7
El Ministerio de Magia
A la mañana siguiente, Harry despertó de golpe a las cinco, como si alguien le hubiera gritado en laoreja. Se quedó unos instantes tumbado, inmóvil, mientras la perspectiva de la vista disciplinaria
llenaba cada diminuta partícula de su cerebro; luego, incapaz de soportarlo más, saltó de la cama y se
puso las gafas. La señora Weasley le había dejado los vaqueros y una camiseta lavados y planchados a
los pies de la cama. Harry se vistió. El cuadro vacío de la pared rió por lo bajo.
Ron estaba tirado en la cama, con la boca muy abierta, profundamente dormido. Ni siquiera se movió
cuando Harry cruzó la habitación, salió al rellano y cerró la puerta sin hacer ruido. Procurando no
pensar en la próxima vez que vería a Ron, cuando quizá ya no fueran compañeros de clase en
Hogwarts, Harry bajó la escalera, pasó por delante de los antepasados de Kreacher y se dirigió a la
cocina.
Se había imaginado que la encontraría vacía, pero cuando llegó a la puerta oyó un débil murmullo de
voces al otro lado. Abrió y vio al señor y a la señora Weasley, Sirius, Lupin y Tonks sentados a la mesa
como si estuvieran esperándolo. Todos estaban vestidos para salir, excepto la señora Weasley, que
llevaba una bata acolchada de color morado. La mujer se puso en pie de un brinco en cuanto Harry
entró en la cocina.
—Desayuno —dijo, y sacó su varita y corrió hacia el fuego.
—B-buenos días, Harry —lo saludó Tonks con un bostezo. Esa mañana tenía el pelo rubio y rizado—.
¿Has dormido bien?
—Sí.
—Yo no he pe-pegado ojo —comentó ella con otro bostezo que la hizo estremecerse—. Ven y
siéntate…
Apartó una silla, y al hacerlo derribó la de al lado.
—¿Qué te apetece comer, Harry? —le preguntó la señora Weasley—. ¿Gachas de avena? ¿Bollos?
¿Arenques ahumados? ¿Huevos con beicon? ¿Tostadas?
—Tostadas, gracias.
Lupin miró a Harry y luego, dirigiéndose a Tonks, le dijo:
—¿Qué decías de Scrimgeour?
—¡Ah, sí! Bueno, que tendremos que ir con cuidado; ha estado haciéndonos preguntas raras a Kingsley
y a mí…
Harry agradeció que no le pidieran que participara en la conversación. Tenía el estómago revuelto. La
señora Weasley le puso delante un par de tostadas con mermelada; Harry intentó comer, pero era como
si masticara un trozo de alfombra. La señora Weasley se sentó a su lado y empezó a arreglarle la
camiseta, escondiéndole la etiqueta y alisándole las arrugas de los hombros. Harry habría preferido que
no lo hiciera.
—…y tendré que decirle a Dumbledore que mañana no podré hacer el turno de noche, estoy demasiado
ca-cansada —terminó Tonks, bostezando otra vez.
—Ya te cubriré yo —se ofreció el señor Weasley—. No me importa, y de todos modos tengo que
terminar un informe…
El señor Weasley no llevaba ropa de mago, sino unos pantalones de raya diplomática y una cazadora.
Cuando terminó de hablar con Tonks miró a Harry.
—¿Cómo te sientes? —El muchacho se encogió de hombros—. Pronto habrá terminado todo —le
aseguró con optimismo—. Dentro de unas horas estarás absuelto. —Harry no dijo nada—. La vista se
celebrará en mi planta, en el despacho de Amelia Bones. Es la jefa del Departamento de Seguridad
Mágica, y la encargada de interrogarte.
—Amelia Bones es buena persona, Harry —afirmó Tonks con seriedad—. Es justa y te escuchará.
Harry asintió con la cabeza; seguía sin ocurrírsele nada que decir.
—No pierdas la calma —intervino Sirius—. Sé educado y cíñete a los hechos.
Harry volvió a asentir.
—La ley está de nuestra parte —comentó Lupin con voz queda—. Hasta los magos menores de edad
están autorizados a utilizar la magia en situaciones de peligro para su vida.
Harry tuvo la sensación de que algo muy frío goteaba por su espalda; al principio creyó que alguien
estaba haciéndole un encantamiento desilusionador, pero entonces se dio cuenta de que era la señora
Weasley, que intentaba peinarlo con un peine mojado. Le aplastaba con fuerza el pelo contra la
coronilla, pero éste volvía a erizarse enseguida.
—¿No hay forma de aplastarlo? —preguntó desesperada.
Harry negó con la cabeza.
El señor Weasley consultó su reloj y miró al chico.
—Creo que deberíamos irnos ya —dijo—. Es un poco pronto, pero estarás mejor en el Ministerio que
aquí, sin hacer nada.
—Vale —contestó Harry automáticamente; dejó la tostada en el plato y se puso en pie.
—Todo irá bien, Harry —aseguró Tonks, y le dio unas palmaditas en el brazo.
—Buena suerte —le deseó Lupin—. Estoy convencido de que todo saldrá bien.
—Y si no —añadió Sirius con gravedad—, ya me encargaré yo de Amelia Bones…
Harry esbozó una tímida sonrisa. La señora Weasley lo abrazó.
—Todos cruzaremos los dedos —afirmó.
—Bueno… Hasta luego —dijo Harry.
Subió con el señor Weasley al vestíbulo y oyó cómo la madre de Sirius gruñía en sueños detrás de las
cortinas de su retrato. El señor Weasley abrió la puerta de la calle y salieron al frío y gris amanecer.
—Normalmente usted no va al trabajo andando, ¿verdad? —le preguntó cuando empezaron a caminar a
buen paso bordeando la plaza.
—No, suelo aparecerme —respondió el señor Weasley—, pero evidentemente tú no puedes aparecerte,
y creo que lo mejor es que lleguemos de forma no mágica. Así causarás mejor impresión, dado el
motivo por el que te han sancionado…
Mientras caminaban, el señor Weasley llevaba una mano dentro de la cazadora. Harry sabía que en esa
mano llevaba la varita. Las calles, de aspecto abandonado, estaban casi desiertas, pero cuando llegaron
a la desangelada estación de metro la encontraron llena de gente madrugadora que iba al trabajo. Como
le ocurría siempre que se hallaba rodeado de mugglesque realizaban su rutina diaria, el señor Weasley
a duras penas podía contener su entusiasmo.
—Sencillamente fabuloso —susurró, señalando los dispensadores automáticos de billetes—.
Maravillosamente ingenioso.
—No funcionan —observó Harry señalando el letrero.
—Ya, pero aun así… —dijo el señor Weasley contemplándolos con una sonrisa radiante.
Le compraron los billetes a un soñoliento empleado (Harry se encargó de la transacción porque el señor
Weasley no manejaba muy bien el dineromuggle), y cinco minutos más tarde subieron al tren, que los
llevó traqueteando hacia el centro de Londres. El señor Weasley no paraba de consultar con ansiedad el
plano del metro que había encima de las ventanas.
—Cuatro paradas más, Harry… Ahora quedan tres paradas… Sólo dos paradas, Harry…
Bajaron en una estación del centro de Londres y se vieron arrastrados por una marea de hombres
vestidos con traje y corbata y de mujeres con maletines. Subieron por la escalera mecánica, pasaron por
el torniquete (al señor Weasley le encantó cómo la máquina se tragaba su billete) y salieron a una ancha
calle con mucho tráfico e imponentes edificios a ambos lados.
—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Weasley, desorientado, y por un instante Harry creyó que
habían bajado en una estación equivocada, a pesar de las continuas consultas del señor Weasley en el
plano; pero entonces el hombre exclamó—: ¡Ah, sí! Por aquí, Harry. —Y lo guió por una calle lateral
—. Lo siento —añadió—, pero nunca voy al Ministerio en metro, y desde la perspectivamuggletodo
parece muy diferente. De hecho, nunca he utilizado la entrada de visitantes.
Cuanto más avanzaban, más pequeños y menos imponentes eran los edificios, hasta que al final
llegaron a una calle donde había varias oficinas de aspecto destartalado, un pub y un contenedor
rebosante de basura. Harry esperaba un emplazamiento mucho más impresionante para el Ministerio de
Magia.
—Ya hemos llegado —afirmó, muy alegre, el señor Weasley, y señaló una vieja cabina telefónica roja a
la que le faltaban varios cristales, situada frente a una pared cubierta de grafitis—. Después de ti, Harry
—dijo, y abrió la puerta de la cabina.
Harry entró preguntándose qué demonios significaba aquello. El señor Weasley entró también, se
apretujó contra él y cerró la puerta. Había muy poco espacio; Harry estaba pegado contra el teléfono,
que colgaba torcido de la pared, como si un gamberro hubiera intentado arrancarlo. El señor Weasley
estiró un brazo y cogió el auricular.
—Señor Weasley, creo que esto tampoco funciona —dijo Harry.
—No, no, seguro que funciona —respondió el hombre levantando el auricular por encima de su cabeza
y mirando el disco del teléfono con los ojos entornados—. Veamos… Seis… —Marcó el número—.
Dos… cuatro… y otro cuatro… y otro dos…
Cuando el disco hubo recuperado la posición inicial, con un suave zumbido, una gélida voz femenina
sonó dentro de la cabina telefónica, pero no salía por el auricular que el señor Weasley tenía en la
mano, sino que sonaba con fuerza y claridad, como si una mujer invisible estuviera allí dentro con
ellos.
—Bienvenido al Ministerio de Magia. Por favor, diga su nombre y el motivo de su visita.
—Esto… —empezó el señor Weasley sin saber si tenía que hablar por el auricular o no. Lo solucionó
acercándose el micrófono a la oreja—. Arthur Weasley, Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos
Muggles. He llegado escoltando a Harry Potter, que tiene que presentarse a una vista disciplinaria…
—Gracias —contestó la gélida voz femenina—. Visitante, coja la chapa y colóquesela en la ropa en un
lugar visible, por favor.
Se oyó un chasquido y un tintineo, y Harry vio que algo resbalaba por la rampa metálica por donde
normalmente salían las monedas devueltas. Lo cogió y comprobó que era una chapa cuadrada de plata
con la inscripción: «Harry Potter, vista disciplinaria.» Se la enganchó en la camiseta, y entonces la voz
femenina dijo:
—Visitante del Ministerio, tendrá que someterse a un cacheo y entregar su varita mágica en el
mostrador de seguridad, que se encuentra al final del Atrio.
El suelo de la cabina telefónica se estremeció. Estaban hundiéndose poco a poco. Harry miró con
aprensión cómo la acera parecía elevarse al otro lado de las ventanas de cristal de la cabina hasta que se
quedaron a oscuras por completo. Entonces ya no vio nada; sólo oía un monótono chirrido, mientras la
cabina telefónica seguía hundiéndose en la tierra. Pasado más o menos un minuto, que a Harry se le
hizo larguísimo, un resquicio de luz dorada le iluminó los pies, luego fue creciendo de tamaño y subió
por el cuerpo de Harry hasta que le dio en la cara; el muchacho tuvo que parpadear para que no le
lloraran los ojos.
—El Ministerio de Magia les desea un buen día —los saludó la voz de mujer.
La puerta de la cabina telefónica se abrió sola y el señor Weasley salió seguido de Harry, que tenía la
boca abierta.
Se encontraban al final de un larguísimo y espléndido vestíbulo con el suelo de madera oscura muy
brillante. En el techo, de color azul eléctrico, había incrustaciones de relucientes símbolos dorados que
se movían y cambiaban continuamente, como un inmenso tablón de anuncios celeste. Las paredes del
vestíbulo estaban recubiertas de pulida y oscura madera, y en ellas había varias chimeneas doradas. De
vez en cuando, una bruja o un mago salía por una de las chimeneas de la pared de la izquierda con un
débil ruido. Ante las chimeneas de la pared de la derecha estaban formándose reducidas colas de brujas
y de magos que esperaban para entrar.
Hacia la mitad del vestíbulo había una fuente. Un grupo de estatuas doradas, de tamaño superior al
natural, se alzaban en el centro de un estanque circular. La figura más alta de todas era la de un mago
de aspecto noble, cuya varita señalaba al cielo. A su alrededor había una hermosa bruja, un centauro, un
duende y un elfo doméstico. Los tres últimos miraban con adoración a la bruja y al mago, de cuyas
varitas salían unos fastuosos chorros de agua, así como del extremo de la flecha del centauro, de la
punta del sombrero del duende y de las orejas del elfo doméstico. El tintineante silbido del agua al caer
se unía al ruido que hacía la gente al aparecerse (algo así como ¡crac! y ¡paf!) y al de los pasos de
cientos de brujas y de magos, la mayoría de los cuales ofrecían el apesadumbrado aspecto de los
madrugadores, que se dirigían hacia unas puertas doradas que había al fondo del vestíbulo.
—Por aquí —indicó el señor Weasley.
Se unieron a la multitud y avanzaron entre los empleados del Ministerio, algunos de los cuales
transportaban tambaleantes pilas de pergaminos; otros, por su parte, llevaban gastados maletines, y
unos cuantos iban leyendoEl Profetamientras andaban. Al pasar junto a la fuente, Harry vioSicklesde
plata yKnutsde bronce que destellaban en el fondo del estanque. Un pequeño y emborronado letrero
decía:
TODO LO RECAUDADO POR LA FUENTE DE LOS HERMANOS MÁGICOS SERÁ DESTINADO AL
HOSPITAL SAN MUNGO DE ENFERMEDADES Y HERIDAS MÁGICAS.
«Si no me expulsan de Hogwarts, donaré diez galeones», se sorprendió pensando Harry, desesperado.
—Por aquí —volvió a indicar el señor Weasley, y se separaron de la avalancha de empleados del
Ministerio que iban hacia las puertas doradas. A la izquierda, sentado a una mesa, bajo un letrero que
rezaba «Seguridad», había un mago muy mal afeitado y vestido con una túnica de color azul eléctrico,
que levantó la cabeza al ver que se acercaban y dejó de leerEl Profeta.
—Estoy escoltando a un visitante —dijo el señor Weasley, y señaló a Harry.
—Acérquese —le ordenó el mago al muchacho con voz de aburrimiento.
Harry obedeció y el hombre levantó una varilla larga y dorada, delgada y flexible como la antena de un
coche, y se la pasó a Harry por delante y por detrás, recorriéndole todo el cuerpo.
—La varita —le gruñó a continuación el mago de seguridad, tras dejar el instrumento dorado y tender
una mano con la palma hacia arriba.
