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El Caldero Chorreante
Harry tardó varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se había podidolevantar a la hora que quería, ni comer lo que le gustaba. Podía ir donde le apeteciera,
siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada
rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo, Harry no sentía ningún
deseo de incumplir la palabra que le había dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo
muggle.
Desayunaba por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaba viendo a
los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían llegado del campo para
pasar un día de compras; magos de aspecto venerable que discutían sobre el último
artículo aparecido en la revista La transformación moderna; brujos de aspecto
primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta ocasión, una bruja malvada con un
pasamontañas de gruesa lana, que pidió un plato de hígado crudo.
Después del desayuno, Harry salía al patio de atrás, sacaba la varita mágica,
golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la basura, y se
quedaba esperando hasta que se abría en la pared el arco que daba al callejón Diagon.
Harry pasaba aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y comiendo
bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés, donde los ocupantes de
las otras mesas se enseñaban las compras que habían hecho («es un lunascopio, amigo
mío, se acabó el andar con los mapas lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso
de Sirius Black («yo no pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que
Sirius vuelva a Azkaban»). Harry ya no tenía que hacer los deberesbajo las mantas y a
la luz de una vela; ahora podía sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la Heladería
Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional ayuda del mismo
Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la quema de brujas en los
tiempos medievales, daba gratis a Harry, cada media hora, un helado de crema y
caramelo.
Después de llenar el monedero con galeones de oro, sickles de plata y knuts de
bronce de su cámara acorazada en Gringotts, necesitó mucho dominio para no
gastárselo todo enseguida. Tenía que recordarse que aún le quedaban cinco años en
Hogwarts, e imaginarse pidiéndoles dinero a los Dursley para libros de hechizos. Para
no caer en la tentación de comprarse un juego de gobstones de oro macizo (un juego
mágico muy parecido a las canicas, en el que las bolas lanzan un líquido de olor
repugnante a la cara del jugador que pierde un punto). También le tentaba una gran bola
de cristal con una galaxia en miniatura dentro, que habría venido a significar queno
tendría que volver a recibir otra clase de astronomía. Pero lo que más a prueba puso su
decisión apareció en su tienda favorita (Artículos de Calidad para el Juego del
Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.
Deseoso de enterarse de quéera lo que observaba la multitud en la tienda, Harry se
abrió paso para entrar; apretujándose entre brujos y brujas emocionados, hasta que vio,
en un expositor; la escoba más impresionante que había visto en su vida.
—Acaba de salir... prototipo... —le decía un brujo de mandíbula cuadrada a su
acompañante.
—Es la escoba más rápida del mundo, ¿a que sí, papá? —gritó un muchacho más
pequeño que Harry, que iba colgado del brazo de su padre.
El propietario de la tienda decía a la gente:
—¡La selección de Irlanda acaba de hacer un pedido de siete de estas maravillas!
¡Es la escoba favorita de los Mundiales!
Al apartar a una bruja de gran tamaño, Harry pudo leer el letrero que había al lado
de la escoba:
SAETA DE FUEGO
Este ultimísimo modelo de escoba de carreras dispone de un palo de fresno
ultra fino y aerodinámico, tratado con una cera durísima, y está numerado a
mano con su propia matrícula. Cada una de las ramitas de abedul de la cola
ha sido especialmente seleccionada y afilada hasta conseguir la perfección
aerodinámica. Todo ello otorga a la Saeta de Fuego un equilibrio insuperable
y una precisión milimétrica. La Saeta de Fuego tiene una aceleración de 0 a
240 km/hora en diez segundos, e incorpora un sistema indestructible de
frenado por encantamiento. Preguntar precio en el interior
Preguntar el precio... Harry no quería ni imaginar cuanto costaría la Saeta de
Fuego. Nunca le había apetecido nada tanto como aquello... Pero nunca había perdido
un partido de quidditch en su Nimbus 2.000, ¿y de qué le servía dejar vacía su cámara
de seguridad de Gringotts para comprarse la Saeta de Fuego teniendo ya una escoba
muy buena? Harry no preguntó el precio, pero regresó a la tienda casi todos los días
sólo para contemplar la Saeta de Fuego. Sin embargo, habíacosas que Harry tenía que
comprar. Fue a la botica para aprovisionarse de ingredientes para pociones, y como la
túnica del colegio le quedaba ya demasiado corta tanto por las piernas como por los
brazos, visitó la tienda de Túnicas para Cualquier Ocasiónde la señora Malkin y
compró otra nueva. Y lo más importante de todo: tenía que comprar los libros de texto
para sus dos nuevas asignaturas: Cuidado de Criaturas Mágicas y Adivinación.
Harry se sorprendió al mirar el escaparate de la librería. En lugar dela
acostumbrada exhibición de libros de hechizos, repujados en oro y del tamaño de losas
de pavimentar había una gran jaula de hierro que contenía cien ejemplares de El
monstruoso libro de los monstruos. Por todas partes caían páginas de los ejemplares que
se peleaban entre sí, mordiéndose violentamente, enzarzados en furiosos combates de
lucha libre.
Harry sacó del bolsillo la lista de libros y la consultó por primera vez. El
monstruoso libro de los monstruos aparecía mencionado como uno de los textos
programados para la asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas. En ese momento
Harry comprendió por qué Hagrid le había dicho que podía serle útil. Sintió alivio. Se
había preguntado si Hagrid tendría problemas con algún nuevo y terrorífico animal de
compañía.
Cuando Harry entró en Flourish y Blotts, el dependiente se acercó a él.
—¿Hogwarts? —preguntó de golpe—. ¿Vienes por los nuevos libros?
—Sí —respondió Harry—. Necesito...
—Quítate de en medio —dijo el dependiente con impaciencia, haciendo a Harry a
un lado. Se puso un par de guantes muy gruesos, cogió un bastón grande, con nudos, y
se dirigió a la jaula de los libros monstruosos.
—Espere —dijo Harry con prontitud—, ése ya lo tengo.
—¿Sí? —El rostro del dependiente brilló de alivio—. ¡Cuánto me alegro! Ya me
han mordido cinco veces en lo que va de día.
Desgarró el aire un estruendoso rasguido. Dos libros monstruosos acababan de
atrapar a un tercero y lo estaban desgarrando.
—¡Basta ya! ¡Basta ya! —gritó el dependiente, metiendo el bastón entre los
barrotes para separarlos—. ¡No pienso volver a pedirlos, nunca más! ¡Ha sido una
locura! Pensé que no podía haber nada peor que cuando trajeron los doscientos
ejemplares del Libro invisible de la invisibilidad. Costaron una fortuna y nunca los
encontramos... Bueno, ¿en qué puedo servirte?
—Necesito Disipar las nieblas del futuro, de Cassandra Vablatsky —dijo Harry,
consultando la lista de libros.
—Ah, vas a comenzar Adivinación, ¿verdad? —dijo el dependiente quitándose los
guantes y conduciendo a Harry a la parte trasera de la tienda, donde había una sección
dedicada a la predicción del futuro. Había una pequeña mesa rebosante de volúmenes
con títulos como Predecir lo impredecible, Protégete de los fallos y accidentes, Cuando
el destino es adverso.
—Aquí tienes —le dijo el dependiente, que había subido unos peldaños para bajar
un grueso libro de pasta negra—: Disipar las nieblas del futuro, una guía excelente de
métodos básicos de adivinación: quiromancia, bolas de cristal, entrañas de animales...
Pero Harryno escuchaba. Su mirada había ido a posarse en otro libro que estaba
entre los que había expuestos en una pequeña mesa: Augurios de muerte: qué hacer
cuando sabes que se acerca lo peor.
—Yo en tu lugar no leería eso —dijo suavemente el dependiente, al ver lo que
Harry estaba mirando—. Comenzarás a ver augurios de muerte por todos lados. Ese
libro consigue asustar al lector hasta matarlo de miedo.
Pero Harry siguió examinando la portada del libro. Mostraba un perro negro,
grande como un oso, con ojos brillantes. Le resultaba extrañamente familiar...
El dependiente puso en las manos de Harry el ejemplar de Disipar las nieblas del
futuro.
—¿Algo más? —preguntó.
—Sí —dijo Harry, algo aturdido, apartando los ojos de los del perro y consultando
la lista de libros—: Necesito... Transformación, nivel intermedio y Libro reglamentario
de hechizos, curso 3º.
Diez minutos después, Harry salió de Flourish y Blotts con sus nuevos libros bajo
el brazo, y volvió al Caldero Chorreante sin apenas darse cuenta de por dónde iba, y
chocando con varias personas.
Subió las escaleras que llevaban a su habitación, entró en ella y arrojó los libros
sobre la cama. Alguien la había hecho. Las ventanas estaban abiertas y el sol entraba a
raudales. Harry oía los autobuses que pasaban por la calle muggle que quedaba detrás
de él, fuera de la vista; y el alboroto de la multitud invisible, abajo, en el callejón
Diagon. Se vio reflejado en el espejo que había en el lavabo.
—No puede haber sido un presagio de muerte —le dijo a su reflejo con actitud
desafiante—. Estaba muerto de terror cuando vi aquello en la calle Magnolia.
Probablemente no fue más que un perro callejero.
Alzó la mano de forma automática, e intentó alisarse el pelo.
—Es una batalla perdida —le respondió el espejo convoz silbante.
· · ·
Al pasar los días, Harry empezó a buscar con más ahínco a Ron y a Hermione. Por
aquellos días llegaban al callejón Diagon muchos alumnos de Hogwarts, ya que faltaba
poco para el comienzo del curso. Harry se encontró a Seamus Finnigan y a Dean
Thomas, compañeros de Gryffindor; en la tienda Artículos de Calidad para el Juego del
Quidditch, donde también ellos se comían con los ojos la Saeta de Fuego; se tropezó
también, en la puerta de Flourish y Blotts, con el verdadero Neville Longbottom, un
muchacho despistado de cara redonda. Harry no se detuvo para charlar; Neville parecía
haber perdido la lista de los libros, y su abuela, que tenía un aspecto temible, le estaba
riñendo. Harry deseó que ella nunca se enterara de que él se había hecho pasar por su
nieto cuando intentaba escapar del Ministerio de Magia.
Harry despertó el último día de vacaciones pensando en que vería a Ron y a
Hermione al día siguiente, en el expreso de Hogwarts. Se levantó, se vistió, fue a
contemplar por última vez la Saeta de Fuego, y se estaba preguntando dónde comería
cuando alguien gritó su nombre. Se volvió.
—¡Harry! ¡HARRY!
Allí estaban los dos, sentados en la terraza de la heladería Florean Fortescue. Ron,
más pecoso que nunca; Hermione, muy morena; ylos dos le llamaban la atención con la
mano.
—¡Por fin! —dijo Ron, sonriendo a Harry de oreja a oreja cuando éste se sentó—.
Hemos estado en el Caldero Chorreante, pero nos dijeron que habías salido, y luego
hemos ido a Flourish y Blotts, y al establecimiento de la señora Malkin, y...
—Compré la semana pasada todo el material escolar. ¿Y cómo os enterasteis de
que me alojo en el Caldero Chorreante?
—Mi padre —contestó Ron escuetamente.
Seguro que el señor Weasley, que trabajaba en el Ministerio de Magia, había oído
toda la historia de lo que le había ocurrido a tía Marge.
—¿Es verdad que inflaste a tu tía, Harry? —preguntó Hermione muy seria.
—Fue sin querer —respondió Harry, mientras Ron se partía de risa—. Perdí el
control.
—No tiene ninguna gracia, Ron —dijo Hermione con severidad—.
Verdaderamente, me sorprende que no te hayan expulsado.
—A mí también —admitió Harry—. No sólo expulsado: lo que más temía era ser
arrestado. —Miró a Ron—: ¿No sabrá tu padre por qué me ha perdonado Fudge el
castigo?
—Probablemente, porque eres tú. ¿No puede ser ése el motivo? —Encogió los
hombros, sin dejar de reírse—. El famoso Harry Potter. No me gustaría enterarme de lo
que me haría a mí el Ministerio si se me ocurriera inflar a mi tía. Pero primero me
tendrían que desenterrar; porque mi madre me habría matado. De cualquier manera, tú
mismo le puedes preguntar a mi padre esta tarde. ¡Esta noche nos alojamos también en
el Caldero Chorreante! Mañana podrás venir con nosotros a King’s Cross. ¡Ah, y
Hermione también se aleja allí!
La muchacha asintió con la cabeza, sonriendo.
—Mis padres me han traído esta mañana, con todas mis cosas del colegio.
—¡Estupendo! —dijo Harry, muy contento—. ¿Habéis comprado ya todos los
libros y el material para el próximo curso?
—Mira esto —dijo Ron, sacando de una mochila una caja delgada y alargada, y
abriéndola—: una varita mágica nueva. Treinta y cinco centímetros, madera de sauce,
con un pelo de cola de unicornio. Y tenemos todos los libros. —Señaló una mochila
grande que había debajo de su silla—. ¿Y qué te parecen los libros monstruosos? El
librero casi se echó a llorar cuando le dijimos que queríamos dos.
—¿Y qué es todo eso, Hermione? —preguntó Harry, señalando no una sino tres
mochilas repletas que había a su lado, en una silla.
—Bueno, me he matriculado en más asignaturas que tú, ¿no te acuerdas? —dijo
Hermione—. Son mis libros de Aritmancia, Cuidado de Criaturas Mágicas,
Adivinación, Estudio de las Runas Antiguas, Estudios Muggles...
—¿Para qué quieres hacer Estudios Muggles? —preguntó Ron volviéndose a Harry
y poniendo los ojos en blanco—. ¡Tú eres de sangre muggle! ¡Tus padres son muggles!
¡Ya lo sabes todo sobre los muggles!
—Pero será fascinante estudiarlos desde el punto de vista de los magos —repuso
Hermione con seriedad.
—¿Tienes pensado comer o dormir este curso en algún momento, Hermione?
—preguntó Harry mientras Ron se reía.
Hermione no les hizo caso:
—Todavía me quedan diez galeones —dijo comprobando su monedero—. En
septiembre es mi cumpleaños, y mis padres me han dado dinero para comprarme el
regalo de cumpleaños por adelantado.
—¿Por qué no te compras un libro? —dijo Ron poniendo voz cándida.
—No, creo que no —respondió Hermione sin enfadarse—. Lo que más me apetece
es una lechuza. Harry tiene a Hedwig y tútienes a Errol...
—No, no es mío. Errol es de la familia. Lo único que poseo es a Scabbers. —Se
sacó la rata del bolsillo—. Quiero que le hagan un chequeo —añadió, poniendo a
Scabbers en la mesa, ante ellos—. Me parece que Egipto no le ha sentado bien.
Scabbers estaba más delgada de lo normal y tenía mustios los bigotes.
—Ahí hay una tienda de animales mágicos —dijo Harry, que por entonces conocía
ya bastante bien el callejón Diagon—. Puedes mirar a ver si tienen algo para Scabbers.
Y Hermione se puede comprar una lechuza.
Así que pagaron los helados, cruzaron la calle para ir a la tienda de animales.
No había mucho espacio dentro. Hasta el último centímetro de la pared estaba
cubierto por jaulas. Olía fuerte y había mucho ruido, porque los ocupantes de las jaulas
chillaban, graznaban, silbaban o parloteaban. La bruja que había detrás del mostrador
estaba aconsejando a un cliente sobre el cuidado de los tritones de doble cola, así que
Harry, Ron y Hermione esperaron, observando las jaulas.
