19
Espionaje élfico
—O sea que, entre una cosa y otra, no ha sido el mejor cumpleaños de Ron, ¿verdad? —dijo Fred.
Era de noche. La enfermería se hallaba en silencio; habían corrido las
cortinas de las ventanas y encendido las lámparas. La cama de Ron era la única
ocupada. Harry, Hermione y Ginny, sentados alrededor de él, habían pasado
todo el día tras la puerta de doble hoja intentando asomarse al interior cada vez
que alguien entraba o salía. La señora Pomfrey no les permitió entrar hasta las
ocho en punto. Fred y George habían llegado a las ocho y diez.
—No era así como imaginábamos darle nuestro obsequio —dijo George con
gesto compungido. Dejó un gran paquete envuelto para regalo en la mesilla de
noche de su hermano y se sentó al lado de Ginny.
—Sí, él debía estar consciente —añadió Fred.
—Fuimos a Hogsmeade y lo esperábamos para darle la sorpresa... —
continuó George.
—¿Estabais en Hogsmeade? —preguntó Ginny.
—Nos planteábamos comprar Zonko —explicó Fred—. Queríamos
convertirla en nuestra sucursal en Hogsmeade, pero ¿de qué nos serviría si ya
no os dejan salir los fines de semana para adquirir nuestros productos? En fin,
ahora eso no importa.
Acercó una silla a la de Harry y contempló el pálido rostro de Ron.
—¿Cómo pasó exactamente, Harry?
Éste volvió a relatar lo que ya había contado un montón de veces a
Dumbledore, la profesora McGonagall, la señora Pomfrey, Hermione y Ginny.
—...y entonces le metí el bezoar por el gaznate y él empezó a respirar un
poco mejor. Slughorn fue a pedir ayuda y acudieron la profesora McGonagall y
la señora Pomfrey, que lo subieron aquí. Dicen que se pondrá bien. La
enfermera cree que tendrá que quedarse en la enfermería una semana, tomando
esencia de ruda...
—Jo, vaya suerte que se te ocurriera lo del bezoar —comentó George.
—La suerte fue que hubiera uno en la habitación —puntualizó Harry. Se le
helaba la sangre cada vez que pensaba en lo que habría sucedido si no hubiera
dado con aquella piedra.
Hermione emitió un sollozo casi inaudible. Llevaba todo el día más callada
de lo habitual. Al llegar se había abalanzado sobre Harry, pálida como la cera,
para preguntarle qué había ocurrido, pero después apenas había participado en
la interminable discusión entre Harry y Ginny acerca de cómo habían
envenenado a Ron. Se limitó a quedarse de pie junto a ellos en el pasillo, con las
mandíbulas apretadas y cara de susto, hasta que por fin les permitieron entrar a
verlo.
—¿Lo saben ya papá y mamá? —le preguntó Fred a Ginny.
—Sí, ya lo han visto. Llegaron hace una hora. Ahora están en el despacho
de Dumbledore, pero no tardarán en volver...
Se quedaron en silencio y observaron a Ron, que decía algo en sueños.
—Entonces, ¿el veneno estaba en la bebida? —preguntó Fred con voz
queda.
—Sí —contestó Harry, que no dejaba de pensarlo y se alegró de esa
oportunidad para hablar del asunto otra vez—. Slughorn nos lo sirvió...
—¿Pudo ponerle algo en la copa a Ron sin que tú lo vieras?
—Supongo que sí, pero ¿por qué iba a querer envenenarlo?
—Ni idea —admitió Fred frunciendo la frente—. ¿Y si se equivocó de copa?
¿Y si quería darte a ti la que tenía veneno?
—¿Y por qué iba a querer envenenar a Harry? —terció Ginny.
—No lo sé, pero probablemente hay un montón de gente a la que le
gustaría envenenarlo, ¿no? Por lo del «Elegido» y todo eso.
—Entonces, ¿crees que Slughorn es un mortífago? —preguntó Ginny.
—Todo es posible —repuso Fred sin concretar.
—El profesor podría estar bajo una maldición imperius —apuntó George.
—Y también podría ser inocente —repuso Ginny—. El veneno podía estar
en la botella, y en ese caso quizá querían envenenar al propio Slughorn.
—¿Quién iba a querer hacer eso?
—Dumbledore dice que Voldemort pretendía que Slughorn se pasara a su
bando —explicó Harry—. Por eso el profesor estuvo un año escondido antes de
venir a Hogwarts. Y... —pensó en el recuerdo que Dumbledore todavía no
había logrado sonsacarle a Slughorn— quizá Voldemort quiera quitarlo de en
medio, o quizá crea que podría resultarle valioso a Dumbledore.
—Pero tú dijiste que Slughorn pensaba regalarle esa botella a Dumbledore
por Navidad —le recordó Ginny—. Así pues, también cabe la posibilidad de
que el objetivo del envenenador fuera el director.
—Entonces es que el envenenador no conoce muy bien a Slughorn —
intervino Hermione, abriendo la boca por primera vez en varias horas; tenía la
voz tomada, como si estuviera resfriada—. Cualquiera que conozca a Slughorn
sabría que muy probablemente se quedaría con un licor tan exquisito.
—Err... ii... oon... —susurró de pronto Ron con voz ronca.
Todos lo observaron con ansiedad, pero después de murmurar unas
palabras ininteligibles Ron se puso a roncar.
En ese momento, las puertas de la enfermería se abrieron de par en par y
todos dieron un respingo. Hagrid entró con paso decidido, el cabello mojado de
lluvia, el abrigo de piel de castor ondeando y una ballesta en la mano. Dejó en el
suelo un rastro de huellas de barro del tamaño de delfines.
—¡He pasado todo el día en el Bosque Prohibido! —anunció con voz
quebrada—. Aragog ha empeorado y le estuve leyendo... No me levanté para ir
a cenar hasta hace muy poco, y entonces la profesora Sprout me contó lo de
Ron. ¿Cómo se encuentra?
—No es grave —lo tranquilizó Harry—. Dicen que se pondrá bien.
—¡Sólo seis visitas a la vez! —les advirtió la señora Pomfrey saliendo
precipitadamente de su despacho.
—Con Hagrid somos seis —replicó George.
—Ah... pues sí... —admitió la enfermera, que al parecer había tomado a
Hagrid por más de uno debido a su corpulencia. Para disimular su error, se
apresuró a limpiar con su varita las huellas dejadas por el guardabosques.
—No puedo creerlo —se lamentó Hagrid, meneando su enorme y
enmarañada cabeza mientras contemplaba a Ron—. No puedo creerlo... Míralo
ahí tendido... ¿A quién se le ocurriría hacerle daño, eh?
—De eso mismo estábamos hablando —dijo Harry—. No lo sabemos.
—A lo mejor alguien le guarda rencor al equipo de quidditch de
Gryffindor, ¿no? —sugirió Hagrid—. Primero Katie, ahora Ron...
—No me imagino a nadie intentando liquidar a un equipo de quidditch —
terció George.
—Wood se habría cargado a los de Slytherin si hubiera podido —dijo
abiertamente Fred.
—Yo no creo que esto tenga nada que ver con el quidditch, pero sí veo
relación entre los dos ataques —intervino Hermione.
—¿Qué relación? —preguntó Fred.
—Bueno, ambos tendrían que haber resultado mortales, pero no ha sido así,
aunque de chiripa. Y por otra parte ni el veneno ni el collar afectaron a la
persona a la que supuestamente tenían que matar. Claro que —añadió con aire
pensativo—, en cierta manera, esto convierte al autor de las a gresiones en aún
más peligroso, porque por lo visto no le importa a cuántos tenga que quitar de
en medio hasta conseguir su objetivo.
Antes de que nadie pudiera replicar a esa inquietante hipótesis, las puertas
de la enfermería volvieron a abrirse y, esta vez, dieron paso a los señores
Weasley. En su anterior visita no habían hecho más que asegurarse de que Ron
se recuperaría por completo, pero ahora la señora Weasley abrazó fuertemente
a Harry.
—Dumbledore nos ha contado cómo lo salvaste con el bezoar —dijo entre
sollozos—. ¡Oh, Harry, no sabemos cómo agradecértelo! Primero salvaste a
Ginny, después a Arthur, y ahora has salvado a Ron...
—No creo que... Yo no... —farfulló Harry con apuro.
—Ahora que lo pienso, la mitad de nuestra familia te debe la vida —
intervino el señor Weasley emocionado—. Bueno, lo único que puedo asegurar
es que los Weasley estuvimos de suerte el día que Ron decidió sentarse en tu
compartimiento en el expreso de Hogwarts, Harry.
El muchacho no supo qué responder, y casi se alegró cuando la señora
Pomfrey volvió a recordarles que sólo podía haber seis visitas alrededor de la
cama de Ron. Hermione y él se levantaron en el acto y Hagrid decidió salir con
ellos, de modo que dejaron a Ron con su familia.
—Es terrible —gruñó Hagrid mientras los tres recorrían el pasillo hacia la
escalinata de mármol—. A pesar de todas las medidas de seguridad que han
instalado, los alumnos siguen sufriendo accidentes. Dumbledore está
preocupadísimo. No es que hable mucho, pero se lo noto...
—¿Y no se le ha ocurrido nada? —preguntó Hermione, ansiosa.
—Supongo que habrá sopesado cientos de ideas porque tiene un cerebro
privilegiado —replicó Hagrid, incondicional del director—. Pero no sabe quién
envió ese collar ni quién puso veneno en la bebida, ya que si lo supiera habrían
atrapado a los responsables, ¿no? Lo que me preocupa —continuó, bajando la
voz y mirando hacia atrás (Harry, por si acaso, se aseguró de que Peeves no
estuviera en el techo)— es hasta cuándo podrá seguir abierto Hogwarts si
continúan atacando a los alumnos. Se repite la historia de la Cámara de los
Secretos, ¿no? El pánico se apoderará de la gente, habrá más padres que sacarán
a sus hijos del colegio y, antes de que nos demos cuenta, el consejo escolar... —
Se interrumpió al ver que el fantasma de una mujer de largo cabello se
deslizaba serenamente por su lado; luego prosiguió con un ronco susurro—: El
consejo escolar querrá cerrar el colegio para siempre.
—¿Cómo van a hacer eso? —dijo Hermione, preocupada.
—Tienes que mirarlo desde su punto de vista —repuso Hagrid—. A ver,
siempre ha sido un poco arriesgado enviar a un chico a Hogwarts, ¿verdad? Y
es normal que se produzcan accidentes habiendo cientos de magos menores de
edad encerrados en el castillo, ¿no?, pero un intento de asesinato es diferente.
No me extraña que Dumbledore esté enfadado con Sn... —Se calló y una
expresión de culpabilidad que resultaba familiar se le dibujó en la parte de la
cara no cubierta por su enmarañada y negra barba.
—¿Cómo dices? —saltó Harry—. ¿Que Dumbledore está enfadado con
Snape?
—Yo nunca he dicho eso —negó Hagrid, aunque su mirada de pánico lo
delataba—. ¡Oh, qué hora es, casi medianoche! Tengo que...
—Hagrid, ¿por qué está enfadado Dumbledore con Snape? —insistió
Harry.
—¡Chist! —repuso Hagrid, nervioso y enojado—. No grites así. ¿Quieres
que pierda mi empleo? Aunque supongo que no te importa, ahora que no
estudias Cuidado de Criatu...
—¡No intentes que me sienta culpable porque no lo conseguirás! —le
espetó Harry—. ¿Qué ha hecho Snape?
—¡No lo sé, Harry, no debí escuchar esa conversación! El caso es que la otra
noche salía del Bosque Prohibido y los oí hablar... bueno, discutir. No quería
que me vieran, así que intenté pasar inadvertido y no escuchar, pero era una
discusión... acalorada, ya sabes, y aunque me hubiera tapado los oídos...
—¿Y bien? —lo apremió Harry mientras el otro, nervioso, barría el suelo
con sus enormes pies.
—Pues... sólo oí a Snape diciendo que Dumbledore lo daba por hecho
cuando a lo mejor resultaba que él, Snape, ya no quería hacerlo...
—¿Hacer qué?
—No lo sé, Harry. Snape parecía sentirse utilizado, nada más. En fin,
Dumbledore le recordó que había aceptado hacerlo y que no podía echarse
atrás. Fue muy duro con él. Y luego le dijo algo sobre que indagara en su casa,
en Slytherin. Bueno, ¿qué pasa?... ¡Eso no tiene nada de raro! —se apresuró a
añadir Hagrid mientras Harry y Hermione intercambiaban elocuentes
miradas—. A todos los jefes de las casas les pidieron que investigaran el asunto
del collar...
—Sí, pero Dumbledore no se pelea con el resto de ellos, ¿verdad? —adujo
Harry.
—Oye... —Inquieto, Hagrid retorció la ballesta, que se partió por la mitad
con un fuerte chasquido—. Mecachis... Oye, ya sé lo que piensas de Snape, y no
quiero que saques conclusiones erróneas de lo que te he explicado.
—Cuidado —les advirtió Hermione.
Se volvieron a tiempo de ver la sombra de Argus Filch proyectada en la
pared, antes de que el conserje doblara la esquina, jorobado y con los carrillos
temblorosos.
—¡Aja! —exclamó con su voz jadeante—. ¿Qué hacéis levantados a estas
horas? ¡Esta vez no os libráis de un castigo!
—Te equivocas, Filch —dijo Hagrid con firmeza—. ¿No ves que están
conmigo?
—¿Y qué importa eso? —replicó Filch con odiosa testarudez.
—¿Todavía no te has enterado de que soy profesor? ¡Maldito squib!
¡Soplón! —saltó Hagrid, furioso.
Filch parecía a punto de estallar de rabia. Entonces se oyó un desagradable
bufido: la Señora Norris había llegado sin que nadie la viera y se retorcía
sinuosamente alrededor de los delgados tobillos del conserje.
—Id tirando —susurró Hagrid con disimulo.
Harry no necesitó que se lo repitiera. Ambos amigos echaron a correr y no
volvieron la cabeza pese a que las fuertes voces de Hagrid y Filch resonaban a
sus espaldas. Se cruzaron con Peeves cerca del pasillo que conducía a la torre de
Gryffindor, pero el poltergeist pasó como una centella en dirección a los gritos,
riendo y cantando:
Cuando haya un conflicto o un problemón,
¡llamad a Peevsie y él empeorará la situación!
La Señora Gorda estaba dormitando y no le hizo ninguna gracia que la
despertaran, pero se apartó a regañadientes para dejarlos entrar en la sala
común, que afortunadamente estaba tranquila y vacía. Los estudiantes no
parecían saber lo que le había sucedido a Ron, y eso alivió a Harry, pues ya lo
habían interrogado bastante todo el día. Hermione le dio las buenas noches y se
fue al dormitorio de las chicas. El se quedó abajo y se sentó junto al fuego a
contemplar las menguantes brasas.
De modo que Dumbledore había discutido con Snape... Pese a todo lo que
el director le había dicho a Harry, pese a su insistencia en que confiaba
ciegamente en Snape, al final había perdido los estribos con él... Por lo visto no
creía que éste se hubiera esforzado lo suficiente en investigar a los alumnos de
Slytherin... O quizá en investigar a un alumno de Slytherin en particular: Draco
Malfoy.
