28
La huida del príncipe
Harry sintió como si él también saltara por los aires. ¡¡Aquello no era real, no podía haber pasado!!
—Fuera de aquí, rápido —ordenó Snape.
Agarró a Malfoy por la nuca y lo empujó hacia la puerta; Greyback y los
achaparrados hermanos los siguieron, estos últimos resollando enardecidos.
Cuando desaparecieron por la puerta, Harry se dio cuenta de que ya podía
moverse; lo que ahora lo tenía paralizado contra el muro no era la magia, sino el
horror y la conmoción. Tiró la capa invisible al suelo en el instante en que el
último mortífago, el de rasgos brutales, trasponía la puerta.
—¡Petrificus totalus!
El mortífago se dobló como si lo hubieran golpeado con algo sólido en la
espalda y se derrumbó, rígido como una figura de cera; pero, incluso antes de
que tocara el suelo, Harry le pasó por encima y corrió escaleras abajo en la
oscuridad.
El miedo le oprimía el pecho. Tenía que llegar hasta Dumbledore y atrapar
a Snape. Sabía que esas dos cosas estaban relacionadas de algún modo: si
lograba juntarlos a los dos enmendaría lo sucedido. Dumbledore no podía
haber muerto...
Saltó los diez últimos peldaños de la escalera de caracol y se detuvo en
seco, varita en ristre. El oscuro pasillo estaba invadido por una nube de polvo,
pues se había derrumbado una parte del techo. Vio que había varias personas
peleando, pero cuando intentó distinguir quién luchaba contra quién, oyó a
aquella voz odiosa gritar: «¡Ya está, tenemos que irnos!», y vio desaparecer a
Snape por una esquina al final del pasillo; Malfoy y él se habían abierto paso a
través de la pelea y habían salido ilesos. Harry se lanzó hacia ellos, pero alguien
se separó de la refriega y se abalanzó sobre él: era Greyback, el hombre lobo. Se
le echó encima antes de que pudiera levantar la varita, y Harry cayó hacia atrás
sintiendo el mugriento y apelmazado pelo de Greyback en la cara, el hedor a
sangre y sudor impregnándole la nariz y la boca, y aquel ávido y cálido aliento
en el cuello...
—¡Petrificus totalus!
Greyback se desplomó sobre Harry, que con un esfuerzo enorme lo apartó
y lo tiró al suelo al tiempo que un rayo de luz verde salía disparado hacia él; se
agachó para esquivarlo y se zambulló en la pelea. Pisó algo blando y
resbaladizo, se tambaleó y distinguió dos cuerpos tendidos boca abajo en medio
de un charco de sangre, pero no se detuvo a investigar porque acababa de ver
una llameante cabellera roja agitándose unos metros más allá: era Ginny, que
peleaba con el mortífago chepudo. Amycus le lanzaba un maleficio tras otro y la
muchacha los esquivaba como podía. El mortífago no paraba de reír, como si
estuviera disfrutando enormemente con la pelea:
—¡Crucio! ¡Crucio! ¡No podrás bailar eternamente, monada!
—¡Impedimenta! —bramó Harry.
Su embrujo golpeó a Amycus en el pecho y el hombre soltó un chillido
similar al de un cerdo, se elevó del suelo y fue a dar contra la pared opuesta,
donde resbaló y cayó detrás de Ron, la profesora McGonagall y Lupin, que
peleaban cada uno con un mortífago. Un poco más allá, Tonks combatía con un
corpulento mago rubio que lanzaba maldiciones a diestro y siniestro, haciendo
que los rayos de luz rebotaran en las paredes, resquebrajaran la piedra y
destrozaran las ventanas...
—¿De dónde sales, Harry? —gritó Ginny.
Pero él no tuvo tiempo de contestarle. Se agachó y empezó a correr
esquivando un estallido que le explotó por encima de la cabeza y esparció
fragmentos de pared por todas partes. Snape no debía escapar; tenía que
atraparlo...
—¡Toma ésa! —gritó la profesora McGonagall.
Harry vio de reojo cómo la mortífaga Alecto corría por el pasillo
cubriéndose la cabeza con los brazos, seguida de su hermano. Fue tras ellos,
pero tropezó y cayó sobre las piernas de alguien; miró y vio la redonda y pálida
cara de Neville, que yacía en el suelo.
—¡Neville! ¿Estás bien?
—Sí, sí... —masculló sujetándose la barriga con las manos—. Harry... Snape
y Malfoy han... pasado por aquí...
—¡Ya lo sé, estoy en ello! —Y sin levantarse le lanzó un maleficio al
mortífago rubio y corpulento, que era el que estaba causando más estragos. Este
soltó un grito de dolor cuando el hechizo le golpeó en la cara, giró sobre los
talones, se tambaleó y optó por seguir a los dos hermanos.
Harry se levantó y salió disparado por el pasillo, sin prestar atención a las
deflagraciones de los hechizos que le lanzaban, los gritos de sus compañeros
pidiéndole que volviera y la muda llamada de los cuerpos tendidos en el suelo,
cuya suerte todavía ignoraba...
Dobló la esquina derrapando con las suelas manchadas de sangre; Snape le
llevaba mucha ventaja. ¿Y si ya había entrado en el armario de la Sala de los
Menesteres? ¿O la Orden se habría encargado de vigilar el mueble para que los
mortífagos no escapasen por él? Harry sólo oía el ruido de sus pasos y los
latidos de su corazón mientras recorría el pasillo vacío, pero entonces vio una
huella de sangre que indicaba que al menos uno de los mortífagos que huían se
dirigía hacia la puerta principal. Quizá la Sala de los Menesteres estaba
interceptada...
Volvió a resbalar en la siguiente esquina y una maldición pasó rozándolo.
Se escondió detrás de una armadura que al punto explotó, pero igual alcanzó a
ver a los dos hermanos mortífagos bajando a toda prisa por la escalinata de
mármol. Les lanzó varios hechizos, pero sólo les dio a unas brujas con peluca de
un retrato del rellano, que, chillando, corrieron a refugiarse en los cuadros
cercanos. Harry saltó por encima de los restos de la armadura y oyó más gritos;
al parecer se habían despertado otros habitantes del castillo...
Se metió a todo correr por un atajo, con la esperanza de adelantar a los
hermanos y reducir la distancia que lo separaba de Snape y Malfoy, que ya
debían de haber llegado a los jardines. Sin olvidarse de saltar el peldaño
evanescente que había hacia la mitad de la escalera camuflada, se coló por el
tapiz que había al pie y fue a parar a otro pasillo, donde enco ntró a algunos
alumnos de Hufflepuff en pijama y con cara de desconcierto.
—¡Harry! Hemos oído ruidos y alguien ha dicho algo sobre la Marca
Tenebrosa... —empezó Ernie Macmillan.
—¡Apartaos! —gritó Harry empujando a dos chicos mientras se dirigía
como una flecha hacia el rellano y bajaba el resto de la escalinata de mármol.
Las puertas de roble de la entrada estaban abiertas y destrozadas y en las
losas del suelo había manchas de sangre. Varios alumnos aterrados se apiñaban
pegados a las paredes; un par de ellos todavía se tapaba la cara con los brazos.
El gigantesco reloj de arena de Gryffindor había recibido una maldición y los
rubíes que contenía se derramaban sobre el suelo con un fuerte tamborileo.
Harry cruzó el vestíbulo a toda velocidad, salió a los oscuros jardines y
distinguió tres figuras que atravesaban la extensión de césped en dirección a las
verjas, detrás de las cuales podrían desaparecerse. Le pareció distinguir al
mortífago rubio y corpulento y, un poco más adelante, a Snape y Malfoy.
El frío aire nocturno le asaeteó los pulmones, pero siguió tras ellos todo lo
deprisa que pudo. A lo lejos vio un destello de luz que dibujó brevemente la
silueta de Snape; no supo de dónde provenía aquella luz pero continuó
corriendo, pues todavía no estaba lo bastante cerca para lanzar una maldición.
Otro destello, gritos, rayos luminosos que contraatacaban, y entonces lo
comprendió: Hagrid había salido de su cabaña e intentaba detener a los
mortífagos que huían. Pese a que cada vez que respiraba los pulmones parecían
a punto de estallarle y a que notaba una fuerte punzada en el pecho, Harry
aceleró mientras una vocecilla interna le repetía: «A Hagrid no... A Hagrid
no...»
Recibió un impacto en la parte baja de la espalda y cayó de bruces contra el
suelo, sangrando profusamente por la nariz. Se dio la vuelta, preparó la varita y
se dio cuenta, aun antes de verlos, de que los dos hermanos a los que había
adelantado por el atajo estaban alcanzándolo.
—¡Impedimenta! —gritó, y rodó pegado al suelo.
Milagrosamente su embrujo le dio a un mortífago, que se tambaleó y cayó
haciendo tropezar al otro. Harry se puso en pie de un brinco y echó a correr de
nuevo tras Snape.
Entonces vio la enorme silueta de Hagrid, iluminada por la luna creciente
que de pronto asomó por detrás de una nube. El mortífago rubio le lanzaba una
maldición tras otra al guardabosques, pero su inmensa fuerza y la curtida piel
heredada de su madre giganta parecían protegerlo; sin embargo, Snape y
Malfoy seguían alejándose: pronto traspondrían las verjas y podrían
desaparecerse.
Harry pasó a toda velocidad por delante de Hagrid y su oponente, apuntó a
la espalda de Snape y gritó:
—¡Desmaius!
Pero no acertó: el rayo de luz roja pasó rozando la cabeza de Snape, que
gritó «¡Corre, Draco!» y se dio la vuelta. Harry y el profesor, separados por
unos veinte metros, se miraron y levantaron las varitas a un tiempo.
—¡Cruc...!
Pero Snape rechazó la maldición y lanzó a Harry de espaldas antes de que
éste hubiera pronunciado el conjuro. El muchacho volvió a levantarse
rápidamente mientras el enorme mortífago que tenía detrás gritaba:
«¡Incendio!»; A continuación se oyó una explosión y una trémula luz anaranjada
lo iluminó todo. ¡La cabaña de Hagrid estaba en llamas!
—¡Fang está ahí dentro, asqueroso...! —bramó Hagrid.
—¡Cruc...! —gritó Harry por segunda vez apuntando a la figura que tenía
delante, iluminada por las parpadeantes llamas, pero Snape volvió a interceptar
el hechizo y lo miró con desdén.
—¿Pretendes echarme una maldición imperdonable, Potter? —gritó
elevando la voz por encima del fragor de las llamas, los gritos de Hagrid y los
desesperados ladridos de Fang, atrapado en la cabaña—. No tienes ni el valor ni
la habilidad...
—¡Incárc...! —rugió Harry, pero Snape desvió el hechizo con una sacudida
casi perezosa del brazo—. ¡Defiéndase! —le gritó Harry—. ¡Defiéndase, cobarde
de...!
—¿Me has llamado cobarde, Potter? —chilló Snape—. Tu padre nunca me
atacaba si no eran cuatro contra uno. ¿Cómo lo llamarías a él?
—¡Desm...!
—¡Interceptado otra vez, y otra, y otra, hasta que aprendas a tener la boca
cerrada y la mente abierta, Potter! —exclamó Snape con sorna, y volvió a
desviar la maldición—. ¡Vamos! —le gritó al enorme mortífago que estaba a
espaldas de Harry—. Hay que salir de aquí antes de que lleguen los del
ministerio...
—¡Impedi...!
Pero antes de que Harry pudiera terminar el embrujo sintió un dolor atroz
que lo hizo caer de rodillas en la hierba. Oyó gritos y creyó que aquel dolor lo
mataría. Snape iba a torturarlo hasta la muerte o la locura...
—¡No! —bramó Snape, y el dolor desapareció con la misma rapidez con
que había empezado; Harry se quedó hecho un ovillo sobre la hierba, aferrando
la varita y jadeando, mientras Snape tronaba—: ¿Has olvidado las órdenes que
te dieron? ¡Potter es del Señor Tenebroso! ¡Tenemos que dejarlo! ¡Vete! ¡Largo
de aquí!
Y Harry notó que el suelo se estremecía bajo su mejilla mientras los dos
hermanos y el otro mortífago, más corpulento, obedecían y corrían hacia las
verjas. El muchacho lanzó un inarticulado grito de rabia —en ese instante no le
importaba morir—, se puso en pie una vez más, y, tambaleándose y a ciegas, se
dirigió hacia Snape, al que odiaba tanto como al propio Voldemort.
