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Las palabras de la vidente
La noticia de que Harry Potter salía con Ginny Weasley dio pie a numerosos cuchicheos en el colegio, sobre todo entre las chicas; y, sin embargo, durante
unas semanas Harry tuvo la placentera y novedosa sensación de que era
inmune a los chismorreos. Al fin y al cabo, resultaba agradable que, por una vez
en la vida, hablaran de él a causa de algo que lo hacía tan feliz como no
recordaba desde mucho tiempo atrás, y no por estar involucrado en horribles
incidentes relacionados con la magia oscura.
—Y eso que la gente tiene mejores cosas para cotillear —comentó Ginny
mientras leía El Profeta sentada en el suelo de la sala común, con la espalda
apoyada en las piernas de Harry—. Esta semana ha habido tres ataques de
dementores, pero a Romilda Vane lo único que se le ocurre preguntarme es si es
cierto que llevas un hipogrifo tatuado en el pecho.
Ron y Hermione rieron a carcajadas.
—¿Y qué le has contestado? —preguntó Harry.
—Que es un colacuerno húngaro —respondió Ginny mientras pasaba la
página con aire despreocupado—. Es mucho más varonil.
—Gracias —dijo Harry con una sonrisa—. ¿Y qué le has dicho que lleva
Ron tatuado?
—Un micropuff, pero no le he dicho dónde.
Ron arrugó el entrecejo y Hermione se desternilló de risa.
—Mucho cuidado —advirtió Ron blandiendo el dedo índice—. Que os haya
dado permiso para salir juntos no quiere decir que no pueda retirarlo.
—¿Tu permiso? —se burló Ginny—. ¿Desde cuándo necesito tu permiso
para hacer algo? Además, tú mismo reconociste que preferías que saliera con
Harry antes que con Michael o Dean.
—Sí, eso es verdad —admitió Ron a regañadientes—. Pero siempre que no
os aficionéis a besaros en público.
—¡Serás hipócrita! ¿Y qué me dices de Lavender y tú, que os pasabais el día
revoleándoos por todas partes como un par de anguilas? —protestó Ginny.
Pero llegó el mes de junio y empezaron a escasear las ocasiones de poner a
prueba la tolerancia de Ron, porque Harry y Ginny cada vez tenían menos
tiempo para estar juntos. Ella pronto tendría que examinarse de los TIMOS, y
por lo tanto no le quedaba otro remedio que estudiar horas y horas, a veces
hasta muy tarde. Una de esas noches, aprovechando que Ginny se había
marchado a la biblioteca y mientras Harry estaba sentado junto a una ventana
en la sala común (se suponía que terminando sus deberes de Herbología, pero
en realidad rememorando un rato particularmente feliz que había pasado con
Ginny en el lago a la hora de comer), Hermione se sentó entre él y Ron con una
expresión de determinación que no auguraba nada bueno.
—Tenemos que hablar, Harry.
—¿De qué? —preguntó él con recelo. El día anterior ella lo había regañado
por distraer a Ginny aun sabiendo que tenía que prepararse para los exámenes.
—Del presunto Príncipe Mestizo.
—¿Otra vez? —gruñó—. ¿Quieres hacer el favor de olvidarte de ese tema?
Harry no se había atrevido a volver a la Sala de los Menesteres para
recuperar el libro, y por ese motivo ya no obtenía tan buenos resultados en
Pociones (aunque Slughorn, que sentía simpatía por Ginny, lo atribuía a su
enamoramiento). Pero el muchacho estaba convencido de que Snape todavía no
había renunciado a echarle el guante al libro del príncipe, y por eso prefería
dejarlo escondido mientras el profesor siguiera alerta.
—No pienso callarme hasta que me hayas escuchado —dijo Hermione sin
amilanarse—. Mira, he estado investigando un poco sobre quién podría tener
como hobby inventar hechizos oscuros...
—El no tenía como hobby...
—¡El, siempre él! ¿Cómo sabes que no era una mujer?
—Eso ya lo hablamos un día. ¡Príncipe, Hermione! ¡Se hacía llamar
príncipe!
—¡Exacto! —exclamó ella con las mejillas encendidas, mientras sacaba de
su bolsillo un trozo viejísimo de periódico y se lo ponía delante dando un
porrazo en la mesa—. ¡Mira esto! ¡Mira la fotografía!
Harry cogió el papel, que se estaba desmenuzando, y contempló la
amarillenta fotografía animada; Ron se inclinó también para echarle un vistazo.
Se veía una muchacha muy delgada de unos quince años. Era más bien feúcha y
su expresión denotaba enfado y tristeza; tenía cejas muy pobladas y una cara
pálida y alargada. El pie de foto rezaba: «Eileen Prince, capitana del equipo de
gobstones de Hogwarts.»
—¿Y qué? —dijo Harry leyendo por encima el breve artículo que explicaba
una historia muy aburrida acerca de las competiciones interescolares.
—Se llamaba Eileen Prince. «Prince», Harry.
Se miraron y él comprendió lo que Hermione trataba de decirle. Soltó una
carcajada.
—¡Anda ya!
—¿Qué?
—¿Crees que ésta era el Príncipe Mestizo? Por favor, Hermione...
—¿Por qué no? ¡En el mundo mágico no hay príncipes auténticos, Harry! O
es un apodo, un título inventado que alguien adoptó, o es una forma de
disfrazar su verdadero apellido, ¿no? ¡Escúchame! Supongamos que su padre
era un mago apellidado Prince y que su madre era muggle. ¡Eso la convertiría
en una «Prince mestiza» o, dicho de otro modo, para despistar, en un Príncipe
Mestizo!
—Sí, Hermione, es una teoría muy original...
—¡Piénsalo un poco! ¡A lo mejor se enorgullecía de llevar el apellido Prince!
—Mira, Hermione, te digo que no era una chica. No sé por qué, pero lo sé.
—Lo que pasa es que no quieres admitir que una chica sea tan inteligente
—replicó Hermione.
—¿Cómo iba a ser amigo tuyo durante cinco años y pensar que las chicas
no son inteligentes? —argumentó Harry, dolido por el comentario—. Lo digo
por su manera de escribir. Sé que el príncipe era un hombre, no me cabe duda.
Esa chica no tiene nada que ver. ¿De dónde has sacado el recorte?
—De la biblioteca. Hay una colección completísima de viejos números de El
Profeta. Bueno, de cualquier manera pienso averiguar todo lo que pueda sobre
Eileen Prince.
—Que te diviertas —dijo Harry con fastidio.
—Gracias. ¡Y el primer sitio donde voy a buscar —añadió al llegar al hueco
del retrato— es en los archivos de los premios de Pociones!
Harry la miró con ceño y luego siguió contemplando el cielo, cada vez más
oscuro.
—Lo que le pasa es que todavía no ha digerido que la superases en
Pociones —comentó Ron, y volvió a concentrarse en su Mil hierbas y hongos
mágicos.
—Tú entiendes que yo quiera recuperar mi libro, ¿verdad? ¿O también me
tomas por chiflado?
—Claro que lo entiendo —repuso Ron—. Ese príncipe era un genio.
Además, si no te hubiese chivado lo del bezoar... —se rebanó el cuello con el
dedo índice— yo no estaría aquí hablando contigo, ¿no? Hombre, no digo que
hacerle ese hechizo a Malfoy fuera una maravilla...
—Yo tampoco.
—Pero se ha curado, ¿verdad? Ya corre tan campante por ahí, como si no
hubiera pasado nada.
—Sí —convino Harry; era verdad, aunque de todos modos le remordía un
poco la conciencia—. Gracias a Snape...
—¿Vuelves a tener castigo con él este sábado?
—Sí, y el sábado siguiente y el otro —resopló Harry—. Y ahora ha
empezado a insinuarme que si no arreglo todas las fichas antes de que acabe el
curso, seguiremos el año que viene.
Esos castigos le estaban resultando particularmente fastidiosos porque
reducían los escasos ratos que podía pasar con Ginny. De hecho, desde hacía
algún tiempo se preguntaba si Snape estaría al corriente de su relación con la
hermana de Ron, pues se las ingeniaba para que Harry se quedara cada vez
hasta más tarde en el despacho, y no cesaba de hacer comentarios mordaces
sobre la lástima que le daba que no pudiera disfrutar del buen tiempo que hacía
ni de las diversas oportunidades que éste ofrecía.
Harry salió de su amargo ensimismamiento cuando apareció a su lado
Jimmy Peakes, que le entregó un rollo de pergamino.
—Gracias, Jimmy... ¡Eh, es de Dumbledore! —exclamó emocionado, y
desenrolló la hoja—. ¡Quiere que vaya a su despacho cuanto antes!
Los dos amigos se miraron.
—¡Atiza! —susurró Ron—. ¿Crees que...? ¿Habrá encontrado...?
—Será mejor que vaya y me entere —dijo Harry poniéndose en pie de un
brinco.
Salió en el acto de la sala común y recorrió los pasillos del séptimo piso tan
deprisa como pudo; por el camino sólo se cruzó con Peeves, que iba a toda
velocidad; el poltergeist, como por inercia, le lanzó unos trozos de tiza y rió a
carcajadas al esquivar el embrujo defensivo de Harry. Cuando Peeves se hubo
esfumado, los pasillos quedaron en silencio; sólo faltaban quince minutos para
el toque de queda y casi todos los estudiantes habían regresado ya a sus salas
comunes.
Entonces Harry oyó un grito y un estrépito. Se paró en seco y aguzó el oído.
—¡Cómo te atreves! ¡Aaay!
El ruido procedía de un pasillo cercano. Corrió hacia allí con la varita en
ristre, dobló una esquina y vio a la profesora Trelawney tumbada en el suelo,
con uno de sus chales cubriéndole la cabeza, los relucientes collares de cuentas
enredados en las gafas y varias botellas de jerez esparcidas alrededor, una de
ellas rota.
—¡Profesora! —Harry se acercó presuroso y la ayudó a incorporarse. Ella
soltó un fuerte hipido, se arregló el pelo y se levantó agarrándose del brazo que
le tendía Harry—. ¿Qué ha pasado, profesora?
—¡Buena pregunta! —repuso con voz estridente—. Iba caminando tan
tranquila, pensando en ciertos presagios oscuros que vislumbré hace poco...
Pero Harry no le prestaba atención: acababa de darse cuenta de dónde se
hallaban. A su derecha estaba el tapiz de los trols bailarines, y a la izquierda el
tramo de pared de piedra liso e impenetrable donde estaba camuflada...
—¿Intentaba entrar en la Sala de los Menesteres, profesora?
—... en unos augurios que me han sido confiados... ¿Cómo dices? —De
pronto adoptó una actitud de disimulo.
—La Sala de los Menesteres, profesora. ¿Intentaba entrar en ella?
—Vaya, no sabía que los alumnos conocieran su existencia...
—No todos la conocen. ¿Qué ha pasado? La oí gritar. Pensé que se había
hecho daño.
—Bueno... —masculló ella, ciñéndose los chales con actitud defensiva, y lo
miró a través de sus lentes de aumento—. Es que quería depositar ciertos...
hum... objetos personales en la sala. —Y murmuró algo acerca de unas
«impertinentes acusaciones».
—Ya —dijo Harry mientras echaba un vistazo a las botellas de jerez—. ¿Y
no ha podido entrar a esconderlos? —Se extrañó porque la sala se había abierto
para él cuando quiso esconder el libro del Príncipe Mestizo.
—Sí, he entrado —contestó la profesora mirando con odio la pared—. Pero
resulta que ya había alguien dentro.
—¿Había... alguien? ¿Quién? ¿Quién estaba dentro?
—No lo sé —respondió Trelawney un tanto sorprendida por el tono de
alarma de Harry—. Entré y oí una voz, lo cual nunca me había pasado en todos
los años que llevo escondiendo... utilizando la sala, quiero decir.
—¿Una voz? ¿Y qué dijo?
—Pues... no lo entendí. Más bien era... como si alguien gritara de alegría.
—¿Como si alguien gritara de alegría?
—Sí, con gran regocijo —recalcó ella asintiendo con la cabeza.
—¿Hombre o mujer?
—Yo diría que hombre.
—¿Y parecía contento?
—Muy contento —confirmó la profesora con desdén.
—¿Como si celebrara algo?
—Exacto.
—¿Y qué pasó después?
—Después grité: «¿Quién hay ahí?»
—¿No lo supo sin preguntarlo? —repuso Harry, un tanto frustrado.
—El Ojo Interior estaba ocupado en asuntos más trascendentales y no
podía prestar atención a algo tan trivial como unos gritos de júbilo —respondió
ella con dignidad mientras se arreglaba los chales y las numerosas vueltas de
relucientes collares de cuentas.
—Claro —se apresuró a coincidir Harry, que ya sabía cómo las gastaba el
Ojo Interior de la profesora Trelawney—. ¿Y dijo esa voz quién había ahí
dentro?
—No, no lo dijo. ¡Se puso todo muy negro y de pronto salté por los aires y
salí disparada de la sala!
—¿Y no pudo prever que iban a atacarla? —preguntó el muchacho sin
poder contenerse.