Harry se la entregó. El mago la dejó caer sobre un extraño instrumento de latón que parecía una
balanza con un único platillo. El aparato empezó a vibrar, y de una ranura que tenía en la base salió un
estrecho trozo de pergamino. El mago lo arrancó y leyó lo que había escrito en él:
—Veintiocho centímetros, núcleo central de pluma de fénix, cuatro años en uso. ¿Correcto?
—Sí —afirmó Harry, nervioso.
—Yo me quedo esto —dijo el mago clavando el trozo de pergamino en un pequeño pinchapapeles de
latón—. Usted se queda la varita —añadió, y le devolvió la varita a Harry.
—Gracias.
—Un momento… —empezó a decir con lentitud el mago.
Se había fijado en la chapa de plata de visitante que Harry llevaba prendida en el pecho, pero ahora le
miraba la frente.
—Gracias, Eric —dijo el señor Weasley con firmeza, y agarrando a Harry por el hombro lo apartó de la
mesa y volvieron a mezclarse con la multitud de magos y de brujas que cruzaban las puertas doradas.
Empujado por la gente, Harry siguió al señor Weasley por las puertas que conducían a un vestíbulo más
pequeño donde había, por lo menos, veinte ascensores detrás de unas rejas de oro labrado. Harry y el
señor Weasley se unieron a un grupito que estaba reunido frente a uno de ellos. Cerca de allí había un
corpulento y barbudo mago que llevaba en las manos una gran caja de cartón que emitía unos
desagradables ruidos.
—¿Va todo bien, Arthur? —preguntó el mago saludando con la cabeza al señor Weasley.
—¿Qué llevas ahí, Bob? —inquirió éste mirando la caja.
—No estamos seguros —contestó el mago con seriedad—. Creíamos que se trataba de una gallina
normal y corriente hasta que empezó a echar fuego por la boca. Yo diría que nos encontramos ante un
caso grave de violación de la Prohibición de la Reproducción Experimental.
Entre fuertes traqueteos y sacudidas, un ascensor descendió ante ellos; la reja dorada se movió hacia un
lado, y Harry y el señor Weasley entraron en el ascensor con los demás. Harry se encontró de pronto
apretujado contra la pared del fondo. Varias brujas y magos lo observaban con curiosidad; él se quedó
contemplando el suelo para evitar las miradas de la gente y se alisó el flequillo. La reja se cerró con un
estruendo y el ascensor empezó a subir poco a poco, con un golpeteo de cadenas, mientras volvía a
escucharse aquella gélida voz femenina que Harry había oído en la cabina telefónica.
—Séptima planta, Departamento de Deportes y Juegos Mágicos, que incluye el Cuartel General de la
Liga deQuidditchde Gran Bretaña e Irlanda, el Club Oficial deGobstonesy la Oficina de Patentes
Descabelladas.
Se abrieron las puertas del ascensor. Harry alcanzó a ver un desordenado pasillo en el que había varios
carteles torcidos de equipos de quidditch colgados en las paredes. Uno de los magos que iba en el
ascensor, que llevaba un montón de escobas, salió con cierta dificultad y desapareció por allí. Las
puertas se cerraron de nuevo y el ascensor dio una sacudida, pero siguió subiendo mientras la voz de
mujer anunciaba:
—Sexta planta, Departamento de Transportes Mágicos, que incluye la Dirección de la Red Flu, el
Consejo Regulador de Escobas, la Oficina de Trasladores y el Centro Examinador de Aparición.
Las puertas del ascensor volvieron a abrirse y salieron cuatro o cinco ocupantes; al mismo tiempo,
varios aviones de papel entraron volando. Harry se quedó mirándolos mientras revoloteaban
tranquilamente por encima de su cabeza; eran de color violeta claro y llevaban estampado el sello de
«Ministerio de Magia» en el borde de las alas.
—Sólo son memorándum interdepartamentales —le explicó el señor Weasley en voz baja—. Antes
utilizábamos lechuzas, pero era un verdadero problema porque las mesas acababan cubiertas de
excrementos…
Siguieron subiendo con el mismo traqueteo metálico, mientras los memorándum revoloteaban
alrededor de la lámpara que colgaba del techo del ascensor.
—Quinta planta, Departamento de Cooperación Mágica Internacional, que incluye el Organismo
Internacional de Normas de Instrucción Mágica, la Oficina Internacional de Ley Mágica y la
Confederación Internacional de Magos, Sede Británica.
Cuando se abrieron otra vez las puertas, dos memorándum salieron disparados junto con unos cuantos
ocupantes más del ascensor, pero entraron otros documentos que se pusieron a volar alrededor de la
lámpara, cuya luz empezó a parpadear y a brillar sobre sus cabezas.
—Cuarta planta, Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, que incluye las
Divisiones de Bestias, Seres y Espíritus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia
Consultiva de Plagas.
—Perdón —se disculpó el mago que llevaba la gallina que echaba fuego por la boca, y salió del
ascensor seguido de una pequeña bandada de memorándum. Las puertas se cerraron una vez más.
—Tercera planta, Departamento de Accidentes y Catástrofes en el Mundo de la Magia, que incluye el
Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos, el Cuartel General de Desmemorizadores y el Comité de
Excusas para losMuggles.
En esa planta salieron todos, excepto el señor Weasley, Harry y una bruja que iba leyendo un trozo de
pergamino larguísimo que llegaba hasta el suelo. El resto de los memorándum siguieron volando
alrededor de la lámpara mientras el ascensor subía otra vez; por fin, se abrieron las puertas y la voz
anunció:
—Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica, que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido
de la Magia, el Cuartel General deauroresy los Servicios Administrativos del Wizengamot.
—Es aquí, Harry —indicó el señor Weasley, y salieron del ascensor, junto con la bruja, a un pasillo con
puertas a ambos lados—. Mi despacho está al otro lado de esta planta.
—Señor Weasley —dijo Harry cuando pasaban por delante de una ventana por la que entraba la luz del
sol—, ¿estamos todavía bajo tierra?
—Sí —confirmó el señor Weasley—. Esas ventanas están encantadas. El Servicio de Mantenimiento
Mágico decide el tiempo que tenemos cada día. La última vez que los de ese servicio andaban detrás de
un aumento de sueldo, tuvimos dos meses seguidos de huracanes… Por aquí, Harry.
Doblaron una esquina, pasaron por unas gruesas puertas dobles de roble y salieron a una zona,
espaciosa pero desordenada, dividida en cubículos de los que surgía un intenso murmullo de voces y
risas. Los memorándum entraban y salían volando como cohetes en miniatura. Un letrero torcido,
colgado en la puerta del cubículo más cercano, decía: «Cuartel General deaurores.»
Harry miró con disimulo por la puerta al pasar por delante. Losauroreshabían cubierto las paredes con
fotografías de sus familias y de los magos más buscados, carteles de sus equipos de quidditchfavoritos
y artículos deEl Profeta.Dentro había un individuo, con una túnica de color escarlata y una coleta más
larga que la de Bill, que estaba sentado con las botas encima de la mesa dictándole un informe a su
pluma. Un poco más allá, una bruja con un parche en un ojo hablaba con Kingsley Shacklebolt por
encima de la pared de su compartimento.
—Buenos días, Weasley —lo saludó Kingsley con desgano cuando se acercaron a él—. Quiero hablar
contigo, ¿tienes un momento?
—Si sólo es un momento, sí —contestó el señor Weasley—. Tengo mucha prisa.
Hablaban como si apenas se conocieran, y cuando Harry despegó los labios para saludar a Kingsley, el
señor Weasley le dio un pisotón. Siguieron a Kingsley por un pasillo hasta llegar al último cubículo.
Harry sufrió una pequeña conmoción, pues la cara de Sirius lo miraba pestañeando desde todas las
paredes, cubiertas de recortes de periódico y viejas fotografías, incluida una de Sirius haciendo de
padrino en la boda de los Potter. El único espacio donde no aparecía la cara de Sirius era el que
ocupaba un mapamundi en el que había clavados pequeños alfileres rojos que relucían como joyas.
—Toma —le dijo Kingsley con brusquedad al señor Weasley, poniéndole un fajo de pergaminos en las
manos—. Necesito toda la información que puedas conseguir sobre vehículos muggles voladores
avistados en los doce últimos meses. Hemos recibido información de que Black podría seguir
utilizando su vieja motocicleta. —Kingsley le hizo un enorme guiño a Harry y añadió en un susurro—:
Dale la revista, quizá la encuentre interesante. —Luego, hablando otra vez en un tono de voz normal,
añadió—: Y no tardes demasiado, Weasley, el retraso en aquel informe sobre armas de juego tuvo la
investigación en suspenso durante más de un mes.
—Si hubieras leído mi informe sabrías que la expresión es «armas de fuego» —respondió el señor
Weasley fríamente—. Y me temo que si buscas información sobre motocicletas tendrás que esperar,
porque ahora estamos muy ocupados. —Bajó la voz y dijo—: A ver si puedes salir antes de las siete;
Molly va a hacer albóndigas.
Le hizo señas a Harry y lo sacó del cubículo de Kingsley; pasaron por otras puertas de roble,
recorrieron otro pasillo, torcieron a la izquierda, desfilaron por otro pasillo más, torcieron a la derecha
por un nuevo pasillo, mal iluminado y feo, y por fin se encontraron ante una pared; a la izquierda había
una puerta entornada que dejaba entrever un armario de escobas, y a la derecha otra puerta con una
placa de latón deslustrada que decía: «Uso Indebido de ArtefactosMuggles.»
El sombrío despacho del señor Weasley parecía un poco más pequeño que el armario de las escobas.
Dentro había dos mesas apretujadas, y apenas quedaba espacio para moverse a su alrededor por culpa
de los rebosantes archivadores que cubrían las paredes, encima de los cuales había montones de
documentos en precario equilibrio. El poco espacio libre de la pared delataba las obsesiones del señor
Weasley, pues estaba lleno de varios carteles de coches, entre ellos uno de un motor desmontado, dos
ilustraciones de buzones que parecían recortadas de libros infantiles y un diagrama que mostraba cómo
montar un enchufe.
Encima de la desbordada bandeja que contenía la correspondencia sin abrir del señor Weasley, se
hallaba una vieja tostadora que hipaba con desconsuelo y un par de guantes de piel vacíos que movían
los pulgares. Junto a la bandeja había una fotografía de la familia Weasley. Harry se fijó en que Percy,
al parecer, había salido de ella.
—No tenemos ventana —se disculpó el señor Weasley al mismo tiempo que se quitaba la cazadora y la
colgaba del respaldo de su silla—. La hemos pedido, pero por lo visto no creen que la necesitemos.
Siéntate, Harry, veo que Perkins todavía no ha llegado.
Harry se sentó en la silla que había detrás de la mesa de Perkins mientras el señor Weasley daba un
vistazo al fajo de pergaminos que le había entregado Kingsley Shacklebolt.
—¡Ah! —dijo, sonriendo, y extrajo del montón un ejemplar de la revistaEl Quisquilloso—, sí… —Se
puso a hojear la revista—. Sí, Kingsley tiene razón, seguro que Sirius encuentra esto muy divertido.
¡Vaya! ¿Qué será eso?
Un memorándum entró volando por la puerta abierta y se posó encima de la tostadora hipante. El señor
Weasley lo desdobló y lo leyó en voz alta:
—«Tercer inodoro público regurgitante denunciado en Bethnal Green; por favor, investiguen de
inmediato.» Esto ya es demasiado…
—¿Un inodoro regurgitante?
—Bromistas antimuggles —explicó el señor Weasley frunciendo el entrecejo—. La semana pasada
tuvimos dos, uno en Wimbledon y otro en Elephant and Castle. Los mugglestiran de la cadena y en
lugar de desaparecer todo… Bueno, ya te lo imaginas. Los pobres llaman a esos… sonajeros, creo que
se llaman, ya sabes, los que arreglan sus cañerías y esas cosas.
—¿Fontaneros?
—Eso es, pero, como es lógico, no saben qué hacer. Espero que podamos atrapar al responsable.
—¿Se encargan losauroresde buscarlo?
—Oh, no, esto es demasiado trivial para los aurores; lo hará la Patrulla de Seguridad Mágica. Ah,
Harry, te presento a Perkins.
Un anciano mago, encorvado y de aspecto tímido, que lucía un suave y sedoso cabello blanco, acababa
de entrar en la habitación jadeando.
—¡Oh, Arthur! —exclamó desesperadamente sin mirar a Harry—. Por fin te encuentro, no sabía qué
hacer, si esperarte aquí o no. He enviado una lechuza a tu casa, pero veo que no la has recibido. Hace
diez minutos llegó un mensaje urgente…
—Ya sé, lo del inodoro regurgitante —comentó el señor Weasley.
—No, no, no es el inodoro, es la vista de ese chico, Potter. Han cambiado la hora y el lugar: empieza a
las ocho en punto y se celebra abajo, en la vieja sala número diez del tribunal…
—En la vieja sala… Pero si a mí me dijeron… ¡Por las barbas de Merlín! —El señor Weasley consultó
su reloj, soltó un grito y se levantó de un brinco de la silla—. ¡Rápido, Harry, hace cinco minutos que
deberíamos estar allí!
Perkins se pegó a los archivadores mientras el señor Weasley salía corriendo del despacho con Harry
pisándole los talones.
—¿Por qué han cambiado la hora? —preguntó éste, casi sin aliento, mientras pasaban a toda velocidad
por delante de los cubículos de losaurores; la gente asomaba la cabeza y se quedaba mirándolos. Harry
tenía la sensación de que se había dejado las tripas en la mesa de Perkins.
—¡No tengo ni idea, pero menos mal que hemos venido con tiempo; si no te hubieras presentado habría
sido catastrófico! —El señor Weasley se detuvo patinando junto a los ascensores y pulsó con
impaciencia el botón de «Bajar»—. ¡Vamos!
Apareció el ascensor, acompañado de fuertes ruidos metálicos, y subieron en él rápidamente. Cada vez
que el ascensor se detenía en una planta, el señor Weasley se ponía a maldecir, furioso, y aporreaba el
botón número nueve.
—Esas salas del tribunal no se utilizan desde hace años —explicó el señor Weasley con enojo—. No sé
cómo se les ha ocurrido celebrar la vista allí, a menos que… Pero no…
Una bruja regordeta, que llevaba una copa humeante, entró en ese momento en el ascensor, y el señor
Weasley no dio más explicaciones.
—El Atrio —dijo la gélida voz femenina, y las rejas doradas se abrieron mostrando a Harry una lejana
vista de las estatuas doradas de la fuente. La bruja regordeta salió del ascensor, y entró un mago de piel
cetrina y rostro muy triste.