—¡Sectum...!
Snape agitó la varita y volvió a repeler la maldición, pero Harry estaba a
escasos metros de él y por fin pudo ver con claridad el rostro del profesor: ya no
sonreía con desdén ni se burlaba de él, sino que las abrasadoras llamas
mostraban unas facciones encolerizadas. Harry intentó concentrarse al máximo
y pensó: «¡Levi...!»
—¡No, Potter! —gritó Snape.
Se oyó un fuerte estruendo y Harry salió despedido de nuevo hacia atrás;
volvió a desplomarse y esta vez se le cayó la varita de la mano. Oía gritar a
Hagrid y aullar a Fang y veía cómo Snape se le acercaba y lo contemplaba
tumbado en el suelo, sin varita, indefenso, igual que unos momentos antes
había estado Dumbledore. En el pálido semblante de Snape, iluminado por la
cabaña en llamas, se reflejaba el odio de la misma forma que antes de echarle la
maldición al anciano profesor.
—¿Cómo te atreves a utilizar mis propios hechizos contra mí, Potter? ¡Yo
los inventé! ¡Yo soy el Príncipe Mestizo! Y tú pretendes atacarme con mis
inventos, como tu asqueroso padre, ¿eh? ¡No lo permitiré! ¡No!
Harry se lanzó para recuperar la varita, pero Snape le arrojó un maleficio y
la varita salió volando y se perdió en la oscuridad.
—Pues máteme —dijo Harry resoplando; no sentía miedo, sólo rabia y
desprecio—. Máteme como lo mató a él, cobarde de...
—¡¡No me llames cobarde!! —bramó Snape, y su cara adoptó una expresión
enloquecida, inhumana, como si estuviera sufriendo tanto como el perro que
ladraba y aullaba sin cesar en la cabaña incendiada.
A continuación describió un amplio movimiento con el brazo, como si
acuchillara el aire. Harry notó un fuerte latigazo en el rostro y una vez más cayó
de espaldas y se golpeó contra el suelo. Unos puntos luminosos aparecieron
ante sus ojos y por un instante se quedó sin respiración. Entonces oyó un aleteo
por encima de él y un cuerpo enorme tapó las estrellas: Buckbeak volaba hacia
Snape, que retrocedió trastabillando cuando el hipogrifo lo golpeó con sus
afiladísimas garras. Harry se sentó en el suelo. La cabeza todavía le daba
vueltas a causa del golpe que se había dado al caer, pero distinguió a Snape
corriendo tan aprisa como podía y a la enorme bestia agitando las alas tras él y
chillando como jamás lo había oído chillar...
Se levantó con dificultad y miró alrededor en busca de su varita, aturdido
pero decidido a reemprender la persecución. Sin embargo, mientras palpaba a
tientas entre la hierba comprendió que era demasiado tarde, y en efecto lo era,
pues cuando por fin hubo localizado su varita a unos metros de distancia, el
hipogrifo ya describía círculos sobre las verjas, lo que significaba que Snape
había logrado desaparecerse fuera de los límites del colegio.
—Hagrid —masculló Harry mirando en torno, todavía ofuscado—.
¡Hagrid!
Fue dando tumbos hacia la cabaña en el mismo instante en que una enorme
figura salía del fuego con Fang sobre los hombros. El muchacho soltó un grito
de gratitud y cayó de rodillas; temblaba de la cabeza a los pies, le dolía todo el
cuerpo y respiraba con dificultad.
—¿Estás bien, Harry? ¿Estás bien? Di algo, Harry...
La peluda cara del guardabosques oscilaba sobre la del chico y tapaba las
estrellas. Harry olió a madera y a pelo de perro chamuscados; estiró un brazo y
se tranquilizó al tocar el tibio cuerpo de Fang, que temblaba a su lado.
—Estoy bien —dijo entrecortadamente—. ¿Y tú?
—Claro que estoy bien... Soy duro de pelar.
Hagrid cogió a Harry por debajo de los brazos y lo levantó con tanto
ímpetu que lo dejó un momento suspendido en el aire antes de bajarlo al suelo.
El muchacho percibió que por la mejilla del guardabosques resbalaba sangre; el
guardabosques tenía un profundo corte debajo de un ojo, que se le estaba
hinchando por momentos.
—Tenemos que apagar el fuego —dijo Harry—. Usa el encantamiento
Aguamenti...
—Ya sabía yo que era algo así —murmuró Hagrid, y levantó un humeante
paraguas rosa con estampado de flores—. ¡Aguamenti! —exclamó.
Del extremo del paraguas salió un chorro de agua. Harry levantó su varita,
que le pesó como el plomo, y lo imitó: «¡Aguamenti!» Y ambos lanzaron agua
sobre la cabaña hasta extinguir por completo las llamas.
—No es tan grave —comentó con optimismo Hagrid unos minutos más
tarde, mientras contemplaba las humeantes ruinas de la cabaña—. Nada que
Dumbledore no pueda arreglar.
Al oír ese nombre, Harry sintió una punzada en el estómago. En medio del
silencio y la quietud, el horror surgió en su interior.
—Hagrid...
—Les estaba vendando las patas a unos bowtruckles cuando los oí llegar —
explicó el guardabosques, que seguía contemplando los restos de su casa,
apesadumbrado—. Pobrecitos, se habrán quemado las ramitas...
—Hagrid...
—¿Qué ha pasado, Harry? He visto a unos mortífagos que salían corriendo
del castillo, pero ¿qué demonios hacía Snape con ellos? ¿Adónde ha ido? ¿Los
estaba persiguiendo?
—Snape... —Carraspeó; tenía la garganta seca a causa del pánico y el
humo—. Hagrid, Snape ha matado a...
—¿Que ha matado? —se extrañó el guardabosques mirando fijamente a
Harry—. ¿Que Snape ha matado? ¿Qué estás diciendo?
—...a Dumbledore —concluyó Harry—. Snape... ha matado... a
Dumbledore.
Hagrid se quedó atónito, con una expresión de absoluto desconcierto.
—¿Qué dices, Harry? ¿Que Dumbledore qué?
—Está muerto. Snape lo ha matado.
—No digas eso —repuso Hagrid con brusquedad—. ¿Cómo quieres que
Snape haya matado a Dumbledore? No seas estúpido, Harry. ¿Por qué dices
eso?
—Lo he visto con mis propios ojos.
—Es imposible.
—Lo he visto, Hagrid.
El guardabosques sacudió la cabeza y lo miró con una mezcla de
incredulidad y compasión; al parecer, creía que Harry había recibido un golpe
en la cabeza, o estaba aturdido, o sufría las secuelas de algún embrujo...
—Dumbledore debe de haberle ordenado a Snape que se vaya con los
mortífagos —dijo—. Supongo que tiene que conservar su tapadera. Mira,
volvamos al colegio. Vamos, Harry...
El muchacho no intentó discutir ni darle explicaciones. Todavía no podía
controlar los temblores. Al fin y al cabo, Hagrid no tardaría en descubrir la
verdad. Mientras dirigían sus pasos hacia el castillo, Harry observó que se
habían iluminado muchas ventanas y no le costó imaginar las escenas que
estarían desarrollándose dentro del edificio: la gente yendo y viniendo de una
habitación a otra, contándose unos a otros que habían entrado mortífagos en el
colegio, que la Marca brillaba sobre Hogwarts, que debían de haber matado a
alguien...
Las puertas de roble de la entrada estaban abiertas y la luz del interior
iluminaba el sendero y la extensión de césped. Poco a poco, con vacilación,
empezaron a salir profesores y alumnos en pijama; bajaron los escalones y
miraron alrededor, nerviosos, en busca de alguna señal de los mortífagos que
habían huido en plena noche. Sin embargo, los ojos de Harry estaban fijos en el
pie de la torre más alta. Le pareció distinguir un bulto negro acurrucado sobre
la hierba, aunque en realidad estaba demasiado lejos para ver nada. Pero
mientras contemplaba el sitio donde calculaba que debía yacer el cadáver de
Dumbledore, reparó en que la gente empezaba a dirigirse hacia allí.
—¿Qué miran? —preguntó Hagrid mientras se acercaban a la fachada
principal con Fang pegado a sus talones—. ¿Qué es eso que hay en la hierba? —
añadió de repente, y viró hacia el pie de la torre de Astronomía, donde se estaba
formando un pequeño corro—. ¿Lo ves, Harry? Allí, al pie de la torre. Debajo
de la Marca... Cáspita, espero que no se haya caído nadie.
Hagrid guardó silencio, porque acababa de pensar algo demasiado
espantoso para expresarlo en voz alta. Harry avanzaba junto a él. Notaba
diversas contusiones en la cara y las piernas, producto de los maleficios que
había recibido en la última media hora, aunque percibía el dolor de un modo
extraño, con cierta indiferencia, como si no lo padeciera él sino alguien que
estuviera junto a él. Lo que sí era real e ineludible era la espantosa presión que
notaba en el pecho...
Se abrieron paso como sonámbulos entre los murmullos de la
muchedumbre hasta la primera fila, donde los estupefactos estudiantes y
profesores habían dejado un hueco.
Harry oyó el gemido de dolor de Hagrid, pero no se detuvo; siguió
avanzando despacio hasta el sitio donde yacía Dumbledore y se agachó a su
lado.
Harry había comprendido que no había nada que hacer en cuanto quedó
libre de la maldición de la inmovilidad total que le había echado Dumbledore,
pues eso sólo podía significar que su autor había muerto; con todo, no estaba
preparado para ver allí, con los brazos y las piernas extendidos, destrozado, al
mago más grande que él había conocido y conocería jamás.
Dumbledore tenía los ojos cerrados, y por la curiosa posición en que le
habían quedado los brazos y las piernas podía parecer que estaba dormido.
Harry alargó un brazo, le enderezó las gafas de media luna sobre la torcida
nariz y le limpió con la manga de su propia túnica un hilo de sangre que se le
escapaba por la boca. Entonces contempló aquel anciano y sabio rostro e intentó
asimilar la monstruosa e incomprensible verdad: Dumbledore jamás volvería a
hablarle, jamás podría ayudarlo...
Oía los murmullos a sus espaldas y al cabo de un rato, que a él le pareció
muy largo, se dio cuenta de que estaba arrodillado encima de algo duro y miró.
El guardapelo que habían logrado robar unas horas atrás se había caído del
bolsillo de Dumbledore y se había abierto, quizá debido a la fuerza con que
había golpeado el suelo. Y aunque no podía sentir más conmoción, más horror
ni más tristeza de los que ya sentía, Harry tuvo la impresión, tan pronto lo
cogió, de que algo no encajaba...
Lo miró y remiró entre las manos. Ese guardapelo no era tan grande como
el que recordaba haber visto en el pensadero, ni tenía marca alguna: no había ni
rastro de la elaborada «S», la marca de Slytherin. Y en su interior sólo había un
trozo de pergamino, doblado y fuertemente apretado, en el sitio donde tenía
que haber un retrato.
Automáticamente, sin reflexionar en lo que estaba haciendo, sacó el trozo
de pergamino, lo desplegó y, a la luz de las muchas varitas que se habían
encendido detrás de él, leyó:
Para el Señor Tenebroso.
Ya sé que moriré mucho antes de que leáis esto,
pero quiero que sepáis que fui yo quien
descubrió vuestro secreto.
He robado el Horrocrux auténtico
y lo destruiré en cuanto pueda.
Afrontaré la muerte con la esperanza de que,
cuando encontréis la horma de vuestro zapato,
volveréis a ser mortal.
R.A.B.
Harry no supo qué significaba aquel mensaje, ni le importó. Sólo importaba
una cosa: que aquel objeto no era un Horrocrux. Dumbledore se había
debilitado bebiendo la espantosa poción, y todo inútilmente. Arrugó el
pergamino en la mano y los ojos se le anegaron en lágrimas mientras, a su lado,
Fang empezaba a aullar.
29
El lamento del fénix
Ven, Harry...—No.
—No puedes quedarte aquí, Harry... Vamos, ven conmigo...
—No.
No quería marcharse del lado de Dumbledore, no quería irse a ningún sitio.
La mano de Hagrid temblaba en el hombro del muchacho. Entonces otra voz
dijo:
—Vamos, Harry.