Un par de sapos rojos y muy grandes estaban dándose un banquete con moscardas
muertas; cerca del escaparate brillaba una tortuga gigante con joyas incrustadas en el
caparazón; serpientes venenosas de color naranja trepaban por las paredes de su urna de
cristal; un conejo gordo y blanco se transformaba sin parar en una chistera de seda y
volvía a su forma de conejo haciendo «¡plop!». Había gatos de todos los colores, una
escandalosa jaula de cuervos, un cesto con pelotitas de piel del color de las natillas que
zumbabanruidosamente y, encima del mostrador; una enorme jaula de ratas negras de
pelo lacio y brillante que jugaban a dar saltos sirviéndose de la cola larga y pelada.
El cliente de los tritones de doble cola salió de la tienda y Ron se aproximó al
mostrador.
—Se trata de mi rata —le explicó a la bruja—. Desde que hemos vuelto de Egipto
está descolorida.
—Ponla en el mostrador —le dijo la bruja, sacando unas gruesas gafas negras del
bolsillo.
Ron sacó a Scabbers y la puso junto a la jaula de las ratas, que dejaron sus juegos y
corrieron a la tela metálica para ver mejor. Como casi todo lo que Ron tenía, Scabbers
era de segunda mano (antes había pertenecido a su hermano Percy) y estaba un poco
estropeada. Comparada con las flamantes ratas de la jaula, tenía un aspecto muy
desmejorado.
—Hum —dijo la bruja, cogiendo y levantando a Scabbers—, ¿cuántos años tiene?
—No lo sé —respondió Ron—. Es muy vieja. Era de mi hermano.
—¿Qué poderes tiene? —preguntó la bruja examinando a Scabbers de cerca.
—Bueenoooo... —dijo Ron.
La verdad era que Scabbers nunca había dado el menor indicio de poseer ningún
poder que mereciera la pena. Los ojos de la bruja se desplazaron desde la partida oreja
izquierda de la rata a su pata delantera, a la que le faltaba un dedo, y chascó la lengua en
señal de reprobación.
—Ha pasado lo suyo —comentó la bruja.
—Ya estaba así cuando me la pasó Percy —se defendió Ron.
—No se puede esperar que una rata ordinaria, común o de jardín como ésta viva
mucho más de tres años —dijo la bruja—. Ahora bien, si buscas algo un poco más
resistente, quizá te guste una de éstas...
Señaló las ratas negras, que volvieron a dar saltitos. Ron murmuró:
—Presumidas.
—Bueno, si no quieres reemplazarla, puedes probar a darle este tónico para ratas
—dijo la bruja, sacando unapequeña botella roja de debajo del mostrador.
—Vale —dijo Ron—. ¿Cuánto...? ¡Ay!
Ron se agachó cuando algo grande de color canela saltó desde la jaula más alta, se
le posó en la cabeza y se lanzó contra Scabbers, bufando sin parar.
—¡No, Crookshanks, no! —gritó la bruja, pero Scabbers salió disparada de sus
manos como una pastilla de jabón, aterrizó despatarrada en el suelo y huyó hacia la
puerta.
—¡Scabbers! —gritó Ron, saliendo de la tienda a toda velocidad, detrás de la rata;
Harry lo siguió.
Tardaron casi diez minutos en encontrar a Scabbers, que se había refugiado bajo
una papelera, en la puerta de la tienda de Artículos de Calidad para el Juego del
Quidditch. Ron volvió a guardarse la rata, que estaba temblando. Se estiró y se rascó la
cabeza.
—¿Quéha sido?
—O un gato muy grande o un tigre muy pequeño —respondió Harry.
—¿Dónde está Hermione?
—Supongo que comprando la lechuza.
Volvieron por la calle abarrotada de gente hasta la tienda de animales mágicos.
Llegaron cuando salía Hermione, pero no llevaba ninguna lechuza: llevaba firmemente
sujeto el enorme gato de color canela.
—¿Has comprado ese monstruo? —preguntó Ron pasmado.
—Es precioso, ¿verdad? —preguntó Hermione, rebosante de alegría.
«Sobre gustos no hay nada escrito», pensó Harry. El pelaje canela del gato era
espeso, suave y esponjoso, pero el animal tenía las piernas combadas y una cara de mal
genio extrañamente aplastada, como si hubiera chocado de cara contra un tabique. Sin
embargo, en aquel momento en que Scabbers no estaba a la vista, el gato ronroneaba
suavemente, feliz en los brazos de Hermione.
—¡Hermione, ese ser casi me deja sin pelo!
—No lo hizo a propósito, ¿verdad, Crookshanks? —dijo Hermione.
—¿Y qué pasa con Scabbers? —preguntó Ron, señalando el bolsillo que tenía a la
altura del pecho—. ¡Necesita descanso y tranquilidad! ¿Cómo va a tenerlos con ese ser
cerca?
—Eso me recuerda que te olvidaste el tónico para ratas —dijo Hermione,
entregándole a Ron la botellita roja—. Y deja de preocuparte. Crookshanks dormirá en
mi dormitorio y Scabbers en el tuyo, ¿qué problema hay? El pobre Crookshanks... La
bruja me dijo que llevaba una eternidad en la tienda. Nadie lo quería.
—Me pregunto por qué —dijo Ron sarcásticamente, mientras emprendían el
camino del Caldero Chorreante. Encontraron al señor Weasley sentado en el bar
leyendo El Profeta.
—¡Harry! —dijo levantando la vista y sonriendo—, ¿cómo estás?
—Bien, gracias —dijo Harry en el momento en que él, Ron y Hermione llegaban
con todas sus compras.
El señor Weasley dejó el periódico,y Harry vio la fotografía ya familiar de Sirius
Black, mirándole.
—¿Todavía no lo han cogido? —preguntó.
—No —dijo el señor Weasley con el semblante preocupado—. En el Ministerio
nos han puesto a todos a trabajar en su busca, pero hasta ahora no se ha conseguido
nada.
—¿Tendríamos una recompensa si lo atrapáramos? —preguntó Ron—. Estaría bien
conseguir algo más de dinero...
—No seas absurdo, Ron —dijo el señor Weasley, que, visto más de cerca, parecía
muy tenso—. Un brujo de trece años no va a atrapar a Black. Lo cogerán los guardianes
de Azkaban. Ya lo verás.
En ese momento entró en el bar la señora Weasley cargada con compras y seguida
por los gemelos Fred y George, que iban a empezar quinto curso en Hogwarts, Percy,
último Premio Anual, y Ginny, lamenor de los Weasley.
Ginny, que siempre se había sentido un poco cohibida en presencia de Harry,
parecía aún más tímida de lo normal. Tal vez porque él le había salvado la vida en
Hogwarts durante el último curso. Se puso colorada y murmuró «hola» sin mirarlo.
Percy, sin embargo, le tendió la mano de manera solemne, como si él y Harry no se
hubieran visto nunca, y le dijo:
—Es un placer verte, Harry.
—Hola, Percy —contestó Harry, tratando de contener la risa.
—Espero que estés bien —dijo Percy ceremoniosamente, estrechándole la mano.
Era como ser presentado al alcalde.
—Muy bien, gracias...
—¡Harry! —dijo Fred, quitando a Percy de en medio de un codazo, y haciendo
ante él una profunda reverencia—. Es estupendo verte, chico...
—Maravilloso —dijo George, haciendo a un lado a Fred y cogiéndole la mano a
Harry—. Sencillamente increíble.
Percy frunció el entrecejo.
—Ya vale —dijo la señora Weasley.
—¡Mamá! —dijo Fred, como si acabara de verla, y también le estrechó la mano—.
Esto es fabuloso...
—He dicho que yavale —dijo la señora Weasley, depositando sus compras sobre
una silla vacía—. Hola, Harry, cariño. Supongo que has oído ya todas nuestras
emocionantes noticias. —Señaló la insignia de plata recién estrenada que brillaba en el
pecho de Percy—. El segundo Premio Anual de la familia —dijo rebosante de orgullo.
—Y último —dijo Fred en un susurro.
—De eso no me cabe ninguna duda —dijo la señora Weasley, frunciendo de
repente el entrecejo—. Ya me he dado cuenta de que no os han hecho prefectos.
—¿Para qué queremos ser prefectos? —dijo George, a quien la sola idea parecía
repugnarle—. Le quitaría a la vida su lado divertido.
Ginny se rió.
—¿Quieres hacer el favor de darle a tu hermana mejor ejemplo? —dijo cortante la
señora Weasley.
—Ginny tiene otros hermanos para que le den buen ejemplo —respondió Percy con
altivez—. Voy a cambiarme para la cena...
Se fue y George dio un suspiro.
—Intentamos encerrarlo en una pirámide —le dijo a Harry—, pero mi madre nos
descubrió.
Aquella noche la cena resulto muy agradable. Tom, el tabernero, junto tres mesas del
comedor; y los siete Weasley, Harry y Hermione tomaron los cinco deliciosos platos de
la cena.
—¿Cómo iremos a King’s Cross mañana, papá? —preguntó Fred en el momento en
que probaban un suculento pudín de chocolate.
—El Ministerio pone a nuestra disposición un par de coches —respondió el señor
Weasley.
Todos lo miraron.
—¿Por qué? —preguntó Percy con curiosidad.
—Por ti, Percy —dijo George muy serio—. Y pondrán banderitas en el capó, con
las iniciales «P. A.» en ellas...
—Por «Presumido del Año» —dijo Fred.
Todos, salvo Percy y la señora Weasley, soltaron una carcajada.
—¿Por qué nos proporciona coches el Ministerio, padre? —preguntó Percy con voz
de circunstancias.
—Bueno, como ya no tenemos coche, me hacen ese favor; dado que soy
funcionario.
Lo dijo sin darle importancia, pero Harry notó que las orejas se le habían puesto
coloradas, como las de Ron cuando se azoraba.
—Menos mal —dijo la señora Weasley con voz firme—. ¿Os dais cuenta de la
cantidad de equipaje quelleváis entre unos y otros? Qué buena estampa haríais en el
metro muggle... Lo tenéis ya todo listo, ¿verdad?
—Ron no ha metido aún las cosas nuevas en el baúl —dijo Percy con tono de
resignación—. Las ha dejado todas encima de mi cama.
—Lo mejor es que vayas a preparar el equipaje, Ron, porque mañana por la
mañana no tendremos mucho tiempo —le reprendió la señora Weasley.
Ron miró a Percy con cara de pocos amigos.
Después de la cena todos se sentían algo pesados y adormilados. Uno por uno
fueron subiendo las escaleras hacia las habitaciones, para ultimar el equipaje del día
siguiente. La habitación de Ron y Percy era contigua a la de Harry. Acababa de cerrar
su baúl con llave cuando oyó voces de enfado a través de la pared, y fue a ver qué
ocurría.
La puerta de la habitación 12 estaba entreabierta, y Percy gritaba.
—Estaba aquí, en la mesita. Me la quité para sacarle brillo.
—No la he tocado, ¿te enteras? —gritaba Ron a su vez.
—¿Qué ocurre? —preguntó Harry.
—Mi insignia de Premio Anual ha desaparecido —dijo Percy volviéndose a Harry.
—Lo mismo ha ocurrido con el tónico para ratas de Scabbers —añadió Ron,
sacando las cosas de su baúl para comprobarlas—. Puede que me lo haya olvidado en el
bar...
—¡Tú no te mueves de aquí hasta que aparezca mi insignia! —gritó Percy.
—Yo iré por lo de Scabbers, ya he terminado de preparar el equipaje —dijo Harry
a Ron.
Harry se hallaba en mitad de las escaleras, que estaban muy oscuras, cuando oyó
dos voces airadas que procedían del comedor. Tardó un segundo en reconocer que eran
las de los padres de Ron. Se quedó dudando, porque no quería que ellos se dieran cuenta
de que los había oído discutiendo, y el sonido de su propio nombre le hizo detenerse y
luego acercarse a la puerta del comedor.
—No tiene ningún sentido ocultárselo —decía acaloradamente el señor Weasley—.
Harry tiene derecho a saberlo. He intentado decírselo a Fudge, pero se empeña en tratar
a Harry como a un niño. Tiene trece años y...
—¡Arthur, la verdad le aterrorizaría! —dijo la señora Weasley en voz muy alta—.
¿Quieres de verdad enviar a Harry al colegio con esa espada de Damocles? ¡Por Dios,
está muy tranquilo sin saber nada!
—No quiero asustarlo, ¡quiero prevenirlo! —contestó el señor Weasley—. Ya
sabes cómo son Harry y Ron, que se escapan por ahí. Se han internado en el bosque
prohibido dos veces. ¡Pero Harry no debe hacer lo mismo en este curso! ¡Cada vez que
pienso lo que podía haberle sucedido la otra noche, cuando se escapó de casa...! Si el
autobús noctámbulo no lo hubiera recogido, me juego lo que sea a que el Ministerio lo
hubiera encontrado muerto.
—Pero no está muerto, está bien, así que ¿de qué sirve...?
—Molly: dicen que Sirius Black está loco, y quizá lo esté, pero fue lo bastante
inteligente para escapar de Azkaban, y se supone que eso es i mposible. Han pasado tres
semanas y no le han visto el pelo. Y me da igual todo lo que declara Fudge a El Profeta:
no estamos más cerca de pillarlo que de inventar varitas mágicas que hagan los hechizos
solas. Lo único que sabemos con seguridad es que Black va detrás...
—Pero Harry estará a salvo en Hogwarts.
—Pensábamos que Azkaban era una prisión completamente segura. Si Black es
capaz de escapar de Azkaban, será capaz de entrar en Hogwarts.
—Pero nadie está realmente seguro de que Black vaya en pos de Harry...
Se oyó un golpe y Harry supuso que el señor Weasley había dado un puñetazo en la
mesa.
—Molly, ¿cuántas veces te tengo que decir que... que no lo han dicho en la prensa
porque Fudge quería mantenerlo en secreto? Pero Fudge fue a Azkaban la noche que
Black se escapó. Los guardias le dijeron a Fudge que hacía tiempo que Black hablaba en
sueños. Siempre decía las mismas palabras: «Está en Hogwarts, está en Hogwarts.»
Black está loco, Molly, y quiere matar a Harry. Si me preguntas por qué, creo queBlack
piensa que con su muerte Quien Tú Sabes volvería al poder. Black lo perdió todo la
noche en que Harry detuvo a Quien Tú Sabes. Y se ha pasado diez años solo en
Azkaban, rumiando todo eso...
Se hizo el silencio. Harry pegó aún más el oído a la puerta.
—Bien, Arthur. Debes hacer lo que te parezca mejor. Pero te olvidas de Albus
Dumbledore. Creo que nada le podría hacer daño en Hogwarts mientras él sea el
director. Supongo que estará al corriente de todo esto.
—Por supuesto que sí. Tuvimos que pedirlepermiso para que los guardias de
Azkaban se apostaran en los accesos al colegio. No le hizo mucha gracia, pero accedió.
—¿No le hizo gracia? ¿Por qué no, si están ahí para atrapar a Black?
—Dumbledore no les tiene mucha simpatía a los guardias de Azkaban —respondió
el señor Weasley con disgusto—. Tampoco yo se la tengo, si nos ponemos así... Pero
cuando se trata con alguien como Black, hay que unir fuerzas con los que uno preferiría
evitar.
—Si salvan a Harry...
—En ese caso, no volveré a decir nada contra ellos —dijo el señor Weasley con
cansancio—. Es tarde, Molly. Será mejor que subamos...
