J.K. ROWLING
Harry Potter y la Piedra Filosofal
Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del
insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen
día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que
ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y
hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco
espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos
fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el
campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado
sobre escobas, y se hará un puñado de buenos amigos... aunque también algunos
temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán
cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es
un chico común y corriente. ¡Es un mago!
insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen
día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que
ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y
hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco
espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos
fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el
campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado
sobre escobas, y se hará un puñado de buenos amigos... aunque también algunos
temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán
cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es
un chico común y corriente. ¡Es un mago!
Título original: Harry Potter and the Philosopher’s Stone
Traducción: Alicia Dellepiane
Copyright © J.K. Rowling, 1997
Copyright © Emecé Editores, 1999
El Copyright y la Marca Registrada del nombre y del personaje Harry Potter, de todos los demás
nombres propios y personajes, así como de todos los símbolos y elementos relacionados, son propiedad
de Warner Bros, 2000
Emecé Editores España, S.A.
Mallorca, 237 -08008 Barcelona -Tel. 93 215 11 99
ISBN: 84-7888-445-9
Depósito legal: B-36.730-2000
1ª edición, marzo de 1999
14ª edición, agosto de 2000
Printed in Spain
Impresión: Domingraf, S.L. Impressors
Pol. Ind. Can Magarola, Pasaje Autopista, Nave 12
08100 Mollet del Vallés
Para Jessica, a quien le gustan las historias,
para Anne, a quien también le gustaban,
y para Di, que oyó ésta primero.
1
El niño que vivió
El señor yla señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban
orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas
que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no
estaban para tales tonterías.
El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba
taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote
inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de
lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo
estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley
tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.
Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor
temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía
años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su
hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se
pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los
Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño,
pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los
Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un
martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada
había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos
que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba
mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba
alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.
A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en
la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño
tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante», dijo
entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó
del número 4.
Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato
estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio
cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había
un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había
estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y
contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta
a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel
momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los
gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor Dursley meneó la cabeza y alejó
al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los
pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras
esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran
cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no
soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los
jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el
volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban
entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los
desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa
verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna
tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía
que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor Dursley llegó al
aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del
noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse
en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que
las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra.
La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin
embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sinlechuzas. Gritó a
cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar. Estuvo de muy
buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la
panadería que estaba en la acera de enfrente.
Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al
lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían
nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha.
Cuando regresaba con un donut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas
palabras de su conversación.
—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído...
—Sí, su hijo, Harry...
El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los que
murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos a su
secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando casi había
terminado de marcar los números desu casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó
los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no
era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se
llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera
estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría
llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se
trastornaba mucho ante cualquiermención de su hermana. Y no podía reprochárselo. ¡Si
él hubiera tenido una hermana así...! Pero de todos modos, aquella gente de la capa...
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las
cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un
hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo.
Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa
violeta.No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con
una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de
los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que
alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los mugglescomo
usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un
desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso
fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa,
deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes,
porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su
humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la mañana. En aquel momento
estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía
unas líneas idénticas alrededor de los ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se
preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y entró en la
casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le
informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que
Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley trató de
comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo
para ver el informativo de la noche.
—Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy
las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas
habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han
producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la
salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas
han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica—.
Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo.
¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han
tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan apartados como Kent,
Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí
ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a
celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores!
Pero puedo prometerles una noche lluviosa.
El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por toda Gran
Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los
Potter...
La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien.
Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Eh... Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?
Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de
todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.
—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?
—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley—.
Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con
aspecto raro...
—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley
—Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo.
La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se
preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No, no se
atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:
—El hijo de ellos... debe de tener la edad de Dudley, ¿no?
—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.
—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?
—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.
—Oh, sí—dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento—. Sí,
estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Dursley
estaba en el cuarto debaño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del
dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía estaba allí. Miraba con
atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo.
¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver con los
Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que
no podría soportarlo.
Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente,
pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su
mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque
los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a
él y a la señora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de
ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo
que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos...
¡Qué equivocado estaba!
El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en
la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una
estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló
cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas
volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.
Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo
tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola
del gato se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy
anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el
cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas
con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de
unas gafas de cristalesde media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la
hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en
donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy
ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo
observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde
la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre
dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de
plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercanade la calle se
apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a
oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que
quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba.
Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora
Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que
sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue
hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró,
pero después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la
sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que
recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba
una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogidoen un moño. Parecía
claramente disgustada.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de
ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por
una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía
que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los mugglesse han dado cuenta
de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana
del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas
fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo.
Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho
sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido
tan poco que celebrar durante once años...
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una
razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las
calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia
rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que
éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber
desaparecido al fin, los muggleslo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se
ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le
gustaría tomar un caramelo de limón?
—¿Un qué?
—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los mugglesque me gusta
mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si
considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía,
aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede
llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once
años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre,
Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero
Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse
cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe».
Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la
exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el
único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes
que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la señora
Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe
lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo
detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa
estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría
pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal
intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera
«aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era
verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió—es que la pasada noche Voldemort apareció
en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter
están... están... bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no
pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no
pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa e s la razón por la que se ha
ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo
que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre
todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del
cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo
sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos,
por detrás de lasgafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo
y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número;
pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía
de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a
decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda
ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la
profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no
puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta
de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por
la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugarpara él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán
explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse—.
Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás
comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprendería que el día de
hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre
Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus
gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y
andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho
mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño hasta aquí,
Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía
tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan importante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a
regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene
la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte
mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta
ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó
del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía
parecía unjuguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco
veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y
además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi
toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y
sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos
musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con
cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he
traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles
comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas
se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro
azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un
relámpago.
—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la
rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí,
Hagrid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvióhacia la casa de los Dursley
—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la
barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro
herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los muggles!
—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero
no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con
muggles...
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró
la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras
Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente.
Dejósuavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las
mantas del niño y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres
contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora
McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore
irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer
aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devolver la moto a Sirius.
Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio
una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el
aire y desapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore,
saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz
por toda respuesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el
Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se
encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y
pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la
calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.
—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su
capa, desapareció.
Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa
bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que
ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin
despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que
era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora
Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a
pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley.. No podía
saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto
por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry
Potter... el niño que vivió!».
orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas
que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no
estaban para tales tonterías.
El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba
taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote
inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de
lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo
estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley
tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.
Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor
temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía
años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su
hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se
pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los
Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño,
pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los
Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un
martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada
había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos
que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba
mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba
alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.
A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en
la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño
tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante», dijo
entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó
del número 4.
Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato
estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio
cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había
un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había
estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y
contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta
a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel
momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los
gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor Dursley meneó la cabeza y alejó
al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los
pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras
esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran
cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no
soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los
jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el
volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban
entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los
desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa
verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna
tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía
que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor Dursley llegó al
aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del
noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse
en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que
las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra.
La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin
embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sinlechuzas. Gritó a
cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar. Estuvo de muy
buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la
panadería que estaba en la acera de enfrente.
Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al
lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían
nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha.
Cuando regresaba con un donut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas
palabras de su conversación.
—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído...
—Sí, su hijo, Harry...
El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los que
murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos a su
secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando casi había
terminado de marcar los números desu casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó
los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no
era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se
llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera
estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría
llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se
trastornaba mucho ante cualquiermención de su hermana. Y no podía reprochárselo. ¡Si
él hubiera tenido una hermana así...! Pero de todos modos, aquella gente de la capa...
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las
cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un
hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo.
Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa
violeta.No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con
una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de
los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que
alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los mugglescomo
usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un
desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso
fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa,
deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes,
porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su
humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la mañana. En aquel momento
estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía
unas líneas idénticas alrededor de los ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se
preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y entró en la
casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le
informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que
Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley trató de
comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo
para ver el informativo de la noche.
—Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy
las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas
habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han
producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la
salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas
han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica—.
Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo.
¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han
tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan apartados como Kent,
Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí
ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a
celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores!
Pero puedo prometerles una noche lluviosa.
El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por toda Gran
Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los
Potter...
La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien.
Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Eh... Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?
Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de
todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.
—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?
