente  hábil  y  estará
preparado  para  ambas  cosas  —replicó  Dumbledore—.  Es  mucho  más
consumado  en  Oclumancia  que  el  pobre  Morfin  Gaunt,  y  me  sorprendería
mucho que no llevara encima un antídoto de Veritaserum desde el día que le
sonsaqué ese falso recuerdo.
»Opino que sería una tontería intentar arrancarle la verdad por la fuerza,
pues  eso  podría  resultar  contraproducente;  no  quiero  que  se  marche  de
Hogwarts. Sin embargo, tiene su punto débil, como todos nosotros, y creo que
tú  eres  la  persona  adecuada  para  minar  sus  defensas.  Es  fundamental  que
conservemos  el  recuerdo  real,  Harry.  Hasta  qué  punto  es  importante  sólo  lo
sabremos cuando lo hayamos visto. Así que buena suerte... y buenas noches.
Un  tanto  sorprendido  por  esa  despedida  tan  brusca,  Harry  se  puso
rápidamente en pie.
—Buenas noches, señor.
Cuando  cerró  la  puerta  tras  él,  oyó  con  claridad  a  Phineas  Nigellus
diciendo:
—No  entiendo  por  qué  el  chico  puede  hacerlo  mejor  que  usted,
Dumbledore.
—No  espero  que  lo  entiendas,  Phineas  —replicó  Dumbledore,  y  Fawkes
emitió otro débil y melodioso lamento.

18
Sorpresas de cumpleaños

Al día siguiente, Harry contó a Ron y Hermione la misión que Dumbledore le
había asignado, aunque lo hizo por separado, pues Hermione seguía negándose
a permanecer en presencia de Ron más tiempo del imprescindible para lanzarle
una mirada de desprecio.
Ron opinó que Harry no iba a tener ningún problema con Slughorn.
—Te adora  —le dijo a la hora del desayuno, mientras movía con apatía el
tenedor con que había pinchado un trozo de huevo frito—. ¿No ves que no te
negaría  nada?  ¡Si  eres  su  pequeño  príncipe  de  las  pociones!  Sólo  tienes  que
quedarte después de la clase y preguntárselo.
En cambio, la visión de Hermione era más pesimista.
—Si Dumbledore no pudo sonsacárselo, es que quiere ocultar a toda costa
lo que ocurrió —dijo en voz baja mientras ambos se hallaban en el patio, vacío y
nevado,  a  la  hora  del  recreo—.  Horrocruxes...  Horrocruxes...  Nunca  he  oído
mencionarlos...
—¿Nunca? Vaya.  —Harry estaba decepcionado; tenía la esperanza de que
su amiga pudiera darle alguna pista.
—Deben  de  ser  magia  oscura  muy  avanzada.  Si  no,  ¿por  qué  se  habría
interesado  Voldemort  por  ellos?  Me  parece  que  va  a  ser  difícil  obtener  esa
información,  Harry;  tendrás  que  pensar  muy  bien  cómo  abordas  a  Slughorn,
preparar una estrategia...
—Ron dice que con sólo quedarme después de la clase de Pociones de esta
tarde...
—Vale,  si  eso  opina  Ro-Ro,  será  mejor  que  le  hagas  caso  —replicó
Hermione enfureciéndose—. Al fin y al cabo, ¿alguna vez ha fallado el criterio
de Ro-Ro?
—Hermione, ¿no puedes...?
—¡Pues no! —replicó ella, y se marchó muy enfadada dejando a Harry solo
y hundido hasta los tobillos en la nieve.
Últimamente, las clases de Pociones resultaban un poco incómodas porque
los tres amigos tenían que sentarse juntos. Ese día, ella se llevó el  caldero a la
otra punta de la mesa para estar cerca de Ernie, e ignoró a los otros dos chicos.
—¿Qué has hecho?  —le susurró Ron a Harry mientras observaba el altivo
perfil de Hermione.
Pero, antes de que Harry contestara, Slughorn pidió silencio a sus alumnos.
—¡Callaos, por favor, callaos! ¡Deprisa, esta tarde tenemos mucho trabajo!
Tercera Ley de Golpalott... ¿Quién la sabe? ¡La señorita Granger, cómo no!
—La  Tercera  Ley  de  Golpalott  establece  que  el  antídoto  para  un  veneno
confeccionado con diversos componentes es igual a algo más que la suma de los
antídotos  de  cada  uno  de  sus  diversos  componentes  —recitó  Hermione  de
carrerilla.
—¡Exacto!  —exclamó  Slughorn,  eufórico—.  ¡Diez  puntos  para  Gryffindor!
Pues bien, si damos por válida esa ley...
Harry tendría que confiar en la aprobación de Slughorn y dar por válida la
Tercera  Ley  de  Golpalott,  porque  no  había  entendido  nada.  Y  nadie  excepto
Hermione pareció entender tampoco lo que Slughorn dijo a continuación.
—...lo  cual  significa,  como  es  evidente,  que  suponiendo  que  hayamos
conseguido identificar correctamente los ingredientes de la poción mediante el
revelahechizos  de  Scarpin,  nuestro  principal  objetivo  no  es  seleccionar  los
antídotos de cada uno de esos ingredientes (tarea relativamente sencilla), sino
encontrar  un  componente  adicional  que,  mediante  un  proceso  casi  alquímico,
transforme esos elementos dispares...
Ron,  con  la  boca  entreabierta,  estaba  garabateando  distraídamente  en  su
nuevo  ejemplar  de  Elaboración  de  pociones  avanzadas.  Cada  dos  por  tres  se  le
olvidaba que ya no podía esperar que Hermione lo sacara del apuro cuando no
entendía lo que un profesor explicaba.
—...  así  pues  —terminó  Slughorn—,  quiero  que  cada  uno  de  vosotros  se
levante  y  coja  una  de  estas  ampollas  de  mi  mesa.  Tenéis  que  preparar  un
antídoto del veneno que contienen antes de que termine la clase. ¡Buena suerte,
y no olvidéis poneros los guantes protectores!
Hermione ya se había levantado e iba hacia la mesa de Slughorn antes de
que  el  resto  de  la  clase  se  hubiera  dado  cuenta  de  que  tenía  que  ponerse  en
movimiento.  Cuando  Harry,  Ron  y  Ernie  regresaron  a  la  mesa,  cada  uno  con
una ampolla, ella ya había vaciado el contenido de la suya en el caldero y estaba
encendiendo el fuego para calentarlo.
