sábado, 26 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 25-27

25
Las palabras de la vidente

La  noticia  de  que  Harry  Potter  salía  con  Ginny  Weasley  dio  pie  a  numerosos
cuchicheos  en  el  colegio,  sobre  todo  entre  las  chicas;  y,  sin  embargo,  durante
unas  semanas  Harry  tuvo  la  placentera  y  novedosa  sensación  de  que  era
inmune a los chismorreos. Al fin y al cabo, resultaba agradable que, por una vez
en  la  vida,  hablaran  de  él  a  causa  de  algo  que  lo  hacía  tan  feliz  como  no
recordaba desde mucho tiempo atrás, y no por estar involucrado en horribles
incidentes relacionados con la magia oscura.
—Y  eso  que  la  gente  tiene  mejores  cosas  para  cotillear  —comentó  Ginny
mientras  leía  El  Profeta  sentada  en  el  suelo  de  la  sala  común,  con  la  espalda
apoyada  en  las  piernas  de  Harry—.  Esta  semana  ha  habido  tres  ataques  de
dementores, pero a Romilda Vane lo único que se le ocurre preguntarme es si es
cierto que llevas un hipogrifo tatuado en el pecho.
Ron y Hermione rieron a carcajadas.
—¿Y qué le has contestado? —preguntó Harry.
—Que  es  un  colacuerno  húngaro  —respondió  Ginny  mientras  pasaba  la
página con aire despreocupado—. Es mucho más varonil.
—Gracias  —dijo  Harry  con  una  sonrisa—.  ¿Y  qué  le  has  dicho  que  lleva
Ron tatuado?
—Un micropuff, pero no le he dicho dónde.
Ron arrugó el entrecejo y Hermione se desternilló de risa.
—Mucho cuidado —advirtió Ron blandiendo el dedo índice—. Que os haya
dado permiso para salir juntos no quiere decir que no pueda retirarlo.
—¿Tu  permiso?  —se  burló  Ginny—.  ¿Desde  cuándo  necesito  tu  permiso
para  hacer  algo?  Además,  tú  mismo  reconociste  que  preferías  que  saliera  con
Harry antes que con Michael o Dean.
—Sí, eso es verdad  —admitió Ron a regañadientes—. Pero siempre que no
os aficionéis a besaros en público.
—¡Serás hipócrita! ¿Y qué me dices de Lavender y tú, que os pasabais el día
revoleándoos por todas partes como un par de anguilas? —protestó Ginny.
Pero llegó el mes de junio y empezaron a escasear las ocasiones de poner a
prueba  la  tolerancia  de  Ron,  porque  Harry  y  Ginny  cada  vez  tenían  menos
tiempo para estar juntos. Ella pronto tendría que examinarse de los TIMOS, y
por  lo  tanto  no  le  quedaba  otro  remedio  que  estudiar  horas  y  horas,  a  veces
hasta  muy  tarde.  Una  de  esas  noches,  aprovechando  que  Ginny  se  había
marchado a la biblioteca y mientras Harry estaba sentado junto a una ventana
en la sala común (se suponía que terminando sus deberes de Herbología, pero
en realidad rememorando un rato particularmente feliz que había pasado con
Ginny en el lago a la hora de comer), Hermione se sentó entre él y Ron con una
expresión de determinación que no auguraba nada bueno.
—Tenemos que hablar, Harry.
—¿De qué?  —preguntó él con recelo. El día anterior ella lo había regañado
por distraer a Ginny aun sabiendo que tenía que prepararse para los exámenes.
—Del presunto Príncipe Mestizo.
—¿Otra vez? —gruñó—. ¿Quieres hacer el favor de olvidarte de ese tema?
Harry  no  se  había  atrevido  a  volver  a  la  Sala  de  los  Menesteres  para
recuperar  el  libro,  y  por  ese  motivo  ya  no  obtenía  tan  buenos  resultados  en
Pociones  (aunque  Slughorn,  que  sentía  simpatía  por  Ginny,  lo  atribuía  a  su
enamoramiento). Pero el muchacho estaba convencido de que Snape todavía no
había  renunciado  a  echarle  el  guante  al  libro  del  príncipe,  y  por  eso  prefería
dejarlo escondido mientras el profesor siguiera alerta.
—No pienso callarme hasta que me hayas escuchado  —dijo Hermione sin
amilanarse—.  Mira,  he  estado  investigando  un  poco  sobre  quién  podría  tener
como hobby inventar hechizos oscuros...
—El no tenía como hobby...
—¡El, siempre él! ¿Cómo sabes que no era una mujer?
—Eso  ya  lo  hablamos  un  día.  ¡Príncipe,  Hermione!  ¡Se  hacía  llamar
príncipe!
—¡Exacto!  —exclamó  ella  con  las  mejillas  encendidas,  mientras  sacaba  de
su  bolsillo  un  trozo  viejísimo  de  periódico  y  se  lo  ponía  delante  dando  un
porrazo en la mesa—. ¡Mira esto! ¡Mira la fotografía!
Harry  cogió  el  papel,  que  se  estaba  desmenuzando,  y  contempló  la
amarillenta fotografía animada; Ron se inclinó también para echarle un vistazo.
Se veía una muchacha muy delgada de unos quince años. Era más bien feúcha y
su expresión denotaba enfado y tristeza; tenía cejas muy  pobladas y una cara
pálida y alargada. El pie de foto rezaba: «Eileen Prince, capitana del equipo de
gobstones de Hogwarts.»
—¿Y qué?  —dijo Harry leyendo por encima el breve artículo que explicaba
una historia muy aburrida acerca de las competiciones interescolares.
—Se llamaba Eileen Prince. «Prince», Harry.
Se miraron y él comprendió lo que Hermione trataba de decirle. Soltó una
carcajada.
—¡Anda ya!
—¿Qué?
—¿Crees que ésta era el Príncipe Mestizo? Por favor, Hermione...
—¿Por qué no? ¡En el mundo mágico no hay príncipes auténticos, Harry! O
es  un  apodo,  un  título  inventado  que  alguien  adoptó,  o  es  una  forma  de
disfrazar  su  verdadero  apellido,  ¿no?  ¡Escúchame!  Supongamos  que  su  padre
era  un mago apellidado Prince y que su madre era muggle. ¡Eso la convertiría
en una «Prince mestiza» o, dicho de otro modo, para despistar, en un Príncipe
Mestizo!
—Sí, Hermione, es una teoría muy original...
—¡Piénsalo un poco! ¡A lo mejor se enorgullecía de llevar el apellido Prince!
—Mira, Hermione, te digo que no era una chica. No sé por qué, pero lo sé.
—Lo que pasa es que no quieres admitir que una chica sea tan inteligente
—replicó Hermione.
—¿Cómo iba a ser amigo tuyo durante cinco años  y pensar que las chicas
no  son  inteligentes?  —argumentó  Harry,  dolido  por  el  comentario—.  Lo  digo
por su manera de escribir. Sé que el príncipe era un hombre, no me cabe duda.
Esa chica no tiene nada que ver. ¿De dónde has sacado el recorte?
—De la biblioteca. Hay una colección completísima de viejos números de El
Profeta. Bueno, de cualquier manera pienso averiguar todo lo que pueda sobre
Eileen Prince.
—Que te diviertas —dijo Harry con fastidio.
—Gracias. ¡Y el primer sitio donde voy a buscar —añadió al llegar al hueco
del retrato— es en los archivos de los premios de Pociones!
Harry la miró con ceño y luego siguió contemplando el cielo, cada vez más
oscuro.
—Lo  que  le  pasa  es  que  todavía  no  ha  digerido  que  la  superases  en
Pociones  —comentó  Ron,  y  volvió  a  concentrarse  en  su  Mil  hierbas  y  hongos
mágicos.
—Tú entiendes que yo quiera recuperar mi libro, ¿verdad? ¿O también me
tomas por chiflado?
—Claro  que  lo  entiendo  —repuso  Ron—.  Ese  príncipe  era  un  genio.
Además, si no te hubiese chivado lo del bezoar...  —se rebanó el cuello con el
dedo índice—  yo no estaría aquí hablando contigo, ¿no? Hombre, no digo que
hacerle ese hechizo a Malfoy fuera una maravilla...
—Yo tampoco.
—Pero se ha curado, ¿verdad? Ya corre tan campante por ahí, como si no
hubiera pasado nada.
—Sí  —convino Harry; era verdad, aunque de todos modos le remordía un
poco la conciencia—. Gracias a Snape...
—¿Vuelves a tener castigo con él este sábado?
—Sí,  y  el  sábado  siguiente  y  el  otro  —resopló  Harry—.  Y  ahora  ha
empezado a insinuarme que si no arreglo todas las fichas antes de que acabe el
curso, seguiremos el año que viene.
Esos  castigos  le  estaban  resultando  particularmente  fastidiosos  porque
reducían  los  escasos  ratos  que  podía  pasar  con  Ginny.  De  hecho,  desde  hacía
algún tiempo se preguntaba  si Snape estaría al corriente de su relación con la
hermana  de  Ron,  pues  se  las  ingeniaba  para  que  Harry  se  quedara  cada  vez
hasta  más  tarde  en  el  despacho,  y  no  cesaba  de  hacer  comentarios  mordaces
sobre la lástima que le daba que no pudiera disfrutar del buen tiempo que hacía
ni de las diversas oportunidades que éste ofrecía.
Harry  salió  de  su  amargo  ensimismamiento  cuando  apareció  a  su  lado
Jimmy Peakes, que le entregó un rollo de pergamino.
—Gracias,  Jimmy...  ¡Eh,  es  de  Dumbledore!  —exclamó  emocionado,  y
desenrolló la hoja—. ¡Quiere que vaya a su despacho cuanto antes!
Los dos amigos se miraron.
—¡Atiza! —susurró Ron—. ¿Crees que...? ¿Habrá encontrado...?
—Será mejor que vaya y me entere  —dijo Harry poniéndose en pie de un
brinco.
Salió en el acto de la sala común y recorrió los pasillos del séptimo piso tan
deprisa  como  pudo;  por  el  camino  sólo  se  cruzó  con  Peeves,  que  iba  a  toda
velocidad;  el  poltergeist,  como  por  inercia,  le  lanzó  unos  trozos  de  tiza  y  rió a
carcajadas al esquivar el embrujo defensivo  de Harry. Cuando Peeves se hubo
esfumado, los pasillos quedaron en silencio; sólo faltaban quince minutos para
el toque de queda y casi todos los estudiantes habían regresado ya a sus salas
comunes.
Entonces Harry oyó un grito y un estrépito. Se paró en seco y aguzó el oído.
—¡Cómo te atreves! ¡Aaay!
El  ruido  procedía  de un  pasillo  cercano.  Corrió  hacia  allí  con  la  varita  en
ristre, dobló una esquina y vio a la profesora Trelawney tumbada en el suelo,
con uno de sus chales cubriéndole la cabeza, los relucientes collares de cuentas
enredados en las gafas y varias botellas de jerez esparcidas alrededor, una de
ellas rota.
—¡Profesora!  —Harry se  acercó  presuroso  y la  ayudó  a  incorporarse.  Ella
soltó un fuerte hipido, se arregló el pelo y se levantó agarrándose  del brazo que
le tendía Harry—. ¿Qué ha pasado, profesora?
—¡Buena  pregunta!  —repuso  con  voz  estridente—.  Iba  caminando  tan
tranquila, pensando en ciertos presagios oscuros que vislumbré hace poco...
Pero Harry no le prestaba atención: acababa de darse cuenta de dónde se
hallaban. A su derecha estaba el tapiz de los trols bailarines, y a la izquierda el
tramo de pared de piedra liso e impenetrable donde estaba camuflada...
—¿Intentaba entrar en la Sala de los Menesteres, profesora?
—...  en  unos  augurios  que  me  han  sido  confiados...  ¿Cómo  dices?  —De
pronto adoptó una actitud de disimulo.
—La Sala de los Menesteres, profesora. ¿Intentaba entrar en ella?
—Vaya, no sabía que los alumnos conocieran su existencia...
—No todos la conocen. ¿Qué ha pasado? La oí gritar. Pensé que  se había
hecho daño.
—Bueno...  —masculló ella, ciñéndose los chales con actitud defensiva, y lo
miró  a  través  de  sus  lentes  de  aumento—.  Es  que  quería  depositar  ciertos...
hum...  objetos  personales  en  la  sala.  —Y  murmuró  algo  acerca  de  unas
«impertinentes acusaciones».
—Ya  —dijo Harry mientras echaba un vistazo a las botellas de jerez—. ¿Y
no ha podido entrar a esconderlos? —Se extrañó porque la sala se había abierto
para él cuando quiso esconder el libro del Príncipe Mestizo.
—Sí, he entrado  —contestó la profesora mirando con odio la pared—. Pero
resulta que ya había alguien dentro.
—¿Había... alguien? ¿Quién? ¿Quién estaba dentro?
—No  lo  sé  —respondió  Trelawney  un  tanto  sorprendida  por  el  tono  de
alarma de Harry—. Entré y oí una voz, lo cual  nunca me había pasado en todos
los años que llevo escondiendo... utilizando la sala, quiero decir.
—¿Una voz? ¿Y qué dijo?
—Pues... no lo entendí. Más bien era... como si alguien gritara de alegría.
—¿Como si alguien gritara de alegría?
—Sí, con gran regocijo —recalcó ella asintiendo con la cabeza.
—¿Hombre o mujer?
—Yo diría que hombre.
—¿Y parecía contento?
—Muy contento —confirmó la profesora con desdén.
—¿Como si celebrara algo?
—Exacto.
—¿Y qué pasó después?
—Después grité: «¿Quién hay ahí?»
—¿No lo supo sin preguntarlo? —repuso Harry, un tanto frustrado.
—El  Ojo  Interior  estaba  ocupado  en  asuntos  más  trascendentales  y  no
podía prestar atención a algo tan trivial como unos gritos de júbilo  —respondió
ella con dignidad mientras se arreglaba los chales y  las numerosas vueltas de
relucientes collares de cuentas.
—Claro  —se apresuró a coincidir Harry, que ya sabía cómo las gastaba el
Ojo  Interior  de  la  profesora  Trelawney—.  ¿Y  dijo  esa  voz  quién  había  ahí
dentro?
—No, no lo dijo. ¡Se puso todo muy negro y de  pronto salté por los aires y
salí disparada de la sala!
—¿Y  no  pudo  prever  que  iban  a  atacarla?  —preguntó  el  muchacho  sin
poder contenerse.
—No, no pude prever nada porque, como te digo, estaba todo muy negro...
—Se interrumpió y lo miró con desconfianza.
