13
El diario secretísimo
Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre sudesaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones
de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los
alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima,
que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione
para ahorrarle la vergüenza de que la vieran con la cara peluda.
Harry y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo trimestre,
le llevaban cada día los deberes.
—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le
dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía Hermione junto
a la cama.
—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione
rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido el pelo
de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tenéis
alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera
oírla.
—Nada —dijo Harry con tristeza.
—Estaba tan convencido de que era Malfoy... —dijo Ron por centésima vez.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía debajo de
la almohada de Hermione.
—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien
—dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que
ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta:
A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su
preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la
Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las
Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más
Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja».
Ron miró a Hermione con disgusto.
—¿Duermes con esto debajo de la almohada?
Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con la
medicina de la noche.
—¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —dijo Ron a
Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de Gryffindor. Snape
les había mandado tantos deberes, que a Harry le parecía que no los terminaría antes de
llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado
a Hermione cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó
hastasus oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior.
—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se detuvieron a
escuchar donde no podía verlos.
—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado.
Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que parecía
completamente histérico.
—... aun más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa
que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore.
Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos.
Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo
su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto en que habían atacado
a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado los gritos de Filch. Un charco
grande de agua cubría la mitad del corredor, y parecía que continuaba saliendo agua de
debajo de la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch
habían cesado, podían oír los gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de
los aseos.
—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.
—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de los
tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que exhibía el letrero
de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre,
entraron.
Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que
nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos estaban a oscuras, porque
las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y
las paredes empapados.
—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.
—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—.
¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?
Harry fue hacia el retrete y le preguntó:
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua
que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios
problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro...
—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry—. Quiero
decir, que simplemente te atravesará, ¿no?
Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:
—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al que se
lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja,
ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!
—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry.
—No lo sé... Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio en la
cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado.
Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro
pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan
humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos. Harry se acercó para
cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.
—¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar peligroso?
—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito—que entre los
libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los ojos. Me lo ha dicho
mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero han hablado en cuartetos y
tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía
parar nunca de leer! Uno tenía que andar por todas partes con el libro delante,
intentando hacer las cosas con una sola mano. Y...
—Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo, empapado y
misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo averiguaremos —dijo y,
esquivando a Ron, lo recogió del suelo.
Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la cubierta
le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió intrigado. En la primera
página podía leerse, con tinta emborronada, «T.M. Ryddle».
—Espera —dijo Ron, que se había acercado concuidado y miraba por encima del
hombro de Harry—, ese nombre me suena... T.M. Ryddle ganó un premio hace
cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido.
—Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa unascincuenta veces cuando nos
castigaron —dijo Ron con resentimiento—. Precisamente fue encima de esta placa
donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una hora limpiando un nombre, tú
también te acordarías de él.
Harry separó las páginas humedecidas.Estaban en blanco. No había en ellas el más
leve resto de escritura, ni siquiera «cumpleaños de tía Mabel» o «dentista, a las tres y
media».
—No llegó a escribir nada —dijo Harry, decepcionado.
—Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con curiosidad.
Harry volvió a mirar las tapas del cuaderno y vio impreso el nombre de un quiosco
de la calle Vauxhall, en Londres.
—Debió de ser de familia muggle —dijo Harry, especulando—, ya que compró el
diario en la calle Vauxhall...
—Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—. Cincuenta
puntos si lo pasas por la nariz de Myrtle.
Harry, sin embargo, se lo guardó en el bolsillo.
Hermione salió de la enfermería, sin bigotes, sin cola y sin pelaje, a comienzos de
febrero. La primera noche que pasó en la torre de Gryffindor, Harry le enseñó el diario
de T.M. Ryddle y le contó la manera en que lo habían encontrado.
—¡Aaah, podría tener poderes ocultos! —dijo con entusiasmo Hermione, cogiendo
el diario y mirándolo de cerca.