—No, no pude prever nada porque, como te digo, estaba todo muy negro...
—Se interrumpió y lo miró con desconfianza.
—Creo que debería contárselo al profesor Dumbledore. El director debería
saber que Malfoy está celebrando... quiero decir, que alguien la ha echado de la
sala.
Harry se sorprendió al ver que Trelawney se enderezaba con gesto
altanero.
—El director me ha dado a entender que preferiría que no le hiciera tantas
visitas —respondió con frialdad—. Y no me gusta imponer mi compañía a los
que no saben apreciarla. Si Dumbledore decide ignorar las advertencias de las
cartas... —De pronto sujetó a Harry por la muñeca con una huesuda mano—.
No importa cómo las eche: siempre, una y otra vez... —con gran dramatismo,
sacó una carta de entre sus chales— una y otra vez aparece la torre alcanzada
por el rayo —susurró—. Calamidad. Desastre. Y cada vez está más cerca...
—Ya. Bueno... Sigo pensando que debería contarle a Dumbledore lo de esa
voz, que todo se ha quedado a oscuras y que la han echado de la sala.
—¿Eso crees? —repuso Trelawney con fingida indiferencia, pero Harry se
dio cuenta de que le agradaba la idea de volver a contar su pequeña aventura.
—Precisamente me dirigía a su despacho —comentó—. Tengo una cita con
él. Podríamos ir juntos.
—¡Ah! En ese caso... —Esbozó una sonrisa. A continuación se agachó,
recogió sus botellas de jerez y las metió sin miramientos en un gran jarrón azul
y blanco que había en una hornacina cercana—. Te echo de menos en mis clases,
Harry —dijo con tono cariñoso cuando se pusieron en marcha—. Nunca fuiste
un gran vidente, pero, en cambio, eras un maravilloso motivo de
investigación...
Harry no contestó; para él había sido un suplicio ser objeto de las continuas
predicciones de fatalidad de la profesora Trelawney.
—Me temo que ese jamelgo... —prosiguió ella—. Perdona, quise decir ese
centauro... no tiene ni idea de cartomancia. Una vez le pregunté, de vidente a
vidente, si no había notado él también las remotas vibraciones de una
inminente catástrofe. Pero mi comentario le resultó casi cómico. ¡Imagínate,
cómico! —Elevó el tono hasta rozar el paroxismo y Harry percibió un tufillo a
jerez, aunque ella ya no llevaba consigo las botellas—. Quizá ese rocín haya
oído decir por ahí que no he heredado el don de mi tatarabuela. Los que me
tienen envidia se dedican desde hace años a extender esos rumores. ¿Y sabes
qué le digo yo a esa gente, Harry? Les pregunto si Dumbledore me habría
permitido enseñar en este gran colegio y habría confiado en mí tantos años si no
hubiera demostrado mi valía ante él.
Harry murmuró unas palabras poco claras.
—Recuerdo muy bien mi primera cita con Dumbledore —continuó la
profesora Trelawney con voz ronca—. El quedó muy impresionado, por
supuesto, muy impresionado. Yo me alojaba en Cabeza de Puerco; lo cual, por
cierto, no se lo recomiendo a nadie porque la cama estaba llena de chinches,
querido. Pero ¿qué podía hacer yo, con el poco presupuesto de que disponía?
Dumbledore tuvo la gentileza de ir a visitarme a mi habitación de la posada y
me formuló una serie de preguntas. He de confesar que al principio me pareció
predispuesto en contra de la Adivinación. Y recuerdo que empecé a sentirme un
poco mal porque no había comido mucho ese día, pero entonces...
Harry, por primera vez, le prestaba la atención debida, pues sabía qué
había pasado entonces: la profesora Trelawney había pronunciado la profecía
que alteraría el curso de su vida, la profecía acerca de Voldemort y él.
—... ¡entonces nos interrumpió Severus Snape!
—¿Ah, sí?
—Sí, oímos un gran alboroto al otro lado de la puerta, y de pronto ésta se
abrió de par en par: allí estaban un burdo camarero y Snape, quien aseguró que
había subido por error la escalera, aunque reconozco que pensé que lo habían
sorprendido escuchando a hurtadillas mi entrevista con Dumbledore. Resulta
que él también buscaba empleo en esa época, y sin duda creyó que podría
pescar alguna información útil. En fin, lo que pasó después ya lo sabes:
Dumbledore se mostró mucho más dispuesto a darme el empleo, y yo deduje,
Harry, que lo hizo porque apreció un marcado contraste entre mis sencillos y
modestos modales y mi sosegado talento, y la actitud de aquel prepotente y
ambicioso joven que no tenía reparos en escuchar detrás de las puertas. ¡Harry,
querido! —Volvió la cabeza al darse cuenta de que Harry ya no iba a su lado.
El muchacho se había detenido y los separaba una distancia de tres metros.
—Harry... —repitió ella, desconcertada.
Quizá había palidecido demasiado, porque la profesora pareció asustarse.
Harry permanecía en medio del pasillo, inmóvil, mientras lo azotaban una serie
de ráfagas de conmoción que le borraban todo de la mente, excepto la
información que se le había ocultado durante tanto tiempo...
Era Snape el que había oído las palabras de la vidente. Era Snape quien le
había revelado a Voldemort la existencia de la profecía. Y Snape y Peter
Pettigrew habían puesto a Voldemort sobre la pista de Lily, James y su hijo...
En ese momento a Harry no le importaba nada más.
—¡Harry! —insistió la profesora Trelawney—. ¿No íbamos a ver al
director?
—Quédese aquí —repuso él moviendo apenas los labios.
—Pero querido... Iba a contarle que me han atacado en la Sala de los...
—¡Quédese aquí! —repitió Harry con autoridad.
La profesora, alarmada, lo vio echar a correr y pasar por su lado. Harry
dobló la esquina y enfiló el pasillo de Dumbledore, donde montaba guardia la
gárgola solitaria. Harry le espetó la contraseña y remontó de tres en tres los
peldaños de la escalera de caracol móvil. No llamó a la puerta con los nudillos,
sino que la aporreó con el puño, y cuando la serena voz del director respondió
«Pasa», Harry ya había irrumpido en el despacho.
Fawkes, el fénix, miró alrededor; la luz de la puesta de sol que se veía tras la
ventana se reflejaba en los negros y brillantes ojos del ave y les arrancaba
destellos dorados. Dumbledore, con una larga capa de viaje negra colgada de
un brazo, se hallaba de pie junto a la ventana contemplando los jardines.
—¡Hola, Harry! Te prometí que te dejaría acompañarme. ..
Al principio no lo entendió; la conversación con Trelawney le había
borrado cualquier otro pensamiento y el cerebro parecía funcionarle muy
despacio.
—¿Acompañarlo? ¿Adonde?
—Sólo si quieres, desde luego.
—¿Si quiero...? —Y entonces recordó por qué estaba tan ansioso por llegar
al despacho del director—: ¿Ha encontrado uno? ¿Ha encontrado el Horrocrux?
—Eso creo.
La cólera y el rencor lidiaban con la conmoción y el entusiasmo, hasta tal
punto que Harry enmudeció unos instantes.
—Es lógico que tengas miedo —añadió Dumbledore.
—¡No tengo miedo! —saltó Harry, y no mentía en absoluto; el temor era
una emoción que ni siquiera concebía en ese momento—. ¿Qué Horrocrux es?
¿Dónde está?
—Todavía no sé cuál es, aunque estimo que podemos descartar la
serpiente, pero creo que está escondido en una cueva que hay en la costa, a
muchos kilómetros de aquí. Llevo largo tiempo tratando de localizarla: es la
cueva donde un día, durante la excursión anual, Tom Ryddle aterrorizó a dos
niños de su orfanato, ¿lo recuerdas?
—Sí. ¿Y cómo está protegida?
—No lo sé. Mis sospechas podrían resultar erróneas. —Dumbledore vaciló
un momento y añadió—: Harry, te prometí que me acompañarías y mantengo
esa promesa; sin embargo, sería una insensatez no advertirte que cabe la
posibilidad de que este viaje entrañe graves peligros y...
—Voy con usted —afirmó Harry antes de que el director terminase la frase.
Estaba furioso con Snape, y su deseo de hacer algo drástico y arriesgado se
había multiplicado por diez en los últimos minutos. Eso debía de notarse en su
semblante porque Dumbledore se apartó de la ventana y le escudriñó el rostro.
Una fina arruga se marcó entre las plateadas cejas del anciano profesor.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada —mintió Harry con osadía.
—¿Qué te ha disgustado?
—No estoy disgustado.
—Nunca fuiste un gran oclumántico, Harry...
Esa palabra fue la chispa que encendió la cólera de Harry.
—¡Snape! —dijo casi a voz en grito, y Fawkes dio un débil graznido detrás
de ellos—. ¡Se trata de Snape, como siempre! ¡Fue él quien le habló a Voldemort
de la profecía! ¡Era él quien estaba espiando detrás de la puerta! ¡Me lo ha
contado la profesora Trelawney!
Dumbledore no mudó el gesto, pero Harry tuvo la impresión de que
palidecía bajo el tinte rojizo que el sol poniente proyectaba sobre él. El director
guardó silencio unos instantes.
—¿Cuándo te has enterado de eso? —preguntó por fin.
—¡Ahora mismo! —respondió Harry, esforzándose por no gritar. Pero de
pronto ya no pudo contenerse—: ¡¡Y usted le deja enseñar aquí, sabiendo que
fue él quien dijo a Voldemort que atacara a mis padres!!
Harry respiraba entrecortadamente, como si estuviera peleándose con
alguien; le dio la espalda a Dumbledore, que seguía sin mover un músculo, y se
puso a dar largas zancadas por el despacho frotándose los nudillos de un puño
con la otra mano y conteniéndose para no ponerse a romper cosas. Quería
expresar su furia ante Dumbledore, pero también quería ir con él a destruir el
Horrocrux; quería decirle que era un viejo chiflado por confiar en Snape, pero
temía que si no controlaba su rabia no le permitiría acompañarlo.
—Harry —dijo el director con serenidad—. Escúchame, por favor.
Quedarse quieto le resultaba tan difícil como no gritar. Se detuvo,
mordiéndose la lengua, y dirigió la mirada hacia Dumbledore, cuyo rostro
estaba surcado de arrugas.
—El profesor Snape cometió un terrible...
—¡No me diga que fue un error, señor! ¡Estaba escuchando detrás de la
puerta!
—Te ruego que me dejes terminar. —Dumbledore esperó hasta que Harry
inclinó con brusquedad la cabeza, y prosiguió—. El profesor Snape cometió un
terrible error. La noche que oyó la primera parte de la profecía de la profesora
Trelawney, Snape todavía trabajaba para lord Voldemort. Como es lógico,
corrió a explicarle a su amo lo que había escuchado porque le incumbía
enormemente. Pero él no sabía (era imposible que lo supiera) a qué niño elegiría
Voldemort como víctima a raíz de aquel descubrimiento, ni que los padres
sobre los que descargaría su instinto asesino eran los tuyos, a los que Snape
conocía.
Harry soltó una amarga carcajada.
—¡El odiaba a mi padre tanto como a Sirius! ¿No se ha fijado, profesor, en
que las personas que Snape odia suelen acabar muertas?
—No tienes idea del remordimiento que se apoderó de Snape cuando se
dio cuenta de cómo había interpretado lord Voldemort la profecía, Harry. Creo
que eso es lo que más ha lamentado en toda su vida y el motivo de que
regresara...
—Pero él sí es un gran oclumántico, ¿verdad, señor? —dijo Harry con voz
temblorosa a causa del esfuerzo por controlarse—. ¿Y acaso no cree Voldemort
que Snape está en su bando, incluso ahora? ¿Cómo puede estar usted seguro de
que él está de nuestra parte?
Dumbledore permaneció callado un momento, como si tratara de decidir
algo. Al fin dijo:
—Estoy seguro. Confío plenamente en Severus Snape.
Harry respiró hondo varias veces, intentando serenarse, pero no dio
resultado.
—¡Pues yo no! —afirmó a voz en grito—. Ahora está tramando algo con
Draco Malfoy, en sus propias narices, y usted sigue...
—Ya hemos hablado de eso —lo cortó Dumbledore con tono más severo—.
Y ya conoces mi opinión al respecto.
—Esta noche usted se va a marchar del colegio y seguro que todavía no se
ha planteado siquiera que Snape y Malfoy podrían decidir...
—¿Decidir qué? —El director arqueó las cejas—. ¿Qué es exactamente lo
que temes que hagan?
—Pues... ¡están tramando algo! —exclamó Harry apretando los puños—.
¡La profesora Trelawney acaba de entrar en la Sala de los Menesteres p ara
esconder unas botellas de jerez y ha oído a Malfoy gritar de alegría, como si
celebrara algo! Malfoy intenta arreglar algo peligroso ahí dentro, y por si le
interesa, creo que ya lo ha conseguido. Y usted piensa marcharse del colegio tan
tranquilo sin haber...
—Basta —lo atajó el director. Lo dijo con calma, pero Harry se calló de
inmediato, consciente de que esa vez había cruzado una línea invisible—.