—Es una pena que el príncipe no pueda ayudarte mucho con esto, Harry —
comentó  alegremente  al  incorporarse—.  Esta  vez  tienes  que  entender  los
principios  que  actúan  en  el  proceso.  ¡No  te van  a  servir  las  carambolas  ni  los
trucos!
Harry,  molesto,  destapó  el  veneno  que  había  cogido  de  la  mesa  de
Slughorn, que era de un rosa chillón, lo vertió en su caldero y encendió el fuego.
No  tenía  ni  la  más  remota  idea  de  cómo  seguir.  Entonces  miró  a Ron,  que  se
había quedado de pie con cara de idiota después de imitar lo poco que había
hecho Harry.
—¿Seguro que el príncipe no puede darte ninguna pista? —le susurró.
Harry  sacó  su  inseparable  ejemplar  de  Elaboración  de  pociones  avanzadas  y
buscó  el  capítulo  de  los  antídotos.  Encontró  la  Tercera  Ley  de  Golpalott,
formulada palabra por palabra como Hermione la había recitado, pero no había
ni una sola anotación del príncipe que descifrara su significado. Al parecer, el
misterioso personaje, al  igual que Hermione, no había tenido ningún  problema
para entenderla.
—Nada —dijo Harry con pesimismo.
Hermione agitaba con entusiasmo su varita encima del caldero. Pero, por
desgracia, ellos no podían copiar su hechizo: Hermione había progresado tanto
en conjuros no verbales que no necesitaba pronunciar las palabras en voz alta.
Sin embargo, Ernie Macmillan murmuró sobre su caldero: «¡Specialis revelio!», y
como  sus  palabras  les  sonaron  rimbombantes,  Harry  y  Ron  se  apresuraron  a
imitarlo.
Harry sólo tardó cinco minutos en darse cuenta de que su fama de mejor
elaborador de pociones de su curso se estaba resintiendo seriamente: Slughorn
se acercó a su caldero al dar la primera vuelta por la mazmorra, preparado para
lanzar sus habituales exclamaciones de satisfacción, pero se apartó a toda prisa
tosiendo, repelido por el olor a huevos podridos. La expresión de Hermione no
pudo  ser  más  petulante;  era  evidente  que  le  fastidiaba  muchísimo  que  hasta
entonces  Harry  la  hubiera  superado  en  las  clases  de  Pociones.  La  muchacha
empezó  a  trasvasar  los  diferentes  ingredientes  de  su  poción,  misteriosamente
separados, a diez ampollas de cristal. Para  no tener que contemplar esa imagen
irritante,  Harry  se  inclinó  sobre  el  libro  del  Príncipe  Mestizo  y  pasó  unas
páginas con excesiva brusquedad.
Y  de  pronto  lo  encontró,  garabateado  encima  de  una  larga  lista  de
antídotos: «Se le mete un bezoar por el gaznate.»
Harry se quedó mirando las palabras un instante. ¿No había oído hablar de
bezoares,  quizá  hacía  mucho  tiempo?  ¿No  los  había  mencionado  Snape  en  su
primera clase de Pociones? «Una piedra sacada del estómago de una cabra, que
protege de casi todos los venenos.»
No  era  una  respuesta  al  problema  de  Golpalott,  y  si  esa  clase  estuviera
dándola Snape, Harry no se habría atrevido a poner en práctica su ocurrencia,
pero aquél era un momento crítico y exigía medidas drásticas. Se dirigió a toda
prisa hacia el armario del material y rebuscó en él; apartó cuernos de unicornio
y marañas de hierbas  secas hasta que, al fondo, encontró una pequeña caja de
cartón con el rótulo «Bezoares».
La abrió en el preciso instante en que Slughorn anunciaba: «¡Os quedan dos
minutos!» Dentro había media docena de piedras resecas de color marrón que
más  parecían  riñones  disecados.  Agarró  una,  devolvió  la  caja  al  armario  y
regresó rápidamente a su caldero.
—¡Tiempo! —exclamó Slughorn con tono cordial—. ¡Vamos a ver qué tal lo
habéis hecho! ¿Qué puedes enseñarme, Blaise?
Poco a poco, Slughorn circuló alrededor del aula examinando los diversos
antídotos.  Ningún  alumno  había  terminado  el  trabajo,  aunque  Hermione
intentó meter unos ingredientes más en su  botella antes de que se le acercara
Slughorn;  Ron  se  había  rendido  por  completo  y  se  limitaba  a  intentar  no
respirar  los  hediondos  vapores  que  rezumaba  su  caldero,  y  Harry  se  quedó
esperando de pie, con el bezoar oculto en una mano ligeramente sudada.
Slughorn  se  dirigió  a  la  mesa  de  Harry  y  sus  amigos  en  último  lugar.  El
profesor  olfateó  la  poción  de  Ernie  y  después  la  de  Ron,  de  la  que  se  apartó
rápidamente con una mueca de asco.
—¿Y tú, Harry? —dijo luego—. ¿Con qué vas a sorprenderme hoy?
Harry extendió el brazo, con el bezoar en la palma de la mano.
Slughorn miró la piedra varios segundos. Por un instante Harry temió que
fuera a reprenderlo. Pero entonces el profesor echó la cabeza atrás y soltó una
carcajada.
—¡Qué cara tienes, muchacho!  —dijo, y sostuvo en alto el bezoar para que
los  demás  lo  viesen—.  ¡Eres  igual  que  tu  madre!  ¡Y te  has  salido  con  la  tuya!
¡Desde luego, un bezoar actuaría como antídoto de todas esas pociones!
Hermione,  que  tenía  el  rostro  perlado  de  sudor  y  la  nariz  manchada  de
hollín, se puso lívida. Todavía no había terminado su antídoto compuesto por
cincuenta  y  dos  ingredientes  (entre  ellos  un  trozo  de  su  propio  cabello),  que
borboteaba  con  lentitud  detrás  de  Slughorn.  Pero  éste  sólo  tenía  ojos  para
Harry.
—Y  eso  del  bezoar  se  te  ha  ocurrido  a  ti  sólito,  ¿no,  Harry?  —musitó
Hermione.
—¡He aquí el espíritu individualista que necesita el auténtico elaborador de
pociones! —exclamó Slughorn con jovialidad antes de que Harry respondiese—.
Igual que su madre, que también tenía esa intuición para prepararlas. No cabe
duda de que la has heredado de Lily. Sí, Harry, en efecto, si tuvieras un bezoar
a  mano  te  sacaría  del  apuro,  aunque,  como  no  son  efectivos  con  todos  los
venenos y es difícil encontrarlos, vale la pena saber preparar antídotos...