—Si los tiene, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es tímido. No sé
por qué lo guardas, Harry
—Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —dijo Harry—. Y
también me gustaría saber cómo consiguió Ryddle el Premio por Servicios Especiales.
—Por cualquier cosa —dijo Ron—. A lo mejor acumuló treinta matrículas de
honor en Brujería o salvó a un profesor de los tentáculos de un calamar gigante. Quizás
asesinó a Myrtle, y todo el mundo lo consideró un gran servicio...
Pero Harry estaba seguro,por la cara de interés que ponía Hermione, de que ella
estaba pensando lo mismo que él.
—¿Qué pasa? —dijo Ron, mirando a uno y a otro.
—Bueno, la Cámara de los Secretos se abrió hace cincuenta años, ¿no? —explicó
Harry—. Al menos, eso nos dijo Malfoy.
—Sí... —admitió Ron.
—Y este diario tiene cincuenta años —dijo Hermione, golpeándolo, emocionada,
con el dedo.
—¿Y?
—Venga, Ron, despierta ya —dijo Hermione bruscamente—. Sabemos que la
persona que abrió la cámara la última vez fue expulsada hace cincuenta años. Sabemos
que a T.M. Ryddle le dieron un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al
Colegio. Bueno, ¿y si a Ryddle le dieron el premio por atrapar al heredero de Slytherin?
En su diario seguramente estará todo explicado: dónde está la cámara, cómo se abre y
qué clase de criatura vive en ella. La persona que haya cometido las agresiones en esta
ocasión no querría que el diario anduviera por ahí, ¿no?
—Es una teoría brillante, Hermione —dijo Ron—, pero tiene un pequeño defecto:
que no hay nada escrito en el diario.
Pero Hermione sacó su varita mágica de la bolsa.
—¡Podría ser tinta invisible! —susurró.
Y dio tres golpecitos al cuaderno, diciendo:
—¡Aparecium!
Pero no ocurrió nada. Impertérrita, volvió a meter la mano en la bolsa y sacó lo que
parecía una goma de borrar de color rojo.
—Es un revelador, lo compré en el callejón Diagon —dijo ella.
Frotó con fuerza donde ponía «1 de enero». Siguió sin pasar nada.
—Ya te lo decía yo; no hay nada que encontrar aquí —dijo Ron—. Simplemente, a
Ryddle le regalaron un diario por Navidad, pero no se molestó en rellenarlo.
Harry no podría haber explicado, ni siquiera a sí mismo, por qué no tiraba a la basura el
diario de Ryddle. El caso es que aunque sabía que el diario estaba en blanco, pasaba las
páginas atrás y adelante, concentrado en ellas, como si contaran una historia que
quisiera acabar de leer. Y, aunque estaba seguro de no haber oído antes el nombre de
T.M. Ryddle, le parecía que ese nombre le decía algo, como si se tratara de un amigo
olvidado de la más remota infancia. Pero era absurdo: no había tenido amigos antes de
llegar a Hogwarts, Dudley se había encargado de eso.
Sin embargo, Harry estaba determinado a averiguar algo más sobre Ryddle, así que
al día siguiente, en el recreo, se dirigió a la sala de trofeos para examinar el premio
especial de Ryddle, acompañado por una Hermione rebosante de interés y un Ron muy
reticente, que les decía que había visto el premio lo suficiente para recordarlo toda la
vida.
La placa de oro bruñido de Ryddle estaba guardada en un armario esquinero. No
decía nada de por qué se lo habían concedido.
—Menos mal —dijo Ron—, porque si lo dijera, la placa sería más grande, y en el
día de hoy aún no habría acabado de sacarle brillo.
Sin embargo, encontraron el nombre de Ryddle en una vieja Medalla al Mérito
Mágico y en una lista de antiguos alumnos que habían recibido el Premio Anual.
—Me recuerda a Percy —dijo Ron, arrugando con disgusto la nariz—: prefecto,
Premio Anual..., supongo que sería el primero de la clase.