¿Crees que alguna de las veces que me he ausentado he dejado el colegio
desprotegido? Te equivocas. Esta noche, cuando me vaya, entrarán en
funcionamiento medidas especiales de protección. Te ruego que no vuelvas a
insinuar que no me tomo en serio la seguridad de mis alumnos, Harry.
—Yo no quería... —masculló un tanto avergonzado, pero Dumbledore lo
interrumpió de nuevo:
—No quiero seguir hablando de este tema.
Harry reprimió una protesta, temiendo haber ido demasiado lejos y echado
por tierra sus posibilidades de acompañar a Dumbledore, pero el anciano
continuó:
—¿Quieres acompañarme esta noche?
—Sí —contestó él sin vacilar.
—Muy bien. En ese caso, escúchame. —Se enderezó, adoptando un aire
solemne, y añadió—: Te llevaré con una condición: que obedezcas cualquier
orden que te dé sin cuestionarla.
—Por supuesto.
—Quiero que lo entiendas bien, Harry. Lo que estoy exigiéndote es que
obedezcas incluso órdenes cómo «corre», «escóndete» o «vuelve». ¿Tengo tu
palabra?
—Sí, claro que sí.
—Si te ordeno que te escondas, ¿lo harás?
—Sí.
—Si te ordeno que corras, ¿lo harás?
—Si te exijo que me dejes y te salves, ¿lo harás?
—Yo...
—Harry...
Se miraron a los ojos.
—Sí, señor, lo haré.
—Bien. Ahora ve a buscar tu capa invisible y reúnete conmigo en el
vestíbulo dentro de cinco minutos. —Dumbledore volvió la cabeza y miró por
la ventana; lo único que quedaba del sol era un resplandor rojo rubí difuminado
sobre el horizonte.
Harry salió deprisa del despacho y bajó por la escalera de caracol. De
pronto sintió una extraña lucidez. Sabía qué tenía que hacer.
Ron y Hermione estaban sentados en la sala común cuando él entró.
—¿Qué quería Dumbledore? —preguntó Hermione—. ¿Estás bien? —
añadió, preocupada.
—Sí, estoy bien —contestó Harry, pero pasó a su lado sin detenerse.
Subió a toda prisa la escalera que conducía a su dormitorio; una vez allí,
abrió el baúl y sacó el mapa del merodeador y un par de calcetines con los que
había hecho una bola. Volvió a la carrera a la sala común y se detuvo con un
patinazo delante de Ron y Hermione, que lo miraron con desconcierto.
—No puedo entretenerme —explicó jadeando—. Dumbledore cree que he
venido a buscar mi capa invisible. Escuchad...
Les explicó rápidamente adonde iba y por qué. No hizo caso de los gritos
ahogados de Hermione ni de las atolondradas preguntas de Ron; más tarde ya
se enterarían de los detalles.
—¿Entendéis lo que esto significa? —concluyó atropelladamente—.
Dumbledore no estará en el colegio esta noche, de modo que Malfoy va a tener
vía libre para llevar a cabo lo que está tramando. ¡No, escuchadme! —susurró
con énfasis al ver que sus amigos trataban de interrumpirlo—. Sé que era
Malfoy el que gritaba de alegría en la Sala de los Menesteres. Toma.
Le entregó el mapa del merodeador a Hermione.
—Tenéis que vigilarlo, y a Snape también. Que os ayude alguien del ED.
Hermione, aquellos galeones embrujados todavía servirán, ¿verdad?
Dumbledore dice que ha organizado medidas de seguridad excepcionales en el
colegio, pero si Snape está implicado, probablemente sepa qué clase de
protección es y cómo burlarla. Pero lo que no se imagina es que vosotros
estaréis montando guardia, ¿me explico?
—Harry... —empezó Hermione, con el miedo reflejado en los ojos.
—No hay tiempo para discutir —dijo Harry con brusquedad—. Coged
también esto. —Le entregó los calcetines a Ron.
—Gracias. Oye, ¿para qué quiero unos calcetines?
—Lo que necesitas es lo que está escondido en uno de ellos, el Felix Felicis.
Repartíoslo con Ginny. Y decidle adiós de mi parte. Tengo que irme,
Dumbledore me está esperando...
—¡No! —dijo Hermione al ver que Ron sacaba la botellita de poción
dorada—. No necesitamos la poción. Tómatela tú. No sabes qué peligros te
esperan.
—A mí no me pasará nada porque estaré con Dumbledore —le aseguró
Harry—. En cambio, necesito saber que vosotros estáis bien. No me mires así,
Hermione. ¡Anda, hasta luego!
Salió disparado por el hueco del retrato y se dirigió hacia el vestíbulo.
Dumbledore lo esperaba junto a las puertas de roble de la entrada. Se dio la
vuelta cuando Harry derrapó y se detuvo resoplando en el primer escalón de
piedra; el muchacho notaba una fuerte punzada en el costado.
—Me gustaría que te pusieras la capa, por favor —dijo Dumbledore, y
esperó a que Harry lo hiciera. Luego añadió—: Muy bien. ¿Nos vamos?
Dumbledore empezó a bajar los escalones de piedra; su capa de viaje
apenas ondulaba porque no soplaba ni pizca de brisa. Harry iba a su lado
protegido por la capa invisible, pero seguía jadeando y sudaba mucho.
—¿Qué pensará la gente cuando lo vea marcharse, profesor? —preguntó,
sin poder olvidarse de Malfoy ni de Snape.
—Que me voy a tomar algo a Hogsmeade —respondió Dumbledore con
despreocupación—. A veces voy al local de Rosmerta o a Cabeza de Puerco. O
lo finjo. Es una forma como otra cualquiera de ocultar mi verdadero destino.
Descendieron por el camino a medida que la oscuridad se acrecentaba. Olía
a hierba tibia, agua del lago y humo de leña procedente de la cabaña de Hagrid.
Costaba creer que se dirigían hacia algo peligroso o amenazador.
—Profesor —dijo Harry al ver las verjas que había al final del camino—,
¿vamos a aparecemos?
—Sí. Tengo entendido que ya has aprendido a hacerlo, ¿no?
—Sí, pero todavía no tengo licencia. —Creyó que lo mejor era decir la
verdad; ¿y si lo estropeaba todo apareciendo a cientos de kilómetros de donde
se suponía que tenía que ir?
—Eso no importa —lo tranquilizó el director—. Puedo ayudarte otra vez.
Traspasaron las verjas y llegaron al desierto camino de Hogsmeade, que
estaba en penumbra. La oscuridad se incrementaba a medida que caminaban y
cuando llegaron a la calle principal ya era de noche. En las ventanas de las casas
que había encima de las tiendas titilaban las luces, y al acercarse a Las Tres
Escobas oyeron fuertes gritos:
—¡Y no vuelvas a entrar! —bramó la señora Rosmerta, que en ese momento
echaba de su local a un mago cochambroso—. ¡Ah, hola, Albus! Qué tarde
vienes...
—Buenas noches, Rosmerta, buenas noches. Discúlpame, pero voy a
Cabeza de Puerco... Espero que no te ofendas, pero esta noche prefiero un
ambiente más tranquilo.
Un minuto más tarde, doblaron la esquina del callejón donde chirriaba el
letrero de Cabeza de Puerco, pese a que no soplaba brisa. El pub, a diferencia de
Las Tres Escobas, estaba completamente vacío.
—No será necesario que entremos —murmuró Dumbledore mirando
alrededor—. Mientras nadie nos vea esfumarnos... Coloca una mano sobre mi
brazo, Harry. No hace falta que aprietes demasiado, sólo voy a guiarte. Cuando
cuente tres: uno, dos, tres...
Harry se dio la vuelta y en el acto tuvo la espantosa sensación de que
pasaba por un estrecho tubo de goma. No podía respirar y notaba una presión
casi insoportable en todo el cuerpo; pero entonces, justo en el momento en que
creía que iba a asfixiarse, las tiras invisibles que le oprimían el pecho se soltaron
y se halló de pie en medio de un ambiente gélido y oscuro. Respiró a bocanadas
un aire frío que olía a salitre.
26
La cueva
Harry olía a salitre y oía el susurro de las olas; una débil y fresca brisa le alborotaba el pelo mientras contemplaba un mar iluminado por la luna y un
cielo tachonado de estrellas. Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra
y a sus pies el agua se agitaba y espumaba. Miró hacia atrás y vio un altísimo
acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en
un pasado remoto, se habían desprendido algunas rocas semejantes a aquélla
sobre la que estaba con Dumbledore. Era un paisaje inhóspito y deprimente: no
había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.
—¿Qué te parece? —le preguntó Dumbledore, como si le pidiera su opinión
sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.
—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato? —preguntó el muchacho, que no
se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.
—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio
camino, en esos acantilados que tenemos detrás. Creo que llevaron a los
huérfanos allí para que les diera el aire del mar y contemplaran el oleaje.
Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar.
Ningún muggle podría llegar hasta esta roca a menos que fuera un excelente
escalador, y a las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las
aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando
por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos
niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo
diría que debió de bastar el trayecto hasta este lugar para aterrorizarlos, ¿no
crees? —Harry volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—.
Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Sígueme.
Lo condujo hasta el mismo borde de la roca, donde una serie de huecos
irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un
lecho de rocas grandes y erosionadas, parcialmente sumergidas en el agua y
más cercanas a la pared del precipicio. Era un descenso peligroso, y
Dumbledore, que sólo podía ayudarse con una mano, avanzaba poco a poco,
pues el agua del mar volvía resbaladizas esas rocas más bajas. Harry notaba
una constante rociada fría y salada en la cara.
—¡Lumos! —exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a
la pared del acantilado.
Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del
agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra
pared de roca que tenía al lado también se iluminó.
—¿Lo ves? —dijo el anciano profesor con voz queda al tiempo que
levantaba un poco más la varita. Harry vio una fisura en el acantilado, en cuyo
interior se arremolinaba el agua—. ¿Tienes algún inconveniente en mojarte un
poco?
—No.
—Entonces quítate la capa invisible. Ahora no la necesitas. Tendremos que
darnos un chapuzón.
Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más
joven, saltó de la roca lisa, se zambulló en el mar y empezó a nadar co n
elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los
dientes la varita encendida. Harry se quitó la capa, se la guardó en el bolsillo y
lo siguió.
El agua estaba helada; las empapadas ropas se inflaban y le pesaban.
Respirando hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas,
emprendió el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.
La fisura pronto dio paso a un oscuro túnel y Harry dedujo que aquel
espacio debía de llenarse de agua con la marea alta. Sólo había un metro de
distancia entre las viscosas paredes, que brillaban como alquitrán mojado,
iluminadas por la luz que emitía la varita de Dumbledore. Asimismo vio que,
un poco más adelante, el túnel describía una curva hacia la izquierda y se
extendía hacia el interior del acantilado. Siguió nadando detrás de Dumbledore,
aunque sus entumecidos dedos rozaban la roca áspera y húmeda.
Entonces vio que el profesor salía del agua; el canoso cabello y la oscura
túnica le relucían. Cuando Harry llegó a su lado, descubrió unos escalones que
conducían a una gran cueva. Chorreando agua de su empapada ropa y
sacudido por fuertes temblores, trepó y fue a parar a un frío recinto.
Dumbledore estaba de pie en medio de la cueva, con la varita en alto; se dio
la vuelta despacio y examinó las paredes y el techo.
—Sí, es aquí —dijo.
—¿Cómo lo sabe? —susurró Harry.
—Hay huellas de magia.
Harry no sabía si los escalofríos que tenía se debían al frío o a que él
también percibía los sortilegios. Se quedó mirando a Dumbledore, que seguía
girando sobre sí mismo, concentrado en cosas que Harry no podía ver.
—Esto sólo es la antecámara, una especie de vestíbulo —comentó el
profesor al cabo de unos momentos—. Tenemos que llegar al interior... Ahora
no se trata de salvar los obstáculos de la naturaleza, sino los dispuestos por lord
Voldemort.
Dicho esto, se acercó a la pared de la cueva y la acarició con los renegridos
dedos mientras murmuraba unas palabras en una lengua desconocida. Recorrió
dos veces el perímetro de la cueva tocando la áspera roca; a veces se detenía y
pasaba los dedos repetidamente por determinado sitio, hasta que al fin se
quedó quieto con la palma de la mano pegada a la pared.
—Aquí —dijo—. Tenemos que continuar por aquí. La entrada está
camuflada.
Harry no le preguntó cómo lo sabía, aunque era la primera vez que veía a
un mago averiguar algo de ese modo, observando y palpando; pero ya había
aprendido que muchas veces el humo y las explosiones no eran señal de
experiencia, sino de ineptitud.
Dumbledore se apartó de la pared y apuntó hacia la roca con la varita. El
contorno de un arco se dibujó en la pared; era de un blanco resplandeciente,
como si detrás brillara una intensa luz.
—¡Lo ha co... conseguido! —exclamó Harry tiritando, pero, antes de acabar
de pronunciar estas palabras, el contorno desapareció y la roca volvió a mostrar
su superficie normal.
