16
Una Navidad glacial
—¿Que Snape le ofrecía ayuda? ¿Seguro que le ofrecía ayuda?—Si me lo preguntas una vez más te meto esta col por... —lo amenazó
Harry.
—¡Sólo quiero asegurarme! —se defendió Ron. Estaban solos junto al
fregadero de la cocina de La Madriguera limpiando una montaña de coles de
Bruselas para la señora Weasley. Tras la ventana que tenían delante caía una
intensa nevada.
—¡Pues sí, Snape estaba ofreciéndole ayuda! —repitió Harry—. Le dijo que
había prometido a su madre que lo protegería y que había prestado un
Juramento Inquebrantable o algo...
—¿Un Juramento Inquebrantable? —se extrañó Ron—. No, eso es
imposible. ¿Estás seguro?
—Sí, lo estoy. ¿Por qué? ¿Qué significa?
—¡Hombre, un Juramento Inquebrantable no se puede romper!
—Aunque no te lo creas, eso ya lo había deducido yo sólito. Pero dime,
¿qué pasa si lo rompes?
—Que te mueres —contestó Ron llanamente—. Fred y George intentaron
que yo prestase uno cuando tenía más o menos cinco años. Y estuve a punto de
comprometerme; ya le había dado la mano a Fred cuando papá nos descubrió.
Se puso como loco —explicó con un brillo nostálgico en la mirada—. Es la única
vez que lo he visto ponerse tan furioso como mamá. Fred asegura que su nalga
izquierda no ha vuelto a ser la misma desde aquel día.
—Ya, vale, y dejando aparte la nalga izquierda de Fred...
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Fred. Los gemelos acababan de entrar
en la cocina—. Mira esto, George. Están usando cuchillos y todo. ¡Qué escena
tan conmovedora!
—¡Dentro de poco más de dos meses cumpliré diecisiete años —gruñó
Ron—, y entonces podré hacerlo mediante magia!
—Pero mientras tanto —dijo George al tiempo que se sentaba a la mesa de
la cocina y apoyaba los pies encima— podemos disfrutar con tu exhibición del
uso correcto de un... ¡Ojo!
—¡Mira lo que me he hecho por tu culpa! —protestó Ron chupándose el
corte del dedo—. Espera a que tenga diecisiete años...
—Estoy convencido de que nos deslumbrarás con habilidades mágicas
hasta ahora insospechadas —replicó Fred dando un bostezo.
—Y hablando de habilidades mágicas insospechadas, Ronald —intervino
George—, ¿es cierto lo que nos ha contado Ginny? ¿Sales con una tal Lavender
Brown?
Ron se sonrojó un poco, pero no pareció molesto. Siguió limpiando coles.
—Métete en tus asuntos.
—Una respuesta muy original —dijo Fred—. Francamente, no sé cómo se te
ocurren. No, lo que queremos saber es cómo pasó.
—¿Qué quieres decir?
—¿Tuvo Lavender un accidente o algo así?
—¿Qué?
—¿Cómo sufrió semejante lesión cerebral?
La señora Weasley entró en la cocina justo cuando Ron le lanzaba el
cuchillo de pelar coles a Fred, que lo convirtió en un avión de papel con una
perezosa sacudida de su varita.
—¡Ron! —gritó ella—. ¡Que no vuelva a verte lanzando cuchillos!
—Sí, mamá —dijo Ron, y por lo bajo añadió—: Procuraré que no me veas
hacerlo. —Y siguió con su tarea.
—Fred, George, lo siento, queridos, pero Remus llegará esta noche, así que
Bill tendrá que dormir con vosotros.
—No importa —dijo George.
—Así pues, como Charlie no va a venir, sólo quedan Harry y Ron, que
dormirán en el desván; y si Fleur comparte habitación con Ginny...
—Van a ser las Navidades más felices de Ginny —murmuró Fred.
—... creo que estaréis cómodos. Bueno, al menos todos tendréis una cama
—dijo la señora Weasley, que parecía un tanto nerviosa.
—Entonces ¿está confirmado que no vamos a verle el pelo al idiota de
Percy? —preguntó Fred.
Su madre se dio la vuelta antes de contestar:
—No, supongo que tiene trabajo en el ministerio. —Y se marchó de la
cocina.
—O es el tío más imbécil del mundo. Una de dos —dijo Fred—. Bueno,
Vámonos, George.
—¿Qué estáis tramando? —preguntó Ron—. ¿No podéis echarnos una
mano con las judías? Si usáis la varita nos veremos libres de esta lata.
—No, no puedo hacerlo —dijo Fred con seriedad—. Aprender a limpiar
coles sin utilizar la magia fortalece el carácter y te ayuda a valorar lo crudo que
lo tienen los muggles y los squibs.
—Y cuando quieras que alguien te eche una mano, Ron —añadió George
lanzándole el avión de papel—, más vale que no le lances cuchillos. Te daré una
pista: nos vamos al pueblo. Una chica preciosa que trabaja en la tienda de
periódicos opina que mis trucos de cartas son maravillosos. Dice que es como si
hiciera magia de verdad.
—Imbéciles —refunfuñó Ron, viendo cómo los gemelos cruzaban el nevado
jardín—. Sólo habrían tardado diez segundos y nosotros también podríamos
habernos marchado.
—Yo no. Le prometí a Dumbledore que no me pasearía por ahí durante mi
estancia en La Madriguera —dijo Harry.
—Ya. —Ron limpió unas coles más y preguntó—: ¿Piensas contarle a
Dumbledore lo que les oíste decir a Snape y Malfoy?
—Sí. Se lo contaré a cualquiera que pueda pararles los pies, y Dumbledore
es la persona más indicada. Quizá hable también con tu padre.
—Es una lástima que no te enterases del plan de Malfoy.
—¿Cómo iba a enterarme? Precisamente de eso se trataba: Malfoy se
negaba a revelárselo a Snape.
Hubo un silencio, y luego Ron opinó:
—Aunque ya sabes qué dirán todos, ¿no? Mi padre, Dumbledore y los
demás. Dirán que no es que Snape quiera ayudar a Malfoy de verdad, sino que
sólo pretende averiguar qué se trae entre manos.
—Eso porque no los oyeron hablar —repuso Harry—. Nadie puede ser tan
buen actor, ni siquiera Snape.
—Sí, claro... Sólo te lo comento.
Harry se volvió y lo miró con ceño.
—Pero tú crees que tengo razón, ¿verdad?
—Pues claro —se apresuró a afirmar otra vez Ron—. ¡En serio, te creo! Pero
todos dan por hecho que Snape está de parte de la Orden, ¿no?
Harry reflexionó. Ya había pensado que seguramente pondrían esa objeción
a sus nuevas averiguaciones. Y también se imaginaba el comentario de
Hermione: «Es evidente, Harry, que fingía ofrecerle ayuda a Malfoy para
engatusarlo y sonsacarle qué está haciendo...»
Sin embargo, sólo podía imaginárselo porque aún no había tenido ocasión
de contárselo. Ella se había marchado de la fiesta de Slughorn antes de que
Harry regresara (al menos eso le había dicho McLaggen con evidentes señales
de enojo), y ya se había acostado cuando él llegó a la sala común. Como Ron y
él se habían ido a primera hora del día siguiente a La Madriguera, Harry apenas
había tenido tiempo para desearle feliz Navidad a su amiga y decirle que tenía
noticias muy importantes que le revelaría cuando volvieran de las vacaciones.
Pero no estaba seguro de que ella le hubiera oído, porque en ese momento Ron
y Lavender estaban enfrascados en una intensa despedida «no verbal»,
precisamente detrás de él.
Con todo, ni siquiera Hermione podría negar una cosa: era indudable que
Malfoy estaba tramando algo y Snape lo sabía, de modo que Harry se sentía
justificado para soltarle un: «Ya te lo decía yo», tal como ya le había dic ho
varias veces a Ron.
Hasta el día de Nochebuena no tuvo ocasión de hablar con el señor
Weasley porque éste siempre regresaba muy tarde del ministerio. Los Weasley
y sus invitados estaban sentados en el salón, que Ginny había decorado tan
magníficamente que parecía una exposición de cadenetas de papel. Fred,
George, Harry y Ron eran los únicos que sabían que el ángel que había en lo
alto del árbol navideño era en realidad un gnomo de jardín que había mordido
a Fred en el tobillo mientras él arrancaba zanahorias para la comida de
Navidad. Lo habían colgado allí tras hacerle un encantamiento aturdidor,
pintarlo de dorado, embutirlo en un diminuto tutú y pegarle unas pequeñas
alas en la espalda; el pobre miraba a todos con rabia desde lo alto. Era el ángel
más feo que Harry había visto jamás: su cabezota calva parecía una patata y
tenía los pies muy peludos.
Se suponía que estaban escuchando un programa navideño interpretado
por la cantante favorita de la señora Weasley, Celestina Warbeck, cuyos
gorgoritos salían de la gran radio de madera. Fleur, que al parecer encontraba
muy aburrida a Celestina, se hallaba en un rincón hablando en voz muy alta, y
la señora Weasley, ceñuda, no paraba de subir el volumen con la varita, de
modo que Celestina cada vez cantaba más fuerte. Amparados por un tema
jazzístico particularmente animado, que se titulaba Un caldero de amor caliente e
intenso, Fred y George se pusieron a jugar a los naipes explosivos con Ginny.
Ron no dejaba de mirar de soslayo a Bill y Fleur, como si albergara esperanzas
de aprender algo de ellos. Entretanto, Remus Lupin, más delgado y andrajoso
que nunca, estaba sentado al lado de la chimenea contemplando las llamas
como si no oyera la voz de Celestina.
Acércate a mi caldero
lleno de amor caliente e intenso;
remuévelo con derroche
¡y no pasarás frío esta noche!
—¡Esto lo bailábamos cuando teníamos dieciocho años! —recordó la señora
Weasley secándose las lágrimas con la labor de punto—. ¿Te acuerdas, Arthur?
—¿En? —dijo el señor Weasley, que cabeceaba sobre la mandarina que
estaba pelando—. ¡Ah, sí! Es una melodía maravillosa... —Haciendo un
esfuerzo, se enderezó un poco en el asiento y miró a Harry, sentado a su lado—.
Lo siento, muchacho —dijo señalando con la cabeza hacia la radio mientras
Celestina entonaba el estribillo—. Se acaba enseguida.
—No importa —dijo Harry, y sonrió—. ¿Hay mucho trabajo en el
ministerio?
—Muchísimo. No me importaría si sirviera para algo, pero de las tres
personas que hemos detenido en los dos últimos meses, dudo que ni siquiera
una sea un mortífago de verdad. Pero no se lo digas a nadie —añadió, y dio la
impresión de que se le pasaba el sueño de golpe.
—Supongo que ya no retienen a Stan Shunpike, ¿verdad? —preguntó
Harry.
—Pues me temo que sí. Me consta que Dumbledore ha intentado apelar
directamente a Scrimgeour acerca de Stan. Verás, todos los que lo han
interrogado están de acuerdo en que ese muchacho tiene de mortífago lo mismo
que esta mandarina. Pero los de arriba quieren aparentar que hacen algún
progreso, y «tres detenciones» suena mejor que «tres detenciones erróneas y
tres puestas en libertad». Pero, sobre todo, recuerda que esto es confidencial…
—No diré nada —le aseguró Harry. Vaciló un momento sobre cuál sería la
mejor forma de abordar el tema del que quería hablar; mientras lo decidía,
Celestina Warbeck atacó una balada titulada Corazón hechizado—. Señor
Weasley, ¿se acuerda de lo que le conté en la estación el día que nos marchamos
al colegio?
—Sí, Harry, y lo comprobé. Fui a registrar la casa de los Malfoy. No había
nada, ni roto ni entero, que no debiera estar allí.
—Sí, ya lo sé, leí lo del registro en El Profeta. Pero esto es diferente... Quiero
decir que hay algo más...
Y le explicó la conversación entre Malfoy y Snape. Mientras hablaba, Harry
vio que Lupin volvía un poco la cabeza para intentar escuchar. Cuando
terminó, hubo un silencio y se oyó a Celestina canturreando:
¿Qué has hecho con mi pobre corazón?
Se fue detrás de tu hechizo...
—¿No se te ha ocurrido pensar, Harry —preguntó el señor Weasley—, que
a lo mejor Snape sólo estaba fingiendo...?
—¿Fingiendo que le ofrecía ayuda para averiguar qué está tramando
Malfoy? Sí, ya pensé que usted me diría eso. Pero ¿cómo saberlo?
—No nos corresponde a nosotros saberlo —intervino Lupin. Se había
puesto de espaldas al fuego y miraba a Harry por encima del hombro del señor
Weasley—. Es asunto de Dumbledore. El confía en Severus, y eso debería ser
suficiente garantía para todos.
—Pero supongamos... —objetó Harry—. Supongamos que Dumbledore se
equivoca respecto a Snape...
—Esa suposición ya se ha formulado muchas veces. Se trata de si confías o
no en el criterio de Dumbledore. Yo confío en él y por lo tanto confío en
Severus.
—Pero Dumbledore puede equivocarse —insistió Harry—. El mismo lo
reconoce. Y usted... —Miró a los ojos a Lupin y le preguntó—: ¿De verdad le cae
bien Snape?
—No me cae ni bien ni mal. Te estoy diciendo la verdad, Harry —añadió al
ver que éste adoptaba una expresión escéptica—. Quizá nunca lleguemos a ser
íntimos amigos; después de todo lo que pasó entre James, Sirius y Severus,
ambos tenemos demasiado resentimiento acumulado. Pero no olvido que
durante el año que di clases en Hogwarts, él me preparó la poción de matalobos
todos los meses; la elaboraba con gran esmero para que yo me ahorrara el
sufrimiento que padezco cuando hay luna llena.
—¡Pero «sin querer» reveló que usted era un hombre lobo, y por su culpa
tuvo que marcharse del colegio! —discrepó Harry con enojo.
—Se habría descubierto tarde o temprano —repuso Lupin encogiéndose de
hombros—. Ambos sabemos que él ambicionaba mi empleo, pero habría
podido perjudicarme mucho más adulterando la poción. Él me mantuvo sano.
Debo estarle agradecido.
—Quizá no se atrevió a adulterarla porque Dumbledore lo vigilaba —
sugirió Harry.
—Veo que estás decidido a odiarlo —dijo Lupin esbozando una sonrisa—.
Y lo comprendo: eres el hijo de James y el ahijado de Sirius, y has heredado un
viejo prejuicio. No dudes en contarle a Dumbledore lo que nos has contado a
Arthur y a mí, pero no esperes que él comparta tu punto de vista sobre ese
tema; no esperes siquiera que le sorprenda lo que le expliques. Es posible que
Severus interrogara a Draco por orden de Dumbledore.
... y ahora lo has destrozado.
¡Devuélveme mi corazón!
Celestina terminó su canción con una nota larguísima y aguda, y por la
radio se oyeron fuertes aplausos a los que la señora Weasley se sumó con
entusiasmo.
—¿Ya ha tegminado? —preguntó Fleur—. Menos mal, qué tema tan
hoguible...
—¿Os apetece una copita antes de acostaros? —preguntó la señora Weasley
poniéndose en pie—. ¿Quién quiere ponche de huevo?
—¿Qué ha estado haciendo usted últimamente? —le preguntó Harry a
Lupin mientras la señora Weasley iba a buscar el ponche y los demás se
desperezaban y se ponían a hablar.
—He estado trabajando en la clandestinidad —respondió Lupin—. Por eso
no he podido escribirte; de haberlo hecho me habría expuesto a que me
descubrieran.
—¿Qué quiere decir?
—He estado viviendo entre mis semejantes —explicó Lupin—. Con los
hombres lobo —añadió al ver que Harry no entendía—. Casi todos están en el
bando de Voldemort. Dumbledore quería infiltrar un espía y yo le venía como
anillo al dedo. —Lo dijo con cierta amargura y quizá se dio cuenta, porque
suavizó el tono cuando prosiguió—: No me quejo; es un trabajo importante, ¿y
quién iba a hacerlo mejor que yo? Sin embargo, me ha costado ganarme su
confianza. No puedo disimular que he vivido entre los magos, ¿comprendes?