Una mano mucho más pequeña y suave le había cogido la suya y tiraba de
él para que se levantara. El muchacho obedeció a ese contacto sin prestarle
atención. Cuando ya había echado a andar a ciegas, abriéndose paso entre el
corro de gente, percibió un perfume floral y se dio cuenta de que era Ginny
quien lo guiaba hacia el castillo. Oía voces ininteligibles; sollozos, gritos y
lamentos hendían la oscuridad, pero ellos siguieron su camino, subieron los
escalones de piedra y entraron en el vestíbulo. Harry veía caras cuyos rasgos no
distinguía; sus compañeros lo miraban con ojos escrutadores al tiempo que
susurraban y se hacían preguntas, y los rubíes de Gryffindor brillaban en el
suelo como gotas de sangre mientras ambos se dirigían hacia la escalinata de
mármol.
—Vamos a la enfermería —dijo Ginny.
—No estoy herido —replicó Harry.
—Son órdenes de la profesora McGonagall —repuso ella—. Están todos
allí: Ron, Hermione, Lupin... Todos.
El miedo volvió a prender en el pecho de Harry: se había olvidado de los
cuerpos inertes que había dejado atrás.
—¿A quién más han matado, Ginny?
—No te preocupes, a ninguno de los nuestros.
—Pero la Marca Tenebrosa... Malfoy dijo que había pasado por encima de
un cadáver.
—Pasó por encima de Bill, pero él está bien, sigue vivo.
Sin embargo, Harry advirtió en el tono de Ginny algo que no auguraba
nada bueno.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura. Está... un poco molido, pero nada más. Lo atacó
Greyback. La señora Pomfrey dice que no... que no volverá a ser el de antes... —
A Ginny le tembló un poco la voz—. En realidad no sabemos qué consecuencias
tendrá. Verás, Greyback es un hombre lobo, pero no se había transformado
cuando lo atacó...
—Pero los demás... Había otros cuerpos en el suelo.
—Neville está en la enfermería, pero la señora Pomfrey afirma que se
pondrá bien. El profesor Flitwick perdió el conocimiento, aunque sólo está un
poco débil y se ha empeñado en ir a vigilar a los de Ravenclaw. Y hay un
mortífago muerto; lo alcanzó una maldición asesina que aquel tipo rubio y
corpulento disparaba en todas direcciones... Si no llega a ser por tu poción de la
suerte, Harry, me parece que nos habrían matado a todos, pero las maldiciones
pasaban rozándonos...
Llegaron a la enfermería. Al entrar, Harry vio a Neville acostado en una
cama cerca de la puerta; al parecer dormía. Ron, Hermione, Luna, Tonks y
Lupin se apiñaban alrededor de una cama al fondo de la habitación. Todos se
volvieron hacia la puerta. Hermione corrió hacia Harry y lo abrazó; Lupin
también fue hacia él, con gesto de aprensión.
—¿Te encuentras bien, Harry?
—Sí, estoy bien. ¿Cómo está Bill?
Nadie contestó. Harry miró por encima del hombro de Hermione y vio una
cara irreconocible sobre la almohada; Bill tenía tantos cortes y magulladuras
que costaba identificarlo. La señora Pomfrey le aplicaba en las heridas un
ungüento verde de olor penetrante. Harry recordó la facilidad con que Snape le
había cerrado las heridas causadas por el Sectumsempra a Malfoy, al pasar sobre
ellas la varita.
—¿No puede curarlo con algún encantamiento? —le preguntó a la
enfermera.
—Para esto no hay encantamientos. He probado todo lo que sé, pero las
mordeduras de hombre lobo son incurables.
—Pero no lo han mordido con luna llena —objetó Ron, que contemplaba el
rostro de su hermano como si creyera poder arreglarlo con la fuerza de la
mirada—. Greyback no se había transformado, así que Bill no se convertirá en
un... en un... —Miró vacilante a Lupin.
—No, no creo que Bill se convierta en un hombre lobo propiamente dicho
—observó Lupin—, pero eso no significa que no exista cierto grado de
contaminación. Esas heridas están malditas. Es poco probable que se curen por
completo y... Bill podría desarrollar algunos rasgos lobunos a partir de ahora.
—Seguro que a Dumbledore se le ocurre alguna solución —insistió Ron—.
¿Dónde está? Bill peleó contra esos maníacos bajo las órdenes de Dumbledore,
así que el director está en deuda con él, no puede dejarlo en la estacada...
—Dumbledore ha muerto —dijo Ginny.
—¡No! —Lupin, atónito, miró a Harry con la esperanza de que éste lo
desmintiera, pero al ver que se quedaba callado, se desplomó en una silla, al
lado de la cama de Bill, y se tapó la cara con ambas manos.
Era la primera vez que Harry lo veía derrumbarse; como tuvo la impresión
de que interrumpía algo íntimo, se dio la vuelta y miró a Ron, con el que
intercambió una silenciosa mirada que confirmaba las palabras de Ginny.
—¿Cómo ha muerto? —susurró Tonks—. ¿Qué ha sucedido?
—Lo mató Snape —declaró Harry—. Yo estaba delante, lo vi con mis
propios ojos. Dumbledore y yo fuimos directamente a la torre de Astronomía
porque ahí había aparecido la Marca. El no se encontraba bien, estaba muy
débil, pero creo que sospechó que nos habían tendido una trampa cuando oyó
pasos que subían por la escalera. Entonces me inmovilizó; yo no podía hacer
nada, y además llevaba puesta la capa invisible. Luego Malfoy abrió la puerta y
lo desarmó. —Hermione se tapó la boca con la mano y Ron soltó un gemido. A
Luna le temblaban los labios—. Llegaron más mortífagos, y entonces Snape...
Snape... lo mató. Con la Avada Kedavra. —Harry no pudo continuar.
La señora Pomfrey rompió a llorar. Nadie le hizo caso excepto Ginny, que
susurró:
—¡Chist! ¡Escuche!
La enfermera, con los ojos como platos, tragó saliva y se tapó la boca con la
mano. Fuera, en la oscuridad, un fénix cantaba de un modo que Harry no había
oído nunca: era un triste lamento de una belleza sobrecogedora. Y el muchacho
sintió, como ya le había ocurrido anteriormente al oír cantar esa ave, que la
música estaba dentro de él y no fuera: lo que resonaba por los jardines y entraba
por las ventanas del castillo era su propio dolor convertido, mediante magia, en
música.
Harry no sabía cuánto tiempo habían permanecido escuchando, ni por qué
aquel sonido que tan bien expresaba su desconsuelo reducía un poco el dolor
que sentían todos los presentes, pero tuvo la impresión de que había
transcurrido una eternidad cuando la puerta de la enfermería volvió a abrirse y
entró la profesora McGonagall. Ella, como los demás, mostraba huellas de la
reciente batalla: tenía varios arañazos en la cara y desgarrones en la túnica.
—Molly y Arthur están en camino —anunció, y rompió el hechizo de la
música: todos volvieron en sí de golpe, como si salieran de un trance, y,
abandonando sus posiciones, miraron de nuevo a Bill, o se frotaron los ojos, o
movieron la cabeza—. ¿Qué ha pasado, Harry? Según Hagrid, estabas con el
profesor Dumbledore cuando... cuando ha sucedido. Nos ha dicho que el
profesor Snape ha participado en...
—Snape mató a Dumbledore —dijo Harry.
La profesora lo miró fijamente y se tambaleó como si fuera a desmayarse.
La señora Pomfrey, que ya se había serenado un poco, se adelantó e hizo
aparecer una silla que colocó detrás de la profesora McGonagall.
—Snape —repitió ésta con un hilo de voz, y se dejó caer en la silla—. Todos
nos preguntábamos... Pero él confiaba... En todo momento confió... ¡Snape!... No
puedo creerlo...
—Snape era un experto oclumántico —intervino Lupin con una voz más
áspera de lo habitual—. Eso ya lo sabíamos.
—¡Pero Dumbledore nos juró que estaba en nuestro bando! —susurró
Tonks—. Siempre pensé que el director sabía algo sobre Snape que nosotros
ignorábamos...
—Sí, siempre insinuó que tenía un motivo irrefutable para confiar en él —
musitó McGonagall mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo con ribete
de tela escocesa—. Claro, con el historial que tenía Snape... es lógico que la
gente se hiciera preguntas. Pero Dumbledore me aseguró de manera muy
explícita que el arrepentimiento de Snape era absolutamente sincero... ¡No
quería oír ni una palabra contra él!
—Me encantaría saber qué le contó Snape para convencerlo —terció Tonks.
—Yo lo sé —dijo Harry, y todos se quedaron mirándolo—. Snape le
proporcionó a Voldemort la información que provocó que éste emprendiera la
búsqueda de mis padres. Pero Snape le dijo a Dumbledore que no se había dado
cuenta de lo que había hecho, que se arrepentía profundamente de haberlo
dicho y que lamentaba que mis padres hubieran muerto.
—¿Y se lo creyó? —se extrañó Lupin—. ¿Dumbledore se creyó que Snape
lamentaba que James hubiera muerto? Pero si lo odiaba...
—Y tampoco creía que mi madre valiera un pimiento —añadió Harry—,
porque ella era hija de muggles... La llamaba «sangre sucia».
Nadie le preguntó cómo lo sabía. Parecían horrorizados y conmocionados,
como si trataran de asimilar la monstruosa verdad de lo ocurrido.
—Todo esto es culpa mía —dijo de pronto la profesora McGonagall,
retorciendo su húmedo pañuelo con ambas manos, muy turbada—. Yo tengo la
culpa. ¡Envié a Filius a buscar a Snape, le pedí que fuera a buscarlo para que
nos ayudara! Si no lo hubiera alertado de lo que estaba pasando, quizá no se
hubiese unido a los mortífagos. No creo que supiera que habían entrado en el
castillo hasta que se lo contó Filius, ni creo que estuviera enterado de que iban a
venir.
—No es culpa tuya, Minerva —dijo Lupin con firmeza—. Necesitábamos
ayuda y nos tranquilizó saber que Snape estaba en camino...
—¿Y cuando llegó a donde se libraba la batalla, se unió al bando de los
mortífagos? —preguntó Harry, que quería obtener hasta el más nimio detalle de
la duplicidad y la infamia de Snape y recogía febrilmente más razones para
odiarlo y jurar vengarse de él.
—No sé exactamente qué sucedió —dijo la profesora McGonagall,
abstraída—. Resulta todo tan confuso... Dumbledore nos había dicho que se
ausentaría del colegio unas horas y que debíamos patrullar por los pasillos por
si acaso. Remus, Bill y Nymphadora debían ayudarnos... así que nos pusimos a
vigilar. Todo parecía tranquilo y los pasadizos secretos que daban al exterior
del colegio estaban controlados. Sabíamos que nadie podía entrar volando, pues
había poderosos sortilegios en todos los accesos al castillo. Todavía no me
explico cómo pudieron colarse los mortífagos...
—Yo sí —dijo Harry, y explicó brevemente lo de los dos armarios
evanescentes y el pasillo secreto que formaban—. O sea que entraron por la Sala
de los Menesteres. —Casi sin proponérselo, miró a Ron y Hermione, que
estaban anonadados.
—Lo estropeé todo, Harry —se lamentó Ron con gesto sombrío—. Hicimos
lo que nos ordenaste: abrimos el mapa del merodeador y al no localizar a
Malfoy pensamos que estaría en la Sala de los Menesteres, de modo que Ginny,
Neville y yo fuimos a hacer guardia en el pasillo... Pero Malfoy se nos escapó.
—Salió de la sala cuando llevábamos una hora vigilando la entrada —
explicó Ginny—. Iba solo y llevaba ese repugnante brazo reseco...
—Su Mano de la Gloria —especificó Ron—. Esa que sólo ilumina al que la
sostiene, ¿te acuerdas?
—Pues bien —continuó Ginny—, debió de asomarse a ver si había alguien
antes de permitir que salieran los mortífagos, porque tan pronto nos vio lanzó
algo al aire y todo se puso negrísimo...
—Polvo peruano de oscuridad instantánea —explicó Ron con amargura—.
¿Te suena? Cuando pille a Fred o George... No deberían venderle sus productos
a cualquiera.