¿Y si Dumbledore había fingido que las sospechas de Harry eran
infundadas porque no quería que cometiera ninguna tontería, ni que actuara
por su cuenta? Era muy probable. Incluso podía ser que el director no quisiera
que nada distrajera a Harry de sus estudios o de conseguir el recuerdo de
Slughorn. O quizá no consideraba oportuno confiarle sus sospechas respecto a
los profesores a un muchacho de dieciséis años...
—¡Estás aquí, Potter!
Harry se puso en pie sobresaltado, con la varita en ristre. Creía que no
había nadie en la sala común y le sorprendió que de pronto se levantara alguien
tan grandote de una butaca distante. Cuando se fijó mejor vio que era Cormac
McLaggen.
—Estaba esperando que volvieras —dijo McLaggen sin prestar atención a
la varita de Harry—. Debo de haberme quedado dormido. Mira, vi cómo se
llevaban a Weasley a la enfermería y no creo que pueda jugar en el partido de la
semana que viene.
Harry tardó unos segundos en comprender lo que insinuaba McLaggen.
—Ah, ya... El partido de quidditch —dijo. Se guardó la varita en el cinturón
de los vaqueros y, cansado, se mesó el pelo—. Es verdad, quizá no pueda jugar.
—Entonces me pondrás a mí de guardián, ¿no?
—Sí... supongo que sí. —No se le ocurría ningún argumento en contra; al
fin y al cabo, después de Ron, McLaggen era el que había parado más
lanzamientos el día de las pruebas.
—Estupendo. ¿Cuándo es el entrenamiento?
—¿Qué? ¡Ah, sí! Hay uno mañana por la noche.
—Perfecto. Oye, Potter, antes tendríamos que hablar un poco. Se me han
ocurrido algunas ideas sobre estrategia que quizá te resulten útiles.
—Vale —dijo Harry sin entusiasmo—. Pero ya me las explicarás mañana
porque ahora estoy muy cansado. Buenas noches...
La noticia de que habían envenenado a Ron se extendió como la pólvora al
día siguiente, pero no causó tanta conmoción como la agresión sufrida por
Katie. Por lo visto, la gente creía que podía tratarse de un accidente, dado que
Ron se hallaba en el despacho del profesor de Pociones en el momento del
envenenamiento; además, como le habían dado un antídoto de inmediato, en
realidad no le había pasado nada grave. De hecho, a la mayoría de los
estudiantes de Gryffindor les interesaba más el próximo partido de quidditch
contra Hufflepuff, ya que muchos querían ver cómo castigaban a Zacharias
Smith, que jugaba de cazador en el equipo de esa casa, a causa de los
comentarios que había hecho por el megáfono mágico durante el partido
inaugural contra Slytherin.
En cambio, a Harry nunca le había interesado menos el quidditch; estaba
cada vez más obsesionado con Draco Malfoy. Examinaba el mapa del
merodeador siempre que tenía ocasión y a veces daba rodeos hasta donde solía
estar Malfoy, pero todavía no lo había sorprendido haciendo nada extraño. Sin
embargo, seguían existiendo esos momentos inexplicables en que Malfoy
desaparecía por completo del mapa.
Pero Harry no tenía mucho tiempo para darle vueltas a ese problema
porque estaba muy ocupado con los entrenamientos de quidditch, los deberes y
el hecho de que Cormac McLaggen y Lavender Brown lo seguían allá donde
fuera.
Harry no sabía quién de los dos era más pesado porque McLaggen no
paraba de lanzarle indirectas de que le convenía más tenerlo a él como guardián
titular que a Ron, y afirmaba que cuando lo viera jugar varias veces seguidas
acabaría convenciéndose; también le encantaba criticar a los otros jugadores y le
proporcionaba detallados ejercicios de entrenamiento, de modo que en varias
ocasiones Harry tuvo que recordarle quién era el capitán del equipo.
Por su parte, Lavender continuaba acercándosele con sigilo para hablarle
de Ron, y Harry consideraba que eso era aún más agotador que las lecciones de
quidditch de McLaggen. Al principio a Lavender le molestó mucho que nadie le
hubiera informado de que Ron estaba en la enfermería («¡Hombre, soy su
novia!»), pero por desgracia decidió perdonarle a Harry ese fallo de memoria y
optó por mantener con él frecuentes y exhaustivas charlas acerca de los
sentimientos de Ron, una experiencia sumamente desagradable a la que Harry
habría renunciado de buen grado.
—Oye, ¿por qué no hablas con Ron de esto? —le sugirió Harry tras un
interrogatorio particularmente extenso que lo abarcaba todo, desde lo que había
dicho exactamente Ron acerca de su nueva túnica de gala hasta si Harry creía o
no que su amigo consideraba «seria» su relación con ella.
—¡Lo haría si pudiera, pero cuando entro a verlo siempre está durmiendo!
—se quejó Lavender.
—¿Ah, sí? —se asombró Harry, pues él lo encontraba completamente
despierto todas las veces que subía a la enfermería, muy interesado en las
noticias sobre la disputa entre Dumbledore y Snape y dispuesto a insultar a
McLaggen en cuanto fuera posible.
—¿Sigue yendo a visitarlo Hermione Granger? —preguntó de pronto
Lavender.
—Sí, me parece que sí. Es lo normal, ¿no? Son amigos —contestó Harry, un
tanto incómodo.
—¿Amigos? No me hagas reír. ¡Ella pasó semanas sin dirigirle la palabra
cuando Ron empezó a salir conmigo! Pero supongo que quiere hacer las paces
con él ahora que se ha vuelto tan interesante...
—¿Crees que es interesante que te envenenen? En fin, lo siento, tengo que
irme... Mira, ahí viene McLaggen para hablar de quidditch conmigo —añadió
Harry sin despegarse de la pared, y, tras colarse por una puerta, echó a correr
por el atajo que lo llevaría hasta el aula de Pociones, adonde, por fortuna, ni
Lavender ni McLaggen podían seguirlo.
El día del partido de quidditch contra Hufflepuff, Harry pasó por la
enfermería antes de ir al campo. Ron estaba muy nervioso; la señora Pomfrey
no lo dejaba bajar a ver el partido porque creía que eso podía sobreexcitarlo.
—¿Qué tal va McLaggen? —preguntó. Al parecer no se acordaba de que ya
le había hecho esa pregunta dos veces.
—Ya te lo he dicho —respondió Harry sin perder la paciencia—, no querría
quedármelo aunque fuera un jugador de talla mundial. No para de decirle a
todo el mundo lo que tiene que hacer y se cree que jugaría mejor que los demás
en cualquier posición. Estoy deseando librarme de él. Y hablando de librarse de
pesados —añadió mientras se ponía en pie y cogía su Saeta de Fuego—,
¿quieres hacer el favor de no hacerte el dormido cuando Lavender viene a
verte? Me está volviendo loco a mí también.
—Oh —dijo Ron, avergonzado—. Sí, vale.
—Si ya no quieres salir con ella, díselo.
—Ya... Es que... no es tan fácil, ¿sabes? —Hizo una pausa y añadió
fingiendo indiferencia—: ¿Vendrá Hermione a verme antes del partido?
—No, ya ha bajado al campo con Ginny.
—Oh —repitió Ron, ahora apenado—. Vale. Buena suerte. Espero que
machaques a McLag... quiero decir a Smith.
—Lo intentaré —dijo Harry, y se echó la escoba al hombro—. Volveré
después del partido.
Se apresuró por los desiertos pasillos. No quedaba ni un estudiante en el
colegio: todos estaban fuera, sentados ya en el estadio o dirigiéndose hacia él.
Mientras Harry oteaba por las ventanas que encontraba a su paso, intentando
calcular la fuerza del viento, oyó pasos y miró al frente. Era Malfoy, que
caminaba hacia él acompañado por dos chicas que ponían morritos.
Al verlo, Malfoy se detuvo, pero luego soltó una risa forzada y siguió
andando.
—¿Adonde vas? —le preguntó Harry.
—A ti te lo voy a decir. ¡Como si fuera asunto tuyo, Potter! —se burló
Malfoy—. Date prisa, todo el mundo está esperando al «capitán elegido», al
«niño que marcó» o como sea que te llamen últimamente.
A una de las chicas se le escapó una risita tonta. Harry la miró a los ojos y
ella se ruborizó. Malfoy lo apartó de un empujón y prosiguió su camino; las dos
muchachas lo siguieron al trote hasta que el grupo se perdió de vista tras un
recodo.
Harry se quedó plantado mientras los veía desaparecer. Era desesperante:
no tenía ningún margen de tiempo si quería llegar puntual al partido y, sin
embargo, allí estaba Malfoy merodeando por los pasillos mientras el resto del
colegio se encontraba fuera. Es decir, aquélla era la ocasión ideal para descubrir
qué tramaba, y él iba a desperdiciarla. Pasaron los segundos sin que se oyese el
vuelo de una mosca y Harry aún vacilaba; estaba como paralizado, mirando
fijamente el sitio por donde Malfoy había desaparecido...
—¿Dónde estabas? —le preguntó Ginny cuando él entró a toda prisa en el
vestuario. El equipo ya se había cambiado y estaba preparado: Coote y Peakes,
los golpeadores, se daban en las piernas con los bates, impacientes.
—Me he encontrado a Malfoy —le confió Harry en voz baja mientras se
ponía la túnica escarlata por la cabeza.
—¿Y qué?
—Pues que quería enterarme de qué hacía en el castillo con un par de
amigas mientras todos los demás están aquí abajo.
—¿Tanta importancia tiene eso ahora?
—Bueno, desde aquí no creo que lo averigüe, ¿no? —repuso Harry
agarrando su Saeta de Fuego y ajustándose las gafas—. ¡Vamos, chicos!
Y sin más salió al terreno de juego en medio de atronadores vítores y
abucheos. Hacía poco viento y había algunas nubes por las que de vez en
cuando asomaban deslumbrantes destellos de sol.
—¡Hace un tiempo engañoso! —advirtió McLaggen al equipo como si fuese
su líder—. Coote, Peakes, volad por las zonas de sombra para que no os vean
venir...
—McLaggen, el capitán soy yo, así que deja de darles instrucciones —terció
Harry, enfadado—. ¡Sube a los postes de gol!
Cuando McLaggen se hubo alejado, Harry se volvió hacia Coote y Peakes y,
de mala gana, les ordenó:
—Manteneos alejados de las zonas soleadas.
Luego le estrechó la mano al capitán de Hufflepuff, y, tan pronto la señora
Hooch hizo sonar el silbato, dio una patada en el suelo y se remontó con la
escoba hasta situarse por encima del resto de su equipo, volando alrededor del
campo en busca de la snitch. Si conseguía atraparla pronto quizá pudiera volver
al castillo, coger el mapa del merodeador y averiguar qué estaba haciendo
Malfoy.
—Allá va Smith, de Hufflepuff, con la quaffle —informó una voz suave por
los altavoces—. Smith hizo de comentarista en el último partido y Ginny
Weasley chocó contra él (yo diría que a propósito, o al menos eso pareció).
Smith se despachó a gusto con Gryffindor; espero que lo lamente ahora que
tiene que jugar contra ellos... ¡Oh, mirad, ha perdido la quaffle! Se la ha
arrebatado Ginny. Esta chica me cae bien, es muy simpática...
Harry miró hacia el estrado del comentarista. ¿A quién en su sano juicio se
le habría ocurrido pedirle a Luna Lovegood que comentara el partido? Ni
siquiera desde aquella altura se podía confundir su largo cabello rubio oscuro,
ni el collar de corchos de cerveza de mantequilla. La profesora McGonagall, que
estaba al lado de Luna, parecía un tanto incómoda, como si dudase que la
muchacha fuera la más indicada para hacer de comentarista.
—... pero ahora ese gordo de Hufflepuff le ha quitado la quaffle a Ginny; no
recuerdo su nombre, se llama Bibble o algo así... No, Buggins...
—¡Es Cadwallader! —la corrigió la profesora McGonagall a voz en grito, y
provocó las risas del público.
Harry escudriñó alrededor buscando la snitch, pero no la vio por ninguna
parte. Cadwallader marcó un tanto y McLaggen se puso a gritar criticando a
Ginny por dejar que le arrebataran la quaffle. A consecuencia de su distracción
no vio cómo la gran pelota roja pasaba a toda velocidad rozándole la oreja
derecha.
—¡Haz el favor de estar atento a lo que haces y deja en paz a los demás,
McLaggen! —bramó Harry dando media vuelta para mirar a su guardián.
—¡Pues tú no das muy buen ejemplo! —replicó McLaggen, furioso y con las
mejillas encendidas.
—Y ahora Harry Potter se ha puesto a discutir con su guardián —dijo Luna
con calma mientras los seguidores de Hufflepuff y Slytherin lanzaban vítores y
silbidos desde las gradas—. No creo que eso lo ayude a encontrar la snitch, pero
quizá sea una hábil estratagema...
Harry se dio la vuelta de nuevo, soltando improperios, y volvió a describir
círculos por el campo escudriñando el cielo en busca de alguna señal de la
pelotita dorada y con alas.
Ginny y Demelza marcaron un gol cada una, y los seguidores ataviados de
rojo y dorado que ocupaban el sector de las gradas reservado a Gryffindor
tuvieron algo de que alegrarse. Entonces Cadwallader volvió a marcar y
consiguió el empate, pero Luna no pareció darse cuenta; por lo visto, no tenía el
menor interés por algo tan trivial como el tanteo del partido y trataba de dirigir
la atención del público hacia otras cosas, como las caprichosas formas de las
nubes o la posibilidad de que Zacharias Smith, que hasta ese momento no había
logrado conservar la quaffle más de un minuto, sufriera algo llamado «peste del
perdedor».
—¡Setenta a cuarenta a favor de Hufflepuff! —gruñó la profesora
McGonagall acercándose al megáfono de Luna.
—¿Ya? ¿Tanto? —se extrañó Luna—. ¡Oh, mirad! El guardián de Gryffindor
le ha cogido el bate a un golpeador.
Harry giró en pleno vuelo. Era cierto: McLaggen, por algún motivo que
sólo él conocía, le había quitado el bate a Peakes y estaba haciéndole una
demostración de cómo golpear una bludger para darle a Cadwallader, que
volaba hacia ellos.
—¿Quieres devolverle el bate y ponerte en los postes de gol? —gritó Harry
lanzándose a toda velocidad hacia McLaggen, que en ese momento intentó
golpear la bludger con todas sus fuerzas y... no acertó.
Harry sintió un dolor atroz, tremendo... Vio un destello de luz, oyó gritos
en la lejanía y tuvo la sensación de que se precipitaba por un largo túnel...
Cuando volvió a abrir los ojos estaba acostado en una cama cálida y
confortable. Lo primero que vio fue una lámpara que arrojaba un círculo de luz
dorada sobre el techo en penumbra. Levantó con dificultad la cabeza. A su
izquierda había un muchacho pelirrojo y pecoso que le sonaba de algo.
—Te agradezco que hayas venido a verme —le sonrió Ron.
Harry parpadeó y miró alrededor. ¡Claro, estaba en la enfermería! Miró por
la ventana y vio un cielo añil con pinceladas de tonos carmesíes. El partido
debía de haber terminado hacía horas... y ya no había posibilidad de pescar a
Malfoy con las manos en la masa. Notó un peso extraño en la cabeza; levantó
una mano y se tocó un rígido turbante de vendajes.
—¿Qué ha ocurrido?