En cambio, los hombres lobo han rechazado la sociedad normal y viven
marginados, roban y a veces incluso matan para comer.
—¿Por qué apoyan a Voldemort?
—Creen que vivirán mejor bajo su gobierno. Y no es fácil discutir con
Greyback sobre estos temas...
—¿Quién es Greyback?
—¿No has oído hablar de él? —Lupin cerró sus temblorosas manos sobre el
regazo—. Creo que no me equivoco si afirmo que Fenrir Greyback es el hombre
lobo más salvaje que existe actualmente. Considera que su misión en esta vida
es morder y contaminar a tanta gente como sea posible; quiere crear suficientes
hombres lobo para derrotar a los magos. Voldemort le ha prometido presas a
cambio de sus servicios. Greyback es especialista en niños... Dice que hay que
morderlos cuando son pequeños y criarlos lejos de sus padres para enseñarles a
odiar a los magos normales. Voldemort ha amenazado con darle carta blanca
para que desate su violencia sobre los niños; es una amenaza que suele dar
buen resultado. —Hizo una pausa, y agregó—: A mí me mordió el propio
Greyback.
—Pero... —se sorprendió Harry—. ¿Cuándo? ¿Cuando usted era pequeño?
—Sí. Mi padre lo había ofendido. Durante mucho tiempo yo no supe quién
era el hombre lobo que me había atacado; incluso sentía lástima por él porque
creía que no había podido contenerse, pues entonces ya sabía en qué consistía
su transformación. Pero Greyback no es así. Cuando hay luna llena, ronda cerca
de sus víctimas para asegurarse de que no se le escape la presa elegida. Lo
planea todo con detalle. Y ése es el hombre a quien Voldemort está utilizando
para reclutar a los hombres lobo. Greyback insiste en que los hombres lobo
tenemos derecho a proveernos de la sangre que necesitamos para vivir y en que
debemos vengarnos de nuestra condición en la gente normal; he de admitir que,
hasta ahora, mis razonamientos no han logrado convencerlo de lo contrario.
—¡Pero si usted es normal! —exclamó Harry—. Lo único que pasa es que
tiene... un problema.
Lupin soltó una carcajada.
—A veces me recuerdas a James. En público, él lo llamaba mi «pequeño
problema peludo». Mucha gente creía que yo tenía un conejo travieso.
Lupin aceptó el vaso de ponche de huevo que le ofreció la señora Weasley y
le dio las gracias; parecía un poco más animado. Harry, entretanto, sintió una
llamarada de emoción: al referirse Lupin a su padre, había recordado que hacía
tiempo que quería preguntarle una cosa.
—¿Ha oído hablar alguna vez de alguien llamado el Príncipe Mestizo?
—¿Cómo dices?
—El Príncipe Mestizo —repitió Harry y escudriñó su rostro en busca de
alguna señal de reconocimiento.
—En la comunidad mágica no hay príncipes —contestó Lupin, volviendo a
sonreír—. ¿Estás pensando en adoptar ese título? ¿No estás contento con eso del
«Elegido»?
—No tiene nada que ver conmigo —replicó Harry—. El Príncipe Mestizo es
alguien que estudiaba en Hogwarts y yo tengo su viejo libro de pociones. Anotó
hechizos en sus páginas, hechizos inventados por él. Uno de ellos se llamaba
Levicorpus...
—¡Ah, ése estaba muy en boga cuando yo iba a Hogwarts! —comentó
Lupin con cierta nostalgia—. Recuerdo que en quinto curso hubo unos meses en
que no podías dar un paso sin que alguien te dejara colgado por el tobillo.
—Mi padre lo utilizaba. Lo vi en el pensadero; se lo hizo a Snape. —Intentó
sonar indiferente, como si fuera un comentario casual, pero no creyó haberlo
conseguido: la sonrisa de Lupin adquirió un matiz de complicidad.
—Sí —dijo—, pero él no era el único. Como te digo, ese hechizo era muy
popular. Ya sabes que los hechizos van y vienen...
—Pero por lo visto lo inventaron cuando usted iba al colegio —insistió
Harry.
—No precisamente. Los embrujos se ponen de moda o se olvidan como
todo lo demás. —Miró al muchacho a los ojos y añadió en voz baja—: James era
un sangre limpia, Harry, y te aseguro que nunca nos pidió que lo llamáramos
«príncipe».
Harry dejó de fingir y preguntó:
—¿Y Sirius? ¿Y usted?
—No.
—Ya. —Harry se quedó mirando el fuego—. Creía... Bueno, ese príncipe me
ha ayudado mucho con las clases de Pociones.
—¿Es muy viejo el libro?
—No lo sé, no he mirado la fecha que pone.
—Pues quizá eso te dé alguna pista sobre cuándo estuvo ese príncipe en
Hogwarts.
Poco después, Fleur decidió imitar a Celestina y se puso a cantar Un caldero
de amor caliente e intenso, lo cual todos interpretaron, después de ver la cara que
ponía la señora Weasley, como una señal de que era hora de ir a acostarse.
Harry y Ron subieron al dormitorio de éste, en el desván, donde habían puesto
una cama plegable para Harry.
Ron se quedó dormido casi al instante, pero Harry sacó de su baúl el
ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas y, una vez acostado, se puso a
hojearlo. Encontró la fecha de su publicación en la página de créditos. El
ejemplar tenía casi cincuenta años. Ni su padre ni los amigos de su padre
habían estado en Hogwarts cincuenta años atrás. Decepcionado, arrojó el libro
al baúl, apagó la lámpara y se dio la vuelta. Se puso a pensar en hombres lobo,
Snape, Stan Shunpike y el Príncipe Mestizo, hasta que se sumió en un sueño
agitado lleno de sombras sigilosas y gritos de niños mordidos...
—Se ha vuelto loca...
Harry despertó sobresaltado y encontró una abultada media encima de su
cama. Se puso las gafas y miró alrededor: casi no entraba luz por la pequeña
ventana a causa de la nieve, pero Ron se hallaba delante de ella, sentado en la
cama, examinando lo que parecía una cadena de oro.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry.
—Me la envía Lavender —masculló Ron—. No pensará que voy a
ponérmela...
Harry examinó la cadena, de la que colgaban unas gruesas letras doradas
formando las palabras: «Amor mío.»
—¡Pero si es muy bonita! —exclamó tras soltar una risotada—. Muy
elegante. Tendrías que ponértela y enseñársela a Fred y George.
—Si se lo dices —amenazó Ron escondiendo la cadena debajo de su
almohada—, te juro que te... que te...
—Tranquilo, hombre —dijo Harry sonriendo—. ¿Acaso me crees capaz?
—¿Cómo se le habrá ocurrido que me gustaría una cosa así? —musitó Ron.
—A ver, piensa. ¿Alguna vez se te ha escapado que te encantaría pasearte
por ahí con las palabras «Amor mío» colgadas del cuello?
—En realidad... no hablamos mucho. Básicamente lo que hacemos es...
—Besaros.
—Bueno, sí —admitió Ron. Titubeó un momento y añadió—: ¿Es verdad
que Hermione sale con McLaggen?
—No lo sé. Fueron juntos a la fiesta de Slughorn, pero me parece que la
cosa no acabó muy bien.
Ron parecía un poco más contento cuando volvió a meter la mano en la
media.
Entre los regalos de Harry había un jersey con una gran snitch dorada
bordada en la parte delantera, tejido a mano por la señora Weasley; una gran
caja de productos de Sortilegios Weasley, regalo de los gemelos, y un paquete
un poco húmedo que olía a moho, con una etiqueta que rezaba: «Para el amo,
de Kreacher.»
Harry observó el paquete con recelo.
—¿Qué hago? ¿Lo abro? —preguntó a Ron.
—No puede ser nada peligroso. El ministerio registra nuestro correo. —
Pero él también miraba el paquete con desconfianza.
—¡No se me ocurrió regalarle nada a Kreacher! ¿Sabes si la gente les hace
regalos a sus elfos domésticos por Navidad? —preguntó Harry mientras daba
unos cautelosos golpecitos al paquete.
—Seguro que Hermione lo haría. Pero antes de sentirte culpable, espera a
ver qué es.
Unos momentos más tarde, Harry dio un grito y saltó de su cama plegable.
El paquete contenía un montón de gusanos.
—¡Qué bonito! —dijo Ron desternillándose—. ¡Todo un detalle!
—Prefiero los gusanos antes que esa cadena —replicó Harry, y su amigo
enmudeció.
A la hora de comer, cuando se sentaron a la mesa, todos llevaban jerséis
nuevos; todos excepto Fleur (por lo visto, la señora Weasley no se había
dignado tejerle uno) y la propia señora Weasley, que lucía un sombrero de bruja
azul marino nuevecito, con diminutos diamantes que formaban relucientes
estrellas, y un vistoso collar de oro.
—¡Regalos de Fred y George! ¿Verdad que son preciosos?
—Es que desde que nos lavamos nosotros los calcetines te valoramos más,
mamá —comentó George con un ademán indolente—. ¿Chirivías, Remus?
—Tienes un gusano en el pelo, Harry —observó Ginny, risueña, y se inclinó
sobre la mesa para quitárselo. A Harry se le erizó el vello de la nuca, pero esa
reacción no tenía nada que ver con el gusano.
—¡Qué hogog! —exclamó Fleur fingiendo un escalofrío.
—Sí, ¿verdad? —corroboró Ron—. ¿Quieres salsa, Fleur?
En su afán de ayudarla, a Ron se le cayó de las manos la salsera de jugo de
carne; Bill agitó la varita y la salsa se elevó y regresó dócilmente a la salsera.
—Egues peog que esa Tonks —le dijo Fleur a Ron después de besar a Bill
para darle las gracias—. Siempge lo tiga todo...
—Invité a nuestra querida Tonks a que hoy comiese con nosotros —
comentó la señora Weasley mientras dejaba la bandeja de las zanahorias en la
mesa con un golpazo innecesario y fulminando con la mirada a Fleur—. Pero no
ha querido venir. ¿Has hablado con ella últimamente, Remus?
—No, hace tiempo que no hablo con nadie —respondió Lupin—. Pero
supongo que Tonks pasará la Navidad con su familia, ¿no?
—Hum. Puede ser —dijo la señora Weasley—. Pero me dio la impresión de
que pensaba pasarla sola.
Le lanzó una mirada de enojo a Lupin, como si él tuviera la culpa de que su
futura nuera fuera Fleur y no Tonks. A su vez Harry miró a Fleur, que en ese
momento le daba a Bill trocitos de pavo con su propio tenedor, y pensó que la
señora Weasley estaba librando una batalla perdida de antemano. Sin embargo,
se acordó de una duda que tenía relacionada con Tonks, ¿y quién iba a
resolvérsela mejor que Lupin, el hombre que lo sabía todo acerca de los
patronus?
—El patronus de Tonks ha cambiado de forma —empezó—. O eso dijo
Snape. No sabía que pudiera suceder algo así. ¿Por qué cambia un patronus?
Lupin terminó de masticar un trozo de pavo y tragó antes de contestar
pausadamente:
—A veces... cuando uno sufre una fuerte conmoción... un trauma...
—Era grande y tenía cuatro patas —recordó Harry; de pronto se le ocurrió
algo y bajó la voz—: Eh, ¿podría ser...?
—¡Arthur! —exclamó de pronto la señora Weasley, levantándose de la silla
para mirar por la ventana de la cocina—. ¡Arthur, es Percy!
—¿Qué?
El señor Weasley se giró y todos los demás miraron también por la ventana;
Ginny se levantó para ver mejor: en efecto, Percy Weasley, cuyas gafas
destellaban a la luz del sol, avanzaba con dificultad por el nevado jardín. Pero
no venía solo.
—¡Arthur, viene... viene con el ministro!
En efecto, el hombre al que Harry había visto en El Profeta avanzaba detrás
de Percy cojeando ligeramente, con la melena entrecana y la negra capa
salpicadas de nieve. Antes de que nadie dijera nada o los señores Weasley
hicieran otra cosa que mirarse con perplejidad, la puerta trasera se abrió y Percy
se plantó en el umbral.
Hubo un breve pero incómodo silencio. Entonces Percy dijo con cierta
rigidez:
—Feliz Navidad, madre.
—¡Oh, Percy! —exclamó ella, y se arrojó a los brazos de su hijo.
Rufus Scrimgeour, apoyado en su bastón, se quedó en el umbral sonriendo
mientras observaba la tierna escena.
—Les ruego perdonen esta intrusión —se disculpó cuando la señora
Weasley lo miró secándose las lágrimas, radiante de alegría—. Percy y yo
estábamos trabajando aquí cerca, ya saben, y su hijo no ha podido resistir la
tentación de pasar a verlos a todos.
Sin embargo, Percy no parecía tener intención de saludar a ningún otro
miembro de su familia. Se quedó quieto, tieso como un palo, muy incómodo y
sin mirar a nadie en particular. El señor Weasley, Fred y George lo observaban
con gesto imperturbable.
—¡Pase y siéntese, por favor, señor ministro! —dijo la señora Weasley,
aturullada, mientras se enderezaba el sombrero—. Coma un moco de pavo...
¡Ay, perdón! Quiero decir un poco de...
—No, no, querida Molly —dijo Scrimgeour, y Harry supuso que el ministro
le había preguntado a Percy el nombre de su madre antes de entrar en la casa—.
No quiero molestar, no habría venido si Percy no hubiera insistido tanto en
verlos...
—¡Oh, Percy! —exclamó de nuevo la señora Weasley, con voz llorosa y
poniéndose de puntillas para besar a su hijo.
—Sólo tenemos cinco minutos —añadió el ministro—, así que iré a dar un
paseo por el jardín mientras ustedes charlan con Percy. No, no, le repito que no
quiero molestar. Bueno, si alguien tuviera la amabilidad de enseñarme su
bonito jardín... ¡Ah, veo que ese joven ya ha terminado! ¿Por qué no me
acompaña él a dar un paseo?
Todos mudaron perceptiblemente el semblante y miraron a Harry. Nadie se
tragó que Scrimgeour no supiera su nombre, ni les pareció lógico que lo eligiese
a él para dar un paseo por el jardín, puesto que Ginny y Fleur también tenían
los platos vacíos.
—De acuerdo —asintió Harry, intuyendo la verdad: pese a la excusa de que
estaban trabajando por esa zona y Percy había querido ver a su familia, el
verdadero motivo de la visita era que el ministro quería hablar a solas con
Harry Potter—. No importa —dijo en voz baja al pasar junto a Lupin, que había
hecho ademán de levantarse de la silla—. No pasa nada —añadió al ver que el
señor Weasley iba a decir algo.
—¡Estupendo! —exclamó Scrimgeour, y se apartó para que Harry saliese el
primero—. Sólo daremos una vuelta por el jardín, y luego Percy y yo nos
marcharemos. ¡Sigan, sigan con lo que estaban haciendo!
Se dirigieron hacia el jardín de los Weasley, frondoso y cubierto de nieve;
Scrimgeour cojeaba un poco. Harry sabía que, antes que ministro, Scrimgeour
había sido jefe de la Oficina de Aurores; tenía un aspecto severo y curtido y no
se parecía en nada al corpulento Fudge con su característico bombín.
—Precioso —observó Scrimgeour, deteniéndose junto a la valla del jardín, y
contempló desde allí el nevado césped y las siluetas de las plantas, que apenas
se distinguían—. Realmente precioso.
Harry no comentó nada. Era consciente de que el ministro lo observaba de
reojo.
—Hacía mucho tiempo que quería conocerte —dijo Scrimgeour al cabo de
un momento—. ¿Lo sabías?
—No.
—Pues sí, hace mucho tiempo. Ya lo creo. Pero Dumbledore siempre te ha
protegido. Es natural, desde luego, muy natural, después de todo lo que has
pasado... Y especialmente después de lo sucedido en el ministerio... —Esperó a
que Harry dijera algo, pero el muchacho permaneció callado, así que
continuó—: Estaba deseando que se presentara una ocasión para hablar contigo
desde que ocupé mi nuevo cargo, pero Dumbledore lo ha impedido una y otra
vez, lo cual es muy comprensible.