Dumbledore miró en torno.
—Perdona, Harry. No me he acordado... —Lo apuntó con la varita, y de
inmediato la ropa del muchacho volvió a quedar tan seca como si hubiera
estado colgada delante de una chimenea encendida.
—Gracias —dijo Harry con alivio.
Pero Dumbledore ya había vuelto a concentrarse en la sólida pared de la
cueva. No intentó ningún otro sortilegio, sino que se quedó inmóvil
contemplándola con atención, como si leyera algo extremadamente interesante.
Harry también se quedó quieto para no perturbar su concentración.
Pasaron dos minutos, y entonces Dumbledore dijo en voz baja:
—¡No es posible! ¡Qué ordinariez!
—¿Qué ocurre, profesor?
—Creo que para pasar tendremos que pagar —explicó al tiempo que
introducía la mano herida en la túnica y extraía un pequeño cuchillo de plata
como los que Harry utilizaba para cortar los ingredientes de las pociones.
—¿Pagar? —se extrañó Harry—. ¿Hay que darle algo a la puerta?
—Sí. Sangre, si no me equivoco.
—¿Sangre?
—Así es. Una ordinariez —repitió con desdén, casi decepcionado, como si
Voldemort no hubiera alcanzado la categoría necesaria que Dumbledore
esperaba de él—. La intención, como ya habrás comprendido, es que tu
enemigo se debilite antes de entrar. Una vez más, lord Voldemort no entiende
que hay cosas mucho más terribles que el dolor físico.
—Ya, pero aun así, si puede usted evitarlo... —Harry ya había sufrido
bastante y prefería no tener que soportar nuevos tormentos.
—Sin embargo, a veces es inevitable. —Se arremangó la túnica y dejó al
descubierto el antebrazo de la mano herida.
—¡Profesor! —protestó Harry, y se lanzó hacia él cuando lo vio levantar el
cuchillo—. Déjeme a mí, yo soy... —No supo qué decir: ¿más joven, más fuerte?
Pero Dumbledore se limitó a sonreír. Hubo un destello plateado, seguido
de un chorro rojo, y la pared de roca quedó salpicada de oscuras y relucientes
gotas.
—Eres muy amable, Harry —le agradeció el anciano profesor, y pasó la
punta de la varita sobre el profundo corte que se había hecho en el brazo, que
cicatrizó al instante, como cuando Snape le había curado las heridas a Malfoy—.
Pero tu sangre es más valiosa que la mía. Mira, creo que ha dado resultado,
¿no?
El refulgente arco había aparecido de nuevo en la pared, y esta vez no se
borró: la roca del interior, salpicada de sangre, se esfumó dejando una abertura
que daba paso a una oscuridad total.
—Creo que entraré primero —dijo Dumbledore, y traspuso el arco seguido
de Harry, que encendió rápidamente su varita.
Ante ellos surgió un panorama sobrecogedor: se hallaban al borde de un
gran lago negro, tan vasto que Harry no alcanzó a divisar las orillas opuestas, y
situado dentro de una cueva tan alta que el techo tampoco llegaba a verse. Una
luz verdosa y difusa brillaba a lo lejos, en lo que debía de ser el centro del lago,
y se reflejaba en sus aguas, completamente quietas. Aquel resplandor verdoso y
la luz de las dos varitas eran lo único que rompía la aterciopelada negrura,
aunque no iluminaban tanto como Harry habría deseado. Por decirlo de alguna
forma, se trataba de una oscuridad más densa que la habitual.
—En marcha —dijo Dumbledore en voz baja—. Ten mucho cuidado y
procura no tocar el agua. No te separes de mí.
Echaron a andar por la orilla del lago. Ambos chapotearon por el estrecho
borde de roca que cercaba la extensión de agua. Siguieron caminando, pero el
paisaje no cambiaba: a uno de los lados tenían la áspera pared de la cueva; al
otro, una negrura infinita, lisa y vítrea, en medio de la cual brillaba aquel
misterioso resplandor verdoso. El lugar y el silencio eran opresivos e
inquietantes.
—Profesor —dijo al fin el muchacho—. ¿Cree que el Horrocrux está aquí?
—Sí, eso creo. O mejor dicho, estoy seguro. La cuestión es cómo llegaremos
hasta él.
—¿Y si... y si probáramos con un encantamiento convocador? —propuso
Harry, pese a intuir que era una sugerencia estúpida. Aunque no quisiera
admitirlo, estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
—Sí, podríamos probarlo. —Dumbledore se paró en seco y Harry casi
chocó contra él—. ¿Por qué no lo intentas tú?
—¿Yo? Ah, bueno... —No se lo esperaba, pero carraspeó, alzó la varita y
dijo en voz alta: ¡Accio Horrocrux!
Se oyó un fuerte ruido, parecido a una explosión, y una cosa grande y
blanquecina surgió de la oscura superficie del agua a unos seis metros de ellos,
pero, antes de que Harry pudiera ver qué era, se sumergió con un fuerte
chapoteo que creó extensas y profundas ondas en la superficie lisa como un
espejo. Asustado, Harry dio un salto hacia atrás y chocó contra la pared.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó con el corazón palpitando.
—Supongo que algo que reaccionará si intentamos coger el Horrocrux.
Harry dirigió la vista hacia el agua: la superficie del lago volvía a semejar
un cristal negro y reluciente y las ondas habían desaparecido con una rapidez
inaudita; sin embargo, a él seguía palpitándole el corazón.
—¿Usted ya sabía que iba a pasar esto, señor?
—Imaginé que pasaría algo si intentábamos hacernos con el Horrocrux por
medios directos y evidentes. Has tenido una gran idea, Harry; era la forma más
sencilla de averiguar a qué nos enfrentamos.
—Pero todavía no sabemos qué era esa cosa —dijo Harry escudriñando el
agua, de una tersura siniestra.
—Querrás decir qué son esas cosas —lo corrigió Dumbledore—. Dudo
mucho que haya sólo una. ¿Seguimos adelante?
—Profesor...
—¿Qué, Harry?
—¿Cree que tendremos que meternos en el lago?
—¿Meternos? Sólo si nos van muy mal las cosas.
—Entonces... ¿el Horrocrux no está en el fondo?
—No. Supongo que está en el centro. —Dumbledore señaló hacia la luz
verdosa y difusa que brillaba en medio del lago.
—¿Y tendremos que cruzar el lago para cogerlo?
—Me figuro que sí.
Harry no dijo nada. Sólo pensaba en monstruos marinos, serpientes
gigantescas, demonios, kelpies y espectros.
—¡Aja! —dijo Dumbledore, y se detuvo de nuevo. Esta vez Harry chocó
contra él, perdió el equilibrio y se inclinó sobre el borde de las oscuras aguas. La
mano herida de Dumbledore le aferró el brazo y tiró de él—. Cuánto lo siento,
Harry, debí avisarte. Pégate a la pared, por favor; creo que hemos encontrado el
sitio.
Harry no supo a qué se refería; a su entender, aquel tramo de orilla oscura
no se distinguía en nada de los demás, pero el anciano profesor parecía haber
detectado algo especial. Esta vez no pasó la mano por la pared rocosa, sino que
la agitó en el aire como si quisiera asir algo invisible.
—¡Aja! —repitió alegremente unos segundos más tarde, con el brazo en alto
y la mano cerrada alrededor de algo que Harry no veía. Dumbledore se acercó
más al agua y Harry vio, angustiado, cómo las punteras de sus zapatos con
hebillas llegaban al mismísimo borde de la roca. Sin abrir la mano, Dumbledore
alzó la varita con la otra mano y se dio unos golpecitos con ella en el puño.
Una gruesa cadena verde metálico apareció como por ensalmo; salió de las
profundidades del lago y llegó hasta el puño de Dumbledore. Este la tocó con la
varita y la cadena empezó a resbalar por su puño como una serpiente y se
enroscó en el suelo con un tintineo que reverberó en las paredes de roca, al
mismo tiempo que tiraba de algo que iba emergiendo del agua. Harry dio un
grito de asombro al ver cómo la fantasmal proa de una pequeña barca emergía a
la superficie; era del mismo color que la cadena y despedía un ext raño
resplandor. La embarcación se deslizó alterando apenas el agua y se dirigió
hacia el tramo de orilla donde estaban ellos.
—¿Cómo sabía que había una barca en el fondo del lago? —preguntó
Harry, estupefacto.
—La magia siempre deja rastros —respondió Dumbledore, mientras la
barca llegaba a la orilla y la golpeaba suavemente—, a veces muy evidentes. Yo
fui maestro de Tom Ryddle. Conozco su estilo.
—¿Es segura esta barca?
—Sí, creo que sí. Voldemort necesitaba disponer de un modo de cruzar el
lago sin despertar la cólera de esas criaturas que él mismo puso dentro, por si
alguna vez decidía ir a ver su Horrocrux o recuperarlo.
—Entonces, ¿esas cosas que hay en el agua no nos harán nada si cruzamos
el lago en la barca de Voldemort?
—Creo que en algún momento se darán cuenta de que no somos
Voldemort. Sin embargo, hasta ahora nos ha ido todo muy bien. Nos han
dejado sacar la barca.
—Pero ¿por qué nos lo han permitido? —preguntó Harry, imaginándose
unos tentáculos que surgirían de las oscuras aguas en cuanto ellos se alejaran de
la orilla.
—Voldemort debía de estar convencido de que sólo un gran mago sería
capaz de encontrar la barca. Como para él era una posibilidad muy remota, creo
que decidió correr el riesgo a sabiendas de que más adelante había puesto otros
obstáculos que sólo él podría superar. Ya veremos si tiene razón.
Harry le echó un vistazo a la barca, que era muy pequeña.
—No parece hecha para dar cabida a dos personas. ¿Nos aguantará? ¿No
pesaremos demasiado?
Dumbledore se rió con ganas.
—A Voldemort no debía de importarle el peso del intruso que cruzara el
lago, sino su grado de poder mágico. No me extrañaría que esta barca tuviese
un sortilegio para impedir que naveguen en ella dos magos a la vez.
—¿Y entonces...?
—No creo que tú cuentes, Harry: eres menor de edad y todavía no has
terminado tus estudios. Voldemort jamás imaginaría que un muchacho de
dieciséis años pudiera llegar hasta aquí. Además, supongo que tus poderes no
se detectarán, comparados con los míos. —Esas palabras no sirvieron para
levantarle la moral a Harry, y como Dumbledore quizá se dio cuenta, añadió—:
Un grave error por parte de Voldemort, Harry, un grave error... Los adultos
somos insensatos y descuidados cuando subestimamos a los jóvenes. Bien, esta
vez pasa tú delante y procura no tocar el agua.
Dumbledore se apartó y Harry subió con cuidado a la barca. El anciano
profesor lo siguió, enrolló la cadena y la dejó en el suelo. Se apretujaron como
pudieron; Harry no podía sentarse cómodamente, sino que iba agachado y las
rodillas le sobresalían por los lados de la embarcación, que empezó a moverse
enseguida. No se oía más que el sedoso susurro de la proa surcando el agua; la
barca avanzaba sin ayuda, como si una cuerda invisible tirara de ella hacia la
luz que brillaba en el centro del lago. Al poco rato dejaron de ver las paredes de
la cueva y tuvieron la impresión de que navegaban por alta mar, pero no había
olas.
Harry vio el reflejo dorado de la luz de su varita, que refulgía y centelleaba
sobre las negras aguas. La barca labraba profundas ondulaciones en la vítrea
superficie, surcos en un oscuro espejo... De pronto Harry vio una cosa de un
blanco marmóreo a escasos centímetros por debajo de la superficie.
—¡Profesor! —exclamó, asustado, y su voz resonó sobre las silenciosas
aguas.
—¿Qué pasa, Harry?
—¡Me ha parecido ver una mano en el agua, una mano humana!
—Sí, no lo dudo —repuso Dumbledore sin inmutarse.
Harry escudriñó el agua buscando la mano, que había desaparecido, y notó
que una náusea le ascendía por la garganta.
—Entonces esa cosa que antes ha saltado del agua...
Pero tuvo la respuesta a su pregunta antes de que Dumbledore contestara:
en ese momento la luz de la varita mostró el cadáver de un hombre flotando
boca arriba, a unos centímetros de la superficie: tenía los ojos abiertos pero
vidriosos, y el cabello y la túnica le ondeaban alrededor como humo.
—¡Son cadáveres! —exclamó Harry con una voz tan estridente que no
parecía la suya.
—Sí —confirmó Dumbledore, imperturbable—, pero de momento no
tenemos que preocuparnos por ellos.
—¿De momento? —Harry apartó la vista del agua para mirar al director.
—Sí, mientras floten a la deriva por debajo de la superficie. No hay nada
que temer de un cadáver, Harry, como tampoco hay que tener miedo de la
oscuridad. Aunque no lo confiese, lord Voldemort teme esas dos realidades y,
como es lógico, no opina igual que yo. Pero, una vez más, con esa actitud revela
su ignorancia. Lo único que nos da miedo cuando nos asomamos a la muerte ya
la oscuridad es lo desconocido.
