viernes, 25 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 19-21

19
Espionaje élfico

—O  sea  que,  entre  una  cosa  y  otra,  no  ha  sido  el  mejor  cumpleaños  de  Ron,
¿verdad? —dijo Fred.
Era  de  noche.  La  enfermería  se  hallaba  en  silencio;  habían  corrido  las
cortinas de las ventanas y encendido las lámparas. La cama de Ron era la única
ocupada.  Harry,  Hermione  y  Ginny,  sentados  alrededor  de  él,  habían  pasado
todo el día tras la puerta de doble hoja intentando asomarse al interior cada vez
que alguien entraba o salía. La señora Pomfrey no les permitió  entrar hasta las
ocho en punto. Fred y George habían llegado a las ocho y diez.
—No era así como imaginábamos darle nuestro obsequio —dijo George con
gesto compungido. Dejó un gran paquete envuelto para regalo en la mesilla de
noche de su hermano y se sentó al lado de Ginny.
—Sí, él debía estar consciente —añadió Fred.
—Fuimos  a  Hogsmeade  y  lo  esperábamos  para  darle  la  sorpresa...  —
continuó George.
—¿Estabais en Hogsmeade? —preguntó Ginny.
—Nos  planteábamos  comprar  Zonko  —explicó  Fred—.  Queríamos
convertirla en nuestra sucursal en Hogsmeade, pero ¿de qué nos serviría si ya
no os dejan salir los fines de semana para adquirir nuestros productos? En fin,
ahora eso no importa.
Acercó una silla a la de Harry y contempló el pálido rostro de Ron.
—¿Cómo pasó exactamente, Harry?
Éste  volvió  a  relatar  lo  que  ya  había  contado  un  montón  de  veces  a
Dumbledore, la profesora McGonagall, la señora Pomfrey, Hermione y Ginny.
—...y entonces le metí el bezoar por el gaznate y él empezó a respirar un
poco mejor. Slughorn fue a pedir ayuda y acudieron la profesora McGonagall y
la  señora  Pomfrey,  que  lo  subieron  aquí.  Dicen  que  se  pondrá  bien.  La
enfermera cree que tendrá que quedarse en la enfermería una semana, tomando
esencia de ruda...
—Jo, vaya suerte que se te ocurriera lo del bezoar —comentó George.
—La suerte fue que hubiera uno en la habitación —puntualizó Harry. Se le
helaba la sangre cada vez que pensaba en lo que habría sucedido si no hubiera
dado con aquella piedra.
Hermione emitió un sollozo casi inaudible. Llevaba todo el día más callada
de lo habitual. Al llegar se había abalanzado sobre Harry, pálida como la cera,
para preguntarle qué había ocurrido, pero después apenas había participado en
la  interminable  discusión  entre  Harry  y  Ginny  acerca  de  cómo  habían
envenenado a Ron. Se limitó a quedarse de pie junto a ellos en el pasillo, con las
mandíbulas apretadas y cara de susto, hasta que por fin les permitieron entrar a
verlo.
—¿Lo saben ya papá y mamá? —le preguntó Fred a Ginny.
—Sí, ya lo han visto. Llegaron hace una  hora. Ahora están en el despacho
de Dumbledore, pero no tardarán en volver...
Se quedaron en silencio y observaron a Ron, que decía algo en sueños.
—Entonces,  ¿el  veneno  estaba  en  la  bebida?  —preguntó  Fred  con  voz
queda.
—Sí  —contestó  Harry,  que  no  dejaba  de  pensarlo  y  se  alegró  de  esa
oportunidad para hablar del asunto otra vez—. Slughorn nos lo sirvió...
—¿Pudo ponerle algo en la copa a Ron sin que tú lo vieras?
—Supongo que sí, pero ¿por qué iba a querer envenenarlo?
—Ni idea —admitió Fred frunciendo la frente—. ¿Y si se equivocó de copa?
¿Y si quería darte a ti la que tenía veneno?
—¿Y por qué iba a querer envenenar a Harry? —terció Ginny.
—No  lo  sé,  pero  probablemente  hay  un  montón  de  gente  a  la  que  le
gustaría envenenarlo, ¿no? Por lo del «Elegido» y todo eso.
—Entonces, ¿crees que Slughorn es un mortífago? —preguntó Ginny.
—Todo es posible —repuso Fred sin concretar.
—El profesor podría estar bajo una maldición imperius —apuntó George.
—Y también podría ser inocente  —repuso Ginny—. El veneno podía estar
en la botella, y en ese caso quizá querían envenenar al propio Slughorn.
—¿Quién iba a querer hacer eso?
—Dumbledore dice que Voldemort pretendía que Slughorn se pasara a su
bando —explicó Harry—. Por eso el profesor estuvo un año escondido antes de
venir  a  Hogwarts.  Y...  —pensó  en  el  recuerdo  que  Dumbledore  todavía  no
había logrado sonsacarle a Slughorn—  quizá Voldemort quiera quitarlo de en
medio, o quizá crea que podría resultarle valioso a Dumbledore.
—Pero tú dijiste que Slughorn pensaba regalarle esa botella a Dumbledore
por  Navidad  —le  recordó  Ginny—.  Así  pues,  también  cabe  la  posibilidad  de
que el objetivo del envenenador fuera el director.
—Entonces  es  que  el  envenenador  no  conoce  muy  bien  a  Slughorn  —
intervino Hermione, abriendo la boca por primera vez en varias horas; tenía la
voz tomada, como si estuviera resfriada—. Cualquiera que conozca a Slughorn
sabría que muy probablemente se quedaría con un licor tan exquisito.
—Err... ii... oon... —susurró de pronto Ron con voz ronca.
Todos  lo  observaron  con  ansiedad,  pero  después  de  murmurar  unas
palabras ininteligibles Ron se puso a roncar.
En ese momento, las puertas de la enfermería se abrieron de par en par y
todos dieron un respingo. Hagrid entró con paso decidido, el cabello mojado de
lluvia, el abrigo de piel de castor ondeando y una ballesta en la mano. Dejó en el
suelo un rastro de huellas de barro del tamaño de delfines.
—¡He  pasado  todo  el  día  en  el  Bosque  Prohibido!  —anunció  con  voz
quebrada—.  Aragog  ha empeorado y le estuve leyendo... No me  levanté para ir
a  cenar  hasta  hace  muy  poco,  y  entonces  la  profesora  Sprout  me  contó  lo  de
Ron. ¿Cómo se encuentra?
—No es grave —lo tranquilizó Harry—. Dicen que se pondrá bien.
—¡Sólo  seis  visitas  a  la  vez!  —les  advirtió  la  señora  Pomfrey  saliendo
precipitadamente de su despacho.
—Con Hagrid somos seis —replicó George.
—Ah...  pues  sí...  —admitió  la  enfermera,  que  al  parecer  había  tomado  a
Hagrid  por  más  de  uno  debido  a  su  corpulencia.  Para  disimular  su  error,  se
apresuró a limpiar con su varita las huellas dejadas por el guardabosques.
—No  puedo  creerlo  —se  lamentó  Hagrid,  meneando  su  enorme  y
enmarañada cabeza mientras contemplaba a Ron—. No puedo creerlo... Míralo
ahí tendido... ¿A quién se le ocurriría hacerle daño, eh?
—De eso mismo estábamos hablando —dijo Harry—. No lo sabemos.
—A  lo  mejor  alguien  le  guarda  rencor  al  equipo  de  quidditch  de
Gryffindor, ¿no? —sugirió Hagrid—. Primero Katie, ahora Ron...
—No me imagino a nadie intentando liquidar a un equipo de quidditch  —
terció George.
—Wood  se  habría  cargado  a  los  de  Slytherin  si  hubiera  podido  —dijo
abiertamente Fred.
—Yo  no  creo  que  esto  tenga  nada  que  ver  con  el  quidditch,  pero  sí  veo
relación entre los dos ataques —intervino Hermione.
—¿Qué relación? —preguntó Fred.
—Bueno, ambos tendrían que haber resultado mortales, pero no ha sido así,
aunque  de  chiripa.  Y  por  otra  parte  ni  el  veneno  ni  el  collar  afectaron  a  la
persona a la que supuestamente tenían que matar. Claro que  —añadió con aire
pensativo—, en cierta manera, esto convierte al autor de las a gresiones en aún
más peligroso, porque por lo visto no le importa a cuántos tenga que quitar de
en medio hasta conseguir su objetivo.
Antes de que nadie pudiera replicar a esa inquietante hipótesis, las puertas
de  la  enfermería  volvieron  a  abrirse  y,  esta  vez,  dieron  paso  a  los  señores
Weasley. En su anterior visita no habían hecho más que asegurarse de que Ron
se recuperaría por completo, pero ahora la señora Weasley abrazó fuertemente
a Harry.
—Dumbledore nos ha contado cómo lo salvaste con el bezoar  —dijo entre
sollozos—.  ¡Oh,  Harry,  no  sabemos  cómo  agradecértelo!  Primero  salvaste  a
Ginny, después a Arthur, y ahora has salvado a Ron...
—No creo que... Yo no... —farfulló Harry con apuro.
—Ahora  que  lo  pienso,  la  mitad  de  nuestra  familia  te  debe  la  vida  —
intervino el señor Weasley emocionado—. Bueno, lo único que puedo asegurar
es que los Weasley estuvimos de suerte el día que Ron decidió sentarse en tu
compartimiento en el expreso de Hogwarts, Harry.
El  muchacho  no  supo  qué  responder,  y  casi  se  alegró  cuando  la  señora
Pomfrey volvió a recordarles que sólo podía haber seis visitas alrededor de la
cama de Ron. Hermione y él se levantaron en el acto y Hagrid decidió salir con
ellos, de modo que dejaron a Ron con su familia.
—Es terrible  —gruñó Hagrid mientras los tres recorrían el pasillo hacia la
escalinata  de  mármol—.  A  pesar  de  todas  las  medidas  de  seguridad  que  han
instalado,  los  alumnos  siguen  sufriendo  accidentes.  Dumbledore  está
preocupadísimo. No es que hable mucho, pero se lo noto...
—¿Y no se le ha ocurrido nada? —preguntó Hermione, ansiosa.
—Supongo  que  habrá  sopesado  cientos  de  ideas  porque  tiene  un  cerebro
privilegiado  —replicó Hagrid, incondicional del director—. Pero no sabe quién
envió ese collar ni quién puso veneno en la bebida, ya que si lo supiera habrían
atrapado a los responsables, ¿no? Lo que me preocupa  —continuó, bajando la
voz  y  mirando  hacia  atrás  (Harry,  por  si  acaso,  se  aseguró  de  que  Peeves  no
estuviera  en  el  techo)—  es  hasta  cuándo  podrá  seguir  abierto  Hogwarts  si
continúan  atacando  a  los  alumnos.  Se  repite  la  historia  de  la  Cámara  de  los
Secretos, ¿no? El pánico se apoderará de la gente, habrá más padres que sacarán
a sus hijos del colegio y, antes de que nos demos cuenta, el consejo escolar...  —
Se  interrumpió  al  ver  que  el  fantasma  de  una  mujer  de  largo  cabello  se
deslizaba serenamente por su lado; luego prosiguió con un ronco susurro—: El
consejo escolar querrá cerrar el colegio para siempre.
—¿Cómo van a hacer eso? —dijo Hermione, preocupada.
—Tienes  que  mirarlo  desde  su  punto  de  vista  —repuso  Hagrid—.  A  ver,
siempre ha sido un poco arriesgado enviar a un chico a Hogwarts, ¿verdad? Y
es normal que se produzcan accidentes habiendo cientos de magos menores de
edad encerrados en el castillo, ¿no?, pero un intento de asesinato es diferente.
No  me  extraña  que  Dumbledore  esté  enfadado  con  Sn...  —Se  calló  y  una
expresión de culpabilidad que resultaba familiar se le dibujó en la parte de la
cara no cubierta por su enmarañada y negra barba.
—¿Cómo  dices?  —saltó  Harry—.  ¿Que  Dumbledore  está  enfadado  con
Snape?
—Yo  nunca  he  dicho  eso  —negó  Hagrid,  aunque  su  mirada  de  pánico  lo
delataba—. ¡Oh, qué hora es, casi medianoche! Tengo que...
—Hagrid,  ¿por  qué  está  enfadado  Dumbledore  con  Snape?  —insistió
Harry.
—¡Chist!  —repuso  Hagrid,  nervioso  y  enojado—.  No  grites  así.  ¿Quieres
que  pierda  mi  empleo?  Aunque  supongo  que  no  te  importa,  ahora  que  no
estudias Cuidado de Criatu...
—¡No  intentes  que  me  sienta  culpable  porque  no  lo  conseguirás!  —le
espetó Harry—. ¿Qué ha hecho Snape?
—¡No lo sé, Harry, no debí escuchar esa conversación! El caso es que la otra
noche  salía  del  Bosque  Prohibido  y  los  oí  hablar...  bueno,  discutir.  No  quería
que  me  vieran,  así  que  intenté  pasar  inadvertido  y  no  escuchar,  pero  era  una
discusión... acalorada, ya sabes, y aunque me hubiera tapado los oídos...
—¿Y  bien?  —lo  apremió  Harry  mientras  el  otro,  nervioso,  barría  el  suelo
con sus enormes pies.
—Pues...  sólo  oí  a  Snape  diciendo  que  Dumbledore  lo  daba  por  hecho
cuando a lo mejor resultaba que él, Snape, ya no quería hacerlo...
—¿Hacer qué?
—No  lo  sé,  Harry.  Snape  parecía  sentirse  utilizado,  nada  más.  En  fin,
Dumbledore  le  recordó  que  había  aceptado  hacerlo  y  que  no  podía  echarse
atrás. Fue muy duro con él. Y luego le dijo algo sobre que indagara en su casa,
en Slytherin. Bueno, ¿qué pasa?... ¡Eso no tiene nada de raro!  —se apresuró a
añadir  Hagrid  mientras  Harry  y  Hermione  intercambiaban  elocuentes
miradas—. A todos los jefes de las casas les pidieron que investigaran el asunto
del collar...
—Sí, pero Dumbledore no se pelea con el  resto de ellos, ¿verdad?  —adujo
Harry.
—Oye...  —Inquieto, Hagrid retorció la ballesta, que se partió por la mitad
con un fuerte chasquido—. Mecachis... Oye, ya sé lo que piensas de Snape, y no
quiero que saques conclusiones erróneas de lo que te he explicado.
—Cuidado —les advirtió Hermione.
Se  volvieron  a  tiempo  de  ver  la  sombra  de  Argus  Filch  proyectada  en  la
pared, antes de que el conserje doblara la esquina, jorobado y con los carrillos
temblorosos.
—¡Aja!  —exclamó  con  su  voz  jadeante—.  ¿Qué  hacéis  levantados  a  estas
horas? ¡Esta vez no os libráis de un castigo!
—Te  equivocas,  Filch  —dijo  Hagrid  con  firmeza—.  ¿No  ves  que  están
conmigo?
—¿Y qué importa eso? —replicó Filch con odiosa testarudez.
—¿Todavía  no  te  has  enterado  de  que  soy  profesor?  ¡Maldito  squib!
¡Soplón! —saltó Hagrid, furioso.
Filch parecía a punto de estallar de rabia. Entonces se oyó un desagradable
bufido:  la  Señora  Norris  había  llegado  sin  que  nadie  la  viera  y  se  retorcía
sinuosamente alrededor de los delgados tobillos del conserje.
—Id tirando —susurró Hagrid con disimulo.
Harry no necesitó que se lo repitiera. Ambos amigos echaron a correr y no
volvieron la cabeza pese a que las fuertes voces de Hagrid y Filch resonaban a
sus espaldas. Se cruzaron con Peeves cerca del pasillo que conducía a la torre de
Gryffindor, pero el  poltergeist  pasó como una centella en dirección a los gritos,
riendo y cantando:
Cuando haya un conflicto o un problemón,
¡llamad a Peevsie y él empeorará la situación!
La  Señora  Gorda  estaba  dormitando  y  no  le  hizo  ninguna  gracia  que  la
despertaran,  pero  se  apartó  a  regañadientes  para  dejarlos  entrar  en  la  sala
común,  que  afortunadamente  estaba  tranquila  y  vacía.  Los  estudiantes  no
parecían saber lo que le había sucedido a Ron, y eso alivió a Harry, pues ya lo
habían interrogado bastante todo el día. Hermione le dio las buenas noches y se
fue  al  dormitorio  de  las  chicas.  El  se  quedó  abajo  y  se  sentó  junto  al  fuego  a
contemplar las menguantes brasas.
De modo que Dumbledore había discutido con Snape... Pese a todo lo que
el  director  le  había  dicho  a  Harry,  pese  a  su  insistencia  en  que  confiaba
ciegamente en Snape, al final había perdido los estribos con él... Por lo visto no
creía que éste se hubiera esforzado lo suficiente en investigar a los alumnos de
Slytherin... O quizá en investigar a un alumno de Slytherin en particular: Draco
Malfoy.
¿Y  si  Dumbledore  había  fingido  que  las  sospechas  de  Harry  eran
infundadas  porque  no  quería  que  cometiera  ninguna  tontería,  ni  que  actuara
por su cuenta? Era muy probable. Incluso podía  ser que el director no quisiera
que  nada  distrajera  a  Harry  de  sus  estudios  o  de  conseguir  el  recuerdo  de
Slughorn. O quizá no consideraba oportuno  confiarle sus sospechas respecto a
los profesores a un muchacho de dieciséis años...