—Lo probamos todo: Lumos, Incendio... —dijo Ginny—. Pero nada rompía la
oscuridad; lo único que conseguimos fue salir a tientas del pasillo mientras
oíamos pasar a la gente por nuestro lado. Malfoy sí podía ver porque llevaba
esa mano que los guiaba, pero no nos atrevimos a echar ninguna maldición por
si nos dábamos unos a otros, y cuando llegamos a un pasillo iluminado, ellos ya
se habían marchado.
—Por suerte —intervino Lupin con voz ronca—, Ron, Ginny y Neville
tropezaron con nosotros casi de inmediato y nos contaron lo ocurrido.
Encontramos a los mortífagos unos minutos más tarde; se dirigían hacia la torre
de Astronomía. Es evidente que Malfoy no esperaba que hubiera tanta gente
vigilando, pero al menos se había quedado sin polvo de oscuridad. Empezamos
a pelear, ellos se dividieron y los perseguimos. Uno de ellos, Gibbon, se
escabulló y subió por la escalera de la torre.
—¿Para poner la Marca? —preguntó Harry.
—Seguramente sí; debieron de acordarlo así antes de salir de la Sala de los
Menesteres —supuso Lupin—. Pero no creo que a Gibbon le agradara la idea de
esperar a Dumbledore allí arriba, solo, porque volvió a bajar rápidamente por la
escalera y siguió peleando hasta que lo alcanzó una maldición asesina que
habían lanzado contra mí.
—Y si Ron estaba vigilando la Sala de los Menesteres con Ginny y Neville
—dijo Harry volviéndose hacia Hermione—, tú debías de estar...
—Frente al despacho de Snape, sí —susurró ella con lágrimas en los ojos—.
Con Luna. Estuvimos muchísimo rato sin que pasara nada... Pero no sabíamos
qué estaba sucediendo arriba, pues Ron se había llevado el mapa del
merodeador. Cuando ya era casi medianoche, el profesor Flitwick bajó
corriendo a las mazmorras. Iba gritando que había mortífagos en el castillo; creo
que ni siquiera se dio cuenta de nuestra presencia porque irrumpió en el
despacho de Snape y le oímos decirle que tenía que subir con él a ayudar;
después oímos un fuerte golpe y Snape salió a toda velocidad de su despacho, y
nos vio y... y...
—¿Qué? —urgió Harry.
—¡Fui tan estúpida, Harry! —dijo Hermione con voz quebrada—. Snape
nos dijo que el profesor Flitwick se había desmayado y que fuéramos a
atenderlo mientras él... mientras él subía a combatir a los mortífagos... —Se tapó
la cara, avergonzada, y siguió hablando a través de los dedos, que
amortiguaban su voz—. Entramos en su despacho para ver si podíamos echar
una mano al profesor Flitwick y lo encontramos inconsciente en el suelo... Y...
ahora está tan claro... Snape debió de hacerle un encantamiento aturdidor, ¡pero
no nos dimos cuenta, Harry, no nos dimos cuenta y lo dejamos escapar!
—No tenéis la culpa —dijo Lupin—. Hermione, si no hubierais obedecido a
Snape, probablemente os habría matado a Luna y a ti.
—Y entonces subió —discurrió Harry, que se imaginaba a Snape
ascendiendo como una flecha por la escalinata de mármol mientras sacaba su
varita de la negra túnica, que ondeaba tras él, al tiempo que recorría los
peldaños—, y llegó a donde los demás estabais peleando...
—Teníamos problemas, perdíamos —dijo Tonks en voz baja—. Gibbon
había caído, pero el resto de los mortífagos parecía dispuesto a combatir hasta
la muerte. Habían herido a Neville, Greyback había atacado a Bill... La
oscuridad era total y volaban maldiciones por todas partes. Draco Malfoy había
desaparecido; supongo que se escabulló y subió a la azotea de la torre... Otros
mortífagos lo siguieron, pero uno de ellos bloqueó la escalera con alguna
maldición, pues Neville se lanzó hacia ella y salió despedido por los aires...
—No podíamos atravesar la barrera —explicó Ron—, y ese mortífago
inmenso no paraba de lanzar embrujos que rebotaban en las paredes y nos
pasaban muy cerca...
—Y entonces llegó Snape —continuó Tonks—, pero al cabo de un momento
desapareció.
—Yo lo vi correr hacia nosotros, pero en ese instante el mortífago enorme
me lanzó un embrujo que pasó rozándome, me agaché para esquivarlo y no me
enteré de lo que ocurría —dijo Ginny.
—Y yo lo vi atravesar la barrera invisible como si no existiera —intervino
Lupin—. Intenté seguirlo, pero salí despedido, igual que Neville.
—Snape debía de saber un hechizo que nosotros no conocíamos —dedujo
la profesora McGonagall—. Al fin y al cabo, era el profesor de Defensa Contra
las Artes Oscuras. Creí que perseguía a los mortífagos que habían escapado
hacia la azotea...
—Pues sí —dijo Harry, colérico—, pero para ayudarlos y no para
atraparlos... Y seguro que esa barrera sólo podías atravesarla si tenías una
Marca Tenebrosa en el brazo... ¿Qué pasó cuando bajó?
—Ese mortífago tan enorme acababa de lanzar un maleficio que hizo que se
desprendiera medio techo, pero también rompió la maldición que interceptaba
la escalera —explicó Lupin—. Todos echamos a correr (bueno, los que todavía
nos teníamos en pie), y entonces Snape y el chico salieron de entre una nube de
polvo, y como es lógico, a ninguno se le ocurrió atacarlos...
—Los dejamos pasar sin más —dijo Tonks con voz débil— porque creímos
que los perseguían los mortífagos, y a continuación bajaron éstos con Greyback
y reanudamos la pelea. Me pareció oír que Snape gritaba algo, pero no sé qué
fue...
—Gritó: «Ya está» —precisó Harry—. Porque ya había cumplido su
cometido.
Se produjo un silencio. El lamento de Fawkes todavía resonaba por los
jardines del castillo. Mientras la melodía se propagaba por el cielo, unos
pensamientos inoportunos afloraron en la mente de Harry: ¿Se habrían llevado
el cadáver de Dumbledore del pie de la torre? ¿Qué harían con él? ¿Dónde
descansaría? Apretó con fuerza los puños, metidos en los bolsillos, y notó el
roce del pequeño bulto del Horrocrux falso en los nudillos de la mano derecha.
Las puertas de la enfermería se abrieron de golpe y todos se sobresaltaron:
los señores Weasley entraron en la sala precipitadamente, seguidos de Fleur,
cuyo hermoso rostro estaba crispado por el pánico.
—Molly... Arthur... —dijo la profesora McGonagall; se levantó de un brinco
y corrió a saludarlos—. Lo siento tanto...
—Bill —susurró la señora Weasley, y pasó por delante de la profesora, pues
acababa de ver la maltrecha cara de su hijo—. ¡Oh, Bill!
Lupin y Tonks se levantaron y se apartaron para que los Weasley pudieran
acercarse más a la cama. La madre de Bill se inclinó sobre su hijo y le besó la
ensangrentada frente.
—¿Dices que lo atacó Greyback? —le preguntó el señor Weasley a la
profesora McGonagall—. Pero ¿no se había transformado? ¿Y entonces? ¿Qué le
va a pasar a Bill?
—Todavía no lo sabemos —respondió ella, y miró a Lupin con gesto de
impotencia.
—Seguramente tendrá alguna secuela, Arthur —dijo Lupin—. Es un caso
muy raro, posiblemente el único... No sabemos cómo se comportará cuando
despierte...
La señora Weasley le quitó el apestoso ungüento de las manos a la señora
Pomfrey y empezó a aplicárselo a Bill en las heridas.
—¿Y Dumbledore? —preguntó su marido—. Minerva, ¿es verdad que
está...?
Mientras la profesora McGonagall asentía con la cabeza, Harry notó que
Ginny se movía a su lado y la miró. La muchacha tenía los ojos entornados y
clavados en Fleur, que contemplaba a Bill con el terror reflejado en la cara.
—Muerto... Dumbledore... —susurró el señor Weasley, pero su esposa sólo
tenía ojos para su hijo mayor.
La señora Weasley rompió a sollozar y sus lágrimas cayeron sobre el
mutilado rostro de Bill.
—Ya sé que no importa el aspecto que tenga... Eso no es... lo más...
importante... Pero era un chico tan guapo... Siempre fue muy guapo. ¡Mira que
pasarle esto precisamente ahora que iba a casarse!
—¿Se puede sabeg qué significa eso? —saltó Fleur—. ¿Qué quiegue decig
«iba» a casagse?
La señora Weasley la miró con los ojos anegados en lágrimas y gesto de
asombro.
—Pues... nada, que...
—¿Cree que Bill ya no quegá casagse conmigo? —inquirió Fleur—. ¿Piensa
que pog culpa de esas mogdedugas dejagá de amagme?
—No, yo no he dicho eso...
—¡Pues se equivoca! —gritó Fleur. Se irguió cuan alta era y se apartó la
larga melena plateada—. Paga que Bill no me quisiega haguía falta algo más que
un hombgue lobo!
—Sí, claro que sí —dijo la señora Weasley—, pero pensé que quizá... dado
el estado en que... en que...
—¿Creyó que no queguía casagme con él? ¿O quizá confiaba en que no
quisiega casagme con él? —replicó Fleur; estaba tan enfadada que le temblaban
las aletas de la nariz—. ¿Qué más da el aspecto que tenga? ¡Me paguece que
tenemos de sobga con mi belleza! ¡Lo único que demuestgan esas cicatguices es la
gan valentía de mi futugo maguido! ¡Y déme eso! ¡Ya lo hago yo! —añadió con
fiereza al tiempo que apartaba a la señora Weasley de un empujón y le quitaba
el ungüento de las manos.
La madre de los Weasley tropezó, chocó contra su marido y se quedó
mirando cómo Fleur le curaba las heridas a Bill con una expresión muy extraña.
Nadie decía nada; Harry no se atrevía ni a moverse. Como todos los demás,
esperaba que la señora Weasley estallara.
—Nuestra tía abuela Muriel —dijo la mujer tras una larga pausa— tiene
una diadema preciosa, hecha por duendes, y estoy segura de que lograré que te
la preste para la boda. Muriel quiere mucho a Bill, ¿sabes?, y a ti te quedará
muy bonita, con el pelo que tienes.
—Gacias —dijo Fleur fríamente—. Será un placer.
Y de repente ambas se abrazaron llorando. Harry, desconcertado, se
preguntó si el mundo se habría vuelto loco; se dio la vuelta y vio que Ron
estaba tan pasmado como él y que Ginny y Hermione se miraban con asombro.
—¿Lo ves? —dijo entonces una agresiva voz. Tonks fulminaba con la
mirada a Lupin—. ¡Fleur sigue queriendo casarse con él, aunque lo hayan
mordido! ¡A ella no le importa!
—Es diferente —replicó Lupin moviendo apenas los labios y poniéndose
tenso—. Bill no será un hombre lobo completo. Son dos casos totalmente...
—¡Pero a mí tampoco me importa! ¡No me importa! —gritó Tonks
agarrando a Lupin por la pechera de la túnica y zarandeándolo—. Te lo he
dicho un millón de veces...
Y de pronto Harry lo comprendió todo: el significado del patronus de
Tonks y el de su cabello desvaído, y el motivo por el que había ido rápidamente
a buscar a Dumbledore tras oír el rumor de que Greyback había atacado a
alguien. No era de Sirius de quien Tonks se había enamorado...
—Y yo te he dicho a ti un millón de veces —replicó Lupin con la vista
clavada en el suelo para no mirarla— que soy demasiado mayor para ti,
demasiado pobre, demasiado peligroso...
—Siempre he mantenido que has tomado una postura ridícula respecto a
este tema, Remus —intervino la señora Weasley asomando la cabeza por
encima del hombro de Fleur mientras le daba unas palmaditas en la espalda a
su futura nuera.
—No he tomado ninguna postura ridícula —se defendió Lupin—. Tonks
merece a alguien joven y sano.
—Pero ella te quiere a ti —terció el señor Weasley esbozando una sonrisa—.
Y al fin y al cabo, Remus, los jóvenes sanos no siempre se mantienen así. —Y
con tristeza señaló a su hijo, que yacía entre ellos.