—Lo dices como si fuera algo vergonzoso —señaló Hermione, algo herida.
El sol había vuelto a brillar débilmente sobre Hogwarts. Dentro del castillo, la gente
parecía más optimista. No había vuelto a haber ataques después del cometido contra
Justin y Nick Casi Decapitado, y a la señora Pomfrey le encantó anunciar que las
mandrágoras se estaban volviendo taciturnas y reservadas, lo que quería decir que
rápidamente dejarían atrás la infancia. Una tarde, Harry oyó que la señora Pomfrey
decía a Filch amablemente:
—Cuando se les haya ido el acné, estarán listas para volver a ser trasplantadas. Y
entonces, las cortaremos y las coceremos inmediatamente. Dentro de poco tendrá a la
Señora Norris con usted otra vez.
Harry pensaba que tal vez el heredero de Slytherin se había acobardado. Cada vez
debía de resultar más arriesgado abrir la Cámara de los Secretos, con el colegio tan
alerta y todo el mundo tan receloso. Tal vez el monstruo, fuera lo que fuera, se disponía
a hibernar durante otros cincuenta años.
Ernie Macmillan, de Hufflepuff, no era tan optimista. Seguía convencido de que
Harry era el culpable y que se había delatado en el club de duelo. Peeves no era
precisamente una ayuda, pues iba por los abarrotados corredores saltando y cantando:
«¡Oh,Potter, eres un zote, estás podrido...!», pero ahora además interpretando un baile
al ritmo de la canción.
Gilderoy Lockhart estaba convencido de que era él quien había puesto freno a los
ataques. Harry le oyó exponerlo así ante la profesora McGonagall mientras los de
Gryffindor marchaban en hilera hacia la clase de Transfiguración.
—No creo que volvamos a tener problemas, Minerva —dijo, guiñando un ojo y
dándose golpecitos en la nariz con el dedo, con aire de experto—. Creo que esta vez la
cámara ha quedado bien cerrada. Los culpables se han dado cuenta de que en cualquier
momento yo podía pillarlos y han sido lo bastante sensatos para detenerse ahora, antes
de que cayera sobre ellos... Lo que ahora necesita el colegio es una inyección de moral,
¡para barrer los recuerdos del trimestre anterior! No te digo nada más, pero creo que sé
qué es exactamente lo que...
De nuevo se tocó la nariz en prueba de su buen olfato y se alejó con paso decidido.
La idea que tenía Lockhart de una inyección de moral se hizo patente durante el
desayuno del día 14 de febrero. Harry no había dormido mucho a causa del
entrenamiento de quidditch de la noche anterior y llegó al Gran Comedor corriendo,
algo retrasado. Pensó, por un momento, que se había equivocado de puerta.
Las paredes estaban cubiertas de flores grandes de un rosa chillón. Y, aún peor, del
techo de color azul pálido caían confetis en forma de corazones. Harry se fue a la mesa
de Gryffindor, en la que estaban Ron, con aire asqueado, y Hermione, que se reía
tontamente.
—¿Qué ocurre? —les preguntó Harry, sentándose y quitándose de encima el
confeti.
Ron, que parecía estar demasiado enojado para hablar, señaló la mesa de los
profesores. Lockhart, que llevaba una túnica de un vivo color rosa que combinaba con la
decoración, reclamaba silencio con las manos. Los profesores que tenía a ambos lados
lo miraban estupefactos. Desde su asiento, Harry pudo ver a la profesora McGonagall
con un tic en la mejilla. Snape tenía el mismo aspecto que si se hubiera bebido un gran
vaso de crecehuesos.
—¡Feliz día de San Valentín! —gritó Lockhart—. ¡Y quiero también dar las
gracias a las cuarenta y seis personas que me han enviado tarjetas! Sí, me he tomado la
libertad de preparar esta pequeña sorpresa para todos vosotros... ¡y no acaba aquí la
cosa!