Harry siguió expectante.
—¡Qué rumores han circulado de un tiempo a esta parte! —exclamó
Scrimgeour—. Aunque ya se sabe que las historias se tergiversan... Todas esas
murmuraciones acerca de una profecía... De que tú eras «el Elegido»...
Harry pensó que se estaban acercando al motivo por el cual el ministro
había ido a La Madriguera.
—Supongo que Dumbledore te habrá hablado de estas cosas.
Harry se preguntó si debía mentir. Observó las pequeñas huellas de
gnomos que había alrededor de los arriates de flores y las pisadas en la nieve
que señalaban el sitio donde Fred había atrapado al gnomo que después
colocaron en el árbol de Navidad ataviado con un tutú. Finalmente, decidió
decir la verdad... o al menos una parte.
—Sí, hemos hablado.
—Claro, claro —comentó Scrimgeour. Harry vio que el ministro lo miraba
con los ojos entornados, así que fingió estar muy interesado en un gnomo que
acababa de asomar la cabeza por debajo de un rododendro congelado—. ¿Y qué
te ha contado Dumbledore, Harry?
—Lo siento, pero eso es asunto nuestro.
Lo dijo con el tono más respetuoso que pudo, y Scrimgeour también
empleó un tono cordial cuando repuso:
—Por supuesto, por supuesto. Si se trata de asuntos confidenciales, no
quisiera obligarte a divulgar... No, no. Además, en realidad no importa que seas
o no el Elegido.
Harry tuvo que pensárselo antes de responder:
—No sé a qué se refiere, señor ministro.
—Bueno, a ti te importará muchísimo, desde luego —dijo Scrimgeour y
soltó una risita—. Pero para la comunidad mágica en general... Todo es muy
subjetivo, ¿no? Lo que interesa es lo que cree la gente.
Harry guardó silencio. Le pareció intuir adonde quería ir a parar el
ministro, pero no pensaba ayudarlo a llegar allí. El gnomo del rododendro se
había puesto a escarbar buscando gusanos entre las raíces y Harry fijó la vista
en él.
—Verás, la gente cree que tú eres el Elegido —prosiguió Scrimgeour—. Te
consideran un gran héroe, ¡y lo eres, Harry, elegido o no! ¿Cuántas veces te has
enfrentado ya a El-que-no-debe-ser-nombrado? En fin —siguió sin esperar
respuesta—, el caso es que eres un símbolo de esperanza para muchas personas.
El hecho de pensar que existe alguien que tal vez sería capaz de destruir a El-
que-no-debe-ser-nombrado, o que incluso podría estar destinado a hacerlo...
bueno, levanta bastante la moral de la gente. Y no puedo evitar la sensación de
que, cuando te des plena cuenta de ello, quizá consideres que es... no sé cómo
decirlo... bien, que es casi un deber colaborar con el ministerio y estimular un
poco a todo el mundo.
El gnomo acababa de atrapar un gusano y tiraba de él intentando sacarlo
del suelo helado. Como Harry seguía callado, Scrimgeour, mirándolo primero a
él y luego al gnomo, dijo:
—Qué tipos tan curiosos, ¿verdad? Pero ¿qué opinas tú, Harry?
—No entiendo muy bien qué espera de mí —respondió el muchacho por
fin—. «Colaborar con el ministerio.» ¿Qué significa eso exactamente?
—Bueno, nada demasiado molesto, te lo aseguro —repuso Scrimgeour—.
Quedaría bien que te vieran entrar y salir del ministerio de vez en cuando, por
ejemplo. Y mientras estuvieras allí, tendrías oportunidad de hablar con Gawain
Robards, mi sucesor como jefe de la Oficina de Aurores. Dolores Umbridge me
ha dicho que ambicionas ser auror. Pues bien, eso tiene fácil arreglo...
Harry notó cómo la rabia se le encendía en el estómago; así que Dolores
Umbridge seguía trabajando en el ministerio, ¿eh?
—O sea —puntualizó el muchacho—, que le gustaría que diera la
impresión de que trabajo para el ministerio, ¿no?
—A la gente la animaría pensar que te implicas más —comentó
Scrimgeour, que parecía alegrarse de que Harry hubiera captado el mensaje a la
primera—. El Elegido, ¿entiendes? Se trata de infundir optimismo en la
población, de transmitirle la sensación de que están pasando cosas
extraordinarias...
—Pero si entro y salgo del ministerio —replicó Harry, esforzándose por
mantener un tono cordial—, ¿no parecerá que apruebo su política?
—Bueno —repuso Scrimgeour frunciendo levemente la frente—, sí, eso es,
en parte, lo que nos gustaría que...
—No, no creo que dé resultado. Mire, no me gustan ciertas cosas que está
haciendo el ministerio. Encerrar a Stan Shunpike, por ejemplo.
Scrimgeour endureció el semblante.
—No espero que lo entiendas —dijo, pero no tuvo tanto éxito como Harry
en disimular la rabia que sentía—. Vivimos tiempos difíciles y es preciso
adoptar ciertas medidas. Tú sólo tienes dieciséis años y...
—Dumbledore no tiene dieciséis años, y él tampoco cree que Stan deba
estar en Azkaban. Han convertido a Stan en un cabeza de turco y a mí quieren
convertirme en una mascota.
Se miraron a los ojos, largamente y con dureza. Al fin Scrimgeour dijo, ya
sin fingir cordialidad:
—Entiendo. Prefieres desvincularte del ministerio, igual que Dumbledore,
tu héroe, ¿verdad?
—No quiero que me utilicen —afirmó Harry.
—¡Hay quienes piensan que tu deber es dejar que el ministerio te utilice!
—Y hay quienes piensan que ustedes tienen el deber de comprobar si una
persona es de verdad un mortífago antes de encerrarla en la cárcel —replicó
Harry, cada vez más enfadado—. Ustedes están haciendo lo mismo que hacía
Barty Crouch. No acaban de cogerle el tranquillo, ¿eh? ¡O teníamos a Fudge,
que fingía que todo era maravilloso mientras asesinaban a la gente delante de
sus narices, o lo tenemos a usted, que encarcela a inocentes y pretende ufanarse
de que el Elegido trabaja para usted!
—Entonces ¿no eres el Elegido?
—¿No acaba de decir que en realidad no importa que lo sea o no? —replicó
Harry, y soltó una risa amarga—. O al menos a usted no le importa.
—No debí decir eso —se apresuró a rectificar Scrimgeour—. Ha sido un
comentario poco afortunado...
—No; ha sido un comentario sincero —lo corrigió Harry—. Una de las
pocas cosas sinceras que me ha dicho hasta ahora. A usted no le importa que yo
viva o muera, sólo le interesa que lo ayude a convencer a todos de que está
ganando la guerra contra Voldemort. No lo he olvidado, señor ministro... —
Levantó la mano derecha y le enseñó el dorso, donde perduraban las cicatrices
de lo que Dolores Umbridge le había obligado a grabar en su propia carne: «No
debo decir mentiras»—. No recuerdo que usted saliera en mi defensa cuando yo
intentaba explicarles a todos que Voldemort había regresado. El año pasado, el
ministerio no mostraba tanto interés en mantener buenas relaciones conmigo.
Permanecieron en silencio, tan fríos como el suelo que tenían bajo los pies.
El gnomo había conseguido por fin arrancar su gusano y lo chupaba con deleite,
apoyado contra las ramas bajas del rododendro.
—¿Qué está tramando Dumbledore?—preguntó Scrimgeour con
brusquedad—. ¿Adonde va cuando se marcha de Hogwarts?
—No tengo ni idea.
—Y si lo supieras no me lo dirías, ¿verdad?
—No, no se lo diría.
—En ese caso, tendré que averiguarlo por otros medios.
—Inténtelo —dijo Harry con indiferencia—. Pero usted parece más
inteligente que Fudge; espero que haya aprendido algo de los errores de su
antecesor. El trató de interferir en Hogwarts. Supongo que se habrá fijado en
que Fudge ya no es ministro, y en cambio Dumbledore sigue siendo el director
del colegio. Yo, en su lugar, lo dejaría en paz.
Hubo una larga pausa.
—Bueno, ya veo que Dumbledore ha hecho un buen trabajo contigo —dijo
Scrimgeour lanzándole una mirada glacial a través de sus gafas de montura
metálica—. Fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste, ¿no, Potter?
—Sí, así es. Me alegro de que eso haya quedado claro.
Le dio la espalda al ministro de Magia y echó a andar resueltamente hacia
la casa.
17
Un recuerdo borroso
Una tarde, poco después de Año Nuevo, Harry, Ron y Ginny se pusieron en fila junto a la chimenea de la cocina para regresar a Hogwarts. El ministerio había
organizado esa conexión excepcional a la Red Flu para que los estudiantes
pudieran volver de manera rápida y segura al colegio. La señora Weasley era la
única presente en La Madriguera para despedir a los muchachos; su marido,
Fred, George, Bill y Fleur ya se habían marchado al trabajo. Se deshizo en
lágrimas en el momento de la partida. Hay que decir que últimamente estaba
muy sensible; le afloraban las lágrimas con facilidad desde que el día de
Navidad Percy saliera precipitadamente de la casa con una chirivía
espachurrada en las gafas (de lo cual Fred, George y Ginny se declaraban
responsables).
—No llores, mamá —la consoló Ginny, y le dio palmaditas en la espalda
mientras la señora Weasley sollozaba con la cabeza apoyada en el hombro de su
hija—. No pasa nada...
—Sí, no te preocupes por nosotros —agregó Ron, y permitió que su madre
le plantara un beso en la mejilla—, ni por Percy. Es un imbécil, no se merece que
sufras por él.
Ella lloró aún con más ganas cuando abrazó a Harry.
—Prométeme que tendrás cuidado... y que no te meterás en líos...
—Pero si yo nunca me meto en líos, señora Weasley. Usted ya me conoce,
me gusta la tranquilidad...
La mujer soltó una risita llorosa y se separó del muchacho.
—Portaos bien, chicos...
Harry se metió en las llamas verde esmeralda y gritó: «¡A Hogwarts!» Tuvo
una última y fugaz visión de la cocina y del lloroso rostro de la señora Weasley
antes de que las llamas se lo tragaran. Mientras giraba vertiginosamente sobre
sí mismo, atisbo imágenes borrosas de otras habitaciones de magos, pero no
logró observarlas bien. Luego empezó a reducir la velocidad y finalmente se
detuvo en seco en la chimenea del despacho de la profesora McGonagall. Esta
apenas levantó la vista de su trabajo cuando él salió arrastrándose de la
chimenea.
—Buenas noches, Potter. Procura no ensuciarme la alfombra de ceniza.
—Descuide, profesora.
Harry se ajustó las gafas y se alisó el cabello mientras Ron aparecía girando
como una peonza en la chimenea. Después llegó Ginny, y los tres salieron del
despacho de la profesora rumbo a la torre de Gryffindor. Mientras recorrían los
pasillos, Harry miraba por las ventanas; el sol ya se estaba poniendo detrás de
los jardines, recubiertos de una capa de nieve aún más gruesa que la del jardín
de La Madriguera. A lo lejos vio a Hagrid dando de comer a Buckbeak delante
de su cabaña.
—«¡Baratija!» —dijo Ron cuando llegaron al cuadro de la Señora Gorda,
que estaba más pálida de lo habitual e hizo una mueca de dolor al oír la fuerte
voz del muchacho.
—No —contestó.
—¿Cómo que no?
—Hay contraseña nueva —aclaró la Señora Gorda—. Y no grites, por favor.
—Pero si hemos estado fuera, ¿cómo quiere que sepamos...?
—¡Harry! ¡Ginny!
Hermione corría hacia ellos; tenía las mejillas sonrosadas y llevaba puestos
la capa, el sombrero y los guantes.
—He llegado hace un par de horas. Vengo de visitar a Hagrid y Buck...
quiero decir Witherwings —dijo casi sin aliento—. ¿Habéis pasado unas buenas
vacaciones?
—Sí —contestó Ron—, bastante moviditas. Rufus Scrim...
—Tengo una cosa para ti, Harry —añadió Hermione sin mirar a Ron ni dar
señales de haberlo oído—. ¡Ah, espera, la contraseña! «¡Abstinencia!»
—Correcto —dijo la Señora Gorda con un hilo de voz, y el retrato se apartó
revelando el hueco.
—¿Qué le pasa? —preguntó Harry.
—Serán los excesos navideños —respondió Hermione poniendo los ojos en
blanco, y entró en la abarrotada sala común—. Su amiga Violeta y ella se
bebieron todo el vino de ese cuadro de monjes borrachos que hay en el pasillo
del aula de Encantamientos. En fin... —Rebuscó en su bolsillo y extrajo un rollo
de pergamino con la letra de Dumbledore.
—¡Perfecto! —exclamó Harry, y se apresuró a desenrollarlo. Ponía que su
próxima clase con el director del colegio sería la noche siguiente—. Tengo
muchas cosas que contarle, y a vosotros también. Vamos a sentarnos...
Pero en ese momento se oyó un fuerte «¡Ro-Ro!», y Lavender Brown salió a
toda velocidad de no se supo dónde y se arrojó a los brazos de Ron. Algunos
curiosos se rieron por lo bajo; Hermione soltó una risita cantarina y dijo:
—Allí hay una mesa. ¿Vienes, Ginny?
—No, gracias, he quedado con Dean —se excusó Ginny, aunque Harry
advirtió que no lo decía con mucho entusiasmo.
Dejaron a Ron y Lavender enzarzados en una especie de lucha
grecorromana y Harry condujo a Hermione hasta una mesa libre.
—¿Qué tal has pasado las Navidades?
—Bien —contestó ella encogiéndose de hombros—. No han sido nada del
otro mundo. ¿Y qué tal vosotros en casa de Ro-Ro?
—Ahora te lo cuento. Pero primero... Oye, Hermione, ¿no podrías...?
—No, no puedo. Así que no te molestes en pedírmelo.
—Creía que a lo mejor, ya sabes, durante las Navidades...
—La que se bebió una cuba de vino de hace quinientos años fue la Señora
Gorda, Harry, no yo. ¿Qué es esa noticia tan importante que querías contarme?
Hermione parecía demasiado furiosa para discutir con ella, de modo que
Harry renunció a hacerla razonar acerca de Ron y le explicó lo que había oído
decir a Malfoy y Snape.
Cuando terminó, Hermione reflexionó un momento y luego dijo:
—¿No crees que...?
—¿... fingía prestarle su ayuda para que Malfoy le contara qué es eso que
está tramando?
—Sí, más o menos.
—Eso mismo creen el padre de Ron y Lupin —refunfuñó Harry—. Pero
esto demuestra a las claras que Malfoy está planeando algo, no puedes negarlo.
—No, claro.
—Y que actúa obedeciendo las órdenes de Voldemort, como yo sospechaba.
—Hum... ¿Mencionó alguno de ellos a Voldemort?
—No estoy seguro —respondió Harry e intentó hacer memoria—. Snape
dijo «tu amo», de eso sí me acuerdo, ¿y quién va a ser su amo si no Voldemort?
—No lo sé —dijo Hermione mordiéndose el labio—. ¿Su padre? —Y se
quedó un momento con la mirada perdida, como absorta en sus pensamientos,
y ni siquiera vio a Lavender haciéndole cosquillas a Ron—. ¿Cómo está Lupin?
—preguntó al cabo.
—No muy bien —respondió Harry, y le contó lo de la misión del ex
profesor entre los hombres lobo y las dificultades a que se enfrentaba—. ¿Has
oído hablar de Fenrir Greyback?
—¡Pues claro! —dijo Hermione con un sobresalto—. ¡Y tú también!
—¿Cuándo? ¿En Historia de la Magia? Sabes muy bien que jamás he
escuchado...