Harry oyó mover las sillas. Tan sigilosamente como pudo, se alejó para no ser visto
por el pasadizo que conducía al bar.
La puerta del comedor se abrió y segundos después el rumor de pasos le indicó que
los padres de Ron subían las escaleras.
La botella de tónico para las ratas estaba bajo la mesa a la que se habían sentado.
Harry esperó hasta oír cerrarse la puerta del dormitorio de los padres de Ron y volvió a
subir por las escaleras, con la botella.
Fred y George estaban agazapados en la sombra del rellano de la escalera,
partiéndose de risa al oír a Percy poniendo patas arriba la habitación que compartía con
Ron, en busca de la insignia.
—La tenemos nosotros —le susurró Fred al oído—. La hemos mejorado.
En la insignia se leía ahora: Premio Asnal.
Harry lanzó una risa forzada. Le llevó a Ron el tónico para ratas, se encerró en la
habitación y se echó en la cama.
Así que Sirius Black iba tras él. Eso lo explicaba todo. Fudge había sido indulgente
con él porque estaba muy contento de haberlo encontrado con vida. Le había hecho
prometer a Harry que no saldría del callejón Diagon, donde había un montón de magos
para vigilarle. Y había mandado dos coches del Ministerio para que fueran todos a la
estación al día siguiente, para que los Weasley pudieran proteger a Harry hasta que
hubiera subido al tren.
Harry estaba tumbado, escuchando los gritos amortiguados que provenían de la
habitación de al lado, y se preguntópor qué no estaría más asustado. Sirius Black había
matado a trece personas con un hechizo; los padres de Ron, obviamente, pensaban que
Harry se aterrorizaría al enterarse de la verdad. Pero Harry estaba completamente de
acuerdo con la señora Weasley en que el lugar más seguro de la Tierra era aquel en que
estuviera Albus Dumbledore. ¿No decía siempre la gente que Dumbledore era la única
persona que había inspirado miedo a lord Voldemort? ¿No le daría a Black, siendo la
mano derecha de Voldemort, tanto miedo como a éste?
Y además estaban los guardias de Azkaban, de los que hablaba todo el mundo. La
mayoría de las personas les tenían un miedo irracional, y si estaban apostados alrededor
del colegio, las posibilidades de que Black pudiera entrar parecían muy escasas. No, en
realidad, lo que más preocupaba a Harry era que ya no tenía ninguna posibilidad de que
le permitieran visitar Hogsmeade. Nadie querría dejarle abandonar la seguridad del
castillo hasta que hubieran atrapado a Black; de hecho, Harry sospechaba que vigilarían
cada uno de sus movimientos hasta que hubiera pasado el peligro.
Arrugó el ceño mirando al oscuro techo. ¿Creían que no era capaz de cuidar de sí
mismo? Había escapado tres veces de lord Voldemort. No era un completo inútil...
Sin querer; le vino a la mente la silueta animal que había visto entre las sombras en
la calle Magnolia. Qué hacer cuando sabes que se acerca lo peor...
—No me van a matar —dijo Harry en voz alta.
—Así me gusta, amigo —contestó el espejo con voz soñolienta.
5
El dementor
A la mañana siguiente, Tom despertó a Harry, sonriendo como de costumbre con suboca desdentada y llevándole una taza de té. Harry se vistió, y trataba de convencer a
Hedwig de que volviera a la jaula cuando Ron abrió de golpe la puerta y entró enfadado,
poniéndose la camisa.
—Cuanto antes subamos al tren, mejor —dijo—. Por lo menos en Hogwarts puedo
alejarme de Percy. Ahora me acusa de haber manchado de té su foto de Penelope
Clearwater. —Ron hizo una mueca—. Ya sabes, su novia. Ha ocultado la cara bajo el
marco porque su nariz ha quedado manchada...
—Tengo algo que contarte —comenzó Harry, pero lo interrumpieron Fred y
George, que se asomaron a la habitación para felicitar a Ron por haber vuelto a enfadar
a Percy.
Bajaron a desayunar y encontraron al señor Weasley, que leía la primera página de
El Profeta con el entrecejo fruncido, y a la señora Weasley, que hablaba a Ginny y a
Hermione de un filtro amoroso que había hecho de joven. Las tres se reían con risa
floja.
—¿Qué me ibas a contar? —preguntó Ron a Harry cuando se sentaron.
—Más tarde —murmuró Harry, al mismo tiempo que Percy irrumpía en el
comedor.
Con el ajetreo de la partida, Harry tampoco tuvo tiempo de hablar con Ron. Todos
estaban muy ocupados bajando los baúles por la estrecha escalera del Caldero
Chorreante y apilándolos en la puerta, con Hedwig y Hermes, la lechuza de Percy,
encaramadas en sus jaulas. Al lado de los baúles había un pequeño cesto de mimbre que
bufaba ruidosamente.
—Vale, Crookshanks —susurró Hermione a través del mimbre—, te dejaré salir en
el tren.
—No lo harás —dijo Ron terminantemente—. ¿Y la pobre Scabbers?
Se señaló el bolsillo del pecho, donde un bulto revelaba que Scabbers estaba allí
acurrucada.
El señor Weasley, que había aguardado fuera a los coches del Ministerio, se asomó
al interior.
—Aquí están —anunció—. Vamos, Harry.
El señor Weasley condujo a Harry a través del corto trecho de acera hasta el
primero de los dos coches antiguos de color verde oscuro, los dos conducidos por brujos
de mirada furtiva con uniforme de terciopelo verde esmeralda.
—Sube, Harry —dijo el señor Weasley, mirando a ambos lados de la calle llena de
gente. Harry subió a la parte trasera del coche, y enseguida se reunieron con él
Hermione y Ron, y para disgusto de Ron, también Percy
El viaje hasta King’s Cross fue muy tranquilo, comparado con el que Harry había
hecho en el autobús noctámbulo. Los coches del Ministerio de Magia parecían bastante
normales, aunque Harry vio que podían deslizarse por huecos que no podría haber
traspasado el coche nuevo de la empresa de tío Vernon. Llegaron a King’s Cross con
veinte minutos de adelanto; los conductores del Ministerio les consiguieron carritos,
descargaron los baúles, saludaron al señor Weasley y se alejaron, poniéndose,sin que se
supiera cómo, en cabeza de una hilera de coches parados en el semáforo.
El señor Weasley se mantuvo muy pegado a Harry durante todo el camino de la
estación.
—Bien, pues —propuso mirándolos a todos—. Como somos muchos, vamos a
entrar de dos en dos. Yo pasaré primero con Harry.
El señor Weasley fue hacia la barrera que había entre los andenes nueve y diez,
empujando el carrito de Harry y, según parecía, muy interesado por el Intercity 125 que
acababa de entrar por la vía 9. Dirigiéndole a Harry una elocuente mirada, se apoyó
contra la barrera como sin querer. Harry lo imitó.
Un instante después, cayeron de lado a través del metal sólido y se encontraron en
el andén nueve y tres cuartos. Levantaron la mirada y vieron el expreso de Hogwarts, un
tren de vapor de color rojo que echaba humo sobre un andén repleto de magos y brujas
que acompañaban al tren a sus hijos. De repente, detrás de Harry aparecieron Percy y
Ginny. Jadeaban y parecía que habían atravesado la barrera corriendo.
—¡Ah, ahí está Penelope! —dijo Percy, alisándose el pelo y sonrojándose.
Ginny miró a Harry, y ambos se volvieron para ocultar la risa en el momento en
que Percy se acercó sacando pecho (para que ella no pudiera dejar de notar la insignia
reluciente) a una chica de pelo largo y rizado.
Después de que Hermione y el resto de los Weasley se reunieran con ellos, Harry y
el señor Weasley se abrieron paso hasta el final del tren, pasaron ante compartimentos
repletos de gente y llegaron finalmente a un vagón que estaba casivacío. Subieron los
baúles, pusieron a Hedwig y a Crookshanks en la rejilla portaequipajes, y volvieron a
salir para despedirse de los padres de Ron.
La señora Weasley besó a todos sus hijos, luego a Hermione y por último a Harry
Éste se sintió embarazado pero muy agradecido cuando ella le dio un abrazo de más.
—Cuídate, Harry ¿Lo harás? —dijo separándose de él, con los ojos especialmente
brillantes. Luego abrió su enorme bolso y dijo—: He preparado bocadillos para todos.
Aquí los tenéis, Ron... no, no son de conserva de buey.. Fred... ¿dónde está Fred? ¡Ah,
estás ahí, cariño...!
—Harry —le dijo en voz baja el señor Weasley—, ven aquí un momento.
Señaló una columna con la cabeza y Harry lo siguió hasta ella. Se pusieron detrás,
dejando a los otros con la señora Weasley
—Tengo que decirte una cosa antes de que te vayas —dijo el señor Weasley con
voz tensa.
—No es necesario, señor Weasley Ya lo sé.
—¿Que lo sabes? ¿Cómo has podido saberlo?
—Yo... eh... les oí anoche a usted y a su mujer. No pude evitarlo. Losiento...
—No quería que te enteraras de esa forma —dijo el señor Weasley, nervioso.
—No... Ha sido la mejor manera. Así me he podido enterar y usted no ha faltado a
la palabra que le dio a Fudge.
—Harry, debes de estar muy asustado...
—No lo estoy —contestó Harry con sinceridad—. De verdad —añadió, porque el
señor Weasley lo miraba incrédulo—. No trato de parecer un héroe, pero Sirius Black
no puede ser peor que Voldemort, ¿verdad?
El señor Weasley se estremeció al oír aquel nombre, pero no comentó nada.
—Harry, sabía que estabas hecho..., bueno, de una pasta más dura de lo que Fudge
cree. Me alegra que no tengas miedo, pero...
—¡Arthur! —gritó la señora Weasley, que ya hacía subir a los demás al tren—.
¡Arthur!, ¿qué haces? ¡Está a punto de irse!
—Ya vamos, Molly —dijo el señor Weasley Pero se volvió a Harry y siguió
hablando, más bajo y más aprisa—. Escucha, quiero que me des tu palabra...
—¿De que seré un buen chico y me quedaré en el castillo? —preguntó Harry con
tristeza.
—No exactamente —respondió el señor Weasley, más serio que nunca—. Harry,
prométeme que no irás en busca de Black.
Harry lo miró fijamente.
—¿Qué?
Se oyó un potente silbido y pasaron unos guardias cerrando todas las puertas del
tren.
—Prométeme, Harry —dijo el señor Weasley hablando aún más aprisa—, que
ocurra lo que ocurra...
—¿Por qué iba a ir yo detrás de alguien que sé que quiere matarme? —preguntó
Harry, sin comprender.
—Prométeme que, oigas lo que oigas...
—¡Arthur; aprisa! —gritó la señora Weasley.
Salía vapor del tren. Éste había comenzado a moverse. Harry corrió hacia la puerta
del vagón, y Ron la abrió y se echó atrás para dejarle paso. Se asomaron por la
ventanilla y dijeron adiós con la mano a los padres de los Weasley hasta que el tren
dobló una curva y se perdieron de vista.
—Tengo que hablaros a solas —dijo entre dientes a Ron y Hermione en cuanto el
tren cogió velocidad.
—Vete, Ginny —dijo Ron.
—¡Qué agradable eres! —respondió Ginny de mal humor; y se marchó muy
ofendida.
Harry, Ron y Hermione fueron por el pasillo en busca de un compartimento vacío,
pero todos estaban llenos salvo uno que se encontraba justo al final.
En éste sólo había un ocupante: un hombre que estaba sentado al lado de la ventana
y profundamente dormido. Harry, Ron y Hermione se detuvieron antela puerta. El
expreso de Hogwarts estaba reservado para estudiantes y nunca habían visto a un adulto
en él, salvo la bruja que llevaba el carrito de la comida.
El extraño llevaba una túnica de mago muy raída y remendada. Parecía enfermo y
exhausto. Aunque joven, su pelo castaño claro estaba veteado de gris.
—¿Quién será? —susurró Ron en el momento en que se sentaban y cerraban la
puerta, eligiendo los asientos más alejados de la ventana.
—Es el profesor R. J. Lupin —susurró Hermione de inmediato.
—¿Cómolo sabes?
—Lo pone en su maleta —respondió Hermione señalando el portaequipajes que
había encima del hombre dormido, donde había una maleta pequeña y vieja atada con
una gran cantidad de nudos. El nombre, «Profesor R. J. Lupin», aparecía en una de las
esquinas, en letras medio desprendidas.
—Me pregunto qué enseñará —dijo Ron frunciendo el entrecejo y mirando el
pálido perfil del profesor Lupin.
—Está claro —susurró Hermione—. Sólo hay una vacante, ¿no es así? Defensa
Contra las Artes Oscuras.
Harry, Ron y Hermione ya habían tenido dos profesores de Defensa Contra las
Artes Oscuras, que habían durado sólo un año cada uno. Se decía que el puesto estaba
gafado.
—Bueno, espero que no sea como los anteriores —dijo Ron no muy convencido—.
No parece capaz desobrevivir a un maleficio hecho como Dios manda. Pero bueno,
¿qué nos ibas a contar?
Harry explicó la conversación entre los padres de Ron y las advertencias que el
señor Weasley acababa de hacerle. Cuando terminó, Ron parecía atónito y Hermione se
tapabala boca con las manos. Las apartó para decir:
—¿Sirius Black escapó para ir detrás de ti? ¡Ah, Harry, tendrás que tener
muchísimo cuidado! No vayas en busca de problemas...
—Yo no busco problemas —respondió Harry, molesto—. Los problemas
normalmente me encuentran a mí.
—¡Qué tonto tendría que ser Harry para ir detrás de un chalado que quiere matarlo!
—exclamó Ron, temblando.
Se tomaban la noticia peor de lo que Harry había esperado. Tanto Ron como
Hermione parecían tenerle a Black más miedo que él.
—Nadie sabe cómo se ha escapado de Azkaban —dijo Ron, incómodo—. Es el
primero. Y estaba en régimen de alta seguridad.
—Pero lo atraparán, ¿a que sí? —dijo Hermione convencida—. Bueno, están
buscándolo también todos los muggles...
—¿Qué es ese ruido? —preguntóde repente Ron.
De algún lugar llegaba un leve silbido. Miraron por el compartimento.
—Viene de tu baúl, Harry —dijo Ron poniéndose en pie y alcanzando el
portaequipajes.
Un momento después, había sacado el chivatoscopio de bolsillo de entre la túnica
de Harry. Daba vueltas muy aprisa sobre la palma de la mano de Ron, brillando muy
intensamente.
—¿Eso es un chivatoscopio? —preguntó Hermione con interés, levantándose para
verlo mejor.
—Sí... Pero claro, es de los más baratos —dijo Ron—. Se puso como loco cuando
lo até a la pata de Errol para enviárselo a Harry.
—¿No hacías nada malo en ese momento? —preguntó Hermione con perspicacia.
—¡No! Bueno..., no debía utilizar a Errol. Ya sabes que no está preparado para
viajes largos... Pero ¿de qué otra manera hubiera podido hacerle llegar a Harry el
regalo?
—Vuélvelo a meter en el baúl —le aconsejó Harry, porque su silbido les perforaba
los oídos—o le despertará.
Señaló al profesor Lupin con la cabeza. Ron metió el chivatoscopio en un calcetín
especialmente horroroso de tío Vernon, que ahogó el silbido, y luego cerró el baúl.