Lockhart dio una palmada, y por la puerta del vestíbulo entraron una docena de
enanos de aspecto hosco. Pero no enanos así, tal cual; Lockbart les había puesto alas
doradas y además llevaban arpas.
—¡Mis amorosos cupidos portadores de tarjetas! —son—rió Lockhart—. ¡Durante
todo el día de hoy recorrerán el colegio ofreciéndoos felicitaciones de San Valentín! ¡Y
la diversión no acaba aquí! Estoy seguro de que mis colegas querrán compartir el
espíritu de este día. ¿Por qué no pedís al profesor Snape que os enseñe a preparar un
filtro amoroso? ¡Aunque el profesor Flitwick, el muy pícaro, sabe más sobre
encantamientos de ese tipo que ningún otro mago que haya conocido!
El profesor Flitwick se tapó la cara con las manos. Snape parecía dispuesto a
envenenar a la primera persona que se atreviera a pedirle un filtro amoroso.
—Por favor, Hermione, dime que no has sido una de las cuarenta y seis —le dijo
Ron, cuando abandonaban el Gran Comedor para acudir a la primera clase. Pero a
Hermione de repente le entró la urgencia de buscar el horario en la bolsa, y no
respondió.
Los enanos se pasaron el día interrumpiendo las clases para repartir tarjetas, ante la
irritación de los profesores, y al final de la tarde, cuando los de Gryffindor subían hacia
elaula de Encantamientos, uno de ellos alcanzó a Harry.
—¡Eh, tú! ¡Harry Potter! —gritó un enano de aspecto particularmente
malhumorado, abriéndose camino a codazos para llegar a donde estaba Harry.
Ruborizándose al pensar que le iba a ofrecer una felicitación de San Valentín
delante de una fila de alumnos de primero, entre los cuales estaba Ginny Weasley,
Harry intentó escabullirse. El enano, sin embargo, se abrió camino a base de patadas en
las espinillas y lo alcanzó antes de que diera dos pasos.
—Tengo un mensaje musical para entregar a Harry Potter en persona —dijo,
rasgando el arpa de manera pavorosa.
—¡Aquí no! —dijo Harry enfadado, tratando de escapar.
—¡Párate! —gruñó el enano, aferrando a Harry por la bolsa para detenerlo.
—¡Suéltame! —gritó Harry, tirando fuerte.
Tanto tiraron que la bolsa se partió en dos. Los libros, la varita mágica, el
pergamino y la pluma se desparramaron por el suelo, y la botellita de tinta se rompió
encima de todas las demás cosas.
Harry intentó recogerlo todo antes de que el enano comenzara a cantar ocasionando
un atasco en el corredor.
—¿Qué pasa ahí? —Era la voz fría de Draco Malfoy, que hablaba arrastrando las
palabras. Harry intentó febrilmente meterlo todo en la bolsa rota, desesperado por
alejarse antes de que Malfoy pudiera oír su felicitación musical de San Valentín.
—¿Por qué toda esta conmoción? —dijo otra voz familiar, la de Percy Weasley,
que se acercaba.
A la desesperada, Harry intentó escapar corriendo, pero el enano se le echó a las
rodillas y lo derribó.
—Bien —dijo, sentándose sobre los tobillos de Harry—, ésta es tu canción de San
Valentín:
Tiene los ojos verdes como un sapo en escabeche
y el pelo negro como una pizarra cuando anochece.
Quisiera que fuera mío, porque es glorioso,
el héroe que venció al Señor Tenebroso.
Harry habría dado todo el oro de Gringotts por desvanecerse en aquel momento.
Intentando reírse con todos los demás, se levantó, con los pies entumecidos por el peso
del enano, mientras Percy Weasley hacía lo que podía para dispersar al montón de
chavales, algunos de los cuales estaban llorando de risa.
—¡Fuera de aquí, fuera! La campana ha sonado hace cinco minutos, a clase todos
ahora mismo —decía, empujando a algunos de los más pequeños—. Tú también,
Malfoy.