—¡Estás aquí, Potter!
Harry  se  puso  en  pie  sobresaltado,  con  la  varita  en  ristre.  Creía  que  no
había nadie en la sala común y le sorprendió que de pronto se levantara alguien
tan grandote de una butaca distante. Cuando se fijó mejor vio que era Cormac
McLaggen.
—Estaba esperando que volvieras  —dijo McLaggen sin prestar atención a
la  varita  de  Harry—.  Debo  de  haberme  quedado  dormido.  Mira,  vi  cómo  se
llevaban a Weasley a la enfermería y no creo que pueda jugar en el partido de la
semana que viene.
Harry tardó unos segundos en comprender lo que insinuaba McLaggen.
—Ah, ya... El partido de quidditch —dijo. Se guardó la varita en el cinturón
de los vaqueros y, cansado, se mesó el pelo—. Es verdad, quizá no pueda jugar.
—Entonces me pondrás a mí de guardián, ¿no?
—Sí... supongo que sí.  —No se le ocurría ningún argumento en contra; al
fin  y  al  cabo,  después  de  Ron,  McLaggen  era  el  que  había  parado  más
lanzamientos el día de las pruebas.
—Estupendo. ¿Cuándo es el entrenamiento?
—¿Qué? ¡Ah, sí! Hay uno mañana por la noche.
—Perfecto.  Oye,  Potter,  antes  tendríamos  que  hablar  un  poco.  Se  me  han
ocurrido algunas ideas sobre estrategia que quizá te resulten útiles.
—Vale  —dijo  Harry  sin  entusiasmo—.  Pero  ya  me  las  explicarás  mañana
porque ahora estoy muy cansado. Buenas noches...
La noticia de  que habían envenenado a Ron se extendió como la pólvora al
día  siguiente,  pero  no  causó  tanta  conmoción  como  la  agresión  sufrida  por
Katie. Por lo visto, la gente creía que podía tratarse de un accidente, dado que
Ron  se  hallaba  en  el  despacho  del  profesor  de  Pociones  en  el  momento  del
envenenamiento;  además,  como  le  habían  dado  un  antídoto  de  inmediato,  en
realidad  no  le  había  pasado  nada  grave.  De  hecho,  a  la  mayoría  de  los
estudiantes de  Gryffindor les interesaba más el próximo partido de quidditch
contra  Hufflepuff,  ya  que  muchos  querían  ver  cómo  castigaban  a  Zacharias
Smith,  que  jugaba  de  cazador  en  el  equipo  de  esa  casa,  a  causa  de  los
comentarios  que  había  hecho  por  el  megáfono  mágico  durante  el  partido
inaugural contra Slytherin.
En  cambio,  a  Harry  nunca  le  había  interesado  menos  el  quidditch;  estaba
cada  vez  más  obsesionado  con  Draco  Malfoy.  Examinaba  el  mapa  del
merodeador siempre que tenía ocasión y a veces daba rodeos hasta donde solía
estar Malfoy, pero todavía no lo había sorprendido haciendo nada extraño. Sin
embargo,  seguían  existiendo  esos  momentos  inexplicables  en  que  Malfoy
desaparecía por completo del mapa.
Pero  Harry  no  tenía  mucho  tiempo  para  darle  vueltas  a  ese  problema
porque estaba muy ocupado con los entrenamientos de quidditch, los deberes y
el  hecho  de  que  Cormac  McLaggen  y  Lavender  Brown  lo  seguían  allá  donde
fuera.
Harry  no  sabía  quién  de  los  dos  era  más  pesado  porque  McLaggen  no
paraba de lanzarle indirectas de que le convenía más tenerlo a él como guardián
titular que a Ron, y afirmaba que cuando lo viera jugar varias veces seguidas
acabaría convenciéndose; también le encantaba criticar a los otros jugadores y le
proporcionaba  detallados  ejercicios  de  entrenamiento,  de  modo  que  en  varias
ocasiones Harry tuvo que recordarle quién era el capitán del equipo.
Por  su  parte,  Lavender  continuaba  acercándosele  con  sigilo  para  hablarle
de Ron, y Harry consideraba que eso era aún más agotador que las lecciones de
quidditch de McLaggen. Al principio a Lavender le molestó mucho que nadie le
hubiera  informado  de  que  Ron  estaba  en  la  enfermería  («¡Hombre,  soy  su
novia!»), pero por desgracia decidió perdonarle a Harry ese fallo de memoria y
optó  por  mantener  con  él  frecuentes  y  exhaustivas  charlas  acerca  de  los
sentimientos de Ron, una experiencia sumamente desagradable a la que Harry
habría renunciado de buen grado.
—Oye,  ¿por  qué  no  hablas  con  Ron  de  esto?  —le  sugirió  Harry  tras  un
interrogatorio particularmente extenso que lo abarcaba todo, desde lo que había
dicho exactamente Ron acerca de su nueva túnica de gala hasta si Harry creía o
no que su amigo consideraba «seria» su relación con ella.
—¡Lo haría si pudiera, pero cuando entro a verlo siempre está durmiendo!
—se quejó Lavender.
—¿Ah,  sí?  —se  asombró  Harry,  pues  él  lo  encontraba  completamente
despierto  todas  las  veces  que  subía  a  la  enfermería,  muy  interesado  en  las
noticias  sobre  la  disputa  entre  Dumbledore  y  Snape  y  dispuesto  a  insultar  a
McLaggen en cuanto fuera posible.
—¿Sigue  yendo  a  visitarlo  Hermione  Granger?  —preguntó  de  pronto
Lavender.
—Sí, me parece que sí. Es lo normal, ¿no? Son amigos —contestó Harry, un
tanto incómodo.
—¿Amigos?  No  me  hagas  reír.  ¡Ella  pasó  semanas  sin  dirigirle  la  palabra
cuando Ron empezó a salir conmigo! Pero supongo que quiere hacer las paces
con él ahora que se ha vuelto tan interesante...
—¿Crees que es interesante que te envenenen? En fin, lo siento, tengo que
irme... Mira, ahí viene McLaggen para hablar de quidditch conmigo  —añadió
Harry sin despegarse de la pared, y, tras colarse por una puerta, echó a  correr
por  el  atajo  que  lo  llevaría  hasta  el  aula  de  Pociones,  adonde,  por  fortuna,  ni
Lavender ni McLaggen podían seguirlo.
El  día  del  partido  de  quidditch  contra  Hufflepuff,  Harry  pasó  por  la
enfermería antes de ir al campo. Ron estaba muy nervioso; la  señora Pomfrey
no lo dejaba bajar a ver el partido porque creía que eso podía sobreexcitarlo.
—¿Qué tal va McLaggen? —preguntó. Al parecer no se acordaba de que ya
le había hecho esa pregunta dos veces.
—Ya te lo he dicho —respondió Harry sin perder la paciencia—, no querría
quedármelo  aunque  fuera  un  jugador  de  talla  mundial.  No  para  de  decirle  a
todo el mundo lo que tiene que hacer y se cree que jugaría mejor que los demás
en cualquier posición. Estoy deseando librarme de él. Y hablando de librarse de
pesados  —añadió  mientras  se  ponía  en  pie  y  cogía  su  Saeta  de  Fuego—,
¿quieres  hacer  el  favor  de  no  hacerte  el  dormido  cuando  Lavender  viene  a
verte? Me está volviendo loco a mí también.
—Oh —dijo Ron, avergonzado—. Sí, vale.
—Si ya no quieres salir con ella, díselo.
—Ya...  Es  que...  no  es  tan  fácil,  ¿sabes?  —Hizo  una  pausa  y  añadió
fingiendo indiferencia—: ¿Vendrá Hermione a verme antes del partido?
—No, ya ha bajado al campo con Ginny.
—Oh  —repitió  Ron,  ahora  apenado—.  Vale.  Buena  suerte.  Espero  que
machaques a McLag... quiero decir a Smith.
—Lo  intentaré  —dijo  Harry,  y  se  echó  la  escoba  al  hombro—.  Volveré
después del partido.
Se  apresuró  por  los  desiertos  pasillos.  No  quedaba  ni  un  estudiante  en  el
colegio: todos estaban fuera, sentados ya en el estadio o dirigiéndose hacia él.
Mientras Harry oteaba por las ventanas que encontraba a su paso, intentando
calcular  la  fuerza  del  viento,  oyó  pasos  y  miró  al  frente.  Era  Malfoy,  que
caminaba hacia él acompañado por dos chicas que ponían morritos.
Al  verlo,  Malfoy  se  detuvo,  pero  luego  soltó  una  risa  forzada  y  siguió
andando.
—¿Adonde vas? —le preguntó Harry.
—A  ti  te  lo  voy  a  decir.  ¡Como  si  fuera  asunto  tuyo,  Potter!  —se  burló
Malfoy—.  Date  prisa,  todo  el  mundo  está  esperando  al  «capitán  elegido»,  al
«niño que marcó» o como sea que te llamen últimamente.
A una de las chicas se le escapó una risita tonta. Harry la miró a los ojos y
ella se ruborizó. Malfoy lo apartó de un empujón y prosiguió su camino; las dos
muchachas  lo  siguieron  al  trote  hasta  que  el  grupo  se  perdió  de  vista  tras  un
recodo.
Harry se quedó plantado mientras los veía desaparecer. Era desesperante:
no  tenía  ningún  margen  de  tiempo  si  quería  llegar  puntual  al  partido  y,  sin
embargo, allí estaba Malfoy merodeando por los pasillos mientras el resto del
colegio se encontraba fuera. Es decir, aquélla era la ocasión ideal para descubrir
qué tramaba, y él iba a desperdiciarla. Pasaron los segundos sin que se oyese el
vuelo  de  una  mosca  y  Harry  aún  vacilaba;  estaba  como  paralizado,  mirando
fijamente el sitio por donde Malfoy había desaparecido...
—¿Dónde estabas?  —le preguntó Ginny cuando él entró a toda prisa en el
vestuario. El equipo ya se había cambiado y estaba preparado: Coote y Peakes,
los golpeadores, se daban en las piernas con los bates, impacientes.
—Me  he  encontrado  a  Malfoy  —le  confió  Harry  en  voz  baja  mientras  se
ponía la túnica escarlata por la cabeza.
—¿Y qué?
—Pues  que  quería  enterarme  de  qué  hacía  en  el  castillo  con  un  par  de
amigas mientras todos los demás están aquí abajo.
—¿Tanta importancia tiene eso ahora?
—Bueno,  desde  aquí  no  creo  que  lo  averigüe,  ¿no?  —repuso  Harry
agarrando su Saeta de Fuego y ajustándose las gafas—. ¡Vamos, chicos!
Y  sin  más  salió  al  terreno  de  juego  en  medio  de  atronadores  vítores  y
abucheos.  Hacía  poco  viento  y  había  algunas  nubes  por  las  que  de  vez  en
cuando asomaban deslumbrantes destellos de sol.
—¡Hace un tiempo engañoso! —advirtió McLaggen al equipo como si fuese
su líder—. Coote, Peakes, volad por las zonas de sombra para que no os vean
venir...
—McLaggen, el capitán soy yo, así que deja de darles instrucciones —terció
Harry, enfadado—. ¡Sube a los postes de gol!
Cuando McLaggen se hubo alejado, Harry se volvió hacia Coote y Peakes y,
de mala gana, les ordenó:
—Manteneos alejados de las zonas soleadas.
Luego le estrechó la mano al capitán de Hufflepuff, y, tan pronto la señora
Hooch  hizo  sonar  el  silbato,  dio  una  patada  en  el  suelo  y  se  remontó  con  la
escoba hasta situarse por encima del resto de su equipo, volando alrededor del
campo en busca de la snitch. Si conseguía atraparla pronto quizá pudiera volver
al  castillo,  coger  el  mapa  del  merodeador  y  averiguar  qué  estaba  haciendo
Malfoy.
—Allá va Smith, de Hufflepuff, con la quaffle —informó una voz suave por
los  altavoces—.  Smith  hizo  de  comentarista  en  el  último  partido  y  Ginny
Weasley  chocó  contra  él  (yo  diría  que  a  propósito,  o  al  menos  eso  pareció).
Smith  se  despachó  a  gusto  con  Gryffindor;  espero  que  lo  lamente  ahora  que
tiene  que  jugar  contra  ellos...  ¡Oh,  mirad,  ha  perdido  la  quaffle!  Se  la  ha
arrebatado Ginny. Esta chica me cae bien, es muy simpática...
Harry miró hacia el estrado del comentarista. ¿A quién en su sano juicio se
le  habría  ocurrido  pedirle  a  Luna  Lovegood  que  comentara  el  partido?  Ni
siquiera desde aquella altura se podía confundir su largo cabello rubio oscuro,
ni el collar de corchos de cerveza de mantequilla. La profesora McGonagall, que
estaba  al  lado  de  Luna,  parecía  un  tanto  incómoda,  como  si  dudase  que  la
muchacha fuera la más indicada para hacer de comentarista.
—... pero ahora ese gordo de Hufflepuff le ha quitado la quaffle a Ginny; no
recuerdo su nombre, se llama Bibble o algo así... No, Buggins...
—¡Es Cadwallader!  —la corrigió la profesora McGonagall a voz en grito, y
provocó las risas del público.
Harry escudriñó alrededor buscando  la snitch, pero no la vio por ninguna
parte.  Cadwallader  marcó  un  tanto  y  McLaggen  se  puso  a  gritar  criticando  a
Ginny por dejar que le arrebataran la quaffle. A consecuencia de su distracción
no  vio  cómo  la  gran  pelota  roja  pasaba  a  toda  velocidad  rozándole  la  oreja
derecha.
—¡Haz el favor de estar atento a lo que haces y deja en paz a los demás,
McLaggen! —bramó Harry dando media vuelta para mirar a su guardián.
—¡Pues tú no das muy buen ejemplo! —replicó McLaggen, furioso y con las
mejillas encendidas.
—Y ahora Harry Potter se ha puesto a discutir con su guardián —dijo Luna
con calma mientras los seguidores de Hufflepuff y Slytherin lanzaban vítores y
silbidos desde las gradas—. No creo que eso lo ayude a encontrar la snitch, pero
quizá sea una hábil estratagema...
Harry se dio la vuelta de nuevo, soltando improperios, y volvió a describir
círculos  por  el  campo  escudriñando  el  cielo  en  busca  de  alguna  señal  de  la
pelotita dorada y con alas.
Ginny y Demelza marcaron un gol cada una, y los seguidores ataviados de
rojo  y  dorado  que  ocupaban  el  sector  de  las  gradas  reservado  a  Gryffindor
tuvieron  algo  de  que  alegrarse.  Entonces  Cadwallader  volvió  a  marcar  y
consiguió el empate, pero Luna no pareció darse cuenta; por lo visto, no tenía el
menor interés por algo  tan trivial como el tanteo del partido y trataba de dirigir
la  atención  del  público  hacia  otras  cosas,  como  las  caprichosas  formas  de  las
nubes o la posibilidad de que Zacharias Smith, que hasta ese momento no había
logrado conservar la quaffle más de un minuto, sufriera algo llamado «peste del
perdedor».
—¡Setenta  a  cuarenta  a  favor  de  Hufflepuff!  —gruñó  la  profesora
McGonagall acercándose al megáfono de Luna.
—¿Ya? ¿Tanto? —se extrañó Luna—. ¡Oh, mirad! El guardián de Gryffindor
le ha cogido el bate a un golpeador.
Harry  giró  en  pleno  vuelo.  Era  cierto:  McLaggen,  por  algún  motivo  que
sólo  él  conocía,  le  había  quitado  el  bate  a  Peakes  y  estaba  haciéndole  una
demostración  de  cómo  golpear  una  bludger  para  darle  a  Cadwallader,  que
volaba hacia ellos.
—¿Quieres devolverle el bate y ponerte en los postes de gol?  —gritó Harry
lanzándose  a  toda  velocidad  hacia  McLaggen,  que  en  ese  momento  intentó
golpear la bludger con todas sus fuerzas y... no acertó.
Harry sintió un dolor atroz, tremendo... Vio un destello de luz, oyó gritos
en la lejanía y tuvo la sensación de que se precipitaba por un largo túnel...
Cuando  volvió  a  abrir  los  ojos  estaba  acostado  en  una  cama  cálida  y
confortable. Lo primero que vio fue una lámpara que arrojaba un círculo de luz
dorada  sobre  el  techo  en  penumbra.  Levantó  con  dificultad  la  cabeza.  A  su
izquierda había un muchacho pelirrojo y pecoso que le sonaba de algo.
—Te agradezco que hayas venido a verme —le sonrió Ron.
Harry parpadeó y miró alrededor. ¡Claro, estaba en la enfermería! Miró por
la  ventana  y  vio  un  cielo  añil  con  pinceladas  de  tonos  carmesíes.  El  partido
debía de haber terminado hacía horas... y ya no había posibilidad de pescar a
Malfoy con las manos en la masa. Notó un peso extraño en la cabeza; levantó
una mano y se tocó un rígido turbante de vendajes.
—¿Qué ha ocurrido?