—Podríamos llevarlo a que lo revisen en Hogsmeade —dijo Ron, volviendo a
sentarse. Fred y George me han dicho que en Dervish y Banges, una tienda de
instrumentos mágicos, venden cosas de este tipo.
—¿Sabes más cosas de Hogsmeade? —dijo Hermione con entusiasmo—. He leído
que es la única población enteramente no muggle de Gran Bretaña...
—Sí, eso creo —respondió Ron de modo brusco—. Pero no es por eso por lo que
quiero ir. ¡Sólo quiero entrar en Honeydukes!
—¿Qué es eso? —preguntó Hermione.
—Es una tienda de golosinas —respondió Ron, poniendo cara de felicidad—,
donde tienen de todo... Diablillos de pimienta que te hacen echar humo por la boca... y
grandes bolas de chocolate rellenas de mousse de fresa y nata de Cornualles, y plumas
de azúcar que puedes chupar en clase y parecer que estás pensando lo que vas a escribir
a continuación...
—Pero Hogsmeade es un lugar muy interesante —presionó Hermione con
impaciencia—. En Lugares históricos de la brujería se dice que la taberna fue el centro
en que se gestó la revuelta de los duendes de 1612. Y la Casa de los Gritos se considera
el edificio más embrujado de Gran Bretaña...
—... Y enormes bolas de helado que te levantan unos centímetros del suelo
mientras les das lenguetazos —continuó Ron, que no oía nada de lo que decía
Hermione.
Hermione se volvió hacia Harry.
—¿No será estupendo salir del colegio para explorar Hogsmeade?
—Supongo que sí—respondió Harry apesadumbrado—. Ya me lo contaréis cuando
lo hayáis descubierto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ron.
—Yo no puedo ir. Los Dursley no firmaron la autorización y Fudge tampoco quiso
hacerlo.
Ron se quedó horrorizado.
—¿Que no puedes venir? Pero... hay que buscar la forma... McGonagall o algún
otro te dará permiso...
Harry se rió con sarcasmo. La profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor,
era muy estricta.
—Podemos preguntar a Fred y a George. Ellos conocen todos los pasadizos
secretos para salir del castillo...
—¡Ron! —le interrumpió Hermione—. Creo que Harry no debería andar saliendo
del colegio a escondidas estando suelto Black...
—Ya, supongo que eso es lo que dirá McGonagall cuando le pida el permiso
—observó Harry.
—Pero si nosotros estamos con él... Black no se atreverá a...
—No digas tonterías, Ron —interrumpió Hermione—. Black ha matado a un
montón de gente en mitad de una calle concurrida. ¿Crees realmente que va a dejar de
atacar a Harry porque estemos con él?
Mientras hablaba, Hermione enredaba las manos en la correa dela cesta en que iba
Crookshanks.
—¡No dejes suelta esa cosa! —exclamó Ron.
Pero ya era demasiado tarde. Crookshanks saltó con ligereza de la cesta, se
desperezó, bostezó y se subió de un brinco a las rodillas de Ron; el bulto del bolsillo de
Ron estaba temblando y él se quitó al gato de encima, dándole un empujón irritado.
—¡Apártate de aquí!
—¡No, Ron! —exclamó Hermione con enfado.
Ron estaba a punto de responder cuando el profesor Lupin se movió. Lo miraron
con aprensión, pero él se limitó a volver la cabeza hacia el otro lado, con la boca todavía
ligeramente abierta, y siguió durmiendo.
El expreso de Hogwarts seguía hacia el norte, sin detenerse. Y el paisaje que se
veía por las ventanas se fue volviendo más agreste y oscuro mientras aumentaban las
nubes.
A través de la puerta del compartimento se veía pasar gente hacia uno y otro lado.
Crookshanks se había instalado en un asiento vacío, con su cara aplastada vuelta hacia
Ron, y tenía los ojos amarillentos fijos en su bolsillo superior.
A la una en punto llegó la bruja regordeta que llevaba el carrito de la comida.
—¿Crees que deberíamos despertarlo? —preguntó Ron, incómodo, señalando al
profesor Lupin con la cabeza—. Por su aspecto, creo que le vendría bien tomar algo.
Hermione se aproximó cautelosamente al profesor Lupin.
—Eeh... ¿profesor? —dijo—. Disculpe... ¿profesor?
El dormido no se inmutó.
—No te preocupes, querida —dijo la bruja, entregándole a Harry unos pasteles con
forma de caldero—. Si se despierta con hambre, estaré en la parte delantera, con el
maquinista.
—Está dormido, ¿verdad? —dijo Ron en voz baja, cuando la bruja cerró la puerta
del compartimento—. Quiero decir que... no está muerto, claro.
—No, no: respira —susurró Hermione, cogiendo el pastel en forma de caldero que
le alargaba Harry
Tal vez no fuera un ameno compañero de viaje, pero la presencia del profesor
Lupin en el compartimento tenía su lado bueno. A media tarde, cuando empezó a llover
y la lluvia emborronaba las colinas, volvieron a oír a alguien por el pasillo, y las tres
personas a las que tenían menos aprecio aparecieron en la puerta: Draco Malfoy y sus
dos amigotes, Vincent Crabbe y Gregory Goyle.
Draco Malfoy y Harry se habían convertido en enemigos desde que se conocieron,
en su primer viaje en tren a Hogwarts.Malfoy, que tenía una cara pálida, puntiaguda y
como de asco, pertenecía a la casa de Slytherin. Era buscador en el equipo de quidditch
de Slytherin, el mismo puesto que tenía Harry en el de Gryffindor. Crabbe y Goyle
parecían no tener otro objeto en la vida que hacer lo que quisiera Malfoy. Los dos eran
corpulentos y musculosos. Crabbe era el más alto, y llevaba un corte de pelo de tazón y
tenía el cuello muy grueso. Goy le llevaba el pelo corto y erizado, y tenía brazos de
gorila.
—Bueno, mirad quiénes están ahí —dijo Malfoy con su habitual manera de hablar;
arrastrando las palabras. Abrió la puerta del compartimento—. El chalado y la rata.
Crabbe y Goyle se rieron como bobos.
—He oído que tu padre por fin ha tocado oro este verano —dijo Malfoy—. ¿No se
habrá muerto tu madre del susto?
Ron se levantó tan aprisa que tiró al suelo el cesto de Crookshanks. El profesor
Lupin roncó.
—¿Quién es ése? —preguntó Malfoy, dando un paso atrás en cuanto se percató de
la presencia de Lupin.
—Un nuevo profesor —contestóHarry, que se había levantado también por si tenía
que sujetar a Ron—. ¿Qué decías, Malfoy?
Malfoy entornó sus ojos claros. No era tan idiota como para pelearse delante de un
profesor.
—Vámonos —murmuró a Crabbe y Goyle, con rabia.
Y desaparecieron.
Harry y Ron volvieron a sentarse. Ron se frotaba los nudillos.
—No pienso aguantarle nada a Malfoy este curso —dijo enfadado—. Lo digo en
serio. Si hace otro comentario así sobre mi familia, le cogeré la cabeza y...
Ron hizo un gesto violento.
—Cuidado, Ron —susurró Hermione, señalando al profesor Lupin—. Cuidado...
Pero el profesor Lupin seguía profundamente dormido.
La lluvia arreciaba a medida que el tren avanzaba hacia el norte; las ventanillas
eran ahora de un gris brillante que se oscurecía poco a poco, hasta que encendieron las
luces que había a lo largo del pasillo y en el techo de los compartimentos. El tren
traqueteaba, la lluvia golpeaba contra las ventanas, el viento rugía, pero el profesor
Lupin seguía durmiendo.
—Debemos de estar llegando —dijo Ron, inclinándose hacia delante para mirar a
través del reflejo del profesor Lupin por la ventanilla, ahora completamente negra.
Acababa de decirlo cuando el tren empezó a reducir la velocidad.
—Estupendo —dijo Ron, levantándose y yendo con cuidado hacia el otro lado del
profesor Lupin, para ver algo fuera del tren—. Me muero de hambre. Tengo unas ganas
de que empiece el banquete...
—No podemos haber llegado aún —dijo Hermione mirando el reloj.
—Entonces, ¿por qué nos detenemos?
El tren iba cada vez más despacio. A medida que el ruido de los pistones se
amortiguaba, el viento y la lluvia sonaban con más fuerza contra los cristales.
Harry, que era el que estaba más cerca de la puerta, se levantó para mirar por el
pasillo. Por todo el vagón se asomabancabezas curiosas. El tren se paró con una
sacudida, y distintos golpes testimoniaron que algunos baúles se habían caído de los
portaequipajes. A continuación, sin previo aviso, se apagaron todas las luces y quedaron
sumidos en una oscuridad total.
—¿Qué sucede? —dijo detrás de Harry la voz de Ron.
—¡Ay! —gritó Hermione—. ¡Me has pisado, Ron!
Harry volvió a tientas a su asiento.
—¿Habremos tenido una avería?
—No sé...
Se oyó el sonido que produce la mano frotando un cristal mojado, y Harry vio la
silueta negra y borrosa de Ron, que limpiaba el cristal y miraba fuera.
—Algo pasa ahí fuera —dijo Ron—. Creo que está subiendo gente...
La puerta del compartimento se abrió de repente y alguien cayó sobre las piernas
de Harry, haciéndole daño.
—¡Perdona! ¿Tienesalguna idea de lo que pasa? ¡Ay! Lo siento...
—Hola, Neville —dijo Harry, tanteando en la oscuridad, y tirando hacia arriba de
la capa de Neville.
—¿Harry? ¿Eres tú? ¿Qué sucede?
—¡No tengo ni idea! Siéntate...
Se oyó un bufido y un chillido de dolor. Neville había ido a sentarse sobre
Crookshanks.
—Voy a preguntarle al maquinista qué sucede. —Harry notó que pasaba por su
lado, oyó abrirse de nuevo la puerta, y después un golpe y dos fuertes chillidos de dolor.
—¿Quién eres?
—¿Quién eres?
—¿Ginny?
—¿Hermione?
—¿Qué haces?
—Buscaba a Ron...
—Entra y siéntate...
—Aquí no —dijo Harry apresuradamente—. ¡Estoy yo!
—¡Ay! —exclamó Neville.
—¡Silencio! —dijo de repente una voz ronca.
Por fin se había despertado el profesor Lupin. Harry oyó que algo se movía en el
rincón que él ocupaba. Nadie dijo nada.
Se oyó un chisporroteo y una luz parpadeante iluminó el compartimento. El
profesor Lupin parecía tener en la mano un puñado de llamas que le iluminaban la
cansada cara gris. Pero sus ojos se mostraban cautelosos.
—No os mováis —dijo con la misma voz ronca, y se puso de pie, despacio, con el
puñado de llamas enfrente de él. La puerta se abrió lentamente antes de que Lupin
pudiera alcanzarla.
De pie, en el umbral, iluminado por las llamas que tenía Lupin en la mano, había
una figura cubierta con capa y que llegaba hasta el techo. Tenía la cara completamente
oculta por una capucha. Harry miró hacia abajo y lo que vio le hizo contraer el
estómago. De la capa surgía una mano gris, viscosa y con pústulas. Como algo que
estuviera muerto y se hubiera corrompido bajo el agua...
Sólo estuvo a la vista una fracción de segundo. Como si el ser que se ocultaba bajo
la capa hubiera notado la mirada de Harry, la mano se metió entre los pliegues de la tela
negra.
Y entonces aspiró larga, lenta, ruidosamente, como si quisiera succionar algo más
que aire.
Un frío intenso se extendió por encima de todos. Harry fue consciente del aire que
retenía en el pecho. El frío penetró más allá de su piel, le penetró en el pecho, en el
corazón...
Los ojos de Harry se quedaron en blanco. No podía ver nada. Se ahogaba de frío.
Oyó correr agua. Algo lo arrastraba hacia abajo y el rugido del agua se hacía más
fuerte...
Y entonces, a lo lejos, oyó unos aterrorizados gritos de súplica. Quería ayudar a
quienfuera. Intentó mover los brazos, pero no pudo. Una niebla espesa y blanca lo
rodeaba, y también estaba dentro de él...
—¡Harry! ¡Harry! ¿Estás bien?
Alguien le daba palmadas en la cara.
—¿Qué?
Harry abrió los ojos. Sobre él había algunas luces y el suelotemblaba... El expreso
de Hogwarts se ponía en marcha y la luz había vuelto. Por lo visto había resbalado del
asiento y caído al suelo. Ron y Hermione estaban arrodillados a su lado, y por encima
de ellos vio a Neville y al profesor Lupin, mirándolo. Harry sentía ganas de vomitar. Al
levantar la mano para subirse las gafas, notó su cara cubierta por un sudor frío.
Ron y Hermione lo ayudaron a levantarse y a sentarse en el asiento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Ron, asustado.
—Sí —dijo Harry, mirando rápidamente hacia la puerta. El ser encapuchado había
desaparecido—. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está ese... ese ser? ¿Quién gritaba?
—No gritaba nadie —respondió Ron, aún más asustado.
Harry examinó el compartimento iluminado. Ginny y Neville lo miraron, muy
pálidos.
—Pero he oído gritos...
Todos se sobresaltaron al oír un chasquido. El profesor Lupin partía en trozos una
tableta de chocolate.
—Toma —le dijo a Harry, entregándole un trozo especialmente grande—.
Cómetelo. Te ayudará.
Harry cogió el chocolate, pero no se lo comió.
—¿Qué era ese ser? —le preguntó a Lupin.
—Un dementor —respondió Lupin, repartiendo el chocolate entre los demás—.
Era uno de los dementores de Azkaban.
Todos lo miraron. El profesor Lupin arrugó el envoltorio vacío de la tableta de
chocolate y se lo guardó en el bolsillo.
—Coméoslo —insistió—. Os vendrá bien. Disculpadme, tengo que hablar con el
maquinista...
Pasó por delante de Harry y desapareció por el pasillo.
—¿Seguro que estás bien, Harry? —preguntó Hermione con preocupación,
mirando a Harry
—No entiendo... ¿Qué ha sucedido? —preguntó Harry, secándose el sudor de la
cara.
—Bueno, ese ser... el dementor... se quedó ahí mirándonos (es decir; creo que nos
miraba, porque no pude verle la cara), y tú, tú...
—Creí que te estaba dando un ataque o algo así —dijo Ron, que parecía todavía
asustado—. Te quedaste como rígido, te caíste del asiento y empezaste a agitarte...
—Y entonces el profesor Lupin pasó por encima de ti, se dirigió al dementor y sacó
su varita —explicó Hermione—. Y dijo: «Ninguno de nosotros esconde a Sirius Black
bajo la capa. Vete.» Pero el dementor no se movió, así que Lupin murmuró algo y de la
varita salió una cosa plateada hacia el dementor. Y éste dio media vuelta y se fue...
—Ha sido horrible —dijo Neville, envoz más alta de lo normal—. ¿Notasteis el
frío cuando entró?
—Yo tuve una sensación muy rara —respondió Ron, moviendo los hombros con
inquietud—, como si no pudiera ya volver a sentirme contento...
Ginny, que estaba encogida en su rincón y parecía sentirse casi tan mal como
Harry, sollozó. Hermione se le acercó y le pasó un brazo por detrás, para reconfortaría.
—Pero ¿no os habéis caído del asiento? —preguntó Harry, extrañado.
—No —respondió Ron, volviendo a mirar a Harry con preocupación—. Ginny
temblabacomo loca, aunque...