Harry vio que Malfoy seagachaba y cogía algo, y con una mirada burlona se lo
enseñaba a Crabbe y Goyle. Harry comprendió que lo que había recogido era el diario
de Ryddle.
—¡Devuélveme eso! —le dijo Harry en voz baja.
—¿Qué habrá escrito aquí Potter? —dijo Malfoy, que obviamente no había visto la
fecha en la cubierta y pensaba que era el diario del propio Harry. Los espectadores se
quedaron en silencio. Ginny miraba alternativamente a Harry y al diario, aterrorizada.
—Devuélvelo, Malfoy —dijo Percy con severidad.
—Cuando le haya echado un vistazo —dijo Malfoy, burlándose de Harry.
Percy dijo:
—Como prefecto del colegio...
Pero Harry estaba fuera de sus casillas. Sacó su varita mágica y gritó:
—¡Expelliarmus!
Y tal como Snape había desarmado a Lockhart, así Malfoy vio que el diario se le
escapaba a Malfoy de las manos y salía volando. Ron, sonriendo, lo atrapó.
—¡Harry! —dijo Percy en voz alta—. No se puede hacer magia en los pasillos.
¡Tendré que informar de esto!
Pero Harry no se preocupó. Le había ganado una a Malfoy, y eso bien valía cinco
puntos de Gryffindor. Malfoy estaba furioso, y cuando Ginny pasó por su lado para
entrar en el aula, le gritó despechado:
—¡Me parece que a Potter no le gustó mucho tu felicitación de San Valentín!
Ginny se tapé la cara con las manos y entró en clase corriendo. Dando un gruñido,
Ron sacó también su varita mágica, pero Harry se la quitó de un tirón. Ron no tenía
necesidad de pasarse la clase de Encantamientos vomitando babosas.
Harry no se dio cuenta de que algo raro había ocurrido en el diario de Ryddle hasta
que llegaron a la clase del profesor Flitwick. Todos los demás libros estaban empapados
de tinta roja. El diario, sin embargo, estaba tan limpio como antes de que la botellita de
tinta se hubiera roto. Intentó hacérselo ver a Ron, pero éste volvía a tener problemas con
su varita mágica: de la punta salían pompas de color púrpura, y él no prestaba atención a
nada más.
Aquella noche, Harry fue el primero de su dormitorio en irse a dormir. En parte fue
porque no creía poder soportar a Fred y George cantando: «Tiene los ojos verdes como
un sapo en escabeche» una vez más, y en parte, porque quería examinar de nuevo el
diario de Ryddle, y sabía que Ron opinaba que eso era una pérdida de tiempo.
Se sentó en la cama y hojeó las páginas enblanco; ninguna tenía la más ligera
mancha de tinta roja. Luego sacó una nueva botellita de tinta del cajón de la mesita,
mojó en ella su pluma y dejó caer una gota en la primera página del diario.
La tinta brilló intensamente sobre el papel durante un segundo y luego, como si la
hubieran absorbido desde el interior de la página, se desvaneció. Emocionado, Harry
mojó de nuevo la pluma y escribió:
«Mi nombre es Harry Potter.»
Las palabras brillaron un instante en la página y desaparecieron también sin dejar
huella. Entonces ocurrió algo.
Rezumando de la página, en la misma tinta que había utilizado él, aparecieron unas
palabras que Harry no había escrito:
«Hola, Harry Potter. Mi nombre es Tom Ryddle. ¿Cómo ha llegado a tus manos mi
diario?»
Estas palabras también se desvanecieron, pero no antes de que Harry comenzara de
nuevo a escribir:
«Alguien intentó tirarlo por el retrete.»
Aguardó con impaciencia la respuesta de Ryddle.
«Menos mal que registré mis memorias en algo más duradero que la tinta. Siempre
supe que habría gente que no querría que mi diario fuera leído.»