—Fractura de cráneo —le informó la señora Pomfrey, que se acercó solícita
y le hizo apoyar la cabeza en la almohada—. No tienes de qué preocuparte, te lo
arreglé  enseguida,  pero  esta  noche  te  quedarás  aquí.  No  conviene  que  hagas
esfuerzos excesivos, al menos durante unas horas.
—No quiero pasar la noche aquí —protestó Harry. Se incorporó y retiró las
mantas—. Quiero ir en busca de McLaggen y matarlo.
—Me  temo  que  eso  encaja  en  la  categoría  de  «esfuerzos  excesivos»  —
replicó  la  enfermera,  empujándolo  hacia  la  cama  y  amenazándolo  con  la
varita—.  Permanecerás  aquí  hasta  que  te  dé  el  alta,  Potter,  y  si  te  levantas
llamaré al director.
La  señora  Pomfrey  regresó  a  su  despacho  y  Harry  se  dejó  caer  sobre  la
almohada, rabioso.
—¿Sabes por cuánto hemos perdido? —le preguntó a Ron.
—Pues... sí  —repuso su amigo con gesto de disculpa—. El resultado final
fue trescientos veinte a sesenta.
—Genial  —resopló  Harry—.  ¡Sencillamente  genial!  Cuando  agarre  a  ese
McLaggen...
—¿Cómo  quieres  agarrarlo?  ¡Si  es  más  grande  que  un  trol!  —le  recordó
Ron, no sin razón—. Opino que hay muchas razones para hacerle ese maleficio
de  las  uñas  de  los  pies  que  sacaste  de  tu  libro  de  Pociones.  Aunque  no  me
extrañaría que el resto del equipo se encargara de él antes de que salgas de aquí,
porque no están nada contentos...
En  la  voz  de  Ron  había  un  deje  de  júbilo  mal  disimulado;  Harry
comprendió  que  su  amigo  estaba  encantado  de  que  McLaggen  lo  hubiera
estropeado  todo.  Se  quedó  contemplando  el  círculo  de  luz  proyectado  en  el
techo;  no  le  dolía  la  cabeza,  recién  curada,  pero  sí  le  molestaba  un  poco  bajo
tantos vendajes.
—He oído los comentarios del partido desde aquí —dijo Ron, y esta vez la
risa le hizo temblar la voz—. Espero que Luna siga haciendo de comentarista a
partir de ahora... ¿Qué te ha parecido lo de la «peste del perdedor»?
Pero Harry todavía estaba demasiado ofuscado para ver el lado cómico de
la situación, y Ron dejó de reírse.
—Ginny ha venido a verte cuando estabas inconsciente  —explicó tras una
larga pausa, y de inmediato la imaginación de Harry se representó una escena
en  la  que  Ginny,  sollozando  sobre  su  cuerpo  inerte,  confesaba  la  profunda
atracción  que  sentía  por  él  mientras  Ron  les  daba  su  bendición—.  Dice  que
llegaste  al  partido  por  los  pelos.  ¿Cómo  es  eso?  De  aquí  te  marchaste  con
tiempo de sobra.
—Es que... —repuso Harry al tiempo que la emotiva escena desaparecía de
su mente—. Es que... bueno, vi a Malfoy  escabulléndose  con un par de chicas
que, por la cara que ponían, lo acompañaban a la fuerza, y ya es la segunda vez
que no baja al campo de quidditch con el resto de los compañeros. El partido
anterior  también  se  lo  saltó,  ¿te  acuerdas?  —Suspiró—.  Lástima  que  no  lo
siguiera porque, total, el partido ha sido un desastre.
—No digas estupideces —replicó Ron—. ¡No podías saltarte un partido de
quidditch para seguir a Malfoy! ¡Eres el capitán del equipo!
—Quiero  saber  qué  está  tramando.  Y  no  me  vengas  con  que  todo  son
imaginaciones mías, porque después de oírlo hablar con Snape...
—Yo nunca he dicho que fueran imaginaciones tuyas —desmintió Ron y se
incorporó  un  poco,  apoyándose  en  un  codo,  para  mirarlo  ceñudo—.  ¡Pero  no
existe ninguna norma que diga que en este castillo no puede haber dos personas
tramando algo a la vez! Te estás obsesionando, Harry. Mira que plantearte no ir
a un partido sólo por seguir a Malfoy...
—¡Quiero  pillarlo  in  fraganti!  —exclamó  Harry,  que  se  sentía  muy
frustrado—. ¿Adónde va cuando desaparece del mapa?
—No lo sé... ¿A Hogsmeade? —sugirió Ron mientras bostezaba.
—Nunca lo he visto recorrer ninguno de los pasadizos secretos en el mapa.
Además, tengo entendido que este año están vigilados.
—Pues no lo sé.
Ambos  se  callaron.  Harry  caviló  mirando  el  círculo  de  luz  que  se
proyectaba  en  el  techo...  Si  tuviera  el  poder  de  Rufus  Scrimgeour  podría
mandar  que  siguieran  a  Malfoy,  pero  por  desgracia  no  tenía  una  oficina  de
aurores a sus órdenes... Por un instante pensó en intentar organizar algo con el
ED, pero una vez más surgía el problema de que los profesores echarían en falta
a los alumnos en las clases; al fin y al cabo, la mayoría de los estudiantes tenía
los horarios hasta los topes...
Se  oyó  un  débil  ronquido  proveniente  de  la  cama  de  Ron.  Al  cabo  de  un
rato  la  señora  Pomfrey  salió  de  su  despacho  enfundada  en  un  camisón  muy
grueso. Lo más sencillo era hacerse el dormido, así que Harry se tumbó sobre
un costado y oyó cómo todas las cortinas se corrían al agitar la señora Pomfrey
su varita mágica. La luz de las lámparas se atenuó y la enfermera regresó a su
despacho; Harry oyó que cerraba la puerta y dedujo que iba a acostarse.
Entonces pensó que ésa era la tercera vez que lo llevaban a la enfermería
por  culpa  de  una  lesión  de  quidditch.  La  vez  anterior  se  había  caído  de  la
escoba al ver dementores alrededor del terreno de juego, y la primera se debió a
que el inepto del profesor Lockhart le había hecho desaparecer todos los huesos
de un brazo... Esa había sido, sin duda, la lesión más angustiosa. Se acordó del
doloroso proceso de regeneración de los huesos en una noche, un malestar que
no logró aliviar la llegada de una visita inesperada en medio de la....
Harry se incorporó de golpe, con el corazón palpitando y el vendaje de la
cabeza torcido. Por fin había dado con la solución: sí, había una forma de seguir
a  Malfoy.  ¿Cómo  podía  haberlo  olvidado?  ¿Por  qué  no  se  le  había  ocurrido
antes?
Pero la cuestión era que no sabía cómo llamarlo. ¿Cómo se hacía? Indeciso,
musitó quedamente en la oscuridad:
—¿Kreacher?
Se produjo un fuerte chasquido y se oyeron chillidos y correteos por la sala.
Ron despertó sobresaltado y preguntó:
—¿Qué pasa?
Harry apuntó la varita hacia la puerta del despacho de la señora Pomfrey y
murmuró  «¡Muffliato!»  para  que  la  enfermera  no  acudiera  a  ver  qué  ocurría.
Luego  se  deslizó  hasta  el  borde  de  la  cama  para  averiguar  quién  hacía  esos
ruidos.
Dos elfos domésticos estaban enzarzados en medio del suelo: uno llevaba
un  jersey  granate  y  varios  gorros  de  lana;  el  otro,  un trapo  viejo  y  mugriento
atado en la cintura como si fuera un taparrabos. Se oyó otro fuerte estampido y
Peeves, el poltergeist, apareció en el aire suspendido sobre los dos elfos.
—¿Has  visto  esto,  Pipipote?  —le  dijo  a  Harry  señalando  la  pelea,  y  soltó
una  sonora  carcajada—.  Mira  cómo  se  pegan  esas  criaturitas,  mira  qué
mordiscos se dan, qué puñetazos...
—¡Kreacher  no  insultará  a  Harry  Potter  delante  de  Dobby,  no  señor,  o
Dobby se encargará de cerrarle la boca a Kreacher! —chillaba Dobby.
—¡Qué  patadas,  qué  arañazos!  —se  admiró  Peeves  al  tiempo  que  les
lanzaba  trozos  de  tiza  para  enfurecerlos  aún  más—.  ¡Qué  pellizcos,  qué
codazos!
—Kreacher opinará lo que quiera de su amo, claro que sí, y sobre la clase de
amo  que  es,  el  muy  repugnante  amigo  de  los  sangre  sucia.  Oh,  ¿qué  diría  la
pobre ama de Kreacher?
No  llegaron  a  saber  qué  habría  dicho  el  ama  de  Kreacher  porque  en  ese
momento Dobby golpeó con su pequeño y nudoso puño a Kreacher y le hizo
saltar la mitad de los dientes. Harry y Ron se levantaron y separaron a los elfos,
aunque  éstos  siguieron  intentando  darse  patadas  y  puñetazos,  azuzados  por
Peeves,  que volaba alrededor de la lámpara gritando: «¡Métele los dedos en la
nariz, espachúrralo, tírale de las orejas!»
Harry  apuntó  con  la  varita  a  Peeves  y  dijo:  «¡Palalingua!»  El  poltergeist  se
llevó  las  manos  a  la  garganta,  tragó  saliva  y  salió  volando  de  la   habitación,
haciendo  gestos  obscenos  pero  sin  poder  hablar,  pues  la  lengua  se  le  había
pegado al paladar.
—Eso  ha  estado  muy  bien  —dijo  Ron.  Levantó  a  Dobby  del  suelo  y  lo
sostuvo  en  alto  para  que  sus  extremidades,  que  no  paraban  de  agitarse,  no
volvieran  a impactar contra Kreacher—. Es otro de los maleficios del príncipe,
¿no?
—Sí  —contestó Harry mientras le aplicaba una llave de judo a Kreacher—.
¡Muy  bien,  os  prohíbo  que  peleéis!  Bueno,  te  prohíbo  a  ti,  Kreacher,  que  te
pelees con Dobby. Dobby, a ti ya sé que no puedo darte órdenes...
—¡Dobby  es  un  elfo  doméstico  libre  y  puede  obedecer  a  quien  quiera,  y
Dobby  hará  cualquier  cosa  que  Harry  Potter  le  ordene!  —repuso  el  elfo.  Las
lágrimas resbalaban por su arrugada carita y le caían sobre el jersey.
—Muy  bien  —dijo  Harry,  y  Ron  y  él  soltaron  a  los  elfos,  que  cayeron  al
suelo pero no siguieron peleándose.
—¿Me ha llamado el amo?  —preguntó Kreacher con voz ronca, e hizo una
exagerada reverencia al tiempo que le lanzaba a Harry una mirada con la que
parecía desearle una muerte lenta y dolorosa.
—Sí,  te  he  llamado  —respondió  Harry,  y  miró  hacia  el  despacho  de  la
señora Pomfrey para comprobar si el hechizo  muffliato  todavía funcionaba; no
había  señales  de  que  la  enfermera  hubiera  oído  ningún  ruido—.  Tengo  un
trabajo para ti.
—Kreacher  hará  lo  que  le  ordene  el  amo  —repuso  el  elfo  con  otra
reverencia, tan pronunciada que casi  se besó los nudosos dedos  de los pies—
porque Kreacher no tiene alternativa, pero a Kreacher le avergüenza tener un
amo así, ya lo creo...
—¡Dobby  lo  hará,  Harry  Potter!  —chilló  Dobby;  todavía  tenía  sus  ojos
grandes  como  pelotas  de  tenis  anegados  en  lágrimas—.  ¡Para  Dobby  será  un
honor ayudar a Harry Potter!
—Ahora que lo pienso, no estaría mal que lo hicierais los dos. Está bien. A
ver... Quiero  que sigáis a Draco Malfoy.  —E ignorando la mezcla de sorpresa y
exasperación  que  reflejó  el  semblante  de  Ron,  especificó—:  Me  interesa  saber
adonde  va,  con  quién  se  reúne  y  qué  hace.  Deberéis  seguirlo  las  veinticuatro
horas del día.
—¡Sí,  Harry  Potter!  —exclamó  Dobby  con  un  brillo  de  emoción  en  los
ojos—. ¡Y si Dobby lo hace mal, Dobby se tirará desde la torre más alta, Harry
Potter!
—Eso no será necesario —se apresuró a aclarar Harry.
—¿Que el amo quiere que siga al pequeño de los Malfoy?  —dijo Kreacher
con voz ronca—. ¿Que el amo quiere que espíe al sobrino nieto sangre limpia de
mi antigua ama?
—Exacto  —confirmó  Harry,  y  se  apresuró  a  atajar  el  peligro  al  que  se
exponía—: Y te prohíbo que le avises, Kreacher, o le expliques cuál es tu misión,
o  hables  con  él,  o  le  escribas  mensajes,  o...  o  te  comuniques  con  él  de  ningún
modo. ¿Entendido?
Le  pareció  que  Kreacher  se  esforzaba  por  hallar  algún  fallo  en  las
instrucciones  que  acababa  de  darle,  y  esperó.  Transcurridos  unos  instantes,
Harry  comprobó  con  satisfacción  que  el  elfo  volvía  a  hacer  una  exagerada
reverencia y decía con resentimiento:
—El  amo  está  en  todo  y  Kreacher  debe  obedecerlo,  aunque  Kreacher
preferiría ser el criado del pequeño Malfoy, por supuesto...
—Entonces  no  se  hable  más.  Quiero  que  me  presentéis  informes  con
regularidad, pero aseguraos de que no esté rodeado de gente cuando vengáis a
hablar conmigo. Si estoy con Ron o Hermione, no importa. Y no comentéis con
nadie  lo  que  os  he  encargado.  Pegaos  a  Malfoy  como  si  fuerais  tiritas  para
verrugas.

20
La petición de lord Voldemort

A primera hora del lunes, Harry y Ron salieron de la enfermería completamente
recuperados gracias a los cuidados de la señora Pomfrey. Ya podían disfrutar
de las ventajas de la fractura de cráneo y el envenenamiento, respectivamente, y
la mejor de ellas era que Hermione volvía a ser amiga de Ron. Los acompañó a
desayunar y les comunicó que Ginny se había peleado con Dean. El monstruo
que  dormitaba  en  el  pecho  de  Harry  alzó  la  cabeza  olfateando  el  aire,
expectante.
—¿Por  qué  se  han  peleado?  —preguntó  el  muchacho  con  fingida
indiferencia mientras enfilaban un pasillo del séptimo piso.
El pasillo estaba vacío salvo por una niña muy pequeña que examinaba un
tapiz de trols con tutú. Al ver que se acercaban unos estudiantes de sexto año, la
chiquilla  puso  cara  de  miedo  y  dejó  caer  la  pesada  balanza  de  bronce  que
sostenía.
—¡No pasa nada!  —dijo Hermione con amabilidad, y corrió a ayudarla—.
Mira...  —Dio  unos  golpecitos  con  su  varita  en  la  balanza  rota  y  pronunció—:
¡Reparo!
La niña  ni siquiera le dio las gracias y se quedó muy quieta cuando ellos
pasaron por su lado. Ron volvió la cabeza y la miró.
—Os juro que cada vez son más pequeños —comentó.
—Déjala  —repuso  Harry  con  impaciencia—.  Hermione,  ¿por  qué  se  han
peleado Ginny y Dean?
—Parece ser que Dean se estaba riendo del golpe que te dio McLaggen con
esa bludger.
—Debió de ser gracioso —dijo Ron.
—¡No  fue  nada  gracioso!  —saltó  Hermione—.  ¡Fue  horrible,  y  si  Coote  y
Peakes no hubieran cogido a Harry, podría haber resultado gravemente herido!
—Sí, ya, pero no había necesidad de que Ginny y Dean cortaran por eso  —
dijo Harry procurando sonar despreocupado—. ¿O siguen saliendo juntos?
—Sí,  siguen  saliendo.  Pero  ¿por  qué  te  interesa  tanto?  —preguntó
Hermione mirándolo con recelo.
—Es  que  no  quiero  que  haya  problemas  en  el  equipo  de  quidditch  —se
apresuró  a  contestar,  y  sintió  un  gran  alivio  cuando  detrás  de  ellos  una  voz
exclamó:
—¡Harry!
—¡Hola, Luna! —Ya tenía una excusa para darle la espalda a Hermione.
—He  ido  a  verte  a  la  enfermería  —dijo  Luna  mientras  rebuscaba  en  su
mochila—,  pero  me  han  dicho  que  ya  habías  salido...  —Le  fue  pasando  una
serie de extraños objetos a Ron: una especie de cebolla verde, un gran sapo con
manchas  y  una  buena  cantidad  de  una  cosa  que  parecía  arena  higiénica  para
gatos;  por  último  sacó  un  rollo  de  pergamino  bastante  sucio  y  se  lo  tendió  a
Harry—. Me han pedido que te dé esto.
Era un rollo pequeño que Harry reconoció enseguida: otra invitación para
una clase particular con Dumbledore.
—Será esta noche —informó a sus amigos cuando lo hubo leído.
—¡Te felicito por tu comentario del partido!  —le dijo Ron a Luna mientras
ella recuperaba la cebolla verde, el sapo y la arena higiénica.
Luna esbozó una vaga sonrisa.