—Buenos días, Arthur —saludó con voz sepulcral mientras el ascensor empezaba a descender de nuevo
—. No se te ve mucho por aquí abajo.
—Es un asunto urgente, Bode —dijo el señor Weasley, que se balanceaba sobre la punta de los pies y
lanzaba nerviosas miradas a Harry.
—¡Ah, sí! —exclamó Bode mirando a Harry sin pestañear—. Claro.
Harry ya no era capaz de experimentar más emociones, pero la imperturbable mirada de Bode no hizo
que se sintiera muy cómodo.
—Departamento de Misterios —anunció la voz femenina, y no dijo nada más.
—Rápido, Harry —lo apremió el señor Weasley cuando las puertas del ascensor se abrieron, y entonces
echaron a correr por un pasillo muy distinto de los superiores.
Las paredes estaban desnudas; no había ventanas ni puertas, aparte de una, negra y sencilla, situada al
final. Harry pensó que entrarían por ella, pero el señor Weasley lo agarró por un brazo y lo arrastró
hacia la izquierda, donde había una abertura que conducía a unos escalones.
—Por aquí, por aquí —indicó el señor Weasley, jadeante, bajando los escalones de dos en dos—. El
ascensor no llega tan abajo… ¿Por qué la celebrarán aquí?
Llegaron al final de los escalones y corrieron por un nuevo pasillo muy parecido al que conducía a la
mazmorra de Snape en Hogwarts, con bastas paredes de piedra en las que había soportes con antorchas.
Las puertas de ese pasillo eran de madera muy gruesa, con cerrojos y cerraduras de hierro.
—Sala… diez… Creo que… Ya casi… Sí.
El señor Weasley se detuvo frente a una sucia y oscura puerta con un inmenso cerrojo de hierro y se
apoyó en la pared, llevándose una mano al pecho, donde notaba una fuerte punzada.
—Adelante —dijo entrecortadamente, señalando la puerta con el pulgar—. Entra.
—¿Usted no… entra… conmigo?
—No, no, yo no estoy autorizado. ¡Buena suerte!
El corazón de Harry latía con violencia contra su nuez. Tragó saliva, giró el pesado pomo de hierro de
la puerta y entró en la sala del tribunal.
8
La vista
Harry no pudo contener un grito de asombro. La enorme mazmorra en la que había entrado le resultabaespantosamente familiar. No sólo la había visto antes, sino que había estado allí. Era el lugar que había
visitado dentro delpensaderode Dumbledore, donde había visto cómo sentenciaban a los Lestrange a
cadena perpetua en Azkaban.
Las paredes eran de piedra oscura, y las antorchas apenas las iluminaban. Había gradas vacías a ambos
lados, pero enfrente, en los bancos más altos, había muchas figuras entre sombras. Estaban hablando en
voz baja, pero cuando la gruesa puerta se cerró detrás de Harry se hizo un tremendo silencio.
Una fría voz masculina resonó en la sala del tribunal:
—Llegas tarde.
—Lo siento —se disculpó Harry, nervioso—. No… no sabía que habían cambiado la hora y el lugar.
—De eso no tiene la culpa el Wizengamot —dijo la voz—. Esta mañana te hemos enviado una lechuza.
Siéntate.
Harry miró la silla que había en el centro de la sala, que tenía los reposabrazos cubiertos de cadenas.
Había visto cómo aquellas cadenas cobraban vida y ataban a la persona que se había sentado en la silla.
Echó a andar por el suelo de piedra y sus pasos produjeron un fuerte eco. Cuando se sentó, con cautela,
en el borde de la silla, las cadenas tintinearon amenazadoramente, pero no lo ataron. Estaba muy
mareado, a pesar de lo cual miró a la gente que estaba sentada en los bancos de enfrente.
Había unas cincuenta personas que, por lo que pudo observar, llevaban túnicas de color morado con
una ornamentada «W» de plata en el lado izquierdo del pecho; todas lo miraban fijamente, algunas con
expresión muy adusta, y otras con franca curiosidad.
En medio de la primera fila estaba Cornelius Fudge, el ministro de Magia. Fudge era un hombre
corpulento que solía llevar un bombín de color verde lima, aunque ese día no se lo había puesto;
tampoco lucía aquella sonrisa indulgente que le había dedicado a Harry cuando en una ocasión habló
con él. Una bruja de mandíbula cuadrada y con el pelo gris muy corto estaba sentada a la izquierda de
Fudge; llevaba un monóculo y su aspecto era verdaderamente severo. A la derecha de Fudge había otra
bruja, pero estaba sentada con la espalda apoyada en el respaldo del banco, de manera que su rostro
quedaba en sombras.
—Muy bien —dijo Fudge—. Hallándose presente el acusado, por fin podemos empezar. ¿Están
preparados? —preguntó a las demás personas que ocupaban el banco.
—Sí, señor —respondió una voz ansiosa que Harry reconoció al instante.
Era Percy, el hermano de Ron, que estaba sentado al final del banco de la primera fila. Harry miró a
Percy esperando ver en su rostro alguna señal de reconocimiento, pero no la encontró. Percy tenía los
ojos clavados en su pergamino, y una pluma preparada en la mano.
—Vista disciplinaria del doce de agosto —comenzó Fudge con voz sonora, y Percy empezó a tomar
notas de inmediato— por el delito contra el Decreto para la moderada limitación de la brujería en
menores de edad y contra el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos, cometido por Harry
James Potter, residente en el número cuatro de Privet Drive, Little Whinging, Surrey.
»Interrogadores: Cornelius Oswald Fudge, ministro de Magia; Amelia Susan Bones, jefa del
Departamento de Seguridad Mágica; Dolores Jane Umbridge, subsecretaria del ministro. Escribiente
del tribunal, Percy Ignatius Weasley…
—Testigo de la defensa, Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore —dijo una voz queda por detrás de
Harry, quien giró la cabeza con tanta brusquedad que se hizo daño en el cuello.
En ese instante Dumbledore cruzaba con aire resuelto y sereno la habitación; llevaba una larga túnica
de color azul marino y la expresión de su rostro era de absoluta tranquilidad. Su barba y su melena,
largas y plateadas, relucían a la luz de las antorchas; cuando llegó junto a Harry miró a Fudge a través
de sus gafas de media luna, que reposaban hacia la mitad de su torcida nariz.
Los miembros del Wizengamot murmuraban, y todas las miradas se dirigieron hacia Dumbledore.
Algunos parecían enfadados, otros un poco asustados; dos de las brujas más ancianas de la fila del
fondo, sin embargo, levantaron una mano y lo saludaron.
Al ver a Dumbledore, una profunda emoción surgió en el pecho de Harry, un reforzado y esperanzador
sentimiento parecido al que le había producido la canción del fénix. Estaba deseando mirar a
Dumbledore a los ojos, pero éste no lo miraba a él: tenía la vista clavada en Fudge, que no podía
disimular su nerviosismo.
—¡Ah! —exclamó el ministro, que parecía sumamente desconcertado—. Dumbledore. Sí. Veo que…,
que… recibió nuestro mensaje… de que habíamos cambiado el lugar y la hora de la vista…
—Pues no, no lo he recibido —contestó Dumbledore con tono alegre—. Sin embargo, debido a un
providencial error, llegué al Ministerio con tres horas de antelación, de modo que no ha habido ningún
problema.
—Sí…, bueno… Supongo que necesitaremos otra silla… Esto…, Weasley, ¿podría…?
—No se moleste, no se moleste —dijo Dumbledore con amabilidad; sacó su varita mágica, la sacudió
levemente y una mullida butaca de chintz apareció de la nada junto a la silla de Harry.
Dumbledore se sentó, juntó las yemas de sus largos dedos y miró a Fudge por encima de ellos con una
expresión de educado interés. Los miembros del Wizengamot seguían murmurando y moviéndose
inquietos en los bancos; solo se calmaron cuando Fudge volvió a hablar.
—Sí —repitió éste moviendo sus notas de un sitio para otro—. Bueno. Está bien. Los cargos. Sí… —
Separó una hoja de pergamino del montón que tenía delante, respiró hondo y leyó en voz alta—: Los
cargos contra el acusado son los siguientes: que a sabiendas, deliberadamente y consciente de la
ilegalidad de sus actos, tras haber recibido una anterior advertencia por escrito del Ministerio de Magia
por un delito similar, realizó un encantamiento patronus en una zona habitada por muggles, en
presencia de un muggle, el dos de agosto a las nueve y veintitrés minutos, lo cual constituye una
violación del Párrafo C del Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad, mil
ochocientos setenta y cinco, y también de la Sección Trece de la Confederación Internacional del
Estatuto del Secreto de los Brujos. ¿Es usted Harry James Potter, residente en el número cuatro de
Privet Drive, Little Whinging, Surrey? —preguntó Fudge, fulminando a Harry con la mirada por
encima del pergamino.
—Sí —respondió él.
—Recibió una advertencia oficial del Ministerio por utilizar magia ilegal hace tres años, ¿no es cierto?
—Sí, pero…
—Y aun así, ¿conjuró usted unpatronusla noche del dos de agosto? —inquirió Fudge.
—Sí —contestó Harry—, pero…
—¿A sabiendas de que no le está permitido utilizar la magia fuera de la escuela hasta que haya
cumplido diecisiete años?
—Sí, pero…
—¿A sabiendas de que se encontraba en una zona llena demuggles?
—Sí, pero…
—¿Completamente consciente de que estaba muy cerca de unmuggleen ese momento?
—¡Sí! —exclamó Harry con enojo—. Pero sólo lo hice porque estábamos…
La bruja del monóculo lo interrumpió con una voz retumbante:
—¿Hizo aparecer unpatronushecho y derecho?
—Sí —afirmó Harry—, porque…
—¿Unpatronuscorpóreo?
—Un… ¿qué? —preguntó Harry.
—¿Supatronustenía una forma bien definida? Es decir, ¿no era simplemente vapor o humo?
—Sí, tenía forma —asintió Harry impaciente y, a la vez, un poco desesperado—. Es un ciervo. Siempre
es un ciervo.
—¿Siempre? —bramó Madame Bones.
—¡Sí! —dijo Harry—. Hace más de un año que lo hago.
—¿Y tiene usted quince años?
—Sí, y…
—¿Dónde aprendió a hacer eso? ¿En el colegio?
—Sí, el profesor Lupin me enseñó en mi tercer año porque…
—Impresionante —opinó Madame Bones mirándolo con atención—, un verdadero patronus a esa
edad… Francamente impresionante.
Algunos de los magos y de las brujas que la rodeaban se pusieron a murmurar de nuevo; unos cuantos
movían la cabeza afirmativamente, mientras que otros la movían negativamente y fruncían el entrecejo.
—¡No se trata de lo impresionante que fuera el conjuro! —advirtió Fudge con voz de mal genio—. ¡De
hecho, yo diría que cuanto más impresionante, peor, dado que el chico lo hizo delante de unmuggle!
Los que habían fruncido el entrecejo murmuraron en señal de aprobación, pero fue el mojigato
movimiento que Percy hizo con la cabeza lo que incitó a hablar a Harry:
—¡Lo hice por losdementores! —exclamó en voz alta antes de que alguien volviera a interrumpirlo.
Se había imaginado que habría más murmullos, pero el silencio que se apoderó de la sala le pareció
incluso más denso que el anterior.
—¿Dementores?—se extrañó Madame Bones tras una pausa, y alzó sus tupidas cejas hasta que estuvo
a punto de caérsele el monóculo—. ¿Qué quieres decir, muchacho?
—¡Quiero decir que había dosdementoresen aquel callejón y que nos atacaron a mi primo y a mí!
—¡Ah! —dijo Fudge sonriendo con suficiencia mientras recorría con la mirada a los miembros del
Wizengamot, como invitándolos a compartir el chiste—. Sí. Sí, ya me imaginaba que escucharíamos
algo semejante.
—¿Dementores en Little Whinging? —preguntó Madame Bones con profunda sorpresa—. No
entiendo…
—¿No entiendes, Amelia? —dijo Fudge sin dejar de sonreír—. Déjame que te lo explique. Este chico
ha estado pensándoselo bien y ha llegado a la conclusión de que los dementoresle proporcionarían una
bonita excusa, una excusa fenomenal. Losmugglesno pueden ver a losdementores, ¿verdad que no,
chico? Muy conveniente, muy conveniente… Así sólo cuenta tu palabra, sin testigos…
—¡No estoy mintiendo! —gritó Harry, y sus palabras ahogaron otro estallido de murmullos del tribunal
—. Había dos dementores, que se nos acercaban desde los dos extremos del callejón; todo quedó a
oscuras y hacía mucho frío, y mi primo los sintió y salió corriendo…
—¡Basta! ¡Basta! —ordenó Fudge con una expresión muy altanera en el rostro—. Lamento interrumpir
lo que sin duda habría sido una historia muy bien ensayada…
Dumbledore carraspeó. El Wizengamot volvió a guardar silencio.
—De hecho, tenemos un testigo de la presencia dedementoresen ese callejón —dijo Dumbledore—.
Un testigo que no es Dudley Dursley, quiero decir.
El rostro regordete de Fudge pareció deshincharse, como si le hubieran quitado el aire. Clavó por un
instante la mirada en Dumbledore y luego, recobrando la compostura, replicó:
—Me temo que no tenemos tiempo para escuchar más mentiras, Dumbledore. Quiero liquidar este
asunto cuanto antes…
—Quizá me equivoque —repuso Dumbledore en tono agradable—, pero estoy seguro de que los
Estatutos del Wizengamot contemplan el derecho del acusado a presentar testigos para defender su
versión de los hechos, ¿no es así? ¿No es ésa la política del Departamento de Seguridad Mágica,
Madame Bones? —continuó, dirigiéndose a la bruja del monóculo.
—Así es —contestó ésta—. Completamente cierto.
—Muy bien. ¡Muy bien! —exclamó Fudge con brusquedad—. ¿Dónde está esa persona?
—Ha venido conmigo —afirmó Dumbledore—. Está esperando fuera. ¿Quieres que…?
—¡No! Weasley, vaya usted —ordenó Fudge a Percy, quien se levantó de inmediato, bajó a toda prisa
los escalones de piedra del estrado y pasó corriendo junto a Dumbledore y Harry sin mirarlos siquiera.
Percy regresó pasados unos momentos seguido de la señora Figg. Parecía asustada y más chiflada que
nunca. Harry lamentó que no se hubiera quitado las zapatillas de tela escocesa.