—No, no. En Historia de la Magia no. ¡Malfoy amenazó a Borgin con
enviarle a ese individuo! En el callejón Knockturn, ¿no te acuerdas? ¡Le dijo que
Greyback era un viejo amigo de su familia y que iría a ver qué progresos hacía!
Harry la miró boquiabierto.
—¡No me acordaba! Pues eso demuestra que Malfoy es un mortífago,
porque si no, ¿cómo iba a estar en contacto con Greyback y darle órdenes?
—Da que sospechar —admitió Hermione en voz baja—. A menos que...
—¡Vamos, Hermione! —la urgió Harry, exasperado—. ¡Esta vez tendrás
que reconocerlo!
—Bueno, cabe la posibilidad de que fuera un farol, una falsa amenaza...
—Eres increíble, de verdad —dijo Harry meneando la cabeza—. Ya
veremos quién tiene razón. Tendrás que tragarte lo que has dicho, Hermione
igual que el ministerio. ¡Ah, sí! Y también tuve una discusión con Rufus
Scrimgeour...
Pasaron el resto de la velada sin pelearse, criticando al ministro de Magia,
pues Hermione, como Ron, opinaba que después de todo lo que el ministerio le
había hecho pasar a Harry el año anterior, era una desfachatez que fueran a
pedirle ayuda.
El segundo trimestre empezó a la mañana siguiente con una agradable
sorpresa para los alumnos de sexto: por la noche habían colgado un gran letrero
en los tablones de anuncios de la sala común de cada una de las casas, que
anunciaba:
CLASES DE APARICIÓN
Si tienes diecisiete años o vas a cumplirlos antes
del 31 de agosto, puedes apuntarte a un cursillo
de Aparición de doce semanas dirigido por un
instructor de Aparición del Ministerio de Magia.
Se ruega a los interesados
que anoten su nombre en la lista.
Precio: 12 galeones.
Harry y Ron se unieron a los estudiantes que se apiñaban alrededor del
letrero esperando turno para anotar sus nombres. Ron se disponía a inscribirse
después de Hermione cuando Lavender se le acercó por detrás, le tapó los ojos
y canturreó: «¡Adivina quién soy, Ro-Ro!» Hermione se marchó con aire
ofendido y Harry la siguió, pues no tenía ningunas ganas de quedarse con Ron
y Lavender, pero se llevó una sorpresa al ver que su amigo los alcanzaba
cuando ellos acababan de salir por el hueco del retrato. Parecía contrariado y
tenía las orejas enrojecidas. Sin decir palabra, Hermione aceleró el paso para
alcanzar a Neville.
—Bueno, clases de Aparición —dijo Ron, sin duda tratando de que Harry
no mencionara lo que acababa de pasar—. Será divertido, ¿no?
—No lo sé —repuso Harry—. Quizá sea más cómodo hacerlo solo; cuando
Dumbledore me llevó con él no lo pasé muy bien, la verdad.
—Vaya, no recordaba que tú ya te habías aparecido... Más vale que apruebe
el examen a la primera. Fred y George lo consiguieron.
—Pero Charlie suspendió, ¿verdad?
—Sí, pero como Charlie es más corpulento que yo —dijo Ron abriendo los
brazos como para abarcar el contorno de un gorila—, los gemelos no se
metieron mucho con él, al menos cuando estaba presente.
—¿Cuándo podremos hacer el examen?
—En cuanto hayamos cumplido diecisiete años. ¡O sea que yo me
examinaré en marzo!
—Sí, pero no podrás aparecerte aquí, en el castillo —le advirtió Harry.
—Eso no importa. La gracia es que todo el mundo sepa que puedo
aparecerme si quiero.
Ron no era el único emocionado con las clases de Aparición. Ese día se
habló mucho del cursillo; el hecho de poder esfumarse y volver a aparecer al
antojo de uno ofrecía a los alumnos un mundo de posibilidades.
—Será genial eso de... —Seamus chasqueó los dedos—. Mi primo Fergus lo
hace continuamente sólo para fastidiarme; ya veréis cuando yo también pueda
desaparecerme... Le voy a hacer la vida imposible.
Y se emocionó tanto imaginando esa feliz circunstancia que agitó la varita
con excesivo entusiasmo y en lugar de generar una fuente de agua cristalina,
que era el objetivo de la clase de Encantamientos de ese día, hizo aparecer un
chorro de manguera que rebotó en el techo y le dio en plena cara al profesor
Flitwick.
El profesor se secó con una sacudida de su varita y, ceñudo, ordenó a
Seamus que copiara la frase «Soy un mago y no un babuino blandiendo un
palo». El chico se quedó un tanto abochornado.
—Harry ya se ha aparecido —le susurró Ron—. Dum... bueno, alguien lo
acompañó; Aparición Conjunta, ya sabes.
—¡Anda! —susurró Seamus, y Dean, Neville y él juntaron un poco más las
cabezas para que su compañero les explicara qué se sentía al aparecerse.
Durante el resto del día, muchos alumnos de sexto agobiaron a Harry con
preguntas, ansiosos por anticiparse a las sensaciones que experimentarían. Pero
ninguno de ellos se desanimó cuando les contó lo incómodo que era aparecerse,
aunque se sintieron sobrecogidos. Eran casi las ocho de la tarde y Harry todavía
estaba contestando a las preguntas de sus compañeros con pelos y señales. Al
final, para no llegar tarde a su clase particular, se vio obligado a alegar que
tenía que devolver sin falta un libro en la biblioteca.
En el despacho de Dumbledore, las lámparas estaban encendidas, los
retratos de sus predecesores roncaban suavemente en sus marcos y el
pensadero volvía a estar preparado encima de la mesa. El director tenía las
manos posadas a ambos lados de la vasija; la derecha se veía más negra y
chamuscada que antes. No parecía que se le estuviera curando, y Harry se
preguntó por enésima vez cómo se habría hecho el anciano profesor una lesión
tan extraña, pero no hizo ningún comentario; Dumbledore le había dicho que
ya lo sabría en su momento, y ahora había otro asunto del que Harry quería
hablar. Pero, antes de que pudiera decir nada acerca de Snape y Malfoy,
Dumbledore dijo:
—Tengo entendido que estas Navidades conociste al ministro de Magia.
—Sí. No está muy contento conmigo.
—No —suspiró Dumbledore—. Tampoco está contento conmigo. Debemos
procurar no hundirnos bajo el peso de nuestras tribulaciones, Harry, y seguir
luchando.
Harry forzó una sonrisa.
—Pretendía que le dijera a la comunidad mágica que el ministerio está
realizando una labor maravillosa.
—Fue idea de Fudge, ¿sabes? —comentó Dumbledore sonriendo también—.
Cuando en sus últimos días como ministro intentaba por todos los medios
aferrarse a su cargo, quiso hablar contigo con la esperanza de que le ofrecieras
apoyo...
—¿Después de todo lo que hizo el año pasado? —repuso Harry—.
¿Después de lo de la profesora Umbridge?
—Le dije a Cornelius que lo descartara, pero la idea persistió a pesar de que
él abandonó el ministerio. Pocas horas después del nombramiento de
Scrimgeour, me reuní con él y me pidió que le organizara una entrevista
contigo.
—¡Así que discutieron por eso! —saltó Harry—. Salió en El Profeta.
—Es inevitable que alguna que otra vez El Profeta diga la verdad. Aunque
sea sin querer. Sí, ése fue el motivo de nuestra discusión. Pues bien, resulta que
al final Rufus halló la manera de abordarte.
—Me acusó de ser «fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste».
—¡Qué insolencia!
—Le contesté que sí, que lo era.
Dumbledore fue a decir algo, pero cerró la boca. Detrás de Harry, Fawkes, el
fénix, emitió un débil y melodioso quejido. Entonces el muchacho, reparando
en que al director se le habían humedecido los ojos, desvió rápidamente la
mirada y se quedó contemplándose los zapatos, abochornado. Sin embargo,
cuando Dumbledore habló, no lo hizo con voz quebrada.
—Me conmueves, Harry.
—Scrimgeour quería saber adonde va usted cuando no está en Hogwarts —
continuó Harry, sin apartar la vista de los zapatos.
—Sí, me consta que le encantaría saberlo —repuso Dumbledore con un deje
jovial, y Harry consideró oportuno levantar la mirada—. Incluso ha intentado
espiarme. Tiene gracia. Ordenó a Dawlish que me siguiera. Eso no estuvo nada
bien. Ya me vi obligado a embrujar a ese auror en una ocasión y, lamentándolo
mucho, tuve que hacerlo otra vez.
—Entonces ¿todavía no saben adonde va? —preguntó Harry con la
esperanza de que le revelara esa intrigante cuestión, pero Dumbledore se limitó
a sonreír mirándolo por encima de sus gafas de media luna.
—No, no lo saben, y de momento tampoco es oportuno que lo sepas tú. Y
ahora te sugiero que nos demos prisa, a menos que haya algo más...
—Sí, señor. Quería comentarle algo acerca de Malfoy y Snape.
—Del profesor Snape, Harry.
—Sí, señor. Los oí hablar durante la fiesta del profesor Slughorn... Bueno, la
verdad es que los seguí...
Dumbledore escuchó el relato de Harry con gesto imperturbable. Cuando
terminó, el director guardó silencio unos instantes y luego dijo:
—Gracias por contármelo, pero te sugiero que no te preocupes. No creo que
sea nada relevante.
—¿Que no es relevante? —repitió Harry, incrédulo—. Profesor, ¿ha
entendido bien...?
—Sí, Harry, estoy dotado de una extraordinaria capacidad mental y he
entendido todo lo que me has contado —lo cortó Dumbledore con cierta
dureza—. Creo que hasta podrías considerar la posibilidad de que haya
comprendido más cosas que tú. Agradezco que me lo hayas confiado, pero te
aseguro que no me produce inquietud alguna.
Harry, contrariado, guardó silencio y miró a los ojos a Dumbledore. ¿Qué
estaba pasando? ¿Acaso el director había encomendado a Snape que averiguara
las actividades de Malfoy, en cuyo caso ya sabía todo cuanto él acababa de
contarle? ¿O sí estaba preocupado por todo eso pero fingía no estarlo?
—Entonces, señor —dijo Harry procurando sonar sereno y respetuoso—,
¿sigue usted confiando...?
—Ya fui lo bastante tolerante en otra ocasión al contestar a esa pregunta —
repuso Dumbledore con un tono nada tolerante—. Mi respuesta no ha
cambiado.
—Eso parece —dijo una insidiosa vocecilla; por lo visto, Phineas Nigellus
sólo fingía dormir. Dumbledore no le hizo caso.
—Y ahora, Harry, debo insistir en que nos demos prisa. Tengo cosas más
importantes de que hablar contigo esta noche.
Harry se quedó quieto intentando dominar la rabia que sentía. ¿Qué
pasaría si se negaba a cambiar de tema, o si insistía en discutir acerca de las
acusaciones que tenía contra Malfoy? Dumbledore meneó la cabeza como si le
hubiera leído el pensamiento.
—¡Ay, Harry, esto pasa a menudo, incluso entre los mejores amigos! Cada
uno está convencido de que lo que dice es mucho más importante que cualquier
cosa que los demás puedan aportar.
—Yo no opino que lo que usted tiene que decirme no sea importante, señor
—puntualizó Harry con rigidez.
—Pues bien, estás en lo cierto porque lo es —repuso Dumbledore con
vehemencia—. Hay dos recuerdos más que quiero enseñarte esta noche; ambos
los obtuve con enormes dificultades, y creo que el segundo es el más
trascendental que he logrado recoger.
Harry no hizo ningún comentario; seguía enfadado por cómo habían sido
recibidas sus confidencias, pero no ganaría nada cerrándose en banda.
—Bueno —dijo Dumbledore con voz enérgica—, esta noche retomaremos la
historia de Tom Ryddle, a quien en la pasada clase dejamos a punto de iniciar
su educación en Hogwarts. Recordarás cómo se emocionó cuando se enteró de
que era mago y rechazó mi compañía para ir al callejón Diagon, y que yo, por
mi parte, le advertí que no podría seguir robando cuando estuviera en el
colegio.
»Pues bien, se inició el curso y con él llegó Tom Ryddle, un muchacho
tranquilo ataviado con una túnica de segunda mano, que aguardó su turno con
los otros alumnos de primer año en la Ceremonia de Selección. El Sombrero
Seleccionador lo envió a Slytherin en cuanto le rozó la cabeza —continuó
Dumbledore, señalando con un floreo de la mano el estante de la pared donde
reposaba, inmóvil, el viejo Sombrero Seleccionador—. Ignoro cuánto tardó
Ryddle en enterarse de que el famoso fundador de su casa podía hablar con las
serpientes; quizá lo averiguó esa misma noche. Estoy seguro de que esa
revelación lo emocionó aún más e incrementó su autosuficiencia.
»Con todo, si asustaba o impresionaba a sus compañeros de casa con
exhibiciones de lengua pársel en la sala común, el profesorado nunca tuvo
noticia de ello. No daba ninguna señal de arrogancia ni agresividad. Era un
huérfano con un talento inusual y muy apuesto, y, como es lógico, atrajo la
atención y las simpatías del profesorado casi desde su llegada. Parecía educado,
apacible y ávido de conocimientos, de modo que causó una impresión favorable
en la mayoría de los profesores.
—¿Usted no les explicó, señor, cómo se había comportado el día que lo
conoció en el orfanato? —preguntó Harry.
—No, no lo hice. Pese a que él no había dado muestras del menor
arrepentimiento, cabía la posibilidad de que lamentara cómo había actuado
hasta entonces y que hubiera decidido enmendarse. Por ese motivo, decidí darle
una oportunidad.
Dumbledore hizo una pausa y miró inquisitivamente a Harry, que había
despegado los labios para decir algo. Una vez más, el director exhibía su
tendencia a confiar en los demás a pesar de existir pruebas aplastantes de que
no lo merecían. Pero entonces Harry recordó algo...
—En realidad usted no se fiaba de él, ¿verdad, señor? El me dijo... El
Ryddle que salió de aquel diario me dijo:
«A Dumbledore nunca le gusté tanto como a los otros profesores.»
—Digamos que no di por hecho que fuera digno de confianza —aclaró
Dumbledore—. Como ya te he explicado, decidí vigilarlo bien y eso fue lo que
hice. No puedo afirmar que extrajera mucha información de mis observaciones,
al menos al principio, porque Ryddle era muy cauteloso conmigo; sin duda,
tenía la impresión de que, con la emoción del descubrimiento de su verdadera
identidad, me había contado demasiadas cosas. Procuró no volver a revelarme
nada, pero no podía retirar los comentarios que ya se le habían escapado con la
agitación del primer momento, ni la historia que me había explicado la señora
Cole. Sin embargo, tuvo la sensatez de no intentar cautivarme como cautivó a
tantos de mis colegas.
»A medida que pasaba de curso, iba reuniendo a su alrededor a un grupo
de fieles amigos; los llamo así a falta de una palabra más adecuada, aunque,
como ya te he explicado, es indudable que Ryddle no sentía afecto por ninguno
de ellos. Sus compinches y él ejercían una misteriosa fascinación sobre los
demás habitantes del castillo. Eran un grupo variopinto: una mezcla de
personajes débiles que buscaban protección, personajes ambiciosos que
deseaban compartir la gloria de otros y matones que gravitaban en torno a un
líder capaz de mostrarles formas más refinadas de crueldad. Dicho de otro
modo, eran los precursores de los mortífagos y, de hecho, algunos de ellos se
convirtieron en los primeros mortífagos cuando salieron de Hogwarts.
«Estrictamente controlados por Ryddle, nunca los sorprendieron obrando
mal, aunque los siete años que pasaron en Hogwarts estuvieron marcados por
diversos incidentes desagradables a los que nunca se los pudo vincular de
manera fehaciente; el más grave de esos incidentes fue, por supuesto, la
apertura de la Cámara de los Secretos, que causó la muerte de una alumna.
Como ya sabes, Hagrid fue injustamente acusado de ese crimen.