Harry no conseguía entender. Estaba débil y tembloroso, como si se estuviera
recuperando de una mala gripe. También sentía un poco de vergüenza. ¿Por qué había
perdido el control de aquella manera, cuando los otros no lo habían hecho?
El profesor Lupin regresó. Se detuvo al entrar; miró alrededor y dijo con una breve
sonrisa:
—No he envenenado el chocolate, ¿sabéis?
Harry le dio un mordisquito y ante su sorpresa sintió que algo le calentaba el
cuerpo y que el calor se extendía hasta los dedos de las manos y de los pies.
—Llegaremos a Hogwarts en diez minutos —dijo el profesor Lupin—. ¿Te
encuentras bien, Harry?
Harry no preguntó cómo se había enterado el profesor Lupin de su nombre.
—Sí —dijo, un poco confuso.
No hablaron apenas durante el resto del viaje. Finalmente se detuvo el tren en la
estación de Hogsmeade, y se formó mucho barullo para salir del tren: las lechuzas
ululaban, los gatos maullaban y el sapo de Neville croaba debajo de su sombrero. En el
pequeño andén hacía un fríoque pelaba; la lluvia era una ducha de hielo.
—¡Por aquí los de primer curso! —gritaba una voz familiar. Harry, Ron y
Hermione se volvieron y vieron la silueta gigante de Hagrid en el otro extremo del
andén, indicando por señas a los nuevos estudiantes (que estaban algo asustados) que se
adelantaran para iniciar el tradicional recorrido por el lago.
—¿Estáis bien los tres? —gritó Hagrid, por encima de la multitud.
Lo saludaron con la mano, pero no pudieron hablarle porque la multitud los
empujaba a lo largo del andén. Harry, Ron y Hermione siguieron al resto de los alumnos
y salieron a un camino embarrado y desigual, donde aguardaban al resto de los alumnos
al menos cien diligencias, todas tiradas (o eso suponía Harry) por caballos invisibles,
porque cuando subieron a una y cerraron la portezuela, se puso en marcha ella sola,
dando botes.
La diligencia olía un poco a moho y a paja. Harry se sentía mejor después de tomar
el chocolate, pero aún estaba débil. Ron y Hermione lo miraban todo el tiempo de reojo,
como si tuvieran miedo de que perdiera de nuevo el conocimiento.
Mientras el coche avanzaba lentamente hacia unas suntuosas verjas de hierro
flanqueadas por columnas de piedra coronadas por estatuillas de cerdos alados, Harry
vio a otros dos dementoresencapuchados y descomunales, que montaban guardia a cada
lado. Estuvo a punto de darle otro frío vahído. Se reclinó en el asiento lleno de bultos y
cerró los ojos hasta que hubieron atravesado la verja. El carruaje cogió velocidad por el
largo y empinado camino que llevaba al castillo; Hermione se asomaba por la ventanilla
para ver acercarse las pequeñas torres. Finalmente, el carruaje se detuvo y Hermione y
Ron bajaron.
Al bajar; Harry oyó una voz que arrastraba alegremente las sílabas:
—¿Te has desmayado, Potter? ¿Es verdad lo que dice Longbottom? ¿Realmente te
desmayaste?
Malfoy le dio con el codo a Hermione al pasar por su lado, y salió al paso de Harry,
que subía al castillo por la escalinata de piedra. Sus ojos claros y su cara alegre brillaban
demalicia.
—¡Lárgate, Malfoy! —dijo Ron con las mandíbulas apretadas.
—¿Tú también te desmayaste, Weasley? —preguntó Malfoy, levantando la voz—.
¿También te asustó a ti el viejo dementor; Weasley?
—¿Hay algún problema? —preguntó una voz amable. El profesor Lupin acababa
de bajarse de la diligencia que iba detrás de la de ellos.
Malfoy dirigió una mirada insolente al profesor Lupin, y vio los remiendos de su
ropa y su maleta desvencijada. Con cierto sarcasmo en la voz, dijo:
—Oh, no, eh... profesor...
Entonces dirigió a Crabbe y Goyle una sonrisita, y subieron los tres hacia el
castillo.
Hermione pinchaba a Ron en la espalda para que se diera prisa, y los tres se
unieron a la multitud apiñada en la parte superior; a través de las gigantescas puertas de
roble, y en el interior del vestíbulo, que estaba iluminado con antorchas y acogía una
magnífica escalera de mármol que conducía a los pisos superiores.
A la derecha, abierta, estaba la puerta que daba al Gran Comedor. Harry siguió a la
multitud, pero apenas vislumbró el techo encantado, que aquella noche estaba negro y
nublado, cuando lo llamó una voz:
—¡Potter, Granger, quiero hablar con vosotros!
Harry y Hermione dieron media vuelta, sorprendidos. La profesora McGonagall,
que daba clase de Transformaciones y era la jefa de la casa de Gryffindor; los llamaba
por encima de las cabezas de la multitud. Tenía una expresión severa y un moño en la
nuca; sus penetrantes ojos se enmarcaban en unas gafas cuadradas. Harry se abrió
camino hasta ella con cierta dificultad y un poco de miedo. Había algo en la profesora
McGonagall que solía hacer que Harry sintiera que había hecho algo malo.
—No tenéis que poner esa cara de asustados, sólo quiero hablar con vosotros en mi
despacho —les dijo—. Ve con los demás, Weasley.
Ron se les quedó mirando mientras la profesora McGonagall se alejaba con Harry y
Hermione de la bulliciosa multitud; la acompañaron a través del vestíbulo, subieron la
escalera de mármol y recorrieron un pasillo.
Ya en el despacho (una pequeña habitación que tenía una chimenea en la que ardía
un fuego abundante y acogedor), hizo una señal a Harry y a Hermione para que se
sentaran. También ella se sentó, detrás del escritorio, y dijo de pronto:
—El profesor Lupin ha enviado una lechuza comunicando que te sentiste
indispuesto en el tren, Potter.
Antes de que Harry pudiera responder; se oyó llamar suavemente a la puerta, y la
señora Pomfrey, la enfermera, entró con paso raudo. Harry se sonrojó. Ya resultaba
bastante embarazoso haberse desmayado o lo que le hubiera pasado, para que encima
armaran aquel lío.
—Estoy bien —dijo—, no necesito nada...
—Ah, eres tú —dijo la señora Pomfrey, sin escuchar lo que decían e inclinándose
para mirarlo de cerca—. Supongo que has estado otra vez metiéndote en algo peligroso.
—Ha sido un dementor; Poppy ——dijo la profesora McGonagall.
Cambiaron una mirada sombría y la señora Pomfrey chascó la lengua con
reprobación.
—Poner dementores en un colegio —murmuró echando para atrás la silla de Harry
y apoyando una mano en su frente—. No será el primero que se desmaya. Sí, está
empapado en sudor. Son seres terribles, y el efecto que tienen en la gente que ya de por
sí es delicada...
—¡Yo no soy delicado! —repuso Harry, ofendido.
—Por supuesto que no —admitió distraídamente la señora Pomfrey, tomándole el
pulso.
—¿Qué le prescribe? —preguntó resueltamente la profesora McGonagall—.
¿Guardar cama? ¿Debería pasar esta noche en la enfermería?
—¡Estoy bien! —repuso Harry, poniéndose en pie de un brinco. Le atormentaba
pensar en lo que diría Malfoy si lo enviaban por aquello a la enfermería.
—Bueno. Al menos tendría que tomar chocolate —dijo la señora Pomfrey, que
intentaba examinar los ojos de Harry.
—Ya he tomado un poco. El profesor Lupin me lo dio. Nos dio a todos.
—¿Sí? —dijo con aprobación la señora Pomfrey—. ¡Así que por fin tenemos un
profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras que conoce los remedios!
—¿Estás seguro de que te sientes bien, Potter? —preguntó la profesora
McGonagall.
—Sí —dijo Harry.
—Muy bien. Haz el favor de esperar fuera mientras hablo un momento con la
señorita Granger sobre su horario. Luego podremos bajar al banquete todos juntos.
Harry salió al corredor con la señora Pomfrey, que se marchó hacia la enfermería
murmurando algo para sí. Harry sólo tuvo que esperar unos minutos. A continuación
salió Hermione, radiante de felicidad, seguida por la profesora McGonagall, y los tres
bajaron las escaleras de mármol, hacia el Gran Comedor.
Estaba lleno de capirotes negros. Las cuatro mesas largas estaban llenas de
estudiantes. Sus caras brillaban a la luz de miles de velas. El profesor Flitwick, que era
un brujo bajito y con el pelo blanco, salió con un viejo sombrero y un taburete de tres
patas.
—¡Nos hemos perdido la selección! —dijo Hermione en voz baja.
Los nuevos alumnos de Hogwarts obtenían casa por medio del Sombrero
Seleccionador; que iba gritando el nombre de la casa más adecuada para cada uno
(Gryffindor; Ravenclaw, Hufflepuff, Slytherin). La profesora McGonagall se dirigió con
paso firme a su asiento en la mesa de los profesores, y Harry y Hermione se
encaminaron en sentido contrario, hacia la mesa de Gryffindor, tan silenciosamente
como les fue posible. La gente se volvía para mirarlos cuando pasaban por la parte
trasera del Comedor y algunos señalaban aHarry. ¿Había corrido tan rápido la noticia
de su desmayo delante del dementor?
Él y Hermione se sentaron a ambos lados de Ron, que les había guardado los
asientos.
—¿De qué iba la cosa? —le preguntó a Harry.
Comenzó a explicarse en un susurro, pero entonces el director se puso en pie para
hablar y Harry se calló.
El profesor Dumbledore, aunque viejo, siempre daba la impresión de tener mucha
energía. Su pelo plateado y su barba tenían más de medio metro de longitud; llevaba
gafas de media luna; y tenía una nariz extremadamente curva. Solían referirse a él como
al mayor mago de la época, pero no era por eso por lo que Harry le tenía tanto respeto.
No se podía menos de confiar en Albus Dumbledore, y cuando Harry lo vio sonreír con
franqueza a todos los estudiantes, se sintió tranquilo por vez primera desde que el
dementor había entrado en el compartimento del tren.
—¡Bienvenidos! —dijo Dumbledore, con la luz de la vela reflejándose en su
barba—. ¡Bienvenidos a un nuevo curso en Hogwarts! Tengo algunas cosas que deciros
a todos, y como una es muy seria, la explicaré antes de que nuestro excelente banquete
os deje aturdidos. —Dumbledore se aclaró la garganta y continuó—: Como todos sabéis
después del registro que ha tenido lugar en el expreso de Hogwarts, tenemos
actualmente en nuestro colegio a algunos dementores de Azkaban, que están aquí por
asuntos relacionados con el Ministerio de Magia. —Se hizo una pausa y Harry recordó
que el señor Weasley había dicho sobre que a Dumbledore no lo le agradaba que los
dementores custodiaran el colegio—. Están apostados en las entradas a los terrenos del
colegio —continuó Dumbledore—, y tengo que dejar muy claro que mientras estén aquí
nadie saldrá del colegio sin permiso. A los dementores no se les puede engañar con
trucos o disfraces, ni siquiera con capas invisibles —añadió como quien no quiere la
cosa, y Harry y Ron se miraron—. No está en la naturaleza de un dementor comprender
ruegos o excusas. Por lo tanto, os advierto a todos y cada uno de vosotros que no debéis
darles ningún motivo para que os hagan daño. Confío en los prefectos y en los últimos
ganadores de los Premios Anuales para que se aseguren de que ningún alumno intenta
burlarse de los dementores.
Percy, que se sentaba a unos asientos de distancia de Harry, volvió a sacar pecho y
miró a su alrededor orgullosamente. Dumbledore hizo otra pausa. Recorrió la sala con
una mirada muy seria y nadie movió un dedo ni dijo nada.
—Por hablar de algo más alegre —continuó—, este año estoy encantado de dar la
bienvenida a nuestro colegio a dos nuevos profesores. En primer lugar, el profesor
Lupin, que amablemente ha accedido a enseñar Defensa Contra las Artes Oscuras.
Hubo algún aplauso aislado y carente de entusiasmo. Sólo los que habían estado
con él en el tren aplaudieron con ganas, Harry entre ellos. El profesor Lupin parecía un
adán en medio de los demás profesores, que iban vestidos con sus mejores togas.
—¡Mira a Snape! —le susurró Ron a Harry en el oído.
El profesor Snape, el especialista en Pociones, miraba al profesor Lupin desde el
otro lado de la mesa de los profesores. Era sabido que Snape anhelaba aquel puesto,
pero incluso a Harry, que aborrecía a Snape, le asombraba la expresión que tenía en
aquel momento, crispando su rostro delgado y cetrino. Era más que enfado: era odio.
Harry conocía muy bien aquella expresión: era la que Snape adoptaba cada vez que lo
veía a él.
—En cuanto al otro último nombramiento —prosiguió Dumbledore cuando se
apagó el tibio aplauso para el profesor Lupin—, siento deciros que el profesor
Kettleburn, nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, se retiró al final del
pasado curso para poder aprovechar en la intimidad los miembros que le quedan. Sin
embargo, estoy encantado de anunciar que su lugar lo ocupará nada menos que Rubeus
Hagrid, que ha accedido a compaginar estas clases con sus obligaciones de
guardabosques.
Harry, Ron y Hermione se miraron atónitos. Luego se unieron al aplauso, que fue
especialmente caluroso en la mesa de Gryffindor. Harry se inclinó para ver a Hagrid,
que estaba rojo como un tomate y se miraba las enormes manos, con la amplia sonrisa
oculta por la barba negra.
—¡Tendríamos que haberlo adivinado! —dijo Ron, dando un puñetazo en la
mesa—. ¿Qué otro habría sido capaz de mandarnos que compráramos un libro que
muerde?
Harry, Ron y Hermione fueron los últimos en dejar de aplaudir; y cuando el
profesor Dumbledore volvió a hablar, pudieron ver que Hagrid se secaba los ojos con el
mantel.
—Bien, creo que ya he dicho todo lo importante —dijo Dumbledore—. ¡Que
comience el banquete!
Las fuentes doradas y las copas que tenían delante se llenaron de pronto de comida
y bebida. Harry, que de repente se dio cuenta de que tenía un hambre atroz, se sirvió de
todo lo que estaba a su alcance, y empezó a comer.
Fue un banquete delicioso. El Gran Comedor se llenó de conversaciones, de risas y
del tintineo de los cuchillos y tenedores. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, tenían
ganas de que terminara para hablar con Hagrid. Sabían cuánto significaba para él ser
profesor. Hagrid no era un mago totalmente cualificado; había sido expulsado de
Hogwarts en tercer curso por un delito que no había cometido. Fueron Harry, Ron y
Hermione quienes, durante el curso anterior; habían limpiado el nombre de Hagrid.
Finalmente, cuando los últimos bocados de tarta de calabaza desaparecieron de las
bandejas doradas, Dumbledore anunció que era hora de que todos se fueran a dormir y
ellos vieron llegado su momento.
—¡Enhorabuena, Hagrid! —gritó Hermione muy alegre, cuando llegaron a la mesa
de los profesores.
—Todo ha sido gracias a vosotros tres —dijo Hagrid mientras los miraba, secando
su cara brillante en la servilleta—. No puedo creerlo... Un gran tipo, Dumbledore...
Vino derecho a mi cabaña después de que el profesor Kettleburn dijera que ya no podía
más. Es lo que siempre había querido.
Embargado de emoción, ocultó la cara en la servilleta y la profesora McGonagall
les hizo irse.