Dumbledore se puso en pie y cedió su butaca a la señora Figg, y luego hizo aparecer otra para él.
—¿Nombre completo? —preguntó Fudge a voz en grito cuando la señora Figg, muy nerviosa, se hubo
sentado en el borde de su asiento.
—Arabella Doreen Figg —respondió con su temblorosa voz.
—¿Y quién es usted exactamente? —siguió preguntando Fudge con una voz altiva que indicaba
aburrimiento.
—Soy una vecina de Little Whinging. Vivo cerca de donde vive Harry Potter.
—No tenemos constancia de que en Little Whinging vivan más magos o brujas que Harry Potter —
saltó Madame Bones—. Esa circunstancia siempre ha sido controlada con meticulosidad debido a…,
debido a lo ocurrido en el pasado.
—Soy unasquib—aclaró la señora Figg—. Quizá por eso no me tengan registrada.
—¿Una squib? —intervino Fudge escudriñando con recelo a la señora Figg—. Lo comprobaremos.
Haga el favor de darle los detalles de su origen a mi ayudante, el señor Weasley. Por cierto —añadió
mirando a derecha e izquierda—, ¿lossquibs pueden ver a losdementores?
—¡Por supuesto! —exclamó la señora Figg con indignación.
Fudge la miró desde lo alto del banco mientras arqueaba las cejas.
—Muy bien —admitió con actitud distante—. ¿Qué tiene que contarnos?
—Había salido a comprar comida para gatos en la tienda de la esquina, al final del paseo Glicinia, a eso
de las nueve, la noche del dos de agosto —contó la señora Figg, hablando atropelladamente, como si se
hubiera aprendido de memoria lo que estaba diciendo—, cuando oí ruidos en el callejón que comunica
la calle Magnolia con el paseo Glicinia. Al acercarme a la entrada del callejón, vi a unos dementores
que corrían…
—¿Que corrían? —la interrumpió Madame Bones—. Losdementoresno corren, se deslizan.
—Eso quería decir —se corrigió la señora Figg, y unas manchas rosas aparecieron en sus marchitas
mejillas—. Se deslizaban por el callejón hacia lo que me pareció que eran dos chicos.
—¿Cómo eran? —preguntó Madame Bones entornando los ojos hasta que el borde del monóculo
desapareció bajo la piel.
—Bueno, uno era muy gordo y el otro delgaducho…
—No, no —dijo Madame Bones impaciente—. Losdementores. Describa a losdementores.
—¡Ah! —exclamó la señora Figg con un suspiro, y las manchas rosas de sus mejillas empezaron a
extenderse por el cuello—. Eran grandes, muy grandes. Y llevaban capas.
Harry notaba un espantoso vacío en el estómago. Dijera lo que dijese la señora Figg, él tenía la
impresión de que, como máximo, habría visto un dibujo de un dementor , y era imposible que un dibujo
transmitiera el verdadero aspecto de aquellos seres: su fantasmagórica forma de moverse, suspendidos
unos centímetros por encima del suelo, el olor a podrido que desprendían y aquel horroroso estertor que
emitían cuando absorbían el aire que los rodeaba…
En la segunda fila, un mago rechoncho con gran bigote negro se acercó a la oreja de su vecina, una
bruja de pelo crespo, para susurrarle algo al oído.
—Grandes y con capas —repitió Madame Bones con voz cortante mientras Fudge resoplaba con sorna
—. Entiendo. ¿Algo más?
—Sí —respondió la señora Figg—. Los sentí. Todo se quedó frío, y era una noche de verano muy
calurosa, créame. Y sentí… como si no quedara ni una pizca de felicidad en el mundo… y recordé…
cosas espantosas.
Su voz tembló un momento y se apagó.
Madame Bones abrió un poco los ojos. Harry vio unas marcas rojas debajo de su ceja, donde se le
había clavado el monóculo.
—¿Qué hicieron losdementores? —preguntó Madame Bones, y Harry sintió una ráfaga de esperanza.
—Atacaron a los chicos —afirmó la señora Figg, que hablaba con una voz más fuerte y más segura
mientras el rubor iba desapareciendo de su cara—. Uno de los muchachos había caído al suelo. El otro
se echaba hacia atrás, intentando repeler aldementor . Ése era Harry. Sacudió dos veces la varita, pero
sólo salió un vapor plateado. Al tercer intento consiguió un patronusque arremetió contra el primer
dementory luego, siguiendo las instrucciones de Harry, ahuyentó al que se había abalanzado sobre su
primo. Eso fue…, eso fue lo que pasó —terminó la señora Figg de manera no muy convincente.
Madame Bones se quedó mirando a la mujer sin decir nada. Fudge no la miraba, sino que removía sus
papeles. Finalmente, levantó la vista y, con tono agresivo, le espetó:
—Eso fue lo que usted vio, ¿no?
—Eso fue lo que pasó —repitió la señora Figg.
—Muy bien —dijo Fudge—. Ya puede irse.
La señora Figg, asustada, miró primero a Fudge y luego a Dumbledore; a continuación se levantó y se
fue, arrastrando los pies hacia la puerta, que se cerró detrás de ella produciendo un ruido sordo.
—No es un testigo muy convincente —sentenció Fudge con altivez.
—No sé qué decir —replicó Madame Bones con su atronadora voz—. De hecho, ha descrito los efectos
de un ataque de dementores con gran precisión. Y no sé por qué iba a decir que estaban allí si no
estaban.
—¿Dosdementoresdeambulando por un barrio demugglesy tropezando por casualidad con un mago?
—inquirió Fudge con sorna—. No hay muchas probabilidades de que eso ocurra. Ni siquiera Bagman
se atrevería a apostar…
—¡Oh, no! Creo que ninguno de nosotros piensa que losdementoresestuviesen allí por casualidad —lo
interrumpió Dumbledore sin darle mucha importancia.
La bruja que estaba sentada a la derecha de Fudge, con la cara en sombras, se movió un poco, pero los
demás permanecieron muy quietos y callados.
—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Fudge con tono glacial.
—Significa que creo que les ordenaron ir allí —contestó Dumbledore.
—¡Me parece que si alguien hubiera ordenado a un par dedementoresque fueran a pasearse por Little
Whinging, habríamos tenido constancia de ello! —bramó Fudge.
—No si actualmente losdementoresestuvieran recibiendo órdenes de alguien que no es el Ministerio
de Magia —repuso Dumbledore sin perder la calma—. Ya te he explicado lo que opino de este asunto,
Cornelius.
—Sí, ya me lo has explicado —dijo Fudge con energía—, y no tengo ningún motivo para creer que tus
opiniones sean otra cosa que paparruchas, Dumbledore. Losdementoresestán donde tienen que estar,
en Azkaban, y hacen todo lo que nosotros les ordenamos.
—En ese caso —prosiguió Dumbledore en voz baja pero con mucha claridad— tenemos que
preguntarnos por qué alguien del Ministerio ordenó a un par dedementoresque fueran a ese callejón el
dos de agosto…
En medio del absoluto silencio con que fueron recibidas las palabras de Dumbledore, la bruja que
estaba sentada a la derecha de Fudge se inclinó hacia delante y Harry pudo verla por primera vez.
Le pareció que era como un sapo, enorme y blanco. Era bajita y rechoncha, con una cara ancha y fofa,
muy poco cuello, como tío Vernon, y una boca también muy ancha y flácida. Tenía los ojos grandes,
redondos y un poco saltones. Hasta el pequeño lazo de terciopelo negro que llevaba en el pelo, corto y
rizado, le recordó a una gran mosca que la bruja fuese a cazar con una larga y pegajosa lengua en
cualquier momento.
—La presidencia le concede la palabra a Dolores Jane Umbridge, subsecretaría del ministro —dijo
Fudge.
La bruja habló con una voz chillona, cantarina e infantil que sorprendió a Harry, pues estaba esperando
oírla croar.
—Estoy segura de que no lo he entendido bien, profesor Dumbledore —afirmó con una sonrisa tonta
que hizo aún más fríos sus redondos ojos—. ¡Qué necia soy! Pero ¡por un brevísimo instante me ha
parecido que insinuaba usted que el Ministerio de Magia había ordenado a los dementoresque atacaran
a este muchacho!
Soltó una risa clara que hizo que a Harry se le erizara el vello de la nuca. Algunos miembros del
Wizengamot rieron con ella. Sin embargo, estaba más claro que el agua que ninguno de ellos lo
encontraba divertido.
—Si es cierto que losdementoressólo reciben órdenes del Ministerio de Magia, y si también es cierto
que dosdementoresatacaron a Harry y a su primo hace una semana, se deduce, por lógica, que alguien
del Ministerio ordenó el ataque —aventuró Dumbledore con educación—. Aunque, evidentemente,
esos dosdementoresen particular podían estar fuera del control del Ministerio…
—¡No haydementoresfuera del control del Ministerio! —le espetó Fudge, que se había puesto rojo
como un tomate.
Dumbledore, condescendiente, inclinó la cabeza.
—Entonces no cabe duda de que el Ministerio llevará a cabo una rigurosa investigación para averiguar
qué hacían dosdementorestan lejos de Azkaban y por qué atacaron sin autorización.
—¡No te corresponde a ti decidir lo que el Ministerio de Magia tiene que hacer o dejar de hacer,
Dumbledore! —exclamó Fudge, cuyo rostro estaba adquiriendo un tono morado del que tío Vernon
habría estado orgulloso.
—Por supuesto que no —dijo Dumbledore con la misma serenidad—. Me he limitado a expresar mi
convencimiento de que este asunto no dejará de ser investigado.
Dumbledore miró a Madame Bones, que se colocó bien el monóculo y observó con atención a
Dumbledore frunciendo el entrecejo.
—¡Quiero recordar a todos los presentes que el comportamiento de esosdementores, suponiendo que
no sean producto de la imaginación de este chico, no es el tema de la presente vista! —aclaró Fudge—.
¡Estamos aquí para analizar el atentado de Harry Potter contra el Decreto para la moderada limitación
de la brujería en menores de edad!
—Claro que sí —coincidió Dumbledore—, pero la presencia de dosdementoresen ese callejón está
relacionada con el caso. La cláusula número siete del Decreto estipula que se puede emplear la magia
delante de muggles en circunstancias excepcionales, y dado que esas circunstancias excepcionales
incluyen situaciones en que se ve amenazada la vida de un mago o de una bruja, ellos mismos o
cualquier otro mago, bruja omuggleque se encuentre en el lugar de los hechos en el momento de…
—¡Ya conocemos la cláusula número siete, muchas gracias! —gruñó Fudge.
—Por supuesto —aceptó Dumbledore con cortesía—. Entonces estamos de acuerdo en que el hecho de
que Harry utilizara un encantamientopatronusen ese momento encaja perfectamente en la categoría de
circunstancias excepcionales que describe la cláusula, ¿no?
—Suponiendo que sea cierto que habíadementores, lo cual pongo en duda.
—Lo ha confirmado un testigo presencial —le recordó Dumbledore—. Si todavía dudas de su
veracidad, vuelve a llamarla e interrógala otra vez. Estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente
en declarar de nuevo.
—Yo…, eso… no… —rugió Fudge moviendo los papeles que tenía delante—. ¡Quiero liquidar este
asunto hoy mismo, Dumbledore!
—Pero, como es lógico, no te importaría tener que escuchar a un testigo las veces que hiciera falta, a no
ser que, por no hacerlo, te arriesgaras a cometer una grave injusticia —insinuó Dumbledore.
—¡Una grave injusticia! ¡Por las barbas de…! —gritó Fudge—. ¿Te has molestado alguna vez en
enumerar los cuentos chinos que se ha inventado este chico, Dumbledore, mientras intentabas encubrir
sus flagrantes usos indebidos de la magia fuera del colegio? Supongo que ya te has olvidado del
encantamiento levitatorio que empleó hace tres años…
—¡No fui yo! ¡Fue un elfo doméstico! —protestó Harry.
—¿Lo ves? —bramó Fudge señalando aparatosamente a Harry—. ¡Un elfo doméstico! ¡En una casa de
muggles! Ya me contarás.
—El elfo doméstico en cuestión trabaja en la actualidad para el Colegio Hogwarts —aclaró
Dumbledore—. Si quieres puedo hacerlo venir aquí de inmediato para declarar.
—¡No tengo tiempo de escuchar a elfos domésticos! Además, ésa no fue la única vez que… ¡Recuerda
que infló a su tía, por todos los demonios! —chilló Fudge, que luego dio un puñetazo en el estrado y
volcó un tintero.
—Y en aquella ocasión tuviste la amabilidad de no presentar cargos contra él, aceptando, supongo, que
ni siquiera los mejores magos controlan siempre sus emociones —afirmó Dumbledore con calma
mientras Fudge intentaba quitar la mancha de tinta de sus notas.
—Y todavía no me he metido con lo que hace en el colegio.
—Pero como el Ministerio no tiene autoridad para castigar a los alumnos de Hogwarts por faltas
cometidas en el colegio, la conducta de Harry allí no viene al caso en esta vista —sentenció
Dumbledore con mayor educación que nunca, pero con un deje de frialdad en la voz.
—¡Vaya! —exclamó Fudge—. ¡Así que lo que haga en el colegio no es asunto nuestro! ¿Eso crees?
—El Ministerio no tiene competencia para expulsar a los alumnos de Hogwarts, Cornelius, como ya te
recordé la noche del dos de agosto —dijo Dumbledore—. Y tampoco tiene derecho a confiscar varitas
mágicas hasta que los cargos hayan sido comprobados satisfactoriamente, como también te recordé la
noche del dos de agosto. Con tus admirables prisas por asegurarte de que se respete la ley, creo que tú
mismo has pasado por alto, sin querer, eso sí, unas cuantas leyes.
—Las leyes pueden cambiarse —afirmó Fudge con rabia.
—Por supuesto que pueden cambiarse —admitió Dumbledore inclinando la cabeza—. Y por lo visto tú
estás introduciendo muchos cambios, Cornelius. ¡Porque, en las pocas semanas que hace que se me
pidió que abandonara el Wizengamot, se juzga en un tribunal penal un simple caso de magia en
menores de edad!
Unos cuantos magos de los bancos superiores se removieron incómodos en los asientos. Fudge adquirió
un tono morado algo más oscuro. La bruja con cara de sapo que estaba sentada a su derecha, sin
embargo, se limitó a mirar a Dumbledore con gesto inexpresivo.
—Que yo sepa —continuó Dumbledore— todavía no hay ninguna ley que diga que la misión de este
tribunal es castigar a Harry por todas las veces que ha empleado la magia. Ha sido acusado de un delito
concreto y ha presentado su defensa. Lo único que nos queda por hacer a él y a mí es esperar el
veredicto.