»No he encontrado muchos recuerdos de la estancia de Ryddle en
Hogwarts —continuó Dumbledore mientras colocaba su marchita mano sobre
el pensadero—. Muy pocos de quienes lo conocieron entonces están dispuestos
a hablar de él porque lo temen demasiado. Lo que sé lo averigüé cuando él ya
había abandonado Hogwarts, después de concienzudos esfuerzos para localizar
a algunas personas a las que creí que podría sonsacar información, registrar
antiguos archivos e interrogar a testigos tanto muggles como magos.
»Los pocos que accedieron a hablar me contaron que Ryddle estaba
obsesionado por sus orígenes. Eso es comprensible, desde luego, puesto que se
había criado en un orfanato y, como es lógico, quería saber cómo había ido a
parar allí. Al parecer buscó en vano el rastro de Tom Ryddle sénior en las placas
de la sala de trofeos, en las listas de prefectos de los archivos del colegio e
incluso en los libros de historia de la comunidad mágica. Finalmente, se vio
obligado a aceptar que su padre nunca había pisado Hogwarts. Creo que fue
entonces cuando abandonó de forma definitiva su apellido, adoptó la identidad
de lord Voldemort e inició las indagaciones sobre la familia de su madre, a la
que hasta entonces había desdeñado; como recordarás, ella era la mujer que,
según él, no podía ser bruja puesto que había sucumbido a la ignominiosa
debilidad humana de la muerte.
»El único dato de que disponía era el nombre "Sorvolo"; en el orfanato le
habían dicho que así se llamaba su abuelo materno. Por fin, tras minuciosas
investigaciones en viejos libros de familias de magos, descubrió la existencia de
los descendientes de Slytherin, así que al cumplir los dieciséis años se marchó
para siempre del orfanato, adonde iba todos los veranos, y emprendió la
búsqueda de sus parientes, los Gaunt...
Dumbledore se levantó y Harry vio que volvía a sostener una botellita de
cristal llena de recuerdos nacarados que formaban remolinos.
—Me considero muy afortunado por haber recogido esto —dijo mientras
vertía la reluciente sustancia en el pensadero—. Lo comprenderás cuando lo
hayamos experimentado. ¿Estás preparado, Harry?
Harry se acercó a la vasija de piedra y se inclinó obedientemente hasta que
su cara atravesó la superficie que formaban los recuerdos. Volvió a sentir que se
precipitaba en el vacío, una sensación que empezaba a resultarle familiar, y
poco después aterrizó sobre un sucio suelo de piedra en medio de una
oscuridad casi total.
Tardó unos segundos en reconocer el lugar, y cuando lo consiguió,
Dumbledore ya había aterrizado a su lado. Harry nunca había visto nada tan
sucio como la casa de los Gaunt: las telarañas invadían el techo, una capa de
mugre cubría el suelo y encima de la mesa había restos de comida podrida y
mohosa entre varios cazos con repugnantes posos. La única luz era la que
proyectaba una vela que ardía parpadeando, colocada a los pies de un hombre
de cabello y barba tan largos que Harry no le veía los ojos ni la boca. Estaba
desplomado en un sillón, junto al fuego, y al principio Harry pensó que estaba
muerto. Pero entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta y el hombre despertó
sobresaltado; enarboló la varita mágica que sujetaba con la mano derecha y un
pequeño cuchillo que tenía en la izquierda.
La puerta se abrió con un chirrido. En el umbral, sosteniendo una vieja
lámpara, apareció un muchacho alto, pálido, de cabello oscuro y rostro
agraciado al que Harry reconoció de inmediato: era Voldemort de adolescente.
Voldemort paseó despacio la mirada por la casucha y descubrió al hombre
sentado en el sillón. Ambos se observaron unos segundos; entonces el hombre
se incorporó tambaleándose y las numerosas botellas que había esparcidas por
el suelo entrechocaron y tintinearon.
—¡Tú! —bramó—. ¡Tú! —Y se lanzó dando traspiés hacia Ryddle, con la
varita y el cuchillo en ristre.
—Quieto —dijo Ryddle en pársel.
El hombre patinó y chocó contra la mesa, tirando varios cazos mohosos al
suelo. Entonces miró fijamente a Ryddle. Reinó un largo silencio mientras se
contemplaban, hasta que el hombre lo rompió.
—¿La hablas?
—Sí, la hablo —contestó Ryddle. Dio unos pasos hacia el interior de la
habitación y dejó que la puerta se cerrara por sí sola detrás de él. Harry no pudo
evitar sentir una mezcla de admiración y envidia por la absoluta falta de miedo
de Voldemort, cuyo rostro sólo expresaba asco y quizá una ligera decepción.
—¿Dónde está Sorvolo? —preguntó.
—Está muerto —contestó el otro—. Murió hace años, ¿no lo sabías?
—Entonces ¿quién eres tú?
—Yo soy Morfin. ¡Morfin!
—¿El hijo de Sorvolo?
—Pues claro.
Morfin se apartó el pelo de la sucia cara para ver mejor a Ryddle, y Harry
vio en su mano derecha el anillo con la piedra negra de Sorvolo.
—Creí que eras ese muggle —susurró Morfin—. Eres igual que ese muggle.
—¿Qué muggle ? —preguntó Ryddle con brusquedad.
—Ese muggle que le gustaba a mi hermana, ese muggle que vive en la gran casa de
más allá —repuso Morfin, y escupió en el suelo entre ambos—. Eres igual que él.
Ryddle. Pero él es más viejo que tú, ¿no? Sí, ahora que lo pienso, él es más viejo que tú.
—Morfin parecía un tanto aturdido y se balanceaba un poco; se había agarrado
al borde de la mesa para no caerse—. Él regresó, ¿entiendes? —dijo como
atontado.
Voldemort lo observaba como calibrando sus posibilidades. Se acercó un
poco más y le dijo:
—¿Ryddle regresó?
—Sí, la abandonó; ¡y bien merecido lo tuvo por haberse casado con un cerdo! —
respondió Morfin, y volvió a escupir en el suelo—. ¡Además, antes de fugarse nos
robó! ¿Dónde está el guardapelo, eh? ¿Dónde está el guardapelo de Slytherin? —
Voldemort no contestó. Morfin se estaba enfureciendo de nuevo; enarboló el
cuchillo y gritó—: ¡Esa cerda nos deshonró! ¿Y quién eres tú para venir aquí y hacer
preguntas sobre esas cosas? Todo ha terminado, ¿no? Todo ha terminado...
Miró hacia otro lado, volviendo a tambalearse ligeramente, y Voldemort
avanzó unos pasos. Entonces una extraña oscuridad se apoderó de la estancia y
extinguió la lámpara de Voldemort y la vela de Morfin, lo extinguió todo...
Dumbledore sujetó con fuerza el brazo de Harry y ambos volvieron a
elevarse hasta llegar al presente. Después de aquella oscuridad impenetrable, la
débil luz dorada del despacho del anciano profesor deslumbre al muchacho.
—¿Ya está? —preguntó Harry, parpadeando—. ¿Por qué se ha quedado
todo a oscuras, qué ha pasado?
—Porque después de eso Morfin no pudo recordar nada —contestó
Dumbledore, y le indicó que volviera a sentarse—. Cuando a la mañana
siguiente despertó, estaba tendido en el suelo, solo. Pero el anillo de Sorvolo
había desaparecido.
»Entretanto, en Pequeño Hangleton una sirvienta corría por la calle
principal gritando que había tres cadáveres en el salón de la gran casa: eran los
de Tom Ryddle sénior, su padre y su madre. Las autoridades muggles se
quedaron perplejas. Que yo sepa, todavía no saben cómo murieron los Ryddle,
ya que la maldición Avada Kedavra no suele dejar lesiones visibles. La excepción
se halla en este preciso momento ante mí —añadió Dumbledore señalando la
cicatriz de Harry—. En cambio, el ministerio supo de inmediato que se trataba
de un asesinato triple perpetrado por un mago. También sabían que al otro lado
del valle donde se alzaba la mansión de los Ryddle, vivía un ex presidiario que
odiaba a los muggles y que ya había sido condenado una vez por agredir a una
de las personas que habían encontrado muertas.
»Así pues, el ministerio llamó a declarar a Morfin. Pero no necesitaron
interrogarlo, ni utilizar Veritaserum o Legeremancia. Morfin confesó de
inmediato ser el autor de los asesinatos y dio detalles que sólo el criminal podía
conocer. Declaró que se sentía orgulloso de haber matado a aquellos muggles y
que llevaba años esperando que se presentara la ocasión. Como entregó su
varita, se demostró que había sido utilizada para matar a los Ryddle. De modo
que permitió que lo llevaran a Azkaban sin oponer resistencia. Lo único que lo
atormentaba era que hubiera desaparecido el anillo de su padre. "Me matará
por haberlo perdido. Me matará por haber perdido su anillo", decía una y otra
vez a sus captores. Y al parecer fue lo único que dijo a partir de ese día, pues
pasó el resto de su vida en Azkaban lamentando la pérdida de la última reliquia
de Sorvolo. Morfin está enterrado cerca de la prisión, junto con los otros
desdichados que expiraron dentro de sus muros.
—¿Voldemort le robó la varita mágica a Morfin y la utilizó? —preguntó
Harry enderezándose en el asiento.
—Así es. No tenemos ningún recuerdo que lo demuestre, pero creo que
podemos estar casi seguros de lo que pasó: Voldemort le hizo un encantamiento
aturdidor a su tío, le quitó la varita y cruzó el valle hasta «la gran casa de más
allá», donde asesinó al muggle que había abandonado a Mérope y, por si acaso,
mató también a sus abuelos muggles, de modo que destruyó por completo el
indigno linaje de los Ryddle y se vengó del padre que nunca lo quiso. Luego
regresó a la casucha de los Gaunt, realizó unos complejos conjuros para
implantar un falso recuerdo en la mente de su tío, dejó la varita de Morfin junto
a su propietario, que estaba inconsciente, se guardó el antiguo anillo que éste
llevaba puesto y se marchó.
—¿Y Morfin no se dio cuenta de que no lo había hecho él?
—No, nunca —dijo Dumbledore—. Hizo una confesión detallada y
jactanciosa.
—¡Pero si Morfin siempre conservó el recuerdo de su conversación con
Voldemort!
—Así es, pero hicieron falta arduas sesiones de experta Legeremancia para
recuperar dicho recuerdo —aclaró Dumbledore—. Además, ¿por qué iba
alguien a ahondar más en la mente de Morfin si él ya había confesado el
crimen? Sin embargo, conseguí realizarle una visita en sus últimas semanas de
vida, cuando yo trataba de descubrir todo lo posible acerca del pasado de
Voldemort. Me costó mucho extraer ese recuerdo, y al ver su contenido intenté
que liberaran a Morfin de Azkaban. Pero, antes de que el ministerio tomase una
decisión, murió.
—¿Cómo es posible que el ministerio no se diera cuenta de que Voldemort
le había hecho todo eso a Morfin? —preguntó Harry con un matiz de
reproche—. Entonces él era menor de edad, ¿no? ¡Creía que el ministerio podía
detectar la magia realizada por menores de edad!
—Tienes parte de razón: el ministerio es capaz de detectar la magia, pero
no a su autor. Recuerda que te acusaron de realizar un encantamiento
levitatorio que en realidad había realizado...
—Dobby —gruñó Harry; esa injusticia todavía le dolía—. Entonces, si eres
menor de edad y haces magia en la casa de un mago o una bruja adultos, ¿el
ministerio no sabe que has sido tú?
—No pueden saber quién ha realizado la magia —confirmó Dumbledore, y
sonrió al ver la indignación de Harry—. Confían en que los padres magos
hagan cumplir las leyes a sus hijos mientras vivan bajo su techo.
—¡Vaya tontería! —dijo Harry con desdén—. ¡Mire lo que pasó en este caso,
mire lo que le pasó a Morfin!
—Estoy de acuerdo contigo —convino Dumbledore—. Fuera lo que fuese
Morfin, no merecía morir como murió, acusado de unos asesinatos que no
cometió. Pero se está haciendo tarde, y antes de que nos separemos quiero que
veas el segundo recuerdo...
Dumbledore se sacó otra ampolla de cristal de un bolsillo interior y Harry
se calló de inmediato porque recordó que había anunciado que ése era el
recuerdo más importante de cuantos había recogido. Harry se dio cuenta de
que al director le costaba vaciar el contenido en el pensadero, como si se
hubiera espesado ligeramente. ¿Acaso caducaban los recuerdos?
—Éste no nos llevará mucho tiempo —dijo Dumbledore cuando finalmente
consiguió vaciar la ampolla—. Volveremos enseguida. Acércate al pensadero,
Harry...
El muchacho volvió a atravesar la superficie plateada y esta vez aterrizó
delante de un hombre al que reconoció de inmediato: Horace Slughorn, pero
mucho más joven.
Harry estaba tan acostumbrado a la calva del profesor que le desconcertó
un poco verlo con una mata de tupido y brillante cabello de color pajizo;
parecía que le hubieran puesto un tejado de paja en la cabeza, pero en la
coronilla ya tenía una reluciente calva del tamaño de un galeón; por lo demás,
el bigote, menos poblado que el que Harry veía en el presente, era rubio rojizo.
Slughorn no estaba tan gordo en sus años mozos, aunque los botones dorados
del chaleco con ricos bordados soportaban cierta tensión. Estaba repantigado en
un cómodo sillón de orejas y apoyaba los pequeños pies en un puf de
terciopelo; en una mano tenía una copita de vino y con la otra rebuscaba en una
caja de piña confitada.
Harry echó un vistazo mientras Dumbledore aparecía a su lado y
comprendió que se encontraban en el despacho de Slughorn. Había media
docena de adolescentes sentados alrededor del profesor, en asientos más duros
o más bajos que el suyo. Harry reconoció al instante a Ryddle: con la mano
derecha apoyada perezosamente en el brazo de su butaca, era el que parecía
más relajado de todos y su rostro, el más atractivo. Harry dio un respingo al ver
que llevaba el anillo de oro con la piedra negra de Sorvolo, pues eso significaba
que ya había matado a su padre.
—¿Es cierto que la profesora Merrythought se retira, señor? —preguntó en
ese momento Ryddle.
—¡Ay, Tom! Aunque lo supiera no podría decírtelo —contestó Slughorn
haciendo un gesto reprobatorio con el dedo índice cubierto de almíbar, aunque
estropeó ligeramente el efecto al guiñarle un ojo al muchacho—. Desde luego,
me gustaría saber de dónde obtienes la información, chico; estás más enterado
que la mitad del profesorado, te lo aseguro. —Ryddle sonrió y los otros
muchachos rieron y le lanzaron miradas de admiración—. Claro, con tu
asombrosa habilidad para saber cosas que no deberías saber y con tus
meticulosos halagos a la gente importante... Por cierto, gracias por la piña; has
acertado, es mi golosina favorita. Mientras varios alumnos reían
disimuladamente, pasó algo muy extraño: de pronto la habitación se llenó de
una espesa niebla blanca, de modo que Harry no veía más que la cara de
Dumbledore, que estaba de pie a su lado. Entonces la voz de Slughorn resonó a
través de la niebla, exageradamente fuerte:
—...Te echarás a perder, chico, ya verás.
La niebla se disipó con la misma rapidez con que había aparecido, y, sin
embargo, nadie hizo ninguna alusión a lo ocurrido ni puso cara de que acabara
de pasar algo inusual. Desconcertado, Harry miró alrededor al mismo tiempo
que un pequeño reloj dorado que había encima de la mesa de Slughorn daba las
once.
—Madre mía, ¿ya es tan tarde? —se extrañó el profesor—. Será mejor que
os marchéis, chicos, o tendremos problemas. Lestrange, si no me entregas tu
redacción mañana, no me quedará más remedio que castigarte. Y lo mismo te
digo a ti, Avery.
Slughorn se levantó del sillón y llevó su copa vacía a la mesa mientras los
muchachos salían del despacho. Ryddle, sin embargo, no se marchó enseguida.
Harry comprendió que se entretenía a propósito para quedarse a solas con el
profesor.