Harry, Ron y Hermione se reunieron con los demás estudiantes de la casa
Gryffindor que subían en tropella escalera de mármol y, ya muy cansados, siguieron
por más corredores y subieron más escaleras, hasta que llegaron a la entrada secreta de
la torre de Gryffindor. Los interrogó un retrato grande de señora gorda, vestida de rosa:
—¿Contraseña?
—¡Dejadmepasar; dejadme pasar! —gritaba Percy desde detrás de la multitud—.
¡La última contraseña es «Fortuna Maior»!
—¡Oh, no! —dijo con tristeza Neville Longbottom. Siempre tenía problemas para
recordar las contraseñas.
Después de cruzar el retrato y recorrerla sala común, chicos y chicas se separaron
hacia las respectivas escaleras. Harry subió la escalera de caracol sin otro pensamiento
que la alegría de estar otra vez en Hogwarts. Llegaron al conocido dormitorio de forma
circular; con sus cinco camas con dosel, y Harry, mirando a su alrededor; sintió que por
fin estaba en casa.
6
Posos de té y garras de hipogrifo
Cuando Harry, Ron y Hermione entraron en el Gran Comedor para desayunar al díasiguiente, lo primero que vieron fue a Draco Malfoy, que entretenía a un grupo de gente
de Slytherin con una historia muy divertida. Al pasar por su lado, Malfoy hizo una
parodia de desmayo, coreado por una carcajada general.
—No le hagas caso —le dijo Hermione, que iba detrás de Harry—. Tú, ni el menor
caso. No merece la pena...
—¡Eh, Potter! —gritó Pansy Parkinson, una chica de Slytherin que tenía la cara
como un dogo—. ¡Potter! ¡Que vienen los dementores, Potter! ¡Uuuuuuuuuh!
Harry se dejó caer sobre un asiento de la mesa de Gryffindor; junto a George
Weasley.
—Los nuevos horarios de tercero —anunció George, pasándolos—. ¿Qué te ocurre,
Harry?
—Malfoy —contestó Ron, sentándose al otro lado de George y echando una
mirada desafiante a la mesa de Slytherin.
George alzó la vista y vio que en aquel momento Malfoy volvía a repetir su
pantomima.
—Ese imbécil —dijo sin alterarse—no estaba tan gallito ayer por la noche, cuando
los dementores se acercaron a la parte del tren en que estábamos. Vino corriendo a
nuestro compartimento, ¿verdad, Fred?
—Casi se moja encima —dijo Fred, mirando con desprecio a Malfoy.
—Yo tampoco estaba muy contento —reconoció George—. Son horribles esos
dementores...
—Se le hiela a uno la sangre, ¿verdad? —dijo Fred.
—Pero no os desmayasteis, ¿a que no? —dijo Harry en voz baja.
—No le des más vueltas, Harry —dijo George—. Mi padre tuvo que ir una vez a
Azkaban, ¿verdad, Ron?, y dijo que era el lugar más horrible en que había estado.
Regresó débil y tembloroso... Los dementores absorben la alegría del lugar en que están.
La mayoría de los presos se vuelven locos allí.
—De cualquier modo, veremos lo contento que se pone Malfoy después del primer
partido de quidditch —dijo Fred—. Gryffindor contra Slytherin, primer partido de la
temporada, ¿os acordáis?
La única ocasión en que Harry y Malfoy se habían enfrentado en un partido de
quidditch, Malfoy había llevado las de perder. Un poco más contento, Harry se sirvió
salchichas y tomate frito.
Hermione se aprendía su nuevo horario:
—Bien, hoy comenzamos asignaturas nuevas —dijo alegremente.
—Hermione —dijo Ron frunciendo el entrecejo y mirando detrás de ella—, se han
confundido con tu horario. Mira, te han apuntado para unas diez asignaturas al día. No
hay tiempo suficiente.
—Ya me apañaré. Lo he concertado con la profesora McGonagall.
—Pero mira —dijo Ron riendo—, ¿ves la mañana de hoy? A las nueve
Adivinación y Estudios Muggles y... —Ron se acercó más al horario, sin podérselo
creer—, mira, Aritmancia, todo a las nueve. Sé que eres muy buena estudiante,
Hermione, pero no hay nadie capaz de tanto.¿Cómo vas a estar en tres clases a la vez?
—No seas tonto —dijo Hermione bruscamente—, por supuesto que no voy a estar
en tres clases a la vez.
—Bueno, entonces...
—Pásame la mermelada —le pidió Hermione.
—Pero...
—¿Y a ti qué te importa si mi horario está un poco apretado, Ron? —dijo
Hermione—. Ya te he dicho que lo he arreglado todo con la profesora McGonagall.
En ese momento entró Hagrid en el Gran Comedor. Llevaba puesto su abrigo largo
de ratina y de una de sus enormes manos colgaba un turón muerto, que se balanceaba.
—¿Va todo bien? —dijo con entusiasmo, deteniéndose camino de la mesa de los
profesores—. ¡Estáis en mi primera clase! ¡Inmediatamente después del almuerzo! Me
he levantado a las cinco para prepararlo todo. Espero que esté bien... Yo,profesor...,
francamente...
Les dirigió una amplia sonrisa y se fue hacia la mesa de los profesores,
balanceando el turón.
—Me pregunto qué habrá preparado —dijo Ron con curiosidad.
El Gran Comedor se vaciaba a medida que la gente se marchaba a la primera clase.
Ron comprobó el horario.
—Lo mejor será que vayamos ya. Mirad, el aula de Adivinación está en el último
piso de la torre norte. Tardaremos unos diez minutos en llegar...
Terminaron aprisa el desayuno, se despidieron de Fred y de George, y volvieron a
atravesar el Gran Comedor. Al pasar al lado de la mesa de Slytherin, Malfoy volvió a
repetir la pantomima. Las estruendosas carcajadas acompañaron a Harry hasta el
vestíbulo.
El trayecto hasta la torre norte era largo. Los dos años que llevaban en Hogwarts no
habían bastado para conocer todo el castillo, y ni siquiera habían estado nunca en el
interior de la torre norte.
—Tiene... que... haber... un atajo —dijo Ron jadeando, mientras ascendían la
séptima larga escalera y salían a un rellano que veíanpor primera vez y donde lo único
que había era un cuadro grande que representaba únicamente un campo de hierba.
—Me parece que es por aquí —dijo Hermione, echando un vistazo al corredor
desierto que había a la derecha.
—Imposible —dijo Ron—. Eso es el sur. Mira: por la ventana puedes ver una parte
del lago...
Harry observó el cuadro. Un grueso caballo tordo acababa de entrar en el campo y
pacía despreocupadamente. Harry estaba acostumbrado a que los cuadros de Hogwarts
tuvieran movimiento y a que los personajes se salieran del marco para ir a visitarse unos
a otros, pero siempre se había divertido viéndolos. Un momento después, haciendo un
ruido metálico, entró en el cuadro un caballero rechoncho y bajito, vestido con
armadura, persiguiendo al caballo. A juzgar por las manchas de hierba que había en sus
rodilleras de hierro, acababa de caerse.
—¡Pardiez! —gritó, viendo a Harry, Ron y Hermione—. ¿Quiénes son estos
villanos que osan internarse en mis dominios? ¿Acaso os mofáis de mi caída?
¡Desenvainad,bellacos!
Se asombraron al ver que el pequeño caballero sacaba la espada de la vaina y la
blandía con violencia, saltando furiosamente arriba y abajo. Pero la espada era
demasiado larga para él. Un movimiento demasiado violento le hizo perder el equilibrio
y cayó de bruces en la hierba.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Harry, acercándose al cuadro.
—¡Atrás, vil bellaco! ¡Atrás, malandrín!
El caballero volvió a empuñar la espada y la utilizó para incorporarse, pero la hoja
se hundió profundamente en el suelo, y aunque tiró de ella con todas sus fuerzas, no
pudo sacarla. Finalmente, se dejó caer en la hierba y se levantó la visera del casco para
limpiarse la cara empapada en sudor.
—Disculpe —dijo Harry, aprovechando que el caballero estaba exhausto—,
estamos buscando la torre norte. ¿Por casualidad conoce usted el camino?
—¡Una empresa! —La ira del caballero desapareció al instante. Se puso de pie
haciendo un ruido metálico y exclamó—: ¡Vamos, seguidme, queridos amigos, y
hallaremos lo que buscamos o pereceremos en el empeño! —Volvió a tirar de la espada
sin ningún resultado, intentó pero no pudo montar en el caballo, y exclamó—: ¡A pie,
pues, bravos caballeros y gentil señora! ¡Vamos!
Y corrió por el lado izquierdo del marco, haciendo un fuerteruido metálico.
Corrieron tras él por el pasillo, siguiendo el sonido de su armadura. De vez en
cuando lo localizaban delante de ellos, cruzando un cuadro.
—¡Endureced vuestros corazones, lo peor está aún por llegar! —gritó el caballero,
y lo volvieron a ver enfrente de un grupo alarmado de mujeres con miriñaque, cuyo
cuadro colgaba en el muro de una estrecha escalera de caracol.
Jadeando, Harry, Ron y Hermione ascendieron los escalones mareándose cada vez
más, hasta que oyeron un murmullo de voces por encima de ellos y se dieron cuenta de
que habían llegado al aula.
—¡Adiós! —gritó el caballero asomando la cabeza por el cuadro de unos monjes de
aspecto siniestro—. ¡Adiós, compañeros de armas! ¡Si en alguna ocasión necesitáis un
corazón noble y un temple de acero, llamad a sir Cadogan!
—Sí, lo haremos —murmuró Ron cuando desapareció el caballero—, si alguna vez
necesitamos a un chiflado.
Subieron los escalones que quedaban y salieron a un rellano diminuto en el que ya
aguardaba la mayoría de la clase. No había ninguna puerta en el rellano; Ron golpeó a
Harry con el codo y señaló al techo, donde había una trampilla circular con una placa de
bronce.
—Sybill Trelawney, profesora de Adivinación —leyó Harry—. ¿Cómo vamos a
subir ahí?
Como en respuesta a su pregunta, la trampilla se abrió de repente y una escalera
plateada descendió hasta los pies de Harry. Todos se quedaron en silencio.
—Tú primero —dijo Ron con una sonrisa, y Harry subió por la escalera delante de
los demás.
Fue a dar al aula de aspecto másextraño que había visto en su vida. No se parecía
en nada a un aula; era algo a medio camino entre un ático y un viejo salón de té. Al
menos veinte mesas circulares, redondas y pequeñas, se apretujaban dentro del aula,
todas rodeadas de sillones tapizados con tela de colores y de cojines pequeños y
redondos. Todo estaba iluminado con una luz tenue y roja. Había cortinas en todas las
ventanas y las numerosas lámparas estaban tapadas con pañoletas rojas. Hacía un calor
agobiante, y el fuego que ardía enla chimenea, bajo una repisa abarrotada de cosas,
calentaba una tetera grande de cobre y emanaba una especie de perfume denso. Las
estanterías de las paredes circulares estaban llenas de plumas polvorientas, cabos de
vela, muchas barajas viejas, infinitas bolas de cristal y una gran cantidad de tazas de té.
Ron fue a su lado mientras la clase se iba congregando alrededor; entre murmullos.
—¿Dónde está la profesora? —preguntó Ron.
De repente salió de las sombras una voz suave:
—Bienvenidos —dijo—. Es un placer veros por fin en el mundo físico.
La inmediata impresión de Harry fue que se trataba de un insecto grande y
brillante. La profesora Trelawney se acercó a la chimenea y vieron que era sumamente
delgada. Sus grandes gafas aumentaban varias veces el tamaño de sus ojos y llevaba
puesto un chal de gasa con lentejuelas. De su cuello largo y delgado colgaban
innumerables collares de cuentas, y tenía las manos llenas de anillos y los brazos de
pulseras.
—Sentaos, niños míos, sentaos —dijo, y todos se encaramaron torpemente a los
sillones o se hundieron en los cojines. Harry, Ron y Hermione se sentaron a la misma
mesa redonda—. Bienvenidos a la clase de Adivinación —dijo la profesora Trelawney,
que se había sentado en un sillón de orejas, delante del fuego—.Soy la profesora
Trelawney. Seguramente es la primera vez que me veis. Noto que descender muy a
menudo al bullicio del colegio principal nubla mi ojo interior.
Nadie dijo nada ante esta extraordinaria declaración. Con movimientos delicados,
la profesoraTrelawney se puso bien el chal y continuó hablando:
—Así que habéis decidido estudiar Adivinación, la más difícil de todas las artes
mágicas. Debo advertiros desde el principio de que si no poseéis la Vista, no podré
enseñaros prácticamente nada. Los libros tampoco os ayudarán mucho en este terreno...
—Al oír estas palabras, Harry y Ron miraron con una sonrisa burlona a Hermione, que
parecía asustada al oír que los libros no iban a ser de mucha utilidad en aquella
asignatura—. Hay numerosos magos y brujas que, aun teniendo una gran habilidad en lo
que se refiere a transformaciones, olores y desapariciones súbitas, son incapaces de
penetrar en los velados misterios del futuro —continuó la profesora Trelawney,
recorriendo las caras nerviosas con sus ojos enormes y brillantes—. Es un don
reservado a unos pocos. Dime, muchacho —dijo de repente a Neville, que casi se cayó
del cojín—, ¿se encuentra bien tu abuela?
—Creo que sí —dijo Neville tembloroso.
—Yo en tu lugar no estaría tan seguro, querido —dijo la profesora Trelawney. El
fuego de la chimenea se reflejaba en sus largos pendientes de color esmeralda. Neville
tragó saliva. La profesora Trelawney prosiguió plácidamente—. Durante este curso
estudiaremos los métodos básicos de adivinación. Dedicaremos elprimer trimestre a la
lectura de las hojas de té. El segundo nos ocuparemos en quiromancia. A propósito,
querida mía —le soltó de pronto a Parvati Patil—, ten cuidado con cierto pelirrojo.
Parvati miró con un sobresalto a Ron, que estaba inmediatamente detrás de ella, y
alejó de él su sillón.
—Durante el último trimestre —continuó la profesora Trelawney—, pasaremos a la
bola de cristal si la interpretación de las llamas nos deja tiempo. Por desgracia, un
desagradable brote de gripe interrumpirá las clases en febrero. Yo misma perderé la voz.
Y en torno a Semana Santa, uno de vosotros nos abandonará para siempre. —Un
silencio muy tenso siguió a este comentario, pero la profesora Trelawney no pareció
notarlo—. Querida —añadió dirigiéndose a Lavender Brown, que era quien estaba más
cerca de ella y que se hundió contra el respaldo del sillón—, ¿me podrías pasar la tetera
grande de plata?
Lavender dio un suspiro de alivio, se levantó, cogió una enorme tetera de la
estantería y la puso sobre la mesa, ante la profesora Trelawney.
—Gracias, querida. A propósito, eso que temes sucederá el viernes 16 de octubre.
—Lavender tembló—. Ahora quiero que os pongáis por parejas. Coged una taza de la
estantería, venid a mí y os la llenaré. Luego sentaos y bebed hasta que sóloqueden los
posos. Removed entonces los posos agitando la taza tres veces con la mano izquierda y
poned luego la taza boca abajo en el plato. Esperad a que haya caído la última gota de té
y pasad la taza a vuestro compañero, para que la lea. Interpretaréislos dibujos dejados
por los posos utilizando las páginas 5 y 6 de Disipar las nieblas del futuro. Yo pasaré a
ayudaros y a daros instrucciones. ¡Ah!, querido... —asió a Neville por el brazo cuando
el muchacho iba a levantarse—cuando rompas la primera taza, ¿serás tan amable de
coger una de las azules? Las de color rosa me gustan mucho.