La  única  persona  presente  que  parecía  más  enfadada  que  Hermione  era
Malfoy. A Harry le encantó ver que se había manchado con una sustancia que
parecía vómito de gato. Sin embargo, el timbre sonó antes de que ninguno de
los  dos  pudiera  expresar  su  rabia  porque  Harry  hubiese  obtenido  el  mejo r
resultado sin hacer nada.
—¡Ya  podéis  recoger!  —anunció  Slughorn—.  ¡Y  diez  puntos  más  para
Gryffindor por semejante descaro!
Sin dejar de sonreír satisfecho, Slughorn fue andando como un pato hasta
su mesa, que presidía la mazmorra.
Harry se entretuvo adrede en guardar sus cosas en la mochila. Ni Ron ni
Hermione,  que  parecían  muy  disgustados,  le  desearon  suerte  antes  de
marcharse. Finalmente, Harry y Slughorn se quedaron solos en el aula.
—Date prisa, Harry, o llegarás tarde a tu próxima clase  —le dijo Slughorn
con  tono  afable  mientras  ajustaba  los  cierres  de  oro  de  su  maletín  de  piel  de
dragón.
—Señor  —repuso  Harry,  y  no  pudo  evitar  acordarse  de  Voldemort—,
quería preguntarle una cosa.
—Pues pregunta lo que quieras, chico, pregunta...
—Señor, ¿podría decirme qué son los Horrocruxes?
Slughorn se quedó helado y contrajo su redondeado rostro. Se humedeció
los labios y dijo con voz ronca:
—¿Qué has dicho?
—Le he preguntado si sabe qué son los Horrocruxes, señor. Verá, es que...
—Esto  es  un  encargo  de  Dumbledore  —susurró  Slughorn,  ya  no  con  voz
jovial sino con miedo y alarma. Metió  una mano en el bolsillo de la pechera y
sacó  un  pañuelo  con  el  que  se  secó  la  frente—.  Dumbledore  te  ha  enseñado
ese... ese recuerdo —añadió—. ¿No es así?
—Sí —confirmó Harry tras decidir que era mejor no mentir.
—Sí, claro  —repuso Slughorn con serenidad mientras seguía secándose el
pálido  rostro—.  Claro...  Bueno,  si  has  visto  ese  recuerdo,  Harry,  ya  debes  de
saber que yo no sé nada, nada —enfatizó—, acerca de los Horrocruxes.
Y,  tras  coger  su  maletín  de  piel  de  dragón,  se  guardó  el  pañuelo  en  el
bolsillo y se dirigió a la puerta.
—Señor —dijo Harry a la desesperada—, es que pensé que quizá recordara
usted algo más...
—¿Ah,  sí?  Pues  te  equivocaste,  ¿entendido?  ¡Te  equivocaste!  —gritó
Slughorn,  y,  antes  de  que  Harry  pudiera  añadir  una  palabra  más,  cerró  la
mazmorra de un portazo.
Ni Ron ni Hermione se mostraron comprensivos con Harry cuando éste les
informó  de  la  desastrosa  entrevista.  Ella  todavía  rabiaba  por  cómo  había
triunfado  sin  hacer  el  trabajo  honradamente  y  Ron  no  le  perdonaba  que  no
hubiera cogido otro bezoar para él.
—¡Habría  sido  una  estupidez  que  los  dos  hiciéramos  lo  mismo!  —
argumentó  Harry—.  Mira,  tenía  que  engatusarlo  un  poco  para  interrogarlo
acerca  de  Voldemort,  ¿entiendes?  ¡Vamos,  Ron,  contrólate!  —añadió,
exasperado, al ver que Ron hacía una mueca al oír ese nombre.
Contrariado  por  su  fracaso  y  la  actitud  de sus  amigos,  Harry  pasó  varios
días reflexionando sobre qué hacer con Slughorn y decidió que, de momento,
permitiría que creyera que se había olvidado de los Horrocruxes; era mejor que
el profesor bajara la guardia antes de volver al ataque.
Como consecuencia de ello, Slughorn volvió a dedicarle el trato afectuoso
de  siempre  y  pareció  olvidarse  del  asunto.  El  muchacho  esperaba  que  lo
invitase a alguna de sus fiestecillas nocturnas, pues esta vez aceptaría aunque
tuviera  que  cambiar  el  horario  de  los  entrenamientos  de  quidditch.  Sin
embargo,  y  por  desgracia,  la  invitación  no  llegaba.  Harry  lo  comentó  con
Hermione  y  Ginny  y  supo  que  ni  ellas  ni  nadie  habían  vuelto  a  recibir
invitación alguna. Eso tal vez significaba que Slughorn no se había olvidado del
asunto,  como  aparentaba,  sino  que  estaba  decidido  a  no  darle  más
oportunidades de hacerle preguntas.
Entretanto,  por  primera  vez  la  biblioteca  de  Hogwarts  no  satisfizo  la
curiosidad  de  Hermione.  Estaba  tan  asombrada  que  incluso  se  le  olvidó  su
enfado con Harry por haber hecho trampa con el bezoar.
—¡No  he  encontrado  ni  una  sola  explicación  de  para  qué  sirven  los
Horrocruxes!  —le confesó—. ¡Ni una! He buscado en la Sección Prohibida y en
los libros más espantosos, que te indican cómo preparar pociones horripilantes,
¡y nada! Lo único que he encontrado es esto, en la introducción de  Historia del
Mal,  escucha:  «Del  Horrocrux,  el  más  siniestro  de  los  inventos  mágicos,  ni
hablaremos ni daremos datos»... A ver, entonces ¿por qué lo mencionan?  —se
preguntó,  impaciente,  antes  de  cerrar  de  golpe  el  viejo  libro,  que  soltó  un
lúgubre quejido—. ¡Va, cállate! —le espetó, y se lo guardó en la mochila.
Al llegar febrero la nieve se fundió en los alrededores del colegio, pero la
sustituyó un tiempo frío y lluvioso muy desalentador. Había unas nubes bajas
de  color  entre  gris  y  morado  suspendidas  sobre  el  castillo,  y  una  constante  y
gélida  lluvia  convertía  los  jardines  en  un  lugar  fangoso  y  resbaladizo.  A
consecuencia de las condiciones climáticas, la primera clase de Aparición de los
alumnos  de  sexto,  programada  para  un  sábado  por  la  mañana  a  fin  de  que
nadie se perdiera ninguna clase ordinaria,  no se celebró en los jardines sino en
el Gran Comedor.