Harry no dijo nada porque no quería discutir, pero la idea de que hubiera
cadáveres flotando alrededor y por debajo de ellos le producía pavor, y además
no estaba de acuerdo en que no fueran peligrosos.
—Pero... saltan —insistió procurando conservar un tono tan bajo y pausado
como el de Dumbledore—. Cuando intenté hacerle un encantamiento
convocador al Horrocrux, un cadáver saltó del lago.
—Sí. Sospecho que cuando cojamos el Horrocrux no se mostrarán tan
pacíficos. Sin embargo, como muchas otras criaturas que habitan en sitios fríos
y oscuros, temen la luz y el calor, y, por lo tanto, a eso recurriremos si surge la
necesidad: al fuego —añadió esbozando una sonrisa al ver la expresión de
desconcierto del muchacho.
—Ah, claro... —se apresuró a decir Harry, y volvió la cabeza en dirección al
resplandor verdoso hacia el que se dirigían inexorablemente. Ya no podía fingir
que no tenía miedo. Un lago inmenso y negro, lleno de cadáveres... Tenía la
impresión de que habían pasado horas desde que se encontró a la profesora
Trelawney, o desde que les dio el Felix Felicis a Ron y Hermione... Entonces
lamentó no haberse despedido con más calma de ellos... Y pensar que a Ginny
ni siquiera la había visto...
—Estamos llegando —anunció Dumbledore con júbilo.
La luz verdosa parecía estar aumentando por fin de tamaño, y pasados
unos minutos la barca se detuvo golpeando suavemente algo que Harry al
principio no pudo ver, pero cuando levantó su iluminada varita comprobó que
habían llegado a una pequeña isla de roca lisa en el centro del lago.
—Ten mucho cuidado de no tocar el agua —insistió Dumbledore mientras
el muchacho bajaba de la barca.
La isla no era más grande que el despacho de Dumbledore: se trataba de
una extensión de piedra lisa y oscura sobre la que no había otra cosa que el
origen de aquella luz verdosa, que de cerca brillaba mucho más. Harry entornó
los ojos y la examinó: creyó que era una especie de lámpara, pero luego vio que
la luz procedía de una vasija de piedra, parecida al pensadero, colocada encima
de un pedestal.
Dumbledore se acercó a la vasija y Harry lo siguió. Se pusieron uno al lado
del otro, miraron en el interior y vieron que contenía un líquido verde
esmeralda que emitía aquel resplandor fosforescente.
—¿Qué es? —preguntó Harry con un hilo de voz.
—No estoy seguro. Pero sin duda es algo más preocupante que la sangre y
los cadáveres.
Dumbledore se subió una manga de la túnica y acercó los chamuscados
dedos a la superficie de la poción.
—¡No lo toque, señor!
—No puedo tocarlo —dijo Dumbledore esbozando una sonrisa—. ¿Lo ves?
No puedo acercarme más. Inténtalo tú.
Con los ojos como platos, Harry introdujo la mano en la vasija e intentó
tocar la poción, pero una especie de barrera invisible le impidió acercarse al
líquido. Por mucho que empujara, sus dedos no encontraban otra cosa que esa
barrera, invisible pero sólida.
—Apártate, Harry, por favor.
Dumbledore alzó la varita e hizo unos complicados movimientos sobre la
poción al tiempo que murmuraba palabras ininteligibles. No pasó nada, salvo
quizá que el brillo del líquido se intensificó. Harry guardó silencio mientras el
profesor se concentraba, pero al cabo de un rato el anciano apartó la varita y
Harry consideró que ya podía hablar.
—¿Cree que el Horrocrux está ahí dentro, señor?
—Sí, así es. —Dumbledore volvió a mirar con detenimiento el interior de la
vasija. Harry le vio la cara reflejada del revés en la lisa superficie de la poción
verde—. Pero ¿cómo llegar hasta él? No podemos introducir la mano en la
poción, ni hacerle un hechizo desvanecedor, ni apartarla, ni cogerla, ni
trasvasarla, ni transformarla, ni hacerle ningún encantamiento, ni alterar su
naturaleza por ningún otro medio. —Con un ademán casi distraído, volvió a
levantar la varita, le dio una sacudida y atrapó al vuelo la copa de cristal que
hizo aparecer de la nada—. Lo único que se me ocurre es que haya que
bebérsela.
—¿Qué? —dijo Harry—. ¡No!
—Sí, sí. Sólo bebiéndomela podré vaciar la vasija y ver qué se esconde en su
interior.
—Pero ¿y si... y si lo mata?
—No; dudo que funcione de ese modo —respondió Dumbledore con
tranquilidad—. Lord Voldemort no querría matar a la persona que consiga
llegar a esta isla.
Harry no dio crédito a sus oídos. ¿Era esa conjetura otro ejemplo de la
insensata propensión de Dumbledore a pensar bien de todo el mundo?
—Pero, señor —dijo, procurando controlar la voz—, todo esto es obra de
Voldemort...
—Discúlpame, Harry; debí decir que él no querría matar «tan deprisa» a la
persona que consiga llegar hasta aquí, sino que la mantendría con vida hasta
averiguar cómo ha conseguido burlar sus defensas y, más importante aún, por
qué le interesa tanto vaciar la vasija. No olvides que lord Voldemort cree que
sólo él sabe que existen sus Horrocruxes.
Harry fue a hablar otra vez, pero Dumbledore levantó la mano pidiendo
silencio y examinó el líquido verde esmeralda con la frente ligeramente
fruncida, muy concentrado.
—No me cabe duda de que esta poción causa un efecto que impide coger el
Horrocrux —dijo pasados unos momentos—. Podría paralizarme, hacerme
olvidar para qué he venido aquí, producirme tanto dolor que no pueda
continuar o incapacitarme de algún modo. En ese caso, Harry, tú te encargarás
de que yo siga bebiendo, aunque tengas que hacérmela tragar por la fuerza.
¿Entendido?
Se miraron a los ojos; ambos tenían el rostro iluminado por aquella extraña
luz verdosa. Harry no dijo nada. ¿Era por eso por lo que Dumbledore lo había
invitado a acompañarlo, para que lo obligase a beber una poción que quizá le
causara un dolor insoportable?
—Recuerda la condición que te impuse para venir conmigo —dijo el
profesor.
Harry vaciló sin apartar la vista de sus ojos azules, ahora teñidos de verde
por la luz de la vasija.
—Pero ¿y si...?
—¿Acaso no juraste que obedecerías cualquier orden que te diera?
—Sí, pero...
—¿No te avisé que podía ser peligroso?
—Sí, pero...
—Muy bien —dijo Dumbledore arremangándose de nuevo la túnica y
alzando la copa vacía—, pues ya te he dado mi orden.
—¿Por qué no puedo bebérmela yo? —propuso Harry sin esperanzas.
—Porque yo soy mucho más anciano, mucho más inteligente y mucho
menos valioso. Por última vez, Harry, ¿me das tu palabra de que harás cuanto
esté en tu mano para obligarme a seguir bebiendo?
—¿No podríamos...?
—¿Me das tu palabra?
—Pero...
—¡Necesito que me des tu palabra, Harry!
—Yo... Está bien, pero...
Antes de que Harry siguiera poniendo objeciones, el anciano metió la copa
de cristal en la poción. Harry confiaba en que no lograría tocarla, pero el cristal
atravesó limpiamente la superficie, aunque antes no lo habían conseguido con
las manos; cuando la copa estuvo llena hasta el borde, Dumbledore la alzó y se
la llevó a los labios.
—A tu salud, Harry.
Y la vació. El muchacho lo observó estremecido, aferrando el borde de la
vasija con tanta fuerza que se le entumecieron los nudillos.
—¿Profesor? —dijo cuando Dumbledore bajó la copa, ya vacía—. ¿Cómo se
encuentra?
El director de Hogwarts negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y Harry
se preguntó si sentiría dolor. Sin abrir los ojos, volvió a sumergir la copa, la
llenó de nuevo y bebió por segunda vez.
En silencio, bebió tres veces. Cuando iba por la cuarta copa, se tambaleó y
cayó sobre la vasija. Todavía tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad.
—¿Profesor Dumbledore? —llamó Harry con voz tensa—. ¿Me oye?
El anciano no contestó. Le temblaban los párpados, como si estuviera
profundamente dormido en medio de una pesadilla. Aflojó la mano que
sujetaba la copa y la poción amenazó con derramarse. Harry logró sujetarla a
tiempo y enderezarla.
—¿Me oye, profesor? —repitió en voz alta, y sus palabras reverberaron en
la cueva.
Dumbledore jadeó y luego habló con una voz que Harry no reconoció
porque nunca lo había visto tan asustado.
—No quiero... no me obligues... —Harry escrutó el pálido rostro que tan
bien conocía, observó la nariz torcida y las gafas de media luna, y no supo qué
hacer—. No me gusta... Quiero dejarlo... —gimió Dumbledore.
—No... no puede dejarlo, profesor. Tiene que seguir bebiendo, ¿se acuerda?
Me dijo que tenía que seguir bebiendo. Tome...
Odiándose por lo que hacía, Harry le acercó la copa a la boca y la inclinó, y
Dumbledore se bebió lo que quedaba de poción.
—No... —gimió de nuevo mientras Harry volvía a llenar la copa—. No
quiero... no quiero... Déjame marchar...
—No pasa nada, profesor —dijo Harry procurando controlar el temblor de
las manos—. No se preocupe, estoy aquí...
—Haz que se detenga, haz que se detenga —murmuró Dumbledore.
—Sí, sí... Tome, esto lo detendrá —lo conformó Harry, y vertió la poción en
la boca abierta de Dumbledore.
El anciano gritó y su voz resonó en la enorme cueva por encima de las
negras y muertas aguas.
—No, no, no... No puedo... no puedo, no me obligues, no quiero...
—¡Tranquilo, profesor, no pasa nada! —perseveró Harry; le temblaban
tanto las manos que apenas pudo llenar la copa por sexta vez; la vasija estaba ya
mediada—. No le ocurre nada, está a salvo, esto no es real, le juro que no es
real. Beba esto, beba esto...
Y, obediente, Dumbledore bebió, como si lo que Harry le estaba ofreciendo
fuera un antídoto; pero, al acabar, cayó de rodillas, sacudido por fuertes
temblores.
—Todo es culpa mía, todo es culpa mía —sollozó el anciano—. Haz que se
detenga, por favor... Ya sé que me equivoqué, pero, por favor, haz que se
detenga y nunca más volveré a...
—Esto lo detendrá, profesor —dijo Harry con voz quebrada mientras
vaciaba la séptima copa en la boca de Dumbledore.
El director empezó a encogerse de miedo como si lo rodearan invisibles
torturadores; agitó una mano y casi derramó el contenido de la copa que Harry
había vuelto a llenar con manos temblorosas, mientras gemía:
—No les hagas daño, no les hagas daño, por favor, por favor, es culpa mía,
castígame a mí...
—Tome, beba esto, beba esto, se pondrá bien —insistió Harry, desesperado,
y una vez más Dumbledore lo obedeció: abrió la boca, con los ojos fuertemente
cerrados, y se estremeció de la cabeza a los pies.
Entonces cayó hacia delante, volvió a gritar y golpeó el suelo con ambos
puños, mientras Harry llenaba una novena copa.
—Por favor, por favor, por favor, no... Eso no, eso no, haré lo que me
pidas...
—Beba, profesor, beba...
Dumbledore bebió como un niño muerto de sed, pero cuando hubo
terminado, volvió a gritar como si le ardieran las entrañas.
—Basta, te lo suplico, basta...
Harry llenó la copa por décima vez y notó que el cristal rozaba el fondo de
la vasija.
—Ya casi estamos, profesor, beba esto, beba...
Sujetó a Dumbledore por los hombros y el anciano se tragó la poción; Harry
se puso en pie y volvió a llenar la copa mientras el director lanzaba gritos
desgarradores.
—¡Quiero morirme! ¡Quiero morirme! ¡Haz que se detenga, haz que se
detenga, quiero morirme!
—Beba esto, profesor, beba esto...
Dumbledore bebió, y tan pronto como terminó, bramó:
—¡¡Mátame!!
—¡Esto... esto lo matará! —dijo el muchacho entrecortadamente—. Beba
esto... ¡y todo habrá terminado!
Dumbledore dio un trago, se bebió hasta la última gota y entonces, con un
fuerte y vibrante alarido, cayó tendido boca abajo.
—¡No! —gritó Harry, que estaba llenando la copa una vez más; la dejó
dentro de la vasija, se agachó junto a Dumbledore e, incorporándolo, lo puso
boca arriba: tenía las gafas torcidas, la boca abierta y los ojos cerrados—. ¡No! —
repitió zarandeándolo—. No, no está muerto, usted dijo que no era veneno,
despierte, despierte... ¡Rennervate! —chilló apuntándole al pecho con la varita,
de cuyo extremo salió un destello rojo que no produjo ningún efecto—.
¡Rennervate! Por favor, señor...
A Dumbledore le temblaron los párpados y a Harry le dio un vuelco el
corazón.