Como es natural, en cuanto Neville hubo alcanzado la balda de las tazas, se oyó el
tintineo de la porcelana rota. La profesora Trelawney se dirigió a él rápidamente con
una escoba y un recogedor; y le dijo:
—Una de las azules, querido, si eres tan amable. Gracias...
Cuando Harry y Ron llenaron las tazas de té, volvieron a su mesa y se tomaron
rápidamente la ardiente infusión.
Removieron los posos como les había indicado la profesora Trelawney, y después
secaron las tazas y las intercambiaron.
—Bien —dijo Ron, después de abrir los libros por las páginas 5 y 6—. ¿Qué ves en
la mía?
—Una masa marrón y empapada —respondió Harry. El humo fuertemente
perfumado de la habitación lo adormecía y atontaba.
—¡Ensanchad la mente, queridos, y que vuestros ojos vean más allá de lo terrenal!
—exclamó la profesora Trelawney sumida en la penumbra.
Harry intentó recobrarse:
—Bueno, hay una especie de cruz torcida... —dijo consultando Disipar las nieblas
del futuro—. Eso significa que vas a pasar penalidades y sufrimientos... Lo siento...
Pero hay algo que podría ser el sol. Espera, eso significa mucha felicidad... Así que vas
a sufrir; pero vas a ser muy feliz...
—Si te interesa mi opinión, tendrían que revisarte el ojo interior —dijo Ron, y
tuvieron que contener la risa cuando la profesora Trelawney los miró.
—Ahora me toca a mí... —Ron miró con detenimiento la taza de Harry, arrugando
la frente a causa del esfuerzo. Hay una mancha en forma de sombrero hongo —dijo—.
A lo mejor vas a trabajar para el Ministerio de Magia... —Volvió la taza—. Pero por
este lado parece más bien como una bellota... ¿Qué es eso? —Cotejó su ejemplar de
Disipar las nieblas del futuro—. Oro inesperado, como caídodel cielo. Estupendo, me
podrás prestar. Y aquí hay algo —volvió a girar la taza—que parece un animal. Sí, si
esto es su cabeza... parece un hipo..., no, una oveja...
La profesora Trelawney dio media vuelta al oír la carcajada de Harry.
—Déjame ver eso, querido —le dijo a Ron, en tono recriminatorio, y le quitó la
taza de Harry Todos se quedaron en silencio, expectantes.
La profesora Trelawney miraba fijamente la taza de té, girándola en sentido
contrario a las agujas del reloj.
—El halcón... querido,tienes un enemigo mortal.
—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Hermione en un susurro alto. La profesora
Trelawney la miró fijamente—. Todo el mundo sabe lo de Harry y Quien Usted Sabe.
Harry y Ron la miraron con una mezcla de asombro y admiración. Nunca la habían
visto hablar así a un profesor. La profesora Trelawney prefirió no contestar. Volvió a
bajar sus grandes ojos hacia la taza de Harry y continuó girándola.
—La porra... un ataque. Vaya, vaya... no es una taza muy alegre...
—Creí que era un sombrero hongo —reconoció Ron con vergüenza.
—La calavera... peligro en tu camino...
Toda la clase escuchaba con atención, sin moverse. La profesora Trelawney dio
una última vuelta a la taza, se quedó boquiabierta y gritó.
Oyeron romperse otra taza; Neville había vuelto a hacer añicos la suya. La
profesora Trelawney se dejó caer en un sillón vacío, con la mano en el corazón y los
ojos cerrados.
—Mi querido chico... mi pobre niño... no... es mejor no decir... no... no me
preguntes...
—¿Qué es, profesora? —dijo inmediatamente Dean Thomas. Todos se habían
puesto de pie y rodearon la mesa de Ron, acercándose mucho al sillón de la profesora
Trelawney para poder ver la taza de Harry.
—Querido mío —abrió completamente sus grandes ojos—, tienes el Grim.
—¿El qué? —preguntó Harry.
Estaba claro que había otros que tampoco comprendían; Dean Thomas lo miró
encogiéndose de hombros, y Lavender Brown estaba anonadada, pero casi todos se
llevaron la mano a la boca, horrorizados.
—¡El Grim, querido, el Grim! —exclamó la profesora Trelawney, que parecía
extrañada de que Harry no hubiera comprendido—. ¡El perro gigante y espectral que
ronda por los cementerios! Mi querido chico, se trata de un augurio, el peor de los
augurios... el augurio de la muerte.
El estómago le dio un vuelco a Harry. Aquel perro de la cubierta del libro Augurios
de muerte, en Flourish y Blotts, el perro entre las sombras de la calle Magnolia... Ahora
también Lavender Brown se llevó las manos a la boca. Todos miraron a Harry; todos
excepto Hermione, que se habíalevantado y se había acercado al respaldo del sillón de
la profesora Trelawney.
—No creo que se parezca a un Grim —dijo Hermione rotundamente.
La profesora Trelawney examinó a Hermione con creciente desagrado.
—Perdona que te lo diga, querida, pero percibo muy poca aura a tu alrededor. Muy
poca receptividad a las resonancias del futuro.
Seamus Finnigan movía la cabeza de un lado a otro.
—Parece un Grim si miras así —decía con los ojos casi cerrados—, pero así parece
un burro —añadió inclinándose a la izquierda.
—¡Cuando hayáis terminado de decidir si voy a morir o no...! —dijo Harry,
sorprendiéndose incluso a sí mismo. Nadie quería mirarlo.
—Creo que hemos concluido por hoy —dijo la profesora Trelawney con su voz
más leve—. Sí... por favor; recoged vuestras cosas...
Silenciosamente, los alumnos entregaron las tazas de té a la profesora Trelawney,
recogieron los libros y cerraron las mochilas. Incluso Ron evitó los ojos de Harry.
—Hasta que nos veamos de nuevo —dijo débilmente la profesora Trelawney—,
que la buena suerte os acompañe. Ah, querido... —señaló a Neville—, llegarás tarde a la
próxima clase, así que tendrás que trabajar un poco más para recuperar el tiempo
perdido.
Harry, Ron y Hermione bajaron en silencio la escalera de mano del aula y luegola
escalera de caracol, y luego se dirigieron a la clase de Transformaciones de la profesora
McGonagall. Tardaron tanto en encontrar el aula que, aunque habían salido de la clase
de Adivinación antes de la hora, llegaron con el tiempo justo.
Harry eligióun asiento que estaba al final del aula, sintiéndose el centro de
atención: el resto de la clase no dejaba de dirigirle miradas furtivas, como si estuviera a
punto de caerse muerto. Apenas oía lo que la profesora McGonagall les decía sobre los
animagos (brujos que pueden transformarse a voluntad en animales), y no prestaba la
menor atención cuando ella se transformó ante los ojos de todos en una gata atigrada
con marcas de gafas alrededor de los ojos.
—¿Qué os pasa hoy? —preguntó la profesora McGonagall, recuperando la
normalidad con un pequeño estallido y mirándolos—. No es que tenga importancia,
pero es la primera vez que mi transformación no consigue arrancar un aplauso de la
clase.
Todos se volvieron hacia Harry, pero nadie dijo nada. Hermione levantó la mano.
—Por favor; profesora. Acabamos de salir de nuestra primera clase de Adivinación
y... hemos estado leyendo las hojas de té y..
—¡Ah, claro! —exclamó la profesora McGonagall, frunciendo el entrecejo de
repente—. No tiene que decir nada más, señorita Granger. Decidme, ¿quién de vosotros
morirá este año?
Todos la miraron fijamente.
—Yo —respondió por fin Harry
—Ya veo —dijo la profesora McGonagall, clavando en Harry sus ojos brillantes y
redondos como canicas—. Pues tendrías que saber, Potter, que Sybill Trelawney, desde
que llegó a este colegio, predice la muerte de un alumno cada año. Ninguno ha muerto
todavía. Ver augurios de muerte es su forma favorita de dar la bienvenida a una nueva
promoción de alumnos. Si no fuera porque nunca hablo malde mis colegas... —La
profesora McGonagall se detuvo en mitad de la frase y los alumnos vieron que su nariz
se había puesto blanca. Prosiguió con más calma—: La adivinación es una de las ramas
más imprecisas de la magia. No os ocultaré que la adivinación me hace perder la
paciencia. Los verdaderos videntes son muy escasos, y la profesora Trelawney...
—Volvió a detenerse y añadió en tono práctico—: Me parece que tienes una salud
estupenda, Potter; así que me disculparás que no te perdone hoy los deberes de mañana.
Te aseguro que si te mueres no necesitarás entregarlos.
Hermione se echó a reír. Harry se sintió un poco mejor. Lejos del aula tenuemente
iluminada por una luz roja y del perfume agobiante, era más difícil aterrorizarse por
unas cuantas hojas de té. Sin embargo, no todo el mundo estaba convencido. Ron seguía
preocupado y Lavender susurró:
—Pero ¿y la taza de Neville?
Cuando terminó la clase de Transformaciones, se unieron a la multitud que se
dirigía bulliciosamente al Gran Comedor; para el almuerzo.
—Animo, Ron —dijo Hermione, empujando hacia él una bandeja de estofado—.
Ya has oído a la profesora McGonagall.
Ron se sirvió estofado con una cuchara y cogió su tenedor; pero no empezó a
comer.
—Harry —dijo en voz baja y grave—, tú no has visto en ningún sitio un perro
negro y grande, ¿verdad?
—Sí, lo he visto —dijo Harry—. Lo vi la noche que abandoné la casa de los
Dursley.
Ron dejó caer el tenedor; que hizo mucho ruido.
—Probablemente, un perro callejero —dijo Hermione muy tranquila.
Ron miró a Hermione como si se hubiera vuelto loca.
—Hermione, si Harry ha visto un Grim, eso es... eso es terrible —aseguró—. Mi
tío Bilius vio uno y.. ¡murió veinticuatro horas más tarde!
—Casualidad —arguyó Hermione sin darle importancia, sirviéndose zumo de
calabaza.
—¡No sabes lo que dices! —dijo Ron empezando a enfadarse—. Los Grims ponen
los pelos de punta a la mayoría de los brujos.
—Ahí tienes la prueba —dijo Hermione en tono de superioridad—. Ven al Grim y
se mueren de miedo. El Grim no es un augurio, ¡es la causa de la muerte! Y Harry
todavía está con nosotros porque no es lo bastante tonto para ver uno y pensar: «¡Me
marcho al otro barrio!»
Ron movió los labios sin pronunciar nada, para que Hermione comprendiera sin
que Harry se enterase. Hermione abrió la mochila, sacó su libro de Aritmancia y lo
apoyó abierto en la jarra de zumo.
—Creo que la adivinación es algo muy impreciso —dijo buscando una página—; si
quieres saber mi opinión, creo que hay que hacer muchas conjeturas.
—No había nada de impreciso en el Grim que se dibujó en la taza —dijo Ron
acalorado.
—No estabas tan seguro de eso cuando le decías a Harry que se trataba de una
oveja —repuso Hermione con serenidad.
—¡La profesora Trelawney dijo que no tenías un aura adecuada para la
adivinación! Lo que pasa es que no te gusta no ser la primera de la clase.
Acababa de poner el dedo en la llaga. Hermione golpeó la mesa con el libro con
tanta fuerza que salpicó carne y zanahoria por todos lados.
—Si ser buena en Adivinación significa que tengo que hacer como que veo
augurios de muerte en los posos del té, no estoy segura de que vaya a seguir estudiando
mucho tiempo esa asignatura. Esa clase fue una porquería comparada con la de
Aritmancia.
Cogió la mochila y se fue sin despedirse.
Ron la siguió con la vista, frunciendo el entrecejo.
—Pero ¿de qué habla? ¡Todavía no ha asistido a ninguna clase de Aritmancia!
A Harry le encantó salir del castillo después del almuerzo. La lluvia del día anterior
había terminado; el cielo era de un gris pálido, y la hierba estaba mullida y húmeda bajo
sus pies cuando se pusieron en camino hacia su primera clase de Cuidado de Criaturas
Mágicas.
Ron y Hermione no se dirigían la palabra. Harry caminaba a su lado, en silencio,
mientras descendían por el césped hacia la cabaña de Hagrid, en el límite del bosque
prohibido. Sólo cuando vio delante tres espaldas que le resultaban muy familiares, se
dio cuenta de que debían de compartir aquellas clases con los de Slytherin. Malfoy
decía algo animadamente a Crabbe y Goyle, que se reían a carcajadas. Harry creía saber
de qué hablaban.
Hagrid aguardaba a sus alumnos en la puerta de la cabaña. Estaba impaciente por
empezar; cubierto con su abrigo de ratina, y con Fang, el perro jabalinero, a sus pies.
—¡Vamos, daos prisa! —gritó a medida que se aproximaban sus alumnos—. ¡Hoy
tengo algo especial para vosotros! ¡Una gran lección! ¿Ya está todo el mundo? ¡Bien,
seguidme!
Durante un desagradable instante, Harry temió que Hagrid los condujera al bosque;
Harry había vividoen aquel lugar experiencias tan desagradables que nunca podría
olvidarlas. Sin embargo, Hagrid anduvo por el límite de los árboles y cinco minutos
después se hallaron ante un prado donde no había nada.
—¡Acercaos todos a la cerca! —gritó—. Aseguraos de que tenéis buena visión. Lo
primero que tenéis que hacer es abrir los libros...
—¿De qué modo? —dijo la voz fría y arrastrada de Draco Malfoy.
—¿Qué? —dijo Hagrid.
—¿De qué modo abrimos los libros? —repitió Malfoy. Sacó su ejemplar de El
monstruoso libro delos monstruos, que había atado con una cuerda. Otros lo imitaron.
Unos, como Harry, habían atado el libro con un cinturón; otros lo habían metido muy
apretado en la mochila o lo habían sujetado con pinzas.
—¿Nadie ha sido capaz de abrir el libro? —preguntó Hagrid decepcionado.
La clase entera negó con la cabeza.
—Tenéis que acariciarlo —dijo Hagrid, como si fuera lo más obvio del mundo—.
Mirad...
Cogió el ejemplar de Hermione y desprendió el celo mágico que lo sujetaba. El
libro intentó morderle, pero Hagrid le pasó por el lomo su enorme dedo índice, y el libro
se estremeció, se abrió y quedó tranquilo en su mano.
—¡Qué tontos hemos sido todos! —dijo Malfoy despectivamente—. ¡Teníamos
que acariciarlo! ¿Cómo no se nos ocurrió?
—Yo... yo pensé que os haría gracia —le dijo Hagrid a Hermione, dubitativo.
—¡Ah, qué gracia nos hace...! —dijo Malfoy—. ¡Realmente ingenioso, hacernos
comprar libros que quieren comernos las manos!
—Cierra la boca, Malfoy —le dijo Harry en voz baja. Hagrid se había quedado
algotriste y Harry quería que su primera clase fuera un éxito.
—Bien, pues —dijo Hagrid, que parecía haber perdido el hilo—. Así que... ya
tenéis los libros y... y... ahora os hacen falta las criaturas mágicas. Sí, así que iré a por
ellas. Esperad un momento...
Se alejó de ellos, penetró en el bosque y se perdió de vista.