—Fractura de cráneo —le informó la señora Pomfrey, que se acercó solícita
y le hizo apoyar la cabeza en la almohada—. No tienes de qué preocuparte, te lo
arreglé enseguida, pero esta noche te quedarás aquí. No conviene que hagas
esfuerzos excesivos, al menos durante unas horas.
—No quiero pasar la noche aquí —protestó Harry. Se incorporó y retiró las
mantas—. Quiero ir en busca de McLaggen y matarlo.
—Me temo que eso encaja en la categoría de «esfuerzos excesivos» —
replicó la enfermera, empujándolo hacia la cama y amenazándolo con la
varita—. Permanecerás aquí hasta que te dé el alta, Potter, y si te levantas
llamaré al director.
La señora Pomfrey regresó a su despacho y Harry se dejó caer sobre la
almohada, rabioso.
—¿Sabes por cuánto hemos perdido? —le preguntó a Ron.
—Pues... sí —repuso su amigo con gesto de disculpa—. El resultado final
fue trescientos veinte a sesenta.
—Genial —resopló Harry—. ¡Sencillamente genial! Cuando agarre a ese
McLaggen...
—¿Cómo quieres agarrarlo? ¡Si es más grande que un trol! —le recordó
Ron, no sin razón—. Opino que hay muchas razones para hacerle ese maleficio
de las uñas de los pies que sacaste de tu libro de Pociones. Aunque no me
extrañaría que el resto del equipo se encargara de él antes de que salgas de aquí,
porque no están nada contentos...
En la voz de Ron había un deje de júbilo mal disimulado; Harry
comprendió que su amigo estaba encantado de que McLaggen lo hubiera
estropeado todo. Se quedó contemplando el círculo de luz proyectado en el
techo; no le dolía la cabeza, recién curada, pero sí le molestaba un poco bajo
tantos vendajes.
—He oído los comentarios del partido desde aquí —dijo Ron, y esta vez la
risa le hizo temblar la voz—. Espero que Luna siga haciendo de comentarista a
partir de ahora... ¿Qué te ha parecido lo de la «peste del perdedor»?
Pero Harry todavía estaba demasiado ofuscado para ver el lado cómico de
la situación, y Ron dejó de reírse.
—Ginny ha venido a verte cuando estabas inconsciente —explicó tras una
larga pausa, y de inmediato la imaginación de Harry se representó una escena
en la que Ginny, sollozando sobre su cuerpo inerte, confesaba la profunda
atracción que sentía por él mientras Ron les daba su bendición—. Dice que
llegaste al partido por los pelos. ¿Cómo es eso? De aquí te marchaste con
tiempo de sobra.
—Es que... —repuso Harry al tiempo que la emotiva escena desaparecía de
su mente—. Es que... bueno, vi a Malfoy escabulléndose con un par de chicas
que, por la cara que ponían, lo acompañaban a la fuerza, y ya es la segunda vez
que no baja al campo de quidditch con el resto de los compañeros. El partido
anterior también se lo saltó, ¿te acuerdas? —Suspiró—. Lástima que no lo
siguiera porque, total, el partido ha sido un desastre.
—No digas estupideces —replicó Ron—. ¡No podías saltarte un partido de
quidditch para seguir a Malfoy! ¡Eres el capitán del equipo!
—Quiero saber qué está tramando. Y no me vengas con que todo son
imaginaciones mías, porque después de oírlo hablar con Snape...
—Yo nunca he dicho que fueran imaginaciones tuyas —desmintió Ron y se
incorporó un poco, apoyándose en un codo, para mirarlo ceñudo—. ¡Pero no
existe ninguna norma que diga que en este castillo no puede haber dos personas
tramando algo a la vez! Te estás obsesionando, Harry. Mira que plantearte no ir
a un partido sólo por seguir a Malfoy...
—¡Quiero pillarlo in fraganti! —exclamó Harry, que se sentía muy
frustrado—. ¿Adónde va cuando desaparece del mapa?
—No lo sé... ¿A Hogsmeade? —sugirió Ron mientras bostezaba.
—Nunca lo he visto recorrer ninguno de los pasadizos secretos en el mapa.
Además, tengo entendido que este año están vigilados.
—Pues no lo sé.
Ambos se callaron. Harry caviló mirando el círculo de luz que se
proyectaba en el techo... Si tuviera el poder de Rufus Scrimgeour podría
mandar que siguieran a Malfoy, pero por desgracia no tenía una oficina de
aurores a sus órdenes... Por un instante pensó en intentar organizar algo con el
ED, pero una vez más surgía el problema de que los profesores echarían en falta
a los alumnos en las clases; al fin y al cabo, la mayoría de los estudiantes tenía
los horarios hasta los topes...
Se oyó un débil ronquido proveniente de la cama de Ron. Al cabo de un
rato la señora Pomfrey salió de su despacho enfundada en un camisón muy
grueso. Lo más sencillo era hacerse el dormido, así que Harry se tumbó sobre
un costado y oyó cómo todas las cortinas se corrían al agitar la señora Pomfrey
su varita mágica. La luz de las lámparas se atenuó y la enfermera regresó a su
despacho; Harry oyó que cerraba la puerta y dedujo que iba a acostarse.
Entonces pensó que ésa era la tercera vez que lo llevaban a la enfermería
por culpa de una lesión de quidditch. La vez anterior se había caído de la
escoba al ver dementores alrededor del terreno de juego, y la primera se debió a
que el inepto del profesor Lockhart le había hecho desaparecer todos los huesos
de un brazo... Esa había sido, sin duda, la lesión más angustiosa. Se acordó del
doloroso proceso de regeneración de los huesos en una noche, un malestar que
no logró aliviar la llegada de una visita inesperada en medio de la....
Harry se incorporó de golpe, con el corazón palpitando y el vendaje de la
cabeza torcido. Por fin había dado con la solución: sí, había una forma de seguir
a Malfoy. ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué no se le había ocurrido
antes?
Pero la cuestión era que no sabía cómo llamarlo. ¿Cómo se hacía? Indeciso,
musitó quedamente en la oscuridad:
—¿Kreacher?
Se produjo un fuerte chasquido y se oyeron chillidos y correteos por la sala.
Ron despertó sobresaltado y preguntó:
—¿Qué pasa?
Harry apuntó la varita hacia la puerta del despacho de la señora Pomfrey y
murmuró «¡Muffliato!» para que la enfermera no acudiera a ver qué ocurría.
Luego se deslizó hasta el borde de la cama para averiguar quién hacía esos
ruidos.
Dos elfos domésticos estaban enzarzados en medio del suelo: uno llevaba
un jersey granate y varios gorros de lana; el otro, un trapo viejo y mugriento
atado en la cintura como si fuera un taparrabos. Se oyó otro fuerte estampido y
Peeves, el poltergeist, apareció en el aire suspendido sobre los dos elfos.
—¿Has visto esto, Pipipote? —le dijo a Harry señalando la pelea, y soltó
una sonora carcajada—. Mira cómo se pegan esas criaturitas, mira qué
mordiscos se dan, qué puñetazos...
—¡Kreacher no insultará a Harry Potter delante de Dobby, no señor, o
Dobby se encargará de cerrarle la boca a Kreacher! —chillaba Dobby.
—¡Qué patadas, qué arañazos! —se admiró Peeves al tiempo que les
lanzaba trozos de tiza para enfurecerlos aún más—. ¡Qué pellizcos, qué
codazos!
—Kreacher opinará lo que quiera de su amo, claro que sí, y sobre la clase de
amo que es, el muy repugnante amigo de los sangre sucia. Oh, ¿qué diría la
pobre ama de Kreacher?
No llegaron a saber qué habría dicho el ama de Kreacher porque en ese
momento Dobby golpeó con su pequeño y nudoso puño a Kreacher y le hizo
saltar la mitad de los dientes. Harry y Ron se levantaron y separaron a los elfos,
aunque éstos siguieron intentando darse patadas y puñetazos, azuzados por
Peeves, que volaba alrededor de la lámpara gritando: «¡Métele los dedos en la
nariz, espachúrralo, tírale de las orejas!»
Harry apuntó con la varita a Peeves y dijo: «¡Palalingua!» El poltergeist se
llevó las manos a la garganta, tragó saliva y salió volando de la habitación,
haciendo gestos obscenos pero sin poder hablar, pues la lengua se le había
pegado al paladar.
—Eso ha estado muy bien —dijo Ron. Levantó a Dobby del suelo y lo
sostuvo en alto para que sus extremidades, que no paraban de agitarse, no
volvieran a impactar contra Kreacher—. Es otro de los maleficios del príncipe,
¿no?
—Sí —contestó Harry mientras le aplicaba una llave de judo a Kreacher—.
¡Muy bien, os prohíbo que peleéis! Bueno, te prohíbo a ti, Kreacher, que te
pelees con Dobby. Dobby, a ti ya sé que no puedo darte órdenes...
—¡Dobby es un elfo doméstico libre y puede obedecer a quien quiera, y
Dobby hará cualquier cosa que Harry Potter le ordene! —repuso el elfo. Las
lágrimas resbalaban por su arrugada carita y le caían sobre el jersey.
—Muy bien —dijo Harry, y Ron y él soltaron a los elfos, que cayeron al
suelo pero no siguieron peleándose.
—¿Me ha llamado el amo? —preguntó Kreacher con voz ronca, e hizo una
exagerada reverencia al tiempo que le lanzaba a Harry una mirada con la que
parecía desearle una muerte lenta y dolorosa.
—Sí, te he llamado —respondió Harry, y miró hacia el despacho de la
señora Pomfrey para comprobar si el hechizo muffliato todavía funcionaba; no
había señales de que la enfermera hubiera oído ningún ruido—. Tengo un
trabajo para ti.
—Kreacher hará lo que le ordene el amo —repuso el elfo con otra
reverencia, tan pronunciada que casi se besó los nudosos dedos de los pies—
porque Kreacher no tiene alternativa, pero a Kreacher le avergüenza tener un
amo así, ya lo creo...
—¡Dobby lo hará, Harry Potter! —chilló Dobby; todavía tenía sus ojos
grandes como pelotas de tenis anegados en lágrimas—. ¡Para Dobby será un
honor ayudar a Harry Potter!
—Ahora que lo pienso, no estaría mal que lo hicierais los dos. Está bien. A
ver... Quiero que sigáis a Draco Malfoy. —E ignorando la mezcla de sorpresa y
exasperación que reflejó el semblante de Ron, especificó—: Me interesa saber
adonde va, con quién se reúne y qué hace. Deberéis seguirlo las veinticuatro
horas del día.
—¡Sí, Harry Potter! —exclamó Dobby con un brillo de emoción en los
ojos—. ¡Y si Dobby lo hace mal, Dobby se tirará desde la torre más alta, Harry
Potter!
—Eso no será necesario —se apresuró a aclarar Harry.
—¿Que el amo quiere que siga al pequeño de los Malfoy? —dijo Kreacher
con voz ronca—. ¿Que el amo quiere que espíe al sobrino nieto sangre limpia de
mi antigua ama?
—Exacto —confirmó Harry, y se apresuró a atajar el peligro al que se
exponía—: Y te prohíbo que le avises, Kreacher, o le expliques cuál es tu misión,
o hables con él, o le escribas mensajes, o... o te comuniques con él de ningún
modo. ¿Entendido?
Le pareció que Kreacher se esforzaba por hallar algún fallo en las
instrucciones que acababa de darle, y esperó. Transcurridos unos instantes,
Harry comprobó con satisfacción que el elfo volvía a hacer una exagerada
reverencia y decía con resentimiento:
—El amo está en todo y Kreacher debe obedecerlo, aunque Kreacher
preferiría ser el criado del pequeño Malfoy, por supuesto...
—Entonces no se hable más. Quiero que me presentéis informes con
regularidad, pero aseguraos de que no esté rodeado de gente cuando vengáis a
hablar conmigo. Si estoy con Ron o Hermione, no importa. Y no comentéis con
nadie lo que os he encargado. Pegaos a Malfoy como si fuerais tiritas para
verrugas.
20
La petición de lord Voldemort
A primera hora del lunes, Harry y Ron salieron de la enfermería completamente recuperados gracias a los cuidados de la señora Pomfrey. Ya podían disfrutar
de las ventajas de la fractura de cráneo y el envenenamiento, respectivamente, y
la mejor de ellas era que Hermione volvía a ser amiga de Ron. Los acompañó a
desayunar y les comunicó que Ginny se había peleado con Dean. El monstruo
que dormitaba en el pecho de Harry alzó la cabeza olfateando el aire,
expectante.
—¿Por qué se han peleado? —preguntó el muchacho con fingida
indiferencia mientras enfilaban un pasillo del séptimo piso.
El pasillo estaba vacío salvo por una niña muy pequeña que examinaba un
tapiz de trols con tutú. Al ver que se acercaban unos estudiantes de sexto año, la
chiquilla puso cara de miedo y dejó caer la pesada balanza de bronce que
sostenía.
—¡No pasa nada! —dijo Hermione con amabilidad, y corrió a ayudarla—.
Mira... —Dio unos golpecitos con su varita en la balanza rota y pronunció—:
¡Reparo!
La niña ni siquiera le dio las gracias y se quedó muy quieta cuando ellos
pasaron por su lado. Ron volvió la cabeza y la miró.
—Os juro que cada vez son más pequeños —comentó.
—Déjala —repuso Harry con impaciencia—. Hermione, ¿por qué se han
peleado Ginny y Dean?
—Parece ser que Dean se estaba riendo del golpe que te dio McLaggen con
esa bludger.
—Debió de ser gracioso —dijo Ron.
—¡No fue nada gracioso! —saltó Hermione—. ¡Fue horrible, y si Coote y
Peakes no hubieran cogido a Harry, podría haber resultado gravemente herido!
—Sí, ya, pero no había necesidad de que Ginny y Dean cortaran por eso —
dijo Harry procurando sonar despreocupado—. ¿O siguen saliendo juntos?
—Sí, siguen saliendo. Pero ¿por qué te interesa tanto? —preguntó
Hermione mirándolo con recelo.
—Es que no quiero que haya problemas en el equipo de quidditch —se
apresuró a contestar, y sintió un gran alivio cuando detrás de ellos una voz
exclamó:
—¡Harry!
—¡Hola, Luna! —Ya tenía una excusa para darle la espalda a Hermione.
—He ido a verte a la enfermería —dijo Luna mientras rebuscaba en su
mochila—, pero me han dicho que ya habías salido... —Le fue pasando una
serie de extraños objetos a Ron: una especie de cebolla verde, un gran sapo con
manchas y una buena cantidad de una cosa que parecía arena higiénica para
gatos; por último sacó un rollo de pergamino bastante sucio y se lo tendió a
Harry—. Me han pedido que te dé esto.
Era un rollo pequeño que Harry reconoció enseguida: otra invitación para
una clase particular con Dumbledore.
—Será esta noche —informó a sus amigos cuando lo hubo leído.
—¡Te felicito por tu comentario del partido! —le dijo Ron a Luna mientras
ella recuperaba la cebolla verde, el sapo y la arena higiénica.
Luna esbozó una vaga sonrisa.
—Te burlas de mí, ¿verdad? Todos dicen que lo hice muy mal.
—¡No, lo digo en serio! ¡No recuerdo haberlo pasado tan bien con ningún
otro comentarista! ¿Qué es eso, por cierto? —añadió, cogiendo aquella especie
de cebolla. Se la acercó a los ojos.