—Creo que debería contárselo al profesor Dumbledore. El director debería
saber que Malfoy está celebrando... quiero decir, que alguien la ha echado de la
sala.
Harry  se  sorprendió  al  ver  que  Trelawney  se  enderezaba  con  gesto
altanero.
—El director me ha dado a entender que preferiría que no le hiciera tantas
visitas  —respondió con frialdad—. Y no me gusta imponer mi compañía a los
que no saben apreciarla. Si Dumbledore decide ignorar las advertencias de las
cartas...  —De pronto sujetó a Harry por la muñeca  con una huesuda mano—.
No importa cómo las eche: siempre, una y otra vez...  —con gran dramatismo,
sacó una carta de entre sus chales—  una y otra vez aparece la torre alcanzada
por el rayo —susurró—. Calamidad. Desastre. Y cada vez está más cerca...
—Ya. Bueno... Sigo pensando que debería contarle a Dumbledore lo de esa
voz, que todo se ha quedado a oscuras y que la han echado de la sala.
—¿Eso crees?  —repuso Trelawney con fingida indiferencia, pero Harry se
dio cuenta de que le agradaba la idea de volver a contar su pequeña aventura.
—Precisamente me dirigía a su despacho  —comentó—. Tengo una cita con
él. Podríamos ir juntos.
—¡Ah!  En  ese  caso...  —Esbozó  una  sonrisa.  A  continuación  se  agachó,
recogió sus botellas de jerez y las metió sin miramientos en un gran jarrón azul
y blanco que había en una hornacina cercana—. Te echo de menos en mis clases,
Harry  —dijo con tono cariñoso cuando se pusieron en marcha—. Nunca fuiste
un  gran  vidente,  pero,  en  cambio,  eras  un  maravilloso  motivo  de
investigación...
Harry no contestó; para él había sido un suplicio ser objeto de las continuas
predicciones de fatalidad de la profesora Trelawney.
—Me temo que ese jamelgo...  —prosiguió ella—. Perdona, quise decir ese
centauro... no tiene ni idea de cartomancia. Una vez le pregunté, de vidente a
vidente,  si  no  había  notado  él  también  las  remotas  vibraciones  de  una
inminente  catástrofe.  Pero  mi  comentario  le  resultó  casi  cómico.  ¡Imagínate,
cómico!  —Elevó el tono hasta rozar el paroxismo y Harry percibió un tufillo a
jerez,  aunque  ella  ya  no  llevaba  consigo  las  botellas—.  Quizá  ese  rocín  haya
oído  decir  por  ahí  que  no  he  heredado  el  don  de  mi  tatarabuela.  Los  que  me
tienen  envidia  se  dedican  desde  hace  años  a  extender  esos  rumores.  ¿Y  sabes
qué  le  digo  yo  a  esa  gente,  Harry?  Les  pregunto  si  Dumbledore  me  habría
permitido enseñar en este gran colegio y habría confiado en mí tantos años si no
hubiera demostrado mi valía ante él.
Harry murmuró unas palabras poco claras.
—Recuerdo  muy  bien  mi  primera  cita  con  Dumbledore  —continuó  la
profesora  Trelawney  con  voz  ronca—.  El  quedó  muy  impresionado,  por
supuesto, muy impresionado. Yo me alojaba en Cabeza de Puerco; lo cual, por
cierto,  no  se  lo  recomiendo  a  nadie  porque  la  cama  estaba  llena  de  chinches,
querido. Pero ¿qué podía hacer yo, con  el poco presupuesto de que disponía?
Dumbledore tuvo la gentileza de ir a visitarme a mi habitación de la posada y
me formuló una serie de preguntas. He de confesar que al principio me pareció
predispuesto en contra de la Adivinación. Y recuerdo que empecé a sentirme un
poco mal porque no había comido mucho ese día, pero entonces...
Harry,  por  primera  vez,  le  prestaba  la  atención  debida,  pues  sabía  qué
había  pasado  entonces:  la  profesora  Trelawney  había  pronunciado  la  profecía
que alteraría el curso de su vida, la profecía acerca de Voldemort y él.
—... ¡entonces nos interrumpió Severus Snape!
—¿Ah, sí?
—Sí, oímos un gran alboroto al otro lado de la puerta, y de pronto ésta se
abrió de par en par: allí estaban un burdo camarero y Snape, quien aseguró que
había subido por error la escalera, aunque reconozco que pensé que lo habían
sorprendido  escuchando  a  hurtadillas  mi  entrevista  con  Dumbledore.  Resulta
que  él  también  buscaba  empleo  en  esa  época,  y  sin  duda  creyó  que  podría
pescar  alguna  información  útil.  En  fin,  lo  que  pasó  después  ya  lo  sabes:
Dumbledore se mostró mucho más dispuesto a darme el empleo, y yo deduje,
Harry, que lo hizo porque apreció un marcado contraste entre mis sencillos y
modestos  modales  y  mi  sosegado  talento,  y  la  actitud  de  aquel  prepotente  y
ambicioso joven que no tenía reparos en escuchar  detrás de las puertas. ¡Harry,
querido! —Volvió la cabeza al darse cuenta de que Harry ya no iba a su lado.
El muchacho se había detenido y los separaba una distancia de tres metros.
—Harry... —repitió ella, desconcertada.
Quizá había palidecido demasiado, porque la profesora pareció asustarse.
Harry permanecía en medio del pasillo, inmóvil, mientras lo azotaban una serie
de  ráfagas  de  conmoción  que  le  borraban  todo  de  la  mente,  excepto  la
información que se le había ocultado durante tanto tiempo...
Era Snape el que había oído las palabras de la vidente. Era Snape quien le
había  revelado  a  Voldemort  la  existencia  de  la  profecía.  Y  Snape  y  Peter
Pettigrew habían puesto a Voldemort sobre la pista de Lily, James y su hijo...
En ese momento a Harry no le importaba nada más.
—¡Harry!  —insistió  la  profesora  Trelawney—.  ¿No  íbamos  a  ver  al
director?
—Quédese aquí —repuso él moviendo apenas los labios.
—Pero querido... Iba a contarle que me han atacado en la Sala de los...
—¡Quédese aquí! —repitió Harry con autoridad.
La  profesora,  alarmada,  lo  vio  echar  a  correr  y  pasar  por  su  lado.  Harry
dobló la esquina y enfiló el pasillo de Dumbledore, donde montaba guardia la
gárgola  solitaria.  Harry  le  espetó  la  contraseña  y  remontó  de  tres  en  tres  los
peldaños de la escalera de caracol móvil. No llamó a la puerta con los nudillos,
sino que la aporreó con el puño, y cuando la serena voz del director respondió
«Pasa», Harry ya había irrumpido en el despacho.
Fawkes, el fénix, miró alrededor; la luz de la puesta de sol que se veía tras la
ventana  se  reflejaba  en  los  negros  y  brillantes  ojos  del  ave  y  les  arrancaba
destellos dorados. Dumbledore, con una larga capa de viaje negra colgada de
un brazo, se hallaba de pie junto a la ventana contemplando los jardines.
—¡Hola, Harry! Te prometí que te dejaría acompañarme.  ..  
Al  principio  no  lo  entendió;  la  conversación  con  Trelawney  le  había
borrado  cualquier  otro  pensamiento  y  el  cerebro  parecía  funcionarle  muy
despacio.
—¿Acompañarlo? ¿Adonde?
—Sólo si quieres, desde luego.
—¿Si quiero...?  —Y entonces recordó por qué estaba tan ansioso por llegar
al despacho del director—: ¿Ha encontrado uno? ¿Ha encontrado el Horrocrux?
—Eso creo.
La cólera y el rencor lidiaban con la conmoción y el entusiasmo, hasta tal
punto que Harry enmudeció unos instantes.
—Es lógico que tengas miedo —añadió Dumbledore.
—¡No  tengo  miedo!  —saltó  Harry,  y  no  mentía  en  absoluto;  el  temor  era
una emoción que ni siquiera concebía en ese momento—. ¿Qué Horrocrux es?
¿Dónde está?
—Todavía  no  sé  cuál  es,  aunque  estimo  que  podemos  descartar  la
serpiente,  pero  creo  que  está  escondido  en  una  cueva  que  hay  en  la  costa,  a
muchos  kilómetros  de  aquí.  Llevo  largo  tiempo  tratando  de  localizarla:  es  la
cueva donde un día, durante la excursión anual, Tom Ryddle aterrorizó a dos
niños de su orfanato, ¿lo recuerdas?
—Sí. ¿Y cómo está protegida?
—No lo sé. Mis sospechas podrían resultar erróneas.  —Dumbledore vaciló
un momento y añadió—: Harry, te prometí que me acompañarías y mantengo
esa  promesa;  sin  embargo,  sería  una  insensatez  no  advertirte  que  cabe  la
posibilidad de que este viaje entrañe graves peligros y...
—Voy con usted —afirmó Harry antes de que el director terminase la frase.
Estaba  furioso  con  Snape,  y  su  deseo  de  hacer  algo  drástico  y  arriesgado  se
había multiplicado por diez en los últimos minutos. Eso debía de notarse en su
semblante porque Dumbledore se apartó de la ventana y le escudriñó el rostro.
Una fina arruga se marcó entre las plateadas cejas del anciano profesor.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada —mintió Harry con osadía.
—¿Qué te ha disgustado?
—No estoy disgustado.
—Nunca fuiste un gran oclumántico, Harry...
Esa palabra fue la chispa que encendió la cólera de Harry.
—¡Snape!  —dijo casi a voz en grito, y  Fawkes  dio un débil graznido detrás
de ellos—. ¡Se trata de Snape, como siempre! ¡Fue él quien le habló a Voldemort
de  la  profecía!  ¡Era  él  quien  estaba  espiando  detrás  de  la  puerta!  ¡Me  lo  ha
contado la profesora Trelawney!
Dumbledore  no  mudó  el  gesto,  pero  Harry  tuvo  la  impresión  de  que
palidecía bajo el tinte rojizo que el sol poniente proyectaba sobre él. El director
guardó silencio unos instantes.
—¿Cuándo te has enterado de eso? —preguntó por fin.
—¡Ahora  mismo!  —respondió  Harry,  esforzándose  por  no  gritar. Pero  de
pronto ya no pudo contenerse—: ¡¡Y usted le deja enseñar aquí, sabiendo que
fue él quien dijo a Voldemort que atacara a mis padres!!
Harry  respiraba  entrecortadamente,  como  si  estuviera  peleándose  con
alguien; le dio la espalda a Dumbledore, que seguía sin mover un músculo, y se
puso a dar largas zancadas por el despacho frotándose los nudillos de un puño
con  la  otra  mano  y  conteniéndose  para  no  ponerse  a  romper  cosas.  Quería
expresar su furia ante Dumbledore, pero también quería ir con él a destruir el
Horrocrux; quería decirle que era un viejo chiflado por confiar en Snape, pero
temía que si no controlaba su rabia no le permitiría acompañarlo.
—Harry —dijo el director con serenidad—. Escúchame, por favor.
Quedarse  quieto  le  resultaba  tan  difícil  como  no  gritar.  Se  detuvo,
mordiéndose  la  lengua,  y  dirigió  la  mirada  hacia  Dumbledore,  cuyo  rostro
estaba surcado de arrugas.
—El profesor Snape cometió un terrible...
—¡No  me  diga  que  fue  un  error,  señor!  ¡Estaba  escuchando  detrás  de  la
puerta!
—Te ruego que me dejes terminar.  —Dumbledore esperó hasta que Harry
inclinó con brusquedad la cabeza, y  prosiguió—. El profesor Snape cometió un
terrible error. La noche que oyó la primera parte de la profecía de la profesora
Trelawney,  Snape  todavía  trabajaba  para  lord  Voldemort.  Como  es  lógico,
corrió  a  explicarle  a  su  amo  lo  que  había  escuchado  porque  le  incumbía
enormemente. Pero él no sabía (era imposible que lo supiera) a qué niño elegiría
Voldemort  como  víctima  a  raíz  de  aquel  descubrimiento,  ni  que  los  padres
sobre  los  que  descargaría  su  instinto  asesino  eran  los  tuyos,  a  los  que  Snape
conocía.
Harry soltó una amarga carcajada.
—¡El odiaba a mi padre tanto como a  Sirius! ¿No se ha fijado, profesor, en
que las personas que Snape odia suelen acabar muertas?
—No  tienes  idea  del  remordimiento  que  se  apoderó  de  Snape  cuando  se
dio cuenta de cómo había interpretado lord Voldemort la profecía, Harry. Creo
que  eso  es  lo  que  más  ha  lamentado  en  toda  su  vida  y  el  motivo  de  que
regresara...
—Pero él sí es un gran oclumántico, ¿verdad, señor?  —dijo Harry con voz
temblorosa a causa del esfuerzo por controlarse—. ¿Y acaso no cree Voldemort
que Snape está en su bando, incluso ahora? ¿Cómo puede estar usted seguro de
que él está de nuestra parte?
Dumbledore  permaneció  callado  un  momento,  como  si  tratara  de  decidir
algo. Al fin dijo:
—Estoy seguro. Confío plenamente en Severus Snape.
Harry  respiró  hondo  varias  veces,  intentando  serenarse,  pero  no  dio
resultado.
—¡Pues  yo  no!  —afirmó  a  voz  en  grito—.  Ahora  está  tramando  algo  con
Draco Malfoy, en sus propias narices, y usted sigue...
—Ya hemos hablado de eso —lo cortó Dumbledore con tono más severo—.
Y ya conoces mi opinión al respecto.
—Esta noche usted se va a marchar del colegio y seguro que todavía no se
ha planteado siquiera que Snape y Malfoy podrían decidir...
—¿Decidir  qué?  —El  director  arqueó  las  cejas—.  ¿Qué  es  exactamente  lo
que temes que hagan?
—Pues...  ¡están  tramando  algo!  —exclamó  Harry  apretando  los  puños—.
¡La  profesora  Trelawney  acaba  de  entrar  en  la  Sala  de  los  Menesteres  p ara
esconder  unas  botellas  de  jerez  y  ha  oído  a  Malfoy  gritar  de  alegría,  como  si
celebrara  algo!  Malfoy  intenta  arreglar  algo  peligroso  ahí  dentro,  y  por  si  le
interesa, creo que ya lo ha conseguido. Y usted piensa marcharse del colegio tan
tranquilo sin haber...
—Basta  —lo  atajó  el  director.  Lo  dijo  con  calma,  pero  Harry  se  calló  de
inmediato,  consciente  de  que  esa  vez  había  cruzado  una  línea  invisible—.