Cuando  Harry  y  Hermione  llegaron  al  comedor  (Ron  había  bajado  con
Lavender), vieron que las mesas habían desaparecido. La lluvia repicaba en las
altas  ventanas  y  las  nubes  formaban  amenazadores  remolinos  en  el  techo
encantado  mientras  los  alumnos  se  congregaban  alrededor  de  los  profesores
McGonagall, Snape, Flitwick y Sprout, los jefes de cada una de las casas, y de
un  mago  de  escasa  estatura  que  Harry  supuso  era  el  instructor  de  Aparición
enviado por  el ministerio. Tenía un rostro extrañamente desprovisto de color,
pestañas  transparentes,  cabello  ralo  y  un  aire  incorpóreo,  como  si  una  simple
ráfaga  de  viento  pudiese  tumbarlo.  Harry  se  preguntó  si  sus  continuas
apariciones y desapariciones habrían mermado de algún modo su esencia, o si
esa fragilidad era ideal para alguien que se propusiera esfumarse.
—Buenos días —saludó el mago ministerial cuando hubieron llegado todos
los estudiantes y después de que los jefes de las casas impusieran silencio—. Me
llamo Wilkie Twycross y seré vuestro instructor de Aparición durante las doce
próximas  semanas.  Espero  que  sea  tiempo  suficiente  para  que  adquiráis  las
nociones de Aparición necesarias...
—¡Malfoy, cállate y presta atención! —gruñó la profesora McGonagall.
Todos  volvieron  la  cabeza.  Malfoy,  levemente  ruborizado,  se  apartó  a
regañadientes de Crabbe, con quien al parecer estaba discutiendo en voz baja.
Snape  puso  cara  de  enfado,  pero  Harry  sospechó  que  no  se  debía  a  la
impertinencia de Malfoy sino al hecho de que McGonagall hubiera regañado a
un alumno de su casa.
—...y  para  que  muchos  de  vosotros  podáis,  después  de  este  cursillo,
presentaros  al  examen  —continuó  Twycross,  como  si  no  hubiera  habido
ninguna  interrupción—.  Como  quizá  sepáis,  en  circunstancias  normales  no  es
posible aparecerse o desaparecerse en Hogwarts. Pero el director ha levantado
ese sortilegio durante una hora, exclusivamente dentro del Gran Comedor, para
que practiquéis. Permitid que insista en que no tenéis permiso para apareceros
fuera  de  esta  sala  y  que  no  es  conveniente  que  lo  intentéis.  Bien,  ahora  me
gustaría que os colocarais dejando un espacio libre de un metro y medio entre
cada uno de vosotros y la persona que tengáis delante.
A  continuación  se  produjo  un  considerable  alboroto  cuando  los  alumnos,
entrechocándose, se separaron e intentaron apartar a los demás de su espacio.
Los  jefes  de  las  casas  se  pasearon  entre  ellos,  indicándoles  cómo  situarse  y
solucionando discusiones.
—¿Adonde vas, Harry? —preguntó Hermione.
Pero  él  no  contestó;  moviéndose  deprisa  entre  el  gentío,  pasó  cerca  del
profesor Flitwick, quien con voz chillona intentaba colocar a unos alumnos de
Ravenclaw  que  querían  estar  en  las  primeras  filas;  pasó  también  cerca  de  la
profesora Sprout, que apremiaba a los de Hufflepuff  para que formasen la fila;
y  por  fin,  tras  esquivar  a  Ernie  Macmillan,  consiguió  situarse  al  fondo  del
grupo, detrás de Malfoy, que con cara de malas pulgas aprovechaba el alboroto
para continuar su discusión con Crabbe, aunque guardaba el metro y medio de
distancia con su compañero.
—No puedo decirte cuándo, ¿vale? —le soltó Malfoy, sin percatarse de que
Harry se hallaba detrás de él—. Me está llevando más tiempo del que creía.  —
Crabbe fue a replicar, pero Malfoy se le adelantó—: Óyeme bien, lo que yo esté
haciendo no es asunto tuyo. ¡Goyle y tú limitaos a hacer lo que os mandan y
seguid vigilando!
—Yo  les  cuento  a  mis  amigos  lo  que  estoy  tramando  cuando  quiero  que
vigilen por mí —dijo Harry lo bastante fuerte para que lo oyera Malfoy.
Este  se  dio  la  vuelta  y  se  llevó  una  mano  hacia  su  varita,  pero  en  ese
momento  los  cuatro  jefes  de  las  casas  gritaron  «¡Silencio!»  y  los  estudiantes
obedecieron. Malfoy se volvió despacio hacia el frente.
—Gracias —dijo Twycross—. Y ahora...  —Agitó la varita y delante de cada
alumno  apareció  un  anticuado  aro  de  madera—.  ¡Cuando  uno  se  aparece,  lo
que tiene que recordar son las tres D! ¡Destino, decisión y desenvoltura!
»Primer paso: fijad la mente con firmeza en el destino deseado. En este caso,
el interior del aro. Muy bien, haced el favor de concentraros en vuestro destino.
Los  muchachos  echaron  disimulados  vistazos  para  comprobar  si  alguien
obedecía  a  Twycross,  y  luego  se  apresuraron  a  hacer  lo  que  acababa  de
indicarles.  Harry  se  quedó  observando  el  círculo  de  suelo  polvoriento
delimitado por su aro y se esforzó en no pensar en nada más. Pero le resultó
imposible porque no podía dejar de cavilar sobre qué tramaba Malfoy, para lo
cual, además, necesitaba centinelas.
—Segundo paso  —dijo Twycross—: ¡centrad vuestra  decisión  en ocupar el
espacio  visualizado!  ¡Dejad  que  el  deseo  de  entrar  en  él  se  os  desborde  de  la
mente e invada cada partícula del cuerpo!
Harry  miró  de  soslayo  a  sus  compañeros.  A  su  izquierda  tenía  a  Ernie
Macmillan,  que  contemplaba  su  aro  con  tanta  concentración  que  se  estaba
poniendo colorado; parecía querer poner un huevo del tamaño de una quaffle.
Harry contuvo la risa y se apresuró a mirar de nuevo el espacio limitado por su
propio aro.
—Tercer  paso  —anunció  Twycross—:  cuando  dé  la  orden...  ¡girad  sobre
vosotros mismos, sentid cómo os fundís con la nada y moveos con  desenvoltura!
Atentos a mi orden: ¡uno!...
Harry  miró  otra  vez  alrededor  y  comprobó  que  muchos  ponían  cara  de
pánico; seguramente no contaban con tener que aparecerse en la primera sesión
del cursillo.
—... ¡dos!...
Harry  intentó  volver  a  concentrarse  en  el  aro;  ya  ni  se  acordaba  de  qué
significaban las tres D.