—Es un gurdirraíz —contestó Luna, y se guardó la arena higiénica y el
sapo en la mochila—. Quédatelo si quieres, tengo algunos más. Son excelentes
para protegerse contra los plimpys tragones.
Y se marchó. Ron sonrió de oreja a oreja con el gurdirraíz en la mano.
—¿Sabéis qué os digo? Que Luna empieza a gustarme —dijo mientras los
tres echaban a andar hacia el Gran Comedor—. Ya sé que está loca, pero la suya
es una locura... —Se calló bruscamente al ver a Lavender Brown plantada al pie
de la escalinata de mármol, con aspecto de estar muy enfadada—. ¡Hola! —
murmuró con apuro cuando llegaron ante ella.
—¡Vamos! —le dijo Harry a Hermione por lo bajo, y siguieron andando,
aunque oyeron cómo Lavender preguntaba: «¿Por qué no me dijiste que hoy te
daban el alta? ¿Y por qué estabas con ella?»
Ron llegó a la mesa del desayuno media hora más tarde y bastante
malhumorado, y aunque se sentó con Lavender, Harry no vio que se dirigieran
la palabra en todo el rato. Hermione se comportaba como si no se diese cuenta
de nada, pero en un par de ocasiones Harry le detectó una misteriosa sonrisita
en los labios. Ella estuvo de muy buen humor el resto del día, y por la noche, en
la sala común incluso consintió en repasar (o mejor dicho, en terminar de
componer) la redacción de Herbología de Harry, cuando hasta ese momento se
había negado en redondo porque sabía que luego él se la dejaría copiar a Ron.
—Te lo agradezco, Hermione —dijo Harry, palmeándole la espalda
mientras consultaba su reloj de pulsera; eran casi las ocho en punto—. Mira,
tengo que darme prisa si no quiero llegar tarde a la clase con Dumbledore...
Hermione no contestó y se limitó a tachar una de las frases más flojas con
cara de hastío. Harry, sonriente, salió a toda prisa por el hueco del retrato y se
dirigió hacia el despacho del director. La gárgola se apartó al oír mencionar las
bombas de tofee y Harry se dio prisa en la escalera de caracol subiendo los
escalones de dos en dos. Llamó a la puerta en el preciso instante en que, dentro,
un reloj daba las ocho.
—Pasa —dijo Dumbledore, pero cuando el muchacho fue a empujar la
puerta, ésta se abrió desde el interior. Allí estaba la profesora Trelawney.
—¡Aja! —exclamó la bruja, señalando con dramatismo a Harry mientras
parpadeaba tras sus lentes de aumento—. ¡Así que éste es el motivo de que me
eches de tu despacho sin miramientos, Dumbledore!
—Mi querida Sybill —repuso Dumbledore con leve exasperación—, no se
trata de echarte sin miramientos de ningún sitio, pero Harry tiene una cita, así
que, francamente, creo que no hay más que hablar...
—Muy bien —dijo la profesora, dolida—. Si te resistes a desterrar a ese
jamelgo usurpador... quizá yo encuentre un colegio donde se valoren más mis
talentos...
Apartó a Harry de un empujón y desapareció por la escalera de caracol; la
oyeron dar un traspié hacia la mitad de ésta y Harry dedujo que había
tropezado con uno de los chales que siempre llevaba colgando.
—Por favor, cierra la puerta y siéntate, Harry —dijo Dumbledore con voz
cansada.
Al sentarse en su sitio habitual —delante de la mesa del director—, Harry
se fijó en que el pensadero volvía a estar en la mesa y que al lado de la vasija
había dos botellitas de cristal llenas de recuerdos que se arremolinaban.
—¿La profesora Trelawney todavía no ha digerido que Firenze enseñe en el
colegio? —preguntó.
—No, aún no —respondió el director—. En verdad, la Adivinación me está
causando más problemas de los que habría podido prever si me hubiese
interesado por esa disciplina. No puedo pedirle a Firenze que vuelva al Bosque
Prohibido, donde ahora es un marginado, ni pedirle a Sybill Trelawney que se
marche. Entre nosotros, ella no tiene idea del peligro que correría fuera del
castillo. Verás, la profesora no sabe que fue ella quien hizo la profecía acerca de
ti y Voldemort, y creo que no sería sensato revelárselo. —Lanzó un hondo
suspiro y agregó—: Pero ahora no nos interesan mis problemas de personal.
Tenemos asuntos más importantes que tratar. Bien, ¿has realizado la tarea que
te encargué?
—¿La ta...? Sí, claro... —dijo Harry, pillado en falta. Entre las clases de
Aparición, el quidditch, el envenenamiento de Ron, el golpe en la cabeza y su
empeño en averiguar qué tramaba Malfoy, Harry casi se había olvidado de que
tenía que sonsacarle aquel recuerdo al profesor Slughorn—. Sí, se lo pregunté
después de la clase de Pociones, señor, pero... no quiso decirme nada.
Hubo un breve silencio.
—Entiendo —dijo Dumbledore mirándolo por encima de las gafas de
media luna (el muchacho sintió que lo estaban examinando con rayos X)—. Y
crees que te has esforzado al máximo para cumplir esa tarea, que has puesto en
práctica tu considerable ingenio y recurrido a toda tu astucia en la búsqueda de
ese recuerdo, ¿no?
—Bueno... —Harry no sabía qué decir. En ese momento su único intento de
recuperar aquel recuerdo parecía ridículo—. Es que... el día que Ron se bebió el
filtro de amor por error, yo lo llevé al despacho del profesor Slughorn. Creí que
a lo mejor, si conseguía poner de buen humor al profesor...
—¿Y dio resultado? —inquirió Dumbledore.
—Pues... no, señor, porque Ron se envenenó y...
—... eso, como es lógico, hizo que te olvidaras de lo que te había pedido.
Era de esperar, dado que tu mejor amigo se hallaba en peligro. Sin embargo,
cuando se confirmó que el señor Weasley se recuperaría, me habría gustado que
prosiguieses con la misión que te asigné. Creí que habías comprendido cuan
trascendental es ese recuerdo. En nuestro anterior encuentro puse especial
empeño en recalcarte que es el más valioso y que sin él perdemos el tiempo.
La vergüenza que Harry sentía se materializó en una sensación de calor y
picor que le fue descendiendo desde la coronilla hasta los pies. Dumbledore,
que no había elevado el tono, ni siquiera parecía enfadado, pero Harry habría
preferido que le hubiera gritado, pues esa frialdad y su expresión de decepción
eran peores que cualquier otra cosa.
—No crea que no me lo tomo en serio, señor —dijo abochornado—. Es que
tenía otras cosas...
—Otras cosas en la cabeza —terminó Dumbledore—. Entiendo.
Volvieron a quedarse callados. Aquel silencio, el más desagradable que
Harry había experimentado en presencia del director, pareció prolongarse
eternamente, sólo interrumpido por los débiles ronquidos del retrato de
Armando Dippet colgado detrás de Dumbledore. Harry tenía la extraña
sensación de haberse encogido un poco.
Cuando no pudo soportarlo más, dijo:
—Lo siento mucho, profesor. Debí haberme esforzado. Debí darme cuenta
de que usted no me lo habría pedido de no ser algo realmente importante.
—Te agradezco esas palabras, Harry —repuso Dumbledore con voz
queda—. Así pues, ¿puedo confiar en que a partir de ahora le darás prioridad?
No tendría mucho sentido volver a reunimos si no conseguimos ese recuerdo.
—Lo haré, señor. Se lo sacaré como sea —afirmó Harry con determinación.
—Entonces no se hable más del asunto —dijo Dumbledore con un tono más
amable—. Continuaremos con nuestra historia a partir del punto en que la
dejamos. ¿Te acuerdas de dónde nos habíamos quedado?
—Sí, señor. Voldemort asesinó a su padre y sus abuelos y lo dispuso todo
para que pareciera que los había matado su tío Morfin. Luego regresó a
Hogwarts y le preguntó... le preguntó al profesor Slughorn qué eran los
Horrocruxes.
—Muy bien. Y también recordarás que cuando iniciamos estas reuniones
privadas te dije que entraríamos en el reino de las conjeturas y las
especulaciones.
—Así es, señor.
—Coincidirás conmigo en que, por ahora, te he mostrado fuentes de
información considerablemente sólidas para mis deducciones acerca de lo que
Voldemort había hecho hasta cumplir diecisiete años. —Harry asintió con la
cabeza—. Sin embargo, a partir de ese momento —prosiguió el director— las
cosas se vuelven cada vez más turbias y extrañas. Si ya resultó difícil hallar
testimonios que pudieran hablar del Tom Ryddle niño, ha resultado casi
imposible encontrar a alguien dispuesto a recordar al Voldemort adulto. De
hecho, dudo que exista alguna persona viva, aparte de él mismo, que pueda
ofrecer un relato completo de sus andanzas desde que abandonó Hogwarts.
Con todo, conservo otros dos recuerdos que me gustaría compartir contigo. —
Señaló las dos botellitas de cristal que relucían junto al pensadero—. Después
me darás tu opinión sobre las conclusiones que he extraído de ellos.
El hecho de que Dumbledore valorara tanto la opinión de Harry hizo que
éste se sintiera aún más avergonzado por haber fracasado en recuperar el
recuerdo de los Horrocruxes, por lo que se removió en su asiento mientras el
anciano profesor levantaba la primera botella para examinarla a la luz.
—Espero que no estés cansado de sumergirte en la memoria de otras
personas, Harry. Estos dos recuerdos son muy curiosos. El primero lo obtuve de
una elfina doméstica muy anciana llamada Hokey. No obstante, antes de ver la
escena que ésta presenció, te haré unos breves comentarios sobre las
circunstancias en que lord Voldemort se marchó de Hogwarts.
»Como quizá hayas imaginado, llegó al séptimo año de su escolarización
con excelentes notas en todas las asignaturas que cursó. Sus compañeros de
estudios trataban de decidir a qué profesión se dedicarían cuando salieran de
Hogwarts, y casi todo el mundo esperaba cosas espectaculares de Tom Ryddle,
que había sido prefecto, delegado y ganador del Premio por Servicios
Especiales. Me consta que varios profesores, entre ellos Horace Slughorn, le
propusieron que entrara a trabajar en el Ministerio de Magia y se ofrecieron
para conseguirle empleo y ponerlo en contacto con personas influyentes. Pues
bien, él rechazó todas esas ofertas. Antes de que el profesorado se diera cuenta,
Voldemort estaba trabajando en Borgin y Burkes.
—¿En Borgin y Burkes? —repitió Harry con asombro.
—Sí, así es. Ya verás qué atractivos le ofrecía ese lugar cuando entremos en
el recuerdo de Hokey. Sin embargo, ésa no fue la primera opción de empleo que
eligió Voldemort, aunque en esa época no lo supo casi nadie (yo fui una de las
pocas personas a quienes se lo confió el por entonces director del colegio, el
profesor Dippet). Así pues, Voldemort fue a ver al director y le pidió quedarse
en Hogwarts trabajando como profesor.
—¿Quería quedarse aquí? ¿Por qué? —preguntó Harry, todavía más
extrañado.
—Creo que tenía varias razones, pero no le comentó ninguna al profesor
Dippet. En primer lugar, y esto es muy importante, creo que Voldemort le tenía
más cariño a Hogwarts del que jamás le ha tenido a ninguna persona. Aquí
había sido feliz; este colegio era el único lugar donde había estado a gusto. —
Harry sintió cierta incomodidad al escuchar estas palabras porque era
exactamente el mismo sentimiento que él experimentaba respecto a Hogwarts—.
En segundo lugar, el castillo es un baluarte de la magia antigua. Sin duda
alguna, Voldemort descifró muchos más secretos que la mayoría de los
estudiantes que pasan por el colegio, pero es probable que sospechara que
todavía quedaban misterios por desvelar, reservas de magia que explotar... Y en
tercer lugar, como profesor habría ejercido mucho poder y considerable
influencia sobre un gran número de jóvenes magos y brujas. Quizá sacó esa
idea del profesor Slughorn, que era con quien se llevaba mejor, ya que éste le
había demostrado que un profesor podía tener un papel muy influyente. Nunca
he concebido que Voldemort tuviera pensado quedarse el resto de su vida en
Hogwarts, pero sí creo que consideraba que el colegio era un útil terreno de
reclutamiento y un sitio donde podría empezar a formar un ejército.
—¿Y qué pasó? ¿No lo aceptaron?
—No. El profesor Dippet le dijo que era demasiado joven (tenía dieciocho
años), pero le sugirió que volviera a intentarlo pasados unos años, si aún seguía
interesándole la docencia.
—¿Qué opinó usted de eso, señor? —preguntó Harry, vacilante.
—Me produjo un profundo desasosiego. Le aconsejé a Dippet que no le
concediera el empleo. No le planteé las razones que te he dado a ti porque él
apreciaba mucho a Voldemort y creía que era una persona honrada, pero yo no
quería que ese muchacho volviera a este colegio, y menos aún que ocupara un
puesto de poder.
—¿Qué puesto solicitó, señor? ¿Qué asignatura quería enseñar?
Harry intuyó la respuesta antes de que Dumbledore se la diera.
—Defensa Contra las Artes Oscuras. En esa época la impartía una anciana
profesora, Galatea Merrythought, que llevaba casi cincuenta años en Hogwarts.
»Pues bien, Voldemort se fue a trabajar a Borgin y Burkes, y todos los
maestros que lo admiraban lamentaron que un joven mago tan brillante acabara
trabajando en una tienda, menudo desperdicio. Sin embargo, no era un simple
dependiente. Al ser educado, atractivo e inteligente, pronto empezaron a
asignarle ciertas tareas especiales, propias de un sitio como Borgin y Burkes.
Como bien sabes, Harry, esa tienda se ha especializado en objetos con
propiedades inusuales y poderosas. Bien, los dueños lo enviaban a convencer a
la gente de que vendiese sus tesoros, y a decir de todos, tenía un talento especial
para persuadir a cualquiera.
—No me extraña —dijo Harry sin poder contenerse.
—No, claro —corroboró Dumbledore esbozando una sonrisa—. Y ahora ha
llegado el momento de oír a Hokey, la elfina doméstica que trabajaba para una
bruja muy anciana y muy rica llamada Hepzibah Smith.
Dumbledore golpeó la botella con su varita, el corcho salió disparado y el
director vertió el recuerdo en el pensadero.
—Tú primero, Harry.
Harry se levantó y se inclinó una vez más sobre aquella ondulada y
plateada superficie líquida hasta que su cara la tocó. Se precipitó por un oscuro
vacío y aterrizó en un salón frente a una anciana gordísima. Esta llevaba una
elaborada peluca pelirroja y una túnica rosa brillante, cuyos pliegues se
desparramaban a su alrededor de tal forma que la mujer parecía un pastel de
helado derretido. Se estaba mirando en un espejito con joyas incrustadas y se
aplicaba colorete en las mejillas, que ya tenía muy rojas, con una gran borla,
mientras la elfina doméstica más vieja y diminuta que Harry había visto jamás
le calzaba en los regordetes pies unas ceñidas zapatillas de raso.
—¡Date prisa, Hokey! —la apremió Hepzibah—. ¡Dijo que vendría a las
cuatro! ¡Sólo faltan dos minutos y nunca ha llegado tarde!
La anciana guardó la borla de colorete y la elfina doméstica se enderezó. La
cabeza de la sirvienta apenas llegaba a la altura del taburete de Hepzibah y la
apergaminada piel le colgaba igual que la áspera sábana de lino que llevaba
puesta como si fuera una toga.