¿Crees  que  alguna  de  las  veces  que  me  he  ausentado  he  dejado  el  colegio
desprotegido?  Te  equivocas.  Esta  noche,  cuando  me  vaya,  entrarán  en
funcionamiento  medidas  especiales  de  protección.  Te  ruego  que  no  vuelvas  a
insinuar que no me tomo en serio la seguridad de mis alumnos, Harry.
—Yo  no  quería...  —masculló  un  tanto  avergonzado,  pero  Dumbledore  lo
interrumpió de nuevo:
—No quiero seguir hablando de este tema.
Harry reprimió una protesta, temiendo haber ido demasiado lejos y echado
por  tierra  sus  posibilidades  de  acompañar  a  Dumbledore,  pero  el  anciano
continuó:
—¿Quieres acompañarme esta noche?
—Sí —contestó él sin vacilar.
—Muy  bien.  En  ese  caso,  escúchame.  —Se  enderezó,  adoptando  un  aire
solemne,  y  añadió—:  Te  llevaré  con  una  condición:  que  obedezcas  cualquier
orden que te dé sin cuestionarla.
—Por supuesto.
—Quiero  que  lo  entiendas  bien,  Harry.  Lo  que  estoy  exigiéndote  es  que
obedezcas  incluso  órdenes  cómo  «corre»,  «escóndete»  o  «vuelve».  ¿Tengo  tu
palabra?
—Sí, claro que sí.
—Si te ordeno que te escondas, ¿lo harás?
—Sí.
—Si te ordeno que corras, ¿lo harás?
—Si te exijo que me dejes y te salves, ¿lo harás?
—Yo...
—Harry...
Se miraron a los ojos.
—Sí, señor, lo haré.
—Bien.  Ahora  ve  a  buscar  tu  capa  invisible  y  reúnete  conmigo  en  el
vestíbulo dentro de cinco minutos.  —Dumbledore volvió la cabeza y miró por
la ventana; lo único que quedaba del sol era un resplandor rojo rubí difuminado
sobre el horizonte.
Harry  salió  deprisa  del  despacho  y  bajó  por  la  escalera  de  caracol.  De
pronto sintió una extraña lucidez. Sabía qué tenía que hacer.
Ron y Hermione estaban sentados en la sala común cuando él entró.
—¿Qué  quería  Dumbledore?  —preguntó  Hermione—.  ¿Estás  bien?  —
añadió, preocupada.
—Sí, estoy bien —contestó Harry, pero pasó a su lado sin detenerse.
Subió  a  toda  prisa  la escalera  que  conducía  a  su  dormitorio;  una vez  allí,
abrió el baúl y sacó el mapa del merodeador y un par de calcetines con los que
había hecho una bola. Volvió a la carrera a la sala común y se detuvo con un
patinazo delante de Ron y Hermione, que lo miraron con desconcierto.
—No puedo entretenerme  —explicó jadeando—. Dumbledore cree que he
venido a buscar mi capa invisible. Escuchad...
Les explicó rápidamente adonde iba y por qué. No hizo caso de los gritos
ahogados de Hermione ni de las atolondradas preguntas de Ron; más tarde ya
se enterarían de los detalles.
—¿Entendéis  lo  que  esto  significa?  —concluyó  atropelladamente—.
Dumbledore no estará en el colegio esta noche, de modo que Malfoy va a tener
vía libre para llevar a cabo lo que está tramando. ¡No, escuchadme!  —susurró
con  énfasis  al  ver  que  sus  amigos  trataban  de  interrumpirlo—.  Sé  que  era
Malfoy el que gritaba de alegría en la Sala de los Menesteres. Toma.
Le entregó el mapa del merodeador a Hermione.
—Tenéis  que  vigilarlo,  y  a  Snape  también.  Que  os  ayude  alguien  del  ED.
Hermione,  aquellos  galeones  embrujados  todavía  servirán,  ¿verdad?
Dumbledore dice que ha organizado medidas de seguridad excepcionales en el
colegio,  pero  si  Snape  está  implicado,  probablemente  sepa  qué  clase  de
protección  es  y  cómo  burlarla.  Pero  lo  que  no  se  imagina  es  que  vosotros
estaréis montando guardia, ¿me explico?
—Harry... —empezó Hermione, con el miedo reflejado en los ojos.
—No  hay  tiempo  para  discutir  —dijo  Harry  con  brusquedad—.  Coged
también esto. —Le entregó los calcetines a Ron.
—Gracias. Oye, ¿para qué quiero unos calcetines?
—Lo que necesitas es lo que está escondido en uno de ellos, el  Felix  Felicis.
Repartíoslo  con  Ginny.  Y  decidle  adiós  de  mi  parte.  Tengo  que  irme,
Dumbledore me está esperando...
—¡No!  —dijo  Hermione  al  ver  que  Ron  sacaba  la  botellita  de  poción
dorada—.  No  necesitamos  la  poción.  Tómatela  tú.  No  sabes  qué  peligros  te
esperan.
—A  mí  no  me  pasará  nada  porque  estaré  con  Dumbledore  —le  aseguró
Harry—. En cambio, necesito saber que vosotros estáis bien. No me mires así,
Hermione. ¡Anda, hasta luego!
Salió disparado por el hueco del retrato y se dirigió hacia el vestíbulo.
Dumbledore lo esperaba junto a las puertas de roble de la entrada. Se dio la
vuelta cuando Harry derrapó y se detuvo resoplando en el primer escalón de
piedra; el muchacho notaba una fuerte punzada en el costado.
—Me  gustaría  que  te  pusieras  la  capa,  por  favor  —dijo  Dumbledore,  y
esperó a que Harry lo hiciera. Luego añadió—: Muy bien. ¿Nos vamos?
Dumbledore  empezó  a  bajar  los  escalones  de  piedra;  su  capa  de  viaje
apenas  ondulaba  porque  no  soplaba  ni  pizca  de  brisa.  Harry  iba  a  su  lado
protegido por la capa invisible, pero seguía jadeando y sudaba mucho.
—¿Qué  pensará  la  gente  cuando  lo  vea  marcharse,  profesor?  —preguntó,
sin poder olvidarse de Malfoy ni de Snape.
—Que  me  voy  a  tomar  algo  a  Hogsmeade  —respondió  Dumbledore  con
despreocupación—. A veces voy al local de Rosmerta o a Cabeza de Puerco. O
lo finjo. Es una forma como otra cualquiera de ocultar mi verdadero destino.
Descendieron por el camino a medida que la oscuridad se acrecentaba. Olía
a hierba tibia, agua del lago y humo de leña procedente de la cabaña de Hagrid.
Costaba creer que se dirigían hacia algo peligroso o amenazador.
—Profesor  —dijo  Harry  al  ver  las  verjas  que  había  al  final  del  camino—,
¿vamos a aparecemos?
—Sí. Tengo entendido que ya has aprendido a hacerlo, ¿no?
—Sí,  pero  todavía  no  tengo  licencia.  —Creyó  que  lo  mejor  era  decir  la
verdad; ¿y si lo estropeaba todo apareciendo a cientos de kilómetros de donde
se suponía que tenía que ir?
—Eso no importa —lo tranquilizó el director—. Puedo ayudarte otra vez.
Traspasaron  las  verjas  y  llegaron  al  desierto  camino  de  Hogsmeade,  que
estaba en penumbra. La oscuridad se incrementaba a medida que caminaban y
cuando llegaron a la calle principal ya era de noche. En las ventanas de las casas
que  había  encima  de  las  tiendas  titilaban  las  luces,  y  al  acercarse  a  Las  Tres
Escobas oyeron fuertes gritos:
—¡Y no vuelvas a entrar! —bramó la señora Rosmerta, que en ese momento
echaba  de  su  local  a  un  mago  cochambroso—.  ¡Ah,  hola,  Albus!  Qué  tarde
vienes...
—Buenas  noches,  Rosmerta,  buenas  noches.  Discúlpame,  pero  voy  a
Cabeza  de  Puerco...  Espero  que  no  te  ofendas,  pero  esta  noche  prefiero  un
ambiente más tranquilo.
Un minuto más tarde, doblaron la esquina del callejón donde chirriaba el
letrero de Cabeza de Puerco, pese a que no soplaba brisa. El pub, a diferencia de
Las Tres Escobas, estaba completamente vacío.
—No  será  necesario  que  entremos  —murmuró  Dumbledore  mirando
alrededor—. Mientras nadie nos vea esfumarnos... Coloca una mano sobre mi
brazo, Harry. No hace falta que aprietes demasiado, sólo voy a guiarte. Cuando
cuente tres: uno, dos, tres...
Harry  se  dio  la  vuelta  y  en  el  acto  tuvo  la  espantosa  sensación  de  que
pasaba por un estrecho tubo de goma. No podía respirar y notaba una presión
casi insoportable en todo el cuerpo; pero entonces, justo en el momento en que
creía que iba a asfixiarse, las tiras invisibles que le oprimían el pecho se soltaron
y se halló de pie en medio de un ambiente gélido y oscuro. Respiró a bocanadas
un aire frío que olía a salitre.

26
La cueva

Harry  olía  a  salitre  y  oía  el  susurro  de  las  olas;  una  débil  y  fresca  brisa  le
alborotaba  el  pelo  mientras  contemplaba  un  mar  iluminado  por  la  luna  y  un
cielo tachonado de estrellas. Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra
y a sus pies el agua se agitaba y espumaba. Miró hacia atrás y vio un altísimo
acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en
un  pasado  remoto,  se  habían  desprendido  algunas  rocas  semejantes  a  aquélla
sobre la que estaba con Dumbledore. Era un paisaje inhóspito y deprimente: no
había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.
—¿Qué te parece? —le preguntó Dumbledore, como si le pidiera su opinión
sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.
—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato?  —preguntó el muchacho, que no
se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.
—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio
camino,  en  esos  acantilados  que  tenemos  detrás.  Creo  que  llevaron  a  los
huérfanos  allí  para  que  les  diera  el  aire  del  mar  y  contemplaran  el  oleaje.
Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar.
Ningún  muggle  podría  llegar  hasta  esta  roca  a  menos  que  fuera  un  excelente
escalador, y a  las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las
aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando
por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos
niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo
diría  que  debió  de  bastar  el  trayecto  hasta  este  lugar  para  aterrorizarlos,  ¿no
crees? —Harry volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—.
Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Sígueme.
Lo  condujo  hasta  el  mismo  borde  de  la  roca,  donde  una  serie  de  huecos
irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un
lecho  de  rocas  grandes  y  erosionadas,  parcialmente  sumergidas  en  el  agua  y
más  cercanas  a  la  pared  del  precipicio.  Era  un  descenso  peligroso,  y
Dumbledore,  que  sólo  podía  ayudarse  con  una  mano,  avanzaba  poco  a  poco,
pues  el  agua  del  mar  volvía  resbaladizas  esas  rocas  más  bajas.  Harry  notaba
una constante rociada fría y salada en la cara.
—¡Lumos! —exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a
la pared del acantilado.
Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del
agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra
pared de roca que tenía al lado también se iluminó.
—¿Lo  ves?  —dijo  el  anciano  profesor  con  voz  queda  al  tiempo  que
levantaba un poco más la varita. Harry vio una fisura en el acantilado, en cuyo
interior se arremolinaba el agua—. ¿Tienes algún inconveniente en mojarte un
poco?
—No.
—Entonces quítate la capa invisible. Ahora no la necesitas. Tendremos que
darnos un chapuzón.
Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más
joven,  saltó  de  la  roca  lisa,  se  zambulló  en  el  mar  y  empezó  a  nadar  co n
elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los
dientes la varita encendida. Harry se quitó la capa, se la guardó en el bolsillo y
lo siguió.
El  agua  estaba  helada;  las  empapadas  ropas  se  inflaban  y  le  pesaban.
Respirando  hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas,
emprendió el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.
La  fisura  pronto  dio  paso  a  un  oscuro  túnel  y  Harry  dedujo  que  aquel
espacio  debía  de  llenarse  de  agua  con  la  marea  alta.  Sólo  había  un  metro  de
distancia  entre  las  viscosas  paredes,  que  brillaban  como  alquitrán  mojado,
iluminadas por la luz que emitía la varita de Dumbledore. Asimismo vio que,
un  poco  más  adelante,  el  túnel  describía  una  curva  hacia  la  izquierda  y  se
extendía hacia el interior del acantilado. Siguió nadando detrás de Dumbledore,
aunque sus entumecidos dedos rozaban la roca áspera y húmeda.
Entonces  vio  que  el  profesor  salía  del  agua;  el  canoso  cabello  y  la  oscura
túnica le relucían. Cuando Harry llegó a su lado, descubrió unos escalones que
conducían  a  una  gran  cueva.  Chorreando  agua  de  su  empapada  ropa  y
sacudido por fuertes temblores, trepó y fue a parar a un frío recinto.
Dumbledore estaba de pie en medio de la cueva, con la varita en alto; se dio
la vuelta despacio y examinó las paredes y el techo.
—Sí, es aquí —dijo.
—¿Cómo lo sabe? —susurró Harry.
—Hay huellas de magia.
Harry  no  sabía  si  los  escalofríos  que  tenía  se  debían  al  frío  o  a  que  él
también percibía los  sortilegios. Se quedó mirando a Dumbledore, que seguía
girando sobre sí mismo, concentrado en cosas que Harry no podía ver.
—Esto  sólo  es  la  antecámara,  una  especie  de  vestíbulo  —comentó  el
profesor al cabo de unos momentos—. Tenemos que llegar al interior... Ahora
no se trata de salvar los obstáculos de la naturaleza, sino los dispuestos por lord
Voldemort.
Dicho esto, se acercó a la pared de la cueva y la acarició con los renegridos
dedos mientras murmuraba unas palabras en una lengua desconocida. Recorrió
dos veces  el perímetro de  la cueva tocando la áspera roca; a veces se detenía y
pasaba  los  dedos  repetidamente  por  determinado  sitio,  hasta  que  al  fin  se
quedó quieto con la palma de la mano pegada a la pared.
—Aquí  —dijo—.  Tenemos  que  continuar  por  aquí.  La  entrada  está
camuflada.
Harry no le preguntó cómo lo sabía, aunque era la primera vez que veía a
un  mago  averiguar  algo  de  ese  modo,  observando y  palpando;  pero ya  había
aprendido  que  muchas  veces  el  humo  y  las  explosiones  no  eran  señal  de
experiencia, sino de ineptitud.
Dumbledore se apartó de la pared y apuntó hacia la roca con la varita. El
contorno  de  un  arco  se  dibujó  en  la  pared;  era  de  un  blanco  resplandeciente,
como si detrás brillara una intensa luz.