Dumbledore volvió a juntar las yemas de los dedos y no dijo nada más. Fudge lo observaba con odio,
claramente indignado. Harry miró de reojo a Dumbledore buscando algún gesto tranquilizador; no
estaba del todo convencido de que Dumbledore hubiera hecho bien diciéndole al Wizengamot que, en
efecto, ya iba siendo hora de que tomara una decisión. Sin embargo, Dumbledore seguía sin percatarse,
en apariencia, de que Harry intentaba establecer una mirada cómplice con él, y continuaba dirigiendo la
vista hacia los bancos, donde todos los miembros del Wizengamot se habían puesto a hablar entre sí
con apremiantes susurros.
Harry se miró los pies. Su corazón, que parecía haberse inflado hasta adquirir un tamaño desmesurado,
latía con violencia bajo las costillas. Se había imaginado que la vista duraría más, y no estaba seguro de
haber causado una buena impresión. En realidad no había hablado mucho. Tendría que haber dado más
detalles sobre el ataque de losdementores, tendría que haber explicado cómo había caído al suelo y
cómo losdementoreshabían estado a punto de besarlos a él y a Dursley…
En dos ocasiones levantó la cabeza, miró a Fudge y despegó los labios para hablar, pero su desbocado
corazón le apretaba las vías respiratorias, y en las dos ocasiones se limitó a respirar hondo y a agachar
de nuevo la cabeza para seguir mirándose los pies.
De pronto cesaron los susurros. Harry estaba deseando mirar a los jueces, pero se dio cuenta de que era
muchísimo más fácil seguir examinando los cordones de sus zapatillas.
—Los que estén a favor de absolver al acusado de todos los cargos… —anunció la atronadora voz de
Madame Bones.
Harry levantó la cabeza con una sacudida. Vio varias manos levantadas, muchas… ¡Más de la mitad!
Respirando entrecortadamente intentó contarlas, pero antes de que hubiera terminado Madame Bones
dijo:
—Los que estén a favor de condenarlo…
Fudge levantó la mano; lo mismo hicieron media docena más, entre ellos la bruja que tenía a la
derecha, el mago del poblado bigote y la bruja de pelo crespo de la segunda fila.
Fudge los recorrió a todos con la mirada. Parecía que tuviera algo atascado en la garganta. Luego bajó
la mano, respiró hondo dos veces y dijo con la voz alterada por la rabia contenida:
—Muy bien. Muy bien… Absuelto de todos los cargos.
—Excelente —dijo Dumbledore con contundencia, y se puso de inmediato en pie. Sacó su varita e hizo
desaparecer las dos butacas de chintz—. Bueno, debo irme. Que tengan todos un buen día.
Y sin mirar siquiera una vez a Harry, salió majestuosamente de la mazmorra.
9
Las tribulaciones de la señora Weasley
La súbita partida de Dumbledore pilló por sorpresa a Harry, que se quedó sentado donde estaba, en lasilla con cadenas, debatiéndose entre la conmoción y el alivio. Los miembros del Wizengamot
empezaron a levantarse, hablando entre ellos, mientras recogían sus papeles y los guardaban. Harry
también se levantó. Nadie le prestaba la más mínima atención, excepto la bruja con cara de sapo que
había estado sentada a la derecha de Fudge, y que en ese instante lo miraba a él en lugar de a
Dumbledore desde el estrado. Harry no le hizo caso e intentó captar la mirada de Fudge o la de
Madame Bones, porque quería preguntarles si ya podía marcharse; pero el ministro parecía decidido a
hacer caso omiso de Harry, y Madame Bones estaba muy ocupada con su maletín, así que el muchacho
dio unos pasos vacilantes hacia la salida y, como nadie lo llamó, echó a andar muy deprisa.
Los últimos metros los hizo corriendo; abrió la puerta de un tirón y casi chocó con el señor Weasley,
que estaba de pie fuera, pálido y con gesto preocupado.
—Dumbledore no me ha dicho…
—¡Absuelto! —gritó Harry cerrando la puerta tras el—. ¡Absuelto de todos los cargos!
El señor Weasley sonrió, radiante, y agarró al chico por los hombros.
—¡Eso es fantástico, Harry! Bueno, era evidente que no podían declararte culpable con las pruebas que
tenían, pero, aun así, no puedo decir que no estuviera… —Pero el hombre no terminó la frase porque la
puerta de la sala del tribunal acababa de abrirse otra vez. Los miembros del Wizengamot comenzaron a
desfilar por ella—. ¡Por las barbas de Merlín! —exclamó el señor Weasley, sorprendido, y apartó a
Harry para dejarlos pasar—. ¿Te ha juzgado el tribunal en pleno?
—Creo que sí —contestó Harry.
Uno o dos magos saludaron a Harry al pasar, y otros, entre ellos Madame Bones, dijeron al señor
Weasley: «Buenos días, Arthur.» Sin embargo, la mayoría esquivó su mirada. Cornelius Fudge y la
bruja con cara de sapo fueron de los últimos en abandonar la mazmorra. Fudge se comportó como si el
señor Weasley y Harry fueran parte de la pared, pero la bruja, una vez más, miró de arriba abajo a
Harry al pasar a su lado. El último en salir fue Percy. Al igual que había hecho Fudge, ignoró por
completo a su padre y a Harry; pasó sin decir nada con un gran rollo de pergamino y un puñado de
plumas de recambio en las manos, con la espalda rígida y la barbilla levantada. Los labios del señor
Weasley se tensaron ligeramente, pero aparte de eso no dio señales de haber visto a su tercer hijo.
—Voy a acompañarte ahora mismo para que puedas contarles a todos la buena noticia —dijo el señor
Weasley a Harry haciéndole señas para que lo siguiera tan pronto como Percy se perdió de vista por la
escalera que conducía a la novena planta—. Te dejaré en casa aprovechando que tengo que ir a ver ese
inodoro público de Bethnal Green. Vamos…
—¿Y qué tendrá que hacer con el inodoro? —preguntó Harry, sonriente.
De pronto, todo parecía muchísimo más gracioso de lo habitual. Estaba empezando a convencerse de
que lo habían absuelto y de que, por lo tanto, volvería a Hogwarts.
—Oh, bastará con un sencillo antiembrujo —dijo el señor Weasley mientras subían la escalera—, pero
el problema no está tanto en tener que reparar los daños causados, sino en la actitud que hay detrás de
ese acto de vandalismo, Harry. Hay magos que se divierten fastidiando a los muggles, y eso es la
expresión de algo mucho más profundo y feo, y yo personalmente…
El señor Weasley se interrumpió a media frase. Acababan de llegar al pasillo de la novena planta y
Cornelius Fudge estaba plantado a pocos metros de ellos, hablando en voz baja con un individuo alto
que tenía el cabello rubio y lacio y el rostro pálido y anguloso.
El individuo se volvió al oír pasos y también interrumpió la conversación; entrecerró los ojos, grises y
de fría mirada, y los clavó en la cara de Harry.
—Vaya, vaya…PatronusPotter —dijo Lucius Malfoy con descaro.
Harry se quedó sin aliento, como si el aire se hubiera solidificado. Había visto por última vez aquellos
ojos de mirada gélida a través de las ranuras de la máscara de un mortífagoy había escuchado, también
por última vez, aquella voz burlándose de él en un oscuro cementerio, mientras lord Voldemort lo
torturaba. Harry no podía creer que Lucius Malfoy se atreviera a mirarlo a la cara; no podía creer que
estuviese allí, en el Ministerio de Magia, ni que Cornelius Fudge estuviera hablando con él cuando sólo
hacía unas semanas que Harry le había dicho a Fudge que Malfoy era unmortífago.
—El ministro me estaba contando que te has librado de una buena, Potter —comentó el señor Malfoy
arrastrando las palabras—. Es asombroso cómo te las ingenias para escabullirte de las situaciones
comprometidas… Como una culebra, diría yo.
El señor Weasley sujetó a Harry por un hombro en señal de advertencia.
—Sí —afirmó Harry—. Es verdad, se me da muy bien escabullirme.
Lucius Malfoy miró al señor Weasley.
—¡Mira por dónde, Arthur Weasley! ¿Qué haces aquí, Arthur?
—Trabajo aquí —contestó éste en tono cortante.
—¿Aquí? —se extrañó el señor Malfoy, arqueando las cejas y mirando hacia la puerta que el señor
Weasley tenía a sus espaldas—. Creía que estabas arriba, en la segunda planta… ¿No te dedicabas a
llevarte artefactosmugglesa escondidas y hechizarlos?
—No —se limitó a decir el señor Weasley, y clavó aún más los dedos en el hombro de Harry.
—¿Y usted qué hace aquí, por cierto? —le preguntó Harry a Lucius Malfoy.
—No creo que los asuntos privados que hay entre el ministro y yo sean de tu incumbencia, Potter —
contestó Malfoy alisándose la parte delantera de la túnica. Harry oyó con claridad el débil tintineo de
un bolsillo lleno de oro—. Francamente, que seas el alumno favorito de Dumbledore no significa que
debas esperar la misma indulgencia por parte de los demás… ¿Subimos a su despacho, ministro?
—Desde luego —respondió Fudge dándoles la espalda a Harry y al señor Weasley—. Por aquí, Lucius.
Echaron a andar hablando en voz baja, y el señor Weasley no soltó el hombro de Harry hasta que los
otros dos entraron en el ascensor.
—Si tienen asuntos que tratar, ¿por qué no estaba esperando Malfoy frente al despacho de Fudge? —
estalló Harry—. ¿Qué hacía aquí abajo?
—Intentar colarse en la sala del tribunal, supongo —respondió el señor Weasley, muy agitado, al
mismo tiempo que giraba la cabeza para asegurarse de que nadie podía oírlos—. Debía de querer
enterarse de si te habían expulsado o no. Cuando te lleve a casa le dejaré una nota a Dumbledore; le
conviene saber que Malfoy ha estado hablando con Fudge otra vez.
—¿Y qué asunto privado debe de ser ese del que tienen que tratar?
—Oro, supongo —contestó el señor Weasley, enojado—. Malfoy lleva años haciendo generosas
donaciones de todo tipo. Así se congracia con la gente que le interesa… y de ese modo puede pedir
favores, retrasar leyes que no le conviene que aprueben… ¡Ah, sí, Lucius Malfoy está muy bien
relacionado!
Llegó el ascensor, que iba vacío, con excepción de una nube de memorándum que revolotearon
alrededor de la cabeza del señor Weasley mientras él pulsaba el botón del Atrio y se cerraban las
puertas. Irritado, el hombre movió la mano para apartarlos.
—Señor Weasley —dijo Harry lentamente—, si Fudge se reúne conmortífagoscomo Malfoy, si los ve
a solas, ¿cómo podemos saber que no le han echado una maldiciónImperius?
—No creas que no se nos ha ocurrido ya, Harry —respondió el señor Weasley en voz baja—. Pero
Dumbledore cree que de momento Fudge actúa por voluntad propia, lo cual, como también dice
Dumbledore, no supone un gran consuelo. Pero ahora más vale que no hablemos de eso, Harry.
Se abrieron las puertas y salieron al Atrio, que en ese instante estaba casi desierto. Eric, el mago de
seguridad, volvía a estar escondido trasEl Profeta.Cuando ya habían pasado la fuente dorada, Harry se
acordó de algo.
—Un momento —le pidió al señor Weasley, y sacando su monedero del bolsillo, volvió junto a la
fuente.
Miró el hermoso rostro del mago, pero visto de cerca Harry lo encontró débil y estúpido. La bruja lucía
una sonrisa insulsa de aspirante a reina de un concurso de belleza, y por lo que Harry sabía de los
duendes y los centauros, no era nada probable que los pillaran contemplando con tanto embeleso a
ningún humano. Sólo la actitud de repulsivo servilismo del elfo doméstico resultaba convincente.
Sonriendo al pensar en lo que diría Hermione si viera la estatua del elfo, Harry le dio la vuelta al
monedero y vació no sólo diez galeones, sino todo su contenido en el estanque.
—¡Lo sabía! —gritó Ron lanzando puñetazos al aire—. ¡Siempre te libras de todo!
—Estaba clarísimo que tendrían que absolverte —dijo Hermione, que cuando Harry entró en la cocina
parecía a punto de desmayarse de la ansiedad, y que en ese instante se tapaba los ojos con una mano
temblorosa—. No podían acusarte de nada.
—Pues estáis todos muy aliviados teniendo en cuenta que creíais que me absolverían —comentó Harry,
sonriente.
La señora Weasley se secaba las lágrimas con el delantal, y Fred, George y Ginny se habían puesto a
bailar una especie de danza guerrera al son de una canción que decía:
—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!
—¡Basta! ¡Calmaos! —gritó el señor Weasley, aunque él también sonreía—. Oye, Sirius, hemos visto a
Lucius Malfoy en el Ministerio…
—¿Qué? —saltó Sirius.
—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!
—¡Callaos, vosotros tres! Sí. Lo hemos visto hablando con Fudge en la novena planta; luego han
subido juntos al despacho de Fudge. Dumbledore debería saberlo.
—Desde luego —coincidió Sirius—. Se lo diremos, no te preocupes.
—Bueno, tengo que irme, hay un inodoro que vomita esperándome en Bethnal Green. Molly, llegaré
tarde, debo cubrir a Tonks, pero quizá Kingsley venga a cenar…
—Se ha librado, se ha librado, se ha librado…
—¡Basta! ¡Fred, George, Ginny! —chilló la señora Weasley cuando su marido salió de la cocina—.
Harry, querido, ven y siéntate, come algo, que apenas has desayunado.
Ron y Hermione se sentaron enfrente de Harry, que no los había visto tan contentos desde su llegada a
Grimmauld Place, y el vertiginoso alivio del muchacho, que su encuentro con Lucius Malfoy había
estropeado un poco, volvió a dispararse. De pronto la sombría casa resultaba más cálida y acogedora;
hasta Kreacher le pareció menos feo cuando éste metió la nariz en la cocina para investigar el origen de
todo aquel alboroto.
—Claro, cuando Dumbledore se puso de tu lado, no había forma de que te condenaran —observó Ron
alegremente mientras servía enormes cucharadas de puré de patatas en los platos.
—Sí, Dumbledore me echó una mano —afirmó Harry. Tenía la impresión de que habría resultado muy
desagradecido, por no decir infantil, que dijera: «Pero me habría gustado que me hubiera dicho algo. O
que por lo menos me hubiera mirado.»