—Ahora no es momento para hablar de esto —dijo Lupin esquivando todas
las miradas, y añadió con abatimiento—: Dumbledore ha muerto...
—Dumbledore se habría alegrado más que nadie de que hubiera un poco
más de amor en el mundo —dijo la profesora McGonagall con tono cortante, y
en ese momento se abrieron otra vez las puertas de la enfermería y entró
Hagrid.
Tenía la frente empapada y los ojos hinchados; lloraba desconsolado y
llevaba un pañuelo de lunares en la mano.
—Ya está... Ya lo he hecho, profesora —dijo entre sollozos—. Me... me lo he
llevado. La profesora Sprout ha enviado a los chicos a acostarse. El profesor
Flitwick está descansando, pero dice que se pondrá bien en un periquete, y el
profesor Slughorn ya ha informado al ministerio.
—Gracias, Hagrid —dijo McGonagall, y se puso en pie—. Tendré que
hablar con los del ministerio en cuanto lleguen. Hagrid, por favor, diles a los
jefes de las casas (Slughorn puede representar a Slytherin) que quie ro verlos en
mi despacho de inmediato. Y me gustaría que tú también estuvieras presente.
El guardabosques asintió, se dio la vuelta y salió de la enfermería
arrastrando los pies. La profesora se dirigió entonces a Harry:
—Antes de hablar con ellos desearía charlar un momento contigo. Si
quieres acompañarme...
El muchacho murmuró un «Nos vemos luego» dirigido a Ron, Hermione y
Ginny, y siguió a McGonagall hacia la puerta. Los pasillos estaban vacíos y sólo
se oía la lejana canción del fénix. Harry tardó unos minutos en comprender que
no iban al despacho de la profesora sino al de Dumbledore, y unos segundos
más en darse cuenta de que, como hasta entonces ella había sido la
subdirectora, tras la muerte de Dumbledore debía de haber pasado a ser
directora... y por lo tanto, le correspondía ocupar la habitación que había detrás
de la gárgola.
Subieron en silencio por la escalera de caracol móvil y entraron en el
despacho circular. Harry no sabía muy bien qué esperaba encontrar allí: quizá
los muebles estarían tapados con sábanas negras, o a lo mejor habían llevado el
cadáver de Dumbledore... Sin embargo, el despacho estaba casi igual que
cuando el anciano profesor lo había abandonado unas horas antes: los
instrumentos de plata zumbaban y echaban humo en sus mesitas de patas finas,
la espada de Gryffindor seguía reluciendo en la urna de cristal a la luz de la
luna, y el Sombrero Seleccionador reposaba en un estante, detrás de la mesa.
Pero la percha de Fawkes estaba vacía: el fénix seguía en los jardines cantando
su lamento. Y un nuevo retrato se había añadido a los anteriores directores y
directoras de Hogwarts... Dumbledore dormía apaciblemente en un lienzo con
marco de oro, colgado de la pared que había detrás de la mesa, con las gafas de
media luna sobre la torcida nariz.
Tras echarle un vistazo a ese retrato, la profesora McGonagall hizo un
extraño movimiento, como si se armara de valor, bordeó la mesa y se colocó
frente a Harry, con el semblante tenso y surcado de arrugas.
—Me gustaría saber qué hicisteis el profesor Dumbledore y tú esta noche
cuando os marchasteis del colegio —dijo.
—No puedo contárselo, profesora —respondió Harry. Como suponía que
se lo preguntaría, tenía la respuesta preparada. Dumbledore le había pedido en
ese mismo despacho que no le revelara el contenido de sus clases particulares a
nadie, salvo a Ron y Hermione.
—Podría ser importante, Harry —insistió ella.
—Lo es —convino el muchacho—. Es muy importante, pero él me pidió
que no se lo contara a nadie.
La profesora lo fulminó con la mirada.
—Potter —a Harry no se le escapó que volvía a llamarlo por su apellido—,
en vista de la muerte del profesor Dumbledore, creo que te darás cuenta de que
la situación ha cambiado un poco...
—A mí me parece que no —replicó Harry, y se encogió de hombros—. El
profesor Dumbledore no me dijo que dejara de obedecer sus órdenes si él
moría.
—Pero...
—Aunque hay una cosa que usted sí debería saber antes de que lleguen los
del ministerio: la señora Rosmerta está bajo la maldición imperius. Ella ayudaba
a Malfoy y los mortífagos; así fue como el collar y el hidromiel envenenado...
—¿Rosmerta? —se extrañó McGonagall, incrédula, pero, antes de que
pudiera continuar, llamaron a la puerta y los profesores Sprout, Flitwick y
Slughorn entraron en el despacho, seguidos de Hagrid, que todavía lloraba a
lágrima viva y temblaba de aflicción.
—¡Snape! —exclamó Slughorn, que parecía el más afectado, pálido y
sudoroso—. ¡Snape! ¡Fue alumno mío! ¡Y yo que creía conocerlo!
En ese momento un mago de cutis cetrino y flequillo corto y negro que
acababa de llegar a su lienzo, hasta entonces vacío, habló desde lo alto de la
pared con voz aguda:
—Minerva, el ministro llegará dentro de unos segundos, acaba de
desaparecerse del ministerio.
—Gracias, Everard —respondió McGonagall, y se volvió con rapidez hacia
los profesores—. Quiero hablar con vosotros del futuro de Hogwarts antes de
que él llegue aquí —dijo—. Personalmente, no estoy segura de que el colegio
deba abrir sus puertas el curso próximo. La muerte del director a manos de uno
de nuestros colegas es una deshonra para Hogwarts. Es algo horroroso.
—Yo estoy convencida de que Dumbledore habría deseado que el colegio
siguiera abierto —opinó la profesora Sprout—. Creo que mientras un solo
alumno quiera venir, Hogwarts debe permanecer disponible para él.
—Pero ¿tendremos algún alumno después de lo ocurrido? —se preguntó
Slughorn mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo de seda—. Los
padres preferirán que sus hijos se queden en casa, y no me extraña. En mi
opinión, no creo que corramos más peligro en Hogwarts que en cualquier otro
sitio, pero es lógico que las madres no piensen lo mismo, y, como es natural,
querrán que las familias se mantengan unidas.
—Estoy de acuerdo —concedió la profesora McGonagall—. Pero, de
cualquier modo, no es cierto que Dumbledore nunca concibiera una situación
por la que Hogwarts tuviera que cerrar, pues se lo planteó cuando volvió a
abrirse la Cámara de los Secretos. Y, a mi entender, su asesinato es más
inquietante que la posibilidad de que el monstruo de Slytherin viviera
escondido en las entrañas del castillo.
—Hay que consultar a los miembros del consejo escolar —apuntó el
profesor Flitwick con su aguda vocecilla; tenía un gran cardenal en la frente,
pero por lo demás parecía haber salido ileso de su desmayo en el despacho de
Snape—. Debemos seguir el procedimiento establecido. No hay que tomar
decisiones precipitadas.
—Tú todavía no has dicho nada, Hagrid —dijo McGonagall—. ¿Qué
opinas? ¿Debería continuar Hogwarts abierto?
El guardabosques, que había estado llorando en silencio y tapándose la cara
con su gran pañuelo de lunares, alzó sus enrojecidos e hinchados ojos y dijo con
voz ronca:
—No lo sé, profesora... Eso tienen que decidirlo usted y los jefes de las
casas...
—El profesor Dumbledore siempre tuvo en cuenta tus opiniones —le
recordó ella con amabilidad—, y yo también.
—Bueno, yo me quedo aquí —aseguró Hagrid mientras unas gruesas
lágrimas volvían a resbalarle hacia la enmarañada barba—. Este es mi hogar,
vivo aquí desde que tenía trece años. Y si hay niños que quieren que les enseñe,
lo haré. Pero... no sé... Hogwarts sin Dumbledore... —Tragó saliva y volvió a
ocultarse detrás de su pañuelo.
Se quedaron en silencio.
—Muy bien —concluyó la profesora McGonagall mirando por la ventana
para ver si llegaba el ministro—, entonces coincido con Filius en que lo más
adecuado es consultar al consejo escolar, que será quien tome la decisión final.
»Y respecto a cómo enviar a los alumnos a sus casas... hay razones para
hacerlo cuanto antes. Podríamos hacer venir el expreso de Hogwarts mañana
mismo si fuera necesario...
—¿Y el funeral de Dumbledore? —preguntó Harry, que llevaba rato
callado.
—Pues... —titubeó McGonagall, y añadió con voz levemente temblorosa—:
Me consta que su deseo era reposar aquí, en Hogwarts...
—Entonces así se hará, ¿no? —saltó Harry.
—Si el ministerio lo considera apropiado —repuso ella—. A ningún otro
director ni directora lo han...
—Ningún otro director ni directora hizo tanto por este colegio como él —
gruñó Hagrid.
—Dumbledore debería descansar en Hogwarts —afirmó el profesor
Flitwick.
—Sin duda alguna —coincidió la profesora Sprout.
—Y en ese caso —continuó Harry—, no deberían enviar a los estudiantes a
sus casas antes del funeral. Todos querrán decirle...
La última palabra se le quedó atascada en la garganta, pero la profesora
Sprout terminó la frase por él:
—... adiós.
—Bien dicho —dijo el profesor Flitwick con voz chillona—. ¡Muy bien
dicho, sí, señor! Nuestros estudiantes deberían rendirle homenaje, es lo que
corresponde. Podemos organizar el traslado a sus casas después de la
ceremonia.
—Apoyo la propuesta —bramó la profesora Sprout.
—Supongo que... sí... —dudó Slughorn con voz nerviosa, mientras Hagrid
soltaba un estrangulado sollozo de asentimiento.
—Ya viene —dijo de pronto la profesora McGonagall, que observaba los
jardines—. El ministro... Y, por lo que parece, trae una delegación...
—¿Puedo marcharme? —preguntó Harry. No tenía ningunas ganas de ver
a Rufus Scrimgeour esa noche, ni de ser interrogado por él.
—Sí, vete —repuso McGonagall—, y deprisa.
La profesora fue hacia la puerta y la mantuvo abierta para que saliera
Harry, que bajó la escalera de caracol a toda prisa y echó a correr por el desierto
pasillo; se había dejado la capa invisible en la torre de Astronomía, pero no le
importaba; en los pasillos no había nadie que pudiera verlo, ni siquiera Filch, la
Señora Norris ni Peeves. Tampoco se cruzó con nadie hasta que entró en el
pasadizo que conducía a la sala común de Gryffindor.
—¿Es cierto? —susurró la Señora Gorda cuando Harry llegó ante el
retrato—. ¿Es verdad que Dumbledore... ha muerto?
—Sí.
La Señora Gorda emitió un gemido y, sin esperar a que Harry pronunciara
la contraseña, se apartó para dejarlo pasar.
Ya se imaginaba que la sala común estaría abarrotada de estudiantes y
cuando entró por el hueco del retrato se produjo un silencio. Vio a Dean y
Seamus sentados con otros compañeros; eso significaba que el dormitorio debía
de estar vacío, o casi. Sin decir una palabra ni mirar a nadie, cruzó la sala y se
metió por la puerta que conducía a los dormitorios de los chicos.
Tal como había supuesto, Ron lo estaba esperando, vestido y sentado en su
cama. Harry se sentó en la suya y los dos se limitaron a mirarse a los ojos un
instante.
—Están hablando de cerrar el colegio —apuntó Harry.
—Lupin ya dijo que seguramente lo harían. —Hubo una pausa—. ¿Y bien?
—añadió Ron en voz muy baja, como si temiera que los muebles escucharan—.
¿Encontrasteis uno? ¿Encontrasteis un Horrocrux?
Harry negó con la cabeza. Todo lo que había sucedido alrededor del lago
negro parecía una remota pesadilla. ¿De verdad había ocurrido, y tan sólo unas
horas atrás?
—¿No lo encontrasteis? —preguntó Ron—. ¿No estaba allí?
—No. Alguien se lo llevó y dejó uno falso en su lugar.
—¿Se lo llevaron?
Harry sacó el guardapelo falso de su bolsillo, lo abrió y se lo tendió a Ron.
El relato completo podía esperar; esa noche nada importaba salvo el final, el
final de su inútil aventura, el final de la vida de Dumbledore...
—R.A.B. —susurró Ron—. Pero ¿quién era?