—¡Lo ha co... conseguido!  —exclamó Harry tiritando, pero, antes de acabar
de pronunciar estas palabras, el contorno desapareció y la roca volvió a mostrar
su superficie normal.
Dumbledore miró en torno.
—Perdona,  Harry.  No  me  he  acordado...  —Lo  apuntó  con  la  varita,  y  de
inmediato  la  ropa  del  muchacho  volvió  a  quedar  tan  seca  como  si  hubiera
estado colgada delante de una chimenea encendida.
—Gracias —dijo Harry con alivio.
Pero  Dumbledore  ya había  vuelto  a  concentrarse  en  la  sólida  pared  de  la
cueva.  No  intentó  ningún  otro  sortilegio,  sino  que  se  quedó  inmóvil
contemplándola  con atención, como si leyera algo extremadamente interesante.
Harry también se quedó quieto para no perturbar su concentración.
Pasaron dos minutos, y entonces Dumbledore dijo en voz baja:
—¡No es posible! ¡Qué ordinariez!
—¿Qué ocurre, profesor?
—Creo  que  para  pasar  tendremos  que  pagar  —explicó  al  tiempo  que
introducía la mano herida en la túnica y extraía un pequeño cuchillo de plata
como los que Harry utilizaba para cortar los ingredientes de las pociones.
—¿Pagar? —se extrañó Harry—. ¿Hay que darle algo a la puerta?
—Sí. Sangre, si no me equivoco.
—¿Sangre?
—Así es. Una ordinariez  —repitió con desdén, casi decepcionado, como si
Voldemort  no  hubiera  alcanzado  la  categoría  necesaria  que  Dumbledore
esperaba  de  él—.  La  intención,  como  ya  habrás  comprendido,  es  que  tu
enemigo se debilite antes de entrar. Una vez más, lord Voldemort no entiende
que hay cosas mucho más terribles que el dolor físico.
—Ya,  pero  aun  así,  si  puede  usted  evitarlo...  —Harry  ya  había  sufrido
bastante y prefería no tener que soportar nuevos tormentos.
—Sin  embargo,  a  veces  es  inevitable.  —Se  arremangó  la  túnica  y  dejó  al
descubierto el antebrazo de la mano herida.
—¡Profesor!  —protestó Harry, y se lanzó hacia él cuando lo vio levantar el
cuchillo—. Déjeme a mí, yo soy... —No supo qué decir: ¿más joven, más fuerte?
Pero Dumbledore se limitó a sonreír. Hubo un destello plateado,  seguido
de un chorro rojo, y la pared de roca quedó salpicada de oscuras y relucientes
gotas.
—Eres  muy  amable,  Harry  —le  agradeció  el  anciano  profesor,  y  pasó  la
punta de la varita sobre el profundo corte que se había hecho en el brazo, que
cicatrizó al instante, como cuando Snape le había curado las heridas a Malfoy—.
Pero  tu  sangre  es  más  valiosa  que  la  mía.  Mira,  creo  que  ha  dado  resultado,
¿no?
El refulgente arco había aparecido de nuevo en la pared, y esta vez no se
borró: la roca del interior, salpicada de sangre, se esfumó dejando una abertura
que daba paso a una oscuridad total.
—Creo que entraré primero —dijo Dumbledore, y traspuso el arco seguido
de Harry, que encendió rápidamente su varita.
Ante  ellos  surgió  un  panorama  sobrecogedor:  se  hallaban  al  borde  de  un
gran lago negro, tan vasto que Harry no alcanzó a divisar las orillas opuestas, y
situado dentro de  una cueva tan alta que el techo tampoco llegaba a  verse. Una
luz verdosa y difusa brillaba a lo lejos, en lo que debía de ser el centro del lago,
y se reflejaba en sus aguas, completamente quietas. Aquel resplandor verdoso y
la  luz  de  las  dos  varitas  eran  lo  único  que  rompía  la  aterciopelada  negrura,
aunque no iluminaban tanto como Harry habría deseado. Por decirlo de alguna
forma, se trataba de una oscuridad más densa que la habitual.
—En  marcha  —dijo  Dumbledore  en  voz  baja—.  Ten  mucho  cuidado  y
procura no tocar el agua. No te separes de mí.
Echaron a andar por la orilla del lago. Ambos chapotearon por el estrecho
borde de roca que cercaba la extensión de agua. Siguieron caminando, pero el
paisaje no cambiaba: a uno de los lados tenían la áspera pared de la cueva; al
otro,  una  negrura  infinita,  lisa  y  vítrea,  en  medio  de  la  cual  brillaba  aquel
misterioso  resplandor  verdoso.  El  lugar  y  el  silencio  eran  opresivos  e
inquietantes.
—Profesor —dijo al fin el muchacho—. ¿Cree que el Horrocrux está aquí?
—Sí, eso creo. O mejor dicho, estoy seguro. La cuestión es cómo llegaremos
hasta él.
—¿Y  si...  y  si  probáramos  con  un  encantamiento  convocador?  —propuso
Harry,  pese  a  intuir  que  era  una  sugerencia  estúpida.  Aunque  no  quisiera
admitirlo, estaba deseando largarse de allí cuanto antes.
—Sí,  podríamos  probarlo.  —Dumbledore  se  paró  en  seco  y  Harry  casi
chocó contra él—. ¿Por qué no lo intentas tú?
—¿Yo?  Ah,  bueno...  —No  se  lo  esperaba,  pero  carraspeó,  alzó  la  varita  y
dijo en voz alta: ¡Accio Horrocrux!
Se  oyó  un  fuerte  ruido,  parecido  a  una  explosión,  y  una  cosa  grande  y
blanquecina surgió de la oscura superficie del agua a unos seis metros de ellos,
pero,  antes  de  que  Harry  pudiera  ver  qué  era,  se  sumergió  con  un  fuerte
chapoteo  que  creó  extensas  y  profundas  ondas  en  la  superficie  lisa  como  un
espejo. Asustado, Harry dio un salto hacia atrás y chocó contra la pared.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó con el corazón palpitando.
—Supongo que algo que reaccionará si intentamos coger el Horrocrux.
Harry dirigió la vista hacia el agua: la superficie del lago volvía a semejar
un cristal negro y reluciente y las ondas habían desaparecido con una rapidez
inaudita; sin embargo, a él seguía palpitándole el corazón.
—¿Usted ya sabía que iba a pasar esto, señor?
—Imaginé que pasaría algo si intentábamos hacernos con el Horrocrux por
medios  directos y evidentes. Has tenido una gran idea, Harry; era la forma más
sencilla de averiguar a qué nos enfrentamos.
—Pero todavía no sabemos qué era esa cosa  —dijo Harry escudriñando el
agua, de una tersura siniestra.
—Querrás  decir  qué  son  esas  cosas  —lo  corrigió  Dumbledore—.  Dudo
mucho que haya sólo una. ¿Seguimos adelante?
—Profesor...
—¿Qué, Harry?
—¿Cree que tendremos que meternos en el lago?
—¿Meternos? Sólo si nos van muy mal las cosas.
—Entonces... ¿el Horrocrux no está en el fondo?
—No.  Supongo  que  está  en  el  centro.  —Dumbledore  señaló  hacia  la  luz
verdosa y difusa que brillaba en medio del lago.
—¿Y tendremos que cruzar el lago para cogerlo?
—Me figuro que sí.
Harry  no  dijo  nada.  Sólo  pensaba  en  monstruos  marinos,  serpientes
gigantescas, demonios, kelpies y espectros.
—¡Aja!  —dijo  Dumbledore,  y  se  detuvo  de  nuevo.  Esta  vez  Harry  chocó
contra él, perdió el equilibrio y se inclinó sobre el borde de las oscuras aguas. La
mano herida de Dumbledore le aferró el brazo y tiró de él—. Cuánto lo siento,
Harry, debí avisarte. Pégate a la pared, por favor; creo que hemos encontrado el
sitio.
Harry no supo a qué se refería; a su entender, aquel tramo de orilla oscura
no se distinguía en nada de los demás, pero el anciano profesor parecía haber
detectado algo especial. Esta vez no pasó la mano por la pared rocosa, sino que
la agitó en el aire como si quisiera asir algo invisible.
—¡Aja! —repitió alegremente unos segundos más tarde, con el brazo en alto
y la mano cerrada alrededor de algo que Harry no veía. Dumbledore se acercó
más  al  agua  y  Harry  vio,  angustiado,  cómo  las  punteras  de  sus  zapatos  con
hebillas llegaban al mismísimo borde de la roca. Sin abrir la mano, Dumbledore
alzó la varita con la otra mano y se dio unos golpecitos con ella en el puño.
Una gruesa cadena verde metálico apareció como por ensalmo; salió de las
profundidades del lago y llegó hasta el puño de Dumbledore. Este la tocó con la
varita  y  la  cadena  empezó  a  resbalar  por  su  puño  como  una  serpiente  y  se
enroscó  en  el  suelo  con  un  tintineo  que  reverberó  en  las  paredes  de  roca,  al
mismo tiempo que tiraba de algo que iba emergiendo del agua. Harry dio un
grito de asombro al ver cómo la fantasmal proa de una pequeña barca emergía a
la  superficie;  era  del  mismo  color  que  la  cadena  y  despedía  un  ext raño
resplandor.  La  embarcación  se  deslizó  alterando  apenas  el  agua  y  se  dirigió
 hacia el tramo de orilla donde estaban ellos.
—¿Cómo  sabía  que  había  una  barca  en  el  fondo  del  lago?  —preguntó
Harry, estupefacto.
—La  magia  siempre  deja  rastros  —respondió  Dumbledore,  mientras  la
barca llegaba a la orilla y la golpeaba suavemente—, a veces muy evidentes. Yo
fui maestro de Tom Ryddle. Conozco su estilo.
—¿Es segura esta barca?
—Sí, creo que sí. Voldemort necesitaba disponer de un modo de cruzar el
lago sin despertar la cólera de esas criaturas que él mismo puso dentro, por si
alguna vez decidía ir a ver su Horrocrux o recuperarlo.
—Entonces, ¿esas cosas que hay en el agua no nos harán nada si cruzamos
el lago en la barca de Voldemort?
—Creo  que  en  algún  momento  se  darán  cuenta  de  que  no  somos
Voldemort.  Sin  embargo,  hasta  ahora  nos  ha  ido  todo  muy  bien.  Nos  han
dejado sacar la barca.
—Pero  ¿por  qué  nos  lo  han  permitido?  —preguntó  Harry,  imaginándose
unos tentáculos que surgirían de las oscuras aguas en cuanto ellos se alejaran de
la orilla.
—Voldemort  debía  de  estar  convencido  de  que  sólo  un  gran  mago  sería
capaz de encontrar la barca. Como para él era una posibilidad muy remota, creo
que decidió correr el riesgo a sabiendas de que más adelante había puesto otros
obstáculos que sólo él podría superar. Ya veremos si tiene razón.
Harry le echó un vistazo a la barca, que era muy pequeña.
—No parece hecha para dar cabida a dos personas. ¿Nos aguantará? ¿No
pesaremos demasiado?
Dumbledore se rió con ganas.
—A Voldemort  no debía de importarle el peso del intruso que cruzara el
lago, sino su grado de poder mágico. No me extrañaría que esta barca tuviese
un sortilegio para impedir que naveguen en ella dos magos a la vez.
—¿Y entonces...?
—No  creo  que  tú  cuentes,  Harry:  eres  menor  de  edad  y  todavía  no  has
terminado  tus  estudios.  Voldemort  jamás  imaginaría  que  un  muchacho  de
dieciséis años pudiera llegar hasta aquí. Además, supongo que tus poderes no
se  detectarán,  comparados  con  los  míos.  —Esas  palabras  no  sirvieron  para
levantarle la moral a Harry, y como Dumbledore quizá se dio cuenta, añadió—:
Un  grave  error  por  parte  de  Voldemort,  Harry,  un  grave  error...  Los  adultos
somos insensatos y descuidados cuando subestimamos a los jóvenes. Bien, esta
vez pasa tú delante y procura no tocar el agua.
Dumbledore  se  apartó  y  Harry  subió  con  cuidado  a  la  barca.  El  anciano
profesor lo siguió, enrolló la cadena y la dejó en el suelo. Se apretujaron como
pudieron; Harry no podía sentarse cómodamente, sino que iba agachado y las
rodillas le  sobresalían por los lados de la embarcación, que empezó a moverse
enseguida. No se oía más que el sedoso susurro de la proa surcando el agua; la
barca avanzaba sin ayuda, como si una cuerda invisible tirara de ella hacia la
luz que brillaba en el centro del lago. Al poco rato dejaron de ver las paredes de
la cueva y tuvieron la impresión de que navegaban por alta mar, pero no había
olas.
Harry vio el reflejo dorado de la luz de su varita, que refulgía y centelleaba
sobre  las  negras  aguas.  La  barca  labraba  profundas  ondulaciones  en  la  vítrea
superficie,  surcos  en  un  oscuro  espejo...  De  pronto  Harry  vio  una  cosa  de  un
blanco marmóreo a escasos centímetros por debajo de la superficie.
—¡Profesor!  —exclamó,  asustado,  y  su  voz  resonó  sobre  las  silenciosas
aguas.
—¿Qué pasa, Harry?
—¡Me ha parecido ver una mano en el agua, una mano humana!
—Sí, no lo dudo —repuso Dumbledore sin inmutarse.
Harry escudriñó el agua buscando la mano, que había desaparecido, y notó
que una náusea le ascendía por la garganta.
—Entonces esa cosa que antes ha saltado del agua...
Pero tuvo la respuesta a su pregunta antes de que Dumbledore contestara:
en  ese  momento  la  luz  de  la  varita  mostró el  cadáver  de  un  hombre  flotando
boca  arriba,  a  unos  centímetros  de  la  superficie:  tenía  los  ojos  abiertos  pero
vidriosos, y el cabello y la túnica le ondeaban alrededor como humo.
—¡Son  cadáveres!  —exclamó  Harry  con  una  voz  tan  estridente  que  no
parecía la suya.
—Sí  —confirmó  Dumbledore,  imperturbable—,  pero  de  momento  no
tenemos que preocuparnos por ellos.
—¿De momento? —Harry apartó la vista del agua para mirar al director.
—Sí, mientras floten a la deriva por debajo de la superficie. No hay nada
que  temer  de  un  cadáver,  Harry,  como  tampoco  hay  que  tener  miedo  de  la
oscuridad. Aunque no lo confiese, lord Voldemort teme esas dos realidades y,
como es lógico, no opina igual que yo. Pero, una vez más, con esa actitud revela
su ignorancia. Lo único que nos da miedo cuando nos asomamos a la muerte ya
la oscuridad es lo desconocido.