—... ¡tres!
Harry giró sobre sí, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Y no fue
el  único.  De  pronto  la  gente  que  llenaba  la  sala  se  tambaleó:  Neville  quedó
tendido boca arriba en el suelo y Ernie Macmillan dio una especie de salto con
pirueta,  se  metió  en  el  aro  y  puso  cara  de  satisfacción  hasta  que  vio  a  Dean
Thomas riéndose a carcajadas de él.
—No  importa,  no  importa  —dijo  Twycross  con  aspereza.  Por  lo  visto  no
esperaba  ningún  resultado  mejor—.  Colocad  bien  vuestros  aros,  por  favor,  y
volved a la posición inicial...
El segundo intento no fue mejor que el primero. El tercero tampoco. Hasta
que en el cuarto pasó algo un poco emocionante. Se oyó un tremendo grito de
dolor  y  todos  volvieron  la  cabeza,  aterrados:  Susan  Bones,  de  Hufflepuff,  se
tambaleaba dentro de su aro, pero la pierna izquierda se le había quedado a un
metro y medio de distancia, en el sitio de su posición original.
Los  jefes  de  las  casas  corrieron  hacia  ella.  Entonces  se  produjo  un  fuerte
estallido acompañado de una bocanada de humo morado; cuando el humo se
disipó,  todos  vieron  a  Susan  sollozando.  Había  recuperado  la  pierna,  pero
estaba muerta de miedo.
—La despartición, o separación involuntaria de alguna parte del cuerpo  —
explicó  Wilkie  Twycross  con  calma—,  se  produce  cuando  la  mente  no  tiene
suficiente  decisión.  Debéis  concentraros  ininterrumpidamente  en  vuestro
destino, y moveros sin prisa pero con desenvoltura... Así.  —Dio unos pasos al
frente, giró con garbo con los brazos extendidos y se esfumó en medio de un
revuelo de la túnica, para aparecer al fondo del comedor—. Recordad las tres D
—insistió—. Venga, volved a intentarlo. Uno... dos... tres...
Pero, una hora después, la despartición de Susan aún era lo más interesante
que había pasado. Sin embargo, Twycross no parecía desanimado. Mientras se
abrochaba la capa, se limitó a decir:
—Hasta  el  próximo  sábado,  y  no  lo  olvidéis:  Destino...  Decisión...
Desenvoltura.
Y  dicho  esto,  agitó  la  varita  para  hacerles  un  hechizo  desvanecedor  a  los
aros y luego salió del Gran Comedor acompañado por la profesora McGonagall.
De  inmediato,  los  muchachos  se  pusieron  a  hablar  y  poco  a  poco  fueron
desfilando hacia el vestíbulo.
—¿Cómo  te  ha  ido?  —preguntó  Ron  alcanzando  a  Harry—.  Yo  creo  que
sentí algo la última vez que lo intenté, como un cosquilleo en los pies.
—Eso quiere decir que las zapatillas te van pequeñas, Ro-Ro —dijo una voz
detrás  de  ellos,  y  Hermione  pasó  a  su  lado  con  la  cabeza  alta  y  una  sonrisa
burlona.
—Pues  yo  no  he  sentido  nada  —reconoció  Harry,  ignorando  la
interrupción—. Pero ahora eso no me importa...
—¿Cómo que no te importa? ¿No quieres aprender a aparecerte? —inquirió
Ron, incrédulo.
—La  verdad  es  que  no  me  preocupa  mucho.  Prefiero  volar.  —Volvió  la
cabeza  para  ver  dónde  estaba  Malfoy  y  aceleró  el  paso  cuando  llegaron  al
vestíbulo—. Oye, date prisa, ¿quieres? Tengo que hacer una cosa...
Ron,  intrigado,  se  apresuró  y  lo  siguió  hasta  la  torre  de  Gryffindor.  No
obstante,  Peeves  los  entretuvo  un  rato,  pues  había  atrancado  una  puerta  del
cuarto piso y no dejaba pasar a nadie que no accediera a prenderse fuego en los
calzoncillos. Al final, Harry y Ron dieron media vuelta y tomaron uno de sus
atajos. Cinco minutos más tarde pasaban por el hueco del retrato.
—¿Piensas  explicarme  lo  que  estamos  haciendo  o  no?  —le  preguntó  Ron,
jadeando ligeramente.
—Por aquí —indicó Harry, y cruzó la sala común guiando a su amigo hasta
la puerta de la escalera de los chicos.
Como Harry esperaba, el dormitorio estaba vacío. Abrió su baúl y empezó
a rebuscar mientras Ron lo observaba con impaciencia.
—Oye, Harry...
—Malfoy  está  utilizando  a  Crabbe  y  Goyle  como  centinelas.  Durante  la
clase de Aparición estaba discutiendo con Crabbe. Quiero saber... ¡Aja!
Lo había encontrado: un trozo de pergamino doblado y aparentemente en
blanco. Harry lo desplegó, lo alisó y le dio unos golpecitos con la varita.
—«¡Juro  solemnemente  que  mis  intenciones  no  son  buenas!»  O  las  de
Malfoy, vaya.
De  inmediato,  el  mapa  del  merodeador  apareció  dibujado  en  la  hoja  de
pergamino.  Era  un  detallado  plano  de  los  pisos  del  castillo,  en  el  que  se  veía
cómo  se  trasladaban  de  un  lugar  a  otro  unos  diminutos  puntos  negros,  cada
uno rotulado con un nombre, que representaban a los habitantes del edificio.
—Ayúdame a encontrar a Malfoy —pidió Harry con urgencia.
Puso el mapa encima de su cama, y los dos amigos se inclinaron sobre él
para buscar a Malfoy.
—¡Aquí!  —exclamó  Ron  poco  después—.  Está  en  la  sala  común  de
Slytherin, mira... Con Parkinson, Zabini, Crabbe y Goyle...
Harry examinó el mapa, decepcionado, pero se recuperó casi de inmediato.
—Bueno, a partir de ahora no voy a perderlo de vista  —prometió—. Y en
cuanto  lo  vea  husmeando  por  ahí  mientras  Crabbe  y  Goyle  montan  guardia
fuera, me pondré la capa invisible e iré a averiguar qué está...
Se interrumpió cuando vio entrar en el dormitorio a Neville, que despedía
un  fuerte  olor  a  tela  chamuscada  y  se  puso  a  buscar  otros  calzoncillos  en  su
baúl.