—Señor, ¿está usted...?
—Agua —pidió Dumbledore con voz ronca.
—Agua —repitió Harry jadeando—, sí...
Se puso en pie de un brinco y agarró la copa que había dejado en la vasija;
ni siquiera se fijó en el guardapelo de oro que reposaba en el fondo.
—¡Aguamenti! —gritó golpeando la copa con la varita.
La copa se llenó de agua fresca y cristalina; Harry se arrodilló al lado de
Dumbledore, le echó la cabeza atrás y le acercó la copa a los labios, pero estaba
vacía. Dumbledore soltó un gemido y empezó a jadear.
—Pero si yo... Espere... ¡Aguamenti! —repitió Harry apuntando a la copa
con la varita. Una vez más se llenó de agua, pero cuando se la acercó a los labios
a Dumbledore se desvaneció de nuevo—. ¡Ya lo intento, señor, ya lo intento! —
dijo consternado, pero no creía que Dumbledore pudiera oírlo porque se había
tumbado sobre un costado y respiraba entrecortadamente, emitiendo un sonido
vibrante, como si agonizara—. ¡Aguamenti! ¡Aguamenti! ¡¡Aguamenti!!
La copa se llenó y se vació otra vez. La respiración de Dumbledore era cada
vez más débil. Presa del pánico, Harry intentó pensar y comprendió
instintivamente que la única forma de conseguir agua (porque Voldemort así lo
había planeado) era...
Se precipitó al borde de la roca, hundió la copa en el lago y la sacó llena
hasta el borde de un agua helada.
—¡Tenga, señor! —gritó abalanzándose sobre el anciano, pero le derramó el
agua por la cara.
Mas no por torpeza, sino porque la sensación de frío que notó en el brazo
libre no era producto del contacto con la fría agua: una blanca y húmeda mano
lo había agarrado por la muñeca, y la criatura a la que pertenecía tiraba de él
hacia el otro lado de la roca. La superficie del lago ya no estaba lisa como un
espejo, sino revuelta, y allá donde Harry miraba veía cabezas y manos blancas
que emergían del agua: eran hombres, mujeres y niños con los ojos hundidos y
ciegos que avanzaban hacia la isla de roca, un ejército de cadáveres que se
alzaba de la negrura de las aguas...
—¡Petrificus totalus! —gritó Harry mientras intentaba aferrarse al liso y
mojado suelo al mismo tiempo que apuntaba con la varita al inferius que lo
sujetaba por el brazo. Este lo soltó, cayó hacia atrás y lo salpicó todo. El
muchacho se puso en pie como pudo, pero muchos inferi estaban trepando a la
isla: se sujetaban a la resbaladiza roca con sus huesudas manos, lo miraban con
ojos inexpresivos y velados y arrastraban sus empapados harapos mientras una
maléfica sonrisa se les dibujaba en las cadavéricas caras.
—¡Petrificus totalus! —chilló Harry otra vez, y retrocedió dando mandobles
al aire con la varita; seis o siete inferi se doblaron por la cintura, pero había
muchos más que se dirigían hacia él—. ¡Impedimenta! ¡Incárcero!
Algunos se tambalearon y un par de ellos quedaron inmovilizados al
enroscárseles unas cuerdas, pero los que venían detrás treparon a la roca y
pasaron por encima de los caídos. Sin dejar de agitar la varita como si diera
cuchilladas al aire, Harry gritó:
—¡Sectumsempra! ¡¡Sectumsempra!!
Aunque aparecieron cortes en sus chorreantes andrajos y en su gélida piel,
aquellos seres no tenían sangre que derramar, de modo que siguieron
caminando, insensibles al dolor, con las raquíticas manos tendidas hacia Harry.
Él retrocedió y de pronto unos brazos lo asieron por detrás y se cerraron
alrededor de su torso; y esos delgados brazos sin carne, fríos como la muerte, lo
levantaron del suelo y empezaron a llevárselo hacia el agua, poco a poco pero
con facilidad, y Harry comprendió que no iban a soltarlo, que se ahogaría y se
convertiría en uno más de los guardianes muertos de un fragmento de la
dividida alma de Voldemort...
Pero entonces el fuego surgió en la oscuridad: un anillo de llamas rojas y
doradas rodeó la isla y provocó que los inferi que sujetaban a Harry oscilaran y
perdieran el equilibro, sin atreverse a cruzar las llamas para llegar al agua. Así
pues, soltaron al muchacho, que se golpeó contra el suelo, resbaló en la roca y
se arañó los brazos, pero logró ponerse en pie y, levantando la varita, miró
alrededor con los ojos desorbitados.
Dumbledore estaba de nuevo en pie, más pálido que los inferi que lo
rodeaban, pero también más alto que todos ellos. El fuego se le reflejaba en los
ojos; sostenía la varita en alto como si fuese una antorcha, y de la punta
emanaban las llamas que habían formado el inmenso lazo que los rodeaba con
su calor. Los inferi, cegados, tropezaban unos con otros mientras intentaban
escapar del fuego que los acorralaba...
Dumbledore recogió el guardapelo del fondo de la vasija y se lo guardó en
la túnica. Hizo señas a Harry para que se acercara a su lado. Distraídos por las
llamas, los inferi no se percataron de que su presa se escapaba, y Dumbledore
guió a Harry hacia la barca. El anillo de fuego se desplazó con ellos, cercándolos
como una barrera defensiva. Desconcertados, los inferi los persiguieron a
prudente distancia hasta el borde del agua, pero una vez allí volvieron a
sumergirse en las negras aguas, agradecidos de poder escapar de las llamas.
Harry, que temblaba de pies a cabeza, dudó por un instante que
Dumbledore pudiera subir a la barca. El anciano profesor se tambaleó un poco
al intentarlo porque concentraba todos sus esfuerzos en mantener el anillo de
llamas protectoras en torno a ellos. Harry lo sujetó y lo ayudó a sentarse en la
embarcación. Cuando ambos se encontraron a salvo, apretujados en la barca,
ésta empezó a deslizarse por el lago y se alejó de la isla de roca, que volvió a
quedar cercada por el anillo de fuego, pues Dumbledore lo desplazó de nuevo
hacia ella; los inferi, que pululaban otra vez bajo el agua, no se atrevieron a salir
a la superficie.
—Señor —dijo Harry nerviosamente—, se me olvidó lo del fuego, señor...
Me atacaron y... me entró pánico...
—Es comprensible —murmuró Dumbledore, y el muchacho se alarmó al
notar cuan débil tenía la voz.
En cuanto la embarcación tocó la orilla, Harry saltó a tierra y se apresuró a
ayudar a Dumbledore. Tras apearse, éste bajó la varita y el anillo de fuego
desapareció, pero los inferi no volvieron a surgir del agua. La pequeña barca se
hundió en el lago y la cadena, tintineando, también volvió a deslizarse hacia el
fondo. Dumbledore soltó un profundo suspiro y se apoyó contra la pared de la
cueva.
—Me siento débil... —dijo.
—No se preocupe, señor —repuso Harry, atemorizado por la extrema
palidez y el agotamiento del anciano profesor—. No se preocupe, lo ayudaré a
salir de aquí... Apóyese en mí, señor...
Y colocándose el brazo ileso de Dumbledore alrededor de los hombros, lo
condujo por la orilla cargando con casi todo su peso.
—La protección... resultó... bien diseñada —balbuceó Dumbledore con un
hilo de voz—. Yo solo nunca lo habría logrado... Lo has hecho muy bie n, Harry,
muy bien...
—Ahora no hable —le aconsejó Harry, asustado por la dificultad que
Dumbledore tenía para hablar y al ver cómo arrastraba los pies—. Conserve sus
energías, señor... Pronto saldremos de aquí...
—El arco se habrá sellado otra vez... Necesitaremos el cuchillo...
—No hace falta, me he cortado con la roca —dijo Harry—. Dígame dónde...
—Aquí...
Harry rozó la piedra con el brazo rasguñado y el arco, tras recibir su tributo
de sangre, se abrió al instante. Cruzaron la cueva exterior y Harry ayudó a
Dumbledore a meterse en el agua que llenaba la grieta del acantilado.
—Todo saldrá bien, señor —repetía una y otra vez, más preocupado por el
silencio del director que por la debilidad de su voz—. Ya casi hemos llegado...
Puedo hacer que nos desaparezcamos los dos... No se preocupe...
—No estoy preocupado, Harry —repuso el anciano con tono más firme,
pese a que el agua estaba helada—. Estoy contigo.
27
La torre alcanzada por el rayo
Cuando salieron bajo el cielo estrellado, Harry subió a Dumbledore a la roca más cercana y lo ayudó a levantarse. Empapado y tembloroso, cargando con el
anciano profesor, el muchacho se concentró con todas sus fuerzas en su destino:
Hogsmeade. Cerró los ojos, agarró a Dumbledore por el brazo tan firmemente
como pudo y se abandonó a aquella horrible sensación de opresión.
Antes de abrir los ojos ya supo que la Aparición había dado buen resultado,
pues el olor a salitre y la brisa marina se habían esfumado. Temblando y
chorreando, se hallaban en medio de la oscura calle principal de Hogsmeade.
Por un instante Harry fue víctima de un espantoso truco de su imaginación y
creyó que allí también había inferi saliendo de las tiendas y arrastrándose hacia
él, pero parpadeó varias veces y comprobó que nada se movía en la calle, donde
sólo había algunas farolas y ventanas encendidas.
—¡Lo hemos conseguido, profesor! —susurró con dificultad, sintiendo una
dolorosa punzada en el pecho—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Tenemos el
Horrocrux!
Dumbledore medio perdió el equilibrio y se apoyó en el muchacho. Harry
creyó que su inexperiencia en aparecerse había afectado al director, pero
entonces reparó en que su cara estaba más pálida y desencajada que nunca,
apenas iluminada por una lejana farola.
—¿Se encuentra bien, señor?
—He tenido momentos mejores —contestó Dumbledore con voz frágil,
aunque le temblaron las comisuras de la boca, como si quisiera sonreír—. Esa
poción... no era ningún tónico reconstituyente...
Y Harry, horrorizado, vio cómo el anciano se desplomaba.
—Señor... No pasa nada, señor, se pondrá bien, no se preocupe. —
Desesperado, miró en derredor en busca de ayuda, pero no vio a nadie; su
único pensamiento fue que debía ingeniárselas para llevar cuanto antes a
Dumbledore a la enfermería—. Tenemos que volver al colegio, señor. La señora
Pomfrey...
—No —balbuceó Dumbledore—. Necesito... al profesor Snape... Pero no
creo... que pueda caminar mucho...
—Está bien. Mire, señor, voy a llamar a alguna casa y buscaré un sitio
donde pueda quedarse. Luego iré corriendo al castillo y traeré a la señora...
—Severus —dijo Dumbledore con claridad—. Necesito ver a Severus...
—Muy bien, pues a Snape. Pero tendré que dejarlo aquí un momento para...
En ese instante Harry oyó pasos precipitados y el corazón le dio un vuelco:
alguien los había visto y acudía en su ayuda. Era la señora Rosmerta, que corría
hacia ellos por la oscura calle luciendo sus elegantes zapatillas de tacón y una
bata de seda con dragones bordados.
—¡Os he visto aparecer cuando corría las cortinas de mi dormitorio! Madre
mía, madre mía, no sabía qué... Pero ¿qué le pasa a Albus?
Se detuvo resoplando y miró boquiabierta a Dumbledore, que yacía en el
suelo.
—Está herido —explicó Harry—. Señora Rosmerta, ¿puede acogerlo en Las
Tres Escobas mientras yo voy al colegio a buscar ayuda?
—¡No puedes ir solo! ¿No te das cuenta? ¿No has visto...?
—Si me ayuda a levantarlo —dijo Harry sin prestarle atención—, creo que
podremos llevarlo hasta allí...
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dumbledore—. ¿Qué ocurre, Rosmerta?
—La... la Marca Tenebrosa, Albus.
Y la bruja señaló el cielo en dirección a Hogwarts. El terror inundó a Harry
al oír esas palabras. Se dio la vuelta y miró.
En efecto, suspendido en el cielo encima del castillo, había un reluciente
cráneo verde con lengua de serpiente, la marca que dejaban los mortífagos
cuando salían de un edificio donde habían matado...
—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó el anciano, e hizo un esfuerzo por
ponerse en pie agarrándose al hombro de Harry.
—Supongo que unos minutos. No estaba allí cuando saqué al gato, pero
cuando subí...
—Hemos de volver enseguida al castillo —dijo Dumbledore, tomando las
riendas de la situación pese a que le costaba mantenerse en pie—. Rosmerta,
necesitamos un medio de transporte, escobas...
—Tengo un par detrás de la barra —dijo ella, muy asustada—. ¿Quieres
que vaya a buscarlas y...?
—No, que las traiga Harry.
Harry levantó la varita de inmediato.
—¡Accio escobas de Rosmerta!
Un segundo más tarde, la puerta del pub se abrió con un fuerte estrépito
para dar paso a dos escobas que salieron disparadas y volaron hacia Harry;
cuando llegaron a su lado, se pararon en seco con un ligero estremecimiento.