Harry no dijo nada porque  no quería discutir, pero la idea de que hubiera
cadáveres flotando alrededor y por debajo de ellos le producía pavor, y además
no estaba de acuerdo en que no fueran peligrosos.
—Pero... saltan —insistió procurando conservar un tono tan bajo y pausado
como  el  de  Dumbledore—.  Cuando  intenté  hacerle  un  encantamiento
convocador al Horrocrux, un cadáver saltó del lago.
—Sí.  Sospecho  que  cuando  cojamos  el  Horrocrux  no  se  mostrarán  tan
pacíficos. Sin embargo, como muchas otras criaturas que habitan en sitios fríos
y oscuros, temen la luz y el calor, y, por lo tanto, a eso recurriremos si surge la
necesidad:  al  fuego  —añadió  esbozando  una  sonrisa  al  ver  la  expresión  de
desconcierto del muchacho.
—Ah, claro... —se apresuró a decir Harry, y volvió la cabeza en dirección al
resplandor verdoso hacia el que se dirigían inexorablemente. Ya no podía fingir
que  no  tenía  miedo.  Un  lago  inmenso  y  negro,  lleno  de  cadáveres...  Tenía  la
impresión  de  que  habían  pasado  horas  desde  que  se  encontró  a  la  profesora
Trelawney,  o  desde  que  les  dio  el  Felix  Felicis  a  Ron  y  Hermione...  Entonces
lamentó no haberse despedido con más calma de ellos... Y pensar que a Ginny
ni siquiera la había visto...
—Estamos llegando —anunció Dumbledore con júbilo.
La  luz  verdosa  parecía  estar  aumentando  por  fin  de  tamaño,  y  pasados
unos  minutos  la  barca  se  detuvo  golpeando  suavemente  algo  que  Harry  al
principio no pudo ver, pero cuando levantó su iluminada varita comprobó que
habían llegado a una pequeña isla de roca lisa en el centro del lago.
—Ten mucho cuidado de no tocar el agua  —insistió Dumbledore mientras
el muchacho bajaba de la barca.
La isla no era más grande que el despacho de Dumbledore: se trataba de
una  extensión  de  piedra  lisa  y  oscura  sobre  la  que  no  había  otra  cosa  que  el
origen de aquella luz verdosa, que de cerca brillaba mucho más. Harry entornó
los ojos y la examinó: creyó que era una especie de lámpara, pero luego vio que
la luz procedía de una vasija  de piedra, parecida al pensadero, colocada encima
de un pedestal.
Dumbledore se acercó a  la vasija y Harry lo siguió. Se pusieron uno al lado
del  otro,  miraron  en  el  interior  y  vieron  que  contenía  un  líquido  verde
esmeralda que emitía aquel resplandor fosforescente.
—¿Qué es? —preguntó Harry con un hilo de voz.
—No estoy seguro. Pero sin duda  es algo más preocupante que la sangre y
los cadáveres.
Dumbledore  se  subió  una  manga  de  la  túnica  y  acercó  los  chamuscados
dedos a la superficie de la poción.
—¡No lo toque, señor!
—No puedo tocarlo —dijo Dumbledore esbozando una sonrisa—. ¿Lo ves?
No puedo acercarme más. Inténtalo tú.
Con  los  ojos  como  platos,  Harry  introdujo  la  mano  en  la  vasija  e  intentó
tocar  la  poción,  pero  una  especie  de  barrera  invisible  le  impidió  acercarse  al
líquido. Por mucho que empujara, sus dedos no encontraban otra cosa que  esa
barrera, invisible pero sólida.
—Apártate, Harry, por favor.
Dumbledore alzó la varita e hizo unos complicados movimientos sobre la
poción al tiempo que murmuraba palabras ininteligibles. No pasó nada, salvo
quizá que el brillo del líquido se intensificó. Harry guardó silencio mientras el
profesor  se  concentraba,  pero  al  cabo  de  un rato  el  anciano  apartó  la  varita y
Harry consideró que ya podía hablar.
—¿Cree que el Horrocrux está ahí dentro, señor?
—Sí, así es. —Dumbledore volvió a mirar con detenimiento el interior de la
vasija. Harry le vio la cara reflejada del revés en la lisa superficie de la poción
verde—.  Pero  ¿cómo  llegar  hasta  él?  No  podemos  introducir  la  mano  en  la
poción,  ni  hacerle  un  hechizo  desvanecedor,  ni  apartarla,  ni  cogerla,  ni
trasvasarla,  ni  transformarla,  ni  hacerle  ningún  encantamiento,  ni  alterar  su
naturaleza  por  ningún  otro  medio.  —Con  un  ademán  casi  distraído,  volvió  a
levantar la varita, le dio una sacudida y atrapó al vuelo la copa de cristal que
hizo  aparecer  de  la  nada—.  Lo  único  que  se  me  ocurre  es  que  haya  que
bebérsela.
—¿Qué? —dijo Harry—. ¡No!
—Sí, sí. Sólo bebiéndomela podré vaciar la vasija y ver qué se esconde en su
interior.
—Pero ¿y si... y si lo mata?
—No;  dudo  que  funcione  de  ese  modo  —respondió  Dumbledore  con
tranquilidad—.  Lord  Voldemort  no  querría  matar  a  la  persona  que  consiga
llegar a esta isla.
Harry  no  dio  crédito  a  sus  oídos.  ¿Era  esa  conjetura  otro  ejemplo  de  la
insensata propensión de Dumbledore a pensar bien de todo el mundo?
—Pero,  señor  —dijo,  procurando  controlar  la  voz—,  todo  esto  es  obra  de
Voldemort...
—Discúlpame, Harry; debí decir que él no querría matar «tan deprisa» a la
persona  que  consiga  llegar  hasta  aquí,  sino  que  la  mantendría  con  vida  hasta
averiguar cómo ha conseguido burlar sus defensas  y, más importante aún, por
qué le interesa tanto vaciar  la vasija. No olvides que lord Voldemort cree que
sólo él sabe que existen sus Horrocruxes.
Harry  fue  a  hablar  otra  vez,  pero  Dumbledore  levantó  la  mano  pidiendo
silencio  y  examinó  el  líquido  verde  esmeralda  con  la  frente  ligeramente
fruncida, muy concentrado.
—No me cabe duda de que esta poción causa un efecto que impide coger el
Horrocrux  —dijo  pasados  unos  momentos—.  Podría  paralizarme,  hacerme
olvidar  para  qué  he  venido  aquí,  producirme  tanto  dolor  que  no  pueda
continuar o incapacitarme de algún modo. En ese caso, Harry, tú te encargarás
de  que  yo  siga  bebiendo,  aunque  tengas  que  hacérmela  tragar  por  la  fuerza.
¿Entendido?
Se miraron a los ojos; ambos tenían el rostro iluminado por aquella extraña
luz verdosa. Harry no dijo nada. ¿Era por eso por lo que Dumbledore lo había
invitado a acompañarlo, para que lo obligase a beber una poción que quizá le
causara un dolor insoportable?
—Recuerda  la  condición  que  te  impuse  para  venir  conmigo  —dijo  el
profesor.
Harry vaciló sin apartar la vista de sus ojos azules, ahora teñidos de verde
por la luz de la vasija.
—Pero ¿y si...?
—¿Acaso no juraste que obedecerías cualquier orden que te diera?
—Sí, pero...
—¿No te avisé que podía ser peligroso?
—Sí, pero...
—Muy  bien  —dijo  Dumbledore  arremangándose  de  nuevo  la  túnica  y
alzando la copa vacía—, pues ya te he dado mi orden.
—¿Por qué no puedo bebérmela yo? —propuso Harry sin esperanzas.
—Porque  yo  soy  mucho  más  anciano,  mucho  más  inteligente  y  mucho
menos valioso. Por última vez, Harry, ¿me das tu palabra de que harás cuanto
esté en tu mano para obligarme a seguir bebiendo?
—¿No podríamos...?
—¿Me das tu palabra?
—Pero...
—¡Necesito que me des tu palabra, Harry!
—Yo... Está bien, pero...
Antes de que Harry siguiera poniendo objeciones, el anciano metió la copa
de cristal en la poción. Harry confiaba en que no lograría tocarla, pero el cristal
atravesó limpiamente la superficie, aunque antes no lo habían conseguido con
las manos; cuando la copa estuvo llena hasta el borde, Dumbledore la alzó y se
la llevó a los labios.
—A tu salud, Harry.
Y la vació. El muchacho lo observó estremecido, aferrando el borde de la
vasija con tanta fuerza que se le entumecieron los nudillos.
—¿Profesor? —dijo cuando Dumbledore bajó la copa, ya vacía—. ¿Cómo se
encuentra?
El director de Hogwarts negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y Harry
se  preguntó  si  sentiría  dolor.  Sin  abrir  los  ojos,  volvió  a  sumergir  la  copa,  la
llenó de nuevo y bebió por segunda vez.
En silencio, bebió tres veces. Cuando iba por la cuarta copa, se tambaleó y
cayó sobre la vasija. Todavía tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad.
—¿Profesor Dumbledore? —llamó Harry con voz tensa—. ¿Me oye?
El  anciano  no  contestó.  Le  temblaban  los  párpados,  como  si  estuviera
profundamente  dormido  en  medio  de  una  pesadilla.  Aflojó  la  mano  que
sujetaba la copa y la  poción amenazó con derramarse. Harry logró sujetarla a
tiempo y enderezarla.
—¿Me oye, profesor?  —repitió en voz alta, y sus palabras reverberaron en
la cueva.
Dumbledore  jadeó  y  luego  habló  con  una  voz  que  Harry  no  reconoció
porque nunca lo había visto tan asustado.
—No  quiero...  no  me  obligues...  —Harry  escrutó  el  pálido  rostro  que  tan
bien conocía, observó la nariz torcida y las gafas de media luna, y no supo qué
hacer—. No me gusta... Quiero dejarlo... —gimió Dumbledore.
—No... no puede dejarlo, profesor. Tiene que seguir bebiendo, ¿se acuerda?
Me dijo que tenía que seguir bebiendo. Tome...
Odiándose por lo que hacía, Harry le acercó la copa a la boca y la inclinó, y
Dumbledore se bebió lo que quedaba de poción.
—No...  —gimió  de  nuevo  mientras  Harry  volvía  a  llenar  la  copa—.  No
quiero... no quiero... Déjame marchar...
—No pasa nada, profesor —dijo Harry procurando controlar el temblor de
las manos—. No se preocupe, estoy aquí...
—Haz que se detenga, haz que se detenga —murmuró Dumbledore.
—Sí, sí... Tome, esto lo detendrá —lo conformó Harry, y vertió la poción en
la boca abierta de Dumbledore.
El  anciano  gritó  y  su  voz  resonó  en  la  enorme  cueva  por  encima  de  las
negras y muertas aguas.
—No, no, no... No puedo... no puedo, no me obligues, no quiero...
—¡Tranquilo,  profesor,  no  pasa  nada!  —perseveró  Harry;  le  temblaban
tanto las manos que apenas pudo llenar la copa por sexta vez; la vasija estaba ya
mediada—.  No  le  ocurre  nada,  está  a  salvo,  esto  no  es  real,  le  juro  que  no  es
real. Beba esto, beba esto...
Y, obediente, Dumbledore bebió, como si lo que Harry le estaba ofreciendo
fuera  un  antídoto;  pero,  al  acabar,  cayó  de  rodillas,  sacudido  por  fuertes
temblores.
—Todo  es culpa mía, todo es culpa mía  —sollozó el anciano—. Haz que se
detenga,  por  favor...  Ya  sé  que  me  equivoqué,  pero,  por  favor,  haz  que  se
detenga y nunca más volveré a...
—Esto  lo  detendrá,  profesor  —dijo  Harry  con  voz  quebrada  mientras
vaciaba la séptima copa en la boca de Dumbledore.
El  director  empezó  a  encogerse  de  miedo  como  si  lo  rodearan  invisibles
torturadores; agitó una mano y casi derramó el contenido de la copa que Harry
había vuelto a llenar con manos temblorosas, mientras gemía:
—No les hagas  daño, no les hagas daño, por favor, por favor, es culpa mía,
castígame a mí...
—Tome, beba esto, beba esto, se pondrá bien —insistió Harry, desesperado,
y una vez más Dumbledore lo obedeció: abrió la boca, con los ojos fuertemente
cerrados, y se estremeció de la cabeza a los pies.
Entonces  cayó  hacia  delante,  volvió  a  gritar  y  golpeó  el  suelo  con  ambos
puños, mientras Harry llenaba una novena copa.
—Por  favor,  por  favor,  por  favor,  no...  Eso  no,  eso  no,  haré  lo  que  me
pidas...
—Beba, profesor, beba...
Dumbledore  bebió  como  un  niño  muerto  de  sed,  pero  cuando  hubo
terminado, volvió a gritar como si le ardieran las entrañas.
—Basta, te lo suplico, basta...
Harry llenó la copa por décima vez y notó que el cristal rozaba el fondo de
la vasija.
—Ya casi estamos, profesor, beba esto, beba...
Sujetó a Dumbledore por los hombros y el anciano se tragó la poción; Harry
se  puso  en  pie  y  volvió  a  llenar  la  copa  mientras  el  director  lanzaba  gritos
desgarradores.
—¡Quiero  morirme!  ¡Quiero  morirme!  ¡Haz  que  se  detenga,  haz  que  se
detenga, quiero morirme!
—Beba esto, profesor, beba esto...
Dumbledore bebió, y tan pronto como terminó, bramó:
—¡¡Mátame!!
—¡Esto...  esto  lo  matará!  —dijo  el  muchacho  entrecortadamente—.  Beba
esto... ¡y todo habrá terminado!
Dumbledore dio un trago, se bebió hasta la última gota y entonces, con un
fuerte y vibrante alarido, cayó tendido boca abajo.
—¡No!  —gritó  Harry,  que  estaba  llenando  la  copa  una  vez  más;  la  dejó
dentro  de  la vasija,  se  agachó  junto  a  Dumbledore  e,  incorporándolo,  lo  puso
boca arriba: tenía las gafas torcidas, la boca abierta y los ojos cerrados—. ¡No! —
repitió  zarandeándolo—.  No,  no  está  muerto,  usted  dijo  que  no  era  veneno,
despierte,  despierte... ¡Rennervate!  —chilló  apuntándole  al  pecho  con  la  varita,
de  cuyo  extremo  salió  un  destello  rojo  que  no  produjo  ningún  efecto—.