Y cuando estaba pensándolo, la cicatriz de la frente empezó a arderle tanto que tuvo que tapársela con
una mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hermione, alarmada.
—La cicatriz —murmuró Harry—. Pero no es nada… Ahora me pasa con mucha frecuencia.
Los demás no se habían dado cuenta, pues todos se servían comida mientras seguían saboreando la
absolución de Harry. Fred, George y Ginny seguían cantando y Hermione estaba muy nerviosa, pero
antes de que pudiera decir algo, Ron se le adelantó:
—Seguro que Dumbledore vendrá esta noche para celebrarlo con nosotros.
—No creo que pueda venir, Ron —intervino la señora Weasley al mismo tiempo que ponía un inmenso
plato de pollo asado delante de Harry—. Ahora está muy ocupado.
—Se ha librado, se ha librado, se ha librado…
—¡Callaos! —rugió la señora Weasley.
En los días que siguieron, a Harry no se le escapó que en el número 12 de Grimmauld Place había una
persona a la que no parecía alegrarle mucho saber que él regresaría a Hogwarts. Al enterarse de la
noticia, Sirius interpretó bien su papel expresando su satisfacción, estrujándole la mano y sonriendo
encantado como todos los demás. Sin embargo, poco después se mostró más malhumorado y hosco que
antes; cada vez hablaba menos, incluso con Harry, y pasaba mucho tiempo encerrado en la habitación
de su madre con Buckbeak.
—¡No te sientas culpable! —exclamó Hermione con contundencia unos días más tarde, después de que
Harry les confesara a Ron y a ella sus sentimientos mientras limpiaban un mohoso armario del tercer
piso—. Tu lugar está en Hogwarts, y Sirius lo sabe. La verdad, creo que su actitud es muy egoísta.
—No seas tan dura, Hermione —dijo Ron con el entrecejo fruncido mientras intentaba arrancarse un
poco de moho que se le había pegado en el dedo—; a ti tampoco te haría ninguna gracia tener que
quedarte encerrada en esta casa sin ninguna compañía.
—¡Tendrá compañía! —replicó Hermione—. Ahora esta casa es el cuartel general de la Orden del
Fénix, ¿no? Lo que pasa es que se había hecho ilusiones de que Harry viniera a vivir con él.
—No, no lo creo —intervino Harry retorciendo su bayeta—. Cuando le pregunté si me dejaría venir a
vivir aquí, no me dio una respuesta clara.
—Porque no quería hacerse más ilusiones —sugirió Hermione hábilmente—. Y seguro que él también
se sentía un poco culpable porque creo que, en el fondo, confiaba en que te expulsaran. Así los dos
seríais unos marginados.
—¡No digas tonterías! —saltaron Harry y Ron al unísono, pero Hermione sólo se encogió de hombros.
—Como queráis. Pero en parte creo que la madre de Ron está en lo cierto, y que a veces Sirius se hace
un lío y no sabe si tú eres tú o tu padre, Harry.
—¿Insinúas que está tocado del ala? —replicó el muchacho acaloradamente.
—No, sólo creo que ha pasado mucho tiempo solo —se limitó a decir Hermione.
Entonces la señora Weasley entró en el dormitorio.
—¿Todavía no habéis terminado? —preguntó, metiendo la cabeza en el armario.
—¡Pensaba que habías venido a decirnos que descansáramos un poco! —protestó Ron—. ¿Sabes la
cantidad de moho que hemos sacado desde que llegamos aquí?
—¿No teníais tantas ganas de ayudar a la Orden? —dijo la señora Weasley—. Pues podéis colaborar
convirtiendo el cuartel general en un sitio habitable.
—Me siento como un elfo doméstico —refunfuñó Ron.
—¡Mira, ahora que entiendes lo tristes que son sus vidas, quizá colabores un poco más con laPEDDO!
—sugirió Hermione, esperanzada, mientras la señora Weasley los dejaba de nuevo solos—. Tal vez no
sea mala idea demostrar a la gente lo espantoso que es pasarse el día limpiando; podríamos organizar
una limpieza benéfica de la sala común de Gryffindor, y todos los donativos irían a parar a la PEDDO.
Así conseguiríamos mentalizar a la gente y al mismo tiempo recogeríamos fondos.
—Yo estoy dispuesto a pagarte para que dejes de hablar delPEDDO—masculló Ron con fastidio, pero
procurando que sólo Harry oyera el comentario.
A medida que se acercaba el final de las vacaciones, Harry cada vez fantaseaba más sobre Hogwarts;
estaba ansioso por volver a ver a Hagrid, por jugar al quidditch, incluso por pasear por los huertos hasta
los invernaderos de Herbología; sería un placer salir de aquella polvorienta y mohosa casa donde la
mitad de los armarios todavía estaban cerrados con llave y donde Kreacher, escondido, te lanzaba
insultos al pasar, aunque Harry no comentaba nada de todo eso cuando Sirius podía oírlo.
Lo cierto era que vivir en el cuartel general del movimiento antiVoldemort no era ni tan interesante ni
tan emocionante como Harry se había imaginado antes de pasar por esa experiencia. Aunque miembros
de la Orden del Fénix entraban y salían con regularidad (a veces se quedaban a comer o a cenar, y
otras, sólo el tiempo necesario para hablar con alguien en voz baja), la señora Weasley se encargaba de
que Harry y los demás no oyeran nada (con orejas extensibles o sin ellas), y nadie, ni siquiera Sirius,
creía que Harry necesitara saber nada más de lo que le habían contado la noche de su llegada.
El último día de las vacaciones, Harry estaba limpiando los excrementos de Hedwig de lo alto del
armario cuando Ron entró en su dormitorio con un par de sobres.
—Han llegado las listas de libros —anunció lanzándole una carta a Harry, que estaba subido a una silla
—. Ya era hora, pensaba que se habían olvidado; normalmente llegan mucho antes…
Harry metió los últimos excrementos en una bolsa de basura y la lanzó por encima de la cabeza de Ron
a la papelera que había en un lado, la cual se la tragó y soltó un fuerte eructo. Entonces abrió el sobre.
Contenía dos trozos de pergamino: uno era la nota habitual que le recordaba que el curso empezaba el
uno de septiembre, y en el otro estaban detallados los libros que necesitaría para el próximo curso.
—Sólo hay dos nuevos —comentó leyendo la lista—.Libro reglamentario de hechizos, 5° curso,de
Miranda Goshawk, yTeoría de defensa mágica,de Wilbert Slinkhard.
¡CRAC!
Fred y George se habían aparecido al lado de Harry. Él ya estaba tan acostumbrado a que lo hicieran
que ni siquiera se cayó de la silla.
—Nos gustaría saber quién ha elegido el libro de Slinkhard —comentó Fred.
—Porque eso significa que Dumbledore ha encontrado un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes
Oscuras añadió George.
—Y ya era hora, por cierto —dijo Fred.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Harry saltando de la silla.
—Verás, hace unas semanas captamos con las orejas extensibles una conversación de papá y mamá —
le explicó Fred—, y por lo que decían, a Dumbledore le estaba costando mucho trabajo encontrar a
alguien que estuviera dispuesto a dar esa asignatura este año.
—Lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta lo que les ha pasado a los cuatro anteriores —apuntó
George.
—Uno despedido, uno muerto, uno sin memoria y uno encerrado nueve meses en un baúl —contó
Harry ayudándose con los dedos—. Sí, ya te entiendo.
—¿Qué te pasa, Ron? —le preguntó Fred a su hermano.
Ron no contestó, y Harry se dio la vuelta y vio que su amigo estaba de pie, muy quieto, con la boca un
poco abierta, contemplando la carta que había recibido de Hogwarts.
—¿Qué pasa? —insistió Fred, y se colocó detrás de Ron para ver el trozo de pergamino por encima de
su hombro. Fred también abrió la boca—. ¿Prefecto? —dijo, mirando la nota con incredulidad—. ¿Tú,
prefecto?
George se abalanzó sobre su hermano menor, le arrancó el sobre que tenía en la otra mano y lo puso
boca abajo. Harry vio que una cosa de color escarlata y dorado caía en la palma de la mano de George.
—No puede ser —murmuró éste en voz baja.
—Tiene que haber un error —aseguró Fred arrancándole la carta de la mano a Ron y poniéndola a
contraluz, como si buscara una filigrana—. Nadie en su sano juicio nombraría prefecto a Ron. —Los
gemelos giraron la cabeza al unísono y se quedaron mirando a Harry—. ¡Estábamos seguros de que te
nombrarían a ti! —exclamó Fred con un tono que sugería que Harry los había engañado.
—¡Creíamos que Dumbledore se vería obligado a nombrarte a ti! —dijo George con indignación.
—¡Después de ganar el Torneo de los tres magos! —añadió Fred.
—Supongo que todo el jaleo lo ha perjudicado —le comentó George a su gemelo.
—Sí —repuso Fred—. Sí, has causado demasiados problemas, amigo. Bueno, al menos uno de
vosotros dos tiene claro cuáles son sus prioridades. —Y se acercó a Harry y le dio una palmada en la
espalda mientras le lanzaba una mirada mordaz a Ron—. Prefecto… El pequeño Ronnie, prefecto…
—¡Oh, no va a haber quien aguante a mamá! —gruñó George poniéndole la insignia de prefecto en la
mano a Ron, como si pudiera contaminarse con ella.
Ron, que todavía no había dicho nada, cogió la insignia, se quedó mirándola un momento y luego se la
mostró a Harry. Parecía que le pedía una confirmación de su autenticidad. Harry la cogió. Había una
gran «P» superpuesta en el león de Gryffindor. Había visto una insignia idéntica en el pecho de Percy
en su primer día en Hogwarts.
En ese momento la puerta se abrió de par en par y Hermione irrumpió en la habitación con las mejillas
coloradas y el pelo por los aires. Llevaba un sobre en la mano.
—¿Vosotros… también…? —Vio la insignia que Harry tenía en la mano y soltó un chillido—. ¡Lo
sabía! —gritó emocionada blandiendo su carta—. ¡Yo también, Harry, yo también!
—No —se apresuró a decir Harry, y le puso la insignia en la mano a Ron—. No es mía, es de Ron.
—¿Cómo dices?
—El prefecto es Ron, no yo.
—¿Ron? —se extrañó la chica, y se quedó con la boca abierta—. Pero… ¿estás seguro? Quiero decir…
Se puso muy roja cuando Ron la miró con expresión desafiante.
—El sobre va dirigido a mi nombre —afirmó él.
—Yo… —balbuceó Hermione muy apabullada—. Yo… Bueno… ¡Vaya! ¡Felicidades, Ron! Es
totalmente…
—Inesperado —acabó George haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—No —dijo Hermione ruborizándose aún más—, no, no es nada inesperado. Ron ha hecho cantidad
de… Es verdaderamente…
La puerta que había a su espalda se abrió un poco más y la señora Weasley entró en la habitación
cargada de ropa recién planchada.
—Ginny me ha dicho que por fin han llegado las listas de libros —comentó echando un vistazo a los
sobres mientras iba hacia la cama y empezaba a ordenar la ropa en dos montones—. Si me las dais, iré
al callejón Diagon esta tarde y os compraré los libros mientras vosotros hacéis el equipaje. Ron, tendré
que comprarte más pijamas, éstos se te han quedado al menos quince centímetros cortos. No puedo
creer que hayas crecido tanto… ¿De qué color los quieres?
—Cómpraselos rojos y dorados para que hagan juego con su insignia —dijo George con una sonrisita
de suficiencia.
—¿Para que hagan juego con qué? —preguntó la señora Weasley, distraída, mientras doblaba unos
calcetines granates y los colocaba en el montón de ropa de Ron.
—Con su insignia —respondió Fred como quien quiere liquidar un asunto desagradable cuanto antes
—. Su preciosa y reluciente nueva insignia de prefecto.
Las palabras de Fred tardaron un momento en llegar al cerebro de la señora Weasley, pero fulminaron
su preocupación por los pijamas de su hijo.
—Su… Pero si… Ron, tú no… —Ron le enseñó la insignia y la señora Weasley soltó un chillido muy
parecido al de Hermione—. ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! ¡Oh, Ron, qué maravilla! ¡Prefecto!
¡Como todos en la familia!
—¿Y quiénes somos Fred y yo, los vecinos de enfrente? —preguntó George, indignado, cuando su
madre lo apartó de un empujón y se lanzó a abrazar a su hijo menor.
—¡Ya verás cuando lo sepa tu padre! ¡Ron, estoy tan orgullosa de ti, qué noticia tan fabulosa, quizá
acaben nombrándote delegado, como a Bill y a Percy, es el primer paso! ¡Oh, qué gran noticia en
medio de todos estos problemas, estoy encantada, oh, Ronnie!
A espaldas de su madre, Fred y George se pusieron a fingir que vomitaban, pero la señora Weasley no
se dio ni cuenta porque estaba abrazada a Ron, cubriéndole la cara de besos. Ron estaba más colorado
que su insignia.
—Mamá…, no… Mamá, contrólate… —balbuceó intentando apartarla.
La señora Weasley lo soltó y, casi sin aliento, dijo:
—Bueno, ¿qué quieres que te regalemos? A Percy le regalamos una lechuza, pero tú ya tienes una,
claro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el chico, que no podía dar crédito a sus oídos.
—¡Mereces una recompensa por esto! —afirmó la señora Weasley con cariño— ¿Qué te parece una
túnica de gala nueva?
—Nosotros ya le hemos comprado una —dijo Fred con amargura, como si lamentara sinceramente
tanta generosidad.
—O un caldero nuevo. El de Charlie está tan viejo que está agujereándose. O una rata nueva; siempre
te gustó Scabbers…
—Mamá —aventuró Ron esperanzado—, ¿podéis comprarme una escoba? —El rostro de la mujer se
ensombreció un poco, pues las escobas eran caras—. ¡No hace falta que sea muy buena! —se apresuró
a añadir Ron—. Me conformo con que sea nueva…
La señora Weasley vaciló, pero acabó sonriendo.
—Claro que sí, hijo mío… Bueno, será mejor que me dé prisa si también tengo que comprar una
escoba. Ya os veré más tarde… ¡El pequeño Ronnie, prefecto! Y no os olvidéis de hacer el equipaje…
¡Prefecto! ¡Oh, qué nerviosa estoy!
Volvió a besar a Ron en la mejilla, aspiró ruidosamente por la nariz y salió a toda velocidad de la
habitación.
Fred y George se miraron.
—No te importará que nosotros no te besemos, ¿verdad, Ron? —dijo Fred con una voz falsamente
nerviosa.
—Si quieres, podemos hacerte una reverencia —añadió George.