—Rosmerta, envía un mensaje al ministerio —pidió Dumbledore al tiempo
que montaba en una escoba—. Es posible que en Hogwarts aún no se hayan
dado cuenta de que ha pasado algo. Harry, ponte la capa invisible.
El muchacho la sacó del bolsillo y se la echó por encima antes de montar en
la escoba. A continuación dieron una patada en el suelo y se elevaron, mientras
la señora Rosmerta se encaminaba hacia el pub. Durante el vuelo hacia el
castillo, el muchacho miraba de reojo a Dumbledore, preparado para atraparlo
si se caía, pero la visión de la Marca Tenebrosa parecía haber actuado sobre el
anciano como un estimulante: iba inclinado sobre la escoba, con los ojos fijos en
la Marca y la melena y la barba, largas y plateadas, ondeando en el oscuro cielo.
Harry miró al frente y fijó la vista en aquel siniestro cráneo; y entonces el
miedo, semejante a una burbuja venenosa, se infló en su interior, le comprimió
los pulmones y le apartó de la mente cualquier otra inquietud.
¿Cuánto tiempo habían pasado fuera? ¿Se habría agotado ya la suerte de
Ron, Hermione y Ginny? ¿Había aparecido la Marca sobre el colegio por alguno
de ellos, o sería por Neville, Luna o algún otro miembro del ED? Y si así era...
Harry les había pedido que patrullaran por los pasillos, privándolos de la
seguridad de sus camas... ¿Volvería a ser responsable de la muerte de uno de
sus amigos?
Mientras sobrevolaban el oscuro y sinuoso camino que al salir de Hogwarts
habían recorrido a pie, y a pesar del silbido del aire, Harry oyó a Dumbledore
murmurar algo en una lengua extraña. Entonces su escoba se sacudió un poco
al pasar por encima del muro que cercaba los jardines del castillo, y comprendió
que el director estaba deshaciendo los sortilegios que él mismo había puesto
alrededor del colegio; necesitaban entrar sin perder tiempo. La Marca
Tenebrosa relucía por encima de la torre de Astronomía, la más alta del castillo.
¿Significaba eso que la muerte se había producido allí?
Dumbledore ya había rebasado el pequeño muro con almenas —el
parapeto que bordeaba la azotea de la torre— y desmontaba de la escoba; Harry
aterrizó a su lado unos segundos más tarde y miró alrededor.
La azotea estaba desierta. La puerta de la escalera de caracol por la que se
bajaba al castillo se hallaba cerrada y no había ni rastro de lucha, pelea a muerte
o cadáveres.
—¿Qué significa esto? —preguntó Harry contemplando el cráneo verde
cuya lengua de serpiente destellaba maléficamente por encima de ellos—. ¿Es
una Marca Tenebrosa de verdad? Profesor, ¿es cierto que han...?
Bajo el débil resplandor verdoso que emitía la Marca, Harry vio que el
anciano se llevaba la renegrida mano al pecho.
—Ve a despertar a Severus —dijo Dumbledore en voz baja pero clara—.
Cuéntale lo que ha pasado y tráelo aquí. No hagas nada más, no hables con
nadie más y no te quites la capa. Te espero aquí.
—Pero...
—Juraste obedecerme, Harry. ¡Márchate!
El muchacho corrió hacia la puerta que conducía a la escalera de caracol,
pero en el preciso instante en que cogía la argolla de hierro oyó pasos al otro
lado. Volvió la cabeza y miró a Dumbledore, que le indicó por señas que se
apartara. El muchacho retrocedió y sacó su varita.
La puerta se abrió de par en par y alguien irrumpió gritando:
—¡Expelliarmus!
Harry quedó inmóvil, con el cuerpo rígido, y cayó hacia atrás contra el
murete almenado de la torre, donde permaneció apoyado como una estatua que
no se tuviera sola en pie, sin poder hablar ni moverse. No entendía cómo había
sucedido, pues Expelliarmus era el conjuro del encantamiento de desarme, no el
del encantamiento congelador.
Entonces vio, a la luz verdosa de la Marca, cómo la varita de Dumbledore
saltaba de su mano y describía un arco por encima del borde del parapeto... El
profesor lo había inmovilizado sin pronunciar en voz alta el conjuro, pero el
segundo empleado en realizar el encantamiento le había costado la oportunidad
de defenderse.
Apoyado contra el muro y aún muy pálido, Dumbledore se mantenía en
pie sin dar señales de pánico o inquietud. Se limitó a mirar a quien acababa de
desarmarlo y dijo:
—Buenas noches, Draco.
Malfoy avanzó unos pasos, lanzando miradas alrededor para comprobar si
Dumbledore estaba solo. Descubrió que había otra escoba en el suelo.
—¿Quién más hay aquí?
—Yo también podría hacerte esa pregunta. ¿O has venido solo?
Malfoy volvió a centrar la mirada en Dumbledore.
—No. No estoy solo. Por si no lo sabía, esta noche hay mortífagos en su
colegio.
—Vaya, vaya —repuso Dumbledore como si le estuvieran presentando un
ambicioso trabajo escolar—. Muy astuto. Has encontrado una forma de
introducirlos, ¿no?
—Sí —respondió Malfoy, que respiraba entrecortadamente—. ¡En sus
propias narices, y usted no se ha enterado de nada!
—Muy ingenioso. Sin embargo... Perdóname, pero... ¿dónde están? No veo
que traigas refuerzos.
—Se han encontrado con algunos miembros de su guardia. Están abajo,
peleando. No tardarán en llegar. Yo me he adelantado. Tengo... tengo que hacer
un trabajo.
—En ese caso, debes hacerlo, muchacho.
Guardaron silencio. Harry, aprisionado en su paralizado e invisible cuerpo,
los observaba y aguzaba el oído intentando detectar a los mortífagos que
luchaban en el castillo; entretanto, Draco Malfoy seguía mirando fijamente a
Albus Dumbledore, quien, aunque pareciera increíble, sonrió.
—Draco, Draco... tú no eres ningún asesino.
—¿Cómo lo sabe? —Malfoy debió de darse cuenta de lo infantiles que
sonaban esas palabras, pues Harry percibió que se ruborizaba pese a que el
resplandor de la Marca le teñía de verde la piel—. Usted no sabe de qué soy
capaz —dijo con tono más convincente—, ¡ni sabe lo que ya he hecho!
—Sí, sí lo sé —repuso Dumbledore con suavidad—. Estuviste a punto de
matar a Katie Bell y Ronald Weasley y llevas todo el curso intentando matarme;
ya no sabías qué hacer. Perdóname, Draco, pero han sido unas pobres
tentativas. Tan pobres, a decir verdad, que me pregunto si realmente ponías
interés en ello...
—¡Claro que ponía interés! —afirmó Malfoy—. Es cierto que he estado todo
el curso intentándolo, pero esta noche...
Harry oyó un grito amortiguado procedente del castillo. Malfoy se puso
tenso y volvió la cabeza.
—Hay alguien que está defendiéndose con uñas y dientes —observó
Dumbledore con tono despreocupado—. Pero dices que... ah, sí, que has
conseguido introducir mortífagos en mi colegio, algo que yo, lo admito,
consideraba imposible. ¿Cómo lo has logrado?
Pero Malfoy no respondió: seguía escuchando los ruidos procedentes del
castillo; parecía casi tan paralizado como Harry.
—Quizá tengas que terminar el trabajo tú solo —apuntó Dumbledore—. Tal
vez mi guardia haya desbaratado los planes de tus refuerzos. Como quizá
hayas observado, esta noche también hay miembros de la Orden del Fénix en el
castillo. Pero bueno, en realidad no necesitas ayuda. Me he quedado sin varita y
no puedo defenderme. —Malfoy seguía mirándolo a los ojos—. Entiendo —
prosiguió Dumbledore con tono cordial al ver que Malfoy no hablaba ni se
movía—. Temes actuar antes de que lleguen ellos...
—¡No tengo miedo! —le espetó Malfoy de repente, pero sin decidirse a
atacarlo—. ¡Usted es quien debería tener miedo!
—¿Por qué iba a tenerlo? No creo que vayas a matarme, Draco. Matar no es
tan fácil como creen los inocentes. Pero dime, mientras esperamos a tus amigos,
¿cómo has conseguido traerlos aquí? Veo que has tardado mucho en hallar la
manera de hacerlo.
Daba la impresión de que Malfoy estaba reprimiendo un impulso de gritar
o vomitar. Tragó saliva y respiró hondo varias veces sin dejar de mirar con odio
a Dumbledore y de apuntarle con la varita directamente al corazón. Entonces,
como si no pudiera contenerse, dijo:
—Tuve que arreglar ese armario evanescente roto que nadie utilizaba desde
hacía años. Ese en el que el año pasado se perdió Montague.
—¡Aaaah! —La exclamación de Dumbledore fue casi un quejido. Cerró los
ojos un momento y dijo—: Muy inteligente... Supongo que debe de tener una
pareja, ¿no?
—El otro está en Borgin y Burkes —reveló Malfoy—, y entre ellos se forma
una especie de pasadizo. Montague me contó que cuando lo metieron en el de
Hogwarts, quedó atrapado como en un limbo, pero algunas veces oía lo que
estaba pasando en el colegio y otras lo que ocurría en la tienda, como si el
armario viajara entre los dos sitios, aunque él no lograba hacerse oír por nadie.
Al final consiguió salir y se apareció, a pesar de que todavía no se había
examinado. Estuvo a punto de matarse. Todo el mundo quedó muy
impresionado con su relato, pero yo fui el único que supo lo que significaba; ni
siquiera Borgin lo adivinó. Yo fui el único que comprendió que podía haber una
forma de entrar en Hogwarts a través de los armarios si lograba arreglar el que
estaba roto.
—¡Vaya astucia! Y así es como han venido los mortífagos para ayudarte,
desde Borgin y Burkes... Un plan muy ingenioso, sí señor, muy ingenioso. Y,
como bien dices, en mis propias narices.
—Sí —dijo Malfoy, y curiosamente parecía extraer alivio y coraje de las
alabanzas de Dumbledore—. ¡Sí, era un plan muy inteligente!
—Pero ha debido de haber momentos en que no estabas seguro de si
conseguirías arreglar el armario, ¿verdad? Y por eso recurriste a métodos tan
rudimentarios y tan mal vistos como enviarme un collar maldito que tenía
muchas posibilidades de ir a parar a otras manos, o envenenar un hidromiel
que no era probable que yo llegara a catar...
—Sí, ya, pero aun así usted no descubrió quién había detrás de esas
acciones —contestó Malfoy con tono mordaz, mientras Dumbledore resbalaba
un poco por el parapeto, como si las piernas ya no pudieran sostenerlo en pie, y
Harry intentaba en vano deshacer el sortilegio que lo inmovilizaba.
—La verdad es que sí —dijo Dumbledore—. Estaba seguro de que eras tú.
—Entonces, ¿por qué no me lo impidió?
—Lo intenté, Draco. El profesor Snape tenía órdenes de vigilarte.
—Snape no obedecía sus órdenes. Le juró a mi madre.
—Sí, claro, eso fue lo que te dijo a ti, pero...
—¿No se da cuenta, viejo estúpido, de que Snape es un espía doble? ¡No
trabaja para usted, como usted se cree!
—En este punto es lógico que discrepemos, Draco. Resulta que yo confío en
el profesor Snape.
—¡Si confía en él es que está perdiendo la chaveta! —se burló Malfoy—.
Snape me ha ofrecido su ayuda. Claro, él quería llevarse toda la gloria, quería
participar en la acción... «¿Qué estás haciendo? ¿Has sido tú el del collar? Eso ha
sido una locura, habrías podido estropearlo todo...» Pero no le expliqué qué
hacía en la Sala de los Menesteres, así que mañana, cuando se despierte, verá
que todo ha terminado y él habrá dejado de ser el preferido de lord Voldemort.
¡Comparado conmigo, no será nada, nada!
—Muy gratificante —repuso Dumbledore con gentileza—. A todos nos
gusta que los demás reconozcan nuestro trabajo, por supuesto. No obstante, tú
debes de haber tenido algún cómplice, alguien de Hogsmeade, alguien que
pudiera pasarle a Katie el... el... ¡Aaaah! —Volvió a cerrar los ojos y asintió
despacio, cabeceando como a punto de quedarse dormido—. Claro... Rosmerta.
¿Desde cuándo está bajo la maldición imperius?
—Por fin ha caído en la cuenta, ¿eh? —se mofó Malfoy.
Se oyó otro grito, mucho más fuerte que el anterior, este del interior de la
torre. Malfoy volvió a girar la cabeza, nervioso, y luego miró a Dumbledore,
que continuó:
—Así que obligasteis a la pobre Rosmerta a esconderse en su propio lavabo
para que le entregara ese collar al primer alumno de Hogwarts que entrara allí
solo, ¿no? Y el hidromiel envenenado... Bueno, como es lógico, Rosmerta pudo
envenenarlo antes de enviarle la botella a Slughorn, quien a su vez me lo
regalaría a mí por Navidad. Sí, muy hábil, muy hábil... Al pobre señor Filch
jamás se le habría ocurrido examinar una botella de Rosmerta.