¡Rennervate! Por favor, señor...
A  Dumbledore  le  temblaron  los  párpados  y  a  Harry  le  dio  un  vuelco  el
corazón.
—Señor, ¿está usted...?
—Agua —pidió Dumbledore con voz ronca.
—Agua —repitió Harry jadeando—, sí...
Se puso en pie de un brinco y agarró la copa que había dejado en la vasija;
ni siquiera se fijó en el guardapelo de oro que reposaba en el fondo.
—¡Aguamenti! —gritó golpeando la copa con la varita.
La  copa  se  llenó  de  agua  fresca  y  cristalina;  Harry  se  arrodilló  al lado  de
Dumbledore, le echó la cabeza atrás y le acercó la copa a los labios, pero estaba
vacía. Dumbledore soltó un gemido y empezó a jadear.
—Pero  si  yo...  Espere...  ¡Aguamenti!  —repitió  Harry  apuntando  a  la  copa
con la varita. Una vez más se llenó de agua, pero cuando se la acercó a los labios
a Dumbledore se desvaneció de nuevo—. ¡Ya lo intento, señor, ya lo intento!  —
dijo consternado, pero no creía que Dumbledore pudiera oírlo porque se había
tumbado sobre un costado y respiraba entrecortadamente, emitiendo un sonido
vibrante, como si agonizara—. ¡Aguamenti! ¡Aguamenti! ¡¡Aguamenti!!
La copa se llenó y se vació otra vez. La respiración de Dumbledore era cada
vez  más  débil.  Presa  del  pánico,  Harry  intentó  pensar  y  comprendió
instintivamente que la única forma de conseguir agua (porque Voldemort así lo
había planeado) era...
Se precipitó al borde de la roca, hundió la  copa en el lago y la sacó llena
hasta el borde de un agua helada.
—¡Tenga, señor! —gritó abalanzándose sobre el anciano, pero le derramó el
agua por la cara.
Mas no por torpeza, sino porque la sensación de frío que notó en el brazo
libre no era producto del contacto con la fría agua: una blanca y húmeda mano
lo había agarrado por la muñeca, y la criatura a la que pertenecía tiraba  de él
hacia el otro lado de la roca. La superficie del lago ya no estaba lisa como un
espejo, sino revuelta, y allá donde Harry miraba veía cabezas y manos blancas
que emergían del agua: eran hombres, mujeres y niños con los ojos hundidos y
ciegos  que  avanzaban  hacia  la  isla  de  roca,  un  ejército  de  cadáveres  que  se
alzaba de la negrura de las aguas...
—¡Petrificus  totalus!  —gritó  Harry  mientras  intentaba  aferrarse  al  liso  y
mojado  suelo  al  mismo  tiempo  que  apuntaba  con  la  varita  al  inferius  que  lo
sujetaba  por  el  brazo.  Este  lo  soltó,  cayó  hacia  atrás  y  lo  salpicó  todo.  El
muchacho se puso en pie como pudo, pero muchos inferi  estaban trepando a la
isla: se sujetaban a la resbaladiza roca con sus huesudas manos, lo miraban con
ojos inexpresivos y velados y arrastraban sus empapados harapos mientras una
maléfica sonrisa se les dibujaba en las cadavéricas caras.
—¡Petrificus totalus!  —chilló Harry otra vez, y retrocedió dando mandobles
al  aire  con  la  varita;  seis  o  siete  inferi  se  doblaron  por  la  cintura,  pero  había
muchos más que se dirigían hacia él—. ¡Impedimenta! ¡Incárcero!
Algunos  se  tambalearon  y  un  par  de  ellos  quedaron  inmovilizados  al
enroscárseles  unas  cuerdas,  pero  los  que  venían  detrás  treparon  a  la  roca  y
pasaron  por  encima  de  los  caídos.  Sin  dejar  de  agitar  la  varita  como  si  diera
cuchilladas al aire, Harry gritó:
—¡Sectumsempra! ¡¡Sectumsempra!!
Aunque aparecieron cortes en sus chorreantes andrajos y en su gélida piel,
aquellos  seres  no  tenían  sangre  que  derramar,  de  modo  que  siguieron
caminando, insensibles al dolor, con las raquíticas manos tendidas hacia Harry.
Él  retrocedió  y  de  pronto  unos  brazos  lo  asieron  por  detrás  y  se  cerraron
alrededor de su torso; y esos delgados brazos sin carne, fríos como la muerte, lo
levantaron del suelo y empezaron  a llevárselo hacia el agua, poco a poco pero
con facilidad, y Harry comprendió que no iban a soltarlo, que se ahogaría y se
convertiría  en  uno  más  de  los  guardianes  muertos  de  un  fragmento  de  la
dividida alma de Voldemort...
Pero entonces el fuego surgió  en la oscuridad: un anillo de llamas rojas y
doradas rodeó la isla y provocó que los inferi  que sujetaban a Harry oscilaran y
perdieran el equilibro, sin atreverse a cruzar las llamas para llegar al agua. Así
pues, soltaron al muchacho, que se golpeó contra el suelo, resbaló en la roca y
se  arañó  los  brazos,  pero  logró  ponerse  en  pie  y,  levantando  la  varita,  miró
alrededor con los ojos desorbitados.
Dumbledore  estaba  de  nuevo  en  pie,  más  pálido  que  los  inferi  que  lo
rodeaban, pero también más alto que todos  ellos. El fuego se le reflejaba en los
ojos;  sostenía  la  varita  en  alto  como  si  fuese  una  antorcha,  y  de  la  punta
emanaban las llamas que habían formado el inmenso lazo que los rodeaba con
su  calor.  Los  inferi,  cegados,  tropezaban  unos  con  otros  mientras  intentaban
escapar del fuego que los acorralaba...
Dumbledore recogió el guardapelo del fondo de la vasija y se lo guardó en
la túnica. Hizo señas a Harry para que se acercara a su lado. Distraídos por las
llamas, los  inferi  no se percataron de que su presa se escapaba, y Dumbledore
guió a Harry hacia la barca. El anillo de fuego se desplazó con ellos, cercándolos
como  una  barrera  defensiva.  Desconcertados,  los  inferi  los  persiguieron  a
prudente  distancia  hasta  el  borde  del  agua,  pero  una  vez  allí  volvieron  a
sumergirse en las negras aguas, agradecidos de poder escapar de las llamas.
Harry,  que  temblaba  de  pies  a  cabeza,  dudó  por  un  instante  que
Dumbledore pudiera subir a la barca. El anciano profesor se tambaleó un poco
al intentarlo porque concentraba todos sus esfuerzos en mantener el anillo de
llamas protectoras en torno a ellos. Harry lo sujetó y lo ayudó a sentarse en la
embarcación.  Cuando  ambos  se  encontraron  a  salvo,  apretujados  en  la  barca,
ésta empezó a deslizarse por el lago y se alejó de la isla  de roca, que volvió a
quedar cercada por el anillo de fuego, pues Dumbledore lo desplazó de nuevo
hacia ella; los inferi, que pululaban otra vez bajo el agua, no se atrevieron a salir
a la superficie.
—Señor  —dijo Harry nerviosamente—, se me olvidó lo del  fuego, señor...
Me atacaron y... me entró pánico...
—Es  comprensible  —murmuró  Dumbledore,  y  el  muchacho  se  alarmó  al
notar cuan débil tenía la voz.
En cuanto la embarcación tocó la orilla, Harry saltó a tierra y se apresuró a
ayudar  a  Dumbledore.  Tras  apearse,  éste  bajó  la  varita  y  el  anillo  de  fuego
desapareció, pero los inferi  no volvieron a surgir del agua. La pequeña barca se
hundió en el lago y la cadena, tintineando, también volvió a deslizarse hacia el
fondo. Dumbledore soltó un profundo suspiro y se  apoyó contra la pared de la
cueva.
—Me siento débil... —dijo.
—No  se  preocupe,  señor  —repuso  Harry,  atemorizado  por  la  extrema
palidez y el agotamiento del anciano profesor—. No se preocupe, lo ayudaré a
salir de aquí... Apóyese en mí, señor...
Y colocándose el brazo ileso de Dumbledore alrededor de los hombros, lo
condujo por la orilla cargando con casi todo su peso.
—La protección... resultó... bien diseñada  —balbuceó Dumbledore con un
hilo de voz—. Yo solo nunca lo habría logrado... Lo has hecho muy bie n, Harry,
muy bien...
—Ahora  no  hable  —le  aconsejó  Harry,  asustado  por  la  dificultad  que
Dumbledore tenía para hablar y al ver cómo arrastraba los pies—. Conserve sus
energías, señor... Pronto saldremos de aquí...
—El arco se habrá sellado otra vez... Necesitaremos el cuchillo...
—No hace falta, me he cortado con la roca —dijo Harry—. Dígame dónde...
—Aquí...
Harry rozó la piedra con el brazo rasguñado y el arco, tras recibir su tributo
de  sangre,  se  abrió  al  instante.  Cruzaron  la  cueva  exterior  y  Harry  ayudó  a
Dumbledore a meterse en el agua que llenaba la grieta del acantilado.
—Todo saldrá bien, señor —repetía una y otra vez, más preocupado por el
silencio del director que por la debilidad de su voz—. Ya casi hemos llegado...
Puedo hacer que nos desaparezcamos los dos... No se preocupe...
—No  estoy  preocupado,  Harry  —repuso  el  anciano  con  tono  más  firme,
pese a que el agua estaba helada—. Estoy contigo.

27
La torre alcanzada por el rayo

Cuando  salieron  bajo  el  cielo  estrellado,  Harry  subió  a  Dumbledore  a  la  roca
más cercana y lo ayudó a levantarse. Empapado y tembloroso, cargando con el
anciano profesor, el muchacho se concentró con todas sus fuerzas en su destino:
Hogsmeade. Cerró los ojos, agarró a Dumbledore por el brazo tan firmemente
como pudo y se abandonó a aquella horrible sensación de opresión.
Antes de abrir los ojos ya supo que la Aparición había dado buen resultado,
pues  el  olor  a  salitre  y  la  brisa  marina  se  habían  esfumado.  Temblando  y
chorreando, se hallaban en medio de la oscura calle principal de  Hogsmeade.
Por un instante Harry fue víctima de un espantoso truco de su imaginación y
creyó que allí también había  inferi  saliendo de las tiendas y arrastrándose hacia
él, pero parpadeó varias veces y comprobó que nada se movía en la calle, donde
sólo había algunas farolas y ventanas encendidas.
—¡Lo hemos conseguido, profesor!  —susurró con dificultad, sintiendo una
dolorosa  punzada  en  el  pecho—.  ¡Lo  hemos  conseguido!  ¡Tenemos  el
Horrocrux!
Dumbledore medio perdió el equilibrio y se apoyó en el muchacho. Harry
creyó  que  su  inexperiencia  en  aparecerse  había  afectado  al  director,  pero
entonces  reparó  en  que  su  cara  estaba  más  pálida  y  desencajada  que  nunca,
apenas iluminada por una lejana farola.
—¿Se encuentra bien, señor?
—He  tenido  momentos  mejores  —contestó  Dumbledore  con  voz  frágil,
aunque le temblaron las comisuras de la boca, como si quisiera sonreír—. Esa
poción... no era ningún tónico reconstituyente...
Y Harry, horrorizado, vio cómo el anciano se desplomaba.
—Señor...  No  pasa  nada,  señor,  se  pondrá  bien,  no  se  preocupe.  —
Desesperado,  miró  en  derredor  en  busca  de  ayuda,  pero  no  vio  a  nadie;  su
único  pensamiento  fue  que  debía  ingeniárselas  para  llevar  cuanto  antes  a
Dumbledore a la enfermería—. Tenemos que volver al colegio, señor. La señora
Pomfrey...
—No  —balbuceó  Dumbledore—.  Necesito...  al  profesor  Snape...  Pero  no
creo... que pueda caminar mucho...
—Está  bien.  Mire,  señor,  voy  a  llamar  a  alguna  casa  y  buscaré  un  sitio
donde pueda quedarse. Luego iré corriendo al castillo y traeré a la señora...
—Severus —dijo Dumbledore con claridad—. Necesito ver a Severus...
—Muy bien, pues a Snape. Pero tendré que dejarlo aquí un momento para...
En ese instante Harry oyó pasos precipitados y el corazón le dio un vuelco:
alguien los había visto y acudía en su ayuda. Era la señora Rosmerta, que corría
hacia ellos por la oscura calle luciendo sus elegantes zapatillas de tacón y una
bata de seda con dragones bordados.
—¡Os he visto aparecer cuando corría las cortinas de mi dormitorio! Madre
mía, madre mía, no sabía qué... Pero ¿qué le pasa a Albus?
Se detuvo resoplando y miró boquiabierta a Dumbledore, que yacía en el
suelo.
—Está herido —explicó Harry—. Señora Rosmerta, ¿puede acogerlo en Las
Tres Escobas mientras yo voy al colegio a buscar ayuda?
—¡No puedes ir solo! ¿No te das cuenta? ¿No has visto...?
—Si me ayuda a levantarlo  —dijo Harry sin prestarle atención—, creo que
podremos llevarlo hasta allí...
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dumbledore—. ¿Qué ocurre, Rosmerta?
—La... la Marca Tenebrosa, Albus.
Y la bruja señaló el cielo en dirección a Hogwarts. El terror inundó a Harry
al oír esas palabras. Se dio la vuelta y miró.
En  efecto,  suspendido  en  el  cielo  encima  del  castillo,  había  un  reluciente
cráneo  verde  con  lengua  de  serpiente,  la  marca  que  dejaban  los  mortífagos
cuando salían de un edificio donde habían matado...
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?  —preguntó el anciano, e hizo un esfuerzo por
ponerse en pie agarrándose al hombro de Harry.
—Supongo  que  unos  minutos.  No  estaba  allí  cuando  saqué  al  gato,  pero
cuando subí...
—Hemos de volver enseguida al castillo  —dijo Dumbledore, tomando las
riendas  de  la  situación  pese  a  que  le  costaba  mantenerse  en  pie—.  Rosmerta,
necesitamos un medio de transporte, escobas...
—Tengo  un  par  detrás  de  la  barra  —dijo  ella,  muy  asustada—.  ¿Quieres
que vaya a buscarlas y...?
—No, que las traiga Harry.
Harry levantó la varita de inmediato.
—¡Accio escobas de Rosmerta!
Un segundo más tarde, la puerta del pub se abrió con un fuerte estrépito
para  dar  paso  a  dos  escobas  que  salieron  disparadas  y  volaron  hacia  Harry;
cuando llegaron a su lado, se pararon en seco con un ligero estremecimiento.