Pese a su firme determinación de pillar a Malfoy, Harry no tuvo suerte en
las dos semanas siguientes. Aunque consultaba el mapa siempre que podía, en
ocasiones  haciendo  visitas  innecesarias  al  lavabo  entre  clase  y  clase  para
examinarlo, ni una sola vez vio a Malfoy en un sitio sospechoso. En  cambio, sí
vio a Crabbe y Goyle paseando por el castillo, cada uno por su lado, con mayor
frecuencia de la habitual; a veces se detenían en un pasillo vacío, pero Malfoy
no sólo no estaba cerca de ellos, sino que era imposible localizarlo. Eso era muy
misterioso. Harry barajó la posibilidad de que Malfoy saliera del colegio, pero
¿cómo,  si  en  el  colegio  se  habían  instalado  severas  medidas  de  seguridad?
Supuso que todo se debía a que costaba mucho distinguirlo entre los cientos de
puntos negros que aparecían  en el mapa del merodeador. Respecto al hecho de
que Malfoy, Crabbe y Goyle fueran cada uno por su lado, mientras que hasta
entonces  habían  sido  inseparables,  era  algo  que  solía  suceder  cuando  uno  se
hacía mayor: Harry recordó que Ron y Hermione, lamentablemente, ofrecían un
claro ejemplo de ello.
Febrero dejó paso a marzo y el tiempo no cambió mucho, aunque además
de  llover  hacía  más  viento.  Todos  los  estudiantes  manifestaron  indignación
cuando  en  los  tablones  de  anuncios  de  las  casas  apareció  un  letrero  que
informaba sobre la cancelación de la siguiente excursión a Hogsmeade. Ron se
puso furioso.
—¡Iba  a  coincidir  con  mi  cumpleaños!  —exclamó—.  ¡Me  hacía  mucha
ilusión!
—A  mí  no  me  sorprende  que  la  hayan  suspendido,  la  verdad  —dijo
Harry—. Después de lo que le pasó a Katie...
Katie  todavía  no  había  vuelto  de  San  Mungo.  Y  además,  El  Profeta  había
informado de otras desapariciones, entre ellas varios parientes de alumnos de
Hogwarts.
—Pues lo único que ahora podrá motivarme un poco es esa tontería de la
Aparición —refunfuñó Ron—. Menudo regalo de cumpleaños...
Ya llevaban tres sesiones y se estaba demostrando que la Aparición no era
coser y cantar; a lo sumo, algunos estudiantes habían conseguido  despartirse.
Se respiraba un ambiente de frustración y una palpable hostilidad hacia Wilkie
Twycross y sus tres D, lo cual había dado pie a varios apodos para el instructor;
los más educados, don Desastre y doctor Desgracia.
—¡Feliz  cumpleaños,  Ron!  —dijo  Harry  el  primero  de  marzo  cuando  los
ruidos de Seamus y Dean, que se iban a desayunar, los despertaron—. Toma, tu
regalo.
Lanzó un paquete sobre la cama de su amigo, donde ya había un pequeño
montón de obsequios que Harry supuso le habían dejado los elfos domésticos
por la noche.
—Gracias —contestó Ron, adormilado, y mientras desgarraba el envoltorio,
Harry  se  levantó,  abrió  su  baúl  y  buscó  el  mapa  del  merodeador;  siempre  lo
escondía ahí después de utilizarlo. Sacó la mitad del contenido del baúl hasta
que  lo  encontró  debajo  de  los  calcetines,  hechos  una  bola,  donde  todavía
guardaba la botellita de poción de la suerte Felix Felicis.
Se  llevó  el  mapa  a  la  cama,  le  dio  unos  golpecitos  y  pronunció:  «¡Juro
solemnemente que mis intenciones no son buenas!», pero en voz muy baja para
que no lo oyera Neville, que en ese momento pasaba por allí.
—¡Son  fenomenales,  Harry!  ¡Muchas  gracias!  —exclamó  Ron,  agitando
unos guantes de guardián nuevos.
—De  nada  —repuso  Harry,  distraído,  mientras  escudriñaba  el  dormitorio
de Slytherin en busca de Malfoy—. ¡Eh, me parece que no está en la cama...!
Ron no contestó; estaba demasiado ocupado abriendo paquetes y de vez en
cuando soltaba una exclamación de júbilo.
—¡Qué pasada de regalos me han hecho este año!  —se alegró, y sostuvo en
alto  un  pesado  reloj  de  pulsera  de  oro  con  extraños  símbolos  alrededor  de  la
esfera y diminutas estrellas móviles en lugar de manecillas—. ¡Mira lo que me
han enviado mis padres! Jo, me parece que el año que viene también me haré
mayor de edad.
—¡Qué  guapo!  —contestó  Harry  echándole  un  breve  vistazo  al  reloj,  y
siguió examinando atentamente el mapa. ¿Dónde se había metido Malfoy? No
estaba desayunando en la mesa de Slytherin del Gran Comedor, ni con Snape,
que estaba sentado en su despacho, ni en los lavabos, ni en la enfermería...
—¿Quieres uno? —le ofreció Ron con la boca llena, tendiéndole una caja de
calderos de chocolate.
—No,  gracias  —dijo  Harry,  y  levantó  la  cabeza—.  ¡Malfoy  ha  vuelto  a
esfumarse!
—No  puede  ser  —replicó  su  amigo,  y  se  zampó  otro  caldero  mientras  se
levantaba para vestirse—. ¡Vamos, si no te das prisa tendrás que aparecerte con
el estómago vacío! Aunque, ahora que lo pienso, quizá sería más fácil así...  —Se
quedó mirando la caja de calderos de chocolate, pensativo; luego se encogió de
hombros y se comió el tercero.
Harry le dio unos golpecitos con la  varita al mapa, murmuró «¡Travesura
realizada!», aunque en realidad no había hecho ninguna, y se vistió sin dejar de
cavilar. Tenía que haber una explicación para las periódicas desapariciones de
Malfoy.  Claro,  la  mejor  forma  de  averiguarlo  sería  seguirlo,  pero esa  idea  era
poco  práctica  aunque  utilizara  la  capa  invisible,  porque  tenía  clases,
entrenamientos de quidditch, deberes y cursillo de Aparición. No podía pasarse
todo el día persiguiendo a Malfoy por el castillo sin que nadie reparara en sus
ausencias.
—¿Estás  listo?  —le  preguntó  a  Ron,  y  se  encaminó  a  la  puerta  del
dormitorio.  Pero  Ron  no  se  movió;  se  había  apoyado  contra  un  poste  de  su
cama y miraba por la ventana, azotada por la lluvia, con los ojos desenfocados
de una forma muy extraña—. ¡Vamos! ¡El desayuno!
—No tengo hambre.
—Pero ¿no acabas de decir...?
—Está bien, bajaré contigo  —cedió con un suspiro—, pero no voy a comer
nada.
Harry lo observó con ceño.
—Te has comido media caja de calderos, ¿verdad?
—No  es  eso  —contestó  Ron,  y  volvió  a  suspirar—.  Déjalo;  tú...  no  lo
entenderías.
—Y que lo digas  —repuso Harry, muy extrañado, y se dio la vuelta para
salir al pasillo.
—¡Harry! —exclamó de pronto Ron.
—¿Qué?
—¡No puedo soportarlo, Harry!
—¿Qué es lo que no puedes soportar?  —Empezaba a alarmarse de verdad.
Su amigo había palidecido y daba la impresión de que iba a vomitar.
—¡No puedo dejar de pensar en ella! —admitió Ron con voz quebrada.
Harry lo miró boquiabierto. No estaba preparado para una cosa así, y no
estaba  seguro  de  querer  escuchar  su  confesión.  Eran  íntimos  amigos,  pero  si
Ron empezaba a llamar a Lavender «La-La», él se iba a plantar.
—¿Y  por  qué  eso  va  a  impedirte  bajar  a  desayunar?  —le  preguntó,
procurando introducir un poco de sentido común en la conversación.
—Me parece que ella ni siquiera sabe que existo —dijo Ron con un gesto de
desesperación.
—¡Claro que sabe que existes!  —exclamó Harry, perplejo—. Se pasa el día
besándote, ¿no?
—¿De quién estás hablando? —Ron parpadeó.
—¿Y de quién estás hablando tú? —Era evidente que aquel diálogo no tenía
ni pizca de lógica.
—De Romilda Vane —contestó Ron con un hilo de voz, pero el rostro se le
iluminó como si hubiese recibido un rayo de sol.
Se miraron a los ojos un momento, y al cabo Harry dijo:
—Es una broma, ¿verdad? Te estás burlando de mí.
—Creo  que...  creo  que  estoy  enamorado  de  ella  —confesó  Ron  con  voz
ahogada.
—Vale.  —Y se acercó a él, fingiendo que le examinaba los ojos y el pálido
semblante—. Muy bien. Dilo otra vez sin reírte.
—Estoy  enamorado  de  ella  —repitió  Ron  con  voz  entrecortada—.  ¿Has
visto  su  cabello?  Es  negro,  brillante  y  sedoso...  ¡Y  sus  ojos!  ¡Sus  enormes  ojos
castaños! Y su...
—Oye, mira, todo esto es muy divertido  —lo cortó Harry—, pero basta de
bromas, ¿de acuerdo? Déjalo ya.
Giró sobre los talones y se dirigió hacia la  puerta, pero apenas había dado
dos  pasos  cuando  recibió  un  puñetazo  en  la  oreja  derecha.  Se  dio  la  vuelta
tambaleándose. Ron tenía el brazo preparado y el rostro crispado, a punto de
golpearlo de nuevo.
Reaccionando  de  manera  instintiva,  Harry  sacó  su  varita  del  bolsillo  y
pronunció el conjuro:
—¡Levicorpus!
Una fuerza invisible tiró del talón de Ron hacia arriba. El muchacho soltó
un grito y quedó colgado cabeza abajo, indefenso, con la túnica colgando.
—¿Por qué me has golpeado? —bramó Harry.
—¡La has insultado! ¡Has dicho que era una broma!  —gritó Ron, y su cara
empezó a amoratarse por la sangre que le bajaba a la cabeza.
—¿Te  has  vuelto  loco?  ¿Qué  demonios  te  ha...?  —Y  entonces  vio  la  caja
abierta encima de la cama de Ron y la verdad lo sacudió con la fuerza de un trol
en estampida—. ¿De dónde has sacado esos calderos de chocolate?
—¡Son  un  regalo  de  cumpleaños!  —chilló  Ron,  dando  vueltas  lentamente
en el aire mientras intentaba soltarse—. ¡Te he ofrecido uno! ¿No te acuerdas?
—Los has cogido del suelo, ¿verdad?
—Se han caído de mi cama, ¿te enteras? ¡Déjame bajar!
—No se han caído de tu cama, inútil. ¿Es que no lo entiendes? Esos calderos
son míos, los saqué de mi baúl cuando buscaba el mapa. ¡Son los que me regaló
Romilda antes de Navidad y están rellenos de filtro de amor!
Pero Ron sólo oyó una de las palabras pronunciadas por Harry.
—¿Romilda?  —repitió—.  ¿Has  dicho  Romilda?  ¿Tú  la  conoces,  Harry?
¿Puedes presentármela?
Harry se quedó mirándolo, allí colgado con cara de radiante optimismo, y
tuvo que reprimir el impulso de echarse a reír. Por una parte (la que estaba más
cerca de su dolorida oreja derecha) lo tentaba la idea de bajarlo y ver cómo se
comportaba  igual  que  un  enajenado  hasta  que  le  pasasen  los  efectos  de  la
poción. Pero, por la otra, se suponía que eran amigos... Ron no estaba en pleno
uso de sus facultades cuando le había pegado y Harry consideró que merecería
otro puñetazo si permitía que su amigo le declarara su amor a Romilda Vane.
—Vale, te la presentaré —dijo Harry por fin—. Ahora voy a bajarte.
Lo hizo caer de golpe (al fin y al cabo, la oreja le dolía mucho), pero Ron, en
lugar de protestar, se puso en pie con agilidad y muy sonriente.
—Debe  de  estar  en  el  despacho  de  Slughorn  —añadió,  y  salió  del
dormitorio.
—¿Por qué iba a estar ahí? —preguntó Ron, corriendo para alcanzarlo.
—Es que Slughorn le da clases de repaso de Pociones —inventó Harry.
—A  lo  mejor  puedo  pedir  que  me  dejen  ir  con  ella,  ¿no?  —dijo  Ron,
esperanzado.
—Me parece una idea genial.
Lavender  estaba  esperando  junto  al  hueco  del  retrato,  una  complicación
que Harry no había previsto.
—¡Llegas  tarde,  Ro-Ro!  —protestó  la  muchacha  haciendo  un  mohín—.  Te
he traído un regalo de...
—Déjame  en  paz  —la  interrumpió  Ron  con  impaciencia—,  Harry  va  a
presentarme a Romilda Vane.
Y  salió  por  el  hueco  del  retrato  sin  dirigirle  ni  una  palabra  más.  Harry
intentó  hacerle  un  gesto  de  disculpa  a  Lavender,  pero  debió  de  parecer  una
mueca burlona porque la muchacha echaba chispas cuando la Señora Gorda se
cerró detrás de ellos.
A  Harry  le  preocupaba  que  Slughorn  estuviera  desayunando,  pero  el
profesor abrió la puerta del despacho a la primera llamada. Llevaba un batín de
terciopelo verde a juego con un gorro de dormir, y todavía tenía cara de sueño.
—¡Hola, Harry!  —murmuró—. Es muy temprano para visitas. Los sábados
suelo levantarme tarde.
—Siento mucho molestarlo, profesor —dijo Harry en voz baja; Ron se puso
de puntillas para atisbar en el despacho—, pero mi amigo ha ingerido un filtro
de amor por error. ¿No podría prepararle un antídoto? Yo lo llevaría a que la
señora  Pomfrey  lo  viese,  pero  los  productos  de  Sortilegios  Weasley  están
prohibidos, como usted sabe, y no quisiera poner a nadie en un compromiso...
—Me  extraña  que  no  le  hayas  preparado  un  remedio  tú  mismo,  Harry,
siendo tan experto elaborador de pociones —comentó Slughorn.
—Verá,  es  que...  —dijo  Harry,  mientras  Ron  le  hincaba  el  codo  en  las
costillas  para  que  entraran  en  el  despacho—  es  que  nunca  he  preparado  un
antídoto para un filtro de amor, señor, y quizá cuando lo tuviera listo mi amigo
ya habría hecho algo grave...
Sin saberlo, Ron lo ayudó al gimotear:
—No la veo, Harry. ¿La tiene escondida?
—¿Cuándo  se  preparó  esa  poción?  —preguntó  Slughorn  mientras
contemplaba a Ron con interés profesional—. Lo digo porque, si se conservan
mucho tiempo, sus efectos pueden potenciarse.
—Eso... eso lo explica todo —jadeó Harry mientras forcejeaba con Ron para
impedir que le soltara un puñetazo a Slughorn—. Hoy... hoy es su cumpleaños,
profesor —añadió con mirada implorante.
—Está bien. Pasad, pasad  —cedió Slughorn—. Tengo todo lo necesario en
mi bolsa. No es un antídoto difícil...
Ron irrumpió en el caldeado y atiborrado despacho de Slughorn, tropezó
con un taburete adornado con borlas y recuperó el equilibrio agarrando a Harry
por el cuello:
—Romilda no me ha visto tropezar, ¿verdad? —murmuró ansioso.
—Ella  todavía  no  ha  llegado  —lo  tranquilizó  Harry  mientras  observaba
cómo  Slughorn  abría  su  kit  de  pociones  y  añadía  unos  pellizcos  de  diversos
ingredientes en una botellita de cristal.
—¡Uf, qué suerte! —dijo Ron—. ¿Cómo me ves?
—Muy guapo  —dijo Slughorn con naturalidad, y le tendió un vaso de un
líquido transparente—. Bébetelo, es un tónico para los nervios. Te tranquilizará
hasta que llegue ella.
—Excelente  —repuso  Ron  entusiasmado,  y  se  bebió  el  antídoto  de  un
ruidoso trago.
Harry y Slughorn lo observaron. Ron los miró con una amplia sonrisa en
los  labios,  pero  ésta  se  fue  desdibujando  poco  a  poco  hasta  trocarse  en  una
expresión de desconcierto.
—Veo que has vuelto a la normalidad, ¿eh? —sonrió Harry.  Slughorn soltó
una risita—. Gracias, profesor.
—De nada, amigo, de nada  —dijo Slughorn. Ron se dejó caer en un sillón
con  cara  de  consternación—.  Lo  que  necesita  ahora  es  algo  que  le  levante  el
ánimo.  —Se  acercó  a  una  mesa  llena  de  bebidas—.  Tengo  cerveza  de
mantequilla, vino... Y me queda una botella de un hidromiel criado en barrica
de  roble.  Hum,  tenía  intención  de  regalársela  a  Dumbledore  por  Navidad...
¡Bueno  —añadió encogiéndose de hombros—, no creo que eche de menos una
cosa  que  nunca  ha  tenido!  Bien,  ¿la  abrimos  y  celebramos  el  cumpleaños  del
señor  Weasley?  No  hay  nada  como  un  buen  licor  para  aliviar  el  dolor  que
produce un desengaño amoroso...
Soltó  una  risotada  y  Harry  lo  imitó.  Era  la  primera  vez  que  estaba  casi  a
solas con Slughorn desde su fallido intento de sonsacarle el recuerdo auténtico.
Quizá  si  conseguía  mantenerlo  de  buen  humor...  quizá  si  bebían  suficiente
hidromiel criado en barrica de roble...
—Aquí  tenéis  —dijo  el  profesor,  y  le  entregó  a  cada  uno  una  copa  de
hidromiel. Luego alzó la suya y brindó—: ¡Feliz cumpleaños, Ralph!...
—Ron —susurró Harry.
Pero Ron, sin prestar atención al brindis, ya se había llevado la copa a los
labios y bebido el hidromiel. Tras un instante, el tiempo que tarda el corazón en
dar un latido,  Harry comprendió  que pasaba algo grave, pero Slughorn no se
dio cuenta.
—... ¡y que cumplas muchos más!
—¡Ron!
Este soltó su copa e hizo ademán de levantarse del sillón, pero se dejó caer
de  nuevo.  Empezó  a  sacudir  con  violencia  las  extremidades  y  a  echar
espumarajos por la boca, y los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Profesor! —exclamó Harry—. ¡Haga algo!
Slughorn  parecía  paralizado  por  la  conmoción.  Ron  se  retorcía  y  se
asfixiaba, y la cara se le estaba poniendo azulada.
—Pero ¿qué...? Pero ¿cómo...? —farfulló Slughorn.
Harry saltó por encima de una mesita, se lanzó sobre el kit de pociones que
el  profesor  había  dejado  abierto  y  empezó  a  sacar  tarros  y  bolsitas.  En  la
estancia  resonaban  los  espantosos  gargarismos  que  hacía  Ron  al  respirar.
Entonces  encontró  lo  que  buscaba:  la  piedra  con  aspecto  de  riñón  reseco  que
Slughorn le había cogido en la clase de Pociones.
Harry se precipitó sobre Ron, le separó las mandíbulas y le metió el bezoar
en  la  boca.  Su  amigo  dio  una  fuerte  sacudida,  emitió  un  jadeo  vibrante  y  de
pronto se quedó flácido e inmóvil.

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