—Dios mío, este lugar está en decadencia —dijo Malfoy en voz alta—. Estas
clases idiotas... A mi padre le dará un patatús cuando se lo cuente.
—Cierra la boca, Malfoy —repitió Harry.
—Cuidado, Potter; hay un dementor detrás de ti.
—¡Uuuuuh! —gritó Lavender Brown, señalando hacia la otra parte del prado.
Trotando en dirección a ellos se acercaba una docena de criaturas, las más extrañas
que Harry había visto en su vida. Tenían el cuerpo, las patas traseras y la cola de
caballo, pero las patas delanteras, las alas y la cabeza de águila gigante. El pico era del
color del acero y los ojos de un naranja brillante. Las garras de las patas delanteras eran
de quince centímetros cada una y parecían armas mortales. Cada bestia llevaba un collar
de cuero grueso alrededor del cuello, atado a una larga cadena. Hagrid sostenía en sus
grandes manos el extremo de todas las cadenas. Se acercaba corriendo por el prado,
detrás de las criaturas.
—¡Id para allá! —les gritaba, sacudiendo las cadenas y forzando a las bestias a ir
hacia la cerca, donde estaban los alumnos. Todos se echaron un poco hacia atrás cuando
Hagrid llegó donde estaban ellos y ató los animales a la cerca.
—¡Hipogrifos! —gritó Hagrid alegremente, haciendo a sus alumnos una señal con
la mano—. ¿A que son hermosos?
Harry pudo comprender que Hagrid los llamara hermosos. En cuanto uno se recuperaba
del susto que producía ver algo que era mitad pájaro y mitad caballo, podía empezar a
apreciar el brillo externo del animal, que cambiaba paulatinamente de la pluma al pelo.
Todos tenían colores diferentes: gris fuerte, bronce, ruano rosáceo, castaño brillante y
negro tinta.
—Venga —dijo Hagrid frotándose las manos y sonriéndoles—, si queréis acercaros
un poco...
Nadie parecía querer acercarse. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, se
aproximaron con cautela a la cerca.
—Lo primero que tenéis que saber de los hipogrifos es que son orgullosos —dijo
Hagrid—. Se molestan con mucha facilidad. Nunca ofendáis a ninguno, porque podría
ser lo último que hicierais.
Malfoy, Crabbe y Goyle no escuchaban; hablaban en voz baja y Harry tuvo la
desagradable sensación de que estaban tramando la mejor manera de incordiar.
—Tenéis que esperar siempre a que el hipogrifohaga el primer movimiento
—continuó Hagrid—. Es educado, ¿os dais cuenta? Vais hacia él, os inclináis y
esperáis. Si él responde con una inclinación, querrá decir que os permite tocarlo. Si no
hace la inclinación, entonces es mejor que os alejéis de él enseguida, porque puede
hacer mucho daño con sus garras. Bien, ¿quién quiere ser el primero?
Como respuesta, la mayoría de la clase se alejó aún más. Incluso Harry, Ron y
Hermione recelaban. Los hipogrifos sacudían sus feroces cabezas y desplegaban sus
poderosas alas; parecía que no les gustaba estar atados.
—¿Nadie? —preguntó Hagrid con voz suplicante.
—Yo —se ofreció Harry.
Detrás de él se oyó un jadeo, y Lavender y Parvati susurraron:
—¡No, Harry, acuérdate de las hojas de té!
Harry no hizo caso y saltó la cerca.
—¡Buen chico, Harry! —gritó Hagrid—. Veamos cómo te llevas con Buckbeak.
Soltó la cadena, separó al hipogrifo gris de sus compañeros y le desprendió el
collar de cuero. Los alumnos, al otro lado de la cerca, contenían la respiración. Malfoy
entornaba los ojos con malicia.
—Tranquilo ahora, Harry —dijo Hagrid en voz baja—. Primero mírale a los ojos.
Procura no parpadear. Los hipogrifos no confían en ti si parpadeas demasiado...
A Harry empezaron a irritársele los ojos, pero no los cerró. Buckbeak había vuelto
la cabeza grande y afilada, y miraba a Harry fijamente con un ojo terrible de color
naranja.
—Eso es —dijo Hagrid—. Eso es, Harry. Ahora inclina la cabeza...
A Harry no le hacía gracia presentarle la nuca a Buckbeak, pero hizo l o que Hagrid
le decía. Se inclinó brevemente y levantó la mirada.
El hipogrifo seguía mirándolo fijamente y con altivez. No se movió.
—Ah —dijo Hagrid, preocupado—. Bien, vete hacia atrás, tranquilo, despacio...
Pero entonces, ante la sorpresa de Harry, elhipogrifo dobló las arrugadas rodillas
delanteras y se inclinó profundamente.
—¡Bien hecho, Harry! —dijo Hagrid, eufórico—. ¡Bien, puedes tocarlo! Dale unas
palmadas en el pico, vamos.
Pensando que habría preferido como premio poder irse, Harry se acercó al
hipogrifo lentamente y alargó el brazo. Le dio unas palmadas en el pico y el hipogrifo
cerró los ojos para dar a entender que le gustaba.
La clase rompió en aplausos. Todos excepto Malfoy, Crabbe y Goyle, que parecían
muy decepcionados.
—Bien, Harry —dijo Hagrid—. ¡Creo que el hipogrifo dejaría que lo montaras!
Aquello era más de lo que Harry había esperado. Estaba acostumbrado a la escoba;
pero no estaba seguro de que un hipogrifo se le pareciera.
—Súbete ahí, detrás del nacimiento del ala —dijo Hagrid—. Y procura no
arrancarle ninguna pluma, porque no le gustaría...
Harry puso el pie sobre el ala de Buckbeak y se subió en el lomo. Buckbeak se
levantó. Harry no sabía dónde debía agarrarse: delante de él todo estaba cubierto de
plumas.
—¡Vamos! —gritó Hagrid, dándole una palmada al hipogrifo en los cuartos
traseros.
A cada lado de Harry, sin previo aviso, se abrieron unas alas de más de tres metros
de longitud. Apenas le dio tiempo a agarrarse del cuello del hipogrifo antes de remontar
el vuelo. No tenía ningún parecido con una escoba y Harry tuvo muy claro cuál prefería.
Muy incómodamente para él, las alas del hipogrifo batían debajo de sus piernas. Sus
dedos resbalaban en las brillantes plumas y no se atrevía a asirse con más fuerza. En vez
del movimiento suave de su Nimbus 2.000, sentía el zarandeo hacia atrás y hacia
delante, porque los cuartos traseros del hipogrifo se movían con las alas.
Buckbeak sobrevoló el prado y descendió. Era lo que Harry había temido. Se echó
hacia atrás conforme el hipogrifo se inclinaba hacia abajo. Le dio la impresión de que
iba a resbalar por el pico. Luego sintió un fuerte golpe al aterrizar el animal con sus
cuatro patas revueltas, y se las arregló para sujetarse y volver a incorporarse.
—¡Muy bien, Harry! —gritó Hagrid, mientras lo vitoreaban todos menos Malfoy,
Crabbe y Goyle—. ¡Bueno!, ¿quién más quiere probar?
Envalentonados por el éxito de Harry, los demás saltaron al prado con cautela.
Hagrid desató uno por uno los hipogrifos y, al cabo de poco rato, los alumnos hacían
timoratas reverencias por todo el prado. Neville retrocedió corriendo en varias ocasiones
porque su hipogrifo no parecía querer doblar las rodillas. Ron y Hermione practicaban
con el de color castaño, mientras Harry observaba.
Malfoy, Crabbe y Goyle habían escogido a Buckbeak. Había inclinado la cabeza
ante Malfoy, que le daba palmaditas en el pico con expresión desdeñosa.
—Esto es muy fácil —dijo Malfoy, arrastrando las sílabas y con voz lo bastante
alta para que Harry lo oyera—. Tenía que ser fácil, si Potter fue capaz... ¿A que no eres
peligroso? —le dijo al hipogrifo—. ¿Lo eres, bestia asquerosa?
Sucedió en un destello de garras de acero. Malfoy emitió un grito agudísimo y un
instante después Hagrid se esforzaba por volver a ponerle el collar a Buckbeak, que
quería alcanzar a un Malfoy que yacía encogido en la hierba y con sangre en la ropa.
—¡Me muero! —gritó Malfoy, mientras cundía el pánico—. ¡Me muero, mirad!
¡Me ha matado!
—No te estás muriendo —le dijo Hagrid, que se había puesto muy pálido—. Que
alguien me ayude, tengo que sacarlo de aquí...
Hermione se apresuró a abrir la puerta de la cerca mientras Hagrid levantaba con
facilidad a Malfoy. Mientras desfilaban, Harry vio que en el brazo de Malfoy había una
herida larga y profunda;la sangre salpicaba la hierba y Hagrid corría con él por la
pendiente, hacia el castillo.
Los demás alumnos los seguían temblorosos y más despacio. Todos los de
Slytherin echaban la culpa a Hagrid.
—¡Deberían despedirlo inmediatamente! —exclamó Pansy Parkinson, con
lágrimas en los ojos.
—¡La culpa fue de Malfoy! —lo defendió Dean Thomas.
Crabbe y Goyle flexionaron los músculos amenazadoramente.
Subieron los escalones de piedra hasta el desierto vestíbulo.
—¡Voy a ver si se encuentra bien! —dijo Pansy.
Y la vieron subir corriendo por la escalera de mármol. Los de Slytherin se alejaron
hacia su sala común subterránea, sin dejar de murmurar contra Hagrid; Harry, Ron y
Hermione continuaron subiendo escaleras hasta la torre de Gryffindor.
—¿Creéis que se pondrá bien? —dijo Hermione asustada.
—Por supuesto que sí. La señora Pomfrey puede curar heridas en menos de un
segundo —dijo Harry, que había sufrido heridas mucho peores y la enfermera se las
había curado con magia.
—Es lamentable que esto haya pasado en la primera clase de Hagrid, ¿no os
parece? —comentó Ron preocupado—. Es muy típico de Malfoy eso de complicar las
cosas...
Fueron de los primeros en llegar al Gran Comedor para la cena. Esperaban
encontrar allí a Hagrid, pero no estaba.
—No lo habrán despedido, ¿verdad? —preguntó Hermione con preocupación, sin
probar su pastel de filete y riñones.
—Más vale que no —le respondió Ron, que tampoco probaba bocado.
Harry observaba la mesa de Slytherin. Un grupo prieto y numeroso, en el que
figuraban Crabbey Goyle, estaba sumido en una conversación secreta. Harry estaba
seguro de que preparaban su propia versión del percance sufrido por Malfoy.
—Bueno, no puedes decir que el primer día de clase no haya sido interesante
—dijo Ron con tristeza.
Tras la cena subieron a la sala común de Gryffindor, que estaba llena de gente, y
trataron de hacer los deberes que les había mandado la profesora McGonagall, pero se
interrumpían cada tanto para mirar por la ventana de la torre.
—Hay luz en la ventana de Hagrid —dijo Harry de repente.
Ron miró el reloj.
—Si nos diéramos prisa, podríamos bajar a verlo. Todavía es temprano...
—No sé —respondió Hermione despacio, y Harry vio que lo miraba a él.
—Tengo permiso para pasear por los terrenos del colegio —aclaró—. Sirius Black
no habrá podido burlar a los dementores, ¿verdad?
Recogieron sus cosas y salieron por el agujero del cuadro, contentos de no
encontrar a nadie en el camino hacia la puerta principal, porque no estaban muy seguros
de que pudieran salir.
La hierba estaba todavía húmeda y parecía casi negra en aquellos momentos en que
el sol se ponía. Al llegar a la cabaña de Hagrid llamaron a la puerta y una voz les
contestó:
—Adelante, entrad.
Hagrid estaba sentado en mangas de camisa, ante la mesa de madera limpia; Fang,
su perro jabalinero, tenía la cabeza en el regazo de Hagrid. Les bastó echar un vistazo
para darse cuenta de que Hagrid había estado bebiendo. Delante de él tenía una jarra de
peltre casi tan grande como un caldero y parecía que le costaba trabajo enfocar bien las
cosas.
—Supongo que es un récord —dijo apesadumbrado al reconocerlos—. Me imagino
que soy el primer profesor que ha durado sólo un día.
—¡No te habrán despedido, Hagrid! —exclamó Hermione.
—Todavía no —respondió Hagrid con tristeza, tomando un trago largo del
contenido de la jarra—. Pero es sólo cuestión de tiempo, ¿verdad? Después de lo de
Malfoy...
—¿Cómo se encuentra Malfoy? —preguntó Ron cuando se sentaron—. No habrá
sido nada serio, supongo.
—La señora Pomfrey lo ha curado lomejor que ha podido —dijo Hagrid con
abatimiento—, pero él sigue diciendo que le hace un daño terrible. Está cubierto de
vendas... Gime...
—Todo es cuento —dijo Harry—. La señora Pomfrey es capaz de curar cualquier
cosa. El año pasado hizo que me volviera a crecer la mitad del esqueleto. Es propio de
Malfoy sacar todo el provecho posible.
—El Consejo Escolar está informado, por supuesto —dijo Hagrid—. Piensan que
empecé muy fuerte. Debería haber dejado los hipogrifos para más tarde... Tenía que
haber empezado con los gusarajos o con los summat... Creía que sería un buen
comienzo... Ha sido culpa mía...
—¡Toda la culpa es de Malfoy, Hagrid! —dijo Hermione con seriedad.
—Somos testigos —dijo Harry—. Dijiste que los hipogrifos atacan al que los
ofende. Si Malfoy no prestó atención, el problema es suyo. Le diremos a Dumbledore lo
que de verdad sucedió.
—Sí, Hagrid, no te preocupes te apoyaremos —confirmó Ron.
De los arrugados rabillos de los ojos de Hagrid, negros como cucarachas, se
escaparon unas lagrimas. Atrajo a Ron y a Harry hacia sí y los estrechó en un abrazo tan
fuerte que pudo haberles roto algún hueso.
—Creo que ya has bebido bastante, Hagrid —dijo Hermione con firmeza. Cogió la
jarra de la mesa y salió a vaciarla.
—Sí, puede que tengas razón —dijo Hagrid, soltando a Harry y a Ron, que se
separaron de él frotándose las costillas. Hagrid se levantó de la silla y siguió a
Hermione al exterior; con paso inseguro.
Oyeron una ruidosa salpicadura.
—¿Qué ha hecho? —dijo Harry, asustado, cuando Hermione volvió a entrar con la
jarra vacía.
—Meter la cabeza en el barril de agua —dijo Hermione, guardando la jarra.
Hagrid regresó con la barba y los largos pelos chorreando, y secándose los ojos.
—Mejor así —dijo, sacudiendo la cabeza como un perro y salpicándolos a todos—.
Habéis sido muy amables por venir a verme. Yo, la verdad...
Hagrid se paró en seco mirando a Harry; como si acabara de darse cuenta de que
estaba allí:
—¿QUÉ CREES QUE HACES AQUÍ? —bramó, y tan de repente que dieron un
salto en el aire—. ¡NO PUEDES SALIR DESPUÉS DE ANOCHECIDO, HARRY! ¡Y
VOSOTROS DOS LO DEJÁIS!
Hagrid se acercó a Harry con paso firme, lo cogió del brazo y lo llevó hasta la
puerta.
—¡Vamos! —dijo Hagrid enfadado—. Os voy a acompañar a los tres al colegio. ¡Y
que no os vuelva a pillar viniendo a verme a estas horas! ¡No valgo la pena!
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