—Rosmerta, envía un mensaje al ministerio  —pidió Dumbledore al tiempo
que  montaba  en  una  escoba—.  Es  posible  que  en  Hogwarts  aún  no  se  hayan
dado cuenta de que ha pasado algo. Harry, ponte la capa invisible.
El muchacho la sacó del bolsillo y se la echó por encima antes de montar en
la escoba. A continuación dieron una patada en el suelo y se elevaron, mientras
la  señora  Rosmerta  se  encaminaba  hacia  el  pub.  Durante  el  vuelo  hacia  el
castillo, el muchacho miraba de reojo a Dumbledore, preparado para atraparlo
si se caía, pero la visión  de la Marca Tenebrosa parecía haber actuado sobre el
anciano como un estimulante: iba inclinado sobre la escoba, con los ojos fijos en
la Marca y la melena y la barba, largas y plateadas, ondeando en el oscuro cielo.
Harry  miró  al  frente  y  fijó  la  vista  en  aquel  siniestro  cráneo;  y  entonces  el
miedo, semejante a una burbuja venenosa, se infló en su interior, le comprimió
los pulmones y le apartó de la mente cualquier otra inquietud.
¿Cuánto  tiempo  habían  pasado  fuera?  ¿Se  habría  agotado  ya  la  suerte  de
Ron, Hermione y Ginny? ¿Había aparecido la Marca sobre el colegio por alguno
de ellos, o sería por Neville, Luna o algún otro miembro del ED? Y si así era...
Harry  les  había  pedido  que  patrullaran  por  los  pasillos,  privándolos  de  la
seguridad de sus camas... ¿Volvería a ser responsable de la muerte de uno de
sus amigos?
Mientras sobrevolaban el oscuro y sinuoso camino que al salir de Hogwarts
habían recorrido a pie, y a pesar del silbido del aire, Harry oyó a Dumbledore
murmurar algo en una lengua extraña. Entonces su escoba se sacudió un poco
al pasar por encima del muro que cercaba los jardines del castillo, y comprendió
que  el  director  estaba  deshaciendo  los  sortilegios  que  él  mismo  había  puesto
alrededor  del  colegio;  necesitaban  entrar  sin  perder  tiempo.  La  Marca
Tenebrosa relucía por encima de la torre de Astronomía, la más alta del castillo.
¿Significaba eso que la muerte se había producido allí?
Dumbledore  ya  había  rebasado  el  pequeño  muro  con  almenas  —el
parapeto que bordeaba la azotea de la torre— y desmontaba de la escoba; Harry
aterrizó a su lado unos segundos más tarde y miró alrededor.
La azotea estaba desierta. La puerta de  la escalera de caracol por la que se
bajaba al castillo se hallaba cerrada y no había ni rastro de lucha, pelea a muerte
o cadáveres.
—¿Qué  significa  esto?  —preguntó  Harry  contemplando  el  cráneo  verde
cuya lengua de serpiente destellaba maléficamente por  encima de ellos—. ¿Es
una Marca Tenebrosa de verdad? Profesor, ¿es cierto que han...?
Bajo  el  débil  resplandor  verdoso  que  emitía  la  Marca,  Harry  vio  que  el
anciano se llevaba la renegrida mano al pecho.
—Ve  a  despertar  a  Severus  —dijo  Dumbledore  en  voz  baja  pero  clara—.
Cuéntale  lo  que  ha  pasado  y  tráelo  aquí.  No  hagas  nada  más,  no  hables  con
nadie más y no te quites la capa. Te espero aquí.
—Pero...
—Juraste obedecerme, Harry. ¡Márchate!
El  muchacho  corrió  hacia  la  puerta  que  conducía  a  la  escalera  de caracol,
pero en el preciso instante en que cogía la argolla de hierro oyó pasos al otro
lado.  Volvió  la  cabeza  y  miró  a  Dumbledore,  que  le  indicó  por  señas  que  se
apartara. El muchacho retrocedió y sacó su varita.
La puerta se abrió de par en par y alguien irrumpió gritando:
—¡Expelliarmus!
Harry  quedó  inmóvil,  con  el  cuerpo  rígido,  y  cayó  hacia  atrás  contra  el
murete almenado de la torre, donde permaneció apoyado como una estatua que
no se tuviera sola en pie, sin poder hablar ni moverse. No entendía cómo había
sucedido, pues  Expelliarmus  era el conjuro del encantamiento de desarme, no el
del encantamiento congelador.
Entonces vio, a la luz verdosa de la Marca, cómo la varita de Dumbledore
saltaba de su mano y describía un arco por encima del borde del parapeto... El
profesor  lo  había  inmovilizado  sin  pronunciar  en  voz  alta  el  conjuro,  pero  el
segundo empleado en realizar el encantamiento le había costado la oportunidad
de defenderse.
Apoyado  contra  el  muro  y  aún  muy  pálido,  Dumbledore  se  mantenía  en
pie sin dar señales de pánico o inquietud. Se limitó a mirar a quien acababa de
desarmarlo y dijo:
—Buenas noches, Draco.
Malfoy avanzó unos pasos, lanzando miradas alrededor para comprobar si
Dumbledore estaba solo. Descubrió que había otra escoba en el suelo.
—¿Quién más hay aquí?
—Yo también podría hacerte esa pregunta. ¿O has venido solo?
Malfoy volvió a centrar la mirada en Dumbledore.
—No.  No  estoy  solo.  Por  si  no  lo  sabía,  esta  noche  hay  mortífagos  en  su
colegio.
—Vaya, vaya  —repuso Dumbledore como si le estuvieran presentando un
ambicioso  trabajo  escolar—.  Muy  astuto.  Has  encontrado  una  forma  de
introducirlos, ¿no?
—Sí  —respondió  Malfoy,  que  respiraba  entrecortadamente—.  ¡En  sus
propias narices, y usted no se ha enterado de nada!
—Muy ingenioso. Sin embargo... Perdóname, pero... ¿dónde están? No veo
que traigas refuerzos.
—Se  han  encontrado  con  algunos  miembros  de  su  guardia.  Están  abajo,
peleando. No tardarán en llegar. Yo me he adelantado. Tengo... tengo que hacer
un trabajo.
—En ese caso, debes hacerlo, muchacho.
Guardaron silencio. Harry, aprisionado en su paralizado e invisible cuerpo,
los  observaba  y  aguzaba  el  oído  intentando  detectar  a  los  mortífagos  que
luchaban  en  el  castillo;  entretanto,  Draco  Malfoy  seguía  mirando  fijamente  a
Albus Dumbledore, quien, aunque pareciera increíble, sonrió.
—Draco, Draco... tú no eres ningún asesino.
—¿Cómo  lo  sabe?  —Malfoy  debió  de  darse  cuenta  de  lo  infantiles  que
sonaban  esas  palabras,  pues  Harry  percibió  que  se  ruborizaba  pese  a  que  el
resplandor  de  la  Marca  le  teñía  de  verde  la piel—.  Usted  no  sabe  de  qué  soy
capaz —dijo con tono más convincente—, ¡ni sabe lo que ya he hecho!
—Sí,  sí  lo  sé  —repuso  Dumbledore  con  suavidad—.  Estuviste  a  punto  de
matar a Katie Bell y Ronald Weasley y llevas todo el curso intentando matarme;
ya  no  sabías  qué  hacer.  Perdóname,  Draco,  pero  han  sido  unas  pobres
tentativas.  Tan  pobres,  a  decir  verdad,  que  me  pregunto  si  realmente  ponías
interés en ello...
—¡Claro que ponía interés! —afirmó Malfoy—. Es cierto que he estado todo
el curso intentándolo, pero esta noche...
Harry  oyó  un  grito  amortiguado  procedente  del  castillo.  Malfoy  se  puso
tenso y volvió la cabeza.
—Hay  alguien  que  está  defendiéndose  con  uñas  y  dientes  —observó
Dumbledore  con  tono  despreocupado—.  Pero  dices  que...  ah,  sí,  que  has
conseguido  introducir  mortífagos  en  mi  colegio,  algo  que  yo,  lo  admito,
consideraba imposible. ¿Cómo lo has logrado?
Pero  Malfoy  no  respondió:  seguía  escuchando  los  ruidos  procedentes  del
castillo; parecía casi tan paralizado como Harry.
—Quizá tengas que terminar el trabajo tú solo —apuntó Dumbledore—. Tal
vez  mi  guardia  haya  desbaratado  los  planes  de  tus  refuerzos.  Como  quizá
hayas observado, esta noche también hay miembros de la Orden del Fénix en el
castillo. Pero bueno, en realidad no necesitas ayuda. Me he quedado sin varita y
no  puedo  defenderme.  —Malfoy  seguía  mirándolo  a  los  ojos—.  Entiendo  —
prosiguió  Dumbledore  con  tono  cordial  al  ver  que  Malfoy  no  hablaba  ni  se
movía—. Temes actuar antes de que lleguen ellos...
—¡No  tengo  miedo!  —le  espetó  Malfoy  de  repente,  pero  sin  decidirse  a
atacarlo—. ¡Usted es quien debería tener miedo!
—¿Por qué iba a tenerlo? No creo que vayas a matarme, Draco. Matar no es
tan fácil como creen los inocentes. Pero dime, mientras esperamos a tus amigos,
¿cómo has conseguido  traerlos aquí? Veo que has tardado mucho en hallar la
manera de hacerlo.
Daba la impresión de que Malfoy estaba reprimiendo un impulso de gritar
o vomitar. Tragó saliva y respiró hondo varias veces sin dejar de mirar con odio
a Dumbledore y de apuntarle con la varita directamente al corazón. Entonces,
como si no pudiera contenerse, dijo:
—Tuve que arreglar ese armario evanescente roto que nadie utilizaba desde
hacía años. Ese en el que el año pasado se perdió Montague.
—¡Aaaah!  —La exclamación de Dumbledore  fue casi un quejido. Cerró los
ojos un momento y dijo—: Muy inteligente... Supongo que debe de tener una
pareja, ¿no?
—El otro está en Borgin y Burkes  —reveló Malfoy—, y entre ellos se forma
una especie de pasadizo. Montague me contó que cuando lo metieron en el de
Hogwarts,  quedó  atrapado  como  en  un  limbo,  pero  algunas  veces  oía  lo  que
estaba  pasando  en  el  colegio  y  otras  lo  que  ocurría  en  la  tienda,  como  si  el
armario viajara entre los dos sitios, aunque él no lograba hacerse oír por nadie.
Al  final  consiguió  salir  y  se  apareció,  a  pesar  de  que  todavía  no  se  había
examinado.  Estuvo  a  punto  de  matarse.  Todo  el  mundo  quedó  muy
impresionado con su relato, pero yo fui el único que supo lo que significaba; ni
siquiera Borgin lo adivinó. Yo fui el único que comprendió que podía haber una
forma de entrar en Hogwarts a través de los armarios si lograba arreglar el que
estaba roto.
—¡Vaya  astucia!  Y  así  es  como  han  venido  los  mortífagos  para  ayudarte,
desde  Borgin  y  Burkes...  Un  plan  muy  ingenioso,  sí  señor,  muy  ingenioso.  Y,
como bien dices, en mis propias narices.
—Sí  —dijo  Malfoy,  y  curiosamente  parecía  extraer  alivio  y  coraje  de  las
alabanzas de Dumbledore—. ¡Sí, era un plan muy inteligente!
—Pero  ha  debido  de  haber  momentos  en  que  no  estabas  seguro  de  si
conseguirías  arreglar  el  armario,  ¿verdad? Y  por  eso  recurriste  a  métodos  tan
rudimentarios  y  tan  mal  vistos  como  enviarme  un  collar  maldito  que  tenía
muchas  posibilidades  de  ir  a  parar  a  otras  manos,  o  envenenar  un  hidromiel
que no era probable que yo llegara a catar...
—Sí,  ya,  pero  aun  así  usted  no  descubrió  quién  había  detrás  de  esas
acciones  —contestó Malfoy con tono mordaz, mientras Dumbledore resbalaba
un poco por el parapeto, como si las piernas ya no pudieran sostenerlo en pie, y
Harry intentaba en vano deshacer el sortilegio que lo inmovilizaba.
—La verdad es que sí —dijo Dumbledore—. Estaba seguro de que eras tú.
—Entonces, ¿por qué no me lo impidió?
—Lo intenté, Draco. El profesor Snape tenía órdenes de vigilarte.
—Snape no obedecía sus órdenes. Le juró a mi madre.
—Sí, claro, eso fue lo que te dijo a ti, pero...
—¿No  se  da  cuenta,  viejo  estúpido,  de  que Snape  es  un  espía  doble?  ¡No
trabaja para usted, como usted se cree!
—En este punto es lógico que discrepemos, Draco. Resulta que yo confío en
el profesor Snape.
—¡Si  confía  en  él  es  que  está  perdiendo  la  chaveta!  —se  burló  Malfoy—.
Snape me ha ofrecido su ayuda. Claro, él quería llevarse toda la gloria, quería
participar en la acción... «¿Qué estás haciendo? ¿Has sido tú el del collar? Eso ha
sido  una  locura,  habrías  podido  estropearlo  todo...»  Pero  no  le  expliqué  qué
hacía en la Sala de los Menesteres, así que mañana, cuando se despierte, verá
que todo ha terminado y él habrá dejado de ser el preferido de lord Voldemort.
¡Comparado conmigo, no será nada, nada!
—Muy  gratificante  —repuso  Dumbledore  con  gentileza—.  A  todos  nos
gusta que los demás reconozcan nuestro trabajo, por supuesto. No obstante, tú
debes  de  haber  tenido  algún  cómplice,  alguien  de  Hogsmeade,  alguien  que
pudiera  pasarle  a  Katie  el...  el...  ¡Aaaah!  —Volvió  a  cerrar  los  ojos  y  asintió
despacio, cabeceando como a punto de quedarse dormido—. Claro... Rosmerta.
¿Desde cuándo está bajo la maldición imperius?
—Por fin ha caído en la cuenta, ¿eh? —se mofó Malfoy.
Se oyó otro grito, mucho más fuerte que el anterior, este del interior de la
torre.  Malfoy  volvió  a  girar  la  cabeza,  nervioso,  y  luego  miró  a  Dumbledore,
que continuó:
—Así que obligasteis a la pobre Rosmerta a esconderse en su propio lavabo
para que le entregara ese collar al primer alumno de Hogwarts que entrara allí
solo, ¿no? Y el hidromiel envenenado... Bueno, como es lógico, Rosmerta pudo
envenenarlo  antes  de  enviarle  la  botella  a  Slughorn,  quien  a  su  vez  me  lo
regalaría  a  mí  por  Navidad.  Sí,  muy  hábil,  muy  hábil...  Al  pobre  señor  Filch
jamás se le habría ocurrido examinar una botella de Rosmerta.