—¿Cómo estoy? —preguntó Hepzibah, y movió la cabeza para admirar su
cara en el espejo desde diversos ángulos.
—Preciosa, señora —dijo Hokey con voz chillona.
Seguramente el contrato de Hokey especificaba que debía mentir con
descaro cada vez que le hicieran esa pregunta, porque Hepzibah Smith, en
opinión de Harry, no tenía nada de preciosa.
Se oyó el tintineo de una campanilla y tanto el ama como la elfina dieron un
respingo.
—¡Rápido, rápido! ¡Ya está aquí, Hokey! —exclamó Hepzibah, y la elfina se
escabulló de la habitación, que estaba tan abarrotada de objetos que costaba
creer que alguien pudiese andar por allí sin derribar al menos una docena de
cosas: había armarios repletos de cajitas lacadas, estanterías llenas de libros
repujados en oro, estantes con esferas y globos celestes y exuberantes plantas en
recipientes de bronce. De hecho, la habitación parecía una mezcla de tienda de
antigüedades y jardín de invierno.
La elfina regresó pasados unos momentos, seguida de un joven alto al que
Harry reconoció sin dificultad: era Voldemort. Vestido con un sencillo traje
negro, llevaba el pelo un poco más largo que cuando estudiaba en el colegio y
tenía las mejillas hundidas, pero todo eso le sentaba bien; estaba más atractivo
que nunca. Sorteó los diversos objetos diseminados por la habitación con una
soltura que indicaba que conocía el lugar y se inclinó sobre la regordeta mano
de Hepzibah para rozarla con los labios.
—Le he traído flores —dijo con voz queda, y creó un ramo de rosas de la
nada.
—¡Qué pillín! ¡No hacía ninguna falta! —repuso la anciana Hepzibah con
voz chillona, pero Harry se fijó en que había un jarrón vacío dispuesto en la
mesita más cercana—. Me mimas demasiado, Tom. Pero siéntate, siéntate.
¿Dónde está Hokey? Ah, aquí...
La elfina apareció presurosa con una bandeja de pastelitos que dejó al
alcance de su ama.
—Sírvete tú mismo, Tom —ofreció Hepzibah—, sé que te encantan mis
pasteles. Cuéntame, ¿cómo estás? Te veo pálido. En esa tienda te hacen trabajar
demasiado, te lo he dicho cien veces... —Voldemort sonrió como un autómata y
Hepzibah compuso una sonrisa tonta—. Y bien, ¿a qué se debe tu visita esta
vez? —preguntó pestañeando con coquetería.
—El señor Burke quiere mejorar su oferta por esa armadura fabricada por
duendes —contestó Voldemort—. Le ofrece quinientos galeones. Dice que es
una suma más que razonable...
—¡Espera, espera! No tan deprisa, o pensaré que sólo vienes a verme por
mis alhajas —repuso Hepzibah haciendo pucheros.
—Me envían aquí por ellas —repuso Voldemort con calma—. Señora, yo
sólo soy un pobre dependiente que hace lo que le mandan. El señor Burke
quiere que le pregunte...
—¡Uy, el señor Burke! ¡Tonterías! —lo cortó Hepzibah con un floreo de la
mano—. ¡Voy a enseñarte una cosa que nunca le he mostrado al señor Burke!
¿Sabes guardar un secreto, Tom? ¿Me prometes que no le dirás que lo tengo? ¡Él
no me dejaría en paz si supiera que te lo he enseñado, pero no pienso
vendérselo a Burke ni a nadie! Pero tú, Tom, seguro que lo valorarás por su
historia y no por los galeones que podrías conseguir con él...
—Será un placer ver cualquier cosa que la señora Hepzibah tenga a bien
enseñarme —replicó el joven sin alterar el tono, y Hepzibah soltó otra risita
ingenua.
—Le pedí a Hokey que lo trajera... ¿Dónde estás, Hokey? Quiero enseñarle
al señor Ryddle nuestro tesoro más valioso. Mira, ya que estamos en ello, trae
los dos...
—Aquí tiene, señora —dijo la estridente voz de la elfina, y Harry vio dos
cajas de piel, una encima de otra, que cruzaban la habitación como por
voluntad propia, aunque sabía que la diminuta elfina las sostenía encima de la
cabeza mientras se abría paso entre mesas, pufs y taburetes.
—Eso es —dijo Hepzibah con jovialidad, y cogió las cajas, se las puso sobre
el regazo y se dispuso abrir la primera—. Me parece que esto te va a gustar,
Tom... ¡Si mi familia supiera que te la he enseñado...! Están deseando
apropiársela.
La mujer abrió la tapa. Harry se acercó un poco y distinguió lo que parecía
una pequeña copa de oro con dos asas finamente cinceladas.
—A ver si sabes qué es, Tom. Cógela y examínala —susurró Hepzibah.
Voldemort tendió su mano de largos dedos e, introduciendo el índice por
un asa, levantó la copa con cuidado de su mullido envoltorio de seda. A Harry
le pareció percibir un destello rojo en los oscuros ojos de Voldemort.
Curiosamente, su expresión de codicia se reflejaba en el rostro de Hepzibah,
cuyos diminutos ojos estaban clavados en las hermosas facciones del joven.
—Un tejón —murmuró Voldemort al examinar el grabado de la copa—.
Eso significa que pertenecía a...
—¡Helga Hufflepuff, como tú bien sabes porque eres un chico muy
inteligente! —exclamó Hepzibah. Se inclinó hacia delante con un crujido de
corsés y le pellizcó la hundida mejilla—. ¿Nunca te he dicho que soy
descendiente suya? Esta copa lleva años pasando de padres a hijos. ¿Verdad
que es preciosa? Además, dicen que posee poderes asombrosos, pero eso nunca
lo he comprobado porque siempre la he tenido guardada aquí, a salvo...
Recuperó la copa, sostenida por el largo dedo índice de Voldemort, y la
devolvió con cuidado a su caja, esforzándose en colocarla en su posición
original, de modo que no reparó en la sombra que cruzó el semblante del joven
al quedarse sin la copa.
—A ver —prosiguió Hepzibah con alegría—, ¿dónde está Hokey? ¡Ah, sí,
aquí estás! Esta ya puedes llevártela...
La elfina, obediente, la cogió y Hepzibah dirigió su atención a la otra caja,
bastante más plana.
—Me parece que esto te va a gustar aún más, Tom —susurró—. Acércate
un poco, querido, para que puedas ver... Burke sabe que lo tengo, desde luego.
Se lo compré a él y creo que no me equivoco si digo que le encantaría
recuperarlo el día que yo me vaya...
Deslizó el delgado y afiligranado cierre y abrió la caja. Sobre el liso
terciopelo encarnado había un voluminoso guardapelo de oro.
Esta vez Voldemort tendió la mano antes de que lo invitaran a hacerlo,
cogió el guardapelo, lo acercó a la luz y lo examinó con gran atención.
—La marca de Slytherin —murmuró con embeleso mientras la luz
arrancaba destellos a una ornamentada «S».
—¡Exacto! —confirmó Hepzibah, complacida por el interés del joven—. Me
costó una fortuna, pero no podía dejar escapar semejante tesoro; tenía que
conseguirlo para mi colección. Al parecer, Burke se lo compró a una andrajosa
que seguramente lo había robado, aunque no tenía ni idea de su verdadero
valor...
Esta vez no hubo ninguna duda: los ojos de Voldemort lanzaron un destello
rojo al escuchar aquellas palabras, y Harry vio cómo apretaba con fuerza el
puño con que asía la cadena del guardapelo.
—Supongo que Burke le pagó una miseria, pero ya lo ves... ¿Verdad que es
precioso? Y también se le atribuyen todo tipo de poderes, aunque yo me limito
a tenerlo bien guardadito aquí...
Estiró el brazo para recuperar el guardapelo. Por un instante Harry pensó
que Voldemort no lo soltaría, pero la cadena se le deslizó entre los dedos y
finalmente la joya volvió a reposar en el terciopelo rojo.
—¡Ya lo has visto, querido Tom, y espero que te haya gustado! —Hepzibah
lo miró a los ojos, radiante, pero de pronto su sonrisa flaqueó—. ¿Te encuentras
bien, querido?
—Sí, sí —dijo Voldemort con un hilo de voz—. Sí, estoy perfectamente...
—Pero me ha parecido... —replicó la mujer con un fugaz matiz de
inquietud—. Bueno, habrá sido un efecto óptico. —Harry dedujo que ella
también había vislumbrado aquel destello rojo en los ojos de Voldemort—.
Toma, Hokey, llévate estas cajas y guárdalas bajo llave... y haz los sortilegios de
siempre.
—Tenemos que irnos, Harry —anunció Dumbledore con voz queda, y en
tanto la pequeña elfina se alejaba con las cajas, el anciano profesor volvió a
agarrar a Harry por el brazo y juntos se elevaron, se sumieron en aquella
misteriosa negrura y regresaron al despacho del director.
—Hepzibah Smith murió dos días después de esa breve escena —explicó
Dumbledore mientras volvía a su asiento e indicaba a Harry que se sentara
también—. El ministerio condenó a Hokey por el envenenamiento accidental
del chocolate de su ama.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Harry, indignado.
—Veo que somos de la misma opinión. Ciertamente, hay varias
coincidencias entre esa muerte y la de los Ryddle. En ambos casos culparon a
otra persona, a alguien que recordaba con claridad haber causado la muerte...
—¿Hokey confesó?
—Recordaba haber puesto algo en el chocolate de su ama que resultó no ser
azúcar, sino un veneno mortal poco conocido. Y llegaron a la conclusión de que
la elfina no lo había puesto a propósito, sino que como era muy anciana y muy
despistada...
—¡Voldemort modificó su memoria, igual que hizo con Morfin!
—Sí, ésa es la conclusión a la que llegué yo también. Pero, como en el caso
de Morfin, el ministerio estaba predispuesto a sospechar de Hokey...
—... porque era una elfina doméstica —terminó Harry. Pocas veces había
estado más de acuerdo con la sociedad que había creado Hermione, la PEDDO.
—Exacto —confirmó Dumbledore—. Era muy mayor y como admitió haber
puesto algo en la bebida, nadie del ministerio se molestó en seguir
investigando. Igual que en el caso de Morfin, cuando di con ella y conseguí
extraerle ese recuerdo, la elfina estaba a punto de morir; pero, como
comprenderás, lo único que demuestra su recuerdo es que Voldemort conocía
la existencia de la copa y el guardapelo.
«Cuando condenaron a Hokey, la familia de Hepzibah ya sabía que
faltaban dos de los más preciados tesoros de la anciana bruja. Tardaron un
tiempo en averiguarlo porque la mujer tenía muchos escondites; siempre había
guardado celosamente su colección. Pero, antes de que los parientes
comprobaran que la copa y el guardapelo habían desaparecido, el dependiente
que trabajaba en Borgin y Burkes, aquel joven que había visitado a menudo a
Hepzibah y la había conquistado con sus encantos, dejó su empleo y se marchó.
Los dueños de la tienda ignoraban adonde había ido y estaban tan asombrados
como todo el mundo de su marcha. Y durante mucho tiempo nadie volvió a ver
ni oír hablar de Tom Ryddle.
»Y ahora, Harry, si no te importa, me gustaría detenerme una vez más para
dirigir tu atención hacia ciertos aspectos de nuestra historia. Voldemort había
cometido otro asesinato; ignoro si fue el primero desde que matara a los
Ryddle, pero creo que sí. Esta vez, como habrás observado, no mató por
venganza, sino para obtener un beneficio. Quería poseer los dos fabulosos
tesoros que le había enseñado aquella pobre y obsesionada anciana. Primero
robaba a los otros niños del orfanato, luego le sustrajo el anillo a su tío Morfin y
después se apropió de la copa y el guardapelo de Hepzibah.
—Pero qué raro que lo arriesgara todo —dijo Harry frunciendo el
entrecejo— y dejara su empleo sólo por esos...
—Quizá tú lo encuentres raro, pero Voldemort no —aclaró Dumbledore—.
Espero que entiendas, en su debido momento, qué significaban con exactitud
para él esos objetos, pero admitirás que no es difícil imaginar que, como
mínimo, considerara que el guardapelo era suyo por legítimo derecho.
—El guardapelo quizá sí, pero ¿por qué se llevó también la copa?
—Porque había pertenecido a una de las fundadoras de Hogwarts. Creo
que Voldemort conservaba un fuerte vínculo con el colegio y no pudo resistirse
a un objeto tan importante de su historia. Y si no me equivoco, también había
otros motivos... Espero poder mostrártelos a su debido tiempo.
»Y ahora voy a enseñarte el último recuerdo, al menos hasta que consigas
sonsacarle ese otro al profesor Slughorn. Entre el recuerdo de Hokey y éste hay
un período de diez años acerca de los cuales sólo podemos especular...
Harry se puso de pie otra vez mientras Dumbledore vaciaba el último
recuerdo en el pensadero.
—¿De quién es este recuerdo? —preguntó el muchacho.
—Mío.
Y Harry se sumergió detrás del anciano profesor en el movedizo líquido
plateado y aterrizó en el mismo despacho del que acababa de salir: Fawkes
dormía apaciblemente en su percha y sentado a la mesa se hallaba Dumbledore,
cuyo aspecto era muy parecido al del Dumbledore que estaba de pie al lado de
Harry, aunque tenía ambas manos intactas y quizá menos arrugas en el rostro.
La única diferencia entre el despacho del presente y ese otro era que en el del
pasado estaba nevando; unos azulados copos caían tras la ventana,
destacándose contra la oscuridad, y se acumulaban en el alféizar.
Daba la impresión de que el Dumbledore más joven esperaba que ocurriera
algo, y, en efecto, poco después llamaron a la puerta y el director dijo: «Pase.»
A Harry se le escapó un grito ahogado al ver entrar a Voldemort. Sus
facciones no eran las mismas que el muchacho había visto surgir del gran
caldero de piedra casi dos años atrás: no recordaban tanto a una serpiente, los
ojos todavía no se habían vuelto rojos y la cara aún no parecía una máscara; sin
embargo, aquél ya no era el atractivo Tom Ryddle. Era como si el rostro se le
hubiera quemado y desdibujado: sus rasgos tenían un extraño aspecto, ceroso y
deforme, y el blanco de los ojos estaba enrojecido, aunque las pupilas aún no se
habían convertido en las finas rendijas que Harry había visto en otras ocasiones.
Llevaba una larga capa negra y tenía el semblante tan blanco como la nieve que
le relucía sobre los hombros.
El Dumbledore que estaba sentado a la mesa no dio muestras de sorpresa.
Resultaba evidente que la visita estaba concertada.
—Buenas noches, Tom —saludó Dumbledore—. ¿Quieres sentarte, por
favor?
—Gracias —respondió Voldemort, y ocupó el asiento que le señalaba, el
mismo del que Harry acababa de levantarse en el presente—. Me enteré de que
lo habían nombrado director —dijo con una voz ligeramente más alta y fría que
antes—. Una loable elección.
—Me alegro de que la apruebes —replicó Dumbledore con una sonrisa—.
¿Te apetece beber algo?
—Sí, gracias. Vengo de muy lejos.
Dumbledore se levantó y fue hasta el armario donde ahora guardaba el
pensadero, pero que entonces era una especie de mueble-bar. Tras ofrecer a
Voldemort una copa de vino y llenar otra para él, volvió a sentarse.