«¿Qué quieres decir?», escribió Harry, emborronando la página debido a los
nervios.
«Quiero decir que este diario da fe de cosas horribles; cosas que fueron ocultadas;
cosas que sucedieron en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.»
«Es donde estoy yo ahora», escribió Harry apresuradamente. «Estoy en Hogwarts,
y también suceden cosas horribles. ¿Sabes algo sobre la Cámara de los Secretos?»
El corazón le latía violentamente. La réplica de Ryddle no se hizo esperar, pero la
letra se volvió menos clara, como si tuviera prisa por consignar todo cuanto sabía.
«¡Por supuesto que sé algo sobre la Cámara de los Secretos! En mi época, nos
decían que era sólo una leyenda, que no existía realmente. Pero no era cierto. Cuando yo
estaba en quinto, la cámara se abrió y el monstruo atacó a varios estudiantes y mató a
uno. Yo atrapé a la persona que había abierto la cámara, y lo expulsaron. Pero el
director, el profesor Dippet, avergonzado de que hubiera sucedido tal cosa en Hogwarts,
me prohibió decir la verdad. Inventaron la historia de que la muchacha había muerto en
un espantoso accidente. A mí me entregaron por mi actuación un trofeo muy bonito y
muy brillante, con unas palabras grabadas, y me recomendaron que mantuviera la boca
cerrada. Pero yo sabía que podía volver a ocurrir. El monstruo sobrevivió, y el que pudo
liberarlo no fue encarcelado.»
En su precipitación por escribir, Harry casi vuelca la botellita de la tinta.
«Ha vuelto a suceder. Ha habido tres ataques y nadie parece saber quién está detrás.
¿Quién fue en aquella ocasión?»
«Te lo puedo mostrar, si quieres», contestó Ryddle. «No necesitas leer mis
palabras. Podrás ver dentro de mi memoria lo que ocurrió la noche en que lo capturé.»
Harry dudó, y la pluma se detuvo encima del diario. ¿Qué quería decir Ryddle?
¿Cómo podía alguien introducirse en la memoria de otro? Miró asustado la puerta del
dormitorio; iba oscureciendo. Cuando retornó la vista al diario, vio que aparecían unas
palabras nuevas:
«Deja que te lo enseñe.»
Harry meditó durante una fracción de segundo, y luego escribió una sola palabra:
«Vale.»
Las páginas del diario comenzaron a pasar, como si estuviera soplando un fuerte
viento, y se detuvieron a mediados del mes de junio. Con la boca abierta, Harry vio que
el pequeño cuadrado asignado al día 13 de junio se convertía en algo parecido a una
minúscula pantalla de televisión. Las manos le temblaban ligeramente. Levantó el
cuaderno para acercar uno de sus ojos a la ventanita, y antes de que comprendiera lo que
sucedía, se estaba inclinando hacia delante. La ventana se ensanchaba, y sintió que su
cuerpo dejaba la cama y era absorbido por la abertura de la página en un remolino de
colores y sombras.
Notó que pisaba tierra firme y se quedó temblando, mientras las formas borrosas
que lo rodeaban se iban definiendo rápidamente.
Enseguida se dio cuenta de dónde estaba. Aquella sala circular con los retratos de
gente dormida era el despacho de Dumbledore, pero no era Dumbledore quien estaba
sentado detrás del escritorio. Un mago de aspecto delicado, con muchas arrugas y calvo,
excepto por algunos pelos blancos, leía una carta a la luz de una vela. Harry no había
visto nunca a aquel hombre.
—Lo siento —dijo con voz trémula—. No quería molestarle...
Pero el mago no levantó la vista. Siguió leyendo, frunciendo el entrecejo
levemente. Harry se acercó más al escritorio y balbució:
—¿Me-me voy?
El mago siguió sin prestarle atención. Ni siquiera parecía que le hubiera oído.
Pensando que tal vez estuviera sordo, Harry levantó la voz.