—Dejadme en paz —replicó Ron frunciendo el entrecejo.
—Y si no te dejamos en paz, ¿qué? —dijo Fred dibujando una maliciosa sonrisa—. ¿Vas a castigarnos?
—Me encantaría ver cómo lo intenta —se burló George.
—¡Podría hacerlo si no os andáis con cuidado! —intervino una enojada Hermione.
Fred y George rompieron a reír, y Ron murmuró:
—Déjalo ya, Hermione.
—Vamos a tener que ir con mucho cuidado, George —dijo Fred fingiendo que temblaba—, con estos
dos vigilándonos…
—Sí, por lo visto se nos ha acabado lo de hacer el gamberro —añadió George moviendo la cabeza.
Y con otro sonoro ¡crac!, los gemelos se desaparecieron.
—¡Vaya par! —exclamó Hermione, furiosa, mirando al techo, a través del cual oían a Fred y a George,
que se reían a carcajadas en la habitación del piso de arriba—. No les hagas caso, Ron, lo que ocurre es
que están celosos.
—No lo creo —dijo Ron mirando también hacia el techo—. Siempre han dicho que sólo nombran
prefectos a los imbéciles… —Luego, con un tono de voz más alegre, continuó—: Pero ¡ellos nunca han
tenido escobas nuevas! Me habría gustado ir con mamá y elegirla… Ella no me puede comprar una
Nimbus, pero ha salido una Barredora nueva que me encantaría… Sí, creo que voy a decirle que me
gustaría que me comprara una Barredora, para que lo sepa…
Salió corriendo de la habitación, y Harry y Hermione se quedaron solos.
Por algún extraño motivo, a Harry no le apetecía nada mirar a Hermione. Se volvió hacia su cama,
cogió el montón de ropa limpia que la señora Weasley había dejado encima y fue hacia su baúl.
—Harry… —empezó a decir la muchacha con timidez.
—Felicidades, Hermione —dijo Harry tan efusivamente que no parecía su voz; y, todavía sin mirarla,
añadió—: Es fantástico. Prefecta. Genial.
—Gracias —contestó Hermione—. Esto… Harry, ¿me prestas aHedwigpara que pueda contárselo a
mis padres? Se pondrán muy contentos. Bueno, creo que entenderán lo que significa que me hayan
nombrado prefecta.
—¡Sí, claro! —exclamó Harry con aquella espantosa voz efusiva que no le pertenecía—. ¡Cógela!
Se inclinó sobre su baúl, puso las túnicas en el fondo y fingió que buscaba algo dentro, mientras
Hermione iba hacia el armario y llamaba aHedwig. Pasaron unos momentos; Harry oyó que se cerraba
la puerta, pero siguió doblado por la cintura, escuchando; lo único que oía eran las risitas del cuadro en
blanco de la pared y los eructos de la papelera del rincón.
Se enderezó y giró la cabeza. Hermione se había marchado y Hedwig no estaba. Harry volvió con
lentitud a su cama y se sentó en ella, clavando la vista en las patas del armario.
Había olvidado por completo que elegían a los prefectos en quinto. Había estado tan preocupado con la
posibilidad de que lo expulsaran del colegio que no se había parado a considerar que las insignias
debían de estar viajando hacia sus destinatarios. Pero si lo hubiera recordado…, si hubiera pensado en
ello… ¿qué expectativas habría tenido?
«Ésta no, desde luego», dijo una discreta pero sincera voz en su cerebro.
Harry hizo una mueca y se tapó la cara con ambas manos. No podía engañarse a sí mismo: si hubiera
sabido que una insignia de prefecto iba en camino, se habría imaginado que sería para él, no para Ron.
¿Lo convertía eso en una persona tan arrogante como Draco Malfoy? ¿Se consideraba superior a los
demás? ¿De verdad creía que era mejor que Ron?
«No», dijo la voz, desafiante.
¿Era eso cierto?, se preguntó Harry, angustiado, poniendo a prueba sus sentimientos.
«Yo soy mejor enquidditch—afirmó la voz—. Pero no soy mejor en nada más.»
Era la pura verdad, pensó Harry; no era mejor que Ron en clase. Pero ¿y fuera de clase? ¿Y las
aventuras que él, Ron y Hermione habían vivido juntos desde que llegaron a Hogwarts, arriesgándose
muchas veces a cosas peores que la expulsión?
«Bueno, Ron y Hermione casi siempre estaban conmigo», aseguró la voz.
«Pero no siempre —discutió Harry—. Ellos no pelearon conmigo contra Quirrell. Ellos no se
enfrentaron a Ryddle ni al basilisco, ni se libraron de losdementoresla noche que Sirius escapó, ni
estaban conmigo en el cementerio la noche que regresó Voldemort…»
Y volvió a asaltarlo aquella sensación de injusticia que había tenido la noche de su llegada a la casa.
«Es evidente que yo he hecho muchas más cosas —pensó Harry con indignación—. ¡He hecho muchas
más cosas que ellos dos!»
«Pero, a lo mejor —aventuró la vocecita con imparcialidad—, Dumbledore no elige a los prefectos por
haberse metido en un montón de situaciones peligrosas… Quizá los elija por otros motivos… Ron debe
de tener algo que tú no tienes…»
Harry abrió los ojos y miró entre sus dedos las patas con forma de garras del armario, recordando lo
que había dicho Fred: «Nadie en su sano juicio nombraría prefecto a Ron…»
Harry soltó una breve risotada. Un segundo más tarde estaba asqueado de sí mismo.
Ron no le había pedido a Dumbledore que le diera una insignia de prefecto. Ron no era culpable de
nada. ¿Iba a deprimirse Harry, el mejor amigo que Ron tenía en el mundo, porque él no tenía una
insignia? ¿Iba a reírse con los gemelos a espaldas de Ron, iba a estropearle la fiesta a su amigo cuando,
por primera vez, lo había superado a él en algo?
Entonces Harry volvió a oír los pasos de Ron por la escalera. Se levantó, se colocó bien las gafas y
sonrió cuando Ron entró dando saltos por la puerta.
—¡La he pillado! —exclamó alegremente—. Dice que si puede me comprará la Barredora.
—Qué bien —dijo Harry, y sintió un gran alivio al comprobar que su voz había dejado de sonar efusiva
—. Oye, Ron… Bueno, te felicito, amigo.
La sonrisa de los labios de Ron se esfumó de inmediato.
—¡Nunca pensé que fueran a dármela a mí! —aseguró, haciendo un gesto negativo con la cabeza—.
¡Estaba convencido de que te la darían a ti!
—No, yo he causado demasiados problemas —afirmó Harry, repitiendo las palabras de Fred.
—Ya. Sí, debe de ser por eso… Bueno, será mejor que hagamos el equipaje, ¿no?
Parecía mentira cómo se habían esparcido sus cosas desde que habían llegado a la casa. Les llevó casi
toda la tarde recoger sus libros y sus objetos personales, que estaban desperdigados por todas partes, y
meterlos en los baúles del colegio. Harry se fijó en que Ron llevaba su insignia de prefecto de un lado a
otro: primero la dejó en la mesilla de noche, luego se la puso en el bolsillo de los vaqueros, y por fin la
sacó y la dejó sobre sus túnicas dobladas, como si quisiera ver cómo quedaba el rojo sobre el negro.
Pero cuando Fred y George entraron en la habitación y amenazaron con pegársela en la frente con un
encantamiento de presencia permanente, Ron la envolvió con ternura con sus calcetines granates y la
guardó bajo llave en el baúl.
La señora Weasley regresó del callejón Diagon hacia las seis, cargada de libros y con un largo paquete
envuelto con papel marrón que Ron le quitó de las manos con un gemido de deseo contenido.
—No la desenvuelvas ahora; está llegando la gente para cenar y os quiero a todos abajo —dijo la
señora Weasley, pero en cuanto se perdió de vista, Ron arrancó el papel en un arrebato de euforia y,
extasiado, examinó centímetro a centímetro su nueva escoba.
Abajo, en el sótano, la señora Weasley había colgado una pancarta roja sobre la mesa, llena a rebosar
de comida, que decía:
FELICIDADES
RON Y HERMIONE
NUEVOS PREFECTOS
Harry no la había visto de tan buen humor en todas las vacaciones.
—Me ha parecido buena idea celebrar una pequeña fiesta en lugar de servir la cena en la mesa —
explicó a Harry, Ron, Hermione, Fred, George y Ginny cuando entraron en la sala—. Tu padre y Bill
están en camino, Ron. Les he enviado una lechuza y están entusiasmados —añadió, radiante.
Fred puso los ojos en blanco.
Sirius, Lupin, Tonks y Kingsley Shacklebolt ya estaban allí, yOjolocoMoody entró poco después de
que Harry se sirviera una cerveza de mantequilla.
—¡Oh, Alastor, me alegro de verte! —exclamó la señora Weasley jovialmente, mientras Ojoloco se
quitaba la capa de viaje haciendo un movimiento con los hombros—. Hace mucho tiempo que
queríamos pedírtelo… ¿Podrías echarle un vistazo al escritorio del salón y decirnos qué hay dentro? No
hemos querido abrirlo por si se trata de algo peligroso.
—No te preocupes, Molly… —El ojo de color azul eléctrico de Moody giró hacia arriba y se clavó en
el techo de la cocina—. En el salón… —gruñó mientras se le contraía la pupila—. ¿Ese escritorio del
rincón? ¡Ah, sí, ya lo veo! Sí, es unboggart… ¿Quieres que suba y me deshaga de él, Molly?
—No, no, ya lo haré yo más tarde —dijo la señora Weasley sin dejar de sonreír—. Ahora tómate algo.
Verás, hoy hemos organizado una pequeña fiesta… —Señaló la pancarta roja—. ¡El cuarto prefecto de
la familia! —añadió con orgullo, alborotándole el pelo a Ron.
—Conque prefecto… —gruñó Moody observando a Ron con su ojo normal mientras el mágico giraba
y se quedaba mirando hacia la sien. Harry tuvo la desagradable sensación de que lo contemplaba a él, y
fue hacia donde estaban Sirius y Lupin—. Bueno…, felicidades —dijo Moody fulminando a Ron con
su ojo normal—, las figuras de autoridad siempre atraen problemas, pero supongo que Dumbledore
cree que tú puedes soportar cualquier embrujo, porque si no, no te habría nombrado a ti…
Ron se asustó un poco ante aquella interpretación del asunto, pero se libró de tener que contestar
gracias a la llegada de su padre y de su hermano mayor. La señora Weasley estaba de tan buen humor
que ni siquiera protestó porque hubieran llevado a Mundungus con ellos; éste llevaba un largo abrigo
que tenía extraños bultos en sitios donde no debía tenerlos, y declinó el ofrecimiento de quitárselo y
dejarlo con la capa de viaje de Moody.
—Bueno, creo que la ocasión merece un brindis —anunció el señor Weasley cuando todos tenían ya su
copa. Levantó la suya y dijo—: ¡Por Ron y por Hermione, los nuevos prefectos de Gryffindor!
Ron y Hermione sonrieron encantados mientras los demás bebían a su salud, y luego todos aplaudieron.
—Yo nunca fui prefecta —comentó alegremente Tonks, que estaba detrás de Harry, cuando todos
fueron hacia la mesa para servirse. Ese día llevaba el cabello de color rojo tomate, y largo hasta la
cintura; parecía la hermana mayor de Ginny— El jefe de mi casa decía que me faltaban ciertas
cualidades indispensables.
—¿Como cuáles? —preguntó Ginny, que estaba sirviéndose una patata asada.
—Como la capacidad de comportarme —respondió Tonks.
Ginny rió; Hermione no sabía si sonreír o no, y solucionó el dilema bebiendo un enorme trago de
cerveza de mantequilla y atragantándose con él.
—¿Y tú, Sirius? —preguntó Ginny mientras le daba una palmada en la espalda a Hermione.
Sirius, que estaba junto a Harry, soltó su atronadora risa.
—A nadie se le habría ocurrido nombrarme prefecto porque me pasaba demasiado tiempo castigado
con James. El bueno era Lupin, a él sí le dieron la insignia.
—Creo que Dumbledore albergaba esperanzas de que yo ejerciera cierto control sobre mis mejores
amigos —terció Lupin—. Ni que decir tiene que fracasé estrepitosamente.
Harry se animó al descubrir que su padre tampoco había sido prefecto y entonces la fiesta empezó a
resultar más agradable; se llenó el plato y, de pronto, todo el mundo parecía mucho más simpático.
Ron no paraba de hablar, entusiasmado, de su nueva escoba con todo el que estuviera dispuesto a
escucharlo.
—… de cero a ciento diez en diez segundos. No está mal, ¿eh? Imagínate, la Cometa 290 sólo tiene una
aceleración de cero a sesenta, y eso con un viento de cola apropiado, segúnEl mundo de la escoba.
Hermione hablaba muy seriamente con Lupin de su opinión sobre los derechos de los elfos.
—Mire, es tan absurdo como la segregación de los hombres lobo, ¿no le parece? Todo proviene de esa
horrible tendencia de los magos a considerarse superiores al resto de las criaturas…
La señora Weasley y Bill discutían sobre el pelo de este, como siempre.
—… se está descontrolando, y eres tan guapo… Te quedaría mucho mejor corto, ¿no crees, Harry?
—Oh… No sé… —contestó él, un tanto alarmado cuando le pidieron su opinión; se alejó de ellos y fue
hacia Fred y George, que estaban apiñados en un rincón junto a Mundungus.
Éste dejó de hablar en cuanto vio a Harry, pero Fred le guiñó un ojo e hizo señas al muchacho para que
se acercara.
—No pasa nada —aseguró Fred a Mundungus—. Podemos confiar en Harry; es nuestro patrocinador.
—Mira lo que nos ha traído Dung —dijo George mostrándole a Harry una mano llena de unas cosas
negras que parecían vainas resecas. Emitían un ruidito vibrante pese a estar completamente quietas—.
Son semillas de tentácula venenosa. Las necesitamos para los Surtidos Saltaclases, pero son una
Sustancia No Comerciable de Clase C, y por eso nos ha costado un poco conseguirlas.
—¿Cuánto dices, Dung? ¿Diez galeones el lote? —preguntó Fred.
—Ya sabes los problemas que he tenido para hacerme con ellas —respondió Mundungus abriendo aún
más los caídos y enrojecidos ojos—. Lo siento, muchachos, pero no puedo bajar de veinte.
—A Dung le encanta bromear —le dijo Fred a Harry.
—Sí, hasta ahora su mejor chiste fue pedirnos seissicklespor una bolsa de púas deknarl—añadió
George.