—Date prisa, Tom —dijo Slughorn al volverse y ver que seguía allí—. No
conviene que te sorprendan levantado a estas horas porque, además, eres
prefecto...
—Quería preguntarle una cosa, señor.
—Pregunta lo que quieras, muchacho, pregunta...
—¿Sabe usted algo acerca de los Horrocruxes, señor?
Y sucedió de nuevo: la densa niebla llenó la habitación y Slughorn y Ryddle
desaparecieron; en ese momento Harry sólo veía a Dumbledore, que sonreía
con serenidad a su lado. Entonces la voz de Slughorn volvió a resonar
extrañamente:
—¡No sé nada de los Horrocruxes, y si supiera algo tampoco te lo diría! ¡Y ahora
sal de aquí enseguida y que no vuelva a oírte mencionarlos!
—Bueno, ya está —anunció Dumbledore con placidez—. Ya podemos
marcharnos.
Los pies de Harry se despegaron del suelo y, segundos después, pisaron de
nuevo la alfombra que había delante de la mesa de Dumbledore.
—¿Eso es todo? —preguntó Harry sin comprender.
Dumbledore había manifestado que ése era el recuerdo más importante que
había obtenido, pero el muchacho no entendía qué era eso tan significativo.
Aquella niebla era rara, desde luego, y también el hecho de que nadie pareciera
reparar en ella, pero, por lo demás, no había ocurrido nada salvo que Ryddle
había formulado una pregunta y no había recibido respuesta.
—Como quizá hayas deducido —explicó Dumbledore mientras volvía a
sentarse a su mesa—, ese recuerdo ha sido alterado.
—¿Alterado? —repitió Harry, y también él se sentó.
—En efecto. El profesor Slughorn ha retocado sus propios recuerdos.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Creo que porque se avergüenza de lo que recuerda. Ha intentado
modificar su memoria para mostrar una imagen mejor de sí mismo, borrando
las partes que no quiere que yo vea. Como habrás comprobado, lo ha hecho de
un modo muy rudimentario, pero tanto mejor porque eso demuestra que el
verdadero recuerdo sigue allí, bajo las alteraciones.
»Y ahora, por primera vez te voy a mandar deberes. Tendrás que convencer
al profesor Slughorn de que te revele el recuerdo real, que sin duda tendrá para
nosotros una importancia crucial.
Harry lo miró a los ojos.
—No lo entiendo, señor —dijo con el tono más respetuoso de que fue
capaz—. Usted no me necesita. Podría utilizar la Legeremancia o el
Veritaserum...
—El profesor Slughorn es un mago extremadamente hábil y estará
preparado para ambas cosas —replicó Dumbledore—. Es mucho más
consumado en Oclumancia que el pobre Morfin Gaunt, y me sorprendería
mucho que no llevara encima un antídoto de Veritaserum desde el día que le
sonsaqué ese falso recuerdo.
»Opino que sería una tontería intentar arrancarle la verdad por la fuerza,
pues eso podría resultar contraproducente; no quiero que se marche de
Hogwarts. Sin embargo, tiene su punto débil, como todos nosotros, y creo que
tú eres la persona adecuada para minar sus defensas. Es fundamental que
conservemos el recuerdo real, Harry. Hasta qué punto es importante sólo lo
sabremos cuando lo hayamos visto. Así que buena suerte... y buenas noches.
Un tanto sorprendido por esa despedida tan brusca, Harry se puso
rápidamente en pie.
—Buenas noches, señor.
Cuando cerró la puerta tras él, oyó con claridad a Phineas Nigellus
diciendo:
—No entiendo por qué el chico puede hacerlo mejor que usted,
Dumbledore.
—No espero que lo entiendas, Phineas —replicó Dumbledore, y Fawkes
emitió otro débil y melodioso lamento.
18
Sorpresas de cumpleaños
Al día siguiente, Harry contó a Ron y Hermione la misión que Dumbledore le había asignado, aunque lo hizo por separado, pues Hermione seguía negándose
a permanecer en presencia de Ron más tiempo del imprescindible para lanzarle
una mirada de desprecio.
Ron opinó que Harry no iba a tener ningún problema con Slughorn.
—Te adora —le dijo a la hora del desayuno, mientras movía con apatía el
tenedor con que había pinchado un trozo de huevo frito—. ¿No ves que no te
negaría nada? ¡Si eres su pequeño príncipe de las pociones! Sólo tienes que
quedarte después de la clase y preguntárselo.
En cambio, la visión de Hermione era más pesimista.
—Si Dumbledore no pudo sonsacárselo, es que quiere ocultar a toda costa
lo que ocurrió —dijo en voz baja mientras ambos se hallaban en el patio, vacío y
nevado, a la hora del recreo—. Horrocruxes... Horrocruxes... Nunca he oído
mencionarlos...
—¿Nunca? Vaya. —Harry estaba decepcionado; tenía la esperanza de que
su amiga pudiera darle alguna pista.
—Deben de ser magia oscura muy avanzada. Si no, ¿por qué se habría
interesado Voldemort por ellos? Me parece que va a ser difícil obtener esa
información, Harry; tendrás que pensar muy bien cómo abordas a Slughorn,
preparar una estrategia...
—Ron dice que con sólo quedarme después de la clase de Pociones de esta
tarde...
—Vale, si eso opina Ro-Ro, será mejor que le hagas caso —replicó
Hermione enfureciéndose—. Al fin y al cabo, ¿alguna vez ha fallado el criterio
de Ro-Ro?
—Hermione, ¿no puedes...?
—¡Pues no! —replicó ella, y se marchó muy enfadada dejando a Harry solo
y hundido hasta los tobillos en la nieve.
Últimamente, las clases de Pociones resultaban un poco incómodas porque
los tres amigos tenían que sentarse juntos. Ese día, ella se llevó el caldero a la
otra punta de la mesa para estar cerca de Ernie, e ignoró a los otros dos chicos.
—¿Qué has hecho? —le susurró Ron a Harry mientras observaba el altivo
perfil de Hermione.
Pero, antes de que Harry contestara, Slughorn pidió silencio a sus alumnos.
—¡Callaos, por favor, callaos! ¡Deprisa, esta tarde tenemos mucho trabajo!
Tercera Ley de Golpalott... ¿Quién la sabe? ¡La señorita Granger, cómo no!
—La Tercera Ley de Golpalott establece que el antídoto para un veneno
confeccionado con diversos componentes es igual a algo más que la suma de los
antídotos de cada uno de sus diversos componentes —recitó Hermione de
carrerilla.
—¡Exacto! —exclamó Slughorn, eufórico—. ¡Diez puntos para Gryffindor!
Pues bien, si damos por válida esa ley...
Harry tendría que confiar en la aprobación de Slughorn y dar por válida la
Tercera Ley de Golpalott, porque no había entendido nada. Y nadie excepto
Hermione pareció entender tampoco lo que Slughorn dijo a continuación.
—...lo cual significa, como es evidente, que suponiendo que hayamos
conseguido identificar correctamente los ingredientes de la poción mediante el
revelahechizos de Scarpin, nuestro principal objetivo no es seleccionar los
antídotos de cada uno de esos ingredientes (tarea relativamente sencilla), sino
encontrar un componente adicional que, mediante un proceso casi alquímico,
transforme esos elementos dispares...
Ron, con la boca entreabierta, estaba garabateando distraídamente en su
nuevo ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas. Cada dos por tres se le
olvidaba que ya no podía esperar que Hermione lo sacara del apuro cuando no
entendía lo que un profesor explicaba.
—... así pues —terminó Slughorn—, quiero que cada uno de vosotros se
levante y coja una de estas ampollas de mi mesa. Tenéis que preparar un
antídoto del veneno que contienen antes de que termine la clase. ¡Buena suerte,
y no olvidéis poneros los guantes protectores!
Hermione ya se había levantado e iba hacia la mesa de Slughorn antes de
que el resto de la clase se hubiera dado cuenta de que tenía que ponerse en
movimiento. Cuando Harry, Ron y Ernie regresaron a la mesa, cada uno con
una ampolla, ella ya había vaciado el contenido de la suya en el caldero y estaba
encendiendo el fuego para calentarlo.
—Es una pena que el príncipe no pueda ayudarte mucho con esto, Harry —
comentó alegremente al incorporarse—. Esta vez tienes que entender los
principios que actúan en el proceso. ¡No te van a servir las carambolas ni los
trucos!
Harry, molesto, destapó el veneno que había cogido de la mesa de
Slughorn, que era de un rosa chillón, lo vertió en su caldero y encendió el fuego.
No tenía ni la más remota idea de cómo seguir. Entonces miró a Ron, que se
había quedado de pie con cara de idiota después de imitar lo poco que había
hecho Harry.
—¿Seguro que el príncipe no puede darte ninguna pista? —le susurró.
Harry sacó su inseparable ejemplar de Elaboración de pociones avanzadas y
buscó el capítulo de los antídotos. Encontró la Tercera Ley de Golpalott,
formulada palabra por palabra como Hermione la había recitado, pero no había
ni una sola anotación del príncipe que descifrara su significado. Al parecer, el
misterioso personaje, al igual que Hermione, no había tenido ningún problema
para entenderla.
—Nada —dijo Harry con pesimismo.
Hermione agitaba con entusiasmo su varita encima del caldero. Pero, por
desgracia, ellos no podían copiar su hechizo: Hermione había progresado tanto
en conjuros no verbales que no necesitaba pronunciar las palabras en voz alta.
Sin embargo, Ernie Macmillan murmuró sobre su caldero: «¡Specialis revelio!», y
como sus palabras les sonaron rimbombantes, Harry y Ron se apresuraron a
imitarlo.
Harry sólo tardó cinco minutos en darse cuenta de que su fama de mejor
elaborador de pociones de su curso se estaba resintiendo seriamente: Slughorn
se acercó a su caldero al dar la primera vuelta por la mazmorra, preparado para
lanzar sus habituales exclamaciones de satisfacción, pero se apartó a toda prisa
tosiendo, repelido por el olor a huevos podridos. La expresión de Hermione no
pudo ser más petulante; era evidente que le fastidiaba muchísimo que hasta
entonces Harry la hubiera superado en las clases de Pociones. La muchacha
empezó a trasvasar los diferentes ingredientes de su poción, misteriosamente
separados, a diez ampollas de cristal. Para no tener que contemplar esa imagen
irritante, Harry se inclinó sobre el libro del Príncipe Mestizo y pasó unas
páginas con excesiva brusquedad.
Y de pronto lo encontró, garabateado encima de una larga lista de
antídotos: «Se le mete un bezoar por el gaznate.»
Harry se quedó mirando las palabras un instante. ¿No había oído hablar de
bezoares, quizá hacía mucho tiempo? ¿No los había mencionado Snape en su
primera clase de Pociones? «Una piedra sacada del estómago de una cabra, que
protege de casi todos los venenos.»
No era una respuesta al problema de Golpalott, y si esa clase estuviera
dándola Snape, Harry no se habría atrevido a poner en práctica su ocurrencia,
pero aquél era un momento crítico y exigía medidas drásticas. Se dirigió a toda
prisa hacia el armario del material y rebuscó en él; apartó cuernos de unicornio
y marañas de hierbas secas hasta que, al fondo, encontró una pequeña caja de
cartón con el rótulo «Bezoares».
La abrió en el preciso instante en que Slughorn anunciaba: «¡Os quedan dos
minutos!» Dentro había media docena de piedras resecas de color marrón que
más parecían riñones disecados. Agarró una, devolvió la caja al armario y
regresó rápidamente a su caldero.
—¡Tiempo! —exclamó Slughorn con tono cordial—. ¡Vamos a ver qué tal lo
habéis hecho! ¿Qué puedes enseñarme, Blaise?
Poco a poco, Slughorn circuló alrededor del aula examinando los diversos
antídotos. Ningún alumno había terminado el trabajo, aunque Hermione
intentó meter unos ingredientes más en su botella antes de que se le acercara
Slughorn; Ron se había rendido por completo y se limitaba a intentar no
respirar los hediondos vapores que rezumaba su caldero, y Harry se quedó
esperando de pie, con el bezoar oculto en una mano ligeramente sudada.
Slughorn se dirigió a la mesa de Harry y sus amigos en último lugar. El
profesor olfateó la poción de Ernie y después la de Ron, de la que se apartó
rápidamente con una mueca de asco.
—¿Y tú, Harry? —dijo luego—. ¿Con qué vas a sorprenderme hoy?
Harry extendió el brazo, con el bezoar en la palma de la mano.
Slughorn miró la piedra varios segundos. Por un instante Harry temió que
fuera a reprenderlo. Pero entonces el profesor echó la cabeza atrás y soltó una
carcajada.
—¡Qué cara tienes, muchacho! —dijo, y sostuvo en alto el bezoar para que
los demás lo viesen—. ¡Eres igual que tu madre! ¡Y te has salido con la tuya!
¡Desde luego, un bezoar actuaría como antídoto de todas esas pociones!
Hermione, que tenía el rostro perlado de sudor y la nariz manchada de
hollín, se puso lívida. Todavía no había terminado su antídoto compuesto por
cincuenta y dos ingredientes (entre ellos un trozo de su propio cabello), que
borboteaba con lentitud detrás de Slughorn. Pero éste sólo tenía ojos para
Harry.
—Y eso del bezoar se te ha ocurrido a ti sólito, ¿no, Harry? —musitó
Hermione.
—¡He aquí el espíritu individualista que necesita el auténtico elaborador de
pociones! —exclamó Slughorn con jovialidad antes de que Harry respondiese—.
Igual que su madre, que también tenía esa intuición para prepararlas. No cabe
duda de que la has heredado de Lily. Sí, Harry, en efecto, si tuvieras un bezoar
a mano te sacaría del apuro, aunque, como no son efectivos con todos los
venenos y es difícil encontrarlos, vale la pena saber preparar antídotos...
La única persona presente que parecía más enfadada que Hermione era
Malfoy. A Harry le encantó ver que se había manchado con una sustancia que
parecía vómito de gato. Sin embargo, el timbre sonó antes de que ninguno de
los dos pudiera expresar su rabia porque Harry hubiese obtenido el mejo r
resultado sin hacer nada.
—¡Ya podéis recoger! —anunció Slughorn—. ¡Y diez puntos más para
Gryffindor por semejante descaro!
Sin dejar de sonreír satisfecho, Slughorn fue andando como un pato hasta
su mesa, que presidía la mazmorra.
Harry se entretuvo adrede en guardar sus cosas en la mochila. Ni Ron ni
Hermione, que parecían muy disgustados, le desearon suerte antes de
marcharse. Finalmente, Harry y Slughorn se quedaron solos en el aula.
—Date prisa, Harry, o llegarás tarde a tu próxima clase —le dijo Slughorn
con tono afable mientras ajustaba los cierres de oro de su maletín de piel de
dragón.
—Señor —repuso Harry, y no pudo evitar acordarse de Voldemort—,
quería preguntarle una cosa.
—Pues pregunta lo que quieras, chico, pregunta...
—Señor, ¿podría decirme qué son los Horrocruxes?
Slughorn se quedó helado y contrajo su redondeado rostro. Se humedeció
los labios y dijo con voz ronca:
—¿Qué has dicho?
—Le he preguntado si sabe qué son los Horrocruxes, señor. Verá, es que...
—Esto es un encargo de Dumbledore —susurró Slughorn, ya no con voz
jovial sino con miedo y alarma. Metió una mano en el bolsillo de la pechera y
sacó un pañuelo con el que se secó la frente—. Dumbledore te ha enseñado
ese... ese recuerdo —añadió—. ¿No es así?
—Sí —confirmó Harry tras decidir que era mejor no mentir.
—Sí, claro —repuso Slughorn con serenidad mientras seguía secándose el
pálido rostro—. Claro... Bueno, si has visto ese recuerdo, Harry, ya debes de
saber que yo no sé nada, nada —enfatizó—, acerca de los Horrocruxes.
Y, tras coger su maletín de piel de dragón, se guardó el pañuelo en el
bolsillo y se dirigió a la puerta.