Y dime, ¿cómo te ponías en contacto con ella? Creía tener controlados todos
los sistemas de comunicación entre el colegio y el exterior.
—Mediante monedas encantadas —respondió Malfoy como si no pudiera
contenerse de seguir hablando, aunque la mano de la varita le temblaba cada
vez más—. Yo tenía una y ella otra, y así podía enviarle mensajes...
—¿No es ése el medio de comunicación secreto que el curso pasado
utilizaba el grupo que se hacía llamar Ejército de Dumbledore? —preguntó el
anciano en voz baja y tono indolente, pero Harry vio que volvía a resbalar un
poco más por el parapeto.
—Sí, ellos me dieron la idea —dijo Malfoy componiendo una siniestra
sonrisa—. Y la idea de envenenar el hidromiel me la dio esa sangre sucia de
Granger; un día en la biblioteca oí cómo decía que Filch no sabía distinguir las
pociones...
—Te agradecería que delante de mí no emplearas esa expresión tan
injuriosa —dijo Dumbledore.
Malfoy soltó una estridente carcajada.
—¿Le molesta que diga «sangre sucia» cuando estoy a punto de matarlo?
—Sí, me molesta —confirmó Dumbledore, y Harry advirtió que los pies del
anciano resbalaban unos centímetros y él luchaba por mantenerse en pie—.
Pero, respecto a eso de que estás a punto de matarme, Draco... Has tenido
tiempo de sobra para hacerlo. Estamos completamente solos. Ni siquiera
habrías podido soñar con encontrarme tan indefenso, y sin embargo no te has
decidido...
Malfoy hizo una mueca involuntaria, como si hubiera probado un sabor
muy amargo.
—Pero hablemos de lo de esta noche —prosiguió Dumbledore—. No acabo
de entender qué ha pasado... ¿Sabías que había salido del colegio? ¡Ah,
naturalmente! —se respondió a sí mismo—. Rosmerta me vio marchar y te
avisó por medio de vuestras ingeniosas monedas, ¿verdad?
—Así es. Pero ella me dijo que usted sólo había ido a tomar una copa y que
volvería enseguida...
—La tomé, la tomé, y más de una... Y he vuelto, si a esto se lo puede llamar
volver. Así que decidiste prepararme una trampa, ¿no?
—Decidimos poner la Marca Tenebrosa encima de la torre para hacerlo
regresar al castillo. Usted querría saber a quién habían matado. ¡Y ha salido
bien!
—Bueno, sí y no... Pero ¿significa eso que no hay víctimas mortales?
—Sí las hay —dijo Malfoy con voz más aguda—. Uno de los suyos. No sé
quién es porque estaba oscuro, pero he pasado por encima de un cadáver. Yo
tenía que estar esperándolo aquí arriba cuando usted llegara, pero ese bicho
suyo, el fénix, se interpuso en mi camino...
—Sí, tiene esa mala costumbre.
Entonces se oyó un fuerte estrépito, seguido de gritos cada vez más fuertes
procedentes del interior de la torre; era como si hubiera gente peleando en la
misma escalera de caracol que conducía a la azotea, donde se encontraban ellos.
El corazón de Harry, inaudible, latía con violencia en su invisible pecho. Malfoy
había pasado por encima de un cadáver... había muerto alguien... pero ¿quién?
—Sea como sea, nos queda poco tiempo —dijo Dumbledore—. Es hora de
que hablemos de nuestras opciones, Draco.
—¿Opciones? ¿Qué opciones? —gritó Malfoy—. Tengo mi varita y estoy a
punto de matarlo...
—Amigo mío, no tiene sentido que sigamos fingiendo. Si pensaras matarme
lo habrías hecho en cuanto me desarmaste, en lugar de entablar una agradable
conversación sobre los métodos de que dispones para hacerlo.
—¡Yo no tengo opciones! —dijo Malfoy, que se había puesto tan pálido
como Dumbledore—. ¡Tengo que liquidarlo! ¡Si no lo hago, él me matará!
¡Matará a mi familia!
—Me hago cargo de lo comprometido de tu posición. ¿Por qué, si no, crees
que no te planté cara antes? Porque sabía que lord Voldemort te mataría si se
daba cuenta de que yo sospechaba de ti.
Malfoy hizo una mueca de dolor al oír el nombre de su amo.
—No me atreví a hablar contigo de la misión que sabía que te habían
asignado, por si él utilizaba la Legeremancia contra ti —continuó
Dumbledore—. Pero ahora, por fin, podemos hablar sin necesidad de andarnos
con tapujos... Todavía no has cometido ningún crimen, ni le has causado ningún
daño irreparable a nadie, aunque has tenido suerte de que tus víctimas
indirectas hayan sobrevivido... Yo puedo ayudarte, Draco.
—No, no puede. —La mano de la varita le temblaba cada vez más—. Nadie
puede ayudarme. El me dijo que si no lo hacía me mataría. No tengo
alternativa.
—Pásate a nuestro bando, Draco, y nosotros nos encargaremos de
esconderte. Es más, esta misma noche puedo enviar miembros de la Orden a
casa de tu madre y esconderla también a ella. Tu padre, por ahora, está a salvo
en Azkaban... Cuando llegue el momento también podremos protegerlo a él.
Pásate a nuestro bando, Draco... Tú no eres ningún asesino.
—He llegado hasta aquí, ¿no? —dijo despacio Malfoy, mirando fijamente a
Dumbledore—. Ellos pensaron que moriría en el intento, pero aquí estoy... Y
ahora su vida depende de mí... Soy yo el que tiene la varita... Su suerte está en
mis manos...
—No, Draco —corrigió Dumbledore—. Soy yo el que tiene tu suerte en las
manos.
Malfoy no respondió. Tenía la boca entreabierta y la mano seguía
temblándole. A Harry le pareció que bajaba un poco la varita...
En ese momento se oyeron unos pasos que subían atropelladamente la
escalera, y un segundo más tarde cuatro personas ataviadas con túnicas negras
irrumpieron por la puerta de la azotea y apartaron a Malfoy de en medio.
Harry contempló aterrado a los cuatro desconocidos con los ojos muy
abiertos y sin poder parpadear siquiera. Por lo visto, los mortífagos habían
ganado la pelea librada en la torre.
Un individuo contrahecho que no paraba de mirar de reojo en torno a sí
soltó una risita espasmódica.
—¡Ha acorralado a Dumbledore! —exclamó, y se volvió hacia una mujer
achaparrada que parecía su hermana y sonreía con entusiasmo—. ¡Lo ha
desarmado! ¡Dumbledore está solo! ¡Te felicito, Draco, te felicito!
—Buenas noches, Amycus —lo saludó Dumbledore con calma, como si lo
recibiera en su casa para tomar el té—. Y también has traído a Alecto... qué
bien...
La mujer soltó una risita ahogada y le espetó:
—¿Acaso crees que tus estúpidas bromitas te van a ayudar en el lecho de
muerte?
—¿Bromitas? Esto no son bromitas, son buenos modales —replicó
Dumbledore.
—¡Hazlo! —dijo el desconocido más cercano a Harry, un tipo alto y
delgado de abundante pelo canoso y grandes patillas que llevaba una túnica
negra de mortífago muy ceñida.
Harry jamás había oído una voz semejante, una especie de áspero rugido.
El individuo despedía un intenso hedor, una mezcla de olor a mugre, sudor y
algo inconfundible: sangre. Sus sucias manos lucían uñas largas y amarillentas.
—¿Eres tú, Fenrir? —preguntó Dumbledore.
—Exacto —contestó el otro con su ronca voz—. ¿A mí también te alegras de
verme, Dumbledore?
—No, la verdad es que no...
Fenrir Greyback sonrió burlón, exhibiendo unos dientes muy afilados. Le
goteaba sangre de la barbilla y se relamió despacio, con impudicia.
—Pero sabes cómo me gustan los niños, Dumbledore.
—¿Significa eso que ahora atacas aunque no haya luna llena? Eso es muy
inusual... ¿Tanto te gusta la carne humana que no tienes suficiente con saciarte
una vez al mes?
—Así es. Eso te impresiona, ¿verdad, Dumbledore? ¿Te asusta?
—Bueno, no voy a negar que me disgusta un poco. Y debo admitir que me
sorprende que Draco te haya invitado precisamente a ti a venir al colegio donde
viven sus amigos...
—Yo no lo invité —murmuró Malfoy. No miraba a Greyback, y daba la
impresión de que ni siquiera se atrevía a hacerlo de reojo—. No sabía que iba a
venir...
—No me perdería un viaje a Hogwarts por nada del mundo, Dumbledore
—declaró Greyback—. Con la cantidad de gargantas que hay aquí para
morder... Será delicioso, delicioso... —Levantó una amarillenta uña y se tocó los
dientes mirando al anciano con avidez—. Podría reservarte a ti para el postre,
Dumbledore...
—No —intervino el cuarto mortífago, de toscas facciones y expresión
brutal—. Tenemos órdenes. Tiene que hacerlo Draco. ¡Ahora, Draco, y deprisa!
Malfoy parecía más indeciso que antes. Miraba fijamente a Dumbledore,
pero el terror se reflejaba en su cara; el director de Hogwarts, más pálido que
nunca, había ido resbalando por el muro casi hasta quedar sentado en el suelo.
—¡Bah, si de todos modos ya tiene un pie en la tumba! —dijo el mortífago
contrahecho, y fue coreado por las jadeantes risitas de su hermana—. Miradlo...
¿Qué te ha pasado, Dumby?
—Ya no tengo tanta resistencia, ni tantos reflejos, Amycus —contestó
Dumbledore—. Son cosas de la edad... Algún día quizá te pase a ti, si tienes
suerte...
—¿Qué quieres decir con eso, eh? ¿Qué quieres decir? —chilló el mortífago
poniéndose violento de repente—. Siempre igual, ¿no, Dumby? ¡Hablas mucho
pero no haces nada, nada! ¡Ni siquiera sé por qué el Señor Tenebroso se molesta
en matarte! ¡Vamos, Draco, hazlo de una vez!
Pero en ese momento volvieron a oírse ruidos y correteos en la torre y una
voz gritó:
—¡Han bloqueado la escalera! ¡Reducto! ¡¡Reducto!!
A Harry le dio un vuelco el corazón: esas palabras significaban que los
cuatro mortífagos no habían eliminado toda la oposición que habían
encontrado, sino que se las habían arreglado de momento para llegar a lo alto
de la torre; por lo visto, al subir habían levantado una barrera a sus espaldas.
—¡Ahora, Draco, rápido! —lo urgió con brusquedad el más salvaje de los
cuatro.
Pero a Malfoy le temblaba tanto la varita que apenas podía apuntar con
ella.
—Ya me encargo yo —gruñó Greyback, y avanzó hacia Dumbledore con
los brazos estirados y enseñando los dientes.
—¡He dicho que no! —gritó el otro.
A continuación hubo un destello y el hombre lobo salió despedido hacia un
lado; dio contra el parapeto y se tambaleó, encolerizado. A Harry, aprisionado
por el hechizo del director, le palpitaba tan fuerte el corazón que le resultaba
increíble que aún no lo hubiesen descubierto. Si hubiera podido moverse,
habría echado una maldición desde debajo de la capa invisible...
—Hazlo, Draco, o apártate para que lo haga uno de nosotros... —chilló la
mujer, pero en ese preciso instante la puerta de la azotea se abrió una vez más y
apareció Snape, varita en mano; recorrió la escena con sus negros ojos paseando
la mirada desde Dumbledore, desplomado contra el parapeto, hasta el grupo
formado por los cuatro mortífagos, entre ellos el iracundo hombre lobo, y
Malfoy.
—Tenemos un problema, Snape —dijo el contrahecho Amycus, con la
mirada y la varita fijas en Dumbledore—. El chico no se atreve a...
Pero alguien más había pronunciado el nombre de Snape con un hilo de
voz.
—Severus...
Nada de lo que Harry había visto u oído esa noche lo había asustado tanto
como ese sonido. Por primera vez, Dumbledore hablaba con tono suplicante.
Snape no dijo nada, pero avanzó unos pasos y apartó con brusquedad a
Malfoy de su camino. Los mortífagos se retiraron sin decir palabra. Hasta el
hombre lobo parecía intimidado.
Snape, cuyas afiladas facciones denotaban repulsión y odio, le lanzó una
mirada al anciano.
—Por favor... Severus...
Snape levantó la varita y apuntó directamente a Dumbledore.
—¡Avada Kedavra!
Un rayo de luz verde salió de la punta de la varita y golpeó al director en
medio del pecho. Harry soltó un grito de horror que no se oyó; mudo e inmóvil,
se vio obligado a ver cómo Dumbledore saltaba por los aires. El anciano quedó
suspendido una milésima de segundo bajo la reluciente Marca Tenebrosa; luego
se precipitó lentamente, como un gran muñeco de trapo, cayó al otro lado de las
almenas y se perdió de vista.
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