—Tened cuidado —les advirtió Harry con disimulo.
—¿Qué pasa? —inquirió Fred—. ¡Ah, no te preocupes! Mamá está muy ocupada arrullando al prefecto
Ron.
—Pero Moody os podría estar vigilando —señaló Harry.
Mundungus, nervioso, giró la cabeza.
—Es verdad —gruñó—. Está bien, chicos, os las dejo por diez si os las lleváis ahora mismo.
—¡Gracias, Harry! —exclamó Fred con gran alegría cuando Mundungus vació sus bolsillos en las
manos de los gemelos y se escabulló hacia donde estaba la comida—. Será mejor que las subamos a la
habitación…
Harry vio cómo se marchaban y se quedó un tanto preocupado. Se le acababa de ocurrir que el señor y
la señora Weasley querrían saber cómo financiaban Fred y George su negocio de artículos de broma
cuando por fin lo descubrieran, lo cual acabaría pasando tarde o temprano. En su momento había
resultado muy sencillo entregar a los gemelos el premio en metálico del Torneo de los tres magos, pero
¿y si eso acababa provocando otra pelea familiar y una crisis parecida a la que había causado Percy?
¿Seguiría considerando la señora Weasley a Harry como un hijo si se enteraba de que él había
contribuido a que Fred y George empezaran una carrera que ella consideraba inadecuada?
Se quedó plantado donde lo habían dejado los gemelos, sin otra compañía que el peso de su sentimiento
de culpa en el fondo del estómago, y entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre. La profunda
voz de Kingsley Shacklebolt se oía incluso en medio de todo aquel alboroto.
—¿… por qué Dumbledore no ha nombrado prefecto a Potter? —preguntaba Kingsley.
—Debe de tener sus razones —respondió Lupin.
—Pero así le habría demostrado que confía en él. Es lo que habría hecho yo —insistió Kingsley—,
sobre todo ahora queEl Profetase mete con él sin parar.
Harry no se dio la vuelta; no quería que Lupin y Kingsley supieran que los había oído. Pese a que no
tenía ni pizca de hambre, siguió el ejemplo de Mundungus y se dirigió hacia la mesa. El placer que
había empezado a encontrar en la fiesta se había evaporado con la misma rapidez con que había
llegado; le habría gustado estar arriba, en la cama.
OjolocoMoody olfateaba un muslo de pollo con lo que le quedaba de nariz; evidentemente, no detectó
ni rastro de veneno, porque le asestó un mordisco y arrancó un buen trozo de carne.
—…el mango es de roble español, con barniz antiembrujos y control de vibración incorporado… —le
decía Ron a Tonks.
La señora Weasley bostezó sin disimulo.
—Bueno, creo que voy a ocuparme de ese boggart antes de acostarme… Arthur, no quiero que los
niños se vayan a dormir demasiado tarde, ¿entendido? Buenas noches, Harry, querido —añadió, y salió
de la cocina.
El muchacho dejó su plato y se preguntó si sería capaz de seguirla sin llamar la atención.
—¿Estás bien, Potter? —le preguntó entonces Moody.
—Sí, muy bien —mintió él.
Moody bebió un sorbo de su petaca; su ojo azul eléctrico miraba de soslayo a Harry.
—Ven aquí, tengo una cosa que quizá te interese —dijo, sacando una vieja y destrozada fotografía
mágica de un bolsillo interior de su túnica—. La Orden del Fénix original —gruñó Moody—. La
encontré anoche mientras buscaba mi capa invisible de recambio, dado que Podmore no ha tenido la
decencia de devolverme la que le presté, que por cierto es la buena… Pensé que a alguien le gustaría
verla.
Harry cogió la fotografía. En ella había un grupo de gente que le devolvía la mirada; algunos lo
saludaban con la mano y otros se levantaban las gafas.
—Ése soy yo —dijo Moody, señalándose, aunque no hacía ninguna falta. El Moody de la fotografía era
inconfundible, pese a que no tenía el cabello tan gris y su nariz estaba intacta—. Y el que está a mi lado
es Dumbledore; al otro lado tengo a Dedalus Diggle… Ésa es Marlene McKinnon; la asesinaron dos
días después de que se tomara esta fotografía; de hecho, mataron a toda su familia. Ésos son Frank y
Alice Longbottom…
El estómago de Harry, que ya estaba un poco revuelto, se encogió al ver a Alice Longbottom; su cara,
redonda y simpática, le resultaba muy familiar pese a que no la conocía, porque era la viva imagen de
su hijo Neville.
—… pobrecillos —gruñó Moody—. Preferiría morir a que me pasara lo que les pasó a ellos… Y ésa es
Emmeline Vance, ya la conoces, y ese otro es Lupin, evidentemente… Benjy Fenwick, que también se
fue al otro barrio; sólo encontramos unos cuantos trozos de su cuerpo… Moveos un poco —añadió,
dándole unos golpecitos a la fotografía, y los retratados se desplazaron hacia un lado para que los que
quedaban tapados pudieran pasar hacia delante.
»Ese de ahí es Edgar Bones, el hermano de Amelia Bones… También se los cargaron a él y a su
familia; era un gran mago… Sturgis Podmore, vaya, qué joven está… Caradoc Dearborn, que murió
seis meses después; nunca encontramos su cadáver… Hagrid, por supuesto, está igual que siempre…
Elphias Doge, también lo conoces, no me acordaba de que antes solía llevar ese ridículo sombrero…
Gideon Prewett, hicieron falta cincomortífagospara matarlos a él y a su hermano Fabián, que pelearon
como verdaderos héroes… Moveos, moveos…
Los retratados se empujaron unos a otros y los que estaban ocultos detrás pasaron al primer plano de la
imagen.
—Ése es Aberforth, el hermano de Dumbledore; sólo lo vi ese día, era un tipo extraño… Y Dorcas
Meadowes, a quien Voldemort mató personalmente… Sirius, cuando todavía llevaba el pelo corto…
Y… ¡ahí está, pensé que esto te interesaría!
A Harry le dio un vuelco el corazón. Su padre y su madre lo miraban sonrientes, sentados uno a cada
lado de un individuo menudo y de ojos llorosos a quien Harry reconoció de inmediato: era Colagusano,
el que había revelado a Voldemort el paradero de sus padres, ayudándolo así a provocar su muerte.
—¿Qué me dices? —le preguntó Moody. Harry levantó la cabeza y miró el rostro, picado y lleno de
cicatrices, de Moody. Era evidente queOjolocotenía la impresión de que acababa de darle una alegría
a Harry.
—Vaya —dijo éste, y una vez más intentó sonreír—. Esto…, mire, acabo de recordar que he olvidado
meter en el baúl…
Pero se libró de tener que inventar un objeto que no había metido en el baúl, porque Sirius acababa de
decir:
—¿Qué es eso que tienes ahí, Moody?
Ojolocose volvió hacia Sirius, y Harry cruzó la cocina, se escabulló por la puerta y subió la escalera
antes de que alguien pudiera retenerlo.
No sabía por qué estaba tan conmocionado; al fin y al cabo, ya había visto otras fotografías de sus
padres y había conocido a Colagusano… Pero verlos aparecer así, cuando menos se lo esperaba… Eso
a nadie le gustaría, pensó con enfado…
Y además, verlos rodeados de esas otras caras sonrientes… Benjy Fenwick, al que habían encontrado
hecho pedazos, y Gideon Prewett, que había muerto como un héroe, y los Longbottom, a los que
habían torturado hasta la locura… Todos condenados a saludar alegremente con la mano desde la
fotografía, sin saber que estaban destinados a morir… Quizá Moody lo encontrara interesante, pero a
Harry le resultaba inquietante…
A continuación subió la escalera de puntillas y pasó por delante de las cabezas de elfo reducidas,
contento de volver a estar solo, pero cuando llegaba al primer rellano oyó ruidos. Había alguien
llorando en el salón.
—¿Hola? —dijo Harry.
No obtuvo respuesta, pero los sollozos continuaron. Subió de dos en dos los escalones que faltaban,
cruzó el rellano y abrió la puerta del salón.
Dentro había alguien encogido de miedo contra la oscura pared, con la varita mágica en la mano,
mientras los sollozos sacudían con violencia su cuerpo. Tirado sobre la polvorienta alfombra, en medio
de un rayo de luz de luna, y sin duda alguna muerto, estaba Ron.
Harry tuvo la sensación de que sus pulmones se quedaban sin aire; notó que se hundía en el suelo y el
cerebro se le paralizó. Ron muerto, no, no podía ser…
«Espera un momento», pensó; no podía ser, Ron estaba abajo…
—¡Señora Weasley! —gritó Harry con voz ronca.
—¡Ri-ri-riddíkulo! —sollozaba la señora Weasley, apuntando con su temblorosa varita al cuerpo de
Ron.
¡Crac!
El cuerpo de Ron se transformó en el de Bill, que estaba tumbado boca arriba con los brazos y las
piernas extendidos y los ojos muy abiertos e inexpresivos. La señora Weasley sollozó aún más fuerte.
—¡Ri-riddíkulo!—volvió a exclamar.
¡Crac!
El cuerpo del señor Weasley sustituyó al de Bill; llevaba las gafas torcidas y un hilillo de sangre
resbalaba por su cara.
—¡No! —gimió la señora Weasley—. No…¡Riddíkulo! ¡Riddíkulo!¡RIDDÍKULO!
¡Crac! Los gemelos muertos. ¡Crac! Percy muerto. ¡Crac! Harry muerto…
—¡Salga de aquí, señora Weasley! —gritó Harry contemplando su propio cuerpo sin vida, que yacía
sobre la alfombra—. ¡Deje que alguien…!
—¿Qué está pasando aquí?
Lupin había entrado corriendo en la habitación, seguido de Sirius y luego de Moody, que estaba
furioso. Lupin miró a la señora Weasley y después el cadáver de Harry echado en el suelo, y al parecer
lo entendió todo en un instante. Sacó su varita mágica y dijo con voz firme y clara:
—¡Riddíkulo!
El cadáver de Harry desapareció y una esfera plateada quedó suspendida en el aire sobre la alfombra.
Lupin sacudió una vez más su varita y la esfera desapareció tras convertirse en una bocanada de humo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —exclamó la señora Weasley, y rompió a llorar con desconsuelo tapándose la cara
con las manos.
—Molly —dijo Lupin con tono sombrío acercándose a ella—. Molly, no… —La mujer se abrazó a
Lupin y lloró a lágrima viva sobre su hombro—. Sólo era un boggart, Molly —susurró Lupin para
tranquilizarla mientras le acariciaba la cabeza— Sólo era un estúpidoboggart…
—¡Los veo m-m-muertos continuamente! —gimió la señora Weasley sin separarse de Lupin—. ¡C-ccontinuamen-te! S-s-sueño con ellos…
Sirius se quedó mirando el trozo de alfombra en el que había estado tumbado elboggartadoptando la
forma del cuerpo de Harry. Moody, por su parte, observaba al muchacho, que esquivó su mirada. Harry
tenía la extraña sensación de que el ojo mágico de Moody lo había seguido desde que había salido de la
cocina.
—N-n-no se lo cuentes a Arthur —gimoteaba la señora Weasley, restregándose desesperadamente los
ojos con los puños de la túnica—. N-n-no quiero que sepa… lo t-t-tonta que soy… —Lupin le dio un
pañuelo y la señora Weasley se sonó—. Lo siento mucho, Harry. ¿Qué vas a pensar de mí? —dijo con
voz temblorosa—. Ni siquiera soy capaz de librarme de unboggart…
—No diga tonterías —contestó Harry intentando sonreír.
—Es que estoy t-t-tan preocupada… —añadió ella, y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos—. La
mitad de la f-f-familia está en la Orden; si salimos todos con vida de ésta, será un m-m-milagro… Y PP-Percy no nos dirige la palabra… ¿Y si le p-p-pasa algo espantoso antes de que hayamos hecho las pp-paces con él? ¿Y qué s-s-sucederá si morimos Arthur y yo, quién c-c-cuidará de Ron y Ginny?
—¡Basta, Molly! —exclamó Lupin con firmeza—. Esto no es como la última vez. La Orden está más
preparada, ahora le llevamos ventaja y sabemos qué pretende Voldemort… —La señora Weasley soltó
un grito ahogado al oír ese nombre—. Vamos, Molly, ya va siendo hora de que te acostumbres a oír su
nombre. Mira, no puedo prometer que nadie vaya a resultar herido, eso no puede prometerlo nadie,
pero estamos mucho más preparados que la última vez. Entonces tú no pertenecías a la Orden y por eso
no lo entiendes. En el último enfrentamiento, los mortífagos eran veinte veces más numerosos que
nosotros y nos perseguían uno por uno.
Harry volvió a pensar en la fotografía, en los rostros sonrientes de sus padres, consciente de que Moody
seguía mirándolo.
—Y no te preocupes por Percy —dijo de pronto Sirius—. Ya rectificará. Sólo es cuestión de tiempo que
Voldemort dé la cara; en cuanto lo haga, el Ministerio en masa nos suplicará que lo perdonemos.
Aunque yo no estoy seguro de que vaya a aceptar sus disculpas —añadió con amargura.
—Y respecto a eso de quién cuidaría de Ron y Ginny si faltarais Arthur y tú —terció Lupin, esbozando
una sonrisa—, ¿qué crees que haríamos, dejarlos morir de hambre?
La señora Weasley también sonrió tímidamente.
—Qué tonta soy —volvió a murmurar secándose las lágrimas.
Sin embargo, unos diez minutos más tarde, cuando entró en su dormitorio y cerró la puerta, Harry
seguía sin pensar que la señora Weasley fuera tonta. Aún veía a sus padres sonriéndole desde la vieja
fotografía sin saber que sus vidas, como las de muchos de los que los rodeaban, estaban llegando a su
fin. La imagen delboggartque se hacía pasar por el cadáver de cada uno de los miembros de la familia
Weasley seguía apareciendo ante sus ojos.
Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz de su frente volvió a producirle un intenso dolor y se le contrajo
el estómago.
—¡Para ya! —ordenó con firmeza al mismo tiempo que se frotaba la cicatriz; inmediatamente el dolor
empezó a remitir.
—Un primer síntoma de locura: hablar contigo mismo —dijo una voz traviesa desde el cuadro en
blanco de la pared.
Harry no le hizo caso. Se sentía mayor, más que nunca, y le parecía increíble que, apenas una hora
antes, hubiera estado preocupado por una tienda de artículos de broma y por quién había recibido una
insignia de prefecto y quién no.
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