7
Bagman y Crouch
Harry se desembarazó de Ron y se puso en pie. Habían llegado a lo que, a través de laniebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de
aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso
rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con
muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed conchanclos hasta los
muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.
—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela
en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que
tenía a su lado.Harry vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un
balón de fútbol pinchado.
—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué
bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de
ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro.
Esperad... voy a buscar dónde estáis... Weasley... Weasley...
Consultó la lista del pergamino.
—Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer pradoal que
llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo
prado... Pregunta por el señor Payne.
—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que
lo siguieran.
Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la
niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una
verja. Al otro lado, Harry vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas
dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta
el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los
Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada,
observando las tiendas. Nada más verlo, Harry reconoció que era un muggle,
probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.
—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.
—Buenos días —respondió el muggle.
—¿Es usted el señor Roberts?
—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?
—Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según
creo.
—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta
con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?
—Efectivamente —repuso el señor Weasley.
—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.
—¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña
a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un
fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras?
¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?
—De veinte —lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de
que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.
—¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...
—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el
señor Weasley volvió con los billetes correctos.
—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.
—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts
examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme
con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.
—¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley. El señor Roberts rebuscó el
cambio en una lata.
—El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a
observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no
suele reservar.
—¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para
recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.
—Sí —dijo pensativamente el muggle—. Gente de todas partes. Montones de
extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hayun tipo por ahí que lleva
falda escocesa y poncho.
—¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.
—Es una especie de... no sé... como una especie de concentración —explicó el
señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.
En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts,
apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.
—¡Obliviate! —dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.
El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de
despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció los síntomas de los
que sufrían una modificación de la memoria.
—Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al
padre de Ron—, y el cambio.
—Muchas gracias —repuso el señor Weasley.
El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de
entrada al campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y
profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor
Roberts, le explicó al señor Weasley:
—Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante
diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de
un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad
antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya
terminado. Hasta luego, Arthur.
Y, sin más, se desapareció.
—Creía que el señor Bagman era el director del Departamento de Deportes y
Juegos Mágicos —dijo Ginny sorprendida—. No debería ir hablando de las bludgers
cuando hay muggles cerca, ¿no os parece?
—Sí, es verdad —admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior
del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco... bueno... laxo en lo referente a
seguridad. Sin embargo, sería imposible encontrar a un director del Departamento de
Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de quidditch,
¿sabéis? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.
Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre
largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños
habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aunque habían cometido
errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en
cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el
señor Roberts recelara. En medio del prado se levantaba una extravagante tienda en seda
a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada.
Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y,
casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros,
reloj de sol y una fuente.
—Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos
resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Mirad, éste es
nuestro sitio.
Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un
espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».
—¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy contento el señor Weasley—.
El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se
desprendió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entusiasmo—, siendo
tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar
estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así
siempre... Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?
Harry no había acampado en su vida: los Dursley no lo habían llevado nunca con
ellos de vacaciones, preferían dejarlo con la señora Figg, una vecina anciana. Sin
embargo, entre él y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los
hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda,
porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron
finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.
Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las
tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que
cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Hermione parecía haberse
dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso
a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.
—Estaremos un poco apretados —dijo—, pero cabremos. Entrad a echar un
vistazo.
Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca
abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres
habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de forma muy
parecida al de la señora Figg: las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de
ganchillo, y olía a gato.
—Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo
porla calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado
Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tiene lumbago, el
pobre.
Cogió la tetera polvorienta y la observó por dentro.
—Necesitaremos agua...
—En el plano que nos ha dado el muggle hay señalada una fuente —dijo Ron, que
había entrado en la tienda detrás de Harry y no parecía nada asombrado por sus
dimensiones internas—. Está al otro lado del prado.
—Bien, ¿por qué no vais por agua Harry, Hermione y tú? —El señor Weasley les
entregó la tetera y un par de cazuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para
hacer fuego.
—Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente...?
—¡La seguridad antimuggles, Ron! —le recordó el señor Weasley, impaciente ante
la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los muggles de verdad acampan, hacen
fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!
Después de una breve visita a la tienda de las chicas, que era un poco más pequeña
que la de los chicos pero sin olor a gato, Harry, Ron y Hermione cruzaron el
campamento con la tetera y las cazuelas.
Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudieron ver el mar de
tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de
tiendas mirando con curiosidad a su alrededor. Hasta entonces Harry no se había
preguntado nunca cuántas brujas y magos habría en el mundo; nunca había pensado en
los magos de otros países.
Los campistas empezaban a despertar, y las más madrugadoras eran las familias
con niños pequeños. Era la primera vez que Harry veía magos y brujas de tan corta
edad. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta
de una tienda con forma de pirámide, dándole con una varita a una babosa, que poco a
poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha. Cuando llegaban a su altura, la madre
salió de la tienda.
—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No... toques... la varita... de papá...
¡Ay!
Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de
la madre mezclada con los lloros del niño:
—¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!
Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo mayores que Kevin. Montaban
en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando
el húmedo césped con los dedos de los pies. Un mago del Ministerio que parecía tener
mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado:
—¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo
viera...
Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el
desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con
sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si
estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar. Tres magos africanos
enfundados en túnicas blancas conversaban animadamente mientras asaban algo que
parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de
brujas norteamericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, sentadas bajo una
destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las
brujas de Salem.» Desde el interior de las tiendas por las que iban pasando les llegaban
retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender
ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo
—Eh... ¿son mis ojos, o es que se ha vuelto todo verde? —preguntó Ron.
No eran los ojos de Ron. Habían llegado a un área en la que las tiendas estaban
completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que
unos extraños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían
las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes. De pronto oyeron sus nombres a su
espalda:
—¡Harry!, ¡Ron!, ¡Hermione!
Era Seamus Finnigan, su compañero de cuarto curso de la casa Gryffindor. Estaba
sentado delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo rubio
cobrizoque debía de ser su madre, y su mejor amigo, Dean Thomas, también de
Gryffindor.
—¿Os gusta la decoración? —preguntó Seamus, sonriendo, cuando los tres se
acercaron a saludarlos—. Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.
—El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras
simpatías? —dijo la señora Finnigan—. Tendríais que ver lo que han colgado los
búlgaros en sus tiendas. Supongo que estaréis del lado de Irlanda —añadió, mirando a
Harry, Ron y Hermione con sus brillantes ojillos.
Se fueron después de asegurarle que estaban a favor de Irlanda, aunque, como dijo
Ron:
—Cualquiera dice otra cosa rodeado de todos ésos.
—Me pregunto qué habrán colgado en sus tiendas los búlgaros —dijo Hermione.
—Vamos a echar un vistazo —propuso Harry, señalando una gran área de tiendas
que había en lo alto de la ladera, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria,
roja, verde y blanca.
En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas
colgaba el mismo póster, que mostraba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras.
La fotografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el
entrecejo.
—Es Krum —explicó Ron en voz baja.
—¿Quién? —preguntó Hermione.
—¡Krum! —repitió Ron—. ¡Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria!
—Parece que tiene malas pulgas —comentó Hermione, observando la multitud de
Krums que parpadeaban, ceñudos.
—¿Malas pulgas? —Ron levantó los ojos al cielo—. ¿Qué más da eso? Es
increíble. Y es muy joven, además. Sólo tiene dieciocho años o algo así. Es genial.
Esperad a esta noche y lo veréis.
Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se pusieron al final,
inmediatamente detrás de dos hombres que estaban enzarzados en una acalorada
discusión. Uno de ellos, un mago muy anciano, llevaba un camisón largo estampado. El
otro era evidentemente un mago del Ministerio: tenía en la mano unos pantalones de mil
rayas y parecía a punto de llorar de exasperación.
—Tan sólo tienes que ponerte esto, Archie, sé bueno. No puedes caminar por ahí
de esa forma: el muggle de la entrada está ya receloso.
—Me compré esto en una tienda muggle —replicó el mago anciano con
testarudez—. Los muggles lo llevan.
—Lo llevan las mujeres muggles, Archie, no los hombres. Los hombres llevan esto
—dijo el mago del Ministerio, agitando los pantalones de rayas.
—No me los pienso poner —declaró indignado el viejo Archie—. Me gusta que me
dé el aire en mis partes privadas, lo siento.
A Hermione le dio tal ataque de risa en aquel momento que tuvo que salirse de la
cola, y no volvió hasta que Archie se fue con el agua.
Volvieron por el campamento, caminando más despacio por el peso del agua. Por
todas partes veían rostros familiares: estudiantes de Hogwarts con sus familias. Oliver
Wood, el antiguo capitán del equipo de quidditch al que pertenecía Harry, que acababa
de terminar en Hogwarts, lo arrastró hasta la tienda de sus padres para que lo
conocieran, y le dijo emocionado que acababa de firmar para formar parte de la reserva
del Puddlemere United. Cerca de allí se encontraron con Ernie Macmillan, un estudiante
de cuarto de la casa Hufflepuff, y luego vieron a Cho Chang, una chica muy guapa que
jugaba de buscadora en el equipo de Ravenclaw. Cho Chang le hizo un gesto con la
mano y le sonrió. Al devolverle el saludo, Harry se volcó encima un montón de agua.
Para que Ron dejara de reírse, Harry señaló a un grupo de adolescentes a los que no
había visto nunca.
—¿Quiénes serán? —preguntó—. No van a Hogwarts, ¿verdad?
—Supongo que estudian en el extranjero —respondió Ron—. Sé que hay otros
colegios, pero no conozco a nadie que vaya a ninguno de ellos. Bill se escribía con un
chico de Brasil... hace una pila de años... Quería hacer intercambio con él, pero mis
padres no tenían bastante dinero. El chico se molestó mucho cuando se enteró de que
Bill no iba a ir, y le envió un sombrero encantado que hizo que se le cayeran las orejas
para abajo como si fueran hojas mustias.
Harry se rió, y no confesó que le sorprendía enterarse de que existían otros colegios
de magia. Al ver a representantes de tantas nacionalidades en el cámping, pensó que
había sido un tonto al creer que Hogwarts sería el único. Observó que Hermione no
parecía nada sorprendida por la información. Sin duda, ella había tenido noticiade otros
colegios de magia al leer algún libro.
—Habéis tardado siglos —dijo George, cuando llegaron por fin a las tiendas de los
Weasley.
—Nos hemos encontrado a unos cuantos conocidos —explicó Ron, dejando la
cazuela—. ¿Aún no habéis encendido el fuego?
—Papá lo está pasando bomba con los fósforos —contestó Fred.
El señor Weasley no lograba encender el fuego, aunque no porque no lo intentara.
A su alrededor, el suelo estaba lleno de fósforos consumidos, pero parecía estar
disfrutando como nunca.
—¡Vay a! —exclamaba cada vez que lograba encender un fósforo, e
inmediatamente lo dejaba caer de la sorpresa.
—Déjeme, señor Weasley —dijo Hermione amablemente, cogiendo la caja para
mostrarle cómo se hacía.
Al final encendieron fuego, aunque pasó al menos otrahora hasta que se pudo
cocinar en él. Sin embargo, había mucho que ver mientras esperaban. Habían montado
las tiendas delante de una especie de calle que llevaba al estadio, y el personal del
Ministerio iba por ella de un lado a otro apresuradamente, y al pasar saludaban con
cordialidad al señor Weasley. Éste no dejaba de explicar quiénes eran, sobre todo a
Harry y a Hermione, porque sus propios hijos sabían ya demasiado del Ministerio para
mostrarse interesados.
—Ése es Cuthbert Mockridge, jefe del Instituto de Coordinación de los Duendes...
Por ahí va Gilbert Wimple, que está en el Comité de Encantamientos Experimentales.
Ya hace tiempo que lleva esos cuernos... Hola, Arnie... Arnold Peasegood es
desmemorizador, ya sabéis, un miembro del Equipo de Reversión de Accidentes
Mágicos... Y aquéllos son Bode y Croaker... son inefables...
—¿Qué son?
—Inefables: del Departamentos de Misterios, secreto absoluto. No tengo ni idea de
lo que hacen...
Al final consiguieron una buena fogata, y acababan de ponerse a freír huevos y
salchichas cuando llegaron Bill, Charlie y Percy, procedentes del bosque.
—Ahora mismo acabamos de aparecernos, papá —anunció Percy en voz muy
alta—. ¡Qué bien, el almuerzo!
Estaban dando cuenta de los huevos y las salchichas cuando el señorWeasley se
puso en pie de un salto, sonriendo y haciendo gestos con la mano a un hombre que se
les acercaba a zancadas.
—¡Ajá! —dijo—. ¡El hombre del día! ¡Ludo!
Ludo Bagman era con diferencia la persona menos discreta que Harry había visto
hasta aquel momento, incluyendo al anciano Archie con su camisón. Llevaba una túnica
larga de quidditch con gruesas franjas horizontales negras y amarillas, con la imagen de
una enorme avispa estampada sobre el pecho. Su aspecto era el de un hombre de
complexión muyrobusta en decadencia, y la túnica se le tensaba en torno de una
voluminosa barriga que seguramente no había tenido en los tiempos en que jugaba en la
selección inglesa de quidditch. Tenía la nariz aplastada (probablemente se la había roto
una bludger perdida, pensó Harry); pero los ojos, redondos y azules, y el pelo, corto y
rubio, lo hacían parecer un niño muy crecido.
—¡Ah, de la casa! —les gritó Bagman, contento. Caminaba como si tuviera
muelles en los talones, y resultaba evidente que estaba muy emocionado—. ¡El viejo
Arthur! —dijo resoplando al llegar junto a la fogata—. Vaya día, ¿eh? ¡Vaya día! ¿A
que no podíamos pedir un tiempo más perfecto? Vamos a tener una noche sin nubes... y
todos los preparativos han salido sin el menor tropiezo... ¡Casino tengo nada que hacer!
Detrás de él pasó a toda prisa un grupo de magos del Ministerio muy ojerosos,
señalando los indicios distantes pero evidentes de algún tipo de fuego mágico que
arrojaba al aire chispas de color violeta, hasta una altura de seis o siete metros.
Percy se adelantó apresuradamente con la mano tendida. Aunque desaprobaba la
manera en que Ludo Bagman dirigía su departamento, quería causar una buena
impresión.
—¡Ah... sí! —dijo sonriendo el señor Weasley—. Éste es mi hijo Percy, que acaba
de empezar a trabajar en el Ministerio... y éste es Fred... digo George, perdona... Fred es
este de aquí... Bill, Charlie, Ron... mi hija Ginny... y los amigos de Ron: Hermione
Granger y Harry Potter.
Bagman apenas reaccionó al oír el nombre de Harry, pero sus ojos se dirigieron
como era habitual hacia la cicatriz que Harry tenía en la frente.
—Éste es Ludo Bagman —continuó presentando el señor Weasley—. Ya lo
conocéis: gracias a él hemos conseguido unas entradas tan buenas.
Bagman sonrió e hizo un gesto con la mano como diciendo que no tenía
importancia.
—¿No te gustaría hacer una pequeña apuesta, Arthur? —dijo con entusiasmo,
haciendo sonar en los bolsillos de su túnica negra y amarilla lo que parecía una gran
cantidad de monedas de oro—. Roddy Pontner ya ha apostado a que Bulgaria marcará
primero, y yo me he jugado una buena cantidad, porque los tres delanteros de Irlanda
son los más fuertes que he visto en años... Y Agatha Timms se ha jugado la mitad de las
acciones de su piscifactoría de anguilas a que el partido durará una semana.
—Eh... bueno, bien —respondió el señor Weasley—. Veamos... ¿un galeón a que
gana Irlanda?
—¿Un galeón? —Ludo Bagman parecía algo decepcionado, pero disimuló—. Bien,
bien... ¿alguna otra apuesta?
—Son demasiado jóvenes para apostar —dijo el señor Weasley—. A Molly no le
gustaría...
—Apostaremos treinta y siete galeones, quince sickles y tres knuts a que gana
Irlanda —declaró Fred, al tiempo que él y George sacaban todo su dinero en común—,
pero a que Viktor Krum coge la snitch. ¡Ah!, y añadiremos una varita de pega.
—¡No le iréis a enseñar al señor Bagman semejante porquería! —dijo Percy entre
dientes.
Pero Bagman no pensó que fuera ninguna porquería. Por el contrario, su rostro
infantil se iluminó al recibirla de manos deFred, y, cuando la varita dio un chillido y se
convirtió en un pollo de goma, Bagman prorrumpió en sonoras carcajadas.
—¡Estupendo! ¡Hacía años que no veía ninguna tan buena! ¡Os daré por ella cinco
galeones!
Percy hizo un gesto de pasmo y desaprobación.
—Muchachos —dijo el señor Weasley—, no quiero que apostéis... Eso son todos
vuestros ahorros. Vuestra madre...
—¡No seas aguafiestas, Arthur! —bramó Ludo Bagman, haciendo tintinear con
entusiasmo las monedas de los bolsillos—. ¡Ya tienen edad de saber lo que quieren!
¿Pensáis que ganará Irlanda pero que Krum cogerá la snitch? No tenéis muchas
posibilidades de acertar, muchachos. Os ofreceré una proporción muy alta. Así que
añadiremos cinco galeones por la varita de pega y...
El señor Weasley se dio por vencido cuando Ludo Bagman sacó una libreta y una
pluma del bolsillo y empezó a anotar los nombres de los gemelos.
—¡Gracias! —dijo George, tomando el recibo de pergamino que Bagman le
entregó y metiéndoselo en el bolsillo delantero de la túnica.
Bagman se volvió al señor Weasley muy contento.
—¿Podría tomar un té con vosotros? Estoy buscando a Barty Crouch. Mi homólogo
búlgaro está dando problemas, y no entiendo una palabra de lo que dice. Barty sí podrá:
habla ciento cincuenta lenguas.
—¿El señor Crouch? —dijo Percy, abandonando de pronto su tieso gesto de
reprobación y estremeciéndose palpablemente de entusiasmo—. ¡Habla más de
doscientas! Habla sirenio, duendigonza, trol...
—Todo el mundo es capaz de hablar trol —lo interrumpió Fred con desdén—. No
hay más que señalar y gruñir.
Percy le echó a Fred una mirada muy severa y avivó el fuego para volver a calentar
la tetera.
—¿Sigue sin haber noticias de Bertha Jorkins, Ludo? —preguntó el señor Weasley,
mientras Bagman se sentaba sobre la hierba, entre ellos.
—No ha dado señales de vida —repuso Bagman con toda calma—. Ya volverá. La
pobre Bertha... tiene la memoria como un caldero lleno de agujeros y carece por
completo de sentido de la orientación. Pongo las manos en el fuego a que se ha perdido.
Seguro que regresa a la oficina cualquier día de octubre pensando que todavía es julio.
—¿No crees que habría que enviar ya a alguien a buscarla? —sugirió el señor
Weasley al tiempo que Percy le entregaba a Bagman la taza de té.
—Es lo mismo que dice Barty Crouch —contestó Bagman, abriendo inocentemente
los redondos ojos—. Pero en este momento no podemos prescindir de nadie. ¡Vaya!
¡Hablando del rey de Roma! ¡Barty!
Junto a ellos acababa de aparecerse un mago que no podía resultar más diferente de
Ludo Bagman,el cual se había despatarrado sobre la hierba con su vieja túnica de las
Avispas. Barty Crouch era un hombre mayor de pose estirada y rígida que iba vestido
con corbata y un traje impecablemente planchado. Llevaba la raya del pelo tan recta que
no resultaba natural, y parecía como si se recortara el bigote de cepillo utilizando una
regla de cálculo. Le relucían los zapatos. Harry comprendió enseguida por qué Percy lo
idolatraba: Percy creía ciegamente en la importancia de acatar las normas con total
rigidez, y el señor Crouch había observado de un modo tan escrupuloso la norma de
vestir como muggles que habría podido pasar por el director de un banco. Harry pensó
que ni siquiera tío Vernon se habría dado cuenta de lo que era en realidad.
—Siéntate un rato en el césped, Barty —lo invitó Ludo con su alegría habitual,
dando una palmada en el césped, a su lado.
—No, gracias, Ludo —dijo el señor Crouch, con una nota de impaciencia en la
voz—. Te he buscado por todas partes. Los búlgaros insisten en que tenemos que
ponerles otros doce asientos en la tribuna...
—¿Conque era eso lo que querían? —se sorprendió Bagman—. Pensaba que ese tío
me estaba pidiendo doscientas aceitunas. ¡Qué acento tan endiablado!
—Señor Crouch —dijo Percy sin aliento, inclinado en unaespecie de reverencia
que lo hacia parecer jorobado—, ¿querría tomar una taza de té?
—¡Ah! —contestó el señor Crouch, mirando a Percy con cierta sorpresa—. Sí...
gracias, Weatherby.
A Fred y a George se les atragantó el té de la risa. Percy, rojo como un tomate, se
encargó de servirlo.
—Ah, también tengo que hablar contigo, Arthur —dijo el señor Crouch, fijando en
el padre de Ron sus ojos de lince—. Alí Bashir está en pie de guerra. Quiere comentarte
lo del embargo de alfombras voladoras.
El señor Weasleyexhaló un largo suspiro.
—Justo esta semana pasada le he enviado una lechuza sobre este tema. Se lo he
dicho más de cien veces: las alfombras están definidas como un artefacto muggle en el
Registro de Objetos de Encantamiento Prohibidos. ¿No habrá manera de que lo
entienda?
—Creo que no —reconoció el señor Crouch, tomando la taza que le tendía
Percy—. Está desesperado por exportar a este país.
—Bueno, nunca sustituirán a las escobas en Gran Bretaña, ¿no os parece?
—observó Bagman.
—Alí piensa que en el mercado hay un hueco para el vehículo familiar —repuso el
señor Crouch—. Recuerdo que mi abuelo tenía una Axminster de doce plazas. Por
supuesto, eso fue antes de que las prohibieran.
Lo dijo como si no quisiera dejar duda alguna de que todos sus antepasados habían
respetado escrupulosamente la ley.
—¿Así que has estado ocupado, Barty? —preguntó Bagman en tono jovial.
—Bastante —contestó secamente el señor Crouch—. No es pequeña hazaña
organizar trasladores en los cinco continentes, Ludo.
—Supongo que tanto uno como otro os alegraréis de que esto acabe —comentó el
señor Weasley.
Ludo Bagman se mostró muy asombrado.
—¿Alegrarme? Nunca lo he pasado tan bien... y, además, no se puede decir que no
nos quede de qué preocuparnos. ¿Verdad, Barty? Aún hay mucho que organizar,
¿verdad?
El señor Crouch levantó las cejas mirando a Bagman.
—Hemos acordado no decir nada hasta que todos los detalles...
—¡Ah, los detalles! —dijo Bagman, haciendo un gesto con la mano para echar a un
lado aquella palabra como si fuera una nube de mosquitos—. Han firmado, ¿no es así?
Se han mostrado conformes, ¿no es así? Te apuesto lo que quieras a que muy pronto
estos chicos se enterarán de algún modo. Quiero decir que, como es en Hogwarts donde
va a tener lugar...
—Ludo, te recuerdo que tenemos que buscar a los búlgaros —dijo de forma
cortante el señor Crouch—. Gracias por el té, Weatherby.
Le devolvió a Percy la taza, que continuaba llena, y aguardó a que Ludo se
levantara. Apurando el té que le quedaba, Bagman se puso de pie con esfuerzo
acompañado del tintineo de las monedas que llevaba en los bolsillos.
—¡Hasta luego! —se despidió—. Estaréis conmigo en la tribuna principal. ¡Yo seré
el comentarista! —Saludó con la mano; Barty Crouch hizo un breve gesto con la
cabeza, y tanto uno como otro se desaparecieron.
—¿Qué va a pasar en Hogwarts, papá? —preguntó Fred de inmediato—. ¿A qué se
referían?
—No tardaréis en enteraros —contestó el señor Weasley, sonriendo.
—Es información reservada, hasta que el ministro juzgue conveniente levantar el
secreto —añadió Percy fríamente—. El señor Crouch ha hecho lo adecuado al no querer
revelar nada.
—Cállate, Weatherby —le espetó Fred.
Conforme avanzaba la tarde la emoción aumentaba en el cámping, como una
neblina que se hubiera instalado allí. Al oscurecer, el aire aún estival vibraba de
expectación, y, cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos,
desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse
resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que
surgían por todas partes.
Los vendedores se aparecían a cada paso, con bandejas o empujando carros en los
que llevaban cosas extraordinarias: escarapelas luminosas (verdes de Irlanda, rojas de
Bulgaria) que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color
verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con
leones estampados que rugían realmente; banderas de ambos países que entonaban el
himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban
de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma
de la mano en actitud jactanciosa.
—He ahorrado todo el verano para esto —le dijo Ron a Harry mientras c aminaban
con Hermione entre los vendedores, comprando recuerdos. Aunque Ron se compró un
sombrero con tréboles que se movían y una gran escarapela verde, adquirió también una
figura de Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria. La miniatura de Krumiba
de un lado para otro en la mano de Ron, frunciendo el entrecejo ante la escarapela verde
que tenía delante.
—¡Vaya, mirad esto! —exclamó Harry, acercándose rápidamente hasta un carro
lleno de montones de unas cosas de metal que parecían prismáticos excepto en el detalle
de que estaban llenos de botones y ruedecillas.
—Son omniculares —explicó el vendedor con entusiasmo—. Se puede volver a ver
una jugada... pasarla a cámara lenta, y si quieres te pueden ofrecer un análisis jugada a
jugada. Son una ganga: diez galeones cada uno.
—Ahora me arrepiento de lo que he comprado —reconoció Ron, haciendo un gesto
desdeñoso hacia el sombrero con los tréboles que se movían y contemplando los
omniculares con ansia.
—Deme tres —le dijo Harry al mago con decisión.
—No... déjalo —pidió Ron, poniéndose colorado. Siempre le cohibía el hecho de
que Harry, que había heredado de sus padres una pequeña fortuna, tuviera mucho más
dinero que él.
—Es mi regalo de Navidad —le explicó Harry, poniéndoles a él y a Hermione los
omniculares en la mano—. ¡De los próximos diez años!
—Conforme —aceptó Ron, sonriendo.
—¡Gracias, Harry! —dijo Hermione—. Yo compraré unos programas...
Con los bolsillos considerablemente menos abultados, regresaron a las tiendas. Bill,
Charlie y Ginny llevaban también escarapelas verdes, y el señor Weasley tenía una
bandera de Irlanda. Fred y George no habían comprado nada porque le habían entregado
todo el dinero a Bagman.
Y entonces se oyó el sonido profundo y retumbante de un gong al otro lado del
bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes,
marcando el camino al estadio.
—¡Ya es la hora! —anunció el señor Weasley, tan impaciente como los demás—.
¡Vamos!
8
Los Mundiales de quidditch
Cogieron todo lo que habían comprado y, siguiendo al señor Weasley, se internaron atoda prisa en el bosque por el camino que marcaban los faroles. Oían los gritos, las
risas, los retazos de canciones de los miles de personas que iban con ellos. La atmósfera
de febril emoción se contagiaba fácilmente, y Harry no podía dejar de sonreír.
Caminaron por el bosque hablando y bromeando en voz alta unos veinte minutos, hasta
que al salir por el otro lado se hallaron a la sombra de un estadio colosal. Aunque Harry
sólo podía ver una parte de los inmensos muros dorados que rodeaban el campo de
juego, calculaba que dentro podrían haber cabido, sin apretujones, diez catedrales.
—Hay asientos para cien mil personas —explicó el señor Weasley, observando la
expresión de sobrecogimiento de Harry—. Quinientos funcionarios han estado
trabajando durante todo el año para levantarlo. Cada centímetro del edificio tiene un
repelente mágico de muggles. Cada vez que los muggles se acercan hasta aquí,
recuerdan de repente que tenían una cita en otro lugar y salen pitando... ¡Dios los
bendiga! —añadió en tono cariñoso, encaminándose delante de los demás hacia la
entrada más cercana, que ya estaba rodeada de un enjambre de bulliciosos magos y
brujas.
—¡Asientos de primera! —dijo la bruja del Ministerio apostada ante la puerta, al
comprobar sus entradas—. ¡Tribuna principal! Todo recto escaleras arriba, Arthur,
arriba de todo.
Las escaleras del estadio estaban tapizadas con una suntuosa alfombra de color
púrpura. Subieron con la multitud, que poco a poco iba entrando por las puertas que
daban a las tribunas que había a derecha e izquierda. El grupo del señor Weasley siguió
subiendo hasta llegar al final de la escalera y se encontró en una pequeña tribuna
ubicada en la parte más elevada del estadio, justo a mitad de camino entre los dorados
postes de gol. Contenía unas veinte butacas de color rojo y dorado, repartidas en dos
filas. Harry tomó asiento con los demás en la fila de delante y observó el estadio que
tenían a sus pies, cuyo aspecto nunca hubiera imaginado.
Cien mil magos y brujas ocupaban sus asientos en las gradas dispuestas en torno al
largo campo oval. Todo estaba envuelto en una misteriosa luz dorada que parecía
provenir del mismo estadio. Desde aquella elevada posición, el campo parecía forrado
de terciopelo. A cada extremo se levantaban tres aros de gol, a unos quince metros de
altura. Justo enfrente de la tribuna en que se hallaban, casi a la misma altura de sus ojos,
había un panel gigante. Unas letras de color dorado iban apareciendo en él,como si las
escribiera la mano de un gigante invisible, y luego se borraban. Al fijarse, Harry se dio
cuenta de que lo que se leía eran anuncios que enviaban sus destellos a todo el estadio:
La Moscarda: una escoba para toda la familia: fuerte, segura y con alarma
antirrobo incorporada ... Quitamanchas mágico multiusos de la Señora
Skower: adiós a las manchas, adiós al esfuerzo ... Harapos finos, moda para
magos: Londres, París, Hogsmeade...
Harry apartó los ojos de los anuncios y miró por encima del hombro para ver con
quiénes compartían la tribuna. Hasta entonces no había llegado nadie, salvo una criatura
diminuta que estaba sentada en la antepenúltima butaca de la fila de atrás. La criatura,
cuyas piernas eran tan cortas que apenas sobresalían del asiento, llevaba puesto a modo
de toga un paño de cocina y se tapaba la cara con las manos. Aquellas orejas largas
como de murciélago le resultaron curiosamente familiares...
—¿Dobby? —preguntó Harry, extrañado.
La diminuta figura levantó la cara y separó los dedos, mostrando unos enormes
ojos castaños y una nariz que tenía la misma forma y tamaño que un tomate grande. No
era Dobby... pero no cabía duda de que se trataba de un elfo doméstico, como había sido
Dobby, el amigo de Harry, hasta que éste lo liberó de sus dueños, la familia Malfoy.
—¿El señor acaba de llamarme Dobby? —chilló el elfo de forma extraña, por el
resquicio de los dedos. Tenía una voz aún más aguda que la de Dobby, apenas un
chillido flojo y tembloroso que le hizo suponer a Harry (aunqueera difícil asegurarlo
tratándose de un elfo doméstico) que era hembra. Ron y Hermione se volvieron en sus
asientos para mirar. Aunque Harry les había hablado mucho de Dobby, nunca habían
llegado a verlo personalmente. Incluso el señor Weasley se mostró interesado.
—Disculpe —le dijo Harry a la elfina—, la he confundido con un conocido.
—¡Yo también conozco a Dobby, señor! —chilló la elfina. Se tapaba la cara como
si la luz la cegara, a pesar de que la tribuna principal no estaba excesivamente
iluminada—. Me llamo Winky, señor... y usted, señor... —En ese momento reconoció la
cicatriz de Harry, y los ojos se le abrieron hasta adquirir el tamaño de dos platos
pequeños—. ¡Usted es, sin duda, Harry Potter!
—Sí, lo soy —contestó Harry.
—¡Dobby habla todo el tiempo de usted, señor! —dijo ella, bajando las manos un
poco pero conservando su expresión de miedo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Harry—. ¿Qué tal le sienta la libertad?
—¡Ah, señor! —respondió Winky, moviendo la cabeza de un lado a otro—, no
quisiera faltarle al respeto, señor, pero no estoy segura de que le hiciera un favor a
Dobby al liberarlo, señor.
—¿Por qué? —se extrañó Harry—. ¿Qué le pasa?
—La libertad se le ha subido a la cabeza, señor —dijo Winky con tristeza—. Tiene
raras ideas sobre su condición, señor. No encuentra dónde colocarse, señor.
—¿Por qué no? —inquirió Harry.
Winky bajó el tono de su voz media octava para susurrar:
—Pretende que le paguen por trabajar, señor.
—¿Que le paguen? —repitió Harry, sin entender—. Bueno... ¿por qué no tendrían
que pagarle?
La idea pareció espeluznar a Winky, que cerró los dedos un poco para volver a
ocultar parcialmente el rostro.
—¡A los elfos domésticos no se nos paga, señor! —explicó en un chillido
amortiguado—. No, no, no. Le he dicho a Dobby, se lohe dicho, ve a buscar una buena
familia y asiéntate, Dobby. Se está volviendo un juerguista, señor, y eso es muy
indecoroso en un elfo doméstico. Si sigues así, Dobby, le digo, lo próximo que oiré de ti
es que te han llevado ante el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas
Mágicas, como a un vulgar duende.
—Bueno, ya era hora de que se divirtiera un poco —opinó Harry.
—La diversión no es para los elfos domésticos, Harry Potter —repuso Winky con
firmeza desde detrás de las manos que le ocultaban el rostro—. Los elfos domésticos
obedecen. No soporto las alturas, Harry Potter... —Miró hacia el borde de la tribuna y
tragó saliva—. Pero mi amo me manda venir a la tribuna principal, y vengo, señor.
—¿Por qué te manda venir tu amo si sabe que no soportas las alturas? —preguntó
Harry, frunciendo el entrecejo.
—Mi amo... mi amo quiere que le guarde una butaca, Harry Potter, porque está
muy ocupado —dijo Winky, inclinando la cabeza hacia la butaca vacía que tenía a su
lado—. Winky está deseando volver a la tienda de su amo, Harry Potter, pero Winky
hace lo que le mandan, porque Winky es una buena elfina doméstica.
Aterrorizada, echó otro vistazo al borde de la tribuna, y volvió a taparse los ojos
completamente. Harry se volvió a los otros.
—¿Así queeso es un elfo doméstico? —murmuró Ron—. Son extraños, ¿verdad?
—Dobby era aún más extraño —aseguró Harry.
Ron sacó los omniculares y comenzó a probarlos, mirando con ellos a la multitud
que había abajo, al otro lado del estadio.
—¡Sensacional! —exclamó,girando el botón de retroceso que tenía a un lado—.
Puedo hacer que aquel viejo se vuelva a meter el dedo en la nariz una vez... y otra... y
otra...
Hermione, mientras tanto, leía con interés su programa forrado de terciopelo y
adornado con borlas.
—Antes de que empiece el partido habrá una exhibición de las mascotas de los
equipos —leyó en voz alta.
—Eso siempre es digno de ver —dijo el señor Weasley—. Las selecciones
nacionales traen criaturas de su tierra para que hagan una pequeña exhibición.
Durante la siguiente media hora se fue llenando lentamente la tribuna. El señor
Weasley no paró de estrechar la mano a personas que obviamente eran magos
importantes. Percy se levantaba de un salto tan a menudo que parecía que tuviera un
erizo en el asiento. Cuando llegó Cornelius Fudge, el mismísimo ministro de Magia, la
reverencia de Percy fue tan exagerada que se le cayeron las gafas y se le rompieron.
Muy embarazado, las reparó con un golpe de la varita y a partir de ese momento se
quedó en el asiento, echando miradas de envidia a Harry, a quien Cornelius Fudge
saludó como si se tratara de un viejo amigo. Ya se conocían, y Fudge le estrechó la
mano con ademán paternal, le preguntó cómo estaba y le presentó a los magos que lo
acompañaban.
—Ya sabe, Harry Potter —le dijo muy alto al ministro de Bulgaria, que llevaba una
espléndida túnica de terciopelo negro con adornos de oro y parecía que no entendía una
palabra de inglés—. ¡Harry Potter...! Seguro que lo conoce: el niño que sobrevivió a
Quien-usted-sabe... Tiene que saber quién es...
El búlgaro vio de pronto la cicatriz de Harry y, señalándola, se puso a decir en voz
alta y visiblemente emocionado cosas que nadie entendía.
—Sabía que al final lo conseguiríamos —le dijo Fudge a Harry cansinamente—.
No soy muy bueno en idiomas; para estas cosas tengo que echar mano de Barty Crouch.
Ah, ya veo que su elfina doméstica le está guardando el asiento. Ha hecho bien, porque
estos búlgaros quieren quedarse los mejores sitios para ellos solos... ¡Ah, ahí está
Lucius!
Harry, Ron y Hermione se volvieron rápidamente. Los que se encaminaban hacia
tres asientos aún vacíos de la segunda fila, justo detrás del padre de Ron, no eran otros
que los antiguos amos de Dobby: Lucius Malfoy, su hijo Draco y una mujer que Harry
supuso que sería la madre de Draco.
Harry y Draco Malfoy habían sido enemigos desde su primer día en Hogwarts. De
piel pálida, cara afilada y pelo rubio platino, Draco se parecía mucho a su padre.
También su madre era rubia, alta y delgada, y habría parecido guapa si no hubiera sido
por el gesto de asco de su cara, que daba la impresión de que, justo debajo de la nariz,
tenía algo que olía a demonios.
—¡Ah, Fudge! —dijo el señor Malfoy, tendiendo la mano al llegar ante el ministro
de Magia—. ¿Cómo estás? Me parece que no conoces a mi mujer, Narcisa, ni a nuestro
hijo, Draco.
—¿Cómo está usted?, ¿cómo estás? —saludó Fudge, sonriendo e inclinándose ante
la señora Malfoy—. Permítanme presentarles al señor Oblansk... Obalonsk... al señor...
Bueno, es el ministro búlgaro de Magia, y, como no entiende ni jota de lo que digo, da
lo mismo. Veamos quién más... Supongo que conoces a Arthur Weasley.
Fue un momento muy tenso. El señor Weasley y el señor Malfoy se miraron el uno
al otro, y Harry recordó claramente la última ocasión en que se habían visto: había sido
en la librería Flourish y Blotts, y se habían peleado. Los fríos ojos del señor Malfoy
recorrieron al señor Weasley y luego la fila en que estaba sentado.
—Por Dios, Arthur —dijo con suavidad—, ¿qué has tenido que vender para
comprar entradas en la tribuna principal? Me imagino que no te ha llegado sólo con la
casa.
Fudge, que no escuchaba, dijo:
—Lucius acaba de aportar una generosa contribución para el Hospital San Mungo
de Enfermedades y Heridas Mágicas, Arthur. Ha venido aquí como invitado mío.
—¡Ah... qué bien! —dijo el señor Weasley, con una sonrisa muy tensa.
El señor Malfoy observó a Hermione, que se puso algo colorada pero le devolvió la
mirada con determinación. Harry comprendió qué era lo que provocaba aquella mueca
de desprecio en los labios del señor Malfoy: los Malfoy se enorgullecían de ser de
sangre limpia; lo que quería decir que consideraban de segunda clase a cualquiera que
procediera de familia muggle, como Hermione. Sin embargo, el señor Malfoy no se
atrevió a decir nada delante del ministro de Magia. Con la cabeza hizo un gesto
desdeñoso al señor Weasley, y continuó caminando hasta llegar a sus asientos. También
Draco lanzó a Harry, Ron y Hermione una mirada de desprecio, y luego se sentó entre
sus padres.
—Asquerosos —murmuró Ron cuando él, Harry y Hermione se volvieron de
nuevo hacia el campo de juego.
Un segundo más tarde, Ludo Bagman llegaba a la tribuna principal como si fuera
un indio lanzándose al ataque de un fuerte.
—¿Todos listos? —preguntó. Su redonda cara relucía de emoción como un queso
de bola grande—. Señor ministro, ¿qué le parece si empezamos?
—Cuando tú quieras, Ludo —respondió Fudge complacido.
Ludo sacó la varita, se apuntó con ella a la garganta y dijo:
—¡Sonorus! —Su voz se alzó por encima del estruendo de la multitud que
abarrotaba ya el estadio y retumbó en cada rincón de las tribunas—. Damas y
caballeros... ¡bienvenidos! ¡Bienvenidos a la cuadringentésima vigésima segunda
edición de la Copa del Mundo de quidditch!
Los espectadores gritaron y aplaudieron. Ondearon miles de banderas, y los
discordantes himnos de sus naciones se sumaron al jaleo de la multitud. El enorme
panel que tenían enfrente borró su último anuncio (Grageas multisabores de Bertie
Bott: ¡un peligro en cada bocado!) y mostró a continuación: BULGARIA: 0;
IRLANDA: 0.
—Y ahora, sin más dilación, permítanme que les presente a... ¡las mascotas del
equipo de Bulgaria!
Las tribunas del lado derecho, que eran un sólido bloque de color escarlata,
bramaron su aprobación.
—Me pregunto qué habrán traído —dijo el señor Weasley, inclinándose en el
asiento hacia delante—. ¡Aaah! —De pronto se quitó las gafas y se las limpió a toda
prisa en la tela de la túnica—. ¡Son veelas!
—¿Qué son vee...?
Pero un centenarde veelas acababan de salir al campo de juego, y la pregunta de
Harry quedó respondida. Las veelas eran mujeres, las mujeres más hermosas que Harry
hubiera visto nunca... pero no eran (no podían ser) humanas. Esto lo desconcertó por un
momento, mientrastrataba de averiguar qué eran realmente: qué podía hacer brillar su
piel de aquel modo, con un resplandor plateado; o qué era lo que hacía que, sin que
hubiera viento, el pelo dorado se les abriera en abanico detrás de la cabeza. Pero en
aquel momento comenzó la música, y Harry dejó de preguntarse sobre su carácter
humano. De hecho, no se hizo ninguna pregunta en absoluto.
Las veelas se pusieron a bailar, y la mente de Harry se quedó totalmente en blanco,
sólo ocupada por una suerte de dicha. En ese momento, lo único que en el mundo
merecía la pena era seguir viendo a las veelas; porque, si ellas dejaban de bailar,
ocurrirían cosas terribles...
A medida que las veelas aumentaban la velocidad de su danza, unos pensamientos
desenfrenados, aún indefinidos, se iban apoderando de la aturdida mente de Harry.
Quería hacer algo muy impresionante, y tenía que ser en aquel mismo instante. Saltar
desde la tribuna al estadio parecía una buena idea... pero ¿sería suficiente?
—Harry, ¿qué haces? —le llegó la voz de Hermione desde muy lejos.
Cesó la música. Harry cerró los ojos y volvió a abrirlos. Se había levantado del
asiento, y tenía un pie sobre la pared de la tribuna principal. A su lado, Ron permanecía
inmóvil, en la postura que habría adoptado si hubiera pretendido saltar desde un
trampolín.
El estadio se sumió en gritos de protesta. La multitud no quería que las veelas se
fueran, y lo mismo le pasaba a Harry. Por supuesto, apoyaría a Bulgaria, y apenas
acertaba a comprender qué hacía en su pecho aquel trébol grande y verde. Ron, mientras
tanto, hacía trizas, sin darse cuenta, los tréboles de su sombrero. El señor Weasley,
sonriendo, se inclinó hacia él para quitárselo de las manos.
—Lamentarás haberlos roto en cuanto veas a las mascotas de Irlanda —le dijo.
—¿Eh? —musitó Ron, mirando con la boca abierta a las veelas, que acababan de
alinearse a un lado del terreno de juego.
Hermione chasqueó fuerte la lengua y tiró de Harry para que se volviera a sentar.
—¡Lo que hay que ver! —exclamó.
—Y ahora —bramó la voz de Ludo Bagman—tengan la bondad de alzar sus
varitas para recibir a... ¡las mascotas del equipo nacional de Irlanda!
En aquel momento, lo que parecía ser un cometa de color oro y verde entró en el
estadio como disparado, dio una vuelta al terreno de juego y se dividió en dos cometas
más pequeños que se dirigieron a toda velocidad hacia los postes de gol.
Repentinamente se formó un arco iris que se extendió de un lado a otro del campo de
juego, conectando las dos bolas de luz. La multitud exclamaba «¡oooooooh!» y luego
«¡aaaaaaah!», como si estuviera contemplando un castillo de fuegos de artificio. A
continuación se desvaneció el arco iris, y las dos bolas de luz volvieron a juntarse y se
abrieron: formaron un trébol enorme y reluciente que se levantó en el aire y empezó a
elevarse sobre las tribunas. De él caía algo que parecía una lluvia de oro.
—¡Maravilloso! —exclamó Ron cuando el trébol se elevó sobre el estadio dejando
caer pesadas monedas de oro que rebotaban al dar en los asientos y en las cabezas de la
multitud. Entornando los ojos para ver mejor el trébol, Harry apreció que estaba
compuesto de miles de hombrecitos diminutos con barba y chalecos rojos, cada uno de
los cuales llevaba una diminuta lámpara de color oro o verde.
—¡Son leprechauns! —explicó el señor Weasley, alzando la voz por encima del
tumultuoso aplauso de los espectadores, muchos de los cuales estaban todavía buscando
monedas de oro debajo de los asientos.
—¡Aquí tienes! —dijo Ron muy contento, poniéndole a Harry un montón de
monedas de oro en la mano—. ¡Por los omniculares! ¡Ahora me tendrás que comprar un
regalo de Navidad, je, je!
El enorme trébol se disolvió, los leprechauns se fueron hacia el lado opuesto al que
ocupaban las veelas, y se sentaron con las piernas cruzadas para contemplar el partido.
—Y ahora, damas y caballeros, ¡demos una calurosa bienvenida a la selección
nacional de quidditch de Bulgaria! Con ustedes... ¡Dimitrov!
Una figura vestida de escarlata entró tan rápido montada sobre el palo de su escoba
que sólo se pudo distinguir un borrón en el aire. La afición del equipo de Bulgaria
aplaudió como loca.
—¡Ivanova!
Una nueva figura hizo su aparición zumbando en el aire, igualmente vestida con
una túnica de color escarlata.
—¡Zograf!, ¡Levski!, ¡Vulchanov!, ¡Volkov! yyyyyyyyy... ¡Krum!
—¡Es él, es él! —gritó Ron, siguiendo a Krum con los omniculares. Harry se
apresuró a enfocar los suyos.
Viktor Krum era delgado, moreno y de piel cetrina, con una nariz grande y curva y
cejas negras y muy pobladas. Semejaba una enorme ave de presa. Costaba creer que
sólo tuviera dieciocho años.
—Y recibamos ahora con un cordial saludo ¡a la selección nacional de quidditch de
Irlanda! —bramó Bagman—. Les presento a... ¡Connolly!, ¡Ryan!, ¡Troy!, ¡Mullet!,
¡Moran!, ¡Quigley! yyyyyyyyy...¡Lynch!
Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego. Harry
dio vueltas a una ruedecilla lateral de los omniculares para ralentizar el movimiento de
los jugadores hasta conseguir ver la inscripción «Saeta de Fuego» en cada una de las
escobas y los nombres de los jugadores bordados en plata en la parte de atrás de las
túnicas.
—Y ya por fin, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la
Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!
Entonces, caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con
una túnica dorada que hacía juego con el estadio. Era delgado, pequeño y totalmente
calvo salvo por el bigote, que no tenía nada que envidiar al de tío Vernon. Debajo de
aquel bigote sobresalía un silbato de plata; bajo un brazo llevaba una caja de madera, y
bajo el otro, su escoba voladora. Harry volvió a poner en velocidad normal sus
omniculares y observó atentamente a Mustafá mientras éste montaba en la escoba y
abría la caja con un golpe de la pierna: cuatro bolas quedaron libres en ese momento: la
quaffle, de color escarlata; las dos bludgers negras, y (Harry la vio sólo durante una
fracción de segundo, porque inmediatamente desapareció de la vista) la alada, dorada y
minúscula snitch. Soplando el silbato, Mustafá emprendió el vuelo detrás de las bolas.
—¡Comieeeeeeeeenza el partido! —gritó Bagman—. Todos despegan en sus
escobas y ¡Mullet tiene la quaffle! ¡Troy! ¡Moran! ¡Dimitrov! ¡Mullet de nuevo! ¡Troy!
¡Levski! ¡Moran!
Aquello era quidditch como Harry no había visto nunca. Se apretaba tanto los
omniculares contra los cristales de las gafas que se hacía daño con el puente. La
velocidad de los jugadores era increíble: los cazadores se arrojaban la quaffle unos a
otros tan rápidamente que Bagman apenas tenía tiempo de decir los nombres. Harry
volvió a poner la ruedecilla en posición de «lento», apretó el botón de «jugada a jugada»
que había en la parte de arriba y empezó a ver el juego a cámara lenta, mientras los
letreros de color púrpura brillaban a través de las lentes y el griterío de la multitud le
golpeaba los tímpanos.
Formación de ataque «cabeza de halcón», leyó en el instante en que los tres
cazadores del equipo irlandés se juntaron, con Troy en el centro y ligeramente por
delante de Mullet y Moran, para caer en picado sobre los búlgaros. Finta de Porskov,
indicó el letrero a continuación, cuando Troy hizo como que se lanzaba hacia arriba con
la quaffle, apartando a la cazadora búlgara Ivanova y entregándole la quaffle a Moran.
Uno de los golpeadores búlgaros, Volkov, pegó con su pequeño bate y con todas sus
fuerzas a una bludger que pasaba cerca, lanzándola hacia Moran. Moran se apartó para
evitar la bludger, y la quaffle se le cayó. Levski, elevándose desde abajo, la atrapó.
—¡TROY MARCA! —bramó Bagman, y el estadio entero vibró entre vítores y
aplausos—. ¡Diez a cero a favor de Irlanda!
—¿Qué? —gritó Harry, mirando a un lado y a otro como loco a través de los
omniculares—. ¡Pero si Levski acaba de coger la quaffle!
—¡Harry, si no ves el partido a velocidad normal, te vas a perder un montón de
jugadas! —le gritó Hermione, que botaba en su asiento moviendo los brazos en el aire
mientras Troy daba una vuelta de honor al campo de juego.
Harry miró por encima de los omniculares, y vio que los leprechauns, que
observaban el partido desde las líneas de banda, habían vuelto a elevarse y a formar el
brillante y enorme trébol. Desde el otro lado del campo, las veelas los miraban mal
encaradas.
Enfadado consigo mismo, Harry volvió aponer la ruedecilla en velocidad normal
antes de que el juego se reanudara.
Harry sabía lo suficiente de quidditch para darse cuenta de que los cazadores de
Irlanda eran soberbios. Formaban un equipo perfectamente coordinado, y, por las
posiciones queocupaban, parecía como si cada uno pudiera leer la mente de los otros.
La escarapela que llevaba Harry en el pecho no dejaba de gritar sus nombres: «¡Troy...
Mullet... Moran!» Al cabo de diez minutos, Irlanda había marcado otras dos veces, hasta
alcanzar el treinta a cero, lo que había provocado mareas de vítores atronadores entre su
afición, vestida de verde.
El juego se tomó aún más rápido pero también más brutal. Volkov y Vulchanov,
los golpeadores búlgaros, aporreaban las bludgers con todas sus fuerzas para pegar con
ellas a los cazadores del equipo de Irlanda, y les impedían hacer uso de algunos de sus
mejores movimientos: dos veces se vieron forzados a dispersarse y luego, por fin,
Ivanova logró romper su defensa, esquivar al guardián, Ryan, y marcar el primer tanto
del equipo de Bulgaria.
—¡Meteos los dedos en las orejas! —les gritó el señor Weasley cuando las veelas
empezaron a bailar para celebrarlo.
Harry además cerró los ojos: no quería que su mente se evadiera del juego. Tras
unos segundos,se atrevió a echar una mirada al terreno de juego: las veelas ya habían
dejado de bailar, y Bulgaria volvía a estar en posesión de la quaffle.
—¡Dimitrov! ¡Levski! ¡Dimitrov! Ivanova... ¡ ¡eh!! —bramó Bagman.
Cien mil magos y brujas ahogaron un grito cuando los dos buscadores, Krum y
Lynch, cayeron en picado por en medio de los cazadores, tan veloces como si se
hubieran tirado de un avión sin paracaídas. Harry siguió su descenso con los
omniculares, entrecerrando los ojos para tratar de ver dónde estaba la snitch...
—¡Se van a estrellar! —gritó Hermione a su lado.
Y así parecía... hasta que en el último segundo Viktor Krum frenó su descenso y se
elevó con un movimiento de espiral. Lynch, sin embargo, chocó contra el suelo con un
golpe sordo que se oyó entodo el estadio. Un gemido brotó de la afición irlandesa.
—¡Tonto! —se lamentó el señor Weasley—. ¡Krum lo ha engañado!
—¡Tiempo muerto! —gritó la voz de Bagman—. ¡Expertos medimagos tienen que
salir al campo para examinar a Aidan Lynch!
—Estará bien, ¡sólo ha sido un castañazo! —le dijo Charlie en tono tranquilizador a
Ginny, que se asomaba por encima de la pared de la tribuna principal, horrorizada—.
Que es lo que andaba buscando Krum, claro...
Harry se apresuró a apretar el botón de retroceso y luego el de «jugada a jugada» en
sus omniculares, giró la ruedecilla de velocidad, y se los puso otra vez en los ojos.
Vio de nuevo, esta vez a cámara lenta, a Krum y Lynch cayendo hacia el suelo.
Amago de Wronski: un desvío del buscador muy peligroso, leyó en las letras de color
púrpura impresas en la imagen. Vio que el rostro de Krum se contorsionaba a causa de
la concentración cuando, justo a tiempo, se frenaba para evitar el impacto, mientras
Lynch se estrellaba, y comprendió que Krum no había visto la snitch: sólo se había
lanzado en picado para engañar a Lynch y que lo imitara. Harry no había visto nunca a
nadie volar de aquella manera. Krum no parecía usar una escoba voladora: se movía con
tal agilidad que más bien parecía ingrávido. Harry volvió a ponersus omniculares en
posición normal, y enfocó a Krum, que volaba en círculos por encima de Lynch, a quien
en esos momentos los medimagos trataban de reanimar con tazas de poción. Enfocando
aún más de cerca el rostro de Krum, Harry vio cómo sus oscuros ojos recorrían el
terreno que había treinta metros más abajo. Estaba aprovechando el tiempo para buscar
la snitch sin la interferencia de otros jugadores.
Finalmente Lynch se incorporó, en medio de los vítores de la afición del equipo de
Irlanda, montó en la Saeta de Fuego y, dando una patada en la hierba, levantó el vuelo.
Su recuperación pareció otorgar un nuevo empuje al equipo de Irlanda. Cuando Mustafá
volvió a pitar, los cazadores se pusieron a jugar con una destreza que Harry no había
visto nunca.
En otros quince minutos trepidantes, Irlanda consiguió marcar diez veces más.
Ganaban por ciento treinta puntos a diez, y los jugadores comenzaban a jugar de manera
más sucia.
Cuando Mullet, una vez más, salió disparada hacia los postes de gol aferrando la
quaffle bajo el brazo, el guardián del equipo búlgaro, Zograf, salió a su encuentro. Fuera
lo que fuera lo que sucedió, ocurrió tan rápido que Harry no pudo verlo, pero un grito de
rabia brotó de la afición de Irlanda, y el largo y vibrante pitido de Mustafá indicó falta.
—Y Mustafá está reprendiendo al guardián búlgaro por juego violento... ¡Excesivo
uso de los codos! —informó Bagman a los espectadores, por encima de su clamor—.
Y... ¡sí, señores, penalti favorable a Irlanda!
Los leprechauns, que se habían elevado en el aire, enojados como un enjambre de
avispas cuando Mullet había sufrido la falta, se apresuraron en aquel momento a formar
las palabras: «¡JA, JA, JA!» Las veelas, al otro lado del campo, se pusieron de pie de un
salto, agitaron de enfado sus melenas y volvieron a bailar.
Todos a una, los chicos Weasley y Harry se metieron los dedos en los oídos; pero
Hermione, que no se había tomado la molestia de hacerlo, no tardó en tirar a Harry del
brazo. Él se volvió hacia ella, y Hermione, con un gesto de impaciencia, le quitó los
dedos de las orejas.
—¡Fíjate en el árbitro! —le dijo riéndose.
Harry miró el terreno de juego. Hasán Mustafá había aterrizado justo delante de las
veelas y se comportaba de una manera muy extraña: flexionaba los músculos y se
atusaba nerviosamente el bigote.
—¡No, esto sí que no! —dijo Ludo Bagman, aunque parecía que le hacía mucha
gracia—. ¡Por favor, que alguien le dé una palmada al árbitro!
Un medimago cruzó a toda prisa el campo, tapándose los oídos con los dedos, y le
dio una patada a Mustafá en la espinilla. Mustafá volvió en sí. Harry, mirando por los
omniculares, advirtió que parecía muy embarazado y que les estaba gritando a las
veelas, que habían dejado de bailar y adoptaban ademanes rebeldes.
—Y, si no me equivoco, ¡Mustafá está tratando de expulsar a las mascotas del
equipo búlgaro! —explicó la voz de Bagman—. Esto es algo que no habíamos visto
nunca... ¡Ah, la cosa podría ponerse fea...!
Y, desde luego, se puso fea: los golpeadores del equipo de Bulgaria, Volkov y
Vulchanov, habían tomado tierra uno a cada lado de Mustafá, y discutían con él
furiosamente señalando hacia los leprechauns, que acababan de formar las palabras:
«¡JE, JE, JE!» Pero a Mustafá no lo cohibían los búlgaros: señalaba al aire con el dedo,
claramente pidiéndoles que volvieran al juego, y, como ellos no le hacían caso, dio dos
breves soplidos al silbato.
—¡Dos penaltis a favor de Irlanda! —gritó Bagman, y la afición del equipo búlgaro
vociferó de rabia—. Será mejor que Volkov y Vulchanov regresen a sus escobas... Sí...
ahí van... Troy toma la quaffle...
A partir de aquel instante el juego alcanzó nuevos niveles de ferocidad. Los
golpeadores de ambos equipos jugaban sin compasión: Volkov y Vulchanov, en
especial, no parecían preocuparse mucho si en vez de a las bludgers golpeaban con los
bates a los jugadores irlandeses. Dimitrov se lanzó hacia Moran, que estaba en posesión
de la quaffle, y casi la derriba de la escoba.
—¡Falta! —corearon los seguidores del equipo de Irlanda todos a una, yal
levantarse a la vez, con su color verde, semejaron una ola.
—¡Falta! —repitió la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman—. Dimitrov
pretende acabar con Moran... volando deliberadamente para chocar con ella... Eso será
otro penalti... ¡Sí, ya oímos el silbato!
Los leprechauns habían vuelto a alzarse en el aire, y formaron una mano gigante
que hacía un signo muy grosero dedicado a las veelas que tenían enfrente. Entonces las
veelas perdieron el control. Se lanzaron al campo y arrojaron a los duendes lo que
parecían puñados de fuego. A través de sus omniculares, Harry vio que su aspecto ya no
era bello en absoluto. Por el contrario, sus caras se alargaban hasta convertirse en
cabezas de pájaro con un pico temible y afilado, y unas alas largas y escamosas les
nacían de los hombros.
—¡Por eso, muchachos —gritó el señor Weasley para hacerse oír por encima del
tumulto—, es por lo que no hay que fijarse sólo en la belleza!
Los magos del Ministerio se lanzaron en tropel al terreno de juego para separar a
lasveelas y los leprechauns, pero con poco éxito. Y la batalla que tenía lugar en el suelo
no era nada comparada con la del aire. Harry movía los omniculares de un lado para
otro sin parar porque la quaffle cambiaba de manos a la velocidad de una bala.
—Levski... Dimitrov... Moran... Troy... Mullet... Ivanova... De nuevo Moran...
Moran... ¡Y MORAN CONSIGUE MARCAR!
Pero apenas se pudieron oír los vítores de la afición irlandesa, tapados por los
gritos de las veelas, los disparos de las varitas de los funcionarios y los bramidos de
furia de los búlgaros. El juego se reanudó enseguida: primero Levski se hizo con la
quaffle, luego Dimitrov...
Quigley, el golpeador irlandés, le dio a una bludger que pasaba a su lado y la lanzó
con todas sus fuerzas contra Krum,que no consiguió esquivarla a tiempo: le pegó de
lleno en la cara.
La multitud lanzó un gruñido ensordecedor. Parecía que Krum tenía la nariz rota,
porque la cara estaba cubierta de sangre, pero Mustafá no hizo uso del silbato. La
jugada lo había pilladodistraído, y Harry no podía reprochárselo: una de las veelas le
había tirado un puñado de fuego, y la cola de su escoba se encontraba en llamas.
Harry estaba deseando que alguien interrumpiera el partido para que pudieran
atender a Krum. Aunque estuvierade parte de Irlanda, Krum le seguía pareciendo el
mejor jugador del partido. Obviamente, Ron pensaba lo mismo.
—¡Esto tiene que ser tiempo muerto! No puede jugar en esas condiciones, míralo...
—¡Mira a Lynch! —le contestó Harry.
El buscador irlandés habíaempezado a caer repentinamente, y Harry comprendió
que no se trataba del «Amago de Wronski»: aquello era de verdad.
—¡Ha visto la snitch! —gritó Harry—. ¡La ha visto! ¡Míralo!
Sólo la mitad de los espectadores parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La
afición irlandesa se levantó como una ola verde, gritando a su buscador... pero Krum fue
detrás. Harry no sabía cómo conseguía ver hacia dónde se dirigía. Iba dejando tras él un
rastro de gotas de sangre, pero se puso a la par de Lynch, y ambos se lanzaron de nuevo
hacia el suelo...
—¡Van a estrellarse! —gritó Hermione.
—¡Nada de eso! —negó Ron.
—¡Lynch sí! —gritó Harry.
Y acertó. Por segunda vez, Lynch chocó contra el suelo con una fuerza tremenda, y
una horda de veelas furiosas empezó a darle patadas.
—La snitch, ¿dónde está la snitch? —gritó Charlie, desde su lugar en la fila.
—¡La tiene...! ¡Krum la tiene...! ¡Ha terminado! —gritó Harry.
Krum, que tenía la túnica roja manchada con la sangre que le caía de la nariz, se
elevaba suavemente en el aire, con el puño en alto y un destello de oro dentro de la
mano.
El tablero anunció «BULGARIA: 160; IRLANDA: 170» a la multitud, que no
parecía haber comprendido lo ocurrido. Luego, despacio, como si acelerara un enorme
Jumbo, un bramido se alzó entre la afición del equipo de Irlanda, y fue creciendo más y
más hasta convertirse en gritos de alegría.
—¡IRLANDA HA GANADO! —voceó Bagman, que, como los mismos
irlandeses, parecía desconcertado por el repentino final del juego—. ¡KRUM HA
COGIDO LA SNITCH, PERO IRLANDA HA GANADO! ¡Dios Santo, no creo que
nadie se lo esperara!
—¿Y para qué ha cogido la snitch? —exclamó Ron, al mismo tiempo que daba
saltos en su asiento, aplaudiendo con las manos elevadas por encima de la cabeza—. ¡El
muy idiota ha dado por finalizadoel juego cuando Irlanda les sacaba ciento sesenta
puntos de ventaja!
—Sabía que nunca conseguirían alcanzarlos —le respondió Harry, gritando para
hacerse oír por encima del estruendo, y aplaudiendo con todas sus fuerzas—: los
cazadores del equipo de Irlanda son demasiado buenos. Quiso terminar lo mejor posible,
eso es todo...
—Ha estado magnífico, ¿verdad? —dijo Hermione, inclinándose hacia delante para
verlo aterrizar, mientras un enjambre de medimagos se abría camino hacia él entre los
leprechauns y las veelas, que seguían peleándose—. Está hecho una pena...
Harry volvió a mirar por los omniculares. Era difícil ver lo que ocurría en aquel
momento, porque los leprechauns zumbaban de un lado para otro por el terreno de
juego, pero consiguió divisar a Krum entre los medimagos. Parecía más hosco que
nunca, y no les dejaba ni que le limpiaran la sangre. Sus compañeros lo rodeaban,
moviendo la cabeza de un lado a otro y con aspecto abatido. A poca distancia, los
jugadores del equipo de Irlanda bailaban de alegría bajo una lluvia de oro que les
arrojaban sus mascotas. Por todo el estadio se agitaban las banderas, y el himno
nacional de Irlanda atronaba en cada rincón. Las veelas recuperaron su aspecto habitual,
nuevamente hermosas, aunque tristes.
—«Vueno», hemos luchado «vrravamente» —dijo detrás de Harry una voz
lúgubre. Miró hacia atrás: era el ministro búlgaro de Magia.
—¡Usted habla nuestro idioma! —dijo Fudge, ofendido—. ¡Y me ha tenido todo el
día comunicándome por gestos!
—«Vueno», eso fue muy «divertida» —dijo el ministro búlgaro, encogiéndose de
hombros.
—¡Y mientras la selección irlandesa da una vuelta de honor al campo, escoltada
por sus mascotas, llega a la tribuna principal la Copa del Mundo de quidditch! —voceó
Bagman.
A Harry lo deslumbró de repente una cegadora luz blanca que bañó mágicamente la
tribuna en que se hallaban, para que todo el mundo pudiera ver el interior. Entornando
los ojos y mirando hacia la entrada, pudo distinguir a dos magos que llevaban, jadeando,
una gran copa de oro que entregaron a Cornelius Fudge, el cual aún parecía muy
contrariado por haberse pasado el día comunicándose por señas sin razón.
—Dediquemos un fuerte aplauso a los caballerosos perdedores: ¡la selección de
Bulgaria! —gritó Bagman.
Y, subiendo por la escalera, llegaron hasta la tribuna los siete derrotados jugadores
búlgaros. Abajo, la multitud aplaudía con aprecio. Harry vio miles y miles de
omniculares apuntando en dirección a ellos.
Uno a uno, los búlgaros desfilaron entre las butacas de la tribuna, y Bagman los fue
nombrando mientras estrechaban la mano de su ministro y luego la de Fudge. Krum,
que estaba en último lugar, tenía realmente muy mal aspecto. Los ojos negros relucían
en medio del rostro ensangrentado. Todavía agarraba la snitch. Harry percibió que en
tierra sus movimientos parecían menos ágiles. Era un poco patoso y caminaba
cabizbajo. Pero, cuando Bagman pronunció el nombre de Krum, el estadio entero le
dedicó una ovación ensordecedora.
Y a continuación subió el equipo de Irlanda. Moran yConnolly llevaban a Aidan
Lynch. El segundo batacazo parecía haberlo aturdido, y tenía los ojos desenfocados.
Pero sonrió muy contento cuando Troy y Quigley levantaron la Copa en el aire y la
multitud expresó estruendosamente su aprobación. A Harry le dolían las manos de tanto
aplaudir.
Al final, cuando la selección irlandesa bajó de la tribuna para dar otra vuelta de
honor sobre las escobas (Aidan Lynch montado detrás de Connolly, agarrándose con
fuerza a su cintura y todavía sonriendo como aturdido), Bagman se apuntó con la varita
a la garganta y susurró: ¡Quietus!
—Se hablará de esto durante años —dijo con la voz ronca—. Ha sido un giro
verdaderamente inesperado. Es una pena que no haya durado más... Ah, ya... ya...
¿Cuánto os debo?
Fred y George acababan de subirse sobre los respaldos de sus butacas y
permanecían frente a Ludo Bagman con una amplia sonrisa y la mano tendida hacia él.
9
La Marca Tenebrosa
—No le digáis a vuestra madre que habéis apostado —imploró a Fred y George el señor Weasley,bajando despacio por la escalera alfombrada de púrpura.
—No te preocupes, papá —respondió Fred muy alegre—. Tenemos grandes planes
para este dinero, y no queremos que nos lo confisquen.
Por un momento dio la impresión de que el señor Weasley iba a preguntar qué
grandes planes eran aquéllos; pero, tras reflexionar un poco, pareció decidir que prefería
no saberlo.
Pronto se vieron rodeados por la multitud que abandonaba el estadio para regresar a
las tiendas de campaña. El aire de la noche llevaba hasta ellos estridentes cantos
mientras volvían por el camino iluminado de farolas, y los leprechauns no paraban de
moverse velozmente por encima de sus cabezas, riéndose a carcajadas y agitando sus
faroles. Cuando por fin llegaron a las tiendas, nadie tenía sueño y, dada la algarabía que
había en torno a ellos, el señor Weasley consintió en que tomaran todos juntos una
última taza de chocolate con leche antes de acostarse. No tardaron en enzarzarse en una
agradable discusión sobre el partido. El señor Weasleyse mostró en desacuerdo con
Charlie en lo referente al comportamiento violento, y no dio por finalizado el análisis
del partido hasta que Ginny se cayó dormida sobre la pequeña mesa, derramando el
chocolate por el suelo. Entonces los mandó a todos a dormir. Hermione y Ginny se
metieron en su tienda, y Harry y el resto de los Weasley se pusieron el pijama y se
subieron cada uno a su litera. Desde el otro lado del campamento llegaba aún el eco de
cánticos y de ruidos extraños.
—¡Cómo me alegro de haber librado hoy! —murmuró el señor Weasley ya medio
dormido—. No me haría ninguna gracia tener que decirles a los irlandeses que se acabó
la fiesta.
Harry, que se había acostado en una de las literas superiores, encima de Ron, estaba
boca arriba observando la lona del techo de la tienda, en la que de vez en cuando
resplandecían los faroles de los leprechauns. Repasaba algunas de las jugadas más
espectaculares de Krum, y se moría de ganas de volver a montar en su Saeta de Fuego y
probar el «Amago de Wronski». Oliver Wood no había logrado nunca transmitir con sus
complejos diagramas la sensación de aquella jugada... Harry se imaginó a sí mismo
vistiendo una túnica con su nombre bordado a la espalda e intentó representarse la
sensación de oír la ovación de una multitud de cien mil personas cuando Ludo Bagman
pronunciaba su nombre ante el estadio: «¡Y con ustedes... Potter!»
Harry no llegaría a saber a ciencia cierta si se había dormido o no (sus fantasías de
vuelos en escoba al estilo de Krum podrían muy bien haberacabado siendo auténticos
sueños); lo único que supo fue que, de repente, el señor Weasley estaba gritando.
—¡Levantaos! ¡Ron, Harry... deprisa, levantaos, es urgente!
Harry se incorporó de un salto y se golpeó la cabeza con la lona del techo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Intuyó que algo malo ocurría, porque los ruidos del campamento parecían distintos.
Los cánticos habían cesado. Se oían gritos, y gente que corría.
Bajó de la litera y cogió su ropa, pero el señor Weasley, que se había puesto los
vaqueros sobre el pijama, le dijo:
—No hay tiempo, Harry... Coge sólo tu chaqueta y sal... ¡rápido!
Harry obedeció y salió a toda prisa de la tienda, delante de Ron.
A la luz de los escasos fuegos que aún ardían, pudo ver a gente que corría hacia el
bosque, huyendo de algo que se acercaba detrás, por el campo, algo que emitía extraños
destellos de luz y hacía un ruido como de disparos de pistola. Llegaban hasta ellos
abucheos escandalosos, carcajadas estridentes y gritos de borrachos. A continuación,
apareció una fuerte luz de color verde que iluminó la escena.
A través del campo marchaba una multitud de magos, que iban muy apretados y se
movían todos juntos apuntando hacia arriba con las varitas. Harry entornó los ojos para
distinguirlos mejor. Parecía que no tuvieran rostro, pero luego comprendió que iban
tapados con capuchas y máscaras. Por encima de ellos, en lo alto, flotando en medio del
aire, había cuatro figuras que se debatían y contorsionaban adoptando formas grotescas.
Era como si los magos enmascarados que iban por el campo fueran titiriteros y los que
flotaban en el aire fueran sus marionetas, manejadas mediante hilos invisibles que
surgían de las varitas. Dos de las figuras eran muy pequeñas.
Al grupo se iban juntando otros magos, que reían y apuntaban también con sus
varitas a las figuras del aire. La marcha de la multitud arrollaba las tiendas de campaña.
En una o dos ocasiones, Harry vio a alguno de los que marchaban destruir con un rayo
originado en su varita alguna tienda que le estorbaba el paso. Varias se prendieron. El
griterío iba en aumento.
Las personas que flotaban en el aire resultaron repentinamente iluminadas al pasar
por encima de una tienda de campaña que estaba en llamas, y Harry reconoció a una de
ellas: era el señor Roberts, el gerente del cámping. Los otros tres bien podían ser su
mujer y sus hijos. Con la varita, uno de los de la multitud hizo girar a la señora Roberts
hasta que quedó cabeza abajo: su camisón cayó entonces para revelar unas grandes
bragas. Ella hizo lo que pudo para taparse mientras la multitud, abajo, chillaba y
abucheaba alegremente.
—Dan ganas de vomitar —susurró Ron, observando al más pequeño de los niños
muggles, que había empezado a dar vueltas como una peonza, a veinte metros de altura,
con la cabeza caída y balanceándose de lado a lado como si estuviera muerto—. Dan
verdaderas ganas de vomitar...
Hermione y Ginny llegaron a toda prisa, poniéndose la bata sobre el camisón, con
el señor Weasley detrás. Al mismo tiempo salieron de la tienda de los chicos Bill,
Charlie y Percy, completamente vestidos, arremangados y con las varitas en la mano.
—Vamos a ayudar al Ministerio —gritó el señor Weasley por encima de todo aquel
ruido, arremangándose él también—. Vosotros id al bosque, y no os separéis. ¡Cuando
hayamos solucionado esto iré a buscaros!
Bill, Charlie y Percy se precipitaron al encuentro de la multitud. El señor Weasley
corrió tras ellos. Desde todos los puntos, los magos del Ministerio se dirigían a la fuente
del problema. La multitud que había bajo la familia Roberts se acercaba cada vez más.
—Vamos —dijo Fred, cogiendo a Ginny de la mano y tirando de ella hacia el
bosque.
Harry, Ron, Hermione y George los siguieron. Al llegar a los primeros árboles
volvieron la vista atrás. La multitud seguía creciendo. Distinguieron a los magos del
Ministerio, que intentaban introducirse por entre el numeroso grupo para llegar hasta los
encapuchados que iban en el centro: les estaba costando trabajo. Debían de tener miedo
de lanzar algún embrujo que tuviera como consecuencia la caída al suelo de la familia
Roberts.
Las farolas de colores que habían iluminado el camino al estadio estaban apagadas.
Oscuras siluetas daban tumbos entre los árboles, y se oía el llanto de niños; a su
alrededor, en el frío aire de la noche, resonaban gritos de ansiedad y voces aterrorizadas.
Harry avanzaba con dificultad, empujado de un lado y de otro por personas cuyos
rostros no podía distinguir. De pronto oyó a Ron gritar de dolor.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hermione nerviosa, deteniéndose tan de repente
que Harry chocó con ella—. ¿Dónde estás, Ron? Qué idiotez... ¡Lumos!
La varita se encendió, y su haz de luz se proyectó en el camino. Ron estaba echado
en el suelo.
—He tropezado con la raíz de un árbol —dijo de malhumor, volviendo aponerse
en pie.
—Bueno, con pies de ese tamaño, lo difícil sería no tropezar —dijo detrás de ellos
una voz que arrastraba las palabras.
Harry, Ron y Hermione se volvieron con brusquedad. Draco Malfoy estaba solo,
cerca de ellos, apoyado tranquilamente en un árbol. Tenía los brazos cruzados y parecía
que había estado contemplando todo lo sucedido desde un hueco entre los árboles.
Ron mandó a Malfoy a hacer algo que, como bien sabía Harry, nunca habría dicho
delante de su madre.
—Cuida esa lengua, Weasley —le respondió Malfoy, con un brillo en los ojos—.
¿No sería mejor que echarais a correr? No os gustaría que la vieran, supongo...
Señaló a Hermione con un gesto de la cabeza, al mismo tiempo que desde el
cámping llegaba un sonido como de una bomba y un destello de luz verde iluminaba por
un momento los árboles que había a su alrededor.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Hermione desafiante.
—Que van detrás de los muggles, Granger —explicó Malfoy—. ¿Quieres ir por el
aire enseñando las bragas? No tienes más que darte una vuelta... Vienen hacia aquí, y
les divertiría muchísimo.
—¡Hermione es bruja! —exclamó Harry.
—Sigue tu camino, Potter —dijo Malfoy sonriendo maliciosamente—. Pero si
crees que no pueden distinguir a un sangre sucia, quédate aquí.
—¡Te voya lavar la boca! —gritó Ron. Todos los presentes sabían que sangre
sucia era una denominación muy ofensiva para referirse a un mago o bruja que tenía
padres muggles.
—No importa, Ron —dijo Hermione rápidamente, agarrándolo del brazo para
impedirle que se acercara a Malfoy.
Desde el otro lado de los árboles llegó otra explosión, más fuerte que cualquiera de
las anteriores. Cerca de ellos gritaron algunas personas.
Malfoy soltó una risita.
—Qué fácil es asustarlos, ¿verdad? —dijo con calma—. Supongo que papá os dijo
que os escondierais. ¿Qué pretende? ¿Rescatar a los muggles?
—¿Dónde están tus padres? —preguntó Harry, a quien le hervía la sangre—.
Tendrán una máscara puesta, ¿no?
Malfoy se volvió hacia Harry, sin dejar de sonreír.
—Bueno, si así fuera, me temo que no te lo diría, Potter.
—Venga, vámonos —los apremió Hermione, arrojándole a Malfoy una mirada de
asco—. Tenemos que buscar a los otros.
—Mantén agachada tu cabezota, Granger —dijo Malfoy con desprecio.
—Vámonos —repitió Hermione, y arrastró a Ron y a Harry de nuevo al camino.
—¡Os apuesto lo que queráis a que su padre es uno de los enmascarados!
—exclamó Ron, furioso.
—¡Bueno, con un poco de suerte, el Ministerio lo atrapará! —repuso Hermione
enfáticamente—. ¿Dónde están los otros?
Fred, George y Ginny habían desaparecido, aunque el camino estaba abarrotado de
gente que huía sin dejar de echar nerviosas miradas por encima del hombro hacia el
campamento.
Un grupo de adolescentes en pijama discutía a voces, un poco apartados del
camino. Al ver a Harry, Ron y Hermione, una muchacha de pelo espeso y rizado se
volvió y les preguntó rápidamente:
—Où est Madame Maxime? Nous l’avons perdue...
—Eh... ¿qué? —preguntó Ron.
—¡Oh...!
La muchacha que acababa de hablar le dio la espalda, y, cuandoreemprendieron la
marcha, la oyeron decir claramente:
—«Ogwarts.»
—Beauxbatons —murmuró Hermione.
—¿Cómo? —dijo Harry.
—Que deben de ser de Beauxbatons —susurró Hermione—. Ya sabéis: la
Academia de Magia Beauxbatons... He leído algunas cosas sobre ella en Evaluación de
la educación mágica en Europa.
—Ah... Ya... —respondió Harry.
—Fred y George no pueden haber ido muy lejos —dijo Ron, que sacó la varita
mágica, la encendió como la de Hermione y entrecerró los ojos para ver mejor a lo largo
del camino.
Harry buscó la suya en los bolsillos de la chaqueta, pero no la encontró. Lo único
que había en ellos eran los omniculares.
—No, no lo puedo creer... ¡He perdido la varita!
—¿Bromeas?
Ron y Hermione levantaron las suyas lo suficiente para iluminar el terreno a cierta
distancia. Harry miró a su alrededor, pero no había ni rastro de la varita.
—A lo mejor te la has dejado en la tienda —dijo Ron.
—O tal vez se te ha caído del bolsillo mientras corríamos —sugirió Hermione,
nerviosa.
—Sí —respondió Harry—, tal vez...
No solía separarse de su varita cuando estaba en el mundo mágico, y hallarse sin
ella en aquella situación lo hacía sentirse muy vulnerable.
Un crujido los asustó a los tres. Winky, la elfina doméstica, intentaba abrirse paso
entre unos matorrales. Se movía de manera muy rara, con mucha dificultad, como si una
mano invisible la sujetara por la espalda.
—¡Hay magos malos por ahí! —chilló como loca, mientras se inclinaba hacia
delante y trataba de seguir corriendo—. ¡Gente en lo alto! ¡En lo alto del aire! ¡Winky
prefiere desaparecer de la vista!
Y se metió entre los árboles del otro lado del camino, jadeando y chillando como si
tratara de vencer la fuerza que la empujaba hacia atrás.
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Ron, mirando con curiosidad a Winky mientras
ella escapaba—. ¿Por qué no puede correr con normalidad?
—Me imagino que no le dieron permiso para esconderse —explicó Harry. Se
acordó de Dobby: cada vez que intentaba hacer algo que a los Malfoy no les hubiera
gustado, se veía obligado a golpearse.
—¿Sabéis? ¡Los elfos domésticos llevan una vida muy dura! —dijo, indignada,
Hermione—. ¡Es esclavitud, eso es lo que es! Ese señor Crouch la hizo subir a lo alto
del estadio, aunque a ella la aterrorizara, ¡y la ha embrujado para que ni siquiera pueda
correr cuando aquéllos están arrasando las tiendas de campaña! ¿Por qué nadie hace
nada al respecto?
—Bueno, los elfos son felices así, ¿no? —observó Ron—. Ya oíste a Winky antes
del partido: «La diversión no es para los elfos domésticos...» Eso eslo que le gusta, que
la manden.
—Es gente como tú, Ron —replicó Hermione, acalorada—, la que mantiene estos
sistemas injustos y podridos, simplemente porque son demasiado perezosos para...
Oyeron otra fuerte explosión proveniente del otro lado del bosque.
—¿Qué tal si seguimos? —propuso Ron.
Harry lo vio dirigir una mirada inquieta a Hermione. Tal vez fuera cierto lo que
Malfoy les había dicho. Tal vez Hermione corría más peligro que ellos. Reemprendieron
la marcha. Harry seguía revolviendo en los bolsillos, aunque sabía que la varita no
estaba allí.
Siguieron el oscuro camino internándose en el bosque más y más, todavía tratando
de encontrar a Fred, George y Ginny. Pasaron junto a unos duendes que se reían a
carcajadas, reunidos alrededor de una bolsa demonedas de oro que sin duda habían
ganado apostando en el partido, y que no parecían dar ninguna importancia a lo que
ocurría en el cámping. Poco después llegaron a una zona iluminada por una luz
plateada, y al mirar por entre los árboles vieron a tres veelas altas y hermosas de pie en
un claro del bosque, rodeadas por un grupo de jóvenes magos que hablaban a voces.
—Yo gano cien bolsas de galeones al año —gritaba uno de ellos—. Me dedico a
matar dragones a cuenta de la Comisión para las Criaturas Peligrosas.
—De eso nada —le gritó su amigo—: tú te dedicas a lavar platos en el Caldero
Chorreante. Pero yo soy cazador de vampiros. Hasta ahora he matado a unos noventa...
Un tercer joven, cuyos granos eran visibles incluso a la tenue luz plateada que
emitían las veelas, lo cortó:
—Yo estoy a punto de convertirme en el ministro de Magia más joven de todos los
tiempos.
A Harry le hizo mucha gracia porque reconoció al de los granos. Se llamaba Stan
Shunpike, y en realidad era cobrador en un autobús de tres pisosllamado autobús
noctámbulo.
Se volvió para decírselo a Ron, pero vio que éste había adoptado una extraña
expresión relajada, y un segundo después su amigo decía en voz muy alta:
—¿Os he contado que he inventado una escoba para ir a Júpiter?
—¡Lo que hay que oír! —exclamó Hermione con un resoplido, y entre ella y Harry
agarraron firmemente a Ron de los brazos, le dieron media vuelta y siguieron
caminando. Para cuando las voces de las veelas y sus tres admiradores se habían
apagado, se encontraban en lo másprofundo del bosque. Estaban solos, y todo parecía
mucho más silencioso.
Harry miró a su alrededor.
—Creo que podríamos aguardar aquí. Podemos oír a cualquiera a un kilómetro de
distancia.
Apenas había acabado de decirlo cuando Ludo Bagman salió de detrásde un árbol,
justo delante de ellos.
Incluso a la débil luz de las dos varitas, Harry pudo apreciar que Bagman estaba
muy cambiado. Había perdido su aspecto alegre, su rostro ya no tenía aquel color
sonrosado y parecía como si le hubieran quitado los muelles de los pies. Se lo veía
pálido y tenso.
—¿Quién está ahí? —dijo pestañeando y tratando de distinguir sus rostros—. ¿Qué
hacéis aquí solos?
Se miraron unos a otros, sorprendidos.
—Bueno, en el campamento hay una especie de disturbio —explicó Ron.
Bagman lo miró.
—¿Qué?
—El cámping. Unos cuantos han atrapado a una familia de muggles...
Bagman lanzó un juramento.
—¡Maldición! —dijo, muy preocupado, y sin otra palabra desapareció haciendo
«¡plin!».
—No se puede decir que el señor Bagman esté a la última, ¿verdad? —observó
Hermione frunciendo el entrecejo.
—Pero fue un gran golpeador —puntualizó Ron, que salió del camino para
dirigirse a un pequeño claro; se sentó en la hierba seca, al pie de un árbol—. Las
Avispas de Wimbourne ganaron la liga tres veces consecutivas estando él en el equipo.
Se sacó del bolsillo la pequeña figura de Krum, lo posó en el suelo y lo observó
caminar durante un rato.
Como el auténtico Krum, la miniatura resultaba un poco patosa y encorvada,
mucho menos impresionante sobre sus pies que montado en una escoba. Harry
permanecía atento a cualquier ruido que llegara del cámping. Todo parecía tranquilo: tal
vez el jaleo hubiera acabado.
—Espero que los otros estén bien —dijo Hermione después de un rato.
—Estarán bien —afirmó Ron.
—¿Te imaginas que tu padre atrapa a Lucius Malfoy? —dijo Harry, sentándose al
lado de Ron y contemplando la desgarbada miniatura de Krum sobre las hojas caídas en
el suelo—. Siempre ha dicho que le gustaría pillarlo.
—Eso borraría la sonrisa de satisfacción de la cara de Draco —comentó Ron.
—Pero esos pobres muggles... —dijo Hermione con nerviosismo—. ¿Y si no
pueden bajarlos?
—Podrán —le aseguró Ron—. Hallarán la manera.
—Es una idiotez hacer algo así cuando todo el Ministerio de Magia está por allí
—declaró Hermione—. Lo que quiero decir es que ¿cómo esperan salirse con la suya?
¿Creéis que habrán bebido, o simplemente...?
Pero de repente dejó de hablar y miró por encima del hombro. Harry y Ron se
apresuraron a mirar también. Parecía que alguien se acercaba hacia ellos dando tumbos.
Esperaron, escuchando el sonido de los pasos descompasados tras los árboles. Pero los
pasos se detuvieron de repente.
—¿Quién es? —llamó Harry.
Sólo se oyó el silencio. Harry se puso en pie y miró hacia el árbol. Estaba
demasiado oscuro para ver muy lejos, pero tenía la sensación de que había alguien justo
un poco más allá de donde llegaba su visión.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
Y entonces, sin previo aviso, una voz diferente de cualquier otra que hubieran
escuchado en el bosque desgarró el silencio. Y no lanzó un grito de terror, sino algo que
parecía más bien un conjuro:
—¡MORSMORDRE!
Algo grande, verde y brillante salió de la oscuridad que los ojos de Harry habían
intentado penetrar en vano, y se levantó hacia el cielopor encima de las copas de los
árboles.
—¿Qué...? —exclamó Ron, poniéndose en pie de un salto y mirando hacia arriba.
Durante una fracción de segundo, Harry creyó que aquello era otra formación de
leprechauns. Luego comprendió que se trataba de una calavera de tamaño colosal,
compuesta de lo que parecían estrellas de color esmeralda y con una lengua en forma de
serpiente que le salía de la boca. Mientras miraban, la imagen se alzaba más y más,
resplandeciendo en una bruma de humo verdoso, estampada en el cielo negro como si se
tratara de una nueva constelación.
De pronto, el bosque se llenó de gritos. Harry no comprendía por qué, pero la única
causa posible era la repentina aparición de la calavera, que ya se había elevado lo
suficiente para iluminar el bosque entero como un horrendo anuncio de neón. Buscó en
la oscuridad a la persona que había hecho aparecer la calavera, pero no vio a nadie.
—¿Quién está ahí? —gritó de nuevo.
—¡Harry, vamos, muévete! —Hermione lo había agarrado por la parte de atrás de
la chaqueta, y tiraba de él.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry, sobresaltándose al ver la cara de ella tan pálida y
aterrorizada.
—¡Es la Marca Tenebrosa, Harry! —gimió Hermione, tirando de él con toda su
fuerza—. ¡El signo de Quien-tú-sabes!
—¿El de Voldemort?
—¡Vamos, Harry!
Harry se volvió, mientras Ron recogía a toda prisa su miniatura de Krum, y los tres
se dispusieron a cruzar el claro. Pero tan sólo habían dado unos pocos pasos, cuando
una serie de ruiditos anunció la repentina aparición, de la nada, de una veintena de
magos que los rodearon.
Harry paseó la mirada por los magos y tardó menos de un segundo en darse cuenta
de que todos habían sacado la varita mágica y que las veinte varitas los apuntaban. Sin
pensarlo más, gritó:
—¡AL SUELO! —y, agarrandoa sus dos amigos, los arrastró con él sobre la
hierba.
—¡Desmaius! —gritaron las veinte voces.
Hubo una serie de destellos cegadores, y Harry sintió que el pelo se le agitaba
como si un viento formidable acabara de barrer el claro. Al levantar la cabeza un
centímetro, vio unos chorros de luz roja que salían de las varitas de los magos, pasaban
por encima de ellos, cruzándose, rebotaban en los troncos de los árboles y se perdían
luego en la oscuridad.
—¡Alto! —gritó una voz familiar—. ¡ALTO! ¡Es mi hijo!
El pelo de Harry volvió a asentarse. Levantó un poco más la cabeza. El mago que
tenía delante acababa de bajar la varita. Al darse la vuelta vio al señor Weasley, que
avanzaba hacia ellos a zancadas, aterrorizado.
—Ron... Harry... —Su voz sonaba temblorosa—. Hermione... ¿Estáis bien?
—Apártate, Arthur —dijo una voz fría y cortante.
Era el señor Crouch. Él y los otros magos del Ministerio estaban acercándose.
Harry se puso en pie de cara a ellos. Crouch tenía el rostro crispado de rabia.
—¿Quién de vosotroslo ha hecho? —dijo bruscamente, fulminándolos con la
mirada—. ¿Quién de vosotros ha invocado la Marca Tenebrosa?
—¡Nosotros no hemos invocado eso! —exclamó Harry, señalando la calavera.
—¡No hemos hecho nada! —añadió Ron, frotándose el codo y mirando a su padre
con expresión indignada—. ¿Por qué nos atacáis?
—¡No mienta, señor Potter! —gritó el señor Crouch. Seguía apuntando a Ron con
la varita, y los ojos casi se le salían de las órbitas: parecía enloquecido—. ¡Lo hemos
descubierto en el lugar del crimen!
—Barty... —susurró una bruja vestida con una bata larga de lana—. Son niños,
Barty. Nunca podrían haberlo hecho...
—Decidme, ¿de dónde ha salido la Marca Tenebrosa? —preguntó apresuradamente
el señor Weasley.
—De allí —respondió Hermione temblorosa, señalando el lugar del que había
partido la voz—. Estaban detrás de los árboles. Gritaron unas palabras... un conjuro.
—¿Conque estaban allí? —dijo el señor Crouch, volviendo sus desorbitados ojos
hacia Hermione, con la desconfianza impresa en cada rasgó del rostro—. ¿Conque
pronunciaron un conjuro? Usted parece muy bien informada de la manera en que se
invoca la Marca Tenebrosa, señorita.
Pero, aparte del señor Crouch, ningún otro mago del Ministerio parecía creer ni
remotamente que Harry, Ron y Hermione pudieran haber invocado la calavera. Por el
contrario, después de oír a Hermione habían vuelto a alzar las varitas y apuntaban a la
dirección a la que ella había señalado, tratando de ver algo entre los árboles.
—Demasiado tarde —dijo sacudiendo la cabeza la bruja vestida con la bata larga
de lana—. Se han desaparecido.
—No lo creo —declaró un mago de barba escasa de color castaño. Era Amos
Diggory, el padre de Cedric—. Nuestros rayos aturdidores penetraron en aquella
dirección, así que hay muchas posibilidades de que los hayamos atrapado...
—¡Ten cuidado, Amos! —le advirtieron algunos de los magos cuando el señor
Diggory alzó la varita, fue hacia el borde del claro y desapareció en la oscuridad.
Hermione se llevó las manos a la boca cuando lo vio desaparecer.
Al cabo de unos segundos lo oyeron gritar:
—¡Sí! ¡Los hemos capturado! ¡Aquí hay alguien! ¡Está inconsciente! Es... Pero...
¡caray!
—¿Has atrapado a alguien? —le gritó el señor Crouch, con tono de incredulidad—.
¿A quién? ¿Quién es?
Oyeron chasquear ramas, crujir hojas y luego unos pasos sonoros hasta que el señor
Diggory salió de entre los árboles. Llevaba en los brazos a un ser pequeño, desmayado.
Harry reconoció enseguida el paño de cocina. Era Winky.
El señor Crouch no se movió ni dijo nada mientras el señor Diggory depositaba a la
elfina en el suelo, a sus pies. Los otros magos del Ministerio miraban al señor Crouch,
que se quedó paralizado durante unos segundos, muy pálido, con los ojos fijos en
Winky. Luego pareció despertar.
—Esto... es... imposible —balbuceó—. No...
Rodeó al señor Diggory y se dirigió a zancadas al lugar en que éste había
encontrado a Winky.
—¡Es inútil, señor Crouch! —dijo el señor Diggory—. No hay nadie más.
Pero el señor Crouch no parecía dispuesto a creerle. Lo oyeron moverse por allí,
rebuscando entre los arbustos.
—Es un poco embarazoso —declaró con gravedad el señor Diggory, bajando la
vista hacia la inconsciente Winky—. La elfina doméstica de Barty Crouch... Lo que
quiero decir...
—Déjalo, Amos —le dijo el señor Weasley en voz baja—. ¡No creerás de verdad
que fue la elfina! La Marca Tenebrosa es una señal de mago. Se necesita una varita.
—Sí —admitió el señor Diggory—. Y ella tenía una varita.
—¿Qué? —exclamó el señor Weasley.
—Aquí, mira. —El señor Diggory cogió una varita y se la mostró—. La tenía en la
mano. De forma que, para empezar, se ha quebrantado la cláusula tercera del Código de
Usó de la Varita Mágica: «El uso de la varita mágica no está permitido a ninguna
criatura no humana.»
Entonces oyeron otro «¡plin!», y Ludo Bagman se apareció justo al lado del padre
de Ron. Parecía despistado y sin aliento. Giró sobre si mismo, observando con los ojos
desorbitados la calavera verde.
—¡La Marca Tenebrosa! —dijo, jadeando, y casi pisa a Winky al volverse hacia
sus colegas con expresión interrogante—. ¿Quién ha sido? ¿Los habéis atrapado?
¡Barty! ¿Qué sucede?
El señor Crouch había vuelto con las manos vacías. Su cara seguía estando
espectralmente pálida, y se le había erizado el bigote de cepillo.
—¿Dónde has estado,Barty? —le preguntó Bagman—. ¿Por qué no estuviste en el
partido? Tu elfina te estaba guardando una butaca... ¡Gárgolas tragonas! —Bagman
acababa de ver a Winky, tendida a sus pies—. ¿Qué le ha pasado?
—He estado ocupado, Ludo —respondió el señor Crouch, hablando aún como a
trompicones y sin apenas mover los labios—. Hemos dejado sin sentido a mi elfina.
—¿Sin sentido? ¿Vosotros? ¿Qué quieres decir? Pero ¿por qué...?
De repente, Bagman comprendió lo que sucedía. Levantó la vista hacia la calavera,
luego la bajó hacia Winky y terminó dirigiéndola al señor Crouch.
—¡No! —dijo—. ¿Winky? ¿Winky invocando la Marca Tenebrosa? ¡Ni siquiera
sabría cómo hacerlo! ¡Para empezar, necesitaría una varita mágica!
—Y tenía una —explicó el señor Diggory—. La encontré con una varita en la
mano, Ludo. Si le parece bien, señor Crouch, creó que deberíamos oír lo que ella tenga
que decir.
Crouch no dio muestra de haber oído al señor Diggory, pero éste interpretó su
silencio como conformidad. Levantó la varita, apuntó a Winky con ella y dijo:
—¡Enervate!
Winky se movió lánguidamente. Abrió sus grandes ojos de color castaño y
parpadeó varias veces, como aturdida. Ante la mirada de los magos, que guardaban
silencio, se incorporó con movimientos vacilantes y se quedó sentada en el suelo.
Vio los pies de Diggory y poco a poco, temblando, fue levantando los ojos hasta
llegar a su cara, y luego, más despacio todavía, siguió elevándolos hasta el cielo. Harry
vio la calavera reflejada dos veces en sus enormes ojos vidriosos. Winky ahogó un grito,
miró asustada a la multitud de gente que la rodeaba y estalló en sollozos de terror.
—¡Elfina! —dijo severamente el señor Diggory—. ¿Sabes quién soy? ¡Soy
miembro del Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas!
Winky se balanceó de atrás adelante sobre la hierba, respirando entrecortadamente.
Harry no pudo menos que acordarse de Dobby en sus momentos de aterrorizada
desobediencia.
—Como ves, elfina, la Marca Tenebrosa ha sido conjurada en este lugar hace tan
sólo un instante —explicó el señor Diggory—. ¡Y a ti te hemos descubierto un poco
después, justo debajo! ¡Si eres tan amable de darnos una explicación...!
—¡Yo... yo... yo no lo he hecho, señor! —repuso Winky jadeando—. ¡Ni siquiera
hubiera sabido cómo hacerlo, señor!
—¡Te hemos encontrado con una varita en la mano! —gritó el señor Diggory,
blandiéndola ante ella.
Cuando la luz verde que iluminaba el claro del bosque procedente de la calavera
dio de lleno en la varita, Harry la reconoció.
—¡Eh... es la mía! —exclamo.
Todo el mundo lo miró.
—¿Cómo has dicho? —preguntó el señor Diggory, sin dar crédito a sus oídos.
—¡Que es mi varita! —dijo Harry—. ¡Se me cayó!
—¿Que se te cayó? —repitió el señor Diggory, extrañado—. ¿Es eso una
confesión? ¿La tiraste después de haber invocado la Marca?
—¡Amos, recuerda con quién hablas! —intervino el señor Weasley, muy
enojado—. ¿Te parece posible que Harry Potter invocara la Marca Tenebrosa?
—Eh... no, por supuesto —farfulló el señor Diggory—. Lo siento... Me he dejado
llevar.
—De todas formas, no fue ahí donde se me cayó —añadió Harry, señalando con el
pulgar hacia los árboles que había justo debajo de la calavera—. La eché en falta nada
más internarnos en el bosque.
—Así que —dijo el señor Diggory, mirando con severidad a Winky, que se había
encogido de miedo—la encontraste tú, ¿eh, elfina? Y la cogiste y quisiste divertirte un
rato con ella, ¿eh?
—¡Yo no he hecho magia con ella, señor! —chilló Winky, mientras las lágrimas le
resbalaban por ambos lados de su nariz, aplastada y bulbosa—.¡Yo... yo... yo sólo la
cogí, señor! ¡Yo no he conjurado la Marca Tenebrosa, señor, ni siquiera sabría cómo
hacerlo!
—¡No fue ella! —intervino Hermione. Estaba muy nerviosa por tener que hablar
delante de todos aquellos magos del Ministerio, perolo hacía con determinación—.
¡Winky tiene una vocecita chillona, y la voz que oímos pronunciar el conjuro era mucho
más grave! —Miró a Ron y Harry, en busca de apoyo—. No se parecía en nada a la de
Winky, ¿a que no?
—No —confirmó Harry, negando con la cabeza—. Sin lugar a dudas, no era la de
un elfo.
—No, era una voz humana —dijo Ron.
—Bueno, pronto lo veremos —gruñó el señor Diggory, sin darles mucho crédito—.
Hay una manera muy sencilla de averiguar cuál ha sido el último conjuro efectuado con
una varitamágica. ¿Sabías eso, elfina?
Winky temblaba y negaba frenéticamente con la cabeza, batiendo las orejas,
mientras el señor Diggory volvía a levantar su varita y juntaba la punta con el extremo
de la varita de Harry.
—¡Prior Incantato! —dijo con voz potente el señor Diggory.
Harry oyó que Hermione ahogaba un grito, horrorizada, cuando una calavera con
lengua en forma de serpiente surgió del punto en que las dos varitas hacían contacto.
Era, sin embargo, un simple reflejo de la calavera verde que se alzaba sobre ellos, y
parecía hecha de un humo gris espeso: el fantasma de un conjuro.
—¡Deletrius! —gritó el señor Diggory, y la calavera se desvaneció en una voluta
de humo—. ¡Bien! —exclamó con una expresión incontenible de triunfo, bajando la
vista hacia Winky, que seguía agitándose convulsivamente.
—¡Yo no lo he hecho! —chilló la elfina, moviendo los ojos aterrorizada—. ¡No he
sido, no he sido, yo ni siquiera sabría cómo hacerlo! ¡Soy una elfina buena, no uso
varita, no sé cómo se hace!
—¡Te hemos atrapado con las manos en la masa, elfina! —gritó el señor
Diggory—. ¡Te hemos cogido con la varita que ha obrado el conjuro!
—Amos —dijo en voz alta el señor Weasley—, piensa en lo que dices. Son
poquísimos los magos que saben llevar a cabo ese conjuro... ¿Quiénse lo podría haber
enseñado?
—Quizá Amos quiere sugerir que yo tengo por costumbre enseñar a mis sirvientes
a invocar la Marca Tenebrosa. —El señor Crouch había hablado impregnando cada
sílaba de una cólera fría.
Se hizo un silencio muy tenso. Amos Diggory se asustó.
—No... no... señor Crouch, en absoluto...
—Te ha faltado muy poco para acusar a las dos personas de entre los presentes que
son menos sospechosas de invocar la Marca Tenebrosa: a Harry Potter... ¡y a mí mismo!
Supongo que conoces la historia del niño, Amos.
—Por supuesto... Todo el mundo la conoce... —musitó el señor Diggory,
desconcertado.
—¡Y yo espero que recuerdes las muchas pruebas que he dado, a lo largo de mi
prolongada trayectoria profesional, de que desprecio y detesto las Artes Oscuras y a
cuantos las practican! —gritó el señor Crouch, con los ojos de nuevo desorbitados.
—Señor Crouch, yo... ¡yo nunca sugeriría que usted tuviera la más remota relación
con este incidente! —farfulló Amos Diggory. Su rala barba de color castaño conseguía
en parte disimular su sonrojo.
—¡Si acusas a mi elfina me acusas a mí, Diggory! —vociferó el señor Crouch—.
¿Dónde podría haber aprendido la invocación?
—Po... podría haberla aprendido... en cualquier sitio...
—Eso es, Amos... —repuso el señor Weasley—. En cualquier sitio. Winky —
añadió en tono amable, dirigiéndose a la elfina, pero ella se estremeció como si él
también le estuviera gritando—, ¿dónde exactamente encontraste la varita mágica?
Winky retorcía el dobladillo del paño de cocina tan violentamente que se le
deshilachaba entre los dedos.
—Yo... yo la he encontrado... la he encontrado ahí, señor... —susurró—Ahí...
entre los árboles, señor.
—¿Te das cuenta, Amos? —dijo el señor Weasley—. Quienesquiera que invocaran
la Marca podrían haberse desaparecido justo después de haberlo hecho, dejando tras
ellos la varita de Harry. Una buena idea, no usar su propia varita, que luego podría
delatarlos. Y Winky tuvo la desgracia de encontrársela un poco después y de haberla
cogido.
—¡Pero entonces ella tuvo que estar muy cerca del verdadero culpable! —exclamó
el señor Diggory, impaciente—. ¿Viste a alguien, elfina?
Winky comenzó a temblar más que antes. Sus enormes ojos pasaron vacilantes del
señor Diggory a Ludo Bagman, y luego al señor Crouch. Tragó saliva y dijo:
—No he visto a nadie, señor... A nadie.
—Amos —dijo secamente el señor Crouch—, soy plenamente consciente de que lo
normal, en este caso, sería que te llevaras a Winky a tu departamento para interrogarla.
Sin embargo, te ruego que dejes que sea yo quien trate con ella.
El señor Diggory no pareció tomar en consideración aquella sugerencia, pero para
Harry era evidente que el señor Crouch era un miembro del Ministerio demasiado
importante para decirle que no.
—Puedes estar seguro de que será castigada —agregó el señor Crouch fríamente.
—A... a... amo... —tartamudeó Winky, mirando al señor Crouch con los ojos
bañados en lágrimas—. A... a... amo, se lo ruego...
El señor Crouch bajó la mirada, con el rostro tan tenso que todas sus arrugas se le
marcaban profundamente. No había ni un asomo de piedad en su mirada.
—Winky se ha portado esta noche de una manera que yo nunca hubiera creído
posible —dijo despacio—. Le mandé que permaneciera en la tienda. Le mandé
permanecer allí mientras yo solucionaba el problema. Y me ha desobedecido. Esto
merece la prenda.
—¡No! —gritó Winky, postrándose a los pies del señor Crouch—. ¡No, amo! ¡La
prenda no, la prenda no!
Harry sabía que la única manera de liberar a un elfo doméstico era que su amo le
regalara una prenda de su propiedad. Daba pena ver la manera en que Winky se aferraba
a su paño de cocina sollozando a los pies de su amo.
—¡Pero estaba aterrorizada! —saltó Hermione indignada, mirando al señor
Crouch—. ¡Su elfina siente terror a las alturas, y los magos enmascarados estaban
haciendo levitar a la gente! ¡Usted no le puede reprochar que huyera!
El señor Crouch dio un paso atrás para librarse del contacto de su elfina, a la que
miraba como si fuera algo sucio y podrido que le podía echar a perder los lustrosos
zapatos.
—Una elfina que me desobedece no me sirve para nada —declaró con frialdad,
mirando a Hermione—. No me sirve para nada un sirviente que olvida lo que le debe a
su amo y a la reputación de su amo.
Winky lloraba con tanta energía que sus sollozos resonaban en el claro del bosque.
Se hizo un silencio muy desagradable al que puso fin el señor Weasley diciendo
con suavidad:
—Bien, creo que me llevaré a los míos a la tienda, si no hay nada que objetar.
Amos, esa varita ya no nos puede decir nada más. Si eres tan amable de devolvérsela a
Harry...
El señor Diggory se la devolvió a Harry, y éste se la guardó en el bolsillo.
—Vamos, vosotros tres —les dijo en voz baja el señor Weasley. Pero Hermione no
quería moverse. No apartaba la vista de la elfina, que seguía sollozando—. ¡Hermione!
—la apremió el señor Weasley. Ella se volvió y siguió a Harry y a Ron, que dejaban el
claro para internarse entre los árboles.
—¿Qué le va a pasar a Winky? —preguntó Hermione, en cuanto salieron del claro.
—No lo sé —respondió el padre de Ron.
—¡Qué manera de tratarla! —dijo Hermione furiosa—. El señor Diggory, sin dejar
de llamarla «elfina»... ¡y el señor Crouch! ¡Sabe que no lo hizo y aun así la va a
despedir! Le da igual que estuviera aterrorizada, o alterada... ¡Es como si no fuera
humana!
—Es que no lo es —repuso Ron.
Hermione se le enfrentó.
—Eso no quiere decir que no tenga sentimientos, Ron. Da asco la manera...
—Estoy de acuerdo contigo, Hermione —se apresuró a decir el señor Weasley,
haciéndole señas de que siguiera adelante—, pero no es el momento de discutir los
derechos de los elfos. Me gustaría que estuviéramos de vuelta en la tienda lo antes
posible. ¿Qué ocurrió con los otros?
—Los perdimos en la oscuridad —explicó Ron—. Papá, ¿por qué le preocupaba
tanto a todo el mundo aquella cosa en forma de calavera?
—Os lo explicaré en la tienda —contestó el señor Weasley con cierto nerviosismo.
Pero cuando llegaron al final del bosque no los dejaron pasar: una multitud de
magos y brujas atemorizados se había congregado allí, y al ver aproximarse al señor
Weasley muchos de ellos se adelantaron.
—¿Qué ha sucedido?
—¿Quién la ha invocado, Arthur?
—¡No será... él!
—Por supuesto que no es él —contestó el señor Weasley sin demostrar mucha
paciencia—. No sabemos quién hasido, porque se desaparecieron. Ahora, por favor,
perdonadme. Quiero ir a dormir.
Atravesó la multitud seguido de Harry, Ron y Hermione, y regresó al cámping. Ya
estaba todo en calma: no había ni rastro de los magos enmascarados, aunque algunas de
las tiendas destruidas seguían humeando.
Charlie asomaba la cabeza fuera de la tienda de los chicos.
—¿Qué pasa, papá? —le dijo en la oscuridad—. Fred, George y Ginny volvieron
bien, pero los otros...
—Aquí los traigo —respondió el señor Weasley, agachándose para entrar en la
tienda. Harry, Ron y Hermione entraron detrás.
Bill estaba sentado a la pequeña mesa de la cocina, aplicándose una sábana al
brazo, que sangraba profusamente. Charlie tenía un desgarrón muy grande en la camisa,
y Percy hacía ostentación de su nariz ensangrentada. Fred, George y Ginny parecían
incólumes pero asustados.
—¿Los habéis atrapado, papá? —preguntó Bill de inmediato—. ¿Quién invocó la
Marca?
—No, no los hemos atrapado —repuso el señor Weasley—. Hemos encontrado a la
elfina del señor Crouch con la varita de Harry, pero no hemos conseguido averiguar
quién hizo realmente aparecer la Marca.
—¿Qué? —preguntaron a un tiempo Bill, Charlie y Percy.
—¿La varita de Harry? —dijo Fred.
—¿La elfina del señor Crouch? —inquirió Percy, atónito.
Con ayuda de Harry, Ron y Hermione, el señor Weasley les explicó todo lo
sucedido en el bosque. Al finalizar el relato, Percy se mostraba indignado.
—¡Bueno, el señor Crouch tiene toda la razón en querer deshacerse de semejante
elfina! —dijo—. Escapar cuando él le mandó expresamente que se quedara...
Avergonzarlo ante todo el Ministerio... ¿En qué situación habría quedado él si la
hubieran llevado ante el Departamento de Regulación y Control...?
—Ella no hizo nada... —lo interrumpió Hermione con brusquedad—. ¡Sólo estuvo
en el lugar equivocado en el momento equivocado!
Percy se quedó desconcertado. Hermione siempre se había llevado muy bien con
él... Mejor, de hecho, que cualquiera de los demás.
—¡Hermione, un mago que ocupa una posición cómo la del señor Crouch no puede
permitirse tener una elfina doméstica que hace tonterías con una varita mágica!
—declaró Percy pomposamente, recuperando el aplomo.
—¡No hizo tonterías con la varita! —gritó Hermione—. ¡Sólo la recogió del suelo!
—Bueno, ¿puede explicar alguien qué era esa cosa en forma de calavera? —pidió
Ron, impaciente—. No le ha hecho daño a nadie... ¿Por qué le dais tanta importancia?
—Ya te lo dije, Ron, es el símbolo de Quien-tú-sabes —explicó Hermione, antes
de que pudiera contestar ningún otro—. He leído sobre el tema en Auge y calda de las
Artes Oscuras.
—Y no se la había vuelto a ver desde hacia trece años —añadió en voz baja el
señor Weasley—. Es natural que la gente se aterrorizara... Ha sido casi cómo volver a
ver a Quien-tú-sabes.
—Sigo sin entenderlo —dijo Ron, frunciendo el entrecejo—. Quiero decir que no
deja de ser simplemente una señal en el cielo...
—Ron, Quien-tú-sabes y sus seguidores mostraban la Marca Tenebrosa en el cielo
cada vez que cometían un asesinato —repuso el señor Weasley—. El terror que
inspiraba... No puedes ni imaginártelo: eres demasiado joven. Imagínate que vuelves a
casa y ves la Marca Tenebrosa flotando justo encima, y comprendes lo que estás a punto
de encontrar dentro... —El señor Weasley se estremeció—. Era lo que más temía todo el
mundo... lo peor...
Se hizo el silencio. Luego Bill, quitándose la sábana del brazo para comprobar el
estado de su herida, dijo:
—Bueno, quienquiera que la hiciera aparecer esta noche, a nosotros nos fastidió,
porque los mortífagos echaron a correr en cuanto la vieron. Todos se desaparecieron
antes de que nosotros hubiéramos llegado lo bastante cerca para desenmascarar a
ninguno de ellos. Afortunadamente, pudimos coger a la familia Roberts antes de que
dieran contra el suelo. En estos momentos les están modificando la memoria.
—¿Mortífagos? —repitió Harry—. ¿Qué son los mortífagos?
—Es como se llaman a sí mismos los partidarios de Quien-tú-sabes —explicó
Bill—. Creo que esta noche hemos visto lo que queda de ellos; quierodecir, los que se
libraron de Azkaban.
—Pero no tenemos pruebas de eso, Bill —observó el señor Weasley—, aunque es
probable que tengas razón —agregó, desesperanzado.
—Apuesto a que sí —dijo Ron de pronto—. ¡Papá, encontramos a Draco Malfoy
en el bosque,y prácticamente admitió que su padre era uno de aquellos chalados de las
máscaras! ¡Y todos sabemos lo bien que se llevaban los Malfoy con Quien-tú-sabes!
—Pero ¿qué pretendían los partidarios de Voldemort...? —empezó a decir Harry.
Todos se estremecieron. Como la mayoría de los magos, los Weasley evitaban
siempre pronunciar el nombre de Voldemort.
—Lo siento —añadió apresuradamente Harry—. ¿Qué pretendían los partidarios de
Quien-vosotros-sabéis, haciendo levitar a los muggles? Quiero decir, ¿para qué lo
hicieron?
—¿Para qué? —dijo el señor Weasley, con una risa forzada—. Harry, ésa es su
idea de la diversión. La mitad de los asesinatos de muggles que tuvieron lugar bajo el
poder de Quien-tú-sabes se cometieron nada más que por diversión. Me imagino que
anoche bebieron bastante y no pudieron aguantar las ganas de recordarnos que todavía
están ahí y son unos cuantos. Una encantadora reunión para ellos —terminó, haciendo
un gesto de asco.
—Pero, si eran mortífagos, ¿por qué se desaparecieron al ver la Marca Tenebrosa?
—preguntó Ron—. Tendrían que haber estado encantados de verla, ¿no?
—Piensa un poco, Ron —dijo Bill—. Si de verdad eran mortífagos, hicieron lo
indecible para no entrar en Azkaban cuando cayó Quien-tú-sabes, y dijeron todo tipo de
mentiras sobre que él los había obligado a matar y a torturar a la gente. Estoy seguro de
que ellos tendrían aún más miedo que nosotros si volviera. Cuando perdió sus poderes,
negaron haber tenido relación con él y se apresuraron a regresar a su vida cotidiana.
Imagino que no les guarda mucho aprecio, ¿no crees?
—Entonces... los que hicieron aparecer la Marca Tenebrosa... —dijo Hermione
pensativamente—¿lo hicieron para mostrar su apoyo a los mortífagos o para
espantarlos?
—Puede ser cualquier cosa, Hermione —admitió el señor Weasley—. Pero te diré
algo: sólo los mortífagos sabían formar la Marca. Me sorprendería mucho que la
persona que lo hizo no hubiera sido en otro tiempo un mortífago, aunque no lo sea
ahora... Escuchad: es muy tarde, y si vuestra madre se entera de lo sucedido se
preocupará muchísimo. Lo que vamos a hacer es dormir unas cuantas horas y luego
intentaremos irnos de aquí en uno de los primeros trasladores.
A Harry le zumbaba la cabeza cuando regresó a la litera. Tenía motivos para estar
reventado de cansancio, porque eran casi las tres de la madrugada; sin embargo, se
sentía completamente despejado... y preocupado.
Hacía tres días (parecía mucho más, pero realmente eran sólo tres días) que había
despertado con la cicatriz ardiéndole. Y aquella noche, por primera vez en trece años,
había aparecido en el cielo la Marca de lord Voldemort. ¿Qué significaba todo aquello?
Pensó en la carta que le había escrito a Sirius antes de dejar Privet Drive. ¿La
habría recibido ya? ¿Cuándo contestaría? Harry estaba acostado de cara a la lona, pero
ya no tenía fantasías de escobas voladoras que lo fueran introduciendo en el sueño
paulatinamente, y pasó mucho tiempo desde que comenzaron los ronquidos de Charlie
hasta que, finalmente, él también cayó dormido.
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