—No lo sé. —Harry se tumbó en la cama, completamente vestido, y se
quedó mirando el techo. No sentía ninguna curiosidad por averiguar quién era
R.A.B.; más bien dudaba que algún día volviera a sentir curiosidad por algo. Sin
embargo, advirtió que los jardines estaban en silencio. Fawkes había dejado de
cantar.
Y aunque no fuera capaz de explicar cómo, supo que el fénix se había ido,
se había marchado de Hogwarts para siempre, igual que Dumbledore, que se
había marchado del colegio, del mundo... y había abandonado a Harry.
30
El sepulcro blanco
Se suspendieron las clases y se aplazaron los exámenes. En los dos días siguientes, algunos padres se llevaron a sus hijos de Hogwarts; las gemelas Patil
se marcharon la mañana después de la muerte de Dumbledore, antes del
desayuno, y a Zacharias Smith fue a recogerlo su altanero padre. Seamus
Finnigan, en cambio, se negó rotundamente a acompañar a su madre a casa;
discutieron a gritos en el vestíbulo, y al final ella permitió que su hijo se
quedara hasta después del funeral. Seamus les contó a Harry y Ron que a su
madre le había costado mucho encontrar una cama libre en Hogsmeade porque
no cesaban de llegar al pueblo magos y brujas que querían presentarle sus
últimos respetos a Dumbledore.
Los estudiantes más jóvenes se emocionaron mucho cuando vieron por
primera vez un carruaje azul pálido, del tamaño de una casa y tirado por una
docena de enormes caballos alados de crin y cola blancas, que llegó volando a
última hora de la tarde —el día antes del funeral— y aterrizó en el borde del
Bosque Prohibido. Harry, desde una ventana, vio a una gigantesca y atractiva
mujer de pelo negro y piel aceitunada que bajaba los escalones del carruaje y se
lanzaba a los brazos del sollozante Hagrid.
Entretanto, iban acomodando en el castillo a una delegación de
funcionarios del ministerio, entre ellos el ministro de Magia en persona. Harry
evitaba con diligencia cualquier contacto con ellos, aunque estaba seguro de
que, tarde o temprano, volverían a pedirle que relatara la última excursión de
Dumbledore.
Harry, Ron, Hermione y Ginny siempre estaban juntos. Hacía un tiempo
espléndido que parecía burlarse de ellos, y Harry se imaginaba cómo habrían
sido las cosas si Dumbledore no hubiera muerto y si dispusieran de esos días a
final de curso para estar juntos, una vez Ginny hubiera terminado sus exámenes
y ya no sufrieran la presión de los deberes... Y, una y otra vez, retrasaba el
momento de decir lo que debía decir, y de hacer lo que debía hacer, porque le
costaba demasiado renunciar a su mayor fuente de consuelo.
Dos veces al día iban a la enfermería. A Neville ya le habían dado el alta,
pero Bill seguía bajo los cuidados de la señora Pomfrey. Tenía unas cicatrices
horribles; de hecho, se parecía mucho a Ojoloco Moody, aunque por fortuna
conservaba tanto los ojos como las piernas; pero su carácter no había cambiado.
La principal diferencia es que enseguida desarrolló una gran afición a los filetes
de carne poco hechos.
«Es una suegte que se case conmigo —había dicho Fleur alegremente
mientras le arreglaba las almohadas a Bill—, pogque los bguitánicos cocinan
demasiado la cagne, siempgue lo he afigmado.»
—Supongo que tendré que aceptar que es verdad que se va a casar con ella
—suspiró Ginny esa noche. Los cuatro estaban sentados junto a la ventana
abierta de la sala común de Gryffindor, contemplando los jardines en
penumbra.
—No está tan mal —dijo Harry—. Aunque es muy fea —se apresuró a
añadir al ver que Ginny arqueaba las cejas, y ella soltó una risita de resignación.
—En fin, si mi madre la soporta, yo también puedo hacerlo.
—¿Ha muerto alguien más que conozcamos? —preguntó Ron a Hermione,
que leía detenidamente El Profeta Vespertino.
Hermione hizo una mueca ante la forzada dureza en el tono de Ron.
—No —contestó, y dobló el periódico—. Todavía están buscando a Snape,
pero no hay ni rastro de él.
—Claro que no —intervino Harry, que se encendía siempre que salía ese
tema—. No lo hallarán hasta que encuentren a Voldemort, y dado el poco éxito
que han tenido hasta ahora...
—Voy a acostarme —anunció Ginny dando un bostezo—. No duermo muy
bien desde que... bueno, estoy cansada y necesito dormir.
Besó a Harry (Ron miró adrede hacia otro lado), se despidió con la mano de
los otros dos y se encaminó hacia los dormitorios de las chicas. En cuanto la
puerta se hubo cerrado detrás de ella, Hermione se inclinó hacia delante con esa
expresión suya tan característica.
—Harry, esta mañana he encontrado una cosa en la biblioteca...
—¿Tiene relación con R.A.B.? —preguntó él al tiempo que se enderezaba.
A diferencia de tantas otras veces, no se sentía emocionado, ni intrigado ni
ansioso por llegar al fondo de un misterio; pero sabía que tenía que descubrir la
verdad acerca del auténtico Horrocrux si pretendía seguir avanzando por el
oscuro y sinuoso camino que se abría ante él, el camino que había emprendido
con Dumbledore y que de ahora en adelante tendría que recorrer solo. Todavía
podía haber hasta cuatro Horrocruxes escondidos en algún sitio, y si se le
presentaba cualquier remota posibilidad de enfrentarse a Voldemort, suponía
que debía encontrarlos y eliminarlos todos antes de acabar con él. Harry seguía
recitando los nombres de tales objetos para sus adentros, como si de esa forma
se acercara un poco a ellos: «El guardapelo, la copa, la serpiente, algo de
Gryffindor o de Ravenclaw... El guardapelo, la copa, la serpiente, algo de
Gryffindor o de Ravenclaw...»
Por la noche, mientras dormía, ese mantra debía de latirle en la mente, y en
sus sueños siempre aparecían copas, guardapelos y misteriosos objetos que el
muchacho no conseguía asir, aunque Dumbledore le ofrecía una escalerilla de
cuerdas que se convertían en serpientes en cuanto empezaba a trepar por ellas...
La mañana después de la muerte de Dumbledore, le había enseñado a
Hermione la nota encontrada dentro del guardapelo, y a pesar de que ella no
había reconocido las iniciales ni las había relacionado con ningún mago,
misterioso sobre el que hubiera leído, desde entonces fue a la biblioteca más a
menudo de lo estrictamente necesario, considerando que ya no tenía que hacer
deberes.
—No —dijo Hermione, pesarosa—. Lo he intentado, Harry, pero no he
encontrado nada. Hay un par de magos bastante famosos con esas iniciales,
Rosalind Antigone Bungs y Rupert Axebanger Brookstanton, pero creo que no
encajan. A juzgar por lo que pone en esa nota, la persona que robó el Horrocrux
conocía a Voldemort, y no he descubierto ni la más mínima prueba de que
Bungs o Axebanger tuvieran trato alguno con él... No, lo que quería decirte...
Bueno, se trata de Snape.
Parecía sentirse incómoda por el simple hecho de volver a pronunciar ese
nombre.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Harry con fastidio, y volvió a reclinarse en
el respaldo de la butaca.
—Verás, resulta que yo tenía parte de razón con lo del Príncipe Mestizo —
dijo ella con tono vacilante.
—¿Es imprescindible que me lo restriegues por la nariz, Hermione? ¿Cómo
crees que me siento cuando pienso en ello?
—¡No, no, Harry, no me refería al libro! —repuso ella precipitadamente, y
echó un vistazo alrededor para comprobar que no los escuchaba nadie—. Es
que tenía razón cuando decía que Eileen Prince había sido propietaria de ese
libro. Mira, ella... ¡era la madre de Snape!
—Ya me pareció que no era muy guapa —comentó Ron, pero Hermione no
le hizo caso.
—Estaba repasando el resto de los Profetas viejos y encontré un pequeño
anuncio que decía que Eileen Prince iba a casarse con un tal Tobias Snape, y en
un periódico posterior, otro anuncio de que había dado a luz a...
—... un asesino —se adelantó Harry con gesto de asco.
—Bueno... sí. Así que... en parte tenía razón. Snape debía de estar orgulloso
de llevar el apellido Prince porque, según decía El Profeta, Tobías Snape era un
muggle, ¿me explico?
—Sí, eso encaja —admitió Harry—. Decidió darles coba a los sangre limpia
para poder hacerse amigo de Lucius Malfoy y sus compinches... Es igual que
Voldemort: madre sangre limpia, padre muggle... Avergonzado de sus
orígenes, utilizaba las artes oscuras para que los demás lo temieran y adoptó
otro nombre, un nombre impresionante como hizo lord Voldemort: Príncipe
Mestizo... ¿Cómo no se dio cuenta Dumbledore?
Se interrumpió y miró por la ventana. No podía dejar de darle vueltas a la
inexcusable confianza que el anciano profesor había depositado en Snape. Sin
embargo, aun sin habérselo propuesto, Hermione acababa de recordarle que a
él también lo habían engañado. Pese a que los hechizos garabateados en el libro
cada vez eran más macabros, Harry no había querido pensar mal de ese
personaje tan inteligente que tanto lo había ayudado...
«Que tanto lo había ayudado...» Después de lo ocurrido, ese pensamiento
resultaba casi insoportable.
—Sigo sin entender por qué no se chivó de que estabas utilizando el libro
—comentó Ron—. Él seguramente sabía de dónde sacabas la información.
—Lo sabía —dijo Harry con amargura—. Se dio cuenta cuando utilicé el
Sectumsempra y ni siquiera necesitó la Legeremancia. Quizá lo supo incluso
antes por los comentarios de Slughorn sobre lo bien que me desenvolvía en las
clases de Pociones... No me explico cómo se le ocurrió dejar su viejo libro en el
fondo del armario.
—Pero ¿por qué no te acusó?
—Supongo que no quería que lo relacionaran con ese texto —observó
Hermione—. A Dumbledore no le habría gustado mucho si se hubiera enterado.
Y aunque Snape hubiera fingido que no era suyo, Slughorn le habría reconocido
la letra en el acto. En fin, el caso es que el libro se quedó en la antigua aula de
Snape, y estoy segura de que Dumbledore sabía que la madre de éste se
apellidaba Prince.
—Debí enseñárselo a Dumbledore —murmuró Harry—. El quiso
demostrarme que Voldemort ya era maligno cuando estudiaba en el colegio, y
yo tenía en mis manos la prueba de que Snape también...
—«Maligno» es una palabra muy fuerte —susurró Hermione.
—¡Tú eras la que no paraba de decirme que el dichoso libro era peligroso!
—Lo que intento decir, Harry, es que estás asumiendo una responsabilidad
exagerada. Yo creía que el príncipe tenía un desagradable sentido del humor,
pero jamás me pasó por la cabeza que fuera un asesino en potencia...
—Ninguno de nosotros podía imaginar que Snape fuera capaz de... ya
sabes —dijo Ron.
Se quedaron callados, absortos en sus pensamientos; pero Harry intuyó que
sus amigos, igual que él, pensaban en las exequias de Dumbledore, que se
celebrarían a la mañana siguiente. Como Harry nunca había asistido a un
funeral, porque al morir Sirius su cadáver desapareció y no pudieron enterrarlo,
no se imaginaba la situación y lo inquietaba un poco no saber qué iba a ver ni
cómo se sentiría. Se preguntaba si la muerte de Dumbledore se convertiría en
algo más real cuando la ceremonia terminase. Aunque había momentos en que
la espantosa verdad amenazaba con abrumarlo por completo, también había
períodos de aturdimiento en que todavía le costaba creer que el anciano
director hubiera muerto, a pesar de que en el castillo no se hablaba de otra cosa.
Sin embargo, había aceptado la muerte de Dumbledore en lugar de aferrarse
desesperadamente a la idea de que éste pudiera volver a la vida por algún
medio, como había hecho tras la desaparición de Sirius. Palpó la fría cadena del
Horrocrux falso que tenía en el bolsillo; la llevaba consigo a todas partes, no
como un talismán, sino como un recordatorio del precio que habían pagado por
él y de lo que todavía quedaba por hacer.