Y dime, ¿cómo te ponías en contacto con ella? Creía tener controlados todos
los sistemas de comunicación entre el colegio y el exterior.
—Mediante monedas encantadas  —respondió Malfoy como si no pudiera
contenerse de seguir hablando, aunque  la  mano de la varita le temblaba cada
vez más—. Yo tenía una y ella otra, y así podía enviarle mensajes...
—¿No  es  ése  el  medio  de  comunicación  secreto  que  el  curso  pasado
utilizaba el grupo que se hacía llamar Ejército de Dumbledore?  —preguntó el
anciano en voz baja y tono indolente, pero Harry vio que volvía a resbalar un
poco más por el parapeto.
—Sí,  ellos  me  dieron  la  idea  —dijo  Malfoy  componiendo  una  siniestra
sonrisa—.  Y  la  idea  de  envenenar  el  hidromiel  me  la  dio  esa  sangre  sucia  de
Granger; un día en la biblioteca oí cómo decía que Filch  no sabía distinguir las
pociones...
—Te  agradecería  que  delante  de  mí  no  emplearas  esa  expresión  tan
injuriosa —dijo Dumbledore.
Malfoy soltó una estridente carcajada.
—¿Le molesta que diga «sangre sucia» cuando estoy a punto de matarlo?
—Sí, me molesta —confirmó Dumbledore, y Harry advirtió que los pies del
anciano  resbalaban  unos  centímetros  y  él  luchaba  por  mantenerse  en  pie—.
Pero,  respecto  a  eso  de  que  estás  a  punto  de  matarme,  Draco...  Has  tenido
tiempo  de  sobra  para  hacerlo.  Estamos  completamente  solos.  Ni  siquiera
habrías podido soñar con encontrarme tan indefenso, y sin embargo no te has
decidido...
Malfoy  hizo  una  mueca  involuntaria,  como  si  hubiera  probado  un  sabor
muy amargo.
—Pero hablemos de lo de esta noche —prosiguió Dumbledore—. No acabo
de  entender  qué  ha  pasado...  ¿Sabías  que  había  salido  del  colegio?  ¡Ah,
naturalmente!  —se  respondió  a  sí  mismo—.  Rosmerta  me  vio  marchar  y  te
avisó por medio de vuestras ingeniosas monedas, ¿verdad?
—Así es. Pero ella me dijo que usted sólo había ido a tomar una copa y que
volvería enseguida...
—La tomé, la tomé, y más de una... Y he vuelto, si a esto se lo puede llamar
volver. Así que decidiste prepararme una trampa, ¿no?
—Decidimos  poner  la  Marca  Tenebrosa  encima  de  la  torre  para  hacerlo
regresar  al  castillo.  Usted  querría  saber  a  quién  habían  matado.  ¡Y  ha  salido
bien!
—Bueno, sí y no... Pero ¿significa eso que no hay víctimas mortales?
—Sí las hay  —dijo Malfoy con voz más aguda—. Uno de los suyos. No sé
quién es porque estaba oscuro, pero he pasado por encima de un cadáver. Yo
tenía  que  estar  esperándolo  aquí  arriba  cuando  usted  llegara,  pero  ese  bicho
suyo, el fénix, se interpuso en mi camino...
—Sí, tiene esa mala costumbre.
Entonces se oyó un fuerte estrépito, seguido de gritos cada vez más fuertes
procedentes del interior de la torre; era como si hubiera gente peleando en la
misma escalera de caracol que conducía a la azotea, donde se encontraban ellos.
El corazón de Harry, inaudible, latía con violencia en su invisible pecho. Malfoy
había pasado por encima de un cadáver... había muerto alguien... pero ¿quién?
—Sea como sea, nos queda poco tiempo  —dijo Dumbledore—. Es hora de
que hablemos de nuestras opciones, Draco.
—¿Opciones? ¿Qué opciones?  —gritó Malfoy—. Tengo mi varita y estoy a
punto de matarlo...
—Amigo mío, no tiene sentido que sigamos fingiendo. Si pensaras matarme
lo habrías hecho en cuanto me desarmaste, en lugar de entablar una agradable
conversación sobre los métodos de que dispones para hacerlo.
—¡Yo  no  tengo  opciones!  —dijo  Malfoy,  que  se  había  puesto  tan  pálido
como  Dumbledore—.  ¡Tengo  que  liquidarlo!  ¡Si  no  lo  hago,  él  me  matará!
¡Matará a mi familia!
—Me hago cargo de lo comprometido de tu posición.  ¿Por qué, si no, crees
que no te planté cara antes? Porque sabía que lord Voldemort te mataría si se
daba cuenta de que yo sospechaba de ti.
Malfoy hizo una mueca de dolor al oír el nombre de su amo.
—No  me  atreví  a  hablar  contigo  de  la  misión  que  sabía  que  te  habían
asignado,  por  si  él  utilizaba  la  Legeremancia  contra  ti  —continuó
Dumbledore—. Pero ahora, por fin, podemos hablar sin necesidad de andarnos
con tapujos... Todavía no has cometido ningún crimen, ni le has causado ningún
daño  irreparable  a  nadie,  aunque  has  tenido  suerte  de  que  tus  víctimas
indirectas hayan sobrevivido... Yo puedo ayudarte, Draco.
—No, no puede. —La mano de la varita le temblaba cada vez más—. Nadie
puede  ayudarme.  El  me  dijo  que  si  no  lo  hacía  me  mataría.  No  tengo
alternativa.
—Pásate  a  nuestro  bando,  Draco,  y  nosotros  nos  encargaremos  de
esconderte.  Es  más,  esta  misma  noche  puedo  enviar  miembros  de  la  Orden  a
casa de tu madre y esconderla también a ella. Tu padre, por ahora, está a salvo
en  Azkaban...  Cuando  llegue  el  momento  también  podremos  protegerlo  a  él.
Pásate a nuestro bando, Draco... Tú no eres ningún asesino.
—He llegado hasta aquí, ¿no? —dijo despacio Malfoy, mirando fijamente a
Dumbledore—.  Ellos  pensaron  que  moriría  en  el  intento,  pero  aquí  estoy...  Y
ahora su vida depende de mí... Soy yo el que tiene la varita... Su suerte está en
mis manos...
—No, Draco —corrigió Dumbledore—. Soy yo el que tiene tu suerte en las
manos.
Malfoy  no  respondió.  Tenía  la  boca  entreabierta  y  la  mano  seguía
temblándole. A Harry le pareció que bajaba un poco la varita...
En  ese  momento  se  oyeron  unos  pasos  que  subían  atropelladamente  la
escalera, y un segundo más tarde cuatro personas ataviadas con túnicas negras
irrumpieron por la puerta de la azotea y apartaron a Malfoy de en medio.
Harry  contempló  aterrado  a  los  cuatro  desconocidos  con  los  ojos  muy
abiertos  y  sin  poder  parpadear  siquiera.  Por  lo  visto,  los  mortífagos  habían
ganado la pelea librada en la torre.
Un  individuo  contrahecho  que  no  paraba  de  mirar  de  reojo  en  torno  a  sí
soltó una risita espasmódica.
—¡Ha  acorralado  a  Dumbledore!  —exclamó,  y  se  volvió  hacia  una  mujer
achaparrada  que  parecía  su  hermana  y  sonreía  con  entusiasmo—.  ¡Lo  ha
desarmado! ¡Dumbledore está solo! ¡Te felicito, Draco, te felicito!
—Buenas noches, Amycus  —lo saludó Dumbledore con calma, como si lo
recibiera  en  su  casa  para  tomar  el  té—.  Y  también  has  traído  a  Alecto...  qué
bien...
La mujer soltó una risita ahogada y le espetó:
—¿Acaso crees que tus estúpidas bromitas te van a ayudar en el lecho de
muerte?
—¿Bromitas?  Esto  no  son  bromitas,  son  buenos  modales  —replicó
Dumbledore.
—¡Hazlo!  —dijo  el  desconocido  más  cercano  a  Harry,  un  tipo  alto  y
delgado  de  abundante  pelo  canoso  y  grandes  patillas  que  llevaba  una  túnica
negra de mortífago muy ceñida.
Harry jamás había  oído una voz semejante, una especie de áspero rugido.
El individuo despedía un intenso hedor, una mezcla de olor a mugre, sudor y
algo inconfundible: sangre. Sus sucias manos lucían uñas largas y amarillentas.
—¿Eres tú, Fenrir? —preguntó Dumbledore.
—Exacto —contestó el otro con su ronca voz—. ¿A mí también te alegras de
verme, Dumbledore?
—No, la verdad es que no...
Fenrir  Greyback  sonrió  burlón,  exhibiendo  unos  dientes  muy  afilados.  Le
goteaba sangre de la barbilla y se relamió despacio, con impudicia.
—Pero sabes cómo me gustan los niños, Dumbledore.
—¿Significa eso que ahora atacas aunque no haya luna llena? Eso es muy
inusual... ¿Tanto te gusta la carne humana que no tienes suficiente con saciarte
una vez al mes?
—Así es. Eso te impresiona, ¿verdad, Dumbledore? ¿Te asusta?
—Bueno, no voy a negar que me disgusta un poco. Y debo admitir que me
sorprende que Draco te haya invitado precisamente a ti a venir al colegio donde
viven sus amigos...
—Yo  no  lo  invité  —murmuró  Malfoy.  No  miraba  a  Greyback,  y  daba  la
impresión de que ni siquiera se atrevía a hacerlo de reojo—. No sabía que iba a
venir...
—No me perdería un viaje a Hogwarts por nada del mundo, Dumbledore
—declaró  Greyback—.  Con  la  cantidad  de  gargantas  que  hay  aquí  para
morder... Será delicioso, delicioso... —Levantó una amarillenta uña y se tocó los
dientes mirando al anciano con avidez—. Podría reservarte a ti para el postre,
Dumbledore...
—No  —intervino  el  cuarto  mortífago,  de  toscas  facciones  y  expresión
brutal—. Tenemos órdenes. Tiene que hacerlo Draco. ¡Ahora, Draco, y deprisa!
Malfoy  parecía  más  indeciso  que  antes.  Miraba  fijamente  a  Dumbledore,
pero el terror se reflejaba en su cara; el director de Hogwarts, más pálido que
nunca, había ido resbalando por el muro casi hasta quedar sentado en el suelo.
—¡Bah, si de todos modos ya tiene un pie en la tumba!  —dijo el mortífago
contrahecho, y fue coreado por las jadeantes risitas de su hermana—. Miradlo...
¿Qué te ha pasado, Dumby?
—Ya  no  tengo  tanta  resistencia,  ni  tantos  reflejos,  Amycus  —contestó
Dumbledore—.  Son  cosas  de  la  edad...  Algún  día  quizá  te  pase  a  ti,  si  tienes
suerte...
—¿Qué quieres decir con eso, eh? ¿Qué quieres decir?  —chilló el mortífago
poniéndose violento de repente—. Siempre igual, ¿no, Dumby? ¡Hablas mucho
pero no haces nada, nada! ¡Ni siquiera sé por qué el Señor Tenebroso se molesta
en matarte! ¡Vamos, Draco, hazlo de una vez!
Pero en ese momento volvieron a oírse ruidos y correteos en la torre y una
voz gritó:
—¡Han bloqueado la escalera! ¡Reducto! ¡¡Reducto!!
A  Harry  le  dio  un  vuelco  el  corazón:  esas  palabras  significaban  que  los
cuatro  mortífagos  no  habían  eliminado  toda  la  oposición  que  habían
encontrado, sino que se las habían arreglado de momento para llegar a lo alto
de la torre; por lo visto, al subir habían levantado una barrera a sus espaldas.
—¡Ahora, Draco, rápido!  —lo urgió con brusquedad el más salvaje de los
cuatro.
Pero  a  Malfoy  le  temblaba  tanto  la  varita  que  apenas  podía  apuntar  con
ella.
—Ya  me  encargo  yo  —gruñó  Greyback,  y  avanzó  hacia  Dumbledore  con
los brazos estirados y enseñando los dientes.
—¡He dicho que no! —gritó el otro.
A continuación hubo un destello y el hombre lobo salió despedido hacia un
lado; dio contra el parapeto y se tambaleó, encolerizado. A Harry, aprisionado
por el hechizo del director, le  palpitaba tan fuerte el corazón que le resultaba
increíble  que  aún  no  lo  hubiesen  descubierto.  Si  hubiera  podido  moverse,
habría echado una maldición desde debajo de la capa invisible...
—Hazlo, Draco, o apártate para que lo haga uno de nosotros...  —chilló  la
mujer, pero en ese preciso instante la puerta de la azotea se abrió una vez más y
apareció Snape, varita en mano; recorrió la escena con sus negros ojos paseando
la  mirada  desde  Dumbledore,  desplomado  contra  el  parapeto,  hasta  el  grupo
formado  por  los  cuatro  mortífagos,  entre  ellos  el  iracundo  hombre  lobo,  y
Malfoy.
—Tenemos  un  problema,  Snape  —dijo  el  contrahecho  Amycus,  con  la
mirada y la varita fijas en Dumbledore—. El chico no se atreve a...
Pero  alguien  más  había  pronunciado  el  nombre  de  Snape  con  un  hilo  de
voz.
—Severus...
Nada de lo que Harry había visto u oído esa noche lo había asustado tanto
como ese sonido. Por primera vez, Dumbledore hablaba con tono suplicante.
Snape  no  dijo  nada,  pero  avanzó  unos  pasos  y  apartó  con  brusquedad  a
Malfoy  de  su  camino.  Los  mortífagos  se  retiraron  sin  decir  palabra.  Hasta  el
hombre lobo parecía intimidado.
Snape,  cuyas  afiladas  facciones  denotaban  repulsión  y  odio,  le  lanzó  una
mirada al anciano.
—Por favor... Severus...
Snape levantó la varita y apuntó directamente a Dumbledore.
—¡Avada Kedavra!
Un rayo de luz verde salió de la punta de la varita y golpeó al director en
medio del pecho. Harry soltó un grito de horror que no se oyó; mudo e inmóvil,
se vio obligado a ver cómo Dumbledore saltaba por los aires. El anciano quedó
suspendido una milésima de segundo bajo la reluciente Marca Tenebrosa; luego
se precipitó lentamente, como un gran muñeco de trapo, cayó al otro lado de las
almenas y se perdió de vista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario