sábado, 26 de julio de 2014

Harry Potter y el Príncipe Mestizo Cap. 28-30

28
La huida del príncipe

Harry sintió como si él también saltara por los aires. ¡¡Aquello no era real, no
podía haber pasado!!
—Fuera de aquí, rápido —ordenó Snape.
Agarró a Malfoy por la nuca y lo empujó hacia la puerta; Greyback y los
achaparrados  hermanos  los  siguieron,  estos  últimos  resollando  enardecidos.
Cuando  desaparecieron  por  la  puerta,  Harry  se  dio  cuenta  de  que  ya  podía
moverse; lo que ahora lo tenía paralizado contra el muro no era la magia, sino el
horror  y  la  conmoción.  Tiró  la  capa  invisible  al  suelo  en  el  instante  en  que  el
último mortífago, el de rasgos brutales, trasponía la puerta.
—¡Petrificus totalus!
El mortífago se dobló como si lo hubieran golpeado con algo sólido en la
espalda y se derrumbó, rígido como una figura de cera; pero, incluso antes de
que  tocara  el  suelo,  Harry  le  pasó  por  encima  y  corrió  escaleras  abajo  en  la
oscuridad.
El miedo le oprimía el pecho. Tenía que llegar hasta Dumbledore y atrapar
a  Snape.  Sabía  que  esas  dos  cosas  estaban  relacionadas  de  algún  modo:  si
lograba  juntarlos  a  los  dos  enmendaría  lo  sucedido.  Dumbledore  no  podía
haber muerto...
Saltó  los  diez  últimos  peldaños  de  la  escalera  de  caracol  y  se  detuvo  en
seco, varita en ristre. El oscuro pasillo estaba invadido por una nube de polvo,
pues se había  derrumbado una parte del techo. Vio que había varias personas
peleando,  pero  cuando  intentó  distinguir  quién  luchaba  contra  quién,  oyó  a
aquella  voz  odiosa  gritar:  «¡Ya  está,  tenemos  que  irnos!»,  y  vio  desaparecer  a
Snape por una esquina al final del pasillo; Malfoy y él se habían abierto paso a
través de la pelea y habían salido ilesos. Harry se lanzó hacia ellos, pero alguien
se separó de la refriega y se abalanzó sobre él: era Greyback, el hombre lobo. Se
le echó encima antes de que pudiera levantar la varita, y Harry cayó hacia atrás
sintiendo el mugriento y apelmazado pelo de Greyback en la cara, el hedor a
sangre y sudor impregnándole la nariz y la boca, y aquel ávido y cálido aliento
en el cuello...
—¡Petrificus totalus!
Greyback se desplomó sobre Harry, que con un esfuerzo enorme lo apartó
y lo tiró al suelo al  tiempo que un rayo de luz verde salía disparado hacia él; se
agachó  para  esquivarlo  y  se  zambulló  en  la  pelea.  Pisó  algo  blando  y
resbaladizo, se tambaleó y distinguió dos cuerpos tendidos boca abajo en medio
de un charco de sangre, pero no se detuvo a investigar porque acababa de ver
una llameante  cabellera roja agitándose unos metros más allá: era Ginny, que
peleaba con el mortífago chepudo. Amycus le lanzaba un maleficio tras otro y la
muchacha los esquivaba como podía. El mortífago no paraba de reír, como si
estuviera disfrutando enormemente con la pelea:
—¡Crucio! ¡Crucio! ¡No podrás bailar eternamente, monada!
—¡Impedimenta! —bramó Harry.
Su  embrujo  golpeó  a  Amycus  en  el  pecho  y  el  hombre  soltó  un  chillido
similar al de un cerdo, se elevó del suelo y  fue a dar contra la pared opuesta,
donde  resbaló  y  cayó  detrás  de  Ron,  la  profesora  McGonagall  y  Lupin,  que
peleaban cada uno con un mortífago. Un poco más allá, Tonks combatía con un
corpulento mago rubio que lanzaba maldiciones a diestro y siniestro, haciendo
que  los  rayos  de  luz  rebotaran  en  las  paredes,  resquebrajaran  la  piedra  y
destrozaran las ventanas...
—¿De dónde sales, Harry? —gritó Ginny.
Pero  él  no  tuvo  tiempo  de  contestarle.  Se  agachó  y  empezó  a  correr
esquivando  un  estallido  que  le  explotó  por  encima  de  la  cabeza  y  esparció
fragmentos  de  pared  por  todas  partes.  Snape  no  debía  escapar;  tenía  que
atraparlo...
—¡Toma ésa! —gritó la profesora McGonagall.
Harry  vio  de  reojo  cómo  la  mortífaga  Alecto  corría  por  el  pasillo
cubriéndose  la  cabeza  con  los  brazos,  seguida  de  su  hermano.  Fue  tras  ellos,
pero tropezó y cayó sobre las piernas de alguien; miró y vio la redonda y pálida
cara de Neville, que yacía en el suelo.
—¡Neville! ¿Estás bien?
—Sí, sí... —masculló sujetándose la barriga con las manos—. Harry... Snape
y Malfoy han... pasado por aquí...
—¡Ya  lo  sé,  estoy  en  ello!  —Y  sin  levantarse  le  lanzó  un  maleficio  al
mortífago rubio y corpulento, que era el que estaba causando más estragos. Este
soltó  un  grito  de  dolor  cuando  el  hechizo  le  golpeó  en  la  cara,  giró  sobre  los
talones, se tambaleó y optó por seguir a los dos hermanos.
Harry se levantó y salió disparado por el pasillo, sin prestar atención a las
deflagraciones  de  los  hechizos  que  le  lanzaban,  los  gritos  de  sus  compañeros
pidiéndole que volviera y la muda llamada de los cuerpos tendidos en el suelo,
cuya suerte todavía ignoraba...
Dobló la esquina derrapando con las suelas manchadas de sangre; Snape le
llevaba  mucha  ventaja.  ¿Y  si  ya  había  entrado  en  el  armario  de  la  Sala  de  los
Menesteres? ¿O la Orden se habría encargado de vigilar el mueble para que los
mortífagos  no  escapasen  por  él?  Harry  sólo  oía  el  ruido  de  sus  pasos  y  los
latidos de su corazón mientras recorría el pasillo vacío, pero entonces vio una
huella de sangre que indicaba que al menos uno de los mortífagos que huían se
dirigía  hacia  la  puerta  principal.  Quizá  la  Sala  de  los  Menesteres  estaba
interceptada...
Volvió a resbalar en la siguiente esquina y una maldición pasó rozándolo.
Se escondió detrás de una armadura que al punto explotó, pero igual alcanzó a
ver  a  los  dos  hermanos  mortífagos  bajando  a  toda  prisa  por  la  escalinata  de
mármol. Les lanzó varios hechizos, pero sólo les dio a unas brujas con peluca de
un  retrato  del  rellano,  que,  chillando,  corrieron  a  refugiarse  en  los  cuadros
cercanos. Harry saltó por encima de los restos de la armadura y oyó más gritos;
al parecer se habían despertado otros habitantes del castillo...
Se  metió  a  todo  correr  por  un  atajo,  con  la  esperanza  de  adelantar  a  los
hermanos  y  reducir  la  distancia  que  lo  separaba  de  Snape  y  Malfoy,  que  ya
debían  de  haber  llegado  a  los  jardines.  Sin  olvidarse  de  saltar  el  peldaño
evanescente  que  había  hacia  la  mitad  de  la  escalera  camuflada,  se  coló  por  el
tapiz  que  había  al  pie  y  fue  a  parar  a  otro  pasillo,  donde  enco ntró  a  algunos
alumnos de Hufflepuff en pijama y con cara de desconcierto.
—¡Harry!  Hemos  oído  ruidos  y  alguien  ha  dicho  algo  sobre  la  Marca
Tenebrosa... —empezó Ernie Macmillan.
—¡Apartaos!  —gritó  Harry  empujando  a  dos  chicos  mientras  se  dirigía
como una flecha hacia el rellano y bajaba el resto de la escalinata de mármol.
Las puertas de roble de la entrada estaban abiertas y destrozadas y en las
losas del suelo había manchas de sangre. Varios alumnos aterrados se apiñaban
pegados a las paredes; un par de  ellos todavía se tapaba la cara con los brazos.
El gigantesco reloj de arena de Gryffindor había recibido una  maldición y los
rubíes que contenía se derramaban sobre el suelo con un fuerte tamborileo.
Harry  cruzó  el  vestíbulo  a  toda  velocidad,  salió  a  los  oscuros  jardines  y
distinguió tres figuras que atravesaban la extensión de césped en dirección a las
verjas,  detrás  de  las  cuales  podrían  desaparecerse.  Le  pareció  distinguir  al
mortífago rubio y corpulento y, un poco más adelante, a Snape y Malfoy.
El frío aire nocturno le asaeteó los pulmones, pero siguió tras ellos todo lo
deprisa  que  pudo.  A  lo  lejos  vio  un  destello  de  luz  que  dibujó  brevemente  la
silueta  de  Snape;  no  supo  de  dónde  provenía  aquella  luz  pero  continuó
corriendo, pues todavía no estaba lo bastante cerca para lanzar una maldición.
Otro  destello,  gritos,  rayos  luminosos  que  contraatacaban,  y  entonces  lo
comprendió:  Hagrid  había  salido  de  su  cabaña  e  intentaba  detener  a  los
mortífagos que huían. Pese a que cada vez que respiraba los pulmones parecían
a  punto  de  estallarle  y  a  que  notaba  una  fuerte  punzada  en  el  pecho,  Harry
aceleró  mientras  una  vocecilla  interna  le  repetía:  «A  Hagrid  no...  A  Hagrid
no...»
Recibió un impacto en la parte baja de la espalda y cayó de bruces contra el
suelo, sangrando profusamente por la nariz. Se dio la vuelta, preparó la varita y
se  dio  cuenta,  aun  antes  de  verlos,  de  que  los  dos  hermanos  a  los  que  había
adelantado por el atajo estaban alcanzándolo.
—¡Impedimenta! —gritó, y rodó pegado al suelo.
Milagrosamente su embrujo le dio a un mortífago, que se tambaleó y cayó
haciendo tropezar al otro. Harry se puso en pie de un brinco y echó a correr de
nuevo tras Snape.
Entonces vio la enorme silueta de Hagrid, iluminada por la luna creciente
que de pronto asomó por detrás de una nube. El mortífago rubio le lanzaba una
maldición tras otra al guardabosques, pero su inmensa fuerza y la curtida piel
heredada  de  su  madre  giganta  parecían  protegerlo;  sin  embargo,  Snape  y
Malfoy  seguían  alejándose:  pronto  traspondrían  las  verjas  y  podrían
desaparecerse.
Harry pasó a toda velocidad por delante de Hagrid y su oponente, apuntó a
la espalda de Snape y gritó:
—¡Desmaius!
Pero  no  acertó:  el  rayo  de  luz  roja  pasó  rozando  la  cabeza  de  Snape,  que
gritó  «¡Corre,  Draco!»  y  se  dio  la  vuelta.  Harry  y  el  profesor,  separados  por
unos veinte metros, se miraron y levantaron las varitas a un tiempo.
—¡Cruc...!
Pero Snape rechazó la maldición y lanzó a Harry de espaldas antes de que
éste  hubiera  pronunciado  el  conjuro.  El  muchacho  volvió  a  levantarse
rápidamente  mientras  el  enorme  mortífago  que  tenía  detrás  gritaba:
«¡Incendio!»; A continuación se oyó una explosión y una trémula luz anaranjada
lo iluminó todo. ¡La cabaña de Hagrid estaba en llamas!
—¡Fang está ahí dentro, asqueroso...! —bramó Hagrid.
—¡Cruc...!  —gritó Harry por segunda vez apuntando a la figura que tenía
delante, iluminada por las parpadeantes llamas, pero Snape volvió a interceptar
el hechizo y lo miró con desdén.
—¿Pretendes  echarme  una  maldición  imperdonable,  Potter?  —gritó
elevando  la voz por encima del fragor de las llamas, los gritos de Hagrid y los
desesperados ladridos de Fang, atrapado en la cabaña—. No tienes ni el valor ni
la habilidad...
—¡Incárc...!  —rugió Harry, pero Snape desvió el hechizo con una sacudida
casi perezosa del brazo—. ¡Defiéndase! —le gritó Harry—. ¡Defiéndase, cobarde
de...!
—¿Me has llamado cobarde, Potter?  —chilló Snape—. Tu padre nunca me
atacaba si no eran cuatro contra uno. ¿Cómo lo llamarías a él?
—¡Desm...!
—¡Interceptado otra vez, y otra, y otra, hasta que aprendas a tener la boca
cerrada  y  la  mente  abierta,  Potter!  —exclamó  Snape  con  sorna,  y  volvió  a
desviar  la  maldición—.  ¡Vamos!  —le  gritó  al  enorme  mortífago  que  estaba  a
espaldas  de  Harry—.  Hay  que  salir  de  aquí  antes  de  que  lleguen  los  del
ministerio...
—¡Impedi...!
Pero antes de que Harry pudiera terminar el embrujo sintió un dolor atroz
que lo hizo caer de rodillas en la hierba. Oyó gritos y creyó que aquel dolor lo
mataría. Snape iba a torturarlo hasta la muerte o la locura...
—¡No!  —bramó  Snape,  y  el  dolor  desapareció  con  la  misma  rapidez  con
que había empezado; Harry se quedó hecho un ovillo sobre la hierba, aferrando
la varita y jadeando, mientras Snape tronaba—: ¿Has olvidado las órdenes que
te dieron? ¡Potter es del Señor Tenebroso! ¡Tenemos que dejarlo! ¡Vete! ¡Largo
de aquí!
Y  Harry  notó  que  el  suelo  se  estremecía  bajo  su  mejilla  mientras  los  dos
hermanos  y  el  otro  mortífago,  más  corpulento,  obedecían  y  corrían  hacia  las
verjas. El muchacho lanzó un inarticulado grito de rabia  —en ese instante no le
importaba morir—, se puso en pie una vez más, y, tambaleándose y a ciegas, se
dirigió hacia Snape, al que odiaba tanto como al propio Voldemort.
—¡Sectum...!
Snape agitó la varita y volvió a repeler la maldición, pero Harry estaba a
escasos metros de él y por fin pudo ver con claridad el rostro del profesor: ya no
sonreía  con  desdén  ni  se  burlaba  de  él,  sino  que  las  abrasadoras  llamas
mostraban unas facciones encolerizadas. Harry intentó concentrarse al máximo
y pensó: «¡Levi...!»
—¡No, Potter! —gritó Snape.
Se oyó un fuerte estruendo y Harry salió despedido de nuevo hacia atrás;
volvió  a  desplomarse  y  esta  vez  se  le  cayó  la  varita  de  la  mano.  Oía  gritar  a
Hagrid  y  aullar  a  Fang  y  veía  cómo  Snape  se  le  acercaba  y  lo  contemplaba
tumbado  en  el  suelo,  sin  varita,  indefenso,  igual  que  unos  momentos  antes
había estado Dumbledore. En el pálido semblante de Snape, iluminado por la
cabaña  en llamas, se reflejaba el odio de la misma forma que antes de echarle la
maldición al anciano profesor.
—¿Cómo te atreves a utilizar mis propios hechizos contra mí, Potter? ¡Yo
los  inventé!  ¡Yo  soy  el  Príncipe  Mestizo!  Y  tú  pretendes  atacarme  con  mis
inventos, como tu asqueroso padre, ¿eh? ¡No lo permitiré! ¡No!
Harry se lanzó para recuperar la varita, pero Snape le arrojó un maleficio y
la varita salió volando y se perdió en la oscuridad.
—Pues  máteme  —dijo  Harry  resoplando;  no  sentía  miedo,  sólo  rabia  y
desprecio—. Máteme como lo mató a él, cobarde de...
—¡¡No me llames cobarde!! —bramó Snape, y su cara adoptó una expresión
enloquecida,  inhumana,  como  si  estuviera  sufriendo  tanto  como  el  perro  que
ladraba y aullaba sin cesar en la cabaña incendiada.
A  continuación  describió  un  amplio  movimiento  con  el  brazo,  como  si
acuchillara el aire. Harry notó un fuerte latigazo en el rostro y una vez más cayó
de  espaldas  y  se  golpeó  contra  el  suelo.  Unos  puntos  luminosos  aparecieron
ante sus ojos y por un instante se quedó sin respiración. Entonces oyó un aleteo
por encima de él y un cuerpo enorme tapó las estrellas:  Buckbeak  volaba hacia
Snape,  que  retrocedió  trastabillando  cuando  el  hipogrifo  lo  golpeó  con  sus
afiladísimas  garras.  Harry  se  sentó  en  el  suelo.  La  cabeza  todavía  le  daba
vueltas  a  causa  del  golpe  que  se  había  dado  al  caer,  pero  distinguió  a  Snape
corriendo tan aprisa como podía y a la enorme bestia agitando las alas tras él y
chillando como jamás lo había oído chillar...
Se levantó con dificultad y miró alrededor en busca de su varita, aturdido
pero decidido a reemprender la persecución. Sin embargo, mientras palpaba a
tientas entre la hierba comprendió que era demasiado tarde, y en efecto lo era,
pues  cuando  por  fin  hubo  localizado  su  varita  a  unos  metros  de  distancia,  el
hipogrifo  ya  describía  círculos  sobre  las  verjas,  lo  que  significaba  que  Snape
había logrado desaparecerse fuera de los límites del colegio.
—Hagrid  —masculló  Harry  mirando  en  torno,  todavía  ofuscado—.
¡Hagrid!
Fue dando tumbos hacia la cabaña en el mismo instante en que una enorme
figura salía del fuego con  Fang  sobre los hombros. El muchacho soltó un grito
de gratitud y cayó de rodillas; temblaba de la cabeza a los pies, le dolía todo el
cuerpo y respiraba con dificultad.
—¿Estás bien, Harry? ¿Estás bien? Di algo, Harry...
La peluda cara del guardabosques oscilaba sobre la del chico y tapaba las
estrellas. Harry olió a madera y a pelo de perro chamuscados; estiró un brazo y
se tranquilizó al tocar el tibio cuerpo de Fang, que temblaba a su lado.
—Estoy bien —dijo entrecortadamente—. ¿Y tú?
—Claro que estoy bien... Soy duro de pelar.
Hagrid  cogió  a  Harry  por  debajo  de  los  brazos  y  lo  levantó  con  tanto
ímpetu que lo dejó un momento suspendido en el aire antes de bajarlo al suelo.
El muchacho percibió que por la mejilla del guardabosques resbalaba sangre; el
guardabosques  tenía  un  profundo  corte  debajo  de  un  ojo,  que  se  le  estaba
hinchando por momentos.
—Tenemos  que  apagar  el  fuego  —dijo  Harry—.  Usa  el  encantamiento
Aguamenti...
—Ya sabía yo que era algo así  —murmuró Hagrid, y levantó un humeante
paraguas rosa con estampado de flores—. ¡Aguamenti! —exclamó.
Del extremo del paraguas salió un chorro de agua. Harry levantó su varita,
que  le  pesó  como  el  plomo,  y  lo  imitó:  «¡Aguamenti!»  Y  ambos  lanzaron  agua
sobre la cabaña hasta extinguir por completo las llamas.
—No  es  tan  grave  —comentó  con  optimismo  Hagrid  unos  minutos  más
tarde,  mientras  contemplaba  las  humeantes  ruinas  de  la  cabaña—.  Nada  que
Dumbledore no pueda arreglar.
Al oír ese nombre, Harry sintió una punzada en el estómago. En medio del
silencio y la quietud, el horror surgió en su interior.
—Hagrid...
—Les estaba vendando las patas a unos bowtruckles cuando los oí llegar —
explicó  el  guardabosques,  que  seguía  contemplando  los  restos  de  su  casa,
apesadumbrado—. Pobrecitos, se habrán quemado las ramitas...
—Hagrid...
—¿Qué ha pasado, Harry? He visto a unos  mortífagos que salían corriendo
del castillo, pero ¿qué demonios hacía Snape con ellos? ¿Adónde ha ido? ¿Los
estaba persiguiendo?
—Snape...  —Carraspeó;  tenía  la  garganta  seca  a  causa  del  pánico  y  el
humo—. Hagrid, Snape ha matado a...
—¿Que  ha  matado?  —se  extrañó  el  guardabosques  mirando  fijamente  a
Harry—. ¿Que Snape ha matado? ¿Qué estás diciendo?
—...a  Dumbledore  —concluyó  Harry—.  Snape...  ha  matado...  a
Dumbledore.
Hagrid se quedó atónito, con una expresión de absoluto desconcierto.
—¿Qué dices, Harry? ¿Que Dumbledore qué?
—Está muerto. Snape lo ha matado.
—No  digas  eso  —repuso  Hagrid  con  brusquedad—.  ¿Cómo  quieres  que
Snape  haya  matado  a  Dumbledore?  No  seas  estúpido,  Harry.  ¿Por  qué  dices
eso?
—Lo he visto con mis propios ojos.
—Es imposible.
—Lo he visto, Hagrid.
El  guardabosques  sacudió  la  cabeza  y  lo  miró  con  una  mezcla  de
incredulidad y compasión; al parecer, creía que Harry había recibido un golpe
en la cabeza, o estaba aturdido, o sufría las secuelas de algún embrujo...
—Dumbledore  debe  de  haberle  ordenado  a  Snape  que  se  vaya  con  los
mortífagos  —dijo—.  Supongo  que  tiene  que  conservar  su  tapadera.  Mira,
volvamos al colegio. Vamos, Harry...
El  muchacho  no  intentó  discutir  ni  darle  explicaciones.  Todavía  no  podía
controlar  los  temblores.  Al  fin  y  al  cabo,  Hagrid  no  tardaría  en  descubrir  la
verdad.  Mientras  dirigían  sus  pasos  hacia  el  castillo,  Harry  observó  que  se
habían  iluminado  muchas  ventanas  y  no  le  costó  imaginar  las  escenas  que
estarían desarrollándose dentro del edificio: la gente yendo y viniendo de una
habitación a otra, contándose unos a otros que habían entrado mortífagos en el
colegio, que la Marca brillaba sobre Hogwarts, que debían de haber matado a
alguien...
Las  puertas  de  roble  de  la  entrada  estaban  abiertas  y  la  luz  del  interior
iluminaba  el  sendero  y  la  extensión  de  césped.  Poco  a  poco,  con  vacilación,
empezaron  a  salir  profesores  y  alumnos  en  pijama;  bajaron  los  escalones  y
miraron alrededor, nerviosos, en busca de alguna señal de los mortífagos que
habían huido en plena noche. Sin embargo, los ojos de Harry estaban fijos en el
pie de la torre más alta. Le pareció distinguir un bulto negro acurrucado sobre
la  hierba,  aunque  en  realidad  estaba  demasiado  lejos  para  ver  nada.  Pero
mientras  contemplaba  el  sitio  donde  calculaba  que  debía  yacer  el  cadáver  de
Dumbledore, reparó en que la gente empezaba a dirigirse hacia allí.
—¿Qué  miran?  —preguntó  Hagrid  mientras  se  acercaban  a  la  fachada
principal con Fang  pegado a sus talones—. ¿Qué es eso que hay en la hierba?  —
añadió de repente, y viró hacia el pie de la torre de Astronomía, donde se estaba
formando un pequeño corro—. ¿Lo ves, Harry? Allí, al pie de la torre. Debajo
de la Marca... Cáspita, espero que no se haya caído nadie.
Hagrid  guardó  silencio,  porque  acababa  de  pensar  algo  demasiado
espantoso  para  expresarlo  en  voz  alta.  Harry  avanzaba  junto  a  él.  Notaba
diversas  contusiones  en  la  cara  y  las  piernas,  producto  de  los  maleficios  que
había recibido en la última media hora, aunque percibía el dolor de un modo
extraño,  con  cierta  indiferencia,  como  si  no  lo  padeciera  él  sino  alguien  que
estuviera junto a él. Lo que sí era real e ineludible era la espantosa presión que
notaba en el pecho...
Se  abrieron  paso  como  sonámbulos  entre  los  murmullos  de  la
muchedumbre  hasta  la  primera  fila,  donde  los  estupefactos  estudiantes  y
profesores habían dejado un hueco.
Harry  oyó  el  gemido  de  dolor  de  Hagrid,  pero  no  se  detuvo;  siguió
avanzando  despacio  hasta  el  sitio  donde  yacía  Dumbledore  y  se  agachó  a  su
lado.
Harry  había  comprendido  que  no  había  nada  que  hacer  en  cuanto  quedó
libre de la maldición de la inmovilidad total que le había echado Dumbledore,
pues eso sólo podía significar que su autor había muerto; con todo, no estaba
preparado para ver allí, con los brazos y las piernas extendidos, destrozado, al
mago más grande que él había conocido y conocería jamás.
Dumbledore  tenía  los  ojos  cerrados,  y  por  la  curiosa  posición  en  que  le
habían  quedado  los  brazos  y  las  piernas  podía  parecer  que  estaba  dormido.
Harry  alargó  un  brazo,  le  enderezó  las  gafas  de  media  luna  sobre  la  torcida
nariz y le limpió con la manga de su propia túnica un hilo de sangre que se le
escapaba por la boca. Entonces contempló aquel anciano y sabio rostro e intentó
asimilar la monstruosa e incomprensible verdad: Dumbledore jamás volvería a
hablarle, jamás podría ayudarlo...
Oía los murmullos a sus espaldas y al cabo de un rato, que a él le pareció
muy largo, se dio cuenta de que estaba arrodillado encima de algo duro y miró.
El  guardapelo  que  habían  logrado  robar  unas  horas  atrás  se  había  caído  del
bolsillo  de  Dumbledore  y  se  había  abierto,  quizá  debido  a  la  fuerza  con  que
había golpeado el suelo. Y aunque no podía sentir más conmoción, más horror
ni  más  tristeza  de  los  que  ya  sentía,  Harry  tuvo  la  impresión,  tan  pronto  lo
cogió, de que algo no encajaba...
Lo miró y remiró entre las manos. Ese guardapelo no era tan grande como
el que recordaba haber visto en el pensadero, ni tenía marca alguna: no había ni
rastro de la elaborada «S», la marca de Slytherin. Y en su interior sólo había un
trozo  de  pergamino,  doblado  y  fuertemente  apretado,  en  el  sitio  donde  tenía
que haber un retrato.
Automáticamente, sin reflexionar en lo que estaba haciendo, sacó el trozo
de  pergamino,  lo  desplegó  y,  a  la  luz  de  las  muchas  varitas  que  se  habían
encendido detrás de él, leyó:
Para el Señor Tenebroso.
Ya sé que moriré mucho antes de que leáis esto,
pero quiero que sepáis que fui yo quien
descubrió vuestro secreto.
He robado el Horrocrux auténtico
y lo destruiré en cuanto pueda.
Afrontaré la muerte con la esperanza de que,
cuando encontréis la horma de vuestro zapato,
volveréis a ser mortal.
R.A.B.
Harry no supo qué significaba aquel mensaje, ni le importó. Sólo importaba
una  cosa:  que  aquel  objeto  no  era  un  Horrocrux.  Dumbledore  se  había
debilitado  bebiendo  la  espantosa  poción,  y  todo  inútilmente.  Arrugó  el
pergamino en la mano y los ojos se le anegaron en lágrimas mientras, a su lado,
Fang empezaba a aullar.

29
El lamento del fénix

Ven, Harry...
—No.
—No puedes quedarte aquí, Harry... Vamos, ven conmigo...
—No.
No quería marcharse del lado de Dumbledore, no quería irse a ningún sitio.
La  mano  de  Hagrid temblaba  en  el  hombro  del  muchacho.  Entonces  otra voz
dijo:
—Vamos, Harry.
Una mano mucho más pequeña y suave le había cogido la suya y tiraba de
él  para  que  se  levantara.  El  muchacho  obedeció  a  ese  contacto  sin  prestarle
atención.  Cuando  ya  había  echado  a  andar  a  ciegas,  abriéndose  paso  entre  el
corro  de  gente,  percibió  un  perfume  floral  y  se  dio  cuenta  de  que  era  Ginny
quien  lo  guiaba  hacia  el  castillo.  Oía  voces  ininteligibles;  sollozos,  gritos  y
lamentos  hendían  la  oscuridad,  pero  ellos  siguieron  su  camino,  subieron  los
escalones de piedra y entraron en el vestíbulo. Harry veía caras cuyos rasgos no
distinguía;  sus  compañeros  lo  miraban  con  ojos  escrutadores  al  tiempo  que
susurraban  y  se  hacían  preguntas,  y  los  rubíes  de  Gryffindor  brillaban  en  el
suelo  como  gotas  de  sangre  mientras  ambos  se  dirigían  hacia  la  escalinata  de
mármol.
—Vamos a la enfermería —dijo Ginny.
—No estoy herido —replicó Harry.
—Son  órdenes  de  la  profesora  McGonagall  —repuso  ella—.  Están  todos
allí: Ron, Hermione, Lupin... Todos.
El miedo volvió a prender en el pecho de Harry: se había olvidado de los
cuerpos inertes que había dejado atrás.
—¿A quién más han matado, Ginny?
—No te preocupes, a ninguno de los nuestros.
—Pero la Marca Tenebrosa... Malfoy dijo que había pasado por encima de
un cadáver.
—Pasó por encima de Bill, pero él está bien, sigue vivo.
Sin  embargo,  Harry  advirtió  en  el  tono  de  Ginny  algo  que  no  auguraba
nada bueno.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura. Está... un poco molido, pero nada más. Lo atacó
Greyback. La señora Pomfrey dice que no... que no volverá a ser el de antes... —
A Ginny le tembló un poco la voz—. En realidad no sabemos qué consecuencias
tendrá.  Verás,  Greyback  es  un  hombre  lobo,  pero  no  se  había  transformado
cuando lo atacó...
—Pero los demás... Había otros cuerpos en el suelo.
—Neville  está  en  la  enfermería,  pero  la  señora  Pomfrey  afirma  que  se
pondrá bien. El profesor Flitwick perdió el conocimiento, aunque sólo está un
poco  débil  y  se  ha  empeñado  en  ir  a  vigilar  a  los  de  Ravenclaw.  Y  hay  un
mortífago  muerto;  lo  alcanzó  una  maldición  asesina  que  aquel  tipo  rubio  y
corpulento disparaba en todas direcciones... Si no llega a ser por tu poción de la
suerte,  Harry, me parece que nos habrían matado a todos, pero las maldiciones
pasaban rozándonos...
Llegaron  a  la  enfermería.  Al  entrar,  Harry  vio  a  Neville  acostado  en  una
cama  cerca  de  la  puerta;  al  parecer  dormía.  Ron,  Hermione,  Luna,  Tonks  y
Lupin se apiñaban  alrededor de una cama al fondo de la habitación. Todos se
volvieron  hacia  la  puerta.  Hermione  corrió  hacia  Harry  y  lo  abrazó;  Lupin
también fue hacia él, con gesto de aprensión.
—¿Te encuentras bien, Harry?
—Sí, estoy bien. ¿Cómo está Bill?
Nadie contestó. Harry miró por encima del hombro de Hermione y vio una
cara  irreconocible  sobre  la  almohada;  Bill  tenía  tantos  cortes  y  magulladuras
que  costaba  identificarlo.  La  señora  Pomfrey  le  aplicaba  en  las  heridas  un
ungüento verde de olor penetrante. Harry recordó la facilidad con que Snape le
había cerrado las heridas causadas por el Sectumsempra  a Malfoy, al pasar sobre
ellas la varita.
—¿No  puede  curarlo  con  algún  encantamiento?  —le  preguntó  a  la
enfermera.
—Para  esto  no  hay  encantamientos.  He  probado  todo  lo  que  sé,  pero  las
mordeduras de hombre lobo son incurables.
—Pero no lo han mordido con luna llena —objetó Ron, que contemplaba el
rostro  de  su  hermano  como  si  creyera  poder  arreglarlo  con  la  fuerza  de  la
mirada—. Greyback no se había transformado, así que Bill no se convertirá en
un... en un... —Miró vacilante a Lupin.
—No, no creo que Bill se convierta en un hombre lobo propiamente dicho
—observó  Lupin—,  pero  eso  no  significa  que  no  exista  cierto  grado  de
contaminación. Esas heridas están malditas. Es poco  probable que se curen por
completo y... Bill podría desarrollar algunos rasgos lobunos a partir de ahora.
—Seguro que a Dumbledore se le ocurre alguna solución  —insistió Ron—.
¿Dónde está? Bill peleó contra esos maníacos bajo las órdenes de Dumbledore,
así que el director está en deuda con él, no puede dejarlo en la estacada...
—Dumbledore ha muerto —dijo Ginny.
—¡No!  —Lupin,  atónito,  miró  a  Harry  con  la  esperanza  de  que  éste  lo
desmintiera,  pero  al  ver  que  se  quedaba  callado,  se  desplomó  en  una  silla,  al
lado de la cama de Bill, y se tapó la cara con ambas manos.
Era la primera vez que Harry lo veía derrumbarse; como tuvo la impresión
de  que  interrumpía  algo  íntimo,  se  dio  la  vuelta  y  miró  a  Ron,  con  el  que
intercambió una silenciosa mirada que confirmaba las palabras de Ginny.
—¿Cómo ha muerto? —susurró Tonks—. ¿Qué ha sucedido?
—Lo  mató  Snape  —declaró  Harry—.  Yo  estaba  delante,  lo  vi  con  mis
propios ojos. Dumbledore y yo fuimos directamente a la torre de Astronomía
porque  ahí  había  aparecido  la  Marca.  El  no  se  encontraba  bien,  estaba  muy
débil, pero creo que sospechó que nos habían tendido una trampa cuando oyó
pasos  que  subían  por  la  escalera.  Entonces  me  inmovilizó;  yo  no  podía  hacer
nada, y además llevaba puesta la capa invisible. Luego Malfoy abrió la puerta y
lo desarmó.  —Hermione se tapó la boca con la mano y Ron soltó un gemido. A
Luna  le  temblaban  los  labios—.  Llegaron  más  mortífagos,  y  entonces  Snape...
Snape... lo mató. Con la Avada Kedavra. —Harry no pudo continuar.
La señora Pomfrey rompió a llorar. Nadie le hizo caso excepto Ginny, que
susurró:
—¡Chist! ¡Escuche!
La enfermera, con los ojos como platos, tragó saliva y se tapó la boca con la
mano. Fuera, en la oscuridad, un fénix cantaba de un modo que Harry no había
oído nunca: era un triste lamento de una belleza sobrecogedora. Y el muchacho
sintió,  como  ya  le  había  ocurrido  anteriormente  al  oír  cantar  esa  ave,  que  la
música estaba dentro de él y no fuera: lo que resonaba por los jardines y entraba
por las ventanas del castillo era su propio dolor convertido, mediante magia, en
música.
Harry no sabía cuánto tiempo habían permanecido escuchando, ni por qué
aquel sonido que tan bien expresaba su desconsuelo reducía un poco el dolor
que  sentían  todos  los  presentes,  pero  tuvo  la  impresión  de  que  había
transcurrido una eternidad cuando la puerta de la enfermería volvió a abrirse y
entró  la  profesora  McGonagall.  Ella,  como  los  demás,  mostraba  huellas  de  la
reciente batalla: tenía varios arañazos en la cara y desgarrones en la túnica.
—Molly  y  Arthur  están  en  camino  —anunció,  y  rompió  el  hechizo  de  la
música:  todos  volvieron  en  sí  de  golpe,  como  si  salieran  de  un  trance,  y,
abandonando sus posiciones, miraron de nuevo a Bill, o se frotaron los ojos, o
movieron  la  cabeza—.  ¿Qué  ha  pasado,  Harry?  Según  Hagrid,  estabas  con  el
profesor  Dumbledore  cuando...  cuando  ha  sucedido.  Nos  ha  dicho  que  el
profesor Snape ha participado en...
—Snape mató a Dumbledore —dijo Harry.
La profesora lo miró fijamente y se tambaleó como si fuera a desmayarse.
La  señora  Pomfrey,  que  ya  se  había  serenado  un  poco,  se  adelantó  e  hizo
aparecer una silla que colocó detrás de la profesora McGonagall.
—Snape —repitió ésta con un hilo de voz, y se dejó caer en la silla—. Todos
nos preguntábamos... Pero él confiaba... En todo momento confió... ¡Snape!... No
puedo creerlo...
—Snape  era  un  experto  oclumántico  —intervino  Lupin  con  una  voz  más
áspera de lo habitual—. Eso ya lo sabíamos.
—¡Pero  Dumbledore  nos  juró  que  estaba  en  nuestro  bando!  —susurró
Tonks—.  Siempre  pensé  que  el  director  sabía  algo  sobre  Snape  que  nosotros
ignorábamos...
—Sí, siempre insinuó que tenía un motivo irrefutable para confiar en él  —
musitó McGonagall mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo con ribete
de  tela  escocesa—.  Claro,  con  el  historial  que  tenía  Snape...  es  lógico  que  la
gente  se  hiciera  preguntas.  Pero  Dumbledore  me  aseguró  de  manera  muy
explícita  que  el  arrepentimiento  de  Snape  era  absolutamente  sincero...  ¡No
quería oír ni una palabra contra él!
—Me encantaría saber qué le contó Snape para convencerlo —terció Tonks.
—Yo  lo  sé  —dijo  Harry,  y  todos  se  quedaron  mirándolo—.  Snape  le
proporcionó a Voldemort la información que provocó que éste emprendiera la
búsqueda de mis padres. Pero Snape le dijo a Dumbledore que no se había dado
cuenta  de  lo  que  había  hecho,  que  se  arrepentía  profundamente  de  haberlo
dicho y que lamentaba que mis padres hubieran muerto.
—¿Y se lo creyó?  —se extrañó Lupin—. ¿Dumbledore se creyó que Snape
lamentaba que James hubiera muerto? Pero si lo odiaba...
—Y  tampoco  creía  que  mi  madre  valiera  un  pimiento  —añadió  Harry—,
porque ella era hija de muggles... La llamaba «sangre sucia».
Nadie le preguntó cómo lo sabía. Parecían horrorizados y conmocionados,
como si trataran de asimilar la monstruosa verdad de lo ocurrido.
—Todo  esto  es  culpa  mía  —dijo  de  pronto  la  profesora  McGonagall,
retorciendo su húmedo pañuelo con ambas manos, muy turbada—. Yo tengo la
culpa. ¡Envié a Filius  a buscar a Snape, le pedí que fuera a buscarlo para que
nos  ayudara!  Si  no  lo hubiera  alertado  de  lo  que  estaba  pasando, quizá  no  se
hubiese unido a los mortífagos. No creo que supiera que habían entrado en el
castillo hasta que se lo contó Filius, ni creo que estuviera enterado de que iban a
venir.
—No  es  culpa  tuya,  Minerva  —dijo  Lupin  con  firmeza—.  Necesitábamos
ayuda y nos tranquilizó saber que Snape estaba en camino...
—¿Y  cuando  llegó  a  donde  se  libraba  la  batalla,  se  unió  al  bando  de  los
mortífagos? —preguntó Harry, que quería obtener hasta el más nimio detalle de
la  duplicidad  y  la  infamia  de  Snape  y  recogía  febrilmente  más  razones  para
odiarlo y jurar vengarse de él.
—No  sé  exactamente  qué  sucedió  —dijo  la  profesora  McGonagall,
abstraída—.  Resulta  todo  tan  confuso...  Dumbledore  nos  había  dicho  que  se
ausentaría del colegio unas horas y que debíamos patrullar por los pasillos por
si acaso. Remus, Bill y Nymphadora debían ayudarnos... así que nos pusimos a
vigilar.  Todo  parecía  tranquilo  y  los  pasadizos  secretos  que  daban  al  exterior
del colegio estaban controlados. Sabíamos que nadie podía entrar volando, pues
había  poderosos  sortilegios  en  todos  los  accesos  al  castillo.  Todavía  no  me
explico cómo pudieron colarse los mortífagos...
—Yo  sí  —dijo  Harry,  y  explicó  brevemente  lo  de  los  dos  armarios
evanescentes y el pasillo secreto que formaban—. O sea que entraron por la Sala
de  los  Menesteres.  —Casi  sin  proponérselo,  miró  a  Ron  y  Hermione,  que
estaban anonadados.
—Lo estropeé todo, Harry —se lamentó Ron con gesto sombrío—. Hicimos
lo  que  nos  ordenaste:  abrimos  el  mapa  del  merodeador  y  al  no  localizar  a
Malfoy pensamos que estaría en la Sala de los Menesteres, de modo que Ginny,
Neville y yo fuimos a hacer guardia en el pasillo... Pero Malfoy se nos escapó.
—Salió  de  la  sala  cuando  llevábamos  una  hora  vigilando  la  entrada  —
explicó Ginny—. Iba solo y llevaba ese repugnante brazo reseco...
—Su Mano de la Gloria  —especificó Ron—. Esa que sólo ilumina al que la
sostiene, ¿te acuerdas?
—Pues bien  —continuó Ginny—, debió de asomarse a ver si había alguien
antes de permitir que salieran los mortífagos, porque tan pronto nos vio lanzó
algo al aire y todo se puso negrísimo...
—Polvo peruano de oscuridad instantánea  —explicó Ron con amargura—.
¿Te suena? Cuando pille a Fred o George... No deberían venderle sus productos
a cualquiera.
—Lo probamos todo: Lumos, Incendio... —dijo Ginny—. Pero nada rompía la
oscuridad;  lo  único  que  conseguimos  fue  salir  a  tientas  del  pasillo  mientras
oíamos pasar a la gente por nuestro lado. Malfoy sí podía ver porque llevaba
esa mano que los guiaba, pero no nos atrevimos a echar ninguna maldición por
si nos dábamos unos a otros, y cuando llegamos a un pasillo iluminado, ellos ya
se habían marchado.
—Por  suerte  —intervino  Lupin  con  voz  ronca—,  Ron,  Ginny  y  Neville
tropezaron  con  nosotros  casi  de  inmediato  y  nos  contaron  lo  ocurrido.
Encontramos a los mortífagos unos minutos más tarde; se dirigían hacia la torre
de  Astronomía.  Es  evidente  que  Malfoy  no  esperaba  que  hubiera  tanta  gente
vigilando, pero al menos se había quedado sin polvo de oscuridad. Empezamos
a  pelear,  ellos  se  dividieron  y  los  perseguimos.  Uno  de  ellos,  Gibbon,  se
escabulló y subió por la escalera de la torre.
—¿Para poner la Marca? —preguntó Harry.
—Seguramente sí; debieron de acordarlo así antes de salir de la Sala de los
Menesteres —supuso Lupin—. Pero no creo que a Gibbon le agradara la idea de
esperar a Dumbledore allí arriba, solo, porque volvió a bajar rápidamente por la
escalera  y  siguió  peleando  hasta  que  lo  alcanzó  una  maldición  asesina  que
habían lanzado contra mí.
—Y si Ron estaba vigilando la Sala de los Menesteres con Ginny y Neville
—dijo Harry volviéndose hacia Hermione—, tú debías de estar...
—Frente al despacho de Snape, sí —susurró ella con lágrimas en los ojos—.
Con Luna. Estuvimos muchísimo rato sin que pasara nada... Pero no sabíamos
qué  estaba  sucediendo  arriba,  pues  Ron  se  había  llevado  el  mapa  del
merodeador.  Cuando  ya  era  casi  medianoche,  el  profesor  Flitwick  bajó
corriendo a las mazmorras. Iba gritando que había mortífagos en el castillo; creo
que  ni  siquiera  se  dio  cuenta  de  nuestra  presencia  porque  irrumpió  en  el
despacho  de  Snape  y  le  oímos  decirle  que  tenía  que  subir  con  él  a  ayudar;
después oímos un fuerte golpe y Snape salió a toda velocidad de su despacho, y
nos vio y... y...
—¿Qué? —urgió Harry.
—¡Fui  tan  estúpida,  Harry!  —dijo  Hermione  con  voz  quebrada—.  Snape
nos  dijo  que  el  profesor  Flitwick  se  había  desmayado  y  que  fuéramos  a
atenderlo mientras él... mientras él subía a combatir a los mortífagos... —Se tapó
la  cara,  avergonzada,  y  siguió  hablando  a  través  de  los  dedos,  que
amortiguaban su voz—. Entramos en su  despacho para ver si podíamos echar
una mano al profesor Flitwick y lo encontramos inconsciente en el suelo... Y...
ahora está tan claro... Snape debió de hacerle un encantamiento aturdidor, ¡pero
no nos dimos cuenta, Harry, no nos dimos cuenta y lo dejamos escapar!
—No tenéis la culpa —dijo Lupin—. Hermione, si no hubierais obedecido a
Snape, probablemente os habría matado a Luna y a ti.
—Y  entonces  subió  —discurrió  Harry,  que  se  imaginaba  a  Snape
ascendiendo como una flecha por la escalinata de mármol mientras sacaba  su
varita  de  la  negra  túnica,  que  ondeaba  tras  él,  al  tiempo  que  recorría  los
peldaños—, y llegó a donde los demás estabais peleando...
—Teníamos  problemas,  perdíamos  —dijo  Tonks  en  voz  baja—.  Gibbon
había caído, pero el resto de los mortífagos parecía dispuesto a combatir hasta
la  muerte.  Habían  herido  a  Neville,  Greyback  había  atacado  a  Bill...  La
oscuridad era total y volaban maldiciones por todas partes. Draco Malfoy había
desaparecido; supongo que se escabulló y subió a la azotea de la torre... Otros
mortífagos  lo  siguieron,  pero  uno  de  ellos  bloqueó  la  escalera  con  alguna
maldición, pues Neville se lanzó hacia ella y salió despedido por los aires...
—No  podíamos  atravesar  la  barrera  —explicó  Ron—,  y  ese  mortífago
inmenso  no  paraba  de  lanzar  embrujos  que  rebotaban  en  las  paredes  y  nos
pasaban muy cerca...
—Y entonces llegó Snape —continuó Tonks—, pero al cabo de un momento
desapareció.
—Yo lo vi correr hacia nosotros, pero en ese instante el mortífago enorme
me lanzó un embrujo que pasó rozándome, me agaché para esquivarlo y no me
enteré de lo que ocurría —dijo Ginny.
—Y yo lo vi atravesar la barrera invisible como si no existiera  —intervino
Lupin—. Intenté seguirlo, pero salí despedido, igual que Neville.
—Snape debía de saber un hechizo que nosotros no conocíamos  —dedujo
la profesora McGonagall—. Al fin y al cabo, era el profesor de Defensa Contra
las  Artes  Oscuras.  Creí  que  perseguía  a  los  mortífagos  que  habían  escapado
hacia la azotea...
—Pues  sí  —dijo  Harry,  colérico—,  pero  para  ayudarlos  y  no  para
atraparlos...  Y  seguro  que  esa  barrera  sólo  podías  atravesarla  si  tenías  una
Marca Tenebrosa en el brazo... ¿Qué pasó cuando bajó?
—Ese mortífago tan enorme acababa de lanzar un maleficio que hizo que se
desprendiera medio techo, pero también rompió la maldición que interceptaba
la escalera  —explicó Lupin—. Todos echamos a correr (bueno, los que todavía
nos teníamos en pie), y entonces Snape y el chico salieron de entre una nube de
polvo, y como es lógico, a ninguno se le ocurrió atacarlos...
—Los dejamos pasar sin más  —dijo Tonks con voz débil—  porque creímos
que los perseguían los mortífagos, y a continuación bajaron éstos con Greyback
y reanudamos  la pelea. Me pareció oír que Snape gritaba algo, pero no sé qué
fue...
—Gritó:  «Ya  está»  —precisó  Harry—.  Porque  ya  había  cumplido  su
cometido.
Se  produjo  un  silencio.  El  lamento  de  Fawkes  todavía  resonaba  por  los
jardines  del  castillo.  Mientras  la  melodía  se  propagaba  por  el  cielo,  unos
pensamientos inoportunos afloraron en la mente de Harry: ¿Se habrían llevado
el  cadáver  de  Dumbledore  del  pie  de  la  torre?  ¿Qué  harían  con  él?  ¿Dónde
descansaría?  Apretó  con  fuerza  los  puños,  metidos  en  los  bolsillos,  y  notó  el
roce del pequeño bulto del Horrocrux falso en los nudillos de la mano derecha.
Las puertas de la enfermería se abrieron de golpe y todos se sobresaltaron:
los  señores  Weasley  entraron  en  la  sala  precipitadamente,  seguidos  de  Fleur,
cuyo hermoso rostro estaba crispado por el pánico.
—Molly... Arthur... —dijo la profesora McGonagall; se levantó de un brinco
y corrió a saludarlos—. Lo siento tanto...
—Bill —susurró la señora Weasley, y pasó por delante de la profesora, pues
acababa de ver la maltrecha cara de su hijo—. ¡Oh, Bill!
Lupin y Tonks se levantaron y se apartaron para que los Weasley pudieran
acercarse más a la cama. La madre de Bill se inclinó sobre su hijo y le besó la
ensangrentada frente.
—¿Dices  que  lo  atacó  Greyback?  —le  preguntó  el  señor  Weasley  a  la
profesora McGonagall—. Pero ¿no se había transformado? ¿Y entonces? ¿Qué le
va a pasar a Bill?
—Todavía  no  lo  sabemos  —respondió  ella,  y  miró  a  Lupin  con  gesto  de
impotencia.
—Seguramente  tendrá  alguna  secuela,  Arthur  —dijo  Lupin—.  Es  un  caso
muy  raro,  posiblemente  el  único...  No  sabemos  cómo  se  comportará  cuando
despierte...
La señora Weasley le quitó el apestoso ungüento de las manos a la señora
Pomfrey y empezó a aplicárselo a Bill en las heridas.
—¿Y  Dumbledore?  —preguntó  su  marido—.  Minerva,  ¿es  verdad  que
está...?
Mientras  la  profesora  McGonagall  asentía  con  la  cabeza,  Harry  notó  que
Ginny se movía a su lado y la miró. La muchacha tenía los ojos entornados y
clavados en Fleur, que contemplaba a Bill con el terror reflejado en la cara.
—Muerto... Dumbledore... —susurró el señor Weasley, pero su esposa sólo
tenía ojos para su hijo mayor.
La  señora  Weasley  rompió  a  sollozar  y  sus  lágrimas  cayeron  sobre  el
mutilado rostro de Bill.
—Ya  sé  que  no  importa  el  aspecto  que  tenga...  Eso  no  es...  lo  más...
importante... Pero era un chico tan guapo... Siempre fue muy guapo. ¡Mira que
pasarle esto precisamente ahora que iba a casarse!
—¿Se  puede  sabeg  qué  significa  eso?  —saltó  Fleur—.  ¿Qué  quiegue  decig
«iba» a casagse?
La  señora  Weasley  la  miró  con  los  ojos  anegados  en  lágrimas  y  gesto  de
asombro.
—Pues... nada, que...
—¿Cree que Bill ya no  quegá casagse  conmigo?  —inquirió Fleur—. ¿Piensa
que pog culpa de esas mogdedugas dejagá de amagme?
—No, yo no he dicho eso...
—¡Pues  se  equivoca!  —gritó  Fleur.  Se  irguió  cuan  alta  era  y  se  apartó  la
larga melena plateada—.  Paga  que Bill no me  quisiega haguía  falta  algo más que
un hombgue lobo!
—Sí, claro que sí  —dijo la señora Weasley—, pero pensé que quizá... dado
el estado en que... en que...
—¿Creyó  que  no  queguía  casagme  con  él?  ¿O  quizá  confiaba  en  que  no
quisiega casagme  con él?  —replicó Fleur; estaba tan enfadada que le temblaban
las  aletas  de  la  nariz—.  ¿Qué  más  da  el  aspecto  que  tenga?  ¡Me  paguece  que
tenemos de  sobga  con mi belleza! ¡Lo único que  demuestgan  esas  cicatguices  es la
gan  valentía de mi  futugo maguido!  ¡Y déme eso! ¡Ya lo hago yo!  —añadió con
fiereza al tiempo que apartaba a la señora Weasley de un empujón y le quitaba
el ungüento de las manos.
La  madre  de  los  Weasley  tropezó,  chocó  contra  su  marido  y  se  quedó
mirando cómo Fleur le curaba las heridas a Bill con una expresión muy extraña.
Nadie  decía  nada;  Harry  no  se  atrevía  ni  a  moverse.  Como  todos  los  demás,
esperaba que la señora Weasley estallara.
—Nuestra  tía  abuela  Muriel  —dijo  la  mujer  tras  una  larga  pausa—  tiene
una diadema preciosa, hecha por duendes, y estoy segura de que lograré que te
la  preste  para  la  boda.  Muriel  quiere  mucho  a  Bill,  ¿sabes?,  y  a  ti  te  quedará
muy bonita, con el pelo que tienes.
—Gacias —dijo Fleur fríamente—. Será un placer.
Y  de  repente  ambas  se  abrazaron  llorando.  Harry,  desconcertado,  se
preguntó  si  el  mundo  se  habría  vuelto  loco;  se  dio  la  vuelta  y  vio  que  Ron
estaba tan pasmado como él y que Ginny y Hermione se miraban con asombro.
—¿Lo  ves?  —dijo  entonces  una  agresiva  voz.  Tonks  fulminaba  con  la
mirada  a  Lupin—.  ¡Fleur  sigue  queriendo  casarse  con  él,  aunque  lo  hayan
mordido! ¡A ella no le importa!
—Es  diferente  —replicó  Lupin  moviendo  apenas  los  labios  y  poniéndose
tenso—. Bill no será un hombre lobo completo. Son dos casos totalmente...
—¡Pero  a  mí  tampoco  me  importa!  ¡No  me  importa!  —gritó  Tonks
agarrando  a  Lupin  por  la  pechera  de  la  túnica  y  zarandeándolo—.  Te  lo  he
dicho un millón de veces...
Y  de  pronto  Harry  lo  comprendió  todo:  el  significado  del  patronus  de
Tonks y el de su cabello desvaído, y el motivo por el que había ido rápidamente
a  buscar  a  Dumbledore  tras  oír  el  rumor  de  que  Greyback  había  atacado  a
alguien. No era de Sirius de quien Tonks se había enamorado...
—Y  yo  te  he  dicho  a  ti  un  millón  de  veces  —replicó  Lupin  con  la  vista
clavada  en  el  suelo  para  no  mirarla—  que  soy  demasiado  mayor  para  ti,
demasiado pobre, demasiado peligroso...
—Siempre  he  mantenido  que  has  tomado  una  postura  ridícula  respecto  a
este  tema,  Remus  —intervino  la  señora  Weasley  asomando  la  cabeza  por
encima del hombro de Fleur mientras le daba unas palmaditas en la espalda a
su futura nuera.
—No  he  tomado  ninguna  postura  ridícula  —se  defendió  Lupin—.  Tonks
merece a alguien joven y sano.
—Pero ella te quiere a ti —terció el señor Weasley esbozando una sonrisa—.
Y al fin y al cabo, Remus, los jóvenes sanos no siempre se mantienen así.  —Y
con tristeza señaló a su hijo, que yacía entre ellos.
—Ahora no es momento para hablar de esto —dijo Lupin esquivando todas
las miradas, y añadió con abatimiento—: Dumbledore ha muerto...
—Dumbledore se habría alegrado más que nadie de que hubiera un  poco
más de amor en el mundo —dijo la profesora McGonagall con tono cortante, y
en  ese  momento  se  abrieron  otra  vez  las  puertas  de  la  enfermería  y  entró
Hagrid.
Tenía  la  frente  empapada  y  los  ojos  hinchados;  lloraba  desconsolado  y
llevaba un pañuelo de lunares en la mano.
—Ya está... Ya lo he hecho, profesora —dijo entre sollozos—. Me... me lo he
llevado.  La  profesora  Sprout  ha  enviado  a  los  chicos  a  acostarse.  El  profesor
Flitwick está descansando, pero dice que se pondrá bien en un periquete, y el
profesor Slughorn ya ha informado al ministerio.
—Gracias,  Hagrid  —dijo  McGonagall,  y  se  puso  en  pie—.  Tendré  que
hablar  con  los  del  ministerio  en  cuanto  lleguen.  Hagrid,  por  favor,  diles  a  los
jefes de las casas (Slughorn puede representar a Slytherin) que quie ro verlos en
mi despacho de inmediato. Y me gustaría que tú también estuvieras presente.
El  guardabosques  asintió,  se  dio  la  vuelta  y  salió  de  la  enfermería
arrastrando los pies. La profesora se dirigió entonces a Harry:
—Antes  de  hablar  con  ellos  desearía  charlar  un  momento  contigo.  Si
quieres acompañarme...
El muchacho murmuró un «Nos vemos luego» dirigido a Ron, Hermione y
Ginny, y siguió a McGonagall hacia la puerta. Los pasillos estaban vacíos y sólo
se oía la lejana canción del fénix. Harry tardó unos  minutos en comprender que
no iban al despacho de la profesora sino al de Dumbledore, y unos segundos
más  en  darse  cuenta  de  que,  como  hasta  entonces  ella  había  sido  la
subdirectora,  tras  la  muerte  de  Dumbledore  debía  de  haber  pasado  a  ser
directora... y por lo tanto, le correspondía ocupar la habitación que había detrás
de la gárgola.
Subieron  en  silencio  por  la  escalera  de  caracol  móvil  y  entraron  en  el
despacho circular. Harry no sabía muy bien qué esperaba encontrar allí: quizá
los muebles estarían tapados con sábanas negras, o a lo mejor habían llevado el
cadáver  de  Dumbledore...  Sin  embargo,  el  despacho  estaba  casi  igual  que
cuando  el  anciano  profesor  lo  había  abandonado  unas  horas  antes:  los
instrumentos de plata zumbaban y echaban humo en sus mesitas de patas finas,
la  espada  de  Gryffindor  seguía  reluciendo  en  la  urna  de  cristal  a  la  luz  de  la
luna,  y  el  Sombrero  Seleccionador  reposaba  en  un  estante,  detrás  de  la  mesa.
Pero la percha de  Fawkes  estaba vacía: el fénix seguía en los jardines cantando
su  lamento. Y un  nuevo retrato se había añadido a los anteriores directores y
directoras de Hogwarts... Dumbledore dormía apaciblemente en un lienzo con
marco de oro, colgado de la pared que había detrás de la mesa, con las gafas de
media luna sobre la torcida nariz.
Tras  echarle  un  vistazo  a  ese  retrato,  la  profesora  McGonagall  hizo  un
extraño  movimiento,  como  si  se  armara  de  valor,  bordeó  la  mesa  y  se  colocó
frente a Harry, con el semblante tenso y surcado de arrugas.
—Me gustaría saber qué hicisteis el profesor Dumbledore y tú esta noche
cuando os marchasteis del colegio —dijo.
—No  puedo  contárselo,  profesora  —respondió  Harry.  Como  suponía  que
se lo preguntaría, tenía la respuesta preparada. Dumbledore le había pedido en
ese mismo despacho que no le revelara  el contenido de sus clases particulares a
nadie, salvo a Ron y Hermione.
—Podría ser importante, Harry —insistió ella.
—Lo  es  —convino  el  muchacho—.  Es  muy  importante,  pero  él  me  pidió
que no se lo contara a nadie.
La profesora lo fulminó con la mirada.
—Potter —a Harry no se le escapó que volvía a llamarlo por su apellido—,
en vista de la muerte del profesor Dumbledore, creo que te darás cuenta de que
la situación ha cambiado un poco...
—A mí me parece que no  —replicó Harry, y se encogió de hombros—. El
profesor  Dumbledore  no  me  dijo  que  dejara  de  obedecer  sus  órdenes  si  él
moría.
—Pero...
—Aunque hay una cosa que usted sí debería saber antes de que lleguen los
del ministerio: la señora Rosmerta está bajo la maldición  imperius. Ella ayudaba
a Malfoy y los mortífagos; así fue como el collar y el hidromiel envenenado...
—¿Rosmerta?  —se  extrañó  McGonagall,  incrédula,  pero,  antes  de  que
pudiera  continuar,  llamaron  a  la  puerta  y  los  profesores  Sprout,  Flitwick  y
Slughorn  entraron  en  el  despacho,  seguidos  de  Hagrid,  que  todavía  lloraba  a
lágrima viva y temblaba de aflicción.
—¡Snape!  —exclamó  Slughorn,  que  parecía  el  más  afectado,  pálido  y
sudoroso—. ¡Snape! ¡Fue alumno mío! ¡Y yo que creía conocerlo!
En  ese  momento  un  mago  de  cutis  cetrino  y  flequillo  corto  y  negro  que
acababa  de  llegar  a  su  lienzo,  hasta  entonces  vacío,  habló  desde  lo  alto  de  la
pared con voz aguda:
—Minerva,  el  ministro  llegará  dentro  de  unos  segundos,  acaba  de
desaparecerse del ministerio.
—Gracias, Everard —respondió McGonagall, y se volvió con rapidez hacia
los profesores—. Quiero hablar con vosotros del futuro de Hogwarts antes de
que  él  llegue  aquí  —dijo—.  Personalmente,  no  estoy  segura  de  que  el  colegio
deba abrir sus puertas el curso próximo. La muerte del director a manos de uno
de nuestros colegas es una deshonra para Hogwarts. Es algo horroroso.
—Yo estoy convencida de que Dumbledore habría deseado que el colegio
siguiera  abierto  —opinó  la  profesora  Sprout—.  Creo  que  mientras  un  solo
alumno quiera venir, Hogwarts debe permanecer disponible para él.
—Pero  ¿tendremos  algún  alumno  después  de  lo  ocurrido?  —se  preguntó
Slughorn mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo de seda—. Los
padres  preferirán  que  sus  hijos  se  queden  en  casa,  y  no  me  extraña.  En  mi
opinión, no creo que corramos más peligro en Hogwarts que en cualquier otro
sitio,  pero  es  lógico  que  las  madres  no  piensen  lo  mismo,  y,  como  es  natural,
querrán que las familias se mantengan unidas.
—Estoy  de  acuerdo  —concedió  la  profesora  McGonagall—.  Pero,  de
cualquier modo, no es cierto que Dumbledore nunca  concibiera una situación
por  la  que  Hogwarts  tuviera  que  cerrar,  pues  se  lo  planteó  cuando  volvió  a
abrirse  la  Cámara  de  los  Secretos.  Y,  a  mi  entender,  su  asesinato  es  más
inquietante  que  la  posibilidad  de  que  el  monstruo  de  Slytherin  viviera
escondido en las entrañas del castillo.
—Hay  que  consultar  a  los  miembros  del  consejo  escolar  —apuntó  el
profesor  Flitwick  con  su  aguda  vocecilla;  tenía  un  gran  cardenal  en  la  frente,
pero por lo demás parecía haber salido ileso de su  desmayo en el despacho de
Snape—.  Debemos  seguir  el  procedimiento  establecido.  No  hay  que  tomar
decisiones precipitadas.
—Tú  todavía  no  has  dicho  nada,  Hagrid  —dijo  McGonagall—.  ¿Qué
opinas? ¿Debería continuar Hogwarts abierto?
El guardabosques, que había estado llorando en silencio y tapándose la cara
con su gran pañuelo de lunares, alzó sus enrojecidos e hinchados ojos y dijo con
voz ronca:
—No  lo  sé,  profesora...  Eso  tienen  que  decidirlo  usted  y  los  jefes  de  las
casas...
—El  profesor  Dumbledore  siempre  tuvo  en  cuenta  tus  opiniones  —le
recordó ella con amabilidad—, y yo también.
—Bueno,  yo  me  quedo  aquí  —aseguró  Hagrid  mientras  unas  gruesas
lágrimas  volvían  a  resbalarle  hacia  la  enmarañada  barba—.  Este  es  mi  hogar,
vivo aquí desde que tenía trece años. Y si hay niños que quieren que les enseñe,
lo  haré.  Pero...  no  sé...  Hogwarts  sin  Dumbledore...  —Tragó  saliva  y  volvió  a
ocultarse detrás de su pañuelo.
Se quedaron en silencio.
—Muy  bien  —concluyó  la  profesora  McGonagall  mirando  por  la  ventana
para  ver  si  llegaba  el  ministro—,  entonces  coincido  con  Filius  en  que  lo  más
adecuado es consultar al consejo escolar, que será quien tome la decisión final.
»Y  respecto  a  cómo  enviar  a  los  alumnos  a  sus  casas...  hay  razones  para
hacerlo  cuanto  antes.  Podríamos  hacer  venir  el  expreso  de  Hogwarts  mañana
mismo si fuera necesario...
—¿Y  el  funeral  de  Dumbledore?  —preguntó  Harry,  que  llevaba  rato
callado.
—Pues... —titubeó McGonagall, y añadió con voz levemente temblorosa—:
Me consta que su deseo era reposar aquí, en Hogwarts...
—Entonces así se hará, ¿no? —saltó Harry.
—Si  el  ministerio  lo  considera  apropiado  —repuso  ella—.  A  ningún  otro
director ni directora lo han...
—Ningún otro director ni directora hizo tanto por este colegio como él  —
gruñó Hagrid.
—Dumbledore  debería  descansar  en  Hogwarts  —afirmó  el  profesor
Flitwick.
—Sin duda alguna —coincidió la profesora Sprout.
—Y en ese caso —continuó Harry—, no deberían enviar a los estudiantes a
sus casas antes del funeral. Todos querrán decirle...
La  última  palabra  se  le  quedó  atascada  en  la  garganta,  pero  la  profesora
Sprout terminó la frase por él:
—... adiós.
—Bien  dicho  —dijo  el  profesor  Flitwick  con  voz  chillona—.  ¡Muy  bien
dicho,  sí,  señor!  Nuestros  estudiantes  deberían  rendirle  homenaje,  es  lo  que
corresponde.  Podemos  organizar  el  traslado  a  sus  casas  después  de  la
ceremonia.
—Apoyo la propuesta —bramó la profesora Sprout.
—Supongo que... sí...  —dudó Slughorn con voz nerviosa, mientras Hagrid
soltaba un estrangulado sollozo de asentimiento.
—Ya  viene  —dijo  de  pronto  la  profesora  McGonagall,  que  observaba  los
jardines—. El ministro... Y, por lo que parece, trae una delegación...
—¿Puedo marcharme?  —preguntó Harry. No tenía ningunas ganas de ver
a Rufus Scrimgeour esa noche, ni de ser interrogado por él.
—Sí, vete —repuso McGonagall—, y deprisa.
La  profesora  fue  hacia  la  puerta  y  la  mantuvo  abierta  para  que  saliera
Harry, que bajó la escalera de caracol a toda prisa y echó a correr por el desierto
pasillo; se había dejado la capa invisible en la torre de Astronomía, pero no le
importaba; en los pasillos no había nadie que pudiera verlo, ni siquiera Filch, la
Señora  Norris  ni  Peeves.  Tampoco  se  cruzó  con  nadie  hasta  que  entró  en  el
pasadizo que conducía a la sala común de Gryffindor.
—¿Es  cierto?  —susurró  la  Señora  Gorda  cuando  Harry  llegó  ante  el
retrato—. ¿Es verdad que Dumbledore... ha muerto?
—Sí.
La Señora Gorda emitió un gemido y, sin esperar a que Harry pronunciara
la contraseña, se apartó para dejarlo pasar.
Ya  se  imaginaba  que  la  sala  común  estaría  abarrotada  de  estudiantes  y
cuando  entró  por  el  hueco  del  retrato  se  produjo  un  silencio.  Vio  a  Dean  y
Seamus sentados con otros compañeros; eso significaba que el dormitorio debía
de estar vacío, o casi. Sin decir una palabra ni mirar a nadie, cruzó la sala y se
metió por la puerta que conducía a los dormitorios de los chicos.
Tal como había supuesto, Ron lo estaba esperando, vestido y sentado en su
cama. Harry se sentó en la suya y los dos se limitaron a mirarse a los ojos un
instante.
—Están hablando de cerrar el colegio —apuntó Harry.
—Lupin ya dijo que seguramente lo harían. —Hubo una pausa—. ¿Y bien?
—añadió Ron en voz muy baja,  como si temiera que los muebles escucharan—.
¿Encontrasteis uno? ¿Encontrasteis un Horrocrux?
Harry negó con la cabeza. Todo lo que había sucedido  alrededor del lago
negro parecía una remota pesadilla. ¿De verdad había ocurrido, y tan sólo unas
horas atrás?
—¿No lo encontrasteis? —preguntó Ron—. ¿No estaba allí?
—No. Alguien se lo llevó y dejó uno falso en su lugar.
—¿Se lo llevaron?
Harry sacó el guardapelo falso de su bolsillo, lo abrió y se lo tendió a Ron.
El  relato  completo  podía  esperar;  esa  noche  nada  importaba  salvo  el  final,  el
final de su inútil aventura, el final de la vida de Dumbledore...
—R.A.B. —susurró Ron—. Pero ¿quién era?
—No  lo  sé.  —Harry  se  tumbó  en  la  cama,  completamente  vestido,  y  se
quedó mirando el techo. No sentía ninguna curiosidad por averiguar quién era
R.A.B.; más bien dudaba que algún día volviera a sentir curiosidad por algo. Sin
embargo, advirtió que los jardines estaban en silencio.  Fawkes  había dejado de
cantar.
Y aunque no fuera capaz de explicar cómo, supo que el fénix se había ido,
se había marchado de Hogwarts para siempre, igual que Dumbledore, que se
había marchado del colegio, del mundo... y había abandonado a Harry.

30
El sepulcro blanco

Se  suspendieron  las  clases  y  se  aplazaron  los  exámenes.  En  los  dos  días
siguientes, algunos padres se llevaron a sus hijos de Hogwarts; las gemelas Patil
se  marcharon  la  mañana  después  de  la  muerte  de  Dumbledore,  antes  del
desayuno,  y  a  Zacharias  Smith  fue  a  recogerlo  su  altanero  padre.  Seamus
Finnigan,  en  cambio,  se  negó  rotundamente  a  acompañar  a  su  madre  a  casa;
discutieron  a  gritos  en  el  vestíbulo,  y  al  final  ella  permitió  que  su  hijo  se
quedara  hasta  después  del  funeral.  Seamus  les  contó  a  Harry  y  Ron  que  a  su
madre le había costado mucho encontrar una cama libre en Hogsmeade porque
no  cesaban  de  llegar  al  pueblo  magos  y  brujas  que  querían  presentarle  sus
últimos respetos a Dumbledore.
Los  estudiantes  más  jóvenes  se  emocionaron  mucho  cuando  vieron  por
primera vez un carruaje azul pálido, del tamaño de una casa y tirado por una
docena de enormes caballos alados de crin y cola blancas, que llegó volando a
última hora de la tarde  —el día antes del funeral—  y aterrizó en el borde  del
Bosque Prohibido. Harry, desde una ventana, vio a una gigantesca y atractiva
mujer de pelo negro y piel aceitunada que bajaba los escalones del carruaje y se
lanzaba a los brazos del sollozante Hagrid.
Entretanto,  iban  acomodando  en  el  castillo  a  una  delegación  de
funcionarios del ministerio, entre ellos el ministro de Magia en persona. Harry
evitaba  con  diligencia  cualquier  contacto  con  ellos,  aunque  estaba  seguro  de
que, tarde o temprano, volverían a pedirle que relatara la última excursión de
Dumbledore.
Harry,  Ron,  Hermione  y  Ginny  siempre  estaban  juntos.  Hacía  un  tiempo
espléndido que parecía burlarse de ellos, y Harry se imaginaba cómo habrían
sido las cosas si Dumbledore no hubiera muerto y si dispusieran de esos días a
final de curso para estar juntos, una vez Ginny hubiera terminado sus exámenes
y  ya  no  sufrieran  la  presión  de  los  deberes...  Y,  una  y  otra  vez,  retrasaba  el
momento de decir lo que debía decir, y de hacer lo que debía hacer, porque le
costaba demasiado renunciar a su mayor fuente de consuelo.
Dos veces al día iban a la enfermería. A Neville ya le habían dado el alta,
pero Bill seguía bajo los cuidados de la señora Pomfrey. Tenía unas cicatrices
horribles;  de  hecho,  se  parecía  mucho  a  Ojoloco  Moody,  aunque  por  fortuna
conservaba tanto los ojos como las piernas; pero su carácter no había cambiado.
La principal diferencia es que enseguida desarrolló una gran afición a los filetes
de carne poco hechos.
«Es  una  suegte  que  se  case  conmigo  —había  dicho  Fleur  alegremente
mientras  le  arreglaba  las  almohadas  a  Bill—,  pogque  los  bguitánicos  cocinan
demasiado la cagne, siempgue lo he afigmado.»
—Supongo que tendré que aceptar que es verdad que se va a casar con ella
—suspiró  Ginny  esa  noche.  Los  cuatro  estaban  sentados  junto  a  la  ventana
abierta  de  la  sala  común  de  Gryffindor,  contemplando  los  jardines  en
penumbra.
—No  está  tan  mal  —dijo  Harry—.  Aunque  es  muy  fea  —se  apresuró  a
añadir al ver que Ginny arqueaba las cejas, y ella soltó una risita de resignación.
—En fin, si mi madre la soporta, yo también puedo hacerlo.
—¿Ha muerto alguien más que conozcamos?  —preguntó Ron a Hermione,
que leía detenidamente El Profeta Vespertino.
Hermione hizo una mueca ante la forzada dureza en el tono de Ron.
—No —contestó, y dobló el periódico—. Todavía están buscando a Snape,
pero no hay ni rastro de él.
—Claro  que  no  —intervino  Harry,  que  se  encendía  siempre  que  salía  ese
tema—. No lo hallarán hasta que encuentren a Voldemort, y dado el poco éxito
que han tenido hasta ahora...
—Voy a acostarme —anunció Ginny dando un bostezo—. No duermo muy
bien desde que... bueno, estoy cansada y necesito dormir.
Besó a Harry (Ron miró adrede hacia otro lado), se despidió con la mano de
los  otros  dos  y  se  encaminó  hacia  los  dormitorios  de  las  chicas.  En  cuanto  la
puerta se hubo cerrado detrás de ella, Hermione se inclinó hacia delante con esa
expresión suya tan característica.
—Harry, esta mañana he encontrado una cosa en la biblioteca...
—¿Tiene relación con R.A.B.? —preguntó él al tiempo que se enderezaba.
A diferencia de tantas otras veces, no se sentía emocionado, ni intrigado ni
ansioso por llegar al fondo de un misterio; pero sabía que tenía que descubrir la
verdad  acerca  del  auténtico  Horrocrux  si  pretendía  seguir  avanzando  por  el
oscuro y sinuoso camino que se abría ante él, el camino que había emprendido
con Dumbledore y que de ahora en adelante tendría que recorrer solo. Todavía
podía  haber  hasta  cuatro  Horrocruxes  escondidos  en  algún  sitio,  y  si  se  le
presentaba  cualquier  remota  posibilidad  de  enfrentarse  a  Voldemort,  suponía
que debía encontrarlos y eliminarlos todos antes de acabar con él. Harry seguía
recitando los nombres de tales objetos para sus adentros, como si de esa forma
se  acercara  un  poco  a  ellos:  «El  guardapelo,  la  copa,  la  serpiente,  algo  de
Gryffindor  o  de  Ravenclaw...  El  guardapelo,  la  copa,  la  serpiente,  algo  de
Gryffindor o de Ravenclaw...»
Por la noche, mientras dormía, ese mantra debía de latirle en la mente, y en
sus  sueños siempre aparecían copas, guardapelos y misteriosos objetos que el
muchacho  no  conseguía asir, aunque Dumbledore le ofrecía una escalerilla de
cuerdas que se convertían en serpientes en cuanto empezaba a trepar por ellas...
La  mañana  después  de  la  muerte  de  Dumbledore,  le  había  enseñado  a
Hermione la nota encontrada dentro del guardapelo, y a pesar de que ella no
había  reconocido  las  iniciales  ni  las  había  relacionado  con  ningún  mago,
misterioso sobre el que hubiera leído, desde entonces fue a la biblioteca más a
menudo de lo estrictamente necesario, considerando que ya no tenía que hacer
deberes.
—No  —dijo  Hermione,  pesarosa—.  Lo  he  intentado,  Harry,  pero  no  he
encontrado  nada.  Hay  un  par  de  magos  bastante  famosos  con  esas  iniciales,
Rosalind  Antigone  Bungs  y  Rupert  Axebanger  Brookstanton,  pero creo  que  no
encajan. A juzgar por lo que pone en esa nota, la persona que robó el Horrocrux
conocía  a  Voldemort,  y  no  he  descubierto  ni  la  más  mínima  prueba  de  que
Bungs  o  Axebanger  tuvieran  trato  alguno  con  él...  No,  lo  que  quería  decirte...
Bueno, se trata de Snape.
Parecía sentirse incómoda por el simple hecho de volver a pronunciar ese
nombre.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Harry con fastidio, y volvió a reclinarse en
el respaldo de la butaca.
—Verás, resulta que yo tenía parte de razón con lo del Príncipe Mestizo  —
dijo ella con tono vacilante.
—¿Es imprescindible que me lo restriegues por la nariz, Hermione? ¿Cómo
crees que me siento cuando pienso en ello?
—¡No, no, Harry, no me refería al libro!  —repuso ella precipitadamente, y
echó  un  vistazo  alrededor  para  comprobar  que  no  los  escuchaba  nadie—.  Es
que  tenía  razón  cuando  decía  que  Eileen  Prince  había  sido  propietaria  de  ese
libro. Mira, ella... ¡era la madre de Snape!
—Ya me pareció que no era muy guapa —comentó Ron, pero Hermione no
le hizo caso.
—Estaba  repasando  el  resto  de  los  Profetas  viejos  y  encontré  un  pequeño
anuncio que decía que Eileen Prince iba a casarse con un tal Tobias Snape, y en
un periódico posterior, otro anuncio de que había dado a luz a...
—... un asesino —se adelantó Harry con gesto de asco.
—Bueno... sí. Así que... en parte tenía razón. Snape debía de estar orgulloso
de llevar el apellido Prince porque, según decía  El Profeta, Tobías Snape era un
muggle, ¿me explico?
—Sí, eso encaja —admitió Harry—. Decidió darles coba a los sangre limpia
para  poder  hacerse  amigo  de  Lucius  Malfoy  y  sus  compinches...  Es  igual  que
Voldemort:  madre  sangre  limpia,  padre  muggle...  Avergonzado  de  sus
orígenes,  utilizaba  las  artes  oscuras  para  que  los  demás  lo  temieran  y  adoptó
otro  nombre,  un  nombre  impresionante  como  hizo  lord  Voldemort:  Príncipe
Mestizo... ¿Cómo no se dio cuenta Dumbledore?
Se interrumpió y miró por la ventana. No podía dejar de darle vueltas a la
inexcusable confianza que el anciano profesor había depositado en Snape. Sin
embargo, aun sin habérselo propuesto, Hermione acababa  de recordarle que a
él también lo habían engañado. Pese a que los hechizos garabateados en el libro
cada  vez  eran  más  macabros,  Harry  no  había  querido  pensar  mal  de  ese
personaje tan inteligente que tanto lo había ayudado...
«Que tanto lo había ayudado...»  Después de lo ocurrido, ese pensamiento
resultaba casi insoportable.
—Sigo sin entender por qué no se chivó de que estabas utilizando el libro
—comentó Ron—. Él seguramente sabía de dónde sacabas la información.
—Lo  sabía  —dijo  Harry  con  amargura—.  Se  dio  cuenta  cuando  utilicé  el
Sectumsempra  y  ni  siquiera  necesitó  la  Legeremancia.  Quizá  lo  supo  incluso
antes por los comentarios de Slughorn sobre lo bien que me desenvolvía en las
clases de Pociones... No me explico cómo se le ocurrió dejar su viejo libro en el
fondo del armario.
—Pero ¿por qué no te acusó?
—Supongo  que  no  quería  que  lo  relacionaran  con  ese  texto  —observó
Hermione—. A Dumbledore no le habría gustado mucho si se hubiera enterado.
Y aunque Snape hubiera fingido que no era suyo, Slughorn le habría reconocido
la letra en el acto. En fin, el caso es que el libro se quedó en la antigua aula de
Snape,  y  estoy  segura  de  que  Dumbledore  sabía  que  la  madre  de  éste  se
apellidaba Prince.
—Debí  enseñárselo  a  Dumbledore  —murmuró  Harry—.  El  quiso
demostrarme  que Voldemort ya era maligno cuando estudiaba en el colegio, y
yo tenía en mis manos la prueba de que Snape también...
—«Maligno» es una palabra muy fuerte —susurró Hermione.
—¡Tú eras la que no paraba de decirme que el dichoso libro era peligroso!
—Lo que intento decir, Harry, es que estás asumiendo una responsabilidad
exagerada. Yo creía que el príncipe tenía un desagradable sentido del humor,
pero jamás me pasó por la cabeza que fuera un asesino en potencia...
—Ninguno  de  nosotros  podía  imaginar  que  Snape  fuera  capaz  de...  ya
sabes —dijo Ron.
Se quedaron callados, absortos en sus pensamientos; pero Harry intuyó que
sus  amigos,  igual  que  él,  pensaban  en  las  exequias  de  Dumbledore,  que  se
celebrarían  a  la  mañana  siguiente.  Como  Harry  nunca  había  asistido  a  un
funeral, porque al morir Sirius su cadáver desapareció y no pudieron enterrarlo,
no se imaginaba la situación y lo inquietaba un poco no saber qué iba a ver ni
cómo se sentiría. Se preguntaba si la muerte de Dumbledore se convertiría en
algo más real cuando la ceremonia terminase. Aunque había momentos en que
la  espantosa  verdad  amenazaba  con  abrumarlo  por  completo,  también  había
períodos  de  aturdimiento  en  que  todavía  le  costaba  creer  que  el  anciano
director hubiera muerto, a pesar de que en el castillo no se hablaba de otra cosa.
Sin  embargo,  había  aceptado  la  muerte  de  Dumbledore  en  lugar  de  aferrarse
desesperadamente  a  la  idea  de  que  éste  pudiera  volver  a  la  vida  por  algún
medio, como había hecho tras la desaparición de Sirius. Palpó la fría cadena del
Horrocrux  falso  que  tenía  en  el  bolsillo;  la  llevaba  consigo  a  todas  partes,  no
como un talismán, sino como un recordatorio del precio que habían pagado por
él y de lo que todavía quedaba por hacer.
Al día siguiente se levantó temprano para preparar el equipaje, puesto que
el  expreso  de  Hogwarts  partiría  una  hora  después  del  funeral.  En  el  Gran
Comedor se respiraba una atmósfera de profunda melancolía. Todos llevaban
sus túnicas de gala, pero nadie parecía tener hambre. La profesora McGonagall
había  dejado  vacía  la silla  del  centro  de  la mesa  del  profesorado,  más  grande
que las demás. La silla de Hagrid también estaba vacía; Harry pensó que quizá
el guardabosques no se había sentido capaz de desayunar; en cambio, el lugar
de Snape lo había ocupado, sin ceremonias, Rufus Scrimgeour. Harry esquivó
los amarillentos ojos del ministro cuando éstos recorrieron el comedor; tenía la
desagradable  sensación  de  que  el  ministro  lo  buscaba  con  la  mirada.  Entre  el
séquito de Scrimgeour distinguió el cabello pelirrojo de  Percy Weasley. Ron no
dio otra señal de haber advertido la presencia de su hermano que clavarles el
tenedor con una brusquedad inusitada a los arenques ahumados.
En la mesa de Slytherin, Crabbe y Goyle cuchicheaban con las cabezas muy
juntas. Y aunque ambos eran fornidos, parecían indefensos sin la alta y pálida
figura de Malfoy a su lado, dándoles órdenes. Harry no había dedicado mucho
tiempo  a  pensar  en  él,  pues  toda  su  animadversión  se  había  concentrado  en
Snape; sin embargo, no había olvidado el miedo  que teñía la voz de Malfoy en
lo alto de la torre, ni el hecho de que había bajado la varita antes de que llegaran
los otros mortífagos. Harry no creía que Draco hubiera sido capaz de matar a
Dumbledore, y aunque seguía detestándolo por su afición a las artes oscuras, su
desprecio  se  atenuaba  con  una  pizca  de  lástima.  ¿Dónde  estaría  ahora?,  se
preguntó.  ¿Y  qué  estaría  obligándole  a  hacer  Voldemort  bajo  la  amenaza  de
matarlos a él y a sus padres?
Los pensamientos de Harry se vieron interrumpidos cuando Ginny le hincó
un codo en las  costillas. La profesora McGonagall se había puesto en pie y el
lastimero rumor que sonaba en el comedor se apagó de inmediato.
—Ha  llegado  el  momento  —anunció  la  profesora—.  Por  favor,  seguid  a
vuestros jefes de casa a los jardines. Los alumnos de Gryffindor, esperad a que
salga yo.
Los  estudiantes  se  levantaron  de  los  bancos  y  desfilaron  casi  en  silencio.
Harry  vio  a  Slughorn,  que  llevaba  una  espléndida  y  larga  túnica  verde
esmeralda con bordados de plata, en cabeza de la columna de Slytherin, y a la
profesora Sprout, jefa de la casa de Hufflepuff, que nunca había ido tan aseada,
pues no tenía ni un solo remiendo en el sombrero. Cuando llegaron al vestíbulo,
vieron a la señora Pince de pie junto a Filch: ella iba con un tupido velo  negro
que le llegaba hasta las rodillas, y él con un viejo traje y una corbata negros que
apestaban a naftalina.
Al acercarse a los escalones de piedra de la entrada, Harry vio que todos se
dirigían  hacia  el  lago.  Los  tibios  rayos  del  sol  le  acariciaron  la  cara  cuando
siguió  en  silencio  a  la  profesora  McGonagall.  Hacía  un  espléndido  día  de
verano.
Habían colocado cientos de sillas en hileras a ambos lados de un pasillo y
encaradas  hacia  una  mesa  de  mármol  que  presidía  la  escena.  La  mitad  de  las
sillas  ya  estaban  ocupadas  por  una  extraordinaria  variedad  de  personas:
elegantes  y  harapientas,  jóvenes  y  viejas.  Harry  sólo  reconoció  a  algunas,  por
ejemplo,  a  los  miembros  de  la  Orden  del  Fénix  Kingsley  Shacklebolt,  Ojoloco
Moody  y  Tonks,  cuyo  cabello  había  recuperado  milagrosamente  un  tono  rosa
muy llamativo, cogida de la mano de Remus Lupin; los señores Weasley; Bill,
acompañado y ayudado por Fleur, y seguido por Fred y George, que llevaban
chaquetas  de  piel  de  dragón  negra.  También  estaba  Madame  Máxime,  que
ocupaba  dos  sillas  y  media;  Tom,  el  dueño  del  Caldero  Chorreante;  Arabella
Figg,  la  vecina  squib  de  Harry;  la  melenuda  que  tocaba  el  bajo  en  el  grupo
mágico  Las  Brujas  de  Macbeth;  Ernie  Prang,  el  conductor  del  autobús
noctámbulo;  Madame  Malkin,  de  la  tienda  de  túnicas  del  callejón  Diagon;  y
algunos  otros  a  los  que  Harry  sólo  conocía  de  vista,  como  el  camarero  de
Cabeza de Puerco y la bruja que llevaba el carrito de la comida en el expreso de
Hogwarts. También estaban presentes los fantasmas del castillo, que sólo eran
visibles  cuando  se  movían,  pues  la  luz  del  sol  hacía  brillar  sus  intangibles  y
etéreas figuras.
Harry, Ron, Hermione y Ginny se sentaron al final de una hilera, junto al
lago. El continuo susurro de la concurrencia sonaba como la brisa al acariciar  la
hierba,  pero  el  canto  de  los  pájaros  era  mucho  más  intenso.  Seguía  llegando
gente; Harry vio cómo Luna ayudaba a Neville a sentarse y sintió un profundo
cariño por ellos. Luna y Neville eran los únicos miembros del ED que habían
respondido a la llamada  de Hermione la noche que mataron a Dumbledore, y
Harry sabía por qué: ellos eran los que más añoraban el ED; seguramente eran
los únicos que habían mirado con regularidad sus monedas con la esperanza de
que se hubiera convocado otra reunión.
Cornelius  Fudge  pasó  por  su  lado  y  se  dirigió  hacia  las  primeras  filas;
parecía  muy  compungido  y  hacía  girar  su  bombín,  como  de  costumbre.  A
continuación Harry reconoció a Rita Skeeter y se enfureció al ver que llevaba un
bloc de notas, con las uñas pintadas de rojo; y  luego, con un arrebato de rabia,
distinguió  a  Dolores  Umbridge,  que  exhibía  una  expresión  de  dolor  poco
convincente  en  su  cara  de  sapo  y  se  adornaba  los  rizos  rojo  pardusco  con  un
lazo de terciopelo negro. Al ver al centauro Firenze, que estaba de pie como   un
centinela  cerca  del  borde  del  agua,  Umbridge  dio  un  respingo  y  se  encaminó
rápidamente hacia un asiento muy apartado de él.
Los últimos en sentarse fueron los profesores. Harry observó a Scrimgeour,
con  aire  grave  y  circunspecto,  situado  en  primera  fila  con  la  profesora
McGonagall, y se preguntó si el ministro o alguna otra de aquellas personas tan
importantes sentía verdadera tristeza por la muerte de Dumbledore. Pero en ese
momento oyó una melodía, una melodía extraña que parecía de otro mundo, de
modo que se olvidó del desprecio que le inspiraba el ministerio y miró en busca
del  origen  del  sonido.  Sin  embargo,  no  fue  el  único,  pues  otras  personas
también volvieron la cabeza con cierta alarma.
—Allí  —le  susurró  Ginny  al  oído  señalando  las  luminosas  aguas  verde
claro.
Entonces el muchacho vio un coro de gente del agua que cantaba en una
lengua extraña; las pálidas caras se mecían a escasa distancia de la superficie y
sus violáceas cabelleras ondeaban alrededor, y Harry se acordó con horror de
los  inferi.  La melodía le puso carne de gallina, y, sin embargo, no era un sonido
desagradable.  Sin  duda  hablaba  de  la  pérdida  de  un  ser  querido  y  de  la
desesperación  que  provoca.  Mientras  contemplaba  las  transidas  caras  de  la
gente  del  agua,  Harry  tuvo  la  impresión  de  que  al  menos  esos  seres  sí
lamentaban la muerte de Dumbledore. Ginny volvió a darle un codazo y él giró
la cabeza.
Hagrid  caminaba  despacio  por  el  pasillo.  Sollozaba  en  silencio  y  tenía  el
rostro  surcado  de  lágrimas;  en  los  brazos,  envuelto  en  terciopelo  morado
salpicado  de  estrellas  doradas,  llevaba  el  cadáver  de  Dumbledore.  Al  verlo, a
Harry  se  le  hizo  un  nudo  en  la  garganta,  y  por  unos  instantes  fue  como  si  la
extraña  melodía  y  la  conciencia  de  estar  tan  cerca  del  cadáver  del  anciano
profesor hicieran  desaparecer el calor y la luz del entorno. Ron estaba pálido e
impresionado, y Ginny y Hermione derramaban gruesas lágrimas que les caían
en el regazo.
Los muchachos no veían bien qué pasaba en la parte delantera. Parecía que
Hagrid  había  depositado  el  cadáver  con  extremo  cuidado  sobre  la  mesa  de
mármol.  A  continuación  se  retiró  por  el  pasillo  sonándose  con  fuertes
trompetazos  que  atrajeron  algunas  miradas  escandalizadas,  entre  ellas  la  de
Dolores  Umbridge...  Pero  Harry  sabía  que  a  Dumbledore  no  le  habría
importado. Intentó hacerle un gesto cariñoso a Hagrid cuando éste pasó por su
lado,  pero  el  guardabosques  tenía  los  ojos  tan  hinchados  que  era  un  milagro
que  pudiera  ver  dónde  pisaba.  Harry  miró  hacia  la  hilera  a  la  que  se  dirigía
Hagrid y comprendió cómo se guiaba a pesar del llanto, porque allí, vestido con
una  chaqueta  y  unos  pantalones  confeccionados  con  tela  suficiente  para
levantar una carpa, se hallaba el gigante Grawp, cuya enorme y fea cabeza, lisa
como un canto de río, se inclinaba con gesto dócil, casi humano. Hagrid se sentó
al  lado  de  su  hermanastro  y  éste  le  dio  unas  palmaditas  en  la  cabeza,  lo  que
provocó  que  la  silla  del  guardabosques  se  hundiera  unos  centímetros  en  el
suelo. Harry sintió un breve y maravilloso impulso de reír. Pero entonces  dejó
de sonar la melodía y el muchacho dirigió de nuevo la vista al frente.
Un  individuo  bajito  y  de  cabello  ralo,  ataviado  con  una  sencilla  túnica
negra,  estaba  de  pie  frente  al  cadáver  de  Dumbledore.  Harry  no  oía  lo  que
decía.  Algunas  palabras  sueltas  llegaban  flotando  hasta  ellos  por  encima  de
cientos de cabezas: «nobleza de espíritu», «contribución intelectual», «grandeza
de corazón»... Pero casi carecían de significado. No tenían mucho que ver con el
Dumbledore  que  Harry  había  conocido.  De  pronto  recordó  lo  que  significaba
para el director de Hogwarts decir unas pocas palabras: «¡Papanatas! ¡Llorones!
¡Baratijas!  ¡Pellizco!»,  y,  una  vez  más,  tuvo  que  reprimir  una  sonrisa.  ¿Qué  le
estaba sucediendo?
Oyó un débil chapoteo a su izquierda y vio que la gente  del agua también
había  salido  a  la  superficie  para  escuchar.  Y  recordó  que  hacía  dos  años
Dumbledore se había agachado junto al borde del agua, muy cerca de donde él
estaba  sentado  en  ese  momento,  para  conversar  en  sirenio  con  la  jefa  sirena.
Harry se preguntó entonces dónde habría aprendido a hablar esa lengua. Había
tantas  cosas  que  nunca  le  había  preguntado,  tantas  cosas  que  debería  haberle
dicho...
Y sin previo aviso la cruda realidad cayó sobre él, de una forma mucho más
rotunda e innegable que hasta ese instante: Dumbledore estaba muerto, se había
ido para siempre. El muchacho apretó con todas sus fuerzas el frío guardapelo
hasta que se hizo daño, pero no pudo impedir que unas abrasadoras lágrimas le
brotaran de los ojos; volvió la cabeza en dirección  opuesta a la que se hallaban
Ginny  y  los  demás,  y  contempló  el  Bosque  Prohibido,  al  otro  lado  del  lago,
mientras el hombrecillo de negro seguía hablando. Percibió que algo se movía
entre  los  árboles:  los  centauros  también  se  habían  acercado  a  presentar  sus
respetos. No salieron de los límites del bosque, pero Harry los distinguió medio
escondidos entre las sombras, observando a los magos, con los arcos a punto. Y
recordó también la pesadilla de su incursión inicial en el Bosque Prohibido, la
primera  vez  que  vio  aquel  engendro  que  entonces  era  Voldemort,  y  cómo  se
había enfrentado a él, y que poco después había hablado con Dumbledore de la
importancia de seguir luchando a pesar de que la batalla estuviera perdida. En
aquella ocasión el anciano profesor había dicho que era crucial pelear y volver a
pelear, y seguir peleando porque sólo de ese modo podría mantenerse a raya el
mal, aunque nunca se llegara a erradicarlo.
Y mientras estaba allí sentado, al intenso calor del sol, Harry se percató de
que  todas  las  personas  que  lo  querían  se  habían  alzado  ante  él  una  tras  otra,
decididas  a  protegerlo:  su  madre,  su  padre,  su  padrino  y,  por  último,
Dumbledore;  pero  eso  había  terminado.  Ya  no  podía  permitir  que  nadie  se
interpusiera entre él y Voldemort, y debía olvidar  para siempre que los padres
ofrecían un refugio que protegía de todo mal, esa ilusión que tendría que haber
perdido cuando tan sólo contaba un año de edad. No había forma de despertar
de  esa  pesadilla,  no  había  susurro  reconfortante  en  la  oscuridad  que  le
asegurara  que  estaba  a  salvo,  que  todo  era  producto  de  su  imaginación;  el
último y el más excelso de sus protectores había muerto y él se encontraba más
solo que nunca.
El  hombrecillo  de  negro  terminó  su  discurso  y  volvió  a  sentarse.  Harry
supuso  que  se  levantaría  alguien  más,  pues  imaginaba  que  el  ministro
pronunciaría otro discurso, pero nadie se movió.
Entonces  varias  personas  chillaron.  Unas  llamas  relucientes  y  blancas
habían  prendido  alrededor  del  cadáver  de Dumbledore  y  de  la mesa  sobre  la
que reposaba, y se alzaron cada vez más, hasta ocultar por completo el cadáver.
Un  humo  blanco  ascendió  en  espiral  y  moldeó  extrañas  formas:  en  un
sobrecogedor  instante,  a  Harry  le  pareció  ver  cómo  un  fénix  volaba  hacia  el
cielo, dichoso,  pero un segundo más tarde el fuego había desaparecido. En su
lugar  había  un  sepulcro  de  mármol  blanco  que  contenía  el  cuerpo  de
Dumbledore y la mesa sobre la que lo habían tendido.
Volvieron  a  oírse  gritos  de  asombro  cuando  cayó  del  cielo  una  lluvia  de
flechas  que  fueron  a  parar  lejos  de  la  gente.  Y  Harry  comprendió  que  era  el
homenaje de los centauros; a continuación vio cómo éstos daban media vuelta y
desaparecían  de  nuevo  en  el  umbrío  bosque.  La  gente  del  agua  también  se
hundió despacio en las verdes aguas y se perdió de vista.
Harry  miró  a  sus  amigos:  Ron  mantenía  los  ojos  entornados,  como  si  lo
deslumbrara  el sol; las lágrimas surcaban el rostro de Hermione, pero Ginny ya
no lloraba. Ella lo miró con la misma expresión firme y decidida que cuando lo
había abrazado después de ganar sin él la Copa de Quidditch, y Harry se dio
cuenta  de  que  ambos  se  entendían  a  la  perfección,  y  cuando  le  dijera  lo  que
pensaba  hacer,  ella  no  le  replicaría:  «Ten  cuidado»  o  «No  lo  hagas»,  sino  que
aceptaría su decisión porque no esperaba menos de él. Así que se armó de valor
para decir lo que sabía que debía decir desde la muerte de Dumbledore.
—Oye,  Ginny...  —musitó,  mientras  alrededor  la  gente  reanudaba  las
conversaciones interrumpidas poco antes y se levantaba—. No podemos seguir
saliendo juntos. Tenemos que dejar de vernos.
Ella esbozó una enigmática sonrisa y replicó:
—Es por alguna razón noble y absurda, ¿verdad?
—Estas  últimas  semanas  contigo  han  sido...  como  un  sueño  —prosiguió
Harry—. Pero no puedo... no podemos... Ahora tengo cosas que hacer y d ebo
hacerlas solo.
Ginny no se puso a llorar, sino que se limitó a mirarlo a los ojos.
—Voldemort utiliza a los seres queridos de sus enemigos. A ti ya te utilizó
una vez como cebo, y únicamente porque eras la hermana de mi mejor amigo.
Imagínate  el  peligro  que  correrías  si  siguiéramos  juntos.  El  se  enterará,  lo
averiguará. Intentará llegar hasta mí a través de ti.
—¿Y si no me importara? —replicó Ginny.
—A  mí  sí  me  importa  —repuso  Harry—.  ¿Cómo  crees  que  me  sentiría  si
éste fuera tu funeral... y si yo tuviera la culpa?
Ginny desvió la mirada y se quedó contemplando el lago.
—En realidad nunca renuncié a ti —dijo—. Aunque no lo parezca. Siempre
albergué esperanzas... Hermione me aconsejó que me olvidara de ti, que saliera
con otros chicos, que me relajara un  poco cuando tú estuvieras delante, porque
antes  me  quedaba  muda  en  cuanto  aparecías,  ¿te  acuerdas?  Y  ella  creía  que
quizá te fijarías más en mí si yo me distanciaba un poco.
—Es que es muy lista  —repuso Harry, y sonrió—. ¡Ojalá te hubiera pedido
antes  que  salieras  conmigo!  Habríamos  podido  pasar  mucho  tiempo  juntos...
meses... años quizá...
—Pero estabas demasiado ocupado salvando el mundo mágico —sentenció
Ginny con una risita—. Bueno, la verdad es que no me sorprende. Ya sabía que
al  final  ocurriría  esto.  Estaba  convencida  de  que  no  estarías  contento  si  no
perseguías a Voldemort. Quizá por eso me gustas tanto.
Harry  creyó  que  no  podría  mantenerse  firme  en  su  propósito  si  seguía
sentado  al  lado  de  Ginny.  Observó  que  Ron  abrazaba  a  Hermione  y  le
acariciaba  el cabello mientras ella lloraba con la cabeza apoyada en su hombro,
y  que  a  Ron  también  le  resbalaban  las  lágrimas  por  su  larga  nariz.  Con  aire
compungido, Harry se puso en pie, les dio la espalda a Ginny y al sepulcro de
Dumbledore  y  echó  a  andar  por  la  orilla  del  lago.  Se  sentía  mucho  mejor
caminando que sentado, y cuando empezara a buscar los Horrocruxes y matara
a Voldemort, también se sentiría mejor que sólo pensando en ello...
—¡Harry!
Se  dio  la  vuelta.  Rufus  Scrimgeour  cojeaba  hacia  él  por  la  orilla,
apoyándose en su bastón.
—Confiaba  en  poder  hablar  un  momento  contigo...  ¿Te  importa  si
caminamos juntos?
—No —respondió Harry con indiferencia, y se puso en marcha.
—Qué tragedia  —dijo el ministro en voz baja—, no te imaginas cómo me
afectó la noticia. Dumbledore era un gran mago. Teníamos nuestras diferencias,
como bien sabes, pero nadie conoce mejor que yo...
—¿Qué quiere? —preguntó Harry con voz cansina.
A Scrimgeour no le gustó su tono, pero, como había hecho en otra ocasión,
se controló y adoptó un gesto de tristeza y comprensión.
—Comprendo que estés destrozado  —aseguró—. Sé que querías mucho a
Dumbledore. Hasta es posible que hayas sido su alumno favorito. El lazo que os
unía...
—¿Qué quiere? —repitió Harry, y esta vez se detuvo.
Scrimgeour  también  se  detuvo,  se  apoyó  en  su  bastón  y  miró  fijamente  a
Harry con expresión perspicaz.
—Dicen  que  fuiste  con  él  cuando  se  marchó  del  colegio  la  noche  que  lo
mataron.
—¿Quién dice eso?
—Alguien le hizo un encantamiento aturdidor a un mortífago en lo alto de
la  torre cuando Dumbledore ya había muerto. Y allí arriba también había dos
escobas. En el ministerio sabemos sumar, Harry.
—Me alegro. Pero mire, adonde fui con él y qué hicimos allí es asunto mío.
El no quería que lo supiera nadie.
—Haces  gala  de  una  lealtad  admirable,  desde  luego  —comentó
Scrimgeour,  que  hacía  visibles  esfuerzos  por  contener  su  irritación—,  pero
Dumbledore ha muerto, Harry. Muerto.
—Dumbledore sólo abandonará el colegio cuando no quede aquí nadie que
le sea fiel —dijo Harry sonriendo a su pesar.
—Mira, muchacho, ni siquiera él puede volver de...
—Yo  no  digo  que  pueda  regresar.  Usted  no  lo  entendería.  Pero  no  tengo
nada que explicarle.
Scrimgeour vaciló un momento y, con un tono que pretendía ser delicado,
dijo:
—El  ministerio  puede  brindarte  toda  clase  de  protección,  ya  lo  sabes,
Harry. Para mí sería un placer poner a un par de mis aurores a tu servicio...
Harry rió.
—Voldemort  quiere  matarme  él  en  persona  y  los  aurores  no  van  a
impedírselo. Así que gracias por el ofrecimiento, pero no, gracias.
—Entonces  —continuó Scrimgeour con tono más frío—, lo que te pedí en
Navidad...
—¿Qué  me  pidió?  ¡Ah,  sí!  Que  le  contara  a  todo  el  mundo  el  espléndido
trabajo que están haciendo a cambio de...
—¡A cambio de levantarle la moral a la gente! —le espetó Scrimgeour.
Harry lo miró un momento y preguntó:
—¿Ha soltado ya a Stan Shunpike?
El  rostro  del  ministro  se  congestionó  y  el  muchacho  se  acordó  de  su  tío
Vernon.
—Ya veo que sigues...
—Fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste —sentenció Harry—. Pues sí.
Scrimgeour le lanzó una mirada penetrante; luego giró sobre los talones y
se marchó cojeando sin decir nada más. Harry comprobó que Percy y el resto de
la  delegación  del  ministerio  lo  esperaban.  Lanzaban  nerviosas  ojeadas  al
sollozante  Hagrid  y  a  Grawp,  que  todavía  no  se  habían  levantado  de  sus
asientos.  Ron  y  Hermione  corrían  hacia  Harry  y  se  cruzaron  con  Scrimgeour.
Harry se dio la vuelta y siguió andando despacio, dándoles tiempo para que lo
alcanzaran. Los tres se reunieron por fin bajo la sombra de un haya  donde se
habían sentado a veces en tiempos más felices.
—¿Qué quería Scrimgeour? —susurró Hermione.
—Lo  mismo  que  quería  en  Navidad  —contestó  Harry  con  desgana—.
Pretendía  que  le  pasara  información  confidencial  sobre  Dumbledore  y  que
prestara mi cara y mi nombre para hacer propaganda del ministerio.
Ron  pareció  debatir  un  momento  consigo  mismo  y  luego  le  dijo  a
Hermione:
—¡Déjame volver y pegarle un puñetazo a Percy!
—No —repuso el con firmeza al tiempo que lo agarraba por el brazo.
—¡Me quedaré muy descansado!
Harry rompió a reír. Hasta Hermione sonrió un poco, aunque la sonrisa se
le borró de los labios cuando miró hacia el castillo.
—No soporto pensar que quizá no volvamos a Hogwarts —dijo con un hilo
de voz—. ¿Cómo pueden cerrar el colegio?
—A lo mejor no lo hacen —especuló Ron—. Aquí no corremos más peligro
que en nuestras casas, ¿no? Ahora no estamos seguros en ningún sitio. Incluso
diría que en Hogwarts estamos más protegidos, porque en ningún otro sitio hay
tantos magos para defenderlo. ¿Tú qué opinas, Harry?
—Yo no pienso volver aunque el colegio siga abierto.
Ron se quedó mirándolo boquiabierto, pero Hermione dijo con voz triste:
—Ya me imaginaba que dirías eso. Pero entonces ¿qué harás?
—Volveré  una  vez  más  a  casa  de  los  Dursley  porque  Dumbledore  así  lo
deseaba. Pero será una breve visita y después me iré para siempre.
—¿Y adonde irás si no piensas volver al colegio?
—He  pensado  que  podría  regresar  al  valle  de  Godric  —murmuró  Harry.
Tenía esa idea en la cabeza desde la noche que murió Dumbledore—. Para mí,
todo empezó allí. Tengo la sensación de que necesito ir a ese lugar. Así podré
visitar la tumba de mis padres.
—Y luego ¿qué? —preguntó Ron.
—Luego  tendré  que  buscar  los  otros  Horrocruxes,  ¿no?  —contestó  el
muchacho  mientras  contemplaba  el  blanco  sepulcro  del  director,  que  se
reflejaba en el agua, al otro lado del lago—. Eso es lo que Dumbledore quería
que  hiciera,  por  eso  me  lo  contó  todo  sobre  ellos.  Si  él  tenía  razón,  y  estoy
seguro de que así es, todavía quedan cuatro. Debo encontrarlos y destruirlos, y
luego he de ir en busca de la séptima parte del alma de Voldemort, la  parte que
todavía  está  en  su  cuerpo,  y  matarlo.  Y  si  por  el  camino  me  encuentro  con
Severus Snape —añadió—, mejor para mí y peor para él.
Hubo  un  largo  silencio.  La  muchedumbre  casi  se  había  dispersado  ya,
mientras  que  los  rezagados  rehuían  la  monumental  figura  de  Grawp,  que
seguía abrazando a Hagrid, cuyos aullidos de dolor todavía resonaban sobre las
aguas del lago.
—Nos encontraremos allí, Harry —dijo Ron.
—¿Dónde?
—En casa de tus tíos. Y luego iremos contigo allá donde tú vayas.
—Ni  hablar  —replicó  Harry;  no  había  previsto  eso,  creía  que  sus  amigos
entenderían que quería hacer solo aquel peligrosísimo viaje.
—Una  vez  nos  dijiste  —intervino  Hermione—  que  teníamos  tiempo  para
echarnos atrás. Y ya lo ves, no lo hemos hecho.
—Estaremos  a  tu  lado  pase  lo  que  pase  —afirmó  Ron—.  Pero,  ¡eh!,  antes
que nada, incluso antes de ir al valle de Godric, tendrás que pasar por casa de
mis padres.
—¿Por qué?
—La boda de Bill y Fleur, ¿recuerdas?
Harry lo miró con asombro; la idea de que todavía pudiera existir algo tan
normal como una boda parecía tan increíble como maravillosa.
—Sí, eso no podemos perdérnoslo —dijo al fin.
Sin pensarlo, Harry cerró la mano con fuerza alrededor del Horrocrux falso,
pero pese a todo, pese al oscuro y sinuoso camino que veía extenderse ante él,
pese al encuentro final con Voldemort que tarde o temprano se produciría  —
¿quién  sabía  si  pasaría  un  mes,  o  un  año,  o  diez?—,  se  animó  al  pensar  que
todavía quedaba un espléndido día de paz y que podría disfrutarlo con Ron y
Hermione.