—Y bien, Tom... ¿a qué debo el honor de tu visita?
Voldemort no contestó enseguida, sino que antes bebió un sorbo de vino.
—Ya no me llaman «Tom» —puntualizó—. Ahora me conocen como...
—Ya sé cómo te conocen —lo interrumpió Dumbledore sonriendo con
cordialidad—. Pero para mí siempre serás Tom Ryddle. Me temo que ésa es una
de las cosas más fastidiosas de los viejos profesores: que nunca llegan a olvidar
los años de juventud de sus pupilos.
Alzó su copa como si brindara con Voldemort, cuyo semblante permanecía
inexpresivo. Sin embargo, Harry notó que la atmósfera de la habitación
cambiaba de forma sutil: la negativa de Dumbledore a utilizar el nombre que
Voldemort había elegido significaba que no le permitía dictar los términos de la
reunión, y Harry se percató de que él así lo había interpretado.
—Me sorprende que usted haya permanecido tanto tiempo aquí —dijo
Voldemort tras una breve pausa—. Siempre me pregunté por qué un mago de
su categoría nunca había querido abandonar el colegio.
—Verás —repuso Dumbledore sin dejar de sonreír—, para un mago de mi
categoría no hay nada más importante que transmitir la sabiduría ancestral y
ayudar a aguzar la mente de los jóvenes. Si no recuerdo mal, en una ocasión tú
también sentiste el atractivo de la docencia.
—Y todavía lo siento —dijo Voldemort—. Sólo me preguntaba por qué
usted... por qué un mago al que el ministerio le pide tan a menudo consejo y al
que en dos ocasiones, creo, le han ofrecido el cargo de ministro...
—De hecho ya van tres veces —precisó Dumbledore—. Pero el ministerio
nunca me atrajo como carrera profesional. Ésa es otra cosa que tenemos en
común.
Voldemort inclinó la cabeza, sin sonreír, y bebió otro sorbo de vino.
Dumbledore no interrumpió el silencio sino que esperó, con gesto de tranquila
expectación, a que su interlocutor hablara primero.
—Aunque quizá haya tardado más de lo que imaginó el profesor Dippet —
dijo Voldemort por fin—, he vuelto para solicitar por segunda vez lo que él me
negó en su día por considerarme demasiado joven. He venido a pedirle que me
deje enseñar en este castillo. Supongo que sabrá que he visto y hecho muchas
cosas desde que me marché de aquí. Podría mostrar y explicar a sus alumnos
cosas que ellos jamás aprenderán de ningún otro mago.
Antes de replicar, Dumbledore lo observó unos instantes por encima de su
copa.
—Sí, desde luego, sé que has visto y hecho muchas cosas desde que nos
dejaste —dijo con serenidad—. Los rumores de tus andanzas han llegado a tu
antiguo colegio, Tom. Pero lamentaría que la mitad de ellos fueran ciertos.
Impertérrito, Voldemort declaró:
—La grandeza inspira envidia, la envidia engendra rencor y el rencor
genera mentiras. Usted debería saberlo, Dumbledore.
—¿Llamas «grandeza» a eso que has estado haciendo? —repuso
Dumbledore con delicadeza.
—Por supuesto —aseguró Voldemort, y dio la impresión de que sus ojos
llameaban—. He experimentado. He forzado los límites de la magia como quizá
nunca lo había hecho nadie...
—De cierta clase de magia —precisó Dumbledore sin alterarse—, de cierta
clase. En cambio, de otras clases de magia exhibes (perdona que te lo diga) una
deplorable ignorancia.
Voldemort sonrió por primera vez. Fue una sonrisa abyecta, un gesto
maléfico, más amenazador que una mirada de cólera.
—La discusión de siempre —dijo en voz baja—. Pero nada de lo que he
visto en el mundo confirma su famosa teoría de que el amor es más poderoso
que la clase de magia que yo practico, Dumbledore.
—A lo mejor es que no has buscado donde debías.
—En ese caso, ¿dónde mejor que en Hogwarts podría empezar mis nuevas
investigaciones? ¿Me dejará volver? ¿Me dejará compartir mis conocimientos
con sus alumnos? Pongo mi talento y mi persona a su disposición. Estoy a sus
órdenes.
—¿Y qué será de aquellos que están a tus órdenes? ¿Qué será de esos que se
hacen llamar, según se rumorea, «mortífagos»? —preguntó Dumbledore
arqueando las cejas.
Harry se percató de que a Voldemort le sorprendía que el director
conociera ese nombre y observó cómo sus ojos volvían a emitir destellos rojos y
los estrechos orificios nasales se le ensanchaban.
—Mis amigos se las arreglarán sin mí —dijo al fin—, estoy seguro.
—Me alegra oír que los consideras tus amigos. Me daba la impresión de
que encajaban mejor en la categoría de sirvientes.
—Se equivoca.
—Entonces, si esta noche se me ocurriera ir a Cabeza de Puerco, ¿no me
encontraría a algunos de ellos (Nott, Rosier, Mulciber, Dolohov) esperándote
allí? Unos amigos muy fieles, he de reconocer, dispuestos a viajar hasta tan lejos
en medio de la nevada, sólo para desearte buena suerte en tu intento de
conseguir un puesto de profesor.
La precisa información de Dumbledore acerca de con quién viajaba le sentó
aún peor a Voldemort; sin embargo, se repuso al instante.
—Está más omnisciente que nunca, Dumbledore.
—No, qué va. Es que me llevo bien con los camareros del pueblo —repuso
el director sin darle importancia—. Y ahora, Tom... —Dejó su copa vacía encima
de la mesa y se enderezó en el asiento al tiempo que juntaba la yema de los
dedos componiendo un gesto muy suyo—. Ahora hablemos con franqueza.
¿Por qué has venido esta noche, rodeado de esbirros, a solicitar un empleo que
ambos sabemos que no te interesa?
—¿Que no me interesa? —Voldemort se sorprendió sin alterarse—. Al
contrario, Dumbledore, me interesa mucho.
—Mira, tú quieres volver a Hogwarts, pero no te interesa enseñar, ni te
interesaba cuando tenías dieciocho años. ¿Qué buscas, Tom? ¿Por qué no lo
pides abiertamente de una vez?
Voldemort sonrió con ironía.
—Si no quiere darme trabajo...
—Claro que no quiero. Y no creo que esperaras que te lo diera. A pesar de
todo, has venido hasta aquí y me lo has pedido, y eso significa que tienes algún
propósito.
Voldemort se levantó. La rabia que sentía se reflejaba en sus facciones y ya
no se parecía en nada a Tom Ryddle.
—¿Es su última palabra?
—Sí —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
—En ese caso, no tenemos nada más que decirnos.
—No, nada —convino Dumbledore, y una profunda tristeza se reflejó en su
semblante—. Quedan muy lejos los tiempos en que podía asustarte con un
armario en llamas y obligarte a pagar por tus delitos. Pero me gustaría poder
hacerlo, Tom, me gustaría...
Creyendo que la mano de Voldemort se desplazaba hacia el bolsillo donde
tenía la varita, Harry estuvo a punto de gritar una advertencia que habría
resultado inútil, pero, antes de que lograse reaccionar, Voldemort había salido y
la puerta se estaba cerrando tras él.
Harry volvió a notar la mano de Dumbledore alrededor de su brazo y poco
después se encontraban de nuevo juntos, como si no se hubieran movido de su
sitio. Sin embargo, no había nieve acumulándose en el alféizar y Dumbledore
volvía a tener la mano ennegrecida y marchita.
—¿Por qué? —preguntó Harry mirándolo a los ojos—. ¿Por qué regresó?
¿Llegó a averiguarlo?
—Tengo algunas ideas —respondió el anciano profesor—, pero nada más.
—¿Qué ideas, señor?
—Te lo contaré cuando hayas recuperado ese recuerdo del profesor
Slughorn. Confío en que cuando consigas esa última pieza del rompecabezas,
todo quedará claro... para ambos.
Harry se moría de curiosidad, y aunque Dumbledore fue a abrir la puerta
para indicarle que la clase había terminado y debía marcharse, aún hizo otra
pregunta:
—¿Quería el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, como
la vez anterior? En realidad no dijo...
—Sí, claro que quería ese puesto. Eso se demostró poco después de nuestra
breve entrevista. Y desde que me negué a dárselo nunca hemos podido
conservar el mismo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras más de un
año.
21
La Sala Incognoscible
Durante la semana siguiente, Harry se estrujó el cerebro buscando una manera de que Slughorn le entregara el auténtico recuerdo, pero no se le ocurrió
ninguna idea genial y acabó recurriendo a lo que últimamente solía hacer
cuando se sentía perdido: enfrascarse en su libro de Pociones con la esperanza
de que el príncipe hubiera garabateado algún comentario útil en alguna página.
—Ahí no vas a encontrar nada —le dijo Hermione el domingo por la noche.
—No empieces, Hermione. Si no llega a ser por el príncipe, ahora Ron no
estaría aquí sentado.
—Estaría aquí sentado si hubieras escuchado a Snape en primero —repuso
ella con desdén.
Harry no le hizo caso. Acababa de encontrar un conjuro (¡Sectumsempra!)
escrito en un margen, seguido de las intrigantes palabras «para enemigos», y se
moría de ganas de probarlo. Pero no le pareció oportuno hacerlo delante de
Hermione, así que dobló con disimulo la esquina de la hoja.
Estaban sentados delante del fuego en la sala común, donde aún quedaban
unos pocos compañeros de sexto que pronto se irían a dormir. Un rato antes, al
volver de cenar, hubo cierto alboroto porque en el tablón de anuncios habían
puesto un letrero con la fecha del examen de Aparición. Los alumnos que el 21
de abril —fecha del primer examen— tuviesen diecisiete años podrían
apuntarse a sesiones de prácticas complementarias. Se realizarían en
Hogsmeade rodeadas de estrictas medidas de seguridad.
A Ron le entró pánico al leer la noticia porque todavía no había conseguido
aparecerse y temía no estar preparado para aprobar el examen; Hermione, que
ya había logrado aparecerse dos veces, se sentía un poco más confiada, pero
Harry, que cumpliría los diecisiete años cuatro meses más tarde, no podría
examinarse aunque estuviera lo bastante preparado.
—¡Pero tú al menos sabes aparecerte! —le dijo Ron con nerviosismo—.
¡Cuando llegue julio no tendrás ningún problema!
—Sólo lo he hecho una vez —le recordó Harry. Al fin, en la última clase,
había conseguido desaparecerse y rematerializarse dentro de su aro.
Ron, que había perdido bastante tiempo hablando de sus preocupaciones
respecto a la Aparición, se decidió a terminar una redacción condenadamente
difícil, encargada por Snape, que Harry y Hermione ya habían acabado. Harry
estaba convencido de que Snape iba a ponerle mala nota en ese trabajo por
haber discrepado con él sobre la mejor forma de enfrentarse a los dementores,
pero no le importaba: lo que más le interesaba en ese momento era el recuerdo
de Slughorn.
—En serio, Harry, ese estúpido príncipe no te ayudará en esta misión —
insistió Hermione—. Sólo hay una manera de obligar a alguien a hacer lo que
uno quiera: la maldición imperius, pero es ilegal...
—Sí, ya lo sé, gracias —dijo Harry sin desviar la mirada del libro—. Por eso
busco algo diferente. Dumbledore me advirtió que el Veritaserum no serviría,
pero quizá encuentre otra cosa: alguna poción o algún hechizo...
—No estás enfocando bien este asunto —se obstinó su amiga—.
Dumbledore afirma que eres el único que puede sonsacarle ese recuerdo. Eso
da a entender que tú puedes convencerlo con algo que no está al alcance de
nadie más. No se trata de hacerle beber una poción; eso podría hacerlo
cualquiera...
—¿«Velijerante» va con uve? —dijo Ron, sacudiendo la pluma entre los
dedos y sin desviar la vista de su hoja de pergamino—. Creía que iba con be.
—Va con be y ge —corrigió Hermione echando un vistazo a la redacción—.
Y «augurio» se escribe sin hache. ¿Qué pluma estás utilizando?
—Una de las de Fred y George con corrector ortográfico incorporado. Pero
me parece que el encantamiento está perdiendo su efecto.
—Ya lo creo —dijo Hermione, y le señaló el título de la redacción—, porque
nos preguntaban cómo nos enfrentaríamos a un dementor, no a un dugbog, y
que yo sepa tampoco te llamas Roonil Wazlib, a menos que te hayas cambiado
el nombre.
—¡Ostras, no! —exclamó Ron contemplando horrorizado la hoja—. ¡No me
digas que tengo que volver a escribirlo todo!
—No te preocupes, se puede arreglar —dijo ella; cogió la redacción y sacó
su varita mágica.
—Te adoro, Hermione —murmuró él, y se recostó en la butaca frotándose
los ojos, cansado.
Ella se ruborizó ligeramente, pero se limitó a comentar:
—Que Lavender no te oiga decir eso.
—No me oirá —masculló Ron—. O quizá sí... y entonces me dejará.
—Si lo que quieres es terminar esa relación, ¿por qué no la dejas tú a ella?
—preguntó Harry.
—Nunca has dejado a nadie, ¿no? —repuso su amigo—. Cho y tú
simplemente...
—Nos fuimos a pique, sí, es verdad —admitió Harry.
—¡Ojalá nos pasara eso a Lavender y a mí! —exclamó Ron mientras miraba
cómo Hermione, sin decir nada, iba tocando con la punta de la varita cada una
de las palabras mal escritas y las corregía—. Pero cuanto más le insinúo que
quiero dejarlo, más se aferra ella a mí. Es como salir con el calamar gigante.
Unos veinte minutos más tarde, la chica le entregó la redacción.
—Aquí tienes —le dijo.
—Muchas gracias. ¿Me prestas tu pluma para escribir las conclusiones?
Harry, que no había vuelto a encontrar nada útil o sugerente en las notas
del Príncipe Mestizo, levantó la vista del libro y vio que se habían quedado
solos en la sala común, pues incluso Seamus había subido a acostarse
maldiciendo a Snape y su redacción. Lo único que se oía era el chisporroteo del
fuego y el rasgueo de Ron, que acababa su trabajo sobre los dementores con la
pluma de Hermione. Cerró el libro del Príncipe Mestizo y empezó a bostezar
cuando...
¡Crac!
Hermione soltó un gritito, Ron manchó de tinta la redacción y Harry
exclamó:
—¡Kreacher!
El elfo doméstico hizo una exagerada reverencia y, con la nariz casi pegada
a los deformados dedos de sus pies, dijo:
—El amo quería informes regulares sobre las actividades del pequeño
Malfoy, y Kreacher ha venido a...
¡Crac!
Dobby, con un cubre tetera torcido a modo de gorro, se apareció al lado de
Kreacher.
—¡Dobby también ha colaborado, Harry Potter! —exclamó, y le lanzó a
Kreacher una mirada furibunda—. ¡Y Kreacher debería avisar a Dobby cuándo
piensa ir a ver a Harry Potter para que así puedan presentar sus informes
juntos!
—¿Qué significa esto? —preguntó Hermione, aún sorprendida por sus
repentinas apariciones—. ¿Qué pasa, Harry?
Harry vaciló porque no le había contado que los dos elfos debían seguir a
Malfoy por orden suya; su amiga era muy susceptible en todo lo relativo a los
elfos domésticos.
—Es que... les pedí que siguieran a Malfoy —reconoció al fin.
—Noche y día —precisó Kreacher con un gruñido.
—¡Dobby lleva una semana sin pegar ojo, Harry Potter! —declaró Dobby
con orgullo, y se tambaleó un poco.
Hermione se alarmó.
—¿No has dormido nada en todo ese tiempo, Dobby? Pero Harry, supongo
que no le has ordenado que...
—No, claro que no —se apresuró a aclarar el muchacho—. Dobby, puedes
dormir, ¿de acuerdo? A ver, ¿habéis averiguado algo? —preguntó antes de que
Hermione volviera a intervenir.
—El amo Malfoy hace gala de la nobleza que corresponde a su sangre
limpia —dijo Kreacher con voz ronca—. Sus facciones recuerdan la elegante
fisonomía de mi ama y sus modales son los mismos que...
—¡Draco Malfoy es un niño malo! —chilló Dobby—. ¡Es un niño malo que...
que...! —Un escalofrío lo sacudió desde la borla del cubre tetera hasta la punta
de los calcetines, y de pronto echó a correr hacia la chimenea como si fuera a
arrojarse al fuego.
Harry, a quien no sorprendió ese arranque, lo alcanzó enseguida y lo sujetó
con fuerza por la cintura. El elfo forcejeó unos segundos y luego dejó de oponer
resistencia.
—Gracias, Harry Potter —jadeó—. A Dobby todavía le cuesta hablar mal de
sus antiguos amos...
Harry lo soltó. Entonces Dobby se colocó bien el cubre tetera y le dijo a
Kreacher con tono desafiante:
—¡Pero Kreacher debería saber que Draco Malfoy no se porta bien con los
elfos domésticos!
—Sí, no nos interesa que nos cuentes lo encantado que estás con Malfoy —
terció Harry—. Ve al grano y explícanos qué ha estado tramando.
Kreacher, rabioso, volvió a hacer una reverencia y dijo:
—El amo Malfoy come en el Gran Comedor, duerme en un dormitorio de
las mazmorras, asiste a clase en diversas...
—Dobby, dímelo tú —se impacientó Harry, admitiendo que Kreacher era
un caso perdido—. ¿Ha ido a algún sitio al que no debía ir?
—Harry Potter, señor —chilló Dobby, y en sus enormes y esféricos ojos se
reflejó el resplandor del fuego—, el chico Malfoy no está violando ninguna
norma, al menos que Dobby sepa, pero sigue interesado en evitar que lo
detecten. Ha realizado visitas regulares al séptimo piso con varios estudiantes
que montan guardia mientras él entra en...
—¡En la Sala de los Menesteres! —comprendió Harry de pronto, y se dio en
la frente con Elaboración de pociones avanzadas. Hermione y Ron se quedaron
mirándolo—. ¡Ahí es donde se esconde! ¡Ahí es donde hace... lo que sea que
hace! Y por eso desaparece del mapa. ¡Ahora que lo pienso, en el mapa nunca
he visto la Sala de los Menesteres!
—A lo mejor los merodeadores no sabían de su existencia —sugirió Ron.
—Supongo que esa particularidad forma parte de la magia de la sala —
observó Hermione—. Si necesitas que no pueda detectarse, no se detecta.
—Dobby, ¿has conseguido colarte y ver qué hace Mal?
—No, Harry Potter, eso es imposible.
—No, no es imposible. El año pasado, Malfoy se coló en nuestro cuartel
general; por lo tanto, yo también he de poder colarme y espiarlo.
—Dudo que lo logres —discrepó Hermione mientras cavilaba sobre el
asunto—. Malfoy sabía exactamente cómo estábamos ut ilizando la sala porque
esa idiota de Marietta se chivó. El necesitaba que la sala se convirtiera en el
cuartel general del ED y en eso se convirtió. Pero tú no sabes en qué se
transforma cuando Malfoy entra en ella, de modo que tampoco sabes en qué
pedirle que se transforme.
—Eso ya lo solucionaremos —dijo Harry quitándole importancia—. Buen
trabajo, Dobby.
—Kreacher también ha hecho un buen trabajo —comentó Hermione con
dulzura; pero, en lugar de mostrarse agradecido, el elfo dejó de mirarla con sus
grandes y enrojecidos ojos y, con voz ronca, dijo observando el techo:
—La sangre sucia le está diciendo algo a Kreacher; Kreacher fingirá que no
la oye...
—¡Basta! —le espetó Harry, y Kreacher hizo una última reverencia y se
desapareció—. Tú también, Dobby. Vete y duerme un poco.
—¡Gracias, Harry Potter, señor! —chilló Dobby alegremente, y también se
esfumó.
Harry se volvió hacia sus amigos.
—¿Qué os parece? —les dijo exultante—. ¡Ya sabemos adonde va Malfoy!
¡Ahora lo tenemos acorralado!
—Sí, es genial —masculló Ron con desánimo mientras intentaba secar el
borrón de tinta en que se había convertido su redacción casi terminada.
Hermione la cogió una vez más y empezó a limpiar la tinta empleando su
varita. Mientras lo hacía, preguntó:
—Pero ¿qué significa que sube allí con «varios estudiantes más»? ¿Cuánta
gente hay implicada? No creo que confíe en muchos lo suficiente para revelarles
lo que está urdiendo...
—Sí, a mí también me extraña —concedió Harry frunciendo el entrecejo—.
A Crabbe le dijo que lo que él, Malfoy, hacía no era asunto de su incumbencia...
Entonces ¿qué les dice a todos esos... todos esos...? —Su voz se fue apagando y
se quedó contemplando el fuego sin verlo—. ¡Tate! ¡Pero qué idiota soy! —
exclamó de pronto en voz baja—. ¡Está más claro que el agua! Abajo, en la
mazmorra, había una gran cuba llena... Pudo robar un poco durante aquella
clase...
—¿Robar qué? —preguntó Ron.
—Poción multijugos. Robó un poco de la que Slughorn nos mostró en la
primera clase de Pociones. Y no hay varios estudiantes montando guardia para
Malfoy, sólo son Crabbe y Goyle, como siempre... ¡Todo encaja! —Se levantó de
un brinco y empezó a pasearse por delante de la chimenea—. Ambos son lo
bastante estúpidos para hacer lo que Malfoy les ordene aunque no les revele sus
planes. Pero como no quiere que los vean merodeando cerca de la Sala de los
Menesteres les hace tomar poción multijugos, para que adopten la apariencia de
otras personas... Aquellas dos niñas que lo acompañaban cuando se saltó el
partido de... ¡Ja! ¡Eran Crabbe y Goyle!
—¿Quieres decir —preguntó Hermione bajando la voz— que aquella niña
cuya balanza reparé...?
—¡Pues claro! —afirmó Harry arqueando las cejas—. ¡Claro que sí! Malfoy
debía de estar en la sala en ese momento, y ella... pero ¿qué digo?, ¡él dejó caer
la balanza para avisar a Malfoy que no saliese porque había alguien en el
pasillo! ¡Y lo mismo pasó con aquella niña que dejó caer los huevos de sapo!
¡Hemos pasado de largo varias veces sin darnos cuenta!
—¿Así que consigue que Crabbe y Goyle se transformen en chicas? —dijo
Ron y soltó una carcajada—. ¡Jo! No me extraña que últimamente estén un poco
amargados... Me sorprende que no lo manden a...
—A mí no me sorprende. No se atreven porque Malfoy les ha enseñado la
Marca Tenebrosa —dedujo Harry.
—Hum... La Marca Tenebrosa que no sabemos si existe —terció Hermione
con escepticismo mientras enrollaba la redacción de Ron, ya seca, y se la
devolvía antes de que sufriera más daños.
—Ya lo comprobaremos —sentenció Harry.
—Sí, ya lo comprobaremos —repitió Hermione al tiempo que se levantaba
y se desperezaba—. Pero te advierto, Harry, para que no te emociones mucho,
que no creo que puedas entrar en la Sala de los Menesteres antes de saber con
seguridad qué hay dentro. Y tampoco olvides —añadió mientras se colgaba la
mochila de un hombro y lo miraba muy seria— que debes concentrarte en
sonsacarle ese recuerdo a Slughorn. Buenas noches.
Harry la vio marchar y se sintió un tanto contrariado. En cuanto la puerta
de los dormitorios de las chicas se cerró tras ella, le preguntó a Ron:
—¿Tú qué opinas?
—Que me encantaría desaparecerme como un elfo doméstico —respondió
su amigo mirando el sitio donde Dobby se había esfumado—. Así tendría el
examen de Aparición en el bote.
Harry no durmió bien esa noche. Pasó despierto lo que a él le parecieron
horas, preguntándose para qué utilizaría Malfoy la Sala de los Menesteres y qué
encontraría él allí cuando entrara al día siguiente, pues, pese a las advertencias
de Hermione, estaba convencido de que si Malfoy había logrado ver el cuartel
general del ED, él también podría ver... ¿qué? ¿Un lugar de reunión? ¿Un
escondrijo? ¿Un almacén? ¿Un taller? Su mente trabajaba de manera febril y sus
sueños, cuando al fin se quedó dormido, se vieron interrumpidos y perturbados
por imágenes de Malfoy, que tan pronto se convertía en Slughorn como en
Snape...
A la hora del desayuno Harry estaba impaciente. Tenía una hora libre antes
de Defensa Contra las Artes Oscuras y pensaba dedicarla a entrar en la Sala de
los Menesteres. Sin embargo, Hermione no mostraba ningún interés en sus
planes, que él le estaba detallando en voz baja; eso lo fastidió porque contaba
con que su amiga lo ayudaría.
—Escúchame —intentó hacerla entrar en razón. Se inclinó y puso una mano
encima de El Profeta, que Hermione acababa de desatarle a una lechuza del
correo, para impedir que lo abriera y se parapetara detrás del periódico—. No
me he olvidado de Slughorn, pero aún no sé cómo sonsacarle ese recuerdo y
hasta que se me ocurra alguna idea genial, ¿qué mal hay en averiguar qué se
trae entre manos Malfoy?
—Ya te lo he dicho: tienes que centrarte en Slughorn —replicó Hermione—.
No se trata de engañarlo ni de hechizarlo, porque eso lo habría hecho
Dumbledore en un periquete. En lugar de perder el tiempo paseándote por
delante de la Sala de los Menesteres deberías ir a verlo y empezar a apelar a su
bondad. —Y tiró de El Profeta para sacarlo de debajo de la mano de Harry, lo
desdobló y echó un vistazo a la primera página.
—¿Mencionan a alguien que...? —preguntó Ron.
—¡Sí! —exclamó Hermione, provocando que ambos amigos se atragantaran
con el desayuno—. Pero tranquilos, no está muerto. ¡Es Mundungus; lo han
detenido y enviado a Azkaban! Aquí dice que se hizo pasar por un inferius
durante un intento de robo... Y ha desaparecido un tal Octavius Pepper... ¡Oh,
qué espanto, también han detenido a un niño de nueve años por haber
intentado asesinar a sus abuelos! Creen que estaba bajo la maldición imperius...
Terminaron de desayunar en silencio y después se marcharon en diferentes
direcciones: Hermione a la clase de Runas Antiguas; Ron a la sala común,
donde todavía tenía que acabar las conclusiones de la redacción sobre los
dementores; y Harry al pasillo del séptimo piso y, en concreto, al tramo de
pared que había enfrente del tapiz de Barnabás el Chiflado enseñando ballet a
unos trols.
Tan pronto encontró un pasadizo vacío se puso la capa invisible, pero no
habría hecho falta esa precaución: cuando llegó a su destino lo encontró
desierto. No sabía si le sería más fácil entrar en la sala vacía o con Malfoy
dentro, pero al menos su primer intento no se le complicaría con la presencia de
Crabbe o Goyle haciéndose pasar por niñas.
Cerró los ojos y se acercó al sitio donde estaba camuflada la puerta. Sabía
qué tenía que hacer, pues el año anterior había adquirido mucha práctica. Se
concentró con todas sus fuerzas y pensó: «Necesito ver qué hace Malfoy ahí
dentro. Necesito ver qué hace Malfoy ahí dentro. Necesito ver qué hace Malfoy
ahí dentro.»
Pasó tres veces ante la puerta, y luego, con el corazón expectante, se paró y
abrió los ojos, pero el trozo de pared seguía tal cual.
Se apoyó contra la pared e hizo fuerza con el hombro, por si acaso, pero la
piedra, sólida como la de cualquier pared, no cedió ni un ápice.
—Muy bien —se dijo en voz alta—. Esto indica que no he formulado mi
petición correctamente.
Reflexionó un momento y empezó de nuevo, cerrando los ojos y volviendo
a concentrarse. «Necesito ver el sitio al que Malfoy va a escondidas. Necesito
ver el sitio al que Malfoy va a escondidas...»
Luego pasó tres veces ante el sitio donde debía aparecer la puerta y abrió
los ojos, esperanzado.
Allí no había ninguna puerta.
—¡Qué demonios ocurre! —rezongó, como si la pared pudiera oírlo—.
¡Pero si era una instrucción clarísima! Está bien, está bien...
Caviló unos minutos más antes de empezar a pasearse otra vez. «Necesito
que te conviertas en el sitio en que te conviertes cuando te lo pide Draco
Malfoy...»
Esta vez pasó las tres veces pero no abrió los ojos enseguida, sino que
aguzó el oído, como si esperara escuchar cómo se materializaba la puerta. Pero
sólo oyó un distante gorjeo de pájaros proveniente del jardín. Abrió los ojos.
Nada.
Soltó una palabrota y acto seguido oyó un grito de espanto. Se volvió y vio
a un grupo de alumnos de primer año que daban media vuelta y echaban a
correr por donde habían venido. Seguramente lo habían tomado por un
fantasma malhablado.
A lo largo de la siguiente hora Harry probó todas las variaciones que se le
ocurrieron de «Necesito ver qué hace Draco Malfoy ahí dentro», pero al final
tuvo que admitir que quizá Hermione tuviese razón: la sala no quería abrirse
para él. Frustrado y disgustado, se quitó la capa invisible, la guardó en la
mochila y se fue deprisa a la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—Llegas tarde otra vez, Potter —dijo Snape con frialdad al verlo entrar en
el aula iluminada con velas—. Diez puntos menos para Gryffindor.
Harry lo miró con ceño y se dejó caer en el asiento junto a Ron; la mitad de
la clase todavía estaba de pie sacando los libros y organizando sus cosas, así que
no podía haber llegado mucho más tarde que los demás.
—Antes de empezar me entregaréis vuestras redacciones sobre los
dementores —dijo Snape. Agitó su varita con un ademán indolente y
veinticinco rollos de pergamino se elevaron, cruzaron el aula y aterrizaron en
un pulcro montón sobre su mesa—. Espero por vuestro bien que sean mejores
que las sandeces que leí sobre cómo resistirse a la maldición imperius. Y ahora,
abrid los libros por la página... ¿Qué pasa, señor Finnigan?
—Profesor —dijo Seamus—, ¿podría explicarme cómo se distingue a un
inferius de un fantasma? Porque en El Profeta hablaban de un inferius...
—No, no hablaban de ningún inferius —replicó Snape con hastío.
—Pero señor, me han dicho que...
—Si te hubieras tomado la molestia de leer el artículo en cuestión, Finnigan,
sabrías que el presunto inferius en realidad era un asqueroso ratero llamado
Mundungus Fletcher.
—Tenía entendido que Snape y Mundungus estaban en el mismo bando —
susurró Harry a Ron y Hermione—. ¿No debería contrariarlo que hayan
detenido a Mundungus?
—Pero al parecer Potter tiene mucho que decir sobre este asunto —comentó
Snape señalando hacia el fondo del aula, con sus oscuros ojos clavados en
Harry—. Preguntémosle cómo podemos distinguir a un inferius de un
fantasma.
Toda la clase miró a Harry, que rápidamente intentó recordar lo que le
había contado Dumbledore la noche que visitaron a Slughorn.
—Pues... bueno, los fantasmas son transparentes... —dijo.
—Estupendo —se burló Snape con una mueca despectiva—. Sí, veo que
casi seis años de educación mágica han servido para algo en tu caso, Potter.
«Los fantasmas son transparentes.»
Pansy Parkinson soltó una risita y varios alumnos se sonrieron. Harry
respiró hondo y, aunque le hervía la sangre, prosiguió con calma:
—Sí, los fantasmas son transparentes, pero los inferi son cadáveres, ¿no?
Por lo tanto, deben de ser sólidos...
—Eso podría habérnoslo aclarado un niño de cinco años —se mofó Snape—.
El inferius es un cadáver reanimado mediante los hechizos de un mago
tenebroso. No está vivo; el mago sólo lo utiliza como una marioneta para hacer
lo que se le antoja. Un fantasma, como espero que todos sepáis a estas alturas,
es la huella que deja un difunto en la tierra... Y por supuesto, como sabiamente
ha dicho Potter, es «transparente».
—Hombre, si de distinguirlos se trata, la definición de Harry es la más clara
—opinó Ron—. Si nos encontramos a uno en un callejón oscuro, nos limitamos
a echarle un vistazo para ver si es sólido, y punto. No le preguntamos:
«Disculpe, ¿es usted la huella de un difunto?»
Hubo una cascada de risas, acallada al instante por la gélida mirada que
Snape dirigió a la clase.
—Otros diez puntos menos para Gryffindor —anunció—. No esperaba
nada más sofisticado de ti, Ronald Weasley, el chico tan sólido que no puede
aparecerse ni a un centímetro de distancia.
—¡No! —susurró Hermione sujetando a Harry por el brazo al ver que éste,
furioso, iba a replicar—. ¡No tiene sentido, sólo conseguirás que te castigue otra
vez!
—Abrid los libros por la página doscientos trece —ordenó Snape con una
sonrisita de suficiencia—, y leed los dos primeros párrafos sobre la maldición
cruciatus...
Ron estuvo muy apagado durante toda la clase. Cuando sonó el timbre,
Lavender se acercó a los chicos (Hermione se había esfumado misteriosamente
al verla aproximarse) y soltó improperios contra Snape por haberse burlado de
los escasos progresos de Ron en Aparición, pero sólo consiguió fastidiar al
muchacho, que se escabulló con la excusa de ir al lavabo con Harry.
—En el fondo, Snape tiene razón —admitió Ron tras contemplarse un
minuto en un espejo resquebrajado—. No sé si vale la pena que me presente al
examen. No le pillo el truco a la Aparición.
—Podrías apuntarte a las sesiones de práctica complementarias de
Hogsmeade y tratar de mejorar un poco —propuso Harry—. Como mínimo
será más interesante que intentar meterte en un estúpido aro. Y si tampoco así
lo consigues, siempre puedes aplazar el examen y presentarte conmigo el
verano que vie... ¡Myrtle! ¡Este lavabo es de chicos!
El fantasma de una niña salió volando del retrete de uno de los cubículos
que tenían a la espalda y se quedó suspendido en el aire, mirándolos fijamente
con unas gafas gruesas, blancuzcas y redondas.
—¡Ah, sois vosotros! —dijo con desánimo.
—¿A quién esperabas? —preguntó Ron mirándola por el espejo.
—A nadie —contestó Myrtle mientras se tocaba con aire taciturno un grano
en la barbilla—. Dijo que vendría a verme otra vez, pero tú también me lo
prometiste... —Le lanzó una mirada de reproche a Harry—. Y hace meses que
no te veo el pelo. La verdad, he aprendido a no hacerme ilusiones con los chicos
—suspiró.
—Creía que vivías en aquel lavabo de chicas —se disculpó Harry, que
desde hacía años evitaba escrupulosamente entrar allí.
—Así es —repuso ella y se encogió de hombros, enfurruñada—, pero eso
no significa que no pueda ir a otros sitios. Una vez salí y te vi dándote un baño,
¿no te acuerdas?
—Sí, me acuerdo muy bien.
—Creí que yo le gustaba —prosiguió la niña con tono lastimero—. Quizá si
os marcharais él volvería a entrar... Tenemos tantas cosas en común... Estoy
segura de que él se dio cuenta... —Y miró hacia la puerta, esperanzada.
—Cuando dices que tenéis mucho en común —intervino Ron, que
empezaba a encontrar graciosa la conversación—, ¿te refieres a que él también
vive en una cañería?
—No —contestó Myrtle, desafiante, y su voz resonó en el viejo lavabo
revestido de azulejos—. ¡Quiero decir que es sensible, que la gente también se
mete con él, que se siente solo, que no tiene a nadie con quien hablar y que no le
da miedo expresar sus sentimientos ni llorar!
—¿Aquí ha habido un chico llorando? —preguntó Harry con curiosidad—.
Sería un alumno de primero.
—¡No es asunto tuyo! —exclamó Myrtle con sus pequeños y llorosos ojos
clavados en Ron, que ya no disimulaba su sonrisa—. Le prometí que no se lo
diría a nadie y me llevaré el secreto a la...
—No irás a decir «a la tumba», ¿verdad? —bufó Ron—. A las cañerías,
vale...
Myrtle soltó un grito de rabia y volvió a meterse en el retrete, provocando
que el agua salpicara por los lados y mojara el suelo. Al parecer, mofándose de
Myrtle, Ron se había animado un poco.
—Tienes razón —le dijo a Harry mientras se colgaba la mochila a la
espalda—, me apuntaré a las sesiones de prácticas de Hogsmeade y luego ya
decidiré si me presento al examen o no.
Así que el fin de semana siguiente, Ron fue al pueblo con Hermione y los
demás alumnos de sexto que cumplían diecisiete años antes del examen, que
tendría lugar al cabo de dos semanas. Harry sintió celos cuando los vio
prepararse para partir; echaba de menos las excursiones a Hogsmeade, y
además era un día de primavera particularmente bonito, uno de los primeros
con un cielo despejado tras los meses invernales. Sin embargo, Harry había
decidido emplear ese tiempo en volver a intentarlo en la Sala de los Menesteres.
—Sería mejor que fueras al despacho de Slughorn y trataras de sonsacarle
ese recuerdo —refunfuñó Hermione en el vestíbulo cuando Harry les confió su
plan.
—¡Ya lo he intentado! —se defendió Harry, molesto.
Y era verdad: se había quedado rezagado después de todas las clases de
Pociones de esa semana con el propósito de abordar a Slughorn, pero éste
siempre se marchaba precipitadamente de la mazmorra. En dos ocasiones había
llamado a la puerta del despacho, pero el profesor no le abrió, a pesar de que la
segunda vez Harry creyó oír un viejo gramófono que alguien se apresuró a
apagar.
—No quiere hablar conmigo, Hermione. Sabe que quiero pillarlo otra vez a
solas y no lo va a permitir.
—Pues deberías seguir intentándolo, ¿no crees?
La corta fila de estudiantes que esperaban para pasar ante Filch, que estaba
realizando su habitual control con el sensor de ocultamiento, avanzó unos
pasos, y Harry no contestó por si lo oía el conserje. Les deseó suerte a sus dos
amigos y subió por la escalinata de mármol, decidido a emplear un par de horas
en la Sala de los Menesteres, a pesar de lo que opinase Hermione.
Cuando ya no podían verlo desde el vestíbulo, sacó de su mochila el mapa
del merodeador y la capa invisible. Se la echó por encima, dio unos golpecitos
en el mapa con la varita y murmuró: «¡Juro solemnemente que mis intenciones
no son buenas!» Luego lo examinó con detenimiento.
Como era domingo por la mañana, casi todos los estudiantes se hallaban en
sus respectivas salas comunes: los de Gryffindor en una torre, los de Ravenclaw
en otra, los de Slytherin en las mazmorras, y los de Hufflepuff en el sótano,
cerca de las cocinas. Alguno que otro deambulaba por la biblioteca o los
pasillos; unos pocos habían salido a los jardines. Gregory Goyle estaba solo en
el pasillo del séptimo piso. No había ningún indicio de la Sala de los
Menesteres, pero a Harry eso no le preocupaba: si Goyle estaba de guardia
fuera, la sala debía de estar abierta, tanto si ese hecho se reflejaba en el mapa
como si no. Así que subió la escalera a toda prisa y no aminoró hasta llegar a la
esquina donde se iniciaba el pasillo. Una vez allí, empezó a andar con sigilo,
muy despacio, hacia aquella niña; sostenía la misma balanza de bronce que
Hermione le había reparado dos semanas atrás. Cuando estuvo justo detrás de
ella, se inclinó y le susurró:
—Hola, encanto... Eres muy guapa, ¿sabes?
Goyle soltó un grito de espanto, lanzó la balanza a un lado y echó a correr a
toda pastilla. Se perdió de vista antes de que el estrépito de la balanza se
apagase. Riendo, Harry se volvió y observó la pared detrás de la cual Draco
Malfoy debía de estar inmóvil, consciente de que fuera había alguien
inoportuno y sin atreverse a salir. Eso le provocó una agradable sensación de
poder que saboreó mientras intentaba recordar qué fórmula no había probado
todavía.
Sin embargo, el optimismo no le duró mucho. Media hora más tarde había
ensayado numerosas variaciones de su petición de ver qué estaba haciendo
Malfoy, pero la pared seguía tan imperturbable como de costumbre. La
frustración lo invadió: Malfoy quizá estaba a sólo unos palmos de él, y, sin
embargo, a él le resultaba imposible averiguar qué tramaba allí dentro.
Perdiendo la paciencia, avanzó hacia la pared y le dio una patada.
—¡Ay!
Se agarró el pie dolorido y saltó a la pata coja, y la capa invisible le resbaló
de los hombros.
—¡Harry!
El muchacho se dio la vuelta sobre una pierna, tropezó y se cayó. Se quedó
estupefacto al ver a Tonks, que caminaba hacia él como si se paseara todos los
días por aquel pasillo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Harry mientras se ponía en pie. ¿Por qué
Tonks siempre tenía que encontrarlo tirado en el suelo?
—He venido a ver a Dumbledore —contestó la bruja.
El muchacho se fijó en que presentaba muy mal aspecto: estaba más
delgada que antes y seguía teniendo el cabello descolorido, lacio y sin brillo.
—Su despacho no está aquí —aclaró—. Está en el otro lado del castillo,
detrás de la gárgola...
—Ya lo sé. Pero no se encuentra allí. Por lo visto ha vuelto a marcharse.
—¿Ah, sí? —se extrañó Harry, y con cuidado apoyó el magullado pie en el
suelo—. Oye, tú no sabrás adonde va, ¿verdad?
—No.
—¿Para qué quieres verlo?
—Para nada en particular —repuso Tonks tocándose, al parecer de manera
inconsciente, la manga de la túnica—. Pensé que quizá él podría explicarme qué
está pasando. He oído rumores... Ha habido heridos...
—Sí, lo sé. Sale en los periódicos. Y lo de ese niño que intentó matar a sus
abue...
—Muchas veces El Profeta publica las noticias con retraso —lo interrumpió
Tonks con expresión abstraída—. ¿No has recibido carta de ningún miembro de
la Orden últimamente?
—No; nadie de la Orden me escribe desde que Sirius... —Vio que los ojos
de Tonks se humedecían—. Lo siento —murmuró con torpeza—. Oye, yo...
también lo añoro...
—¿Que? —dijo Tonks, como si ya no lo escuchase—. Bueno, ya nos
veremos, Harry.
Se dio la vuelta con brusquedad y echó a andar por el pasillo, dejándolo
plantado. Un minuto después, Harry se puso otra vez la capa invisible y volvió
a intentar entrar en la Sala de los Menesteres, pero cada vez con menos
convicción. Al final, una sensación de vacío en el estómago y el hecho de que
Ron y Hermione pronto volverían para comer le hicieron abandonar su intento,
y le dejó el pasillo libre a Malfoy, quien, con un poco de suerte, estaría
demasiado asustado y no saldría hasta unas horas después.
Se reunió con sus amigos en el Gran Comedor; ellos ya iban por el segundo
plato.
—¡Lo he conseguido! —se apresuró a contarle Ron apenas lo vio—. Bueno,
más o menos. Tenía que aparecerme fuera del salón de té de Madame Pudipié,
y como me desvié un poco, acabé cerca de La Casa de las Plumas, ¡pero al
menos me desplacé!
—Qué bien —comentó Harry—. ¿Y a ti, Hermione, cómo te ha ido?
—¡Uy, ella lo ha hecho a la perfección, claro! —se adelantó Ron—. Con
perfecta discusión, difusión y desesperación, o como se diga. Después de la
clase fuimos todos a tomar algo a Las Tres Escobas, y tendrías que haber oído
cómo hablaba Twycross de ella. Sólo faltó que le propusiera matrimonio...
—¿Y tú? —lo interrumpió Hermione—. ¿Has estado toda la mañana en el
pasillo de la Sala de los Menesteres?
—Sí. ¿Y a que no sabéis a quién me he encontrado allí? ¡A Tonks!
—¿Tonks? —se extrañaron Ron y Hermione.
—Sí, me dijo que venía a ver a Dumbledore...
—Pues yo creo que no está bien de los nervios —dijo Ron cuando Harry
hubo terminado de explicar su encuentro con la bruja—. Supongo que lo
ocurrido en el ministerio la ha afectado.
—Me parece un poco raro —opinó Hermione, que parecía preocupada,
aunque no dijo por qué—. Si se supone que ha de vigilar el colegio, ¿por qué de
repente abandona su puesto para ir a ver a Dumbledore cuando él ni siquiera
está en el castillo?
—Tal vez... —apuntó Harry, vacilante. Le incomodaba expresarse en voz
alta en presencia de Hermione, porque ella estaba más acostumbrada y lo hacía
mucho mejor que él—. ¿Y si...? ¿Y si se había enamorado... de Sirius?
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Hermione.
—No sé... cuando mencioné el nombre de mi padrino se puso a lagrimear...
Y ahora su patronus es un animal enorme de cuatro patas. Pensé que quizá su
patronus había adoptado la forma... de Sirius.
—Tienes razón, podría ser —concedió Hermione—. Pero sigo sin entender
por qué entró de sopetón en el castillo para ver a Dumbledore. Si es que de
verdad estaba allí por ese motivo...
—Es lo que he dicho —intervino Ron mientras engullía puré de patatas—.
No está bien de los nervios. Está un poco trastornada. ¡Mujeres! —añadió
mirando a Harry con gesto de complicidad—. Se disgustan por cualquier cosa.
—Y sin embargo —repuso Hermione saliendo de su ensimismamiento—,
dudo que encuentres a una mujer que se pase media hora enfurruñada porque
la señora Rosmerta no se ha reído de su chiste sobre la bruja, el sanador y la
Mimbulus mimbletonia.
Ron la miró con ceño.
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