—Te burlas de mí, ¿verdad? Todos dicen que lo hice muy mal.
—¡No, lo digo en serio! ¡No recuerdo haberlo pasado tan bien con ningún
otro comentarista! ¿Qué es eso, por  cierto?  —añadió, cogiendo aquella especie
de cebolla. Se la acercó a los ojos.
—Es  un  gurdirraíz  —contestó  Luna,  y  se  guardó  la  arena  higiénica  y  el
sapo en la mochila—. Quédatelo si quieres, tengo algunos más. Son excelentes
para protegerse contra los plimpys tragones.
Y se marchó. Ron sonrió de oreja a oreja con el gurdirraíz en la mano.
—¿Sabéis qué os digo? Que Luna empieza a gustarme  —dijo mientras los
tres echaban a andar hacia el Gran Comedor—. Ya sé que está loca, pero la suya
es una locura... —Se calló bruscamente al ver a Lavender Brown plantada al pie
de  la  escalinata  de  mármol,  con  aspecto  de  estar  muy  enfadada—.  ¡Hola!  —
murmuró con apuro cuando llegaron ante ella.
—¡Vamos!  —le  dijo  Harry  a  Hermione  por  lo  bajo,  y  siguieron  andando,
aunque oyeron cómo Lavender preguntaba: «¿Por qué no me dijiste que hoy te
daban el alta? ¿Y por qué estabas con ella?»
Ron  llegó  a  la  mesa  del  desayuno  media  hora  más  tarde  y  bastante
malhumorado, y aunque se sentó con Lavender, Harry no vio que se dirigieran
la palabra en todo el rato. Hermione se comportaba como si no se diese cuenta
de nada, pero en un par de ocasiones Harry le detectó una misteriosa sonrisita
en los labios. Ella estuvo de muy buen humor el resto del día, y por la noche, en
la  sala  común  incluso  consintió  en  repasar  (o  mejor  dicho,  en  terminar  de
componer) la redacción de Herbología de Harry, cuando hasta ese momento se
había negado en redondo porque sabía que luego él se la dejaría copiar a Ron.
—Te  lo  agradezco,  Hermione  —dijo  Harry,  palmeándole  la  espalda
mientras  consultaba  su  reloj  de  pulsera;  eran  casi  las  ocho  en  punto—.  Mira,
tengo que darme prisa si no quiero llegar tarde a la clase con Dumbledore...
Hermione no contestó y se limitó a tachar una de las frases más flojas con
cara de hastío. Harry, sonriente, salió a toda prisa por el hueco del retrato y se
dirigió hacia el despacho del director. La gárgola se apartó al oír mencionar las
bombas  de  tofee  y  Harry  se  dio  prisa  en  la  escalera  de  caracol  subiendo  los
escalones de dos en dos. Llamó a la puerta en el preciso instante en que, dentro,
un reloj daba las ocho.
—Pasa  —dijo  Dumbledore,  pero  cuando  el  muchacho  fue  a  empujar  la
puerta, ésta se abrió desde el interior. Allí estaba la profesora Trelawney.
—¡Aja!  —exclamó  la  bruja,  señalando  con  dramatismo  a  Harry  mientras
parpadeaba tras sus lentes de aumento—. ¡Así que éste es el motivo de que me
eches de tu despacho sin miramientos, Dumbledore!
—Mi querida Sybill  —repuso Dumbledore con leve exasperación—, no se
trata de echarte sin miramientos de ningún sitio, pero Harry tiene una cita, así
que, francamente, creo que no hay más que hablar...
—Muy  bien  —dijo  la  profesora,  dolida—.  Si  te  resistes  a  desterrar  a  ese
jamelgo usurpador... quizá yo encuentre un colegio donde se valoren más mis
talentos...
Apartó a Harry de un empujón y desapareció por la escalera de caracol; la
oyeron  dar  un  traspié  hacia  la  mitad  de  ésta  y  Harry  dedujo  que  había
tropezado con uno de los chales que siempre llevaba colgando.
—Por favor, cierra la puerta y siéntate, Harry  —dijo Dumbledore con voz
cansada.
Al sentarse en su sitio habitual  —delante de la mesa del director—, Harry
se fijó en que el pensadero volvía a estar en la mesa y que al lado de la vasija
había dos botellitas de cristal llenas de recuerdos que se arremolinaban.
—¿La profesora Trelawney todavía no ha digerido que Firenze enseñe en el
colegio? —preguntó.
—No, aún no —respondió el director—. En  verdad, la Adivinación me está
causando  más  problemas  de  los  que  habría  podido  prever  si  me  hubiese
interesado por esa disciplina. No puedo pedirle a Firenze que vuelva al Bosque
Prohibido, donde ahora es un marginado, ni pedirle a Sybill Trelawney que se
marche.  Entre  nosotros,  ella  no  tiene  idea  del  peligro  que  correría  fuera  del
castillo. Verás, la profesora no sabe que fue ella quien hizo la profecía acerca de
ti  y  Voldemort,  y  creo  que  no  sería  sensato  revelárselo.  —Lanzó  un  hondo
suspiro  y  agregó—:  Pero  ahora  no  nos  interesan  mis  problemas  de  personal.
Tenemos asuntos más importantes que tratar. Bien, ¿has realizado la tarea que
te encargué?
—¿La  ta...?  Sí,  claro...  —dijo  Harry,  pillado  en  falta.  Entre  las  clases  de
Aparición, el quidditch, el envenenamiento de Ron, el golpe en la cabeza y su
empeño en averiguar qué tramaba Malfoy, Harry casi se había olvidado de que
tenía que sonsacarle aquel recuerdo al profesor Slughorn—. Sí, se lo pregunté
después de la clase de Pociones, señor, pero... no quiso decirme nada.
Hubo un breve silencio.
—Entiendo  —dijo  Dumbledore  mirándolo  por  encima  de  las  gafas  de
media luna (el muchacho sintió que lo estaban examinando con rayos X)—. Y
crees que te has esforzado al máximo para cumplir esa tarea, que has puesto en
práctica tu considerable ingenio y recurrido a toda tu astucia en la búsqueda de
ese recuerdo, ¿no?
—Bueno... —Harry no sabía qué decir. En ese momento su único intento de
recuperar aquel recuerdo parecía ridículo—. Es que... el día que Ron se bebió el
filtro  de amor por error, yo lo llevé al despacho del profesor Slughorn. Creí que
a lo mejor, si conseguía poner de buen humor al profesor...
—¿Y dio resultado? —inquirió Dumbledore.
—Pues... no, señor, porque Ron se envenenó y...
—... eso, como es lógico, hizo que te olvidaras de lo que te había pedido.
Era  de  esperar,  dado  que  tu  mejor  amigo  se  hallaba  en  peligro.  Sin  embargo,
cuando se confirmó que el señor Weasley se recuperaría, me habría gustado que
prosiguieses  con  la  misión  que  te  asigné.  Creí  que  habías  comprendido  cuan
trascendental  es  ese  recuerdo.  En  nuestro  anterior  encuentro  puse  especial
empeño en recalcarte que es el más valioso y que sin él perdemos el tiempo.
La vergüenza que Harry sentía se materializó en una sensación de calor y
picor  que  le  fue  descendiendo  desde  la  coronilla  hasta  los  pies.  Dumbledore,
que no había elevado el tono, ni siquiera parecía enfadado, pero Harry habría
preferido que le hubiera gritado, pues esa frialdad y su expresión de decepción
eran peores que cualquier otra cosa.
—No crea que no me lo tomo en serio, señor —dijo abochornado—. Es que
tenía otras cosas...
—Otras cosas en la cabeza —terminó Dumbledore—. Entiendo.
Volvieron  a  quedarse  callados.  Aquel  silencio,  el  más  desagradable  que
Harry  había  experimentado  en  presencia  del  director,  pareció  prolongarse
eternamente,  sólo  interrumpido  por  los  débiles  ronquidos  del  retrato  de
Armando  Dippet  colgado  detrás  de  Dumbledore.  Harry  tenía  la  extraña
sensación de haberse encogido un poco.
Cuando no pudo soportarlo más, dijo:
—Lo  siento mucho, profesor. Debí haberme esforzado. Debí darme cuenta
de que usted no me lo habría pedido de no ser algo realmente importante.
—Te  agradezco  esas  palabras,  Harry  —repuso  Dumbledore  con  voz
queda—. Así pues, ¿puedo confiar en que a partir de ahora le darás prioridad?
No tendría mucho sentido volver a reunimos si no conseguimos ese recuerdo.
—Lo haré, señor. Se lo sacaré como sea —afirmó Harry con determinación.
—Entonces no se hable más del asunto —dijo Dumbledore con un tono más
amable—.  Continuaremos  con  nuestra  historia  a  partir  del  punto  en  que  la
dejamos. ¿Te acuerdas de dónde nos habíamos quedado?
—Sí, señor. Voldemort asesinó a su padre y sus abuelos y lo dispuso todo
para  que  pareciera  que  los  había  matado  su  tío  Morfin.  Luego  regresó  a
Hogwarts  y  le  preguntó...  le  preguntó  al  profesor  Slughorn  qué  eran  los
Horrocruxes.
—Muy  bien.  Y  también  recordarás  que  cuando  iniciamos  estas  reuniones
privadas  te  dije  que  entraríamos  en  el  reino  de  las  conjeturas  y  las
especulaciones.
—Así es, señor.
—Coincidirás  conmigo  en  que,  por  ahora,  te  he  mostrado  fuentes  de
información considerablemente sólidas  para mis deducciones acerca de lo que
Voldemort  había  hecho  hasta  cumplir  diecisiete  años.  —Harry  asintió  con  la
cabeza—.  Sin  embargo,  a  partir  de  ese  momento  —prosiguió  el director—  las
cosas  se  vuelven  cada  vez  más  turbias  y  extrañas.  Si  ya  resultó  difícil  hallar
testimonios  que  pudieran  hablar  del  Tom  Ryddle  niño,  ha  resultado  casi
imposible  encontrar  a  alguien  dispuesto  a  recordar  al  Voldemort  adulto.  De
hecho,  dudo  que  exista  alguna  persona  viva,  aparte  de  él  mismo,  que  pueda
ofrecer  un  relato  completo  de  sus  andanzas  desde  que  abandonó  Hogwarts.
Con todo, conservo otros dos recuerdos que me gustaría compartir contigo.  —
Señaló las dos botellitas de cristal que relucían junto al pensadero—. Después
me darás tu opinión sobre las conclusiones que he extraído de ellos.
El hecho de que Dumbledore valorara tanto la opinión de Harry hizo que
éste  se  sintiera  aún  más  avergonzado  por  haber  fracasado  en  recuperar  el
recuerdo de los Horrocruxes, por lo que se removió en su asiento mientras el
anciano profesor levantaba la primera botella para examinarla a la luz.
—Espero  que  no  estés  cansado  de  sumergirte  en  la  memoria  de  otras
personas, Harry. Estos dos recuerdos son muy curiosos. El primero lo obtuve de
una elfina doméstica muy anciana llamada Hokey. No obstante, antes de ver la
escena  que  ésta  presenció,  te  haré  unos  breves  comentarios  sobre  las
circunstancias en que lord Voldemort se marchó de Hogwarts.
»Como  quizá  hayas  imaginado,  llegó  al  séptimo  año  de  su  escolarización
con  excelentes  notas  en  todas  las  asignaturas  que  cursó.  Sus  compañeros  de
estudios trataban de decidir a qué profesión se dedicarían cuando salieran de
Hogwarts, y casi todo el mundo esperaba cosas espectaculares de Tom Ryddle,
que  había  sido  prefecto,  delegado  y  ganador  del  Premio  por  Servicios
Especiales.  Me  consta  que  varios  profesores,  entre  ellos  Horace  Slughorn,  le
propusieron  que  entrara  a  trabajar  en  el  Ministerio  de  Magia  y  se  ofrecieron
para conseguirle empleo y ponerlo en contacto con personas influyentes. Pues
bien, él rechazó todas esas ofertas. Antes de que el profesorado se diera cuenta,
Voldemort estaba trabajando en Borgin y Burkes.
—¿En Borgin y Burkes? —repitió Harry con asombro.
—Sí, así es. Ya verás qué atractivos le ofrecía ese lugar cuando entremos en
el recuerdo de Hokey. Sin embargo, ésa no fue la primera opción de empleo que
eligió Voldemort, aunque en esa época no lo supo casi nadie (yo fui una de las
pocas  personas  a  quienes  se  lo  confió  el  por  entonces  director  del  colegio,  el
profesor Dippet). Así pues, Voldemort fue a ver al director y le pidió quedarse
en Hogwarts trabajando como profesor.
—¿Quería  quedarse  aquí?  ¿Por  qué?  —preguntó  Harry,  todavía  más
extrañado.
—Creo  que  tenía  varias  razones,  pero  no  le  comentó  ninguna  al  profesor
Dippet. En primer lugar, y esto es muy importante, creo que Voldemort le tenía
más  cariño  a  Hogwarts  del  que  jamás  le  ha  tenido  a  ninguna  persona.  Aquí
había sido feliz; este colegio era el  único lugar donde había estado a gusto.  —
Harry  sintió  cierta  incomodidad  al  escuchar  estas  palabras  porque  era
exactamente el mismo sentimiento que él experimentaba respecto a Hogwarts—.
En  segundo  lugar,  el  castillo  es  un  baluarte  de  la  magia  antigua.  Sin  duda
alguna,  Voldemort  descifró  muchos  más  secretos  que  la  mayoría  de  los
estudiantes  que  pasan  por  el  colegio,  pero  es  probable  que  sospechara  que
todavía quedaban misterios por desvelar, reservas de magia que explotar... Y en
tercer  lugar,  como  profesor  habría  ejercido  mucho  poder  y  considerable
influencia  sobre  un  gran  número  de  jóvenes  magos  y  brujas.  Quizá  sacó  esa
idea del profesor Slughorn, que era con quien se llevaba mejor, ya que éste le
había demostrado que un profesor podía tener un papel muy influyente. Nunca
he concebido que Voldemort tuviera pensado quedarse el resto de su vida en
Hogwarts,  pero  sí  creo  que  consideraba  que  el  colegio  era  un  útil  terreno  de
reclutamiento y un sitio donde podría empezar a formar un ejército.
—¿Y qué pasó? ¿No lo aceptaron?
—No. El profesor Dippet le dijo que era demasiado joven (tenía dieciocho
años), pero le sugirió que volviera a intentarlo pasados unos años, si aún seguía
interesándole la docencia.
—¿Qué opinó usted de eso, señor? —preguntó Harry, vacilante.
—Me  produjo  un  profundo  desasosiego.  Le  aconsejé  a  Dippet  que  no  le
concediera el empleo. No le planteé las razones que te he dado a ti porque él
apreciaba mucho a Voldemort y creía que era una persona honrada, pero yo no
quería que ese muchacho volviera  a este colegio, y menos aún que ocupara un
puesto de poder.
—¿Qué puesto solicitó, señor? ¿Qué asignatura quería enseñar?
Harry intuyó la respuesta antes de que Dumbledore se la diera.
—Defensa Contra las Artes Oscuras. En esa época la impartía una anciana
profesora, Galatea Merrythought, que llevaba casi cincuenta años en Hogwarts.
»Pues  bien,  Voldemort  se  fue  a  trabajar  a  Borgin  y  Burkes,  y  todos  los
maestros que lo admiraban lamentaron que un joven mago tan brillante acabara
trabajando en una tienda, menudo desperdicio. Sin embargo, no era un simple
dependiente.  Al  ser  educado,  atractivo  e  inteligente,  pronto  empezaron  a
asignarle  ciertas  tareas  especiales,  propias  de  un  sitio  como  Borgin  y  Burkes.
Como  bien  sabes,  Harry,  esa  tienda  se  ha  especializado  en  objetos  con
propiedades inusuales y poderosas. Bien, los dueños lo enviaban a convencer a
la gente de que vendiese sus tesoros, y a decir de todos, tenía un talento especial
para persuadir a cualquiera.
—No me extraña —dijo Harry sin poder contenerse.
—No, claro  —corroboró Dumbledore esbozando una sonrisa—. Y ahora ha
llegado el momento de oír a Hokey, la elfina doméstica que trabajaba para una
bruja muy anciana y muy rica llamada Hepzibah Smith.
Dumbledore golpeó la botella con su varita, el corcho salió  disparado y el
director vertió el recuerdo en el pensadero.
—Tú primero, Harry.
Harry  se  levantó  y  se  inclinó  una  vez  más  sobre  aquella  ondulada  y
plateada superficie líquida hasta que su cara la tocó. Se precipitó por un oscuro
vacío y aterrizó en un salón  frente a una anciana gordísima. Esta  llevaba una
elaborada  peluca  pelirroja  y  una  túnica  rosa  brillante,  cuyos  pliegues  se
desparramaban a su alrededor de tal forma que la mujer parecía un pastel de
helado derretido. Se estaba mirando en un espejito con  joyas incrustadas y se
aplicaba  colorete  en  las  mejillas,  que  ya  tenía  muy  rojas,  con  una  gran  borla,
mientras la elfina doméstica más vieja y diminuta que Harry había visto jamás
le calzaba en los regordetes pies unas ceñidas zapatillas de raso.