—Lamento molestarle, me iré ahora mismo —dijo casi a gritos.
Con un suspiro, el mago dobló la carta, se levantó, pasó por delante de Harry sin
mirarlo y fue hasta la ventana a descorrer las cortinas.
El cielo, al otro lado de la ventana, estaba de un color rojo rubí; parecía el
atardecer. El mago volvió al escritorio, se sentó y, mirando a la puerta, se puso a
juguetear con los pulgares.
Harry contempló el despacho. No estaba Fawkes, el fénix, ni losartilugios
metálicos que hacían ruiditos. Aquello era Hogwarts tal como debía ser en los tiempos
de Ryddle, y aquel mago desconocido tenía que ser el director de entonces, no
Dumbledore, y él, Harry, era una especie de fantasma, completamente invisible para la
gente de hacía cincuenta años.
Llamaron a la puerta.
—Entre —dijo el viejo mago con una voz débil.
Un muchacho de unos dieciséis años entró quitándose el sombrero puntiagudo. En
el pecho le brillaba una insignia plateada de prefecto. Era mucho más alto que Harry
pero tenía, como él, el pelo de un negro azabache.
—Ah, Ryddle —dijo el director.
—¿Quería verme, profesor Dippet? —preguntó Ryddle. Parecía azorado.
—Siéntese —indicó Dippet—. Acabo de leer la carta que me envió.
—¡Ah! —exclamó Ryddle, y se sentó, cogiéndose las manos fuertemente.
—Muchacho —dijo Dippet con aire bondadoso—, me temo que no puedo
permitirle quedarse en el colegio durante el verano. Supongo que querrá ir a casa para
pasar las vacaciones...
—No —respondió Ryddle enseguida—, preferiría quedarme en Hogwarts a
regresar a ese..., a ese...
—Según creo, pasa las vacaciones en un orfanato muggle, ¿verdad? —preguntó
Dippet con curiosidad.
—Sí, señor —respondió Ryddle, ruborizándose ligeramente.
—¿Es usted de familia muggle?
—A medias, señor —respondió Ryddle—. De padre muggle y de madre bruja.
—¿Y tanto uno como otro están...?
—Mi madre murió nada más nacer yo, señor. En el orfanato me dijeron que había
vivido sólo lo suficiente para ponerme nombre: Tom por mi padre, y Sorvolo pormi
abuelo.
Dippet chasqueó la lengua en señal de compasión.
—La cuestión es, Tom —suspiró—, que se podría haber hecho con usted una
excepción, pero en las actuales circunstancias...
—¿Se refiere a los ataques, señor? —dijo Ryddle, y a Harry el corazón ledio un
brinco. Se acercó, porque no quería perderse ni una sílaba de lo que allí se dijera.
—Exactamente —dijo el director—. Muchacho, tiene que darse cuenta de lo
irresponsable que sería que yo le permitiera quedarse en el castillo al término del
trimestre. Especialmente después de la tragedia..., la muerte de esa pobre muchacha...
Usted estará muchísimo más seguro en el orfanato. De hecho, el Ministerio de Magia se
está planteando cerrar el colegio. No creo que vayamos a poder localizar al..., descubrir
el origen de todos estos sucesos tan desagradables...
Ryddle abrió más los ojos.
—Señor, si esa persona fuera capturada... Si todo terminara...
—¿Qué quiere decir? —preguntó Dippet, soltando un gallo. Se incorporó en el
asiento—. ¿Ryddle, sabe usted algo sobre esas agresiones?
—No, señor —respondió Ryddle con presteza.
Pero Harry estaba seguro de que aquel «no» era del mismo tipo que el que él
mismo había dado a Dumbledore.
Dippet volvió a hundirse en el asiento, ligeramente decepcionado.
—Puede irse, Tom.
Ryddle se levantó del asiento y salió de la habitación pisando fuerte. Harry fue tras
él.