—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley—.
Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con
aspecto raro...
—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley
—Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo.
La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se
preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No, no se
atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:
—El hijo de ellos... debe de tener la edad de Dudley, ¿no?
—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.
—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?
—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.
—Oh, sí—dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento—. Sí,
estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Dursley
estaba en el cuarto debaño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del
dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía estaba allí. Miraba con
atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo.
¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver con los
Potter? Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que
no podría soportarlo.
Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente,
pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su
mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque
los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a
él y a la señora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de
ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo
que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos...
¡Qué equivocado estaba!
El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en
la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una
estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló
cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas
volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.
Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo
tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola
del gato se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy
anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el
cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas
con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de
unas gafas de cristalesde media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la
hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en
donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy
ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo
observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde
la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre
dientes y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de
plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercanade la calle se
apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a
oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que
quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba.
Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora
Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que
sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue
hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró,
pero después de un momento le dirigió la palabra.
—Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.
Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la
sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que
recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba
una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogidoen un moño. Parecía
claramente disgustada.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó.
—Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.
—Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de
ladrillo —respondió la profesora McGonagall.
—¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por
una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.
La profesora McGonagall resopló enfadada.
—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía
que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los mugglesse han dado cuenta
de que algo sucede! Salió en las noticias. —Terció la cabeza en dirección a la ventana
del oscuro salón de los Dursley—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas
fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo.
Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho
sentido común.
—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido
tan poco que celebrar durante once años...
—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una
razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las
calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia
rumores...
Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que
éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.
—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber
desaparecido al fin, los muggleslo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se
ha ido, ¿no, Dumbledore?
—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le
gustaría tomar un caramelo de limón?
—¿Un qué?
—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los mugglesque me gusta
mucho.
—No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si
considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía,
aunque Quien-usted-sabe se haya ido...
—Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede
llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once
años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre,
Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero
Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse
cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe».
Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.
—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la
exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el
único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.
—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes
que yo nunca tuve.
—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.
—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la señora
Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.
La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.
—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe
lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo
detuvo?
Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa
estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría
pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal
intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera
«aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era
verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.
—Lo que están diciendo —insistió—es que la pasada noche Voldemort apareció
en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter
están... están... bueno, que están muertos.
Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.
—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...
Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.
La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.
—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no
pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no
pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa e s la razón por la que se ha
ido.
Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.
—¿Es... es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo
que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre
todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del
cielo?
—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo
sepamos.
La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos,
por detrás de lasgafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo
y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número;
pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía
de tener sentido, porque lo guardó y dijo:
—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?
—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a
decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.
—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda
ahora.
—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la
profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no
puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta
de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por
la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!
—Es el mejor lugarpara él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán
explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.
—¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse—.
Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás
comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprendería que el día de
hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre
Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.
—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus
gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y
andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho
mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?
La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:
—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño hasta aquí,
Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía
tener escondido a Harry.
—Hagrid lo traerá.
—¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan importante como eso?
—A Hagrid, le confiaría mi vida—dijo Dumbledore.
—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a
regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene
la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?
Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte
mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta
ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó
del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.
La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía
parecía unjuguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco
veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y
además, tan desaliñado... Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi
toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y
sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos
musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas.
—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto?
—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con
cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he
traído, señor.
—¿No ha habido problemas por allí?
—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles
comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.
Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas
se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro
azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un
relámpago.
—¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.
—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.
—¿No puede hacer nada, Dumbledore?
—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la
rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí,
Hagrid, es mejor que terminemos con esto.
Dumbledore se volvióhacia la casa de los Dursley
—¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.
Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la
barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro
herido.
—¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los muggles!
—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero
no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con
muggles...
—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró
la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras
Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente.
Dejósuavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las
mantas del niño y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres
contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora
McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore
irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.
—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer
aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.
—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devolver la moto a Sirius.
Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore.
Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio
una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el
aire y desapareció en la noche.
—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore,
saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz
por toda respuesta.
Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el
Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se
encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y
pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la
calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.
—Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su
capa, desapareció.
Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa
bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que
ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin
despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que
era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora
Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a
pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley.. No podía
saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto
por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry
Potter... el niño que vivió!».