—¡Date  prisa,  Hokey!  —la  apremió  Hepzibah—.  ¡Dijo  que  vendría  a  las
cuatro! ¡Sólo faltan dos minutos y nunca ha llegado tarde!
La anciana guardó la borla de colorete y la elfina doméstica se enderezó. La
cabeza de la sirvienta apenas llegaba a la altura del taburete de Hepzibah y la
apergaminada  piel  le  colgaba  igual  que  la  áspera  sábana  de  lino  que  llevaba
puesta como si fuera una toga.
—¿Cómo estoy?  —preguntó Hepzibah, y movió la cabeza para admirar su
cara en el espejo desde diversos ángulos.
—Preciosa, señora —dijo Hokey con voz chillona.
Seguramente  el  contrato  de  Hokey  especificaba  que  debía  mentir  con
descaro  cada  vez  que  le  hicieran  esa  pregunta,  porque  Hepzibah  Smith,  en
opinión de Harry, no tenía nada de preciosa.
Se oyó el tintineo de una campanilla y tanto el ama como la elfina dieron un
respingo.
—¡Rápido, rápido! ¡Ya está aquí, Hokey!  —exclamó Hepzibah, y la elfina se
escabulló  de  la  habitación,  que  estaba  tan  abarrotada  de  objetos  que  costaba
creer que alguien pudiese andar por allí sin derribar al menos una docena de
cosas:  había  armarios  repletos  de  cajitas  lacadas,  estanterías  llenas  de  libros
repujados en oro, estantes con esferas y globos celestes y exuberantes plantas en
recipientes de bronce. De hecho, la habitación parecía  una mezcla de tienda de
antigüedades y jardín de invierno.
La elfina regresó pasados unos momentos, seguida de un joven alto al que
Harry  reconoció  sin  dificultad:  era  Voldemort.  Vestido  con  un  sencillo  traje
negro, llevaba el pelo un poco más largo que cuando estudiaba en el colegio y
tenía las mejillas hundidas, pero todo eso le sentaba bien; estaba más atractivo
que nunca.  Sorteó los diversos objetos diseminados por la habitación con una
soltura que indicaba que conocía el lugar y se inclinó sobre la regordeta mano
de Hepzibah para rozarla con los labios.
—Le he traído flores  —dijo con voz queda, y creó un ramo de rosas de la
nada.
—¡Qué pillín! ¡No hacía ninguna falta!  —repuso la anciana  Hepzibah con
voz  chillona,  pero  Harry  se  fijó  en  que  había  un  jarrón  vacío  dispuesto  en  la
mesita  más  cercana—.  Me  mimas  demasiado,  Tom.  Pero  siéntate,  siéntate.
¿Dónde está Hokey? Ah, aquí...
La  elfina  apareció  presurosa  con  una  bandeja  de  pastelitos  que  dejó  al
alcance de su ama.
—Sírvete  tú  mismo,  Tom  —ofreció  Hepzibah—,  sé  que  te  encantan  mis
pasteles. Cuéntame, ¿cómo estás? Te veo pálido. En esa tienda te hacen trabajar
demasiado, te lo he dicho cien veces... —Voldemort sonrió como un autómata y
Hepzibah  compuso  una  sonrisa  tonta—.  Y  bien,  ¿a  qué  se  debe  tu  visita  esta
vez? —preguntó pestañeando con coquetería.
—El señor Burke quiere mejorar su oferta por esa armadura fabricada por
duendes  —contestó  Voldemort—.  Le  ofrece  quinientos  galeones.  Dice  que  es
una suma más que razonable...
—¡Espera, espera! No tan deprisa, o pensaré que sólo vienes  a verme por
mis alhajas —repuso Hepzibah haciendo pucheros.
—Me  envían  aquí  por  ellas  —repuso  Voldemort  con  calma—.  Señora,  yo
sólo  soy  un  pobre  dependiente  que  hace  lo  que  le  mandan.  El  señor  Burke
quiere que le pregunte...
—¡Uy, el señor Burke! ¡Tonterías!  —lo cortó Hepzibah con un floreo de la
mano—. ¡Voy a enseñarte una cosa que nunca le he mostrado al señor Burke!
¿Sabes guardar un secreto, Tom? ¿Me prometes que no le dirás que lo tengo? ¡Él
no  me  dejaría  en  paz  si  supiera  que  te  lo  he  enseñado,  pero  no  pienso
vendérselo  a  Burke  ni  a  nadie!  Pero  tú,  Tom,  seguro  que  lo  valorarás  por  su
historia y no por los galeones que podrías conseguir con él...
—Será  un  placer  ver  cualquier  cosa  que  la  señora  Hepzibah  tenga  a  bien
enseñarme  —replicó  el  joven  sin  alterar  el  tono,  y  Hepzibah  soltó  otra  risita
ingenua.
—Le pedí a Hokey que lo trajera... ¿Dónde estás, Hokey? Quiero enseñarle
al señor Ryddle nuestro tesoro más valioso. Mira, ya que estamos en ello, trae
los dos...
—Aquí tiene, señora  —dijo la estridente voz de la elfina, y Harry vio dos
cajas  de  piel,  una  encima  de  otra,  que  cruzaban  la  habitación  como  por
voluntad propia, aunque sabía que la diminuta elfina las sostenía encima de la
cabeza mientras se abría paso entre mesas, pufs y taburetes.
—Eso es —dijo  Hepzibah con jovialidad, y cogió las cajas, se las puso sobre
el  regazo  y  se  dispuso  abrir  la  primera—.  Me  parece  que  esto  te  va  a  gustar,
Tom...  ¡Si  mi  familia  supiera  que  te  la  he  enseñado...!  Están  deseando
apropiársela.
La mujer abrió la tapa. Harry se acercó un poco y distinguió lo que parecía
una pequeña copa de oro con dos asas finamente cinceladas.
—A ver si sabes qué es, Tom. Cógela y examínala —susurró Hepzibah.
Voldemort tendió su mano de largos dedos e, introduciendo el índice por
un  asa, levantó la copa con cuidado de su mullido envoltorio de seda. A Harry
le  pareció  percibir  un  destello  rojo  en  los  oscuros  ojos  de  Voldemort.
Curiosamente,  su  expresión  de  codicia  se  reflejaba  en  el  rostro  de  Hepzibah,
cuyos diminutos ojos estaban clavados en las hermosas facciones del joven.
—Un  tejón  —murmuró  Voldemort  al  examinar  el  grabado  de  la  copa—.
Eso significa que pertenecía a...
—¡Helga  Hufflepuff,  como  tú  bien  sabes  porque  eres  un  chico  muy
inteligente!  —exclamó  Hepzibah.  Se  inclinó  hacia  delante  con  un  crujido  de
corsés  y  le  pellizcó  la  hundida  mejilla—.  ¿Nunca  te  he  dicho  que  soy
descendiente  suya?  Esta  copa  lleva  años  pasando  de  padres  a  hijos.  ¿Verdad
que es preciosa? Además, dicen que posee poderes asombrosos, pero eso nunca
lo he comprobado porque siempre la he tenido guardada aquí, a salvo...
Recuperó  la  copa,  sostenida  por  el  largo  dedo  índice  de  Voldemort,  y  la
devolvió  con  cuidado  a  su  caja,  esforzándose  en  colocarla  en  su  posición
original, de modo que no reparó en la sombra que cruzó el semblante del joven
al quedarse sin la copa.
—A ver  —prosiguió Hepzibah con alegría—, ¿dónde está Hokey? ¡Ah, sí,
aquí estás! Esta ya puedes llevártela...
La elfina, obediente, la cogió y Hepzibah dirigió su atención a la otra caja,
bastante más plana.
—Me parece que esto te va a gustar aún más, Tom  —susurró—. Acércate
un poco, querido, para que puedas ver... Burke sabe que lo tengo, desde luego.
Se  lo  compré  a  él  y  creo  que  no  me  equivoco  si  digo  que  le  encantaría
recuperarlo el día que yo me vaya...
Deslizó  el  delgado  y  afiligranado  cierre  y  abrió  la  caja.  Sobre  el  liso
terciopelo encarnado había un voluminoso guardapelo de oro.
Esta  vez  Voldemort  tendió  la  mano  antes  de  que  lo  invitaran  a  hacerlo,
cogió el guardapelo, lo acercó a la luz y lo examinó con gran atención.
—La  marca  de  Slytherin  —murmuró  con  embeleso  mientras  la  luz
arrancaba destellos a una ornamentada «S».
—¡Exacto!  —confirmó Hepzibah, complacida por el interés del joven—. Me
costó  una  fortuna,  pero  no  podía  dejar  escapar  semejante  tesoro;  tenía  que
conseguirlo para mi colección. Al parecer, Burke se lo compró a una andrajosa
que  seguramente  lo  había  robado,  aunque  no  tenía  ni  idea  de  su  verdadero
valor...
Esta vez no hubo ninguna duda: los ojos de Voldemort lanzaron un destello
rojo  al  escuchar  aquellas  palabras,  y  Harry  vio  cómo  apretaba  con  fuerza  el
puño con que asía la cadena del guardapelo.
—Supongo que Burke le pagó una miseria, pero ya lo  ves... ¿Verdad que es
precioso? Y también se le atribuyen  todo tipo de poderes, aunque yo me limito
a tenerlo bien guardadito aquí...
Estiró el brazo para recuperar el guardapelo. Por un  instante Harry pensó
que  Voldemort  no  lo  soltaría,  pero  la  cadena  se  le  deslizó  entre  los  dedos  y
finalmente la joya volvió a reposar en el terciopelo rojo.
—¡Ya lo has visto, querido Tom, y espero que te haya gustado!  —Hepzibah
lo miró a los ojos, radiante, pero de pronto su sonrisa flaqueó—. ¿Te encuentras
bien, querido?
—Sí, sí —dijo Voldemort con un hilo de voz—. Sí, estoy perfectamente...
—Pero  me  ha  parecido...  —replicó  la  mujer  con  un  fugaz  matiz  de
inquietud—.  Bueno,  habrá  sido  un  efecto  óptico.  —Harry  dedujo  que  ella
también  había  vislumbrado  aquel  destello  rojo  en  los  ojos  de  Voldemort—.
Toma, Hokey, llévate estas cajas y guárdalas bajo llave... y haz los sortilegios de
siempre.
—Tenemos  que  irnos,  Harry  —anunció  Dumbledore  con  voz  queda,  y  en
tanto  la  pequeña  elfina  se  alejaba  con  las  cajas,  el  anciano  profesor  volvió  a
agarrar  a  Harry  por  el  brazo  y  juntos  se  elevaron,  se  sumieron  en  aquella
misteriosa negrura y regresaron al despacho del director.
—Hepzibah  Smith  murió  dos  días  después  de  esa  breve  escena  —explicó
Dumbledore  mientras  volvía  a  su  asiento  e  indicaba  a  Harry  que  se  sentara
también—.  El  ministerio  condenó  a  Hokey  por  el  envenenamiento  accidental
del chocolate de su ama.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Harry, indignado.
—Veo que somos de la misma opinión. Ciertamente, hay varias
coincidencias entre esa muerte y la de los Ryddle. En ambos casos culparon a
otra persona, a alguien que recordaba con claridad haber causado la muerte...
—¿Hokey confesó?
—Recordaba haber puesto algo en el chocolate de su ama que resultó no ser
azúcar, sino un veneno mortal poco conocido. Y llegaron a la conclusión de que
la elfina no lo había puesto a propósito, sino que como era  muy anciana y muy
despistada...
—¡Voldemort modificó su memoria, igual que hizo con Morfin!
—Sí, ésa es la conclusión a la que llegué yo también. Pero, como en el caso
de Morfin, el ministerio estaba predispuesto a sospechar de Hokey...
—...  porque  era  una  elfina  doméstica  —terminó  Harry.  Pocas  veces  había
estado más de acuerdo con la sociedad que había creado Hermione, la PEDDO.
—Exacto —confirmó Dumbledore—. Era muy mayor y como admitió haber
puesto  algo  en  la  bebida,  nadie  del  ministerio  se  molestó  en  seguir
investigando.  Igual  que  en  el  caso  de  Morfin,  cuando  di  con  ella  y  conseguí
extraerle  ese  recuerdo,  la  elfina  estaba  a  punto  de  morir;  pero,  como
comprenderás, lo único que demuestra su recuerdo es que Voldemort conocía
la existencia de la copa y el guardapelo.
«Cuando  condenaron  a  Hokey,  la  familia  de  Hepzibah  ya  sabía  que
faltaban  dos  de  los  más  preciados  tesoros  de  la  anciana  bruja.  Tardaron  un
tiempo en averiguarlo porque la mujer tenía muchos escondites; siempre había
guardado  celosamente  su  colección.  Pero,  antes  de  que  los  parientes
comprobaran que la copa y el guardapelo habían desaparecido, el dependiente
que trabajaba en Borgin y Burkes, aquel joven que había visitado a menudo a
Hepzibah y la había conquistado con sus encantos, dejó su empleo y se marchó.
Los dueños de la tienda ignoraban adonde había ido y estaban tan asombrados
como todo el mundo de su marcha. Y durante mucho tiempo nadie volvió a ver
ni oír hablar de Tom Ryddle.
»Y ahora, Harry, si no te importa, me gustaría detenerme una vez más para
dirigir tu atención hacia ciertos aspectos de  nuestra historia. Voldemort había
cometido  otro  asesinato;  ignoro  si  fue  el  primero  desde  que  matara  a  los
Ryddle,  pero  creo  que  sí.  Esta  vez,  como  habrás  observado,  no  mató  por
venganza,  sino  para  obtener  un  beneficio.  Quería  poseer  los  dos  fabulosos
tesoros  que  le  había  enseñado  aquella  pobre  y  obsesionada  anciana.  Primero
robaba a los otros niños del orfanato, luego le sustrajo el anillo a su tío Morfin y
después se apropió de la copa y el guardapelo de Hepzibah.
—Pero  qué  raro  que  lo  arriesgara  todo  —dijo  Harry  frunciendo  el
entrecejo— y dejara su empleo sólo por esos...
—Quizá tú lo encuentres raro, pero Voldemort no —aclaró Dumbledore—.
Espero  que  entiendas,  en  su  debido  momento,  qué  significaban  con  exactitud
para  él  esos  objetos,  pero  admitirás  que  no  es  difícil  imaginar  que,  como
mínimo, considerara que el guardapelo era suyo por legítimo derecho.
—El guardapelo quizá sí, pero ¿por qué se llevó también la copa?
—Porque  había  pertenecido  a  una  de  las  fundadoras  de  Hogwarts.  Creo
que Voldemort conservaba un fuerte vínculo con el colegio y no pudo resistirse
a un objeto tan importante de su historia. Y si no me equivoco, también había
otros motivos... Espero poder mostrártelos a su debido tiempo.
»Y ahora voy a enseñarte el último recuerdo, al menos hasta que consigas
sonsacarle ese otro al profesor Slughorn. Entre el recuerdo de Hokey y éste hay
un período de diez años acerca de los cuales sólo podemos especular...
Harry  se  puso  de  pie  otra  vez  mientras  Dumbledore  vaciaba  el  último
recuerdo en el pensadero.
—¿De quién es este recuerdo? —preguntó el muchacho.
—Mío.
Y  Harry  se  sumergió  detrás  del  anciano  profesor  en  el  movedizo  líquido
plateado  y  aterrizó  en  el  mismo  despacho  del  que  acababa  de  salir:  Fawkes
dormía apaciblemente en su percha y sentado a la mesa se hallaba Dumbledore,
cuyo aspecto era muy parecido al del Dumbledore que estaba de pie al lado de
Harry, aunque tenía ambas manos  intactas y quizá menos arrugas en el rostro.
La única diferencia entre el despacho del presente y ese otro era que en el del
pasado  estaba  nevando;  unos  azulados  copos  caían  tras  la  ventana,
destacándose contra la oscuridad, y se acumulaban en el alféizar.
Daba la impresión de que el Dumbledore más joven esperaba que ocurriera
algo, y, en efecto, poco después llamaron a la puerta y el director dijo: «Pase.»
A  Harry  se  le  escapó  un  grito  ahogado  al  ver  entrar  a  Voldemort.  Sus
facciones  no  eran  las  mismas  que  el  muchacho  había  visto  surgir  del  gran
caldero de piedra casi dos años atrás: no recordaban tanto a una serpiente, los
ojos todavía no se habían vuelto rojos y la cara aún no parecía una máscara; sin
embargo, aquél ya no era el atractivo Tom Ryddle. Era como si el rostro se le
hubiera quemado y desdibujado: sus rasgos tenían un extraño aspecto, ceroso y
deforme, y el blanco de los ojos estaba enrojecido, aunque las pupilas aún no se
habían convertido en las finas rendijas que Harry había visto en otras ocasiones.
Llevaba una larga capa negra y tenía el semblante tan  blanco como la nieve que
le relucía sobre los hombros.
El Dumbledore que estaba sentado a la mesa no dio muestras de sorpresa.
Resultaba evidente que la visita estaba concertada.
—Buenas  noches,  Tom  —saludó  Dumbledore—.  ¿Quieres  sentarte,  por
favor?
—Gracias  —respondió  Voldemort,  y  ocupó  el  asiento  que  le  señalaba,  el
mismo del que Harry acababa de levantarse en el presente—. Me enteré de que
lo habían nombrado director —dijo con una voz ligeramente más alta y fría que
antes—. Una loable elección.