Al día siguiente se levantó temprano para preparar el equipaje, puesto que
el expreso de Hogwarts partiría una hora después del funeral. En el Gran
Comedor se respiraba una atmósfera de profunda melancolía. Todos llevaban
sus túnicas de gala, pero nadie parecía tener hambre. La profesora McGonagall
había dejado vacía la silla del centro de la mesa del profesorado, más grande
que las demás. La silla de Hagrid también estaba vacía; Harry pensó que quizá
el guardabosques no se había sentido capaz de desayunar; en cambio, el lugar
de Snape lo había ocupado, sin ceremonias, Rufus Scrimgeour. Harry esquivó
los amarillentos ojos del ministro cuando éstos recorrieron el comedor; tenía la
desagradable sensación de que el ministro lo buscaba con la mirada. Entre el
séquito de Scrimgeour distinguió el cabello pelirrojo de Percy Weasley. Ron no
dio otra señal de haber advertido la presencia de su hermano que clavarles el
tenedor con una brusquedad inusitada a los arenques ahumados.
En la mesa de Slytherin, Crabbe y Goyle cuchicheaban con las cabezas muy
juntas. Y aunque ambos eran fornidos, parecían indefensos sin la alta y pálida
figura de Malfoy a su lado, dándoles órdenes. Harry no había dedicado mucho
tiempo a pensar en él, pues toda su animadversión se había concentrado en
Snape; sin embargo, no había olvidado el miedo que teñía la voz de Malfoy en
lo alto de la torre, ni el hecho de que había bajado la varita antes de que llegaran
los otros mortífagos. Harry no creía que Draco hubiera sido capaz de matar a
Dumbledore, y aunque seguía detestándolo por su afición a las artes oscuras, su
desprecio se atenuaba con una pizca de lástima. ¿Dónde estaría ahora?, se
preguntó. ¿Y qué estaría obligándole a hacer Voldemort bajo la amenaza de
matarlos a él y a sus padres?
Los pensamientos de Harry se vieron interrumpidos cuando Ginny le hincó
un codo en las costillas. La profesora McGonagall se había puesto en pie y el
lastimero rumor que sonaba en el comedor se apagó de inmediato.
—Ha llegado el momento —anunció la profesora—. Por favor, seguid a
vuestros jefes de casa a los jardines. Los alumnos de Gryffindor, esperad a que
salga yo.
Los estudiantes se levantaron de los bancos y desfilaron casi en silencio.
Harry vio a Slughorn, que llevaba una espléndida y larga túnica verde
esmeralda con bordados de plata, en cabeza de la columna de Slytherin, y a la
profesora Sprout, jefa de la casa de Hufflepuff, que nunca había ido tan aseada,
pues no tenía ni un solo remiendo en el sombrero. Cuando llegaron al vestíbulo,
vieron a la señora Pince de pie junto a Filch: ella iba con un tupido velo negro
que le llegaba hasta las rodillas, y él con un viejo traje y una corbata negros que
apestaban a naftalina.
Al acercarse a los escalones de piedra de la entrada, Harry vio que todos se
dirigían hacia el lago. Los tibios rayos del sol le acariciaron la cara cuando
siguió en silencio a la profesora McGonagall. Hacía un espléndido día de
verano.
Habían colocado cientos de sillas en hileras a ambos lados de un pasillo y
encaradas hacia una mesa de mármol que presidía la escena. La mitad de las
sillas ya estaban ocupadas por una extraordinaria variedad de personas:
elegantes y harapientas, jóvenes y viejas. Harry sólo reconoció a algunas, por
ejemplo, a los miembros de la Orden del Fénix Kingsley Shacklebolt, Ojoloco
Moody y Tonks, cuyo cabello había recuperado milagrosamente un tono rosa
muy llamativo, cogida de la mano de Remus Lupin; los señores Weasley; Bill,
acompañado y ayudado por Fleur, y seguido por Fred y George, que llevaban
chaquetas de piel de dragón negra. También estaba Madame Máxime, que
ocupaba dos sillas y media; Tom, el dueño del Caldero Chorreante; Arabella
Figg, la vecina squib de Harry; la melenuda que tocaba el bajo en el grupo
mágico Las Brujas de Macbeth; Ernie Prang, el conductor del autobús
noctámbulo; Madame Malkin, de la tienda de túnicas del callejón Diagon; y
algunos otros a los que Harry sólo conocía de vista, como el camarero de
Cabeza de Puerco y la bruja que llevaba el carrito de la comida en el expreso de
Hogwarts. También estaban presentes los fantasmas del castillo, que sólo eran
visibles cuando se movían, pues la luz del sol hacía brillar sus intangibles y
etéreas figuras.
Harry, Ron, Hermione y Ginny se sentaron al final de una hilera, junto al
lago. El continuo susurro de la concurrencia sonaba como la brisa al acariciar la
hierba, pero el canto de los pájaros era mucho más intenso. Seguía llegando
gente; Harry vio cómo Luna ayudaba a Neville a sentarse y sintió un profundo
cariño por ellos. Luna y Neville eran los únicos miembros del ED que habían
respondido a la llamada de Hermione la noche que mataron a Dumbledore, y
Harry sabía por qué: ellos eran los que más añoraban el ED; seguramente eran
los únicos que habían mirado con regularidad sus monedas con la esperanza de
que se hubiera convocado otra reunión.
Cornelius Fudge pasó por su lado y se dirigió hacia las primeras filas;
parecía muy compungido y hacía girar su bombín, como de costumbre. A
continuación Harry reconoció a Rita Skeeter y se enfureció al ver que llevaba un
bloc de notas, con las uñas pintadas de rojo; y luego, con un arrebato de rabia,
distinguió a Dolores Umbridge, que exhibía una expresión de dolor poco
convincente en su cara de sapo y se adornaba los rizos rojo pardusco con un
lazo de terciopelo negro. Al ver al centauro Firenze, que estaba de pie como un
centinela cerca del borde del agua, Umbridge dio un respingo y se encaminó
rápidamente hacia un asiento muy apartado de él.
Los últimos en sentarse fueron los profesores. Harry observó a Scrimgeour,
con aire grave y circunspecto, situado en primera fila con la profesora
McGonagall, y se preguntó si el ministro o alguna otra de aquellas personas tan
importantes sentía verdadera tristeza por la muerte de Dumbledore. Pero en ese
momento oyó una melodía, una melodía extraña que parecía de otro mundo, de
modo que se olvidó del desprecio que le inspiraba el ministerio y miró en busca
del origen del sonido. Sin embargo, no fue el único, pues otras personas
también volvieron la cabeza con cierta alarma.
—Allí —le susurró Ginny al oído señalando las luminosas aguas verde
claro.
Entonces el muchacho vio un coro de gente del agua que cantaba en una
lengua extraña; las pálidas caras se mecían a escasa distancia de la superficie y
sus violáceas cabelleras ondeaban alrededor, y Harry se acordó con horror de
los inferi. La melodía le puso carne de gallina, y, sin embargo, no era un sonido
desagradable. Sin duda hablaba de la pérdida de un ser querido y de la
desesperación que provoca. Mientras contemplaba las transidas caras de la
gente del agua, Harry tuvo la impresión de que al menos esos seres sí
lamentaban la muerte de Dumbledore. Ginny volvió a darle un codazo y él giró
la cabeza.
Hagrid caminaba despacio por el pasillo. Sollozaba en silencio y tenía el
rostro surcado de lágrimas; en los brazos, envuelto en terciopelo morado
salpicado de estrellas doradas, llevaba el cadáver de Dumbledore. Al verlo, a
Harry se le hizo un nudo en la garganta, y por unos instantes fue como si la
extraña melodía y la conciencia de estar tan cerca del cadáver del anciano
profesor hicieran desaparecer el calor y la luz del entorno. Ron estaba pálido e
impresionado, y Ginny y Hermione derramaban gruesas lágrimas que les caían
en el regazo.
Los muchachos no veían bien qué pasaba en la parte delantera. Parecía que
Hagrid había depositado el cadáver con extremo cuidado sobre la mesa de
mármol. A continuación se retiró por el pasillo sonándose con fuertes
trompetazos que atrajeron algunas miradas escandalizadas, entre ellas la de
Dolores Umbridge... Pero Harry sabía que a Dumbledore no le habría
importado. Intentó hacerle un gesto cariñoso a Hagrid cuando éste pasó por su
lado, pero el guardabosques tenía los ojos tan hinchados que era un milagro
que pudiera ver dónde pisaba. Harry miró hacia la hilera a la que se dirigía
Hagrid y comprendió cómo se guiaba a pesar del llanto, porque allí, vestido con
una chaqueta y unos pantalones confeccionados con tela suficiente para
levantar una carpa, se hallaba el gigante Grawp, cuya enorme y fea cabeza, lisa
como un canto de río, se inclinaba con gesto dócil, casi humano. Hagrid se sentó
al lado de su hermanastro y éste le dio unas palmaditas en la cabeza, lo que
provocó que la silla del guardabosques se hundiera unos centímetros en el
suelo. Harry sintió un breve y maravilloso impulso de reír. Pero entonces dejó
de sonar la melodía y el muchacho dirigió de nuevo la vista al frente.
Un individuo bajito y de cabello ralo, ataviado con una sencilla túnica
negra, estaba de pie frente al cadáver de Dumbledore. Harry no oía lo que
decía. Algunas palabras sueltas llegaban flotando hasta ellos por encima de
cientos de cabezas: «nobleza de espíritu», «contribución intelectual», «grandeza
de corazón»... Pero casi carecían de significado. No tenían mucho que ver con el
Dumbledore que Harry había conocido. De pronto recordó lo que significaba
para el director de Hogwarts decir unas pocas palabras: «¡Papanatas! ¡Llorones!
¡Baratijas! ¡Pellizco!», y, una vez más, tuvo que reprimir una sonrisa. ¿Qué le
estaba sucediendo?
Oyó un débil chapoteo a su izquierda y vio que la gente del agua también
había salido a la superficie para escuchar. Y recordó que hacía dos años
Dumbledore se había agachado junto al borde del agua, muy cerca de donde él
estaba sentado en ese momento, para conversar en sirenio con la jefa sirena.
Harry se preguntó entonces dónde habría aprendido a hablar esa lengua. Había
tantas cosas que nunca le había preguntado, tantas cosas que debería haberle
dicho...
Y sin previo aviso la cruda realidad cayó sobre él, de una forma mucho más
rotunda e innegable que hasta ese instante: Dumbledore estaba muerto, se había
ido para siempre. El muchacho apretó con todas sus fuerzas el frío guardapelo
hasta que se hizo daño, pero no pudo impedir que unas abrasadoras lágrimas le
brotaran de los ojos; volvió la cabeza en dirección opuesta a la que se hallaban
Ginny y los demás, y contempló el Bosque Prohibido, al otro lado del lago,
mientras el hombrecillo de negro seguía hablando. Percibió que algo se movía
entre los árboles: los centauros también se habían acercado a presentar sus
respetos. No salieron de los límites del bosque, pero Harry los distinguió medio
escondidos entre las sombras, observando a los magos, con los arcos a punto. Y
recordó también la pesadilla de su incursión inicial en el Bosque Prohibido, la
primera vez que vio aquel engendro que entonces era Voldemort, y cómo se
había enfrentado a él, y que poco después había hablado con Dumbledore de la
importancia de seguir luchando a pesar de que la batalla estuviera perdida. En
aquella ocasión el anciano profesor había dicho que era crucial pelear y volver a
pelear, y seguir peleando porque sólo de ese modo podría mantenerse a raya el
mal, aunque nunca se llegara a erradicarlo.
Y mientras estaba allí sentado, al intenso calor del sol, Harry se percató de
que todas las personas que lo querían se habían alzado ante él una tras otra,
decididas a protegerlo: su madre, su padre, su padrino y, por último,
Dumbledore; pero eso había terminado. Ya no podía permitir que nadie se
interpusiera entre él y Voldemort, y debía olvidar para siempre que los padres
ofrecían un refugio que protegía de todo mal, esa ilusión que tendría que haber
perdido cuando tan sólo contaba un año de edad. No había forma de despertar
de esa pesadilla, no había susurro reconfortante en la oscuridad que le
asegurara que estaba a salvo, que todo era producto de su imaginación; el
último y el más excelso de sus protectores había muerto y él se encontraba más
solo que nunca.