2
El vidrio que se desvaneció
Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se
despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no
había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el
número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi
exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas
noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de
la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una
gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de
diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel
momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta,
en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por
su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento,
aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el
primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y
después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar
el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la
curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se
queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó
lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y,
después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas,
porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde
dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi
cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el
ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de
carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio
para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si
conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy
rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había
sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de
lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y
su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas
huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre
pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había
pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella
pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía
acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la
había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no
hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería
vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que
Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al
resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía
creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre.
Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello,
ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza
gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a
menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque
había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año
pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande
de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el
beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuandosalgamos hoy. ¿Qué te parece,
pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último,
dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y.. treinta y..
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más
cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo,
Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de suhijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío
Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la
filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un
vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió,
enfadada y preocupada ala vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No
puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada
año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el
día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se
quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía
soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de
todos los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si
él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la
señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que
ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Pawso Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no
estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos,
algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en
la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y
dejarlo en el coche...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba
de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara ygritaba, su madre le daría cualquier cosa
que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial
—exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos
sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los
brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento
más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un
chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los
chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido
llanto de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la
parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico
por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero
antes de salir tío Vernonse llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy
avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta
la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no
conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como
si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape,
exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dudley se rió
como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que
pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas
remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo
estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron
en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo
le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo
de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la
cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como
un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse
encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo
de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando,
tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea.
Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles
que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los
grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento
lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y
Pierssi eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la
señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de
muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus
temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los
adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba
volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el
asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún
más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se
comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado.
Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley
compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego,
como lasonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran
alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba
mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de
andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a
aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar
su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y
cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande,
tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno
para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había
vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de
serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley
y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que
estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía
haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero
en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra elvidrio, contemplando el brillo de
su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando.
—Esto esaburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera
estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía,
salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que
tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la
puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta,
muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de
Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para
ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y
también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos
hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la
serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del vidrio.
Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este espécimen fue
criado en el zoológico».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry
los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO
VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por
sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido
que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio,
y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la
boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado
rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en
la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz
baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero... ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía
Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse.
Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe
juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon,
Dudleyles contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había
intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y
pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de enfrentarse con
Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... alacena... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en
una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando tener un
reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Dursley estuvieran
dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de
comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde
podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un
accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando sus padres
murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su
alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz verde y un dolor como el
de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no
podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres.
Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas.
Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente
desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Dursley eran su
única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había
personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos
muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba
de compras con tía Petunia y Dudley Después de preguntarle con ira si conocía al
hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había saludado
alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color púrpura, le
había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más
raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer en el momento en
que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Dudley odiaba
a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y susgafas rotas, y a nadie le
gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no
había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el
número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi
exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas
noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de
la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una
gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de
diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel
momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta,
en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por
su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento,
aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el
primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y
después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar
el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la
curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se
queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó
lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y,
después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas,
porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde
dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi
cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el
ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de
carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio
para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si
conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy
rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había
sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de
lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y
su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas
huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre
pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había
pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella
pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía
acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la
había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no
hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería
vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que
Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al
resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía
creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre.
Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello,
ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza
gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a
menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque
había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año
pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande
de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el
beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuandosalgamos hoy. ¿Qué te parece,
pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último,
dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y.. treinta y..
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más
cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo,
Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de suhijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío
Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la
filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un
vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió,
enfadada y preocupada ala vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No
puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada
año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el
día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se
quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía
soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de
todos los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si
él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la
señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que
ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Pawso Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no
estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos,
algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en
la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y
dejarlo en el coche...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba
de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara ygritaba, su madre le daría cualquier cosa
que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial
—exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos
sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los
brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento
más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un
chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los
chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido
llanto de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la
parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico
por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero
antes de salir tío Vernonse llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy
avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta
la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no
conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como
si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape,
exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dudley se rió
como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que
pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas
remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo
estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron
en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo
le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo
de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la
cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como
un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse
encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo
de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando,
tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea.
Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles
que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los
grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento
lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y
Pierssi eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la
señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de
muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus
temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los
adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba
volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el
asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún
más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se
comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado.
Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley
compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego,
como lasonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran
alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba
mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de
andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a
aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar
su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y
cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande,
tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno
para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había
vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de
serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley
y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que
estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía
haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero
en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra elvidrio, contemplando el brillo de
su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando.
—Esto esaburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera
estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía,
salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que
tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la
puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta,
muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de
Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para
ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y
también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos
hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la
serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del vidrio.
Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este espécimen fue
criado en el zoológico».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry
los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO
VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por
sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido
que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio,
y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la
boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado
rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en
la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz
baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero... ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía
Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse.
Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe
juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon,
Dudleyles contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había
intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y
pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de enfrentarse con
Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... alacena... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en
una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando tener un
reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Dursley estuvieran
dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de
comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde
podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un
accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando sus padres
murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su
alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz verde y un dolor como el
de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no
podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres.
Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas.
Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente
desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Dursley eran su
única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había
personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos
muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba
de compras con tía Petunia y Dudley Después de preguntarle con ira si conocía al
hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había saludado
alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color púrpura, le
había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más
raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer en el momento en
que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Dudley odiaba
a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y susgafas rotas, y a nadie le
gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
3
Las cartas de nadie
La fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de su vida. Cuando
le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de
verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su avión con control
remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había
atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de
escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y
Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más
estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte
favorito de Dudley: cazar a Harry
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa,
dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un
pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en
su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo
colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí. Harry en cambio, iría a
la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día
—dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que
soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —Luego salió corriendo
antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para comprarle su
uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan
terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con
un gato y ya no parecíatan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la
televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había
estado guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo.
Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y
sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban
para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar queaquél era un
buen entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz
ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en
lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y
crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del
esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible
inundaba todala cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el
fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios
flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía
siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas
cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se
sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la
escuelasecundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de
piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del
nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley
golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico.
—Que vaya Harry
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el
felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la
isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca
banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No
tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca
había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba,
una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección
estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre
púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que
rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás
haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la
postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a
la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal
estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo
pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la
carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la
misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió
el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernonla mantenía muy alta,
fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante
un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un
gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!
Se miraron como sihubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí.
Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la
cabeza con el bastón de Smelting.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los
arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha,
furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así
que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la
rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es
posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon,
agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no
queremos...
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la
cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta...
Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...
—Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando
recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había
hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba
con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tonocortante—. La
quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo. Respiró
profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos
pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te
mudes al segundo dormitorio de Dudley
—¿Por qué? —dijo Harry
—¡No hagas preguntas! —exclamó—.Lleva tus cosas arriba ahora mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia,
otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía
Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En
un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo
dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La
filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una
patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula
que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de
aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida,
porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de
libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por
estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la
carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Dudley se
hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón
de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre,
arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le
devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura
pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con
Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino
hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4...
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiente y corrió hacia el
vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la
carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto
de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó
con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de
jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de
su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso
significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no
fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó
rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la
escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el
número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente
mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el
felpudo... ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa
fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco
de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que
intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza
de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo
había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas
en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos
ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón.
—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos—. Si no
pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son
como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de
pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en
el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas
por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió
con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que
nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanesy se
sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Harry
entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado
lechero entregó a tía Petunia, a través de laventana del salón. Mientras tío Vernon
llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para
quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —preguntaba
Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con
aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía
mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas...
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó
con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la
chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de
atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando tía Petunia
y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la
puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la
habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al
mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéisaquí dentro de cinco minutos, listos
para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a
contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a través de laspuertas
tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley
lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo
pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a preguntarle
adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido
contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada vez quelo
hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Dudley
aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido
cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiemposin
hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de
una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y
sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado
en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando
saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de
lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en
el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró
asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia tímidamente, unas horas
más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie
lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza,
volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo
arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde.
Tío Vernon había aparcado en la costa,los había encerrado y había desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a
algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo queHarry se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se
podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la
televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry.
Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior,
por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío
Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a
tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!
Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía
una gran roca en el mar. Y,encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se
pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon,
aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba
en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les
golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció
una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada
casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las
rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos
habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas
para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a
buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Harry estaba de
acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas
olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los
vidrios de las ventanas.Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y
preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama
cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la
manta más delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se
estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de
hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron
cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca,
informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que
llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el
techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de
Privet Drive estaría tan llena de cartas,cuando regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las
rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban
desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez... nueve... tal vez
despertara a Dudley, sólo para molestarlo... tres... dos... uno...
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a la puerta.
Alguien estaba fuera, llamando.
le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de
verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su avión con control
remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había
atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de
escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y
Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más
estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte
favorito de Dudley: cazar a Harry
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa,
dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un
pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en
su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo
colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí. Harry en cambio, iría a
la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día
—dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que
soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —Luego salió corriendo
antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para comprarle su
uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan
terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con
un gato y ya no parecíatan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la
televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había
estado guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo.
Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y
sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban
para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar queaquél era un
buen entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz
ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en
lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y
crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del
esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible
inundaba todala cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el
fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios
flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía
siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas
cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se
sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la
escuelasecundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de
piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del
nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley
golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico.
—Que vaya Harry
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el
felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la
isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca
banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No
tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca
había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba,
una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección
estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre
púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que
rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás
haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la
postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a
la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal
estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo
pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la
carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la
misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió
el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernonla mantenía muy alta,
fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante
un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un
gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!
Se miraron como sihubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí.
Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la
cabeza con el bastón de Smelting.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los
arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha,
furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así
que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la
rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es
posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon,
agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no
queremos...
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la
cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta...
Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...
—Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando
recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había
hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba
con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tonocortante—. La
quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo. Respiró
profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos
pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te
mudes al segundo dormitorio de Dudley
—¿Por qué? —dijo Harry
—¡No hagas preguntas! —exclamó—.Lleva tus cosas arriba ahora mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia,
otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía
Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En
un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo
dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La
filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una
patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula
que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de
aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida,
porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de
libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por
estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la
carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Dudley se
hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón
de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre,
arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le
devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura
pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con
Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino
hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4...
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiente y corrió hacia el
vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la
carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto
de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó
con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de
jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de
su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso
significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no
fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó
rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la
escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el
número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente
mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el
felpudo... ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa
fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco
de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que
intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza
de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo
había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas
en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos
ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón.
—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos—. Si no
pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son
como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de
pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en
el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas
por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió
con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que
nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanesy se
sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Harry
entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado
lechero entregó a tía Petunia, a través de laventana del salón. Mientras tío Vernon
llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para
quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —preguntaba
Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con
aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía
mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas...
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó
con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la
chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de
atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando tía Petunia
y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la
puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la
habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al
mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéisaquí dentro de cinco minutos, listos
para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a
contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a través de laspuertas
tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley
lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo
pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a preguntarle
adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido
contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada vez quelo
hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Dudley
aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido
cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiemposin
hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de
una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y
sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado
en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando
saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de
lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en
el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró
asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia tímidamente, unas horas
más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie
lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza,
volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo
arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde.
Tío Vernon había aparcado en la costa,los había encerrado y había desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a
algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo queHarry se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se
podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la
televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry.
Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior,
por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío
Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a
tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!
Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía
una gran roca en el mar. Y,encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se
pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon,
aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba
en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les
golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció
una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada
casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las
rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos
habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas
para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a
buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Harry estaba de
acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas
olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los
vidrios de las ventanas.Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y
preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama
cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la
manta más delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se
estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de
hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron
cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca,
informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que
llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el
techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de
Privet Drive estaría tan llena de cartas,cuando regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las
rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban
desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez... nueve... tal vez
despertara a Dudley, sólo para molestarlo... tres... dos... uno...
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a la puerta.
Alguien estaba fuera, llamando.
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