—Señor —dijo Harry a la desesperada—, es que pensé que quizá recordara
usted algo más...
—¿Ah, sí? Pues te equivocaste, ¿entendido? ¡Te equivocaste! —gritó
Slughorn, y, antes de que Harry pudiera añadir una palabra más, cerró la
mazmorra de un portazo.
Ni Ron ni Hermione se mostraron comprensivos con Harry cuando éste les
informó de la desastrosa entrevista. Ella todavía rabiaba por cómo había
triunfado sin hacer el trabajo honradamente y Ron no le perdonaba que no
hubiera cogido otro bezoar para él.
—¡Habría sido una estupidez que los dos hiciéramos lo mismo! —
argumentó Harry—. Mira, tenía que engatusarlo un poco para interrogarlo
acerca de Voldemort, ¿entiendes? ¡Vamos, Ron, contrólate! —añadió,
exasperado, al ver que Ron hacía una mueca al oír ese nombre.
Contrariado por su fracaso y la actitud de sus amigos, Harry pasó varios
días reflexionando sobre qué hacer con Slughorn y decidió que, de momento,
permitiría que creyera que se había olvidado de los Horrocruxes; era mejor que
el profesor bajara la guardia antes de volver al ataque.
Como consecuencia de ello, Slughorn volvió a dedicarle el trato afectuoso
de siempre y pareció olvidarse del asunto. El muchacho esperaba que lo
invitase a alguna de sus fiestecillas nocturnas, pues esta vez aceptaría aunque
tuviera que cambiar el horario de los entrenamientos de quidditch. Sin
embargo, y por desgracia, la invitación no llegaba. Harry lo comentó con
Hermione y Ginny y supo que ni ellas ni nadie habían vuelto a recibir
invitación alguna. Eso tal vez significaba que Slughorn no se había olvidado del
asunto, como aparentaba, sino que estaba decidido a no darle más
oportunidades de hacerle preguntas.
Entretanto, por primera vez la biblioteca de Hogwarts no satisfizo la
curiosidad de Hermione. Estaba tan asombrada que incluso se le olvidó su
enfado con Harry por haber hecho trampa con el bezoar.
—¡No he encontrado ni una sola explicación de para qué sirven los
Horrocruxes! —le confesó—. ¡Ni una! He buscado en la Sección Prohibida y en
los libros más espantosos, que te indican cómo preparar pociones horripilantes,
¡y nada! Lo único que he encontrado es esto, en la introducción de Historia del
Mal, escucha: «Del Horrocrux, el más siniestro de los inventos mágicos, ni
hablaremos ni daremos datos»... A ver, entonces ¿por qué lo mencionan? —se
preguntó, impaciente, antes de cerrar de golpe el viejo libro, que soltó un
lúgubre quejido—. ¡Va, cállate! —le espetó, y se lo guardó en la mochila.
Al llegar febrero la nieve se fundió en los alrededores del colegio, pero la
sustituyó un tiempo frío y lluvioso muy desalentador. Había unas nubes bajas
de color entre gris y morado suspendidas sobre el castillo, y una constante y
gélida lluvia convertía los jardines en un lugar fangoso y resbaladizo. A
consecuencia de las condiciones climáticas, la primera clase de Aparición de los
alumnos de sexto, programada para un sábado por la mañana a fin de que
nadie se perdiera ninguna clase ordinaria, no se celebró en los jardines sino en
el Gran Comedor.
Cuando Harry y Hermione llegaron al comedor (Ron había bajado con
Lavender), vieron que las mesas habían desaparecido. La lluvia repicaba en las
altas ventanas y las nubes formaban amenazadores remolinos en el techo
encantado mientras los alumnos se congregaban alrededor de los profesores
McGonagall, Snape, Flitwick y Sprout, los jefes de cada una de las casas, y de
un mago de escasa estatura que Harry supuso era el instructor de Aparición
enviado por el ministerio. Tenía un rostro extrañamente desprovisto de color,
pestañas transparentes, cabello ralo y un aire incorpóreo, como si una simple
ráfaga de viento pudiese tumbarlo. Harry se preguntó si sus continuas
apariciones y desapariciones habrían mermado de algún modo su esencia, o si
esa fragilidad era ideal para alguien que se propusiera esfumarse.
—Buenos días —saludó el mago ministerial cuando hubieron llegado todos
los estudiantes y después de que los jefes de las casas impusieran silencio—. Me
llamo Wilkie Twycross y seré vuestro instructor de Aparición durante las doce
próximas semanas. Espero que sea tiempo suficiente para que adquiráis las
nociones de Aparición necesarias...
—¡Malfoy, cállate y presta atención! —gruñó la profesora McGonagall.
Todos volvieron la cabeza. Malfoy, levemente ruborizado, se apartó a
regañadientes de Crabbe, con quien al parecer estaba discutiendo en voz baja.
Snape puso cara de enfado, pero Harry sospechó que no se debía a la
impertinencia de Malfoy sino al hecho de que McGonagall hubiera regañado a
un alumno de su casa.
—...y para que muchos de vosotros podáis, después de este cursillo,
presentaros al examen —continuó Twycross, como si no hubiera habido
ninguna interrupción—. Como quizá sepáis, en circunstancias normales no es
posible aparecerse o desaparecerse en Hogwarts. Pero el director ha levantado
ese sortilegio durante una hora, exclusivamente dentro del Gran Comedor, para
que practiquéis. Permitid que insista en que no tenéis permiso para apareceros
fuera de esta sala y que no es conveniente que lo intentéis. Bien, ahora me
gustaría que os colocarais dejando un espacio libre de un metro y medio entre
cada uno de vosotros y la persona que tengáis delante.
A continuación se produjo un considerable alboroto cuando los alumnos,
entrechocándose, se separaron e intentaron apartar a los demás de su espacio.
Los jefes de las casas se pasearon entre ellos, indicándoles cómo situarse y
solucionando discusiones.
—¿Adonde vas, Harry? —preguntó Hermione.
Pero él no contestó; moviéndose deprisa entre el gentío, pasó cerca del
profesor Flitwick, quien con voz chillona intentaba colocar a unos alumnos de
Ravenclaw que querían estar en las primeras filas; pasó también cerca de la
profesora Sprout, que apremiaba a los de Hufflepuff para que formasen la fila;
y por fin, tras esquivar a Ernie Macmillan, consiguió situarse al fondo del
grupo, detrás de Malfoy, que con cara de malas pulgas aprovechaba el alboroto
para continuar su discusión con Crabbe, aunque guardaba el metro y medio de
distancia con su compañero.
—No puedo decirte cuándo, ¿vale? —le soltó Malfoy, sin percatarse de que
Harry se hallaba detrás de él—. Me está llevando más tiempo del que creía. —
Crabbe fue a replicar, pero Malfoy se le adelantó—: Óyeme bien, lo que yo esté
haciendo no es asunto tuyo. ¡Goyle y tú limitaos a hacer lo que os mandan y
seguid vigilando!
—Yo les cuento a mis amigos lo que estoy tramando cuando quiero que
vigilen por mí —dijo Harry lo bastante fuerte para que lo oyera Malfoy.
Este se dio la vuelta y se llevó una mano hacia su varita, pero en ese
momento los cuatro jefes de las casas gritaron «¡Silencio!» y los estudiantes
obedecieron. Malfoy se volvió despacio hacia el frente.
—Gracias —dijo Twycross—. Y ahora... —Agitó la varita y delante de cada
alumno apareció un anticuado aro de madera—. ¡Cuando uno se aparece, lo
que tiene que recordar son las tres D! ¡Destino, decisión y desenvoltura!
»Primer paso: fijad la mente con firmeza en el destino deseado. En este caso,
el interior del aro. Muy bien, haced el favor de concentraros en vuestro destino.
Los muchachos echaron disimulados vistazos para comprobar si alguien
obedecía a Twycross, y luego se apresuraron a hacer lo que acababa de
indicarles. Harry se quedó observando el círculo de suelo polvoriento
delimitado por su aro y se esforzó en no pensar en nada más. Pero le resultó
imposible porque no podía dejar de cavilar sobre qué tramaba Malfoy, para lo
cual, además, necesitaba centinelas.
—Segundo paso —dijo Twycross—: ¡centrad vuestra decisión en ocupar el
espacio visualizado! ¡Dejad que el deseo de entrar en él se os desborde de la
mente e invada cada partícula del cuerpo!
Harry miró de soslayo a sus compañeros. A su izquierda tenía a Ernie
Macmillan, que contemplaba su aro con tanta concentración que se estaba
poniendo colorado; parecía querer poner un huevo del tamaño de una quaffle.
Harry contuvo la risa y se apresuró a mirar de nuevo el espacio limitado por su
propio aro.
—Tercer paso —anunció Twycross—: cuando dé la orden... ¡girad sobre
vosotros mismos, sentid cómo os fundís con la nada y moveos con desenvoltura!
Atentos a mi orden: ¡uno!...
Harry miró otra vez alrededor y comprobó que muchos ponían cara de
pánico; seguramente no contaban con tener que aparecerse en la primera sesión
del cursillo.
—... ¡dos!...
Harry intentó volver a concentrarse en el aro; ya ni se acordaba de qué
significaban las tres D.
—... ¡tres!
Harry giró sobre sí, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Y no fue
el único. De pronto la gente que llenaba la sala se tambaleó: Neville quedó
tendido boca arriba en el suelo y Ernie Macmillan dio una especie de salto con
pirueta, se metió en el aro y puso cara de satisfacción hasta que vio a Dean
Thomas riéndose a carcajadas de él.
—No importa, no importa —dijo Twycross con aspereza. Por lo visto no
esperaba ningún resultado mejor—. Colocad bien vuestros aros, por favor, y
volved a la posición inicial...
El segundo intento no fue mejor que el primero. El tercero tampoco. Hasta
que en el cuarto pasó algo un poco emocionante. Se oyó un tremendo grito de
dolor y todos volvieron la cabeza, aterrados: Susan Bones, de Hufflepuff, se
tambaleaba dentro de su aro, pero la pierna izquierda se le había quedado a un
metro y medio de distancia, en el sitio de su posición original.
Los jefes de las casas corrieron hacia ella. Entonces se produjo un fuerte
estallido acompañado de una bocanada de humo morado; cuando el humo se
disipó, todos vieron a Susan sollozando. Había recuperado la pierna, pero
estaba muerta de miedo.
—La despartición, o separación involuntaria de alguna parte del cuerpo —
explicó Wilkie Twycross con calma—, se produce cuando la mente no tiene
suficiente decisión. Debéis concentraros ininterrumpidamente en vuestro
destino, y moveros sin prisa pero con desenvoltura... Así. —Dio unos pasos al
frente, giró con garbo con los brazos extendidos y se esfumó en medio de un
revuelo de la túnica, para aparecer al fondo del comedor—. Recordad las tres D
—insistió—. Venga, volved a intentarlo. Uno... dos... tres...
Pero, una hora después, la despartición de Susan aún era lo más interesante
que había pasado. Sin embargo, Twycross no parecía desanimado. Mientras se
abrochaba la capa, se limitó a decir:
—Hasta el próximo sábado, y no lo olvidéis: Destino... Decisión...
Desenvoltura.
Y dicho esto, agitó la varita para hacerles un hechizo desvanecedor a los
aros y luego salió del Gran Comedor acompañado por la profesora McGonagall.
De inmediato, los muchachos se pusieron a hablar y poco a poco fueron
desfilando hacia el vestíbulo.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Ron alcanzando a Harry—. Yo creo que
sentí algo la última vez que lo intenté, como un cosquilleo en los pies.
—Eso quiere decir que las zapatillas te van pequeñas, Ro-Ro —dijo una voz
detrás de ellos, y Hermione pasó a su lado con la cabeza alta y una sonrisa
burlona.
—Pues yo no he sentido nada —reconoció Harry, ignorando la
interrupción—. Pero ahora eso no me importa...
—¿Cómo que no te importa? ¿No quieres aprender a aparecerte? —inquirió
Ron, incrédulo.
—La verdad es que no me preocupa mucho. Prefiero volar. —Volvió la
cabeza para ver dónde estaba Malfoy y aceleró el paso cuando llegaron al
vestíbulo—. Oye, date prisa, ¿quieres? Tengo que hacer una cosa...
Ron, intrigado, se apresuró y lo siguió hasta la torre de Gryffindor. No
obstante, Peeves los entretuvo un rato, pues había atrancado una puerta del
cuarto piso y no dejaba pasar a nadie que no accediera a prenderse fuego en los
calzoncillos. Al final, Harry y Ron dieron media vuelta y tomaron uno de sus
atajos. Cinco minutos más tarde pasaban por el hueco del retrato.
—¿Piensas explicarme lo que estamos haciendo o no? —le preguntó Ron,
jadeando ligeramente.
—Por aquí —indicó Harry, y cruzó la sala común guiando a su amigo hasta
la puerta de la escalera de los chicos.
Como Harry esperaba, el dormitorio estaba vacío. Abrió su baúl y empezó
a rebuscar mientras Ron lo observaba con impaciencia.
—Oye, Harry...
—Malfoy está utilizando a Crabbe y Goyle como centinelas. Durante la
clase de Aparición estaba discutiendo con Crabbe. Quiero saber... ¡Aja!
Lo había encontrado: un trozo de pergamino doblado y aparentemente en
blanco. Harry lo desplegó, lo alisó y le dio unos golpecitos con la varita.
—«¡Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas!» O las de
Malfoy, vaya.
De inmediato, el mapa del merodeador apareció dibujado en la hoja de
pergamino. Era un detallado plano de los pisos del castillo, en el que se veía
cómo se trasladaban de un lugar a otro unos diminutos puntos negros, cada
uno rotulado con un nombre, que representaban a los habitantes del edificio.
—Ayúdame a encontrar a Malfoy —pidió Harry con urgencia.
Puso el mapa encima de su cama, y los dos amigos se inclinaron sobre él
para buscar a Malfoy.
—¡Aquí! —exclamó Ron poco después—. Está en la sala común de
Slytherin, mira... Con Parkinson, Zabini, Crabbe y Goyle...
Harry examinó el mapa, decepcionado, pero se recuperó casi de inmediato.
—Bueno, a partir de ahora no voy a perderlo de vista —prometió—. Y en
cuanto lo vea husmeando por ahí mientras Crabbe y Goyle montan guardia
fuera, me pondré la capa invisible e iré a averiguar qué está...
Se interrumpió cuando vio entrar en el dormitorio a Neville, que despedía
un fuerte olor a tela chamuscada y se puso a buscar otros calzoncillos en su
baúl.
Pese a su firme determinación de pillar a Malfoy, Harry no tuvo suerte en
las dos semanas siguientes. Aunque consultaba el mapa siempre que podía, en
ocasiones haciendo visitas innecesarias al lavabo entre clase y clase para
examinarlo, ni una sola vez vio a Malfoy en un sitio sospechoso. En cambio, sí
vio a Crabbe y Goyle paseando por el castillo, cada uno por su lado, con mayor
frecuencia de la habitual; a veces se detenían en un pasillo vacío, pero Malfoy
no sólo no estaba cerca de ellos, sino que era imposible localizarlo. Eso era muy
misterioso. Harry barajó la posibilidad de que Malfoy saliera del colegio, pero
¿cómo, si en el colegio se habían instalado severas medidas de seguridad?
Supuso que todo se debía a que costaba mucho distinguirlo entre los cientos de
puntos negros que aparecían en el mapa del merodeador. Respecto al hecho de
que Malfoy, Crabbe y Goyle fueran cada uno por su lado, mientras que hasta
entonces habían sido inseparables, era algo que solía suceder cuando uno se
hacía mayor: Harry recordó que Ron y Hermione, lamentablemente, ofrecían un
claro ejemplo de ello.
Febrero dejó paso a marzo y el tiempo no cambió mucho, aunque además
de llover hacía más viento. Todos los estudiantes manifestaron indignación
cuando en los tablones de anuncios de las casas apareció un letrero que
informaba sobre la cancelación de la siguiente excursión a Hogsmeade. Ron se
puso furioso.
—¡Iba a coincidir con mi cumpleaños! —exclamó—. ¡Me hacía mucha
ilusión!
—A mí no me sorprende que la hayan suspendido, la verdad —dijo
Harry—. Después de lo que le pasó a Katie...
Katie todavía no había vuelto de San Mungo. Y además, El Profeta había
informado de otras desapariciones, entre ellas varios parientes de alumnos de
Hogwarts.
—Pues lo único que ahora podrá motivarme un poco es esa tontería de la
Aparición —refunfuñó Ron—. Menudo regalo de cumpleaños...
Ya llevaban tres sesiones y se estaba demostrando que la Aparición no era
coser y cantar; a lo sumo, algunos estudiantes habían conseguido despartirse.
Se respiraba un ambiente de frustración y una palpable hostilidad hacia Wilkie
Twycross y sus tres D, lo cual había dado pie a varios apodos para el instructor;
los más educados, don Desastre y doctor Desgracia.
—¡Feliz cumpleaños, Ron! —dijo Harry el primero de marzo cuando los
ruidos de Seamus y Dean, que se iban a desayunar, los despertaron—. Toma, tu
regalo.
Lanzó un paquete sobre la cama de su amigo, donde ya había un pequeño
montón de obsequios que Harry supuso le habían dejado los elfos domésticos
por la noche.
—Gracias —contestó Ron, adormilado, y mientras desgarraba el envoltorio,
Harry se levantó, abrió su baúl y buscó el mapa del merodeador; siempre lo
escondía ahí después de utilizarlo. Sacó la mitad del contenido del baúl hasta
que lo encontró debajo de los calcetines, hechos una bola, donde todavía
guardaba la botellita de poción de la suerte Felix Felicis.
Se llevó el mapa a la cama, le dio unos golpecitos y pronunció: «¡Juro
solemnemente que mis intenciones no son buenas!», pero en voz muy baja para
que no lo oyera Neville, que en ese momento pasaba por allí.
—¡Son fenomenales, Harry! ¡Muchas gracias! —exclamó Ron, agitando
unos guantes de guardián nuevos.
—De nada —repuso Harry, distraído, mientras escudriñaba el dormitorio
de Slytherin en busca de Malfoy—. ¡Eh, me parece que no está en la cama...!
Ron no contestó; estaba demasiado ocupado abriendo paquetes y de vez en
cuando soltaba una exclamación de júbilo.
—¡Qué pasada de regalos me han hecho este año! —se alegró, y sostuvo en
alto un pesado reloj de pulsera de oro con extraños símbolos alrededor de la
esfera y diminutas estrellas móviles en lugar de manecillas—. ¡Mira lo que me
han enviado mis padres! Jo, me parece que el año que viene también me haré
mayor de edad.
—¡Qué guapo! —contestó Harry echándole un breve vistazo al reloj, y
siguió examinando atentamente el mapa. ¿Dónde se había metido Malfoy? No
estaba desayunando en la mesa de Slytherin del Gran Comedor, ni con Snape,
que estaba sentado en su despacho, ni en los lavabos, ni en la enfermería...
—¿Quieres uno? —le ofreció Ron con la boca llena, tendiéndole una caja de
calderos de chocolate.
—No, gracias —dijo Harry, y levantó la cabeza—. ¡Malfoy ha vuelto a
esfumarse!
—No puede ser —replicó su amigo, y se zampó otro caldero mientras se
levantaba para vestirse—. ¡Vamos, si no te das prisa tendrás que aparecerte con
el estómago vacío! Aunque, ahora que lo pienso, quizá sería más fácil así... —Se
quedó mirando la caja de calderos de chocolate, pensativo; luego se encogió de
hombros y se comió el tercero.
Harry le dio unos golpecitos con la varita al mapa, murmuró «¡Travesura
realizada!», aunque en realidad no había hecho ninguna, y se vistió sin dejar de
cavilar. Tenía que haber una explicación para las periódicas desapariciones de
Malfoy. Claro, la mejor forma de averiguarlo sería seguirlo, pero esa idea era
poco práctica aunque utilizara la capa invisible, porque tenía clases,
entrenamientos de quidditch, deberes y cursillo de Aparición. No podía pasarse
todo el día persiguiendo a Malfoy por el castillo sin que nadie reparara en sus
ausencias.
—¿Estás listo? —le preguntó a Ron, y se encaminó a la puerta del
dormitorio. Pero Ron no se movió; se había apoyado contra un poste de su
cama y miraba por la ventana, azotada por la lluvia, con los ojos desenfocados
de una forma muy extraña—. ¡Vamos! ¡El desayuno!
—No tengo hambre.
—Pero ¿no acabas de decir...?
—Está bien, bajaré contigo —cedió con un suspiro—, pero no voy a comer
nada.
Harry lo observó con ceño.
—Te has comido media caja de calderos, ¿verdad?
—No es eso —contestó Ron, y volvió a suspirar—. Déjalo; tú... no lo
entenderías.
—Y que lo digas —repuso Harry, muy extrañado, y se dio la vuelta para
salir al pasillo.
—¡Harry! —exclamó de pronto Ron.
—¿Qué?
—¡No puedo soportarlo, Harry!
—¿Qué es lo que no puedes soportar? —Empezaba a alarmarse de verdad.
Su amigo había palidecido y daba la impresión de que iba a vomitar.
—¡No puedo dejar de pensar en ella! —admitió Ron con voz quebrada.
Harry lo miró boquiabierto. No estaba preparado para una cosa así, y no
estaba seguro de querer escuchar su confesión. Eran íntimos amigos, pero si
Ron empezaba a llamar a Lavender «La-La», él se iba a plantar.
—¿Y por qué eso va a impedirte bajar a desayunar? —le preguntó,
procurando introducir un poco de sentido común en la conversación.
—Me parece que ella ni siquiera sabe que existo —dijo Ron con un gesto de
desesperación.
—¡Claro que sabe que existes! —exclamó Harry, perplejo—. Se pasa el día
besándote, ¿no?
—¿De quién estás hablando? —Ron parpadeó.
—¿Y de quién estás hablando tú? —Era evidente que aquel diálogo no tenía
ni pizca de lógica.
—De Romilda Vane —contestó Ron con un hilo de voz, pero el rostro se le
iluminó como si hubiese recibido un rayo de sol.
Se miraron a los ojos un momento, y al cabo Harry dijo:
—Es una broma, ¿verdad? Te estás burlando de mí.
—Creo que... creo que estoy enamorado de ella —confesó Ron con voz
ahogada.
—Vale. —Y se acercó a él, fingiendo que le examinaba los ojos y el pálido
semblante—. Muy bien. Dilo otra vez sin reírte.
—Estoy enamorado de ella —repitió Ron con voz entrecortada—. ¿Has
visto su cabello? Es negro, brillante y sedoso... ¡Y sus ojos! ¡Sus enormes ojos
castaños! Y su...
—Oye, mira, todo esto es muy divertido —lo cortó Harry—, pero basta de
bromas, ¿de acuerdo? Déjalo ya.
Giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta, pero apenas había dado
dos pasos cuando recibió un puñetazo en la oreja derecha. Se dio la vuelta
tambaleándose. Ron tenía el brazo preparado y el rostro crispado, a punto de
golpearlo de nuevo.
Reaccionando de manera instintiva, Harry sacó su varita del bolsillo y
pronunció el conjuro:
—¡Levicorpus!
Una fuerza invisible tiró del talón de Ron hacia arriba. El muchacho soltó
un grito y quedó colgado cabeza abajo, indefenso, con la túnica colgando.
—¿Por qué me has golpeado? —bramó Harry.
—¡La has insultado! ¡Has dicho que era una broma! —gritó Ron, y su cara
empezó a amoratarse por la sangre que le bajaba a la cabeza.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué demonios te ha...? —Y entonces vio la caja
abierta encima de la cama de Ron y la verdad lo sacudió con la fuerza de un trol
en estampida—. ¿De dónde has sacado esos calderos de chocolate?
—¡Son un regalo de cumpleaños! —chilló Ron, dando vueltas lentamente
en el aire mientras intentaba soltarse—. ¡Te he ofrecido uno! ¿No te acuerdas?
—Los has cogido del suelo, ¿verdad?
—Se han caído de mi cama, ¿te enteras? ¡Déjame bajar!
—No se han caído de tu cama, inútil. ¿Es que no lo entiendes? Esos calderos
son míos, los saqué de mi baúl cuando buscaba el mapa. ¡Son los que me regaló
Romilda antes de Navidad y están rellenos de filtro de amor!
Pero Ron sólo oyó una de las palabras pronunciadas por Harry.
—¿Romilda? —repitió—. ¿Has dicho Romilda? ¿Tú la conoces, Harry?
¿Puedes presentármela?
Harry se quedó mirándolo, allí colgado con cara de radiante optimismo, y
tuvo que reprimir el impulso de echarse a reír. Por una parte (la que estaba más
cerca de su dolorida oreja derecha) lo tentaba la idea de bajarlo y ver cómo se
comportaba igual que un enajenado hasta que le pasasen los efectos de la
poción. Pero, por la otra, se suponía que eran amigos... Ron no estaba en pleno
uso de sus facultades cuando le había pegado y Harry consideró que merecería
otro puñetazo si permitía que su amigo le declarara su amor a Romilda Vane.
—Vale, te la presentaré —dijo Harry por fin—. Ahora voy a bajarte.
Lo hizo caer de golpe (al fin y al cabo, la oreja le dolía mucho), pero Ron, en
lugar de protestar, se puso en pie con agilidad y muy sonriente.
—Debe de estar en el despacho de Slughorn —añadió, y salió del
dormitorio.
—¿Por qué iba a estar ahí? —preguntó Ron, corriendo para alcanzarlo.
—Es que Slughorn le da clases de repaso de Pociones —inventó Harry.
—A lo mejor puedo pedir que me dejen ir con ella, ¿no? —dijo Ron,
esperanzado.
—Me parece una idea genial.
Lavender estaba esperando junto al hueco del retrato, una complicación
que Harry no había previsto.
—¡Llegas tarde, Ro-Ro! —protestó la muchacha haciendo un mohín—. Te
he traído un regalo de...
—Déjame en paz —la interrumpió Ron con impaciencia—, Harry va a
presentarme a Romilda Vane.
Y salió por el hueco del retrato sin dirigirle ni una palabra más. Harry
intentó hacerle un gesto de disculpa a Lavender, pero debió de parecer una
mueca burlona porque la muchacha echaba chispas cuando la Señora Gorda se
cerró detrás de ellos.
A Harry le preocupaba que Slughorn estuviera desayunando, pero el
profesor abrió la puerta del despacho a la primera llamada. Llevaba un batín de
terciopelo verde a juego con un gorro de dormir, y todavía tenía cara de sueño.
—¡Hola, Harry! —murmuró—. Es muy temprano para visitas. Los sábados
suelo levantarme tarde.
—Siento mucho molestarlo, profesor —dijo Harry en voz baja; Ron se puso
de puntillas para atisbar en el despacho—, pero mi amigo ha ingerido un filtro
de amor por error. ¿No podría prepararle un antídoto? Yo lo llevaría a que la
señora Pomfrey lo viese, pero los productos de Sortilegios Weasley están
prohibidos, como usted sabe, y no quisiera poner a nadie en un compromiso...
—Me extraña que no le hayas preparado un remedio tú mismo, Harry,
siendo tan experto elaborador de pociones —comentó Slughorn.
—Verá, es que... —dijo Harry, mientras Ron le hincaba el codo en las
costillas para que entraran en el despacho— es que nunca he preparado un
antídoto para un filtro de amor, señor, y quizá cuando lo tuviera listo mi amigo
ya habría hecho algo grave...
Sin saberlo, Ron lo ayudó al gimotear:
—No la veo, Harry. ¿La tiene escondida?
—¿Cuándo se preparó esa poción? —preguntó Slughorn mientras
contemplaba a Ron con interés profesional—. Lo digo porque, si se conservan
mucho tiempo, sus efectos pueden potenciarse.
—Eso... eso lo explica todo —jadeó Harry mientras forcejeaba con Ron para
impedir que le soltara un puñetazo a Slughorn—. Hoy... hoy es su cumpleaños,
profesor —añadió con mirada implorante.
—Está bien. Pasad, pasad —cedió Slughorn—. Tengo todo lo necesario en
mi bolsa. No es un antídoto difícil...
Ron irrumpió en el caldeado y atiborrado despacho de Slughorn, tropezó
con un taburete adornado con borlas y recuperó el equilibrio agarrando a Harry
por el cuello:
—Romilda no me ha visto tropezar, ¿verdad? —murmuró ansioso.
—Ella todavía no ha llegado —lo tranquilizó Harry mientras observaba
cómo Slughorn abría su kit de pociones y añadía unos pellizcos de diversos
ingredientes en una botellita de cristal.
—¡Uf, qué suerte! —dijo Ron—. ¿Cómo me ves?
—Muy guapo —dijo Slughorn con naturalidad, y le tendió un vaso de un
líquido transparente—. Bébetelo, es un tónico para los nervios. Te tranquilizará
hasta que llegue ella.
—Excelente —repuso Ron entusiasmado, y se bebió el antídoto de un
ruidoso trago.
Harry y Slughorn lo observaron. Ron los miró con una amplia sonrisa en
los labios, pero ésta se fue desdibujando poco a poco hasta trocarse en una
expresión de desconcierto.
—Veo que has vuelto a la normalidad, ¿eh? —sonrió Harry. Slughorn soltó
una risita—. Gracias, profesor.
—De nada, amigo, de nada —dijo Slughorn. Ron se dejó caer en un sillón
con cara de consternación—. Lo que necesita ahora es algo que le levante el
ánimo. —Se acercó a una mesa llena de bebidas—. Tengo cerveza de
mantequilla, vino... Y me queda una botella de un hidromiel criado en barrica
de roble. Hum, tenía intención de regalársela a Dumbledore por Navidad...
¡Bueno —añadió encogiéndose de hombros—, no creo que eche de menos una
cosa que nunca ha tenido! Bien, ¿la abrimos y celebramos el cumpleaños del
señor Weasley? No hay nada como un buen licor para aliviar el dolor que
produce un desengaño amoroso...
Soltó una risotada y Harry lo imitó. Era la primera vez que estaba casi a
solas con Slughorn desde su fallido intento de sonsacarle el recuerdo auténtico.
Quizá si conseguía mantenerlo de buen humor... quizá si bebían suficiente
hidromiel criado en barrica de roble...
—Aquí tenéis —dijo el profesor, y le entregó a cada uno una copa de
hidromiel. Luego alzó la suya y brindó—: ¡Feliz cumpleaños, Ralph!...
—Ron —susurró Harry.
Pero Ron, sin prestar atención al brindis, ya se había llevado la copa a los
labios y bebido el hidromiel. Tras un instante, el tiempo que tarda el corazón en
dar un latido, Harry comprendió que pasaba algo grave, pero Slughorn no se
dio cuenta.
—... ¡y que cumplas muchos más!
—¡Ron!
Este soltó su copa e hizo ademán de levantarse del sillón, pero se dejó caer
de nuevo. Empezó a sacudir con violencia las extremidades y a echar
espumarajos por la boca, y los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Profesor! —exclamó Harry—. ¡Haga algo!
Slughorn parecía paralizado por la conmoción. Ron se retorcía y se
asfixiaba, y la cara se le estaba poniendo azulada.
—Pero ¿qué...? Pero ¿cómo...? —farfulló Slughorn.
Harry saltó por encima de una mesita, se lanzó sobre el kit de pociones que
el profesor había dejado abierto y empezó a sacar tarros y bolsitas. En la
estancia resonaban los espantosos gargarismos que hacía Ron al respirar.
Entonces encontró lo que buscaba: la piedra con aspecto de riñón reseco que
Slughorn le había cogido en la clase de Pociones.
Harry se precipitó sobre Ron, le separó las mandíbulas y le metió el bezoar
en la boca. Su amigo dio una fuerte sacudida, emitió un jadeo vibrante y de
pronto se quedó flácido e inmóvil.
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