El hombrecillo de negro terminó su discurso y volvió a sentarse. Harry
supuso que se levantaría alguien más, pues imaginaba que el ministro
pronunciaría otro discurso, pero nadie se movió.
Entonces varias personas chillaron. Unas llamas relucientes y blancas
habían prendido alrededor del cadáver de Dumbledore y de la mesa sobre la
que reposaba, y se alzaron cada vez más, hasta ocultar por completo el cadáver.
Un humo blanco ascendió en espiral y moldeó extrañas formas: en un
sobrecogedor instante, a Harry le pareció ver cómo un fénix volaba hacia el
cielo, dichoso, pero un segundo más tarde el fuego había desaparecido. En su
lugar había un sepulcro de mármol blanco que contenía el cuerpo de
Dumbledore y la mesa sobre la que lo habían tendido.
Volvieron a oírse gritos de asombro cuando cayó del cielo una lluvia de
flechas que fueron a parar lejos de la gente. Y Harry comprendió que era el
homenaje de los centauros; a continuación vio cómo éstos daban media vuelta y
desaparecían de nuevo en el umbrío bosque. La gente del agua también se
hundió despacio en las verdes aguas y se perdió de vista.
Harry miró a sus amigos: Ron mantenía los ojos entornados, como si lo
deslumbrara el sol; las lágrimas surcaban el rostro de Hermione, pero Ginny ya
no lloraba. Ella lo miró con la misma expresión firme y decidida que cuando lo
había abrazado después de ganar sin él la Copa de Quidditch, y Harry se dio
cuenta de que ambos se entendían a la perfección, y cuando le dijera lo que
pensaba hacer, ella no le replicaría: «Ten cuidado» o «No lo hagas», sino que
aceptaría su decisión porque no esperaba menos de él. Así que se armó de valor
para decir lo que sabía que debía decir desde la muerte de Dumbledore.
—Oye, Ginny... —musitó, mientras alrededor la gente reanudaba las
conversaciones interrumpidas poco antes y se levantaba—. No podemos seguir
saliendo juntos. Tenemos que dejar de vernos.
Ella esbozó una enigmática sonrisa y replicó:
—Es por alguna razón noble y absurda, ¿verdad?
—Estas últimas semanas contigo han sido... como un sueño —prosiguió
Harry—. Pero no puedo... no podemos... Ahora tengo cosas que hacer y d ebo
hacerlas solo.
Ginny no se puso a llorar, sino que se limitó a mirarlo a los ojos.
—Voldemort utiliza a los seres queridos de sus enemigos. A ti ya te utilizó
una vez como cebo, y únicamente porque eras la hermana de mi mejor amigo.
Imagínate el peligro que correrías si siguiéramos juntos. El se enterará, lo
averiguará. Intentará llegar hasta mí a través de ti.
—¿Y si no me importara? —replicó Ginny.
—A mí sí me importa —repuso Harry—. ¿Cómo crees que me sentiría si
éste fuera tu funeral... y si yo tuviera la culpa?
Ginny desvió la mirada y se quedó contemplando el lago.
—En realidad nunca renuncié a ti —dijo—. Aunque no lo parezca. Siempre
albergué esperanzas... Hermione me aconsejó que me olvidara de ti, que saliera
con otros chicos, que me relajara un poco cuando tú estuvieras delante, porque
antes me quedaba muda en cuanto aparecías, ¿te acuerdas? Y ella creía que
quizá te fijarías más en mí si yo me distanciaba un poco.
—Es que es muy lista —repuso Harry, y sonrió—. ¡Ojalá te hubiera pedido
antes que salieras conmigo! Habríamos podido pasar mucho tiempo juntos...
meses... años quizá...
—Pero estabas demasiado ocupado salvando el mundo mágico —sentenció
Ginny con una risita—. Bueno, la verdad es que no me sorprende. Ya sabía que
al final ocurriría esto. Estaba convencida de que no estarías contento si no
perseguías a Voldemort. Quizá por eso me gustas tanto.
Harry creyó que no podría mantenerse firme en su propósito si seguía
sentado al lado de Ginny. Observó que Ron abrazaba a Hermione y le
acariciaba el cabello mientras ella lloraba con la cabeza apoyada en su hombro,
y que a Ron también le resbalaban las lágrimas por su larga nariz. Con aire
compungido, Harry se puso en pie, les dio la espalda a Ginny y al sepulcro de
Dumbledore y echó a andar por la orilla del lago. Se sentía mucho mejor
caminando que sentado, y cuando empezara a buscar los Horrocruxes y matara
a Voldemort, también se sentiría mejor que sólo pensando en ello...
—¡Harry!
Se dio la vuelta. Rufus Scrimgeour cojeaba hacia él por la orilla,
apoyándose en su bastón.
—Confiaba en poder hablar un momento contigo... ¿Te importa si
caminamos juntos?
—No —respondió Harry con indiferencia, y se puso en marcha.
—Qué tragedia —dijo el ministro en voz baja—, no te imaginas cómo me
afectó la noticia. Dumbledore era un gran mago. Teníamos nuestras diferencias,
como bien sabes, pero nadie conoce mejor que yo...
—¿Qué quiere? —preguntó Harry con voz cansina.
A Scrimgeour no le gustó su tono, pero, como había hecho en otra ocasión,
se controló y adoptó un gesto de tristeza y comprensión.
—Comprendo que estés destrozado —aseguró—. Sé que querías mucho a
Dumbledore. Hasta es posible que hayas sido su alumno favorito. El lazo que os
unía...
—¿Qué quiere? —repitió Harry, y esta vez se detuvo.
Scrimgeour también se detuvo, se apoyó en su bastón y miró fijamente a
Harry con expresión perspicaz.
—Dicen que fuiste con él cuando se marchó del colegio la noche que lo
mataron.
—¿Quién dice eso?
—Alguien le hizo un encantamiento aturdidor a un mortífago en lo alto de
la torre cuando Dumbledore ya había muerto. Y allí arriba también había dos
escobas. En el ministerio sabemos sumar, Harry.
—Me alegro. Pero mire, adonde fui con él y qué hicimos allí es asunto mío.
El no quería que lo supiera nadie.
—Haces gala de una lealtad admirable, desde luego —comentó
Scrimgeour, que hacía visibles esfuerzos por contener su irritación—, pero
Dumbledore ha muerto, Harry. Muerto.
—Dumbledore sólo abandonará el colegio cuando no quede aquí nadie que
le sea fiel —dijo Harry sonriendo a su pesar.
—Mira, muchacho, ni siquiera él puede volver de...
—Yo no digo que pueda regresar. Usted no lo entendería. Pero no tengo
nada que explicarle.
Scrimgeour vaciló un momento y, con un tono que pretendía ser delicado,
dijo:
—El ministerio puede brindarte toda clase de protección, ya lo sabes,
Harry. Para mí sería un placer poner a un par de mis aurores a tu servicio...
Harry rió.
—Voldemort quiere matarme él en persona y los aurores no van a
impedírselo. Así que gracias por el ofrecimiento, pero no, gracias.
—Entonces —continuó Scrimgeour con tono más frío—, lo que te pedí en
Navidad...
—¿Qué me pidió? ¡Ah, sí! Que le contara a todo el mundo el espléndido
trabajo que están haciendo a cambio de...
—¡A cambio de levantarle la moral a la gente! —le espetó Scrimgeour.
Harry lo miró un momento y preguntó:
—¿Ha soltado ya a Stan Shunpike?
El rostro del ministro se congestionó y el muchacho se acordó de su tío
Vernon.
—Ya veo que sigues...
—Fiel a Dumbledore, cueste lo que cueste —sentenció Harry—. Pues sí.
Scrimgeour le lanzó una mirada penetrante; luego giró sobre los talones y
se marchó cojeando sin decir nada más. Harry comprobó que Percy y el resto de
la delegación del ministerio lo esperaban. Lanzaban nerviosas ojeadas al
sollozante Hagrid y a Grawp, que todavía no se habían levantado de sus
asientos. Ron y Hermione corrían hacia Harry y se cruzaron con Scrimgeour.
Harry se dio la vuelta y siguió andando despacio, dándoles tiempo para que lo
alcanzaran. Los tres se reunieron por fin bajo la sombra de un haya donde se
habían sentado a veces en tiempos más felices.
—¿Qué quería Scrimgeour? —susurró Hermione.
—Lo mismo que quería en Navidad —contestó Harry con desgana—.
Pretendía que le pasara información confidencial sobre Dumbledore y que
prestara mi cara y mi nombre para hacer propaganda del ministerio.
Ron pareció debatir un momento consigo mismo y luego le dijo a
Hermione:
—¡Déjame volver y pegarle un puñetazo a Percy!
—No —repuso el con firmeza al tiempo que lo agarraba por el brazo.
—¡Me quedaré muy descansado!
Harry rompió a reír. Hasta Hermione sonrió un poco, aunque la sonrisa se
le borró de los labios cuando miró hacia el castillo.
—No soporto pensar que quizá no volvamos a Hogwarts —dijo con un hilo
de voz—. ¿Cómo pueden cerrar el colegio?
—A lo mejor no lo hacen —especuló Ron—. Aquí no corremos más peligro
que en nuestras casas, ¿no? Ahora no estamos seguros en ningún sitio. Incluso
diría que en Hogwarts estamos más protegidos, porque en ningún otro sitio hay
tantos magos para defenderlo. ¿Tú qué opinas, Harry?
—Yo no pienso volver aunque el colegio siga abierto.
Ron se quedó mirándolo boquiabierto, pero Hermione dijo con voz triste:
—Ya me imaginaba que dirías eso. Pero entonces ¿qué harás?
—Volveré una vez más a casa de los Dursley porque Dumbledore así lo
deseaba. Pero será una breve visita y después me iré para siempre.
—¿Y adonde irás si no piensas volver al colegio?
—He pensado que podría regresar al valle de Godric —murmuró Harry.
Tenía esa idea en la cabeza desde la noche que murió Dumbledore—. Para mí,
todo empezó allí. Tengo la sensación de que necesito ir a ese lugar. Así podré
visitar la tumba de mis padres.
—Y luego ¿qué? —preguntó Ron.
—Luego tendré que buscar los otros Horrocruxes, ¿no? —contestó el
muchacho mientras contemplaba el blanco sepulcro del director, que se
reflejaba en el agua, al otro lado del lago—. Eso es lo que Dumbledore quería
que hiciera, por eso me lo contó todo sobre ellos. Si él tenía razón, y estoy
seguro de que así es, todavía quedan cuatro. Debo encontrarlos y destruirlos, y
luego he de ir en busca de la séptima parte del alma de Voldemort, la parte que
todavía está en su cuerpo, y matarlo. Y si por el camino me encuentro con
Severus Snape —añadió—, mejor para mí y peor para él.
Hubo un largo silencio. La muchedumbre casi se había dispersado ya,
mientras que los rezagados rehuían la monumental figura de Grawp, que
seguía abrazando a Hagrid, cuyos aullidos de dolor todavía resonaban sobre las
aguas del lago.
—Nos encontraremos allí, Harry —dijo Ron.
—¿Dónde?
—En casa de tus tíos. Y luego iremos contigo allá donde tú vayas.
—Ni hablar —replicó Harry; no había previsto eso, creía que sus amigos
entenderían que quería hacer solo aquel peligrosísimo viaje.
—Una vez nos dijiste —intervino Hermione— que teníamos tiempo para
echarnos atrás. Y ya lo ves, no lo hemos hecho.
—Estaremos a tu lado pase lo que pase —afirmó Ron—. Pero, ¡eh!, antes
que nada, incluso antes de ir al valle de Godric, tendrás que pasar por casa de
mis padres.
—¿Por qué?
—La boda de Bill y Fleur, ¿recuerdas?
Harry lo miró con asombro; la idea de que todavía pudiera existir algo tan
normal como una boda parecía tan increíble como maravillosa.
—Sí, eso no podemos perdérnoslo —dijo al fin.
Sin pensarlo, Harry cerró la mano con fuerza alrededor del Horrocrux falso,
pero pese a todo, pese al oscuro y sinuoso camino que veía extenderse ante él,
pese al encuentro final con Voldemort que tarde o temprano se produciría —
¿quién sabía si pasaría un mes, o un año, o diez?—, se animó al pensar que
todavía quedaba un espléndido día de paz y que podría disfrutarlo con Ron y
Hermione.