Bajaron por la escalera de caracol que se movía sola, y salieron al corredor, que ya
iba quedando en penumbra, junto a la gárgola. Ryddle se detuvo y Harry hizo lo mismo,
mirándolo. Le pareció que Ryddle estaba concentrado: se mordía los labios y tenía la
frente fruncida.
Luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, salió precipitadamente, y
Harry lo siguió en silencio. No vieron a nadie hasta llegar al vestíbulo, cuando un mago
de gran estatura, con el cabello largo y ondulado de color castaño rojizo y con barba,
llamó a Ryddle desde la escalera de mármol.
—¿Qué hace paseando por aquí tan tarde, Tom?
Harry miró sorprendido al mago. No era otro que Dumbledore, con cincuenta años
menos.
—Tenía que ver al director, señor —respondió Ryddle.
—Bien, pues váyase enseguida a la cama —le dijo Dumbledore, dirigiéndole a
Ryddle la misma mirada penetrante que Harry conocía tan bien—. Es mejor no andar
por los pasillos durante estos días, desde que...
Suspiró hondo, dio las buenas noches a Ryddle y se marchó con paso decidido.
Ryddle esperó que se fuera y a continuación, con rapidez, tomó el camino de las
escaleras de piedra que bajaban a las mazmorras, seguido por Harry.
Pero, para su decepción, Ryddle no lo condujo a un pasadizo oculto ni a un túnel
secreto, sino a la misma mazmorra en que Snape les daba clase. Como las antorchas no
estaban encendidas y Ryddle había cerrado casi completamente la puerta, lo único que
Harry veía era a Ryddle, que, inmóvil tras la puerta, vigilaba el corredor que había al
otro lado.
A Harry le pareció que permanecían allí al menos una hora. Seguía viendo
únicamente la figura de Ryddle en la puerta, mirando por la rendija, aguardando
inmóvil. Y cuando Harry dejó de sentirse expectante y tenso, y empezaron a entrarle
ganas de volver al presente, oyó que se movía alga al otro lado de la puerta.
Alguien caminaba por el corredor sigilosamente. Quienquiera que fuese, pasó ante
la mazmorra en la que estaban ocultos él y Ryddle. Éste, silencioso como una sombra,
cruzó la puerta y lo siguió, con Harry detrás, que se ponía de puntillas, sin recordar que
no le podían oír.
Persiguieron los pasos del desconocido durante unos cinco minutos, cuando de
improviso Ryddle se detuvo, inclinando la cabeza hacia el lugar del que provenían unos
ruidos. Harry oyó el chirrido de una puerta y luego a alguien que hablaba en un ronco
susurro.
—Vamos..., te voy a sacar de aquí ahora..., a la caja...
Algo le resultaba conocido en aquella voz.
De repente, Ryddle dobló la esquina de un salto. Harry lo siguió y pudo ver la
silueta de un muchacho alto como un gigante que estaba en cuclillas delante de una
puerta abierta, junto a una caja muy grande.
—Hola, Rubeus —dijo Ryddle con voz seria.
El muchacho cerró la puerta de golpe y se levantó.
—¿Qué haces aquí, Tom?
Ryddle se le acercó.
—Todo ha terminado —dijo—. Voy a tener que entregarte, Rubeus. Dicen que
cerrarán Hogwarts si los ataques no cesan.
—¿Que vas a...?
—No creo que quisieras matar a nadie. Pero los monstruos no son buenas
mascotas. Me imagino que lo dejaste salir para que le diera el aire y...
—¡No ha matado a nadie! —interrumpió el muchachote, retrocediendo contra la
puerta cerrada. Harry oía unos curiosos chasquidos y crujidos procedentes del otro lado
de la puerta.
—Vamos, Rubeus —dijo Ryddle, acercándose aún más—. Los padres de la chica
muerta llegarán mañana. Lo menos que puede hacer Hogwarts es asegurarse de que lo
que mató a su hija sea sacrificado...
—