—Me alegro de que la apruebes  —replicó Dumbledore con una sonrisa—.
¿Te apetece beber algo?
—Sí, gracias. Vengo de muy lejos.
Dumbledore  se  levantó  y  fue  hasta  el  armario  donde  ahora  guardaba  el
pensadero,  pero  que  entonces  era  una  especie  de  mueble-bar.  Tras  ofrecer  a
Voldemort una copa de vino y llenar otra para él, volvió a sentarse.
—Y bien, Tom... ¿a qué debo el honor de tu visita?
Voldemort no contestó enseguida, sino que antes bebió un sorbo de vino.
—Ya no me llaman «Tom» —puntualizó—. Ahora me conocen como...
—Ya  sé  cómo  te  conocen  —lo  interrumpió  Dumbledore  sonriendo  con
cordialidad—. Pero para mí siempre serás Tom Ryddle. Me temo que ésa es una
de las cosas más fastidiosas de los viejos profesores: que nunca llegan a olvidar
los años de juventud de sus pupilos.
Alzó su copa como si brindara con Voldemort, cuyo semblante permanecía
inexpresivo.  Sin  embargo,  Harry  notó  que  la  atmósfera  de  la  habitación
cambiaba  de forma sutil: la negativa de Dumbledore a utilizar el nombre que
Voldemort había elegido significaba que no le permitía dictar los términos de la
reunión, y Harry se percató de que él así lo había interpretado.
—Me  sorprende  que  usted  haya  permanecido  tanto  tiempo  aquí  —dijo
Voldemort tras una breve pausa—. Siempre me pregunté por qué un mago de
su categoría nunca había querido abandonar el colegio.
—Verás —repuso Dumbledore sin dejar de sonreír—, para un mago de mi
categoría  no  hay  nada  más  importante  que  transmitir  la  sabiduría  ancestral  y
ayudar a aguzar la mente de los jóvenes. Si no recuerdo mal,  en una ocasión tú
también sentiste el atractivo de la docencia.
—Y  todavía  lo  siento  —dijo  Voldemort—.  Sólo  me  preguntaba  por  qué
usted... por qué un mago al que el ministerio le pide tan a menudo consejo y al
que en dos ocasiones, creo, le han ofrecido el cargo de ministro...
—De hecho ya van tres veces  —precisó Dumbledore—. Pero el ministerio
nunca  me  atrajo  como  carrera  profesional.  Ésa  es  otra  cosa  que  tenemos  en
común.
Voldemort  inclinó  la  cabeza,  sin  sonreír,  y  bebió  otro  sorbo  de  vino.
Dumbledore no  interrumpió el silencio sino que esperó, con gesto de tranquila
expectación, a que su interlocutor hablara primero.
—Aunque quizá haya tardado más de lo que imaginó el profesor Dippet —
dijo Voldemort por fin—, he vuelto  para solicitar por segunda vez lo que él me
negó en su día por considerarme demasiado joven. He venido a pedirle que me
deje enseñar en este castillo. Supongo que sabrá que he visto y hecho muchas
cosas desde que me marché de aquí. Podría mostrar y explicar a sus alumnos
cosas que ellos jamás aprenderán de ningún otro mago.
Antes de replicar, Dumbledore lo observó unos instantes por encima de su
copa.
—Sí,  desde  luego,  sé  que  has  visto  y  hecho  muchas  cosas  desde  que  nos
dejaste  —dijo con serenidad—. Los rumores de tus andanzas han llegado a  tu
antiguo colegio, Tom. Pero lamentaría que la mitad de ellos fueran ciertos.
Impertérrito, Voldemort declaró:
—La  grandeza  inspira  envidia,  la  envidia  engendra  rencor  y  el  rencor
genera mentiras. Usted debería saberlo, Dumbledore.
—¿Llamas  «grandeza»  a  eso  que  has  estado  haciendo?  —repuso
Dumbledore con delicadeza.
—Por  supuesto  —aseguró  Voldemort,  y  dio  la  impresión  de  que  sus  ojos
llameaban—. He experimentado. He forzado los límites de la magia como quizá
nunca lo había hecho nadie...
—De cierta clase de magia  —precisó Dumbledore sin alterarse—, de cierta
clase. En cambio, de otras clases de magia exhibes (perdona que te lo diga) una
deplorable ignorancia.
Voldemort  sonrió  por  primera  vez.  Fue  una  sonrisa  abyecta,  un  gesto
maléfico, más amenazador que una mirada de cólera.
—La  discusión  de  siempre  —dijo  en  voz  baja—.  Pero  nada  de  lo  que  he
visto en el mundo confirma su famosa teoría de que el amor es más poderoso
que la clase de magia que yo practico, Dumbledore.
—A lo mejor es que no has buscado donde debías.
—En ese caso, ¿dónde mejor que en Hogwarts podría empezar mis nuevas
investigaciones?  ¿Me  dejará  volver?  ¿Me  dejará  compartir  mis  conocimientos
con sus alumnos? Pongo mi talento y mi persona a su disposición. Estoy a sus
órdenes.
—¿Y qué será de aquellos que están a tus órdenes? ¿Qué será de esos que se
hacen  llamar,  según  se  rumorea,  «mortífagos»?  —preguntó  Dumbledore
arqueando las cejas.
Harry  se  percató  de  que  a  Voldemort  le  sorprendía  que  el  director
conociera ese nombre y observó cómo sus ojos volvían a emitir destellos rojos y
los estrechos orificios nasales se le ensanchaban.
—Mis amigos se las arreglarán sin mí —dijo al fin—, estoy seguro.
—Me  alegra  oír  que  los  consideras  tus  amigos.  Me  daba  la  impresión  de
que encajaban mejor en la categoría de sirvientes.
—Se equivoca.
—Entonces,  si  esta  noche  se  me  ocurriera  ir  a  Cabeza  de  Puerco,  ¿no  me
encontraría  a  algunos  de  ellos  (Nott,  Rosier,  Mulciber,  Dolohov)  esperándote
allí? Unos amigos muy fieles, he de reconocer, dispuestos a viajar hasta tan lejos
en  medio  de  la  nevada,  sólo  para  desearte  buena  suerte  en  tu  intento  de
conseguir un puesto de profesor.
La precisa información de Dumbledore acerca de con quién viajaba le sentó
aún peor a Voldemort; sin embargo, se repuso al instante.
—Está más omnisciente que nunca, Dumbledore.
—No, qué va. Es que me llevo bien con los camareros del pueblo  —repuso
el director sin darle importancia—. Y ahora, Tom... —Dejó su copa vacía encima
de  la  mesa  y  se  enderezó  en  el  asiento  al  tiempo  que  juntaba  la  yema  de  los
dedos  componiendo  un  gesto  muy  suyo—.  Ahora  hablemos  con  franqueza.
¿Por qué has venido esta noche, rodeado de esbirros, a solicitar un empleo que
ambos sabemos que no te interesa?
—¿Que  no  me  interesa?  —Voldemort  se  sorprendió  sin  alterarse—.  Al
contrario, Dumbledore, me interesa mucho.
—Mira,  tú  quieres  volver  a  Hogwarts,  pero  no  te  interesa  enseñar,  ni  te
interesaba  cuando  tenías  dieciocho  años.  ¿Qué  buscas,  Tom?  ¿Por  qué  no  lo
pides abiertamente de una vez?
Voldemort sonrió con ironía.
—Si no quiere darme trabajo...
—Claro que no quiero. Y no creo que esperaras que te lo diera. A pesar de
todo, has venido hasta aquí y me lo has pedido, y eso significa que tienes algún
propósito.
Voldemort se levantó. La rabia que sentía se reflejaba en sus facciones y ya
no se parecía en nada a Tom Ryddle.
—¿Es su última palabra?
—Sí —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
—En ese caso, no tenemos nada más que decirnos.
—No, nada —convino Dumbledore, y una profunda tristeza se reflejó en su
semblante—.  Quedan  muy  lejos  los  tiempos  en  que  podía  asustarte  con  un
armario en llamas y obligarte a pagar por tus delitos. Pero me gustaría poder
hacerlo, Tom, me gustaría...
Creyendo que la mano de Voldemort se desplazaba hacia el bolsillo donde
tenía  la  varita,  Harry  estuvo  a  punto  de  gritar  una  advertencia  que  habría
resultado inútil, pero, antes de que lograse reaccionar, Voldemort había salido y
la puerta se estaba cerrando tras él.
Harry volvió a notar la mano de Dumbledore alrededor de su brazo y poco
después se encontraban de nuevo juntos, como si no se hubieran movido de su
sitio. Sin embargo, no había nieve acumulándose en el alféizar y Dumbledore
volvía a tener la mano ennegrecida y marchita.
—¿Por  qué?  —preguntó  Harry  mirándolo  a  los  ojos—.  ¿Por  qué  regresó?
¿Llegó a averiguarlo?
—Tengo algunas ideas —respondió el anciano profesor—, pero nada más.
—¿Qué ideas, señor?
—Te  lo  contaré  cuando  hayas  recuperado  ese  recuerdo  del  profesor
Slughorn. Confío en que cuando consigas esa última pieza del rompecabezas,
todo quedará claro... para ambos.
Harry se moría de curiosidad, y aunque Dumbledore fue a abrir la puerta
para  indicarle  que  la  clase  había  terminado  y  debía  marcharse,  aún  hizo  otra
pregunta:
—¿Quería el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, como
la vez anterior? En realidad no dijo...
—Sí, claro que quería ese puesto. Eso se demostró poco después de nuestra
breve  entrevista.  Y  desde  que  me  negué  a  dárselo  nunca  hemos  podido
conservar  el  mismo  profesor  de  Defensa  Contra  las  Artes  Oscuras  más  de  un
año.

21
La Sala Incognoscible

Durante la semana siguiente, Harry se estrujó el cerebro buscando una manera
de  que  Slughorn  le  entregara  el  auténtico  recuerdo,  pero  no  se  le  ocurrió
ninguna  idea  genial  y  acabó  recurriendo  a  lo  que  últimamente  solía  hacer
cuando se sentía perdido: enfrascarse en su libro de Pociones con la esperanza
de que el príncipe hubiera garabateado algún comentario útil en alguna página.
—Ahí no vas a encontrar nada —le dijo Hermione el domingo por la noche.
—No empieces, Hermione. Si no llega a ser por el príncipe, ahora Ron no
estaría aquí sentado.
—Estaría aquí sentado si hubieras escuchado a Snape en primero  —repuso
ella con desdén.
Harry  no  le  hizo  caso.  Acababa  de  encontrar  un  conjuro  (¡Sectumsempra!)
escrito en un margen, seguido de las intrigantes palabras «para enemigos», y se
moría  de  ganas  de  probarlo.  Pero  no  le  pareció  oportuno  hacerlo  delante  de
Hermione, así que dobló con disimulo la esquina de la hoja.
Estaban sentados delante del fuego en la sala común, donde aún quedaban
unos pocos compañeros de sexto que pronto se irían a dormir. Un rato antes, al
volver  de  cenar,  hubo  cierto  alboroto  porque  en  el tablón  de  anuncios  habían
puesto un letrero con la fecha del examen de Aparición. Los alumnos que el 21
de  abril  —fecha  del  primer  examen—  tuviesen  diecisiete  años  podrían
apuntarse  a  sesiones  de  prácticas  complementarias.  Se  realizarían  en
Hogsmeade rodeadas de estrictas medidas de seguridad.
A Ron le entró pánico al leer la noticia porque todavía no había conseguido
aparecerse y  temía no estar preparado para aprobar el examen; Hermione, que
ya  había  logrado  aparecerse  dos  veces,  se  sentía  un  poco  más  confiada,  pero
Harry,  que  cumpliría  los  diecisiete  años  cuatro  meses  más  tarde,  no  podría
examinarse aunque estuviera lo bastante preparado.
—¡Pero  tú  al  menos  sabes  aparecerte!  —le  dijo  Ron  con  nerviosismo—.
¡Cuando llegue julio no tendrás ningún problema!
—Sólo lo he hecho una vez  —le recordó Harry. Al fin, en la última clase,
había conseguido desaparecerse y rematerializarse dentro de su aro.
Ron,  que  había  perdido  bastante  tiempo  hablando  de  sus  preocupaciones
respecto a la Aparición, se decidió a terminar una redacción condenadamente
difícil, encargada por Snape, que Harry y Hermione ya habían acabado. Harry
estaba  convencido  de  que  Snape  iba  a  ponerle  mala  nota  en  ese  trabajo  por
haber discrepado con él sobre la mejor forma de enfrentarse a los dementores,
pero no le importaba: lo que más le interesaba en ese momento era el recuerdo
de Slughorn.
—En  serio,  Harry,  ese  estúpido  príncipe  no  te  ayudará  en  esta  misión  —
insistió Hermione—. Sólo hay una manera de obligar a alguien a hacer lo que
uno quiera: la maldición imperius, pero es ilegal...
—Sí, ya lo sé, gracias —dijo Harry sin desviar la mirada del libro—. Por eso
busco algo diferente. Dumbledore me advirtió que el Veritaserum no serviría,
pero quizá encuentre otra cosa: alguna poción o algún hechizo...
—No  estás  enfocando  bien  este  asunto  —se  obstinó  su  amiga—.
Dumbledore afirma que eres el único que puede sonsacarle ese recuerdo.  Eso
da  a  entender  que  tú  puedes  convencerlo  con  algo  que  no  está  al  alcance  de
nadie  más.  No  se  trata  de  hacerle  beber  una  poción;  eso  podría  hacerlo
cualquiera...
—¿«Velijerante»  va  con  uve?  —dijo  Ron,  sacudiendo  la  pluma  entre  los
dedos y sin desviar la vista de su hoja de pergamino—. Creía que iba con be.
—Va con be y ge —corrigió Hermione echando un vistazo a la redacción—.
Y «augurio» se escribe sin hache. ¿Qué pluma estás utilizando?
—Una de las de Fred y George con corrector ortográfico incorporado.  Pero
me parece que el encantamiento está perdiendo su efecto.
—Ya lo creo —dijo Hermione, y le señaló el título de la redacción—, porque
nos preguntaban cómo nos enfrentaríamos a un dementor, no a un dugbog, y
que yo sepa tampoco te llamas Roonil Wazlib,  a menos que te hayas cambiado
el nombre.
—¡Ostras, no!  —exclamó Ron contemplando horrorizado la hoja—. ¡No me
digas que tengo que volver a escribirlo todo!
—No te preocupes, se puede arreglar  —dijo ella; cogió la redacción y sacó
su varita mágica.
—Te adoro, Hermione  —murmuró él, y se recostó en la butaca frotándose
los ojos, cansado.
Ella se ruborizó ligeramente, pero se limitó a comentar:
—Que Lavender no te oiga decir eso.
—No me oirá —masculló Ron—. O quizá sí... y entonces me dejará.
—Si lo que quieres  es terminar esa relación, ¿por qué no la dejas tú a ella?
—preguntó Harry.
—Nunca  has  dejado  a  nadie,  ¿no?  —repuso  su  amigo—.  Cho  y  tú
simplemente...
—Nos fuimos a pique, sí, es verdad —admitió Harry.
—¡Ojalá nos pasara eso a Lavender y a mí!  —exclamó Ron  mientras miraba
cómo Hermione, sin decir nada, iba tocando con la punta de la varita cada una
de  las  palabras  mal  escritas  y  las  corregía—.  Pero  cuanto  más  le  insinúo  que
quiero dejarlo, más se aferra ella a mí. Es como salir con el calamar gigante.
Unos veinte minutos más tarde, la chica le entregó la redacción.
—Aquí tienes —le dijo.
—Muchas gracias. ¿Me prestas tu pluma para escribir las conclusiones?
Harry, que no había vuelto a encontrar nada útil o sugerente en las notas
del  Príncipe  Mestizo,  levantó  la  vista  del  libro  y  vio  que  se  habían  quedado
solos  en  la  sala  común,  pues  incluso  Seamus  había  subido  a  acostarse
maldiciendo a Snape y su redacción. Lo único que se oía era el chisporroteo del
fuego y el rasgueo de Ron, que acababa su trabajo sobre los  dementores con la
pluma  de  Hermione. Cerró  el  libro  del  Príncipe  Mestizo  y  empezó  a  bostezar
cuando...
¡Crac!
Hermione  soltó  un  gritito,  Ron  manchó  de  tinta  la  redacción  y  Harry
exclamó:
—¡Kreacher!
El elfo doméstico hizo una exagerada reverencia y, con la nariz casi pegada
a los deformados dedos de sus pies, dijo:
—El  amo  quería  informes  regulares  sobre  las  actividades  del  pequeño
Malfoy, y Kreacher ha venido a...
¡Crac!
Dobby, con un cubre tetera  torcido a modo de gorro, se apareció al lado de
Kreacher.
—¡Dobby  también  ha  colaborado,  Harry  Potter!  —exclamó,  y  le  lanzó  a
Kreacher una mirada furibunda—. ¡Y Kreacher debería avisar a Dobby cuándo
piensa  ir  a  ver  a  Harry  Potter  para  que  así  puedan  presentar  sus  informes
juntos!
—¿Qué  significa  esto?  —preguntó  Hermione,  aún  sorprendida  por  sus
repentinas apariciones—. ¿Qué pasa, Harry?
Harry vaciló porque no le había contado que los dos elfos debían seguir a
Malfoy por orden suya; su amiga era muy susceptible en todo lo relativo a los
elfos domésticos.
—Es que... les pedí que siguieran a Malfoy —reconoció al fin.
—Noche y día —precisó Kreacher con un gruñido.
—¡Dobby  lleva  una  semana  sin  pegar  ojo,  Harry  Potter!  —declaró Dobby
con orgullo, y se tambaleó un poco.
Hermione se alarmó.
—¿No has dormido nada en todo  ese tiempo, Dobby? Pero Harry, supongo
que no le has ordenado que...
—No, claro que no —se apresuró a aclarar el muchacho—. Dobby, puedes
dormir, ¿de acuerdo? A ver, ¿habéis averiguado algo?  —preguntó antes de que
Hermione volviera a intervenir.
—El  amo  Malfoy  hace  gala  de  la  nobleza  que  corresponde  a  su  sangre
limpia  —dijo  Kreacher  con  voz  ronca—.  Sus  facciones  recuerdan  la  elegante
fisonomía de mi ama y sus modales son los mismos que...
—¡Draco Malfoy es un niño malo! —chilló Dobby—. ¡Es un niño malo que...
que...!  —Un escalofrío lo sacudió desde la borla del  cubre tetera  hasta la punta
de los calcetines, y de pronto echó a correr hacia la chimenea como si fuera a
arrojarse al fuego.
Harry, a quien no sorprendió ese arranque, lo alcanzó enseguida y lo sujetó
con fuerza por la cintura. El elfo forcejeó unos segundos y luego dejó de oponer
resistencia.
—Gracias, Harry Potter —jadeó—. A Dobby todavía le cuesta hablar mal de
sus antiguos amos...
Harry  lo  soltó.  Entonces  Dobby  se  colocó  bien  el  cubre  tetera  y  le  dijo  a
Kreacher con tono desafiante:
—¡Pero Kreacher debería saber que Draco Malfoy no se porta bien con los
elfos domésticos!
—Sí, no nos interesa que nos cuentes lo encantado que estás con Malfoy  —
terció Harry—. Ve al grano y explícanos qué ha estado tramando.
Kreacher, rabioso, volvió a hacer una reverencia y dijo:
—El amo Malfoy come en el Gran Comedor, duerme en un dormitorio de
las mazmorras, asiste a clase en diversas...
—Dobby, dímelo tú  —se impacientó Harry, admitiendo que Kreacher era
un caso perdido—. ¿Ha ido a algún sitio al que no debía ir?
—Harry Potter, señor  —chilló Dobby, y en sus enormes y esféricos ojos se
reflejó  el  resplandor  del  fuego—,  el  chico  Malfoy  no  está  violando  ninguna
norma,  al  menos  que  Dobby  sepa,  pero  sigue  interesado  en  evitar  que  lo
detecten. Ha realizado visitas regulares al séptimo piso con varios estudiantes
que montan guardia mientras él entra en...
—¡En la Sala de los Menesteres! —comprendió Harry de pronto, y se dio en
la  frente  con  Elaboración  de  pociones  avanzadas.  Hermione  y  Ron  se  quedaron
mirándolo—.  ¡Ahí  es  donde  se  esconde!  ¡Ahí  es  donde  hace...  lo  que  sea  que
hace! Y por eso desaparece del mapa. ¡Ahora que lo pienso, en el mapa nunca
he visto la Sala de los Menesteres!
—A lo mejor los merodeadores no sabían de su existencia —sugirió Ron.
—Supongo  que  esa  particularidad  forma  parte  de  la  magia  de  la  sala  —
observó Hermione—. Si necesitas que no pueda detectarse, no se detecta.
—Dobby, ¿has conseguido colarte y ver qué hace Mal?
—No, Harry Potter, eso es imposible.
—No,  no  es  imposible.  El  año  pasado,  Malfoy  se  coló  en  nuestro  cuartel
general; por lo tanto, yo también he de poder colarme y espiarlo.
—Dudo  que  lo  logres  —discrepó  Hermione  mientras  cavilaba  sobre  el
asunto—. Malfoy sabía exactamente cómo estábamos ut ilizando la sala porque
esa  idiota  de  Marietta  se  chivó.  El  necesitaba  que  la  sala  se  convirtiera  en  el
cuartel  general  del  ED  y  en  eso  se  convirtió.  Pero  tú  no  sabes  en  qué  se
transforma  cuando  Malfoy  entra  en  ella,  de  modo  que  tampoco  sabes  en  qué
pedirle que se transforme.
—Eso  ya  lo  solucionaremos  —dijo  Harry  quitándole  importancia—.  Buen
trabajo, Dobby.
—Kreacher  también  ha  hecho  un  buen  trabajo  —comentó  Hermione  con
dulzura; pero, en lugar de mostrarse agradecido, el elfo dejó de mirarla con sus
grandes y enrojecidos ojos y, con voz ronca, dijo observando el techo:
—La sangre sucia le está diciendo algo a Kreacher; Kreacher fingirá que no
la oye...
—¡Basta!  —le  espetó  Harry,  y  Kreacher  hizo  una  última  reverencia  y  se
desapareció—. Tú también, Dobby. Vete y duerme un poco.
—¡Gracias, Harry Potter, señor!  —chilló Dobby alegremente, y también se
esfumó.
Harry se volvió hacia sus amigos.
—¿Qué os parece?  —les dijo exultante—. ¡Ya sabemos adonde va Malfoy!
¡Ahora lo tenemos acorralado!
—Sí,  es  genial  —masculló  Ron  con  desánimo  mientras  intentaba  secar  el
borrón de tinta en que se había convertido su redacción casi terminada.
Hermione la cogió una vez más y empezó a limpiar la tinta empleando su
varita. Mientras lo hacía, preguntó:
—Pero ¿qué significa que sube allí con «varios estudiantes más»? ¿Cuánta
gente hay implicada? No creo que confíe en muchos lo suficiente para revelarles
lo que está urdiendo...
—Sí, a mí también me extraña  —concedió Harry frunciendo el entrecejo—.
A Crabbe le dijo que lo que él, Malfoy, hacía no era asunto de su incumbencia...
Entonces ¿qué les dice a todos esos... todos esos...?  —Su voz se fue apagando y
se  quedó  contemplando  el  fuego  sin  verlo—.  ¡Tate!  ¡Pero  qué  idiota  soy!  —
exclamó  de  pronto  en  voz  baja—.  ¡Está  más  claro  que  el  agua!  Abajo,  en  la
mazmorra,  había  una  gran  cuba  llena...  Pudo  robar  un  poco  durante  aquella
clase...
—¿Robar qué? —preguntó Ron.
—Poción  multijugos.  Robó  un  poco  de  la  que  Slughorn  nos  mostró  en  la
primera clase de Pociones. Y no hay varios estudiantes montando guardia para
Malfoy, sólo son Crabbe y Goyle, como siempre... ¡Todo encaja! —Se levantó de
un  brinco  y  empezó  a  pasearse  por  delante  de  la  chimenea—.  Ambos  son  lo
bastante estúpidos para hacer lo que Malfoy les ordene aunque no les revele sus
planes. Pero como no quiere que los vean merodeando cerca de la Sala de los
Menesteres les hace tomar poción multijugos, para que adopten la apariencia de
otras  personas...  Aquellas  dos  niñas  que  lo  acompañaban  cuando  se  saltó  el
partido de... ¡Ja! ¡Eran Crabbe y Goyle!
—¿Quieres decir  —preguntó Hermione bajando la voz—  que aquella niña
cuya balanza reparé...?
—¡Pues claro!  —afirmó Harry arqueando las cejas—. ¡Claro que sí! Malfoy
debía de estar en la sala en ese momento, y ella... pero ¿qué digo?, ¡él dejó caer
la  balanza  para  avisar  a  Malfoy  que  no  saliese  porque  había  alguien  en  el
pasillo!  ¡Y  lo  mismo  pasó  con  aquella  niña  que  dejó  caer  los  huevos  de  sapo!
¡Hemos pasado de largo varias veces sin darnos cuenta!
—¿Así que consigue que Crabbe y Goyle se transformen  en chicas?  —dijo
Ron y soltó una carcajada—. ¡Jo! No me extraña que últimamente estén un poco
amargados... Me sorprende que no lo manden a...
—A mí no me sorprende. No se atreven porque Malfoy les ha enseñado la
Marca Tenebrosa —dedujo Harry.
—Hum... La Marca Tenebrosa que no sabemos si existe  —terció Hermione
con  escepticismo  mientras  enrollaba  la  redacción  de  Ron,  ya  seca,  y  se  la
devolvía antes de que sufriera más daños.
—Ya lo comprobaremos —sentenció Harry.
—Sí, ya lo comprobaremos  —repitió Hermione al  tiempo que se levantaba
y se desperezaba—. Pero te advierto, Harry, para que no te emociones mucho,
que no creo que puedas entrar en la Sala de los Menesteres antes de saber con
seguridad qué hay dentro. Y tampoco olvides  —añadió mientras se colgaba la
mochila  de  un  hombro  y  lo  miraba  muy  seria—  que  debes  concentrarte  en
sonsacarle ese recuerdo a Slughorn. Buenas noches.
Harry la vio marchar y se sintió un tanto contrariado. En cuanto la puerta
de los dormitorios de las chicas se cerró tras ella, le preguntó a Ron:
—¿Tú qué opinas?
—Que me encantaría desaparecerme como un elfo doméstico  —respondió
su  amigo  mirando  el  sitio  donde  Dobby  se  había  esfumado—.  Así  tendría  el
examen de Aparición en el bote.
Harry no durmió bien esa noche. Pasó despierto lo que a él le parecieron
horas, preguntándose para qué utilizaría Malfoy la Sala de los Menesteres y qué
encontraría él allí cuando entrara al día siguiente, pues, pese a las advertencias
de Hermione, estaba convencido de que si Malfoy había logrado ver el cuartel
general  del  ED,  él  también  podría  ver...  ¿qué?  ¿Un  lugar  de  reunión?  ¿Un
escondrijo? ¿Un almacén? ¿Un taller? Su mente trabajaba de manera febril y sus
sueños, cuando al fin se quedó dormido, se vieron interrumpidos y perturbados
por  imágenes  de  Malfoy,  que  tan  pronto  se  convertía  en  Slughorn  como  en
Snape...
A la hora del desayuno Harry estaba impaciente. Tenía una hora libre antes
de Defensa Contra las Artes Oscuras y pensaba dedicarla a entrar en la Sala de
los  Menesteres.  Sin  embargo,  Hermione  no  mostraba  ningún  interés  en  sus
planes, que él le estaba detallando en voz baja; eso lo fastidió porque contaba
con que su amiga lo ayudaría.
—Escúchame —intentó hacerla entrar en razón. Se inclinó y puso una mano
encima  de  El  Profeta,  que  Hermione  acababa  de  desatarle  a  una  lechuza  del
correo, para impedir que lo abriera y se parapetara detrás del periódico—. No
me  he  olvidado  de  Slughorn,  pero  aún  no  sé  cómo  sonsacarle  ese  recuerdo  y
hasta que se me ocurra alguna idea genial, ¿qué mal hay en averiguar qué se
trae entre manos Malfoy?
—Ya te lo he dicho: tienes que centrarte en Slughorn —replicó Hermione—.
No  se  trata  de  engañarlo  ni  de  hechizarlo,  porque  eso  lo  habría  hecho
Dumbledore  en  un  periquete.  En  lugar  de  perder  el  tiempo  paseándote  por
delante de la Sala de los Menesteres deberías ir a verlo y empezar a apelar a su
bondad.  —Y tiró de  El Profeta  para sacarlo de debajo de la mano de Harry, lo
desdobló y echó un vistazo a la primera página.
—¿Mencionan a alguien que...? —preguntó Ron.
—¡Sí! —exclamó Hermione, provocando que ambos amigos se atragantaran
con  el  desayuno—.  Pero  tranquilos,  no  está  muerto.  ¡Es  Mundungus;  lo  han
detenido  y  enviado  a  Azkaban!  Aquí  dice  que  se  hizo  pasar  por  un  inferius
durante un intento de robo... Y ha desaparecido un tal Octavius  Pepper... ¡Oh,
qué  espanto,  también  han  detenido  a  un  niño  de  nueve  años  por  haber
intentado asesinar a sus abuelos! Creen que estaba bajo la maldición imperius...
Terminaron de desayunar en silencio y después se marcharon en diferentes
direcciones:  Hermione  a  la  clase  de  Runas  Antiguas;  Ron  a  la  sala  común,
donde  todavía  tenía  que  acabar  las  conclusiones  de  la  redacción  sobre  los
dementores;  y  Harry  al  pasillo  del  séptimo  piso  y,  en  concreto,  al  tramo  de
pared  que  había  enfrente  del  tapiz  de  Barnabás  el  Chiflado  enseñando  ballet  a
unos trols.
Tan pronto encontró un pasadizo vacío se puso la capa invisible, pero no
habría  hecho  falta  esa  precaución:  cuando  llegó  a  su  destino  lo  encontró
desierto.  No  sabía  si  le  sería  más  fácil  entrar  en  la  sala  vacía  o  con  Malfoy
dentro, pero al menos su primer intento no se le complicaría con la presencia de
Crabbe o Goyle haciéndose pasar por niñas.
Cerró los ojos y se acercó al sitio donde estaba camuflada la puerta. Sabía
qué  tenía  que  hacer,  pues  el  año  anterior  había  adquirido  mucha  práctica.  Se
concentró  con  todas  sus  fuerzas  y  pensó:  «Necesito  ver  qué  hace  Malfoy  ahí
dentro. Necesito ver qué hace Malfoy ahí dentro. Necesito ver qué hace Malfoy
ahí dentro.»
Pasó tres veces ante la puerta, y luego, con el corazón expectante, se paró y
abrió los ojos, pero el trozo de pared seguía tal cual.
Se apoyó contra la pared e hizo fuerza con el hombro, por si acaso, pero la
piedra, sólida como la de cualquier pared, no cedió ni un ápice.
—Muy  bien  —se  dijo  en  voz  alta—.  Esto  indica  que  no  he  formulado  mi
petición correctamente.
Reflexionó un momento y empezó de nuevo, cerrando los ojos y volviendo
a  concentrarse.  «Necesito  ver  el  sitio  al  que  Malfoy va  a  escondidas.  Necesito
ver el sitio al que Malfoy va a escondidas...»
Luego pasó  tres veces ante el sitio donde debía aparecer la puerta y abrió
los ojos, esperanzado.
Allí no había ninguna puerta.
—¡Qué  demonios  ocurre!  —rezongó,  como  si  la  pared  pudiera  oírlo—.
¡Pero si era una instrucción clarísima! Está bien, está bien...
Caviló unos minutos más antes de empezar a pasearse otra vez. «Necesito
que  te  conviertas  en  el  sitio  en  que  te  conviertes  cuando  te  lo  pide  Draco
Malfoy...»
Esta  vez  pasó  las  tres  veces  pero  no  abrió  los  ojos  enseguida,  sino  que
aguzó el oído, como si esperara escuchar cómo se materializaba la puerta. Pero
sólo oyó un distante gorjeo de pájaros proveniente del jardín. Abrió los ojos.
Nada.
Soltó una palabrota y acto seguido oyó un grito de espanto. Se volvió y vio
a un grupo de alumnos de primer año que daban media vuelta y echaban a
correr por donde habían venido. Seguramente lo habían tomado por un
fantasma malhablado.
A lo largo de la siguiente hora Harry probó todas las variaciones que se le
ocurrieron  de  «Necesito  ver  qué  hace  Draco  Malfoy  ahí  dentro», pero  al  final
tuvo que admitir que quizá Hermione tuviese razón: la sala no quería abrirse
para  él.  Frustrado  y  disgustado,  se  quitó  la  capa  invisible,  la  guardó  en  la
mochila y se fue deprisa a la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—Llegas tarde otra vez,  Potter  —dijo Snape con frialdad al verlo entrar en
el aula iluminada con velas—. Diez puntos menos para Gryffindor.
Harry lo miró con ceño y se dejó caer en el asiento junto a Ron; la mitad de
la clase todavía estaba de pie sacando los libros y organizando sus cosas, así que
no podía haber llegado mucho más tarde que los demás.
—Antes  de  empezar  me  entregaréis  vuestras  redacciones  sobre  los
dementores  —dijo  Snape.  Agitó  su  varita  con  un  ademán  indolente  y
veinticinco rollos de pergamino se elevaron, cruzaron el aula y aterrizaron en
un pulcro montón sobre su mesa—. Espero por vuestro bien que  sean mejores
que las sandeces que leí sobre cómo resistirse a la maldición  imperius. Y ahora,
abrid los libros por la página... ¿Qué pasa, señor Finnigan?
—Profesor  —dijo  Seamus—,  ¿podría  explicarme  cómo  se  distingue  a  un
inferius de un fantasma? Porque en El Profeta hablaban de un inferius...
—No, no hablaban de ningún inferius —replicó Snape con hastío.
—Pero señor, me han dicho que...
—Si te hubieras tomado la molestia de leer el artículo en cuestión, Finnigan,
sabrías  que  el  presunto  inferius  en  realidad  era  un  asqueroso  ratero  llamado
Mundungus Fletcher.
—Tenía entendido que Snape y Mundungus estaban en el mismo bando  —
susurró  Harry  a  Ron  y  Hermione—.  ¿No  debería  contrariarlo  que  hayan
detenido a Mundungus?
—Pero al parecer Potter tiene mucho que decir sobre este asunto —comentó
Snape  señalando  hacia  el  fondo  del  aula,  con  sus  oscuros  ojos  clavados  en
Harry—.  Preguntémosle  cómo  podemos  distinguir  a  un  inferius  de  un
fantasma.
Toda  la  clase  miró  a  Harry,  que  rápidamente  intentó  recordar  lo  que  le
había contado Dumbledore la noche que visitaron a Slughorn.
—Pues... bueno, los fantasmas son transparentes... —dijo.
—Estupendo  —se  burló  Snape  con  una  mueca  despectiva—.  Sí,  veo  que
casi  seis  años  de  educación  mágica  han  servido  para  algo  en  tu  caso,  Potter.
«Los fantasmas son transparentes.»
Pansy  Parkinson  soltó  una  risita  y  varios  alumnos  se  sonrieron.  Harry
respiró hondo y, aunque le hervía la sangre, prosiguió con calma:
—Sí,  los  fantasmas  son  transparentes,  pero  los  inferi  son  cadáveres,  ¿no?
Por lo tanto, deben de ser sólidos...
—Eso podría habérnoslo aclarado un niño de cinco años —se mofó Snape—.
El  inferius  es  un  cadáver  reanimado  mediante  los  hechizos  de  un  mago
tenebroso. No  está vivo; el mago sólo lo utiliza como una marioneta para hacer
lo que se le antoja. Un fantasma, como espero que todos sepáis a estas alturas,
es la huella que deja un difunto en la tierra... Y por supuesto, como sabiamente
ha dicho Potter, es «transparente».
—Hombre, si de distinguirlos se trata, la definición de Harry es la más clara
—opinó Ron—. Si nos encontramos a uno en un callejón oscuro, nos limitamos
a  echarle  un  vistazo  para  ver  si  es  sólido,  y  punto.  No  le  preguntamos:
«Disculpe, ¿es usted la huella de un difunto?»
Hubo  una  cascada  de  risas,  acallada  al  instante  por  la  gélida  mirada  que
Snape dirigió a la clase.
—Otros  diez  puntos  menos  para  Gryffindor  —anunció—.  No  esperaba
nada más  sofisticado  de ti, Ronald Weasley, el chico tan sólido que no puede
aparecerse ni a un centímetro de distancia.
—¡No!  —susurró Hermione sujetando a Harry por el brazo al ver que éste,
furioso, iba a replicar—. ¡No tiene sentido, sólo conseguirás que te castigue otra
vez!
—Abrid los libros por la página doscientos trece  —ordenó Snape con una
sonrisita de suficiencia—, y leed los dos primeros párrafos sobre la maldición
cruciatus...
Ron  estuvo  muy  apagado  durante  toda  la  clase.  Cuando  sonó  el  timbre,
Lavender se acercó a los chicos (Hermione se había esfumado  misteriosamente
al verla aproximarse) y soltó improperios contra Snape por haberse burlado de
los  escasos  progresos  de  Ron  en  Aparición,  pero  sólo  consiguió  fastidiar  al
muchacho, que se escabulló con la excusa de ir al lavabo con Harry.
—En  el  fondo,  Snape  tiene  razón  —admitió  Ron  tras  contemplarse  un
minuto en un espejo resquebrajado—. No sé si vale la pena que me presente al
examen. No le pillo el truco a la Aparición.
—Podrías  apuntarte  a  las  sesiones  de  práctica  complementarias  de
Hogsmeade  y  tratar  de  mejorar  un  poco  —propuso  Harry—.  Como  mínimo
será más interesante que intentar meterte en un estúpido aro. Y si tampoco así
lo  consigues,  siempre  puedes  aplazar  el  examen  y  presentarte  conmigo  el
verano que vie... ¡Myrtle! ¡Este lavabo es de chicos!
El fantasma de una niña salió volando del retrete de uno de los cubículos
que tenían a la espalda y se quedó suspendido en el aire, mirándolos fijamente
con unas gafas gruesas, blancuzcas y redondas.
—¡Ah, sois vosotros! —dijo con desánimo.
—¿A quién esperabas? —preguntó Ron mirándola por el espejo.
—A nadie —contestó Myrtle mientras se tocaba con aire taciturno un grano
en  la  barbilla—.  Dijo  que  vendría  a  verme  otra  vez,  pero  tú  también  me  lo
prometiste...  —Le lanzó una mirada de reproche a Harry—. Y hace meses que
no te veo el pelo. La verdad, he aprendido a no hacerme ilusiones con los chicos
—suspiró.
—Creía  que  vivías  en  aquel  lavabo  de  chicas  —se  disculpó  Harry,  que
desde hacía años evitaba escrupulosamente entrar allí.
—Así es  —repuso ella y se encogió de  hombros, enfurruñada—, pero eso
no significa que no pueda ir a otros sitios. Una vez salí y te vi dándote un baño,
¿no te acuerdas?
—Sí, me acuerdo muy bien.
—Creí que yo le gustaba —prosiguió la niña con tono lastimero—. Quizá si
os  marcharais  él  volvería  a  entrar...  Tenemos  tantas  cosas  en  común...  Estoy
segura de que él se dio cuenta... —Y miró hacia la puerta, esperanzada.
—Cuando  dices  que  tenéis  mucho  en  común  —intervino  Ron,  que
empezaba a encontrar graciosa la conversación—, ¿te refieres a que él también
vive en una cañería?
—No  —contestó  Myrtle,  desafiante,  y  su  voz  resonó  en  el  viejo  lavabo
revestido de azulejos—. ¡Quiero decir que es sensible, que la gente también se
mete con él, que se siente solo, que no tiene a nadie con quien hablar y que no le
da miedo expresar sus sentimientos ni llorar!
—¿Aquí ha habido un chico llorando?  —preguntó Harry con curiosidad—.
Sería un alumno de primero.
—¡No es asunto tuyo!  —exclamó Myrtle con sus pequeños y llorosos ojos
clavados en Ron, que ya no disimulaba su  sonrisa—. Le prometí que no se lo
diría a nadie y me llevaré el secreto a la...
—No  irás  a  decir  «a  la  tumba»,  ¿verdad?  —bufó  Ron—.  A  las  cañerías,
vale...
Myrtle soltó un grito de rabia y volvió a meterse en el retrete, provocando
que el agua salpicara por los lados y mojara el suelo. Al parecer, mofándose de
Myrtle, Ron se había animado un poco.
—Tienes  razón  —le  dijo  a  Harry  mientras  se  colgaba  la  mochila  a  la
espalda—,  me  apuntaré  a  las  sesiones  de  prácticas  de  Hogsmeade  y  luego  ya
decidiré si me presento al examen o no.
Así que el fin de semana siguiente, Ron fue al pueblo con Hermione y los
demás  alumnos  de  sexto  que  cumplían  diecisiete  años  antes  del  examen,  que
tendría  lugar  al  cabo  de  dos  semanas.  Harry  sintió  celos  cuando  los  vio
prepararse  para  partir;  echaba  de  menos  las  excursiones  a  Hogsmeade,  y
además era un día de primavera particularmente bonito, uno de los primeros
con  un  cielo  despejado  tras  los  meses  invernales.  Sin  embargo,  Harry  había
decidido emplear ese tiempo en volver a intentarlo en la Sala de los Menesteres.
—Sería mejor que fueras al despacho de Slughorn y trataras de sonsacarle
ese recuerdo  —refunfuñó Hermione en el vestíbulo cuando Harry les confió su
plan.
—¡Ya lo he intentado! —se defendió Harry, molesto.
Y  era  verdad:  se  había  quedado  rezagado  después  de  todas  las  clases  de
Pociones  de  esa  semana  con  el  propósito  de  abordar  a  Slughorn,  pero  éste
siempre se marchaba precipitadamente de la mazmorra. En dos ocasiones había
llamado a la puerta del despacho, pero el profesor no le  abrió, a pesar de que la
segunda  vez  Harry  creyó  oír  un  viejo  gramófono  que  alguien  se  apresuró  a
apagar.
—No quiere hablar conmigo, Hermione. Sabe que quiero pillarlo otra vez a
solas y no lo va a permitir.
—Pues deberías seguir intentándolo, ¿no crees?
La corta fila de estudiantes que esperaban para pasar ante Filch, que estaba
realizando  su  habitual  control  con  el  sensor  de  ocultamiento,  avanzó  unos
pasos, y Harry no contestó por si lo oía el conserje. Les deseó suerte a sus dos
amigos y subió por la escalinata de mármol, decidido a emplear un par de horas
en la Sala de los Menesteres, a pesar de lo que opinase Hermione.
Cuando ya no podían verlo desde el vestíbulo, sacó de su mochila el mapa
del merodeador y la capa invisible. Se la echó por encima, dio  unos golpecitos
en el mapa con la varita y murmuró: «¡Juro solemnemente que mis intenciones
no son buenas!» Luego lo examinó con detenimiento.
Como era domingo por la mañana, casi todos los estudiantes se hallaban en
sus respectivas salas comunes: los de Gryffindor en una torre, los de Ravenclaw
en  otra,  los  de  Slytherin  en  las  mazmorras,  y  los  de  Hufflepuff  en  el  sótano,
cerca  de  las  cocinas.  Alguno  que  otro  deambulaba  por  la  biblioteca  o  los
pasillos; unos pocos habían salido a los jardines. Gregory Goyle  estaba solo en
el  pasillo  del  séptimo  piso.  No  había  ningún  indicio  de  la  Sala  de  los
Menesteres,  pero  a  Harry  eso  no  le  preocupaba:  si  Goyle  estaba  de  guardia
fuera, la sala debía de estar abierta, tanto si ese hecho se reflejaba en el mapa
como si no. Así que subió la escalera a toda prisa y no aminoró hasta llegar a la
esquina  donde  se  iniciaba  el  pasillo.  Una  vez  allí,  empezó  a  andar  con  sigilo,
muy  despacio,  hacia  aquella  niña;  sostenía  la  misma  balanza  de  bronce  que
Hermione le había reparado dos semanas atrás. Cuando estuvo justo detrás de
ella, se inclinó y le susurró:
—Hola, encanto... Eres muy guapa, ¿sabes?
Goyle soltó un grito de espanto, lanzó la balanza a un lado y echó a correr a
toda  pastilla.  Se  perdió  de  vista  antes  de  que  el  estrépito  de  la  balanza  se
apagase.  Riendo,  Harry  se  volvió  y  observó  la  pared  detrás  de  la  cual  Draco
Malfoy  debía  de  estar  inmóvil,  consciente  de  que  fuera  había  alguien
inoportuno y sin atreverse a salir. Eso le provocó una agradable sensación de
poder que saboreó mientras intentaba recordar qué fórmula no había probado
todavía.
Sin embargo, el optimismo no le duró mucho. Media hora más tarde había
ensayado  numerosas  variaciones  de  su  petición  de  ver  qué  estaba  haciendo
Malfoy,  pero  la  pared  seguía  tan  imperturbable  como  de  costumbre.  La
frustración  lo  invadió:  Malfoy  quizá  estaba  a  sólo  unos  palmos  de  él,  y,  sin
embargo,  a  él  le  resultaba  imposible  averiguar  qué  tramaba  allí  dentro.
Perdiendo la paciencia, avanzó hacia la pared y le dio una patada.
—¡Ay!
Se agarró el  pie dolorido y saltó a la pata coja, y la capa invisible le resbaló
de los hombros.
—¡Harry!
El muchacho se dio la vuelta sobre una pierna, tropezó y se cayó. Se quedó
estupefacto al ver a Tonks, que caminaba hacia él como si se paseara todos los
días por aquel pasillo.
—¿Qué haces aquí?  —preguntó Harry mientras se ponía en pie. ¿Por qué
Tonks siempre tenía que encontrarlo tirado en el suelo?
—He venido a ver a Dumbledore —contestó la bruja.
El  muchacho  se  fijó  en  que  presentaba  muy  mal  aspecto:  estaba  más
delgada que antes y seguía teniendo el cabello descolorido, lacio y sin brillo.
—Su  despacho  no  está  aquí  —aclaró—.  Está  en  el  otro  lado  del  castillo,
detrás de la gárgola...
—Ya lo sé. Pero no se encuentra allí. Por lo visto ha vuelto a marcharse.
—¿Ah,  sí?  —se extrañó Harry, y con cuidado apoyó el magullado pie en el
suelo—. Oye, tú no sabrás adonde va, ¿verdad?
—No.
—¿Para qué quieres verlo?
—Para nada en particular —repuso Tonks tocándose, al parecer de manera
inconsciente, la manga de la túnica—. Pensé que quizá él podría explicarme qué
está pasando. He oído rumores... Ha habido heridos...
—Sí, lo sé. Sale en los periódicos. Y lo de ese niño que intentó matar a sus
abue...
—Muchas veces El Profeta  publica las noticias con retraso  —lo interrumpió
Tonks con expresión abstraída—. ¿No has recibido carta de ningún miembro de
la Orden últimamente?
—No; nadie de la Orden me escribe desde que  Sirius...  —Vio que los ojos
de  Tonks  se  humedecían—.  Lo  siento  —murmuró  con  torpeza—.  Oye,  yo...
también lo añoro...
—¿Que?  —dijo  Tonks,  como  si  ya  no  lo  escuchase—.  Bueno,  ya  nos
veremos, Harry.
Se  dio  la  vuelta  con  brusquedad  y  echó  a  andar  por  el  pasillo,  dejándolo
plantado. Un minuto después, Harry se puso otra vez la capa invisible y volvió
a  intentar  entrar  en  la  Sala  de  los  Menesteres,  pero  cada  vez  con  menos
convicción. Al final, una sensación de vacío en el estómago y el hecho de que
Ron y Hermione pronto volverían para comer le hicieron abandonar su intento,
y  le  dejó  el  pasillo  libre  a  Malfoy,  quien,  con  un  poco  de  suerte,  estaría
demasiado asustado y no saldría hasta unas horas después.
Se reunió con sus amigos en el Gran Comedor; ellos ya iban por el segundo
plato.
—¡Lo he conseguido!  —se apresuró a contarle Ron apenas lo vio—. Bueno,
más o menos. Tenía que aparecerme fuera del salón de té de Madame Pudipié,
y  como  me  desvié  un  poco,  acabé  cerca  de  La  Casa  de  las  Plumas,  ¡pero  al
menos me desplacé!
—Qué bien —comentó Harry—. ¿Y a ti, Hermione, cómo te ha ido?
—¡Uy,  ella  lo  ha  hecho  a  la  perfección,  claro!  —se  adelantó  Ron—.  Con
perfecta  discusión,  difusión  y  desesperación,  o  como  se  diga.  Después  de  la
clase fuimos todos a tomar algo a Las Tres Escobas, y tendrías que haber oído
cómo hablaba Twycross de ella. Sólo faltó que le propusiera matrimonio...
—¿Y tú?  —lo interrumpió Hermione—. ¿Has estado toda la mañana en el
pasillo de la Sala de los Menesteres?
—Sí. ¿Y a que no sabéis a quién me he encontrado allí? ¡A Tonks!
—¿Tonks? —se extrañaron Ron y Hermione.
—Sí, me dijo que venía a ver a Dumbledore...
—Pues  yo  creo  que  no  está  bien  de  los  nervios  —dijo  Ron  cuando  Harry
hubo  terminado  de  explicar  su  encuentro  con  la  bruja—.  Supongo  que  lo
ocurrido en el ministerio la ha afectado.
—Me  parece  un  poco  raro  —opinó  Hermione,  que  parecía  preocupada,
aunque no dijo por qué—. Si se supone que ha de vigilar el colegio, ¿por qué de
repente abandona su puesto para ir a ver a Dumbledore cuando él ni siquiera
está en el castillo?
—Tal  vez...  —apuntó  Harry,  vacilante.  Le  incomodaba  expresarse  en  voz
alta en presencia de Hermione, porque ella estaba más acostumbrada y lo hacía
mucho mejor que él—. ¿Y si...? ¿Y si se había enamorado... de Sirius?
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Hermione.
—No sé... cuando mencioné el nombre de mi padrino se puso a lagrimear...
Y ahora su  patronus  es un animal enorme de cuatro patas. Pensé que quizá su
patronus había adoptado la forma... de Sirius.
—Tienes razón, podría ser  —concedió Hermione—. Pero sigo sin entender
por  qué  entró  de  sopetón  en  el  castillo  para  ver  a  Dumbledore.  Si  es  que  de
verdad estaba allí por ese motivo...
—Es lo que he dicho  —intervino Ron mientras engullía puré de patatas—.
No  está  bien  de  los  nervios.  Está  un  poco  trastornada.  ¡Mujeres!  —añadió
mirando a Harry con gesto de complicidad—. Se disgustan por cualquier cosa.
—Y  sin  embargo  —repuso  Hermione  saliendo  de  su  ensimismamiento—,
dudo que encuentres a una mujer que se pase media hora enfurruñada porque
la  señora  Rosmerta  no  se  ha  reído  de  su  chiste  sobre  la  bruja,  el  sanador  y  la
Mimbulus mimbletonia.
Ron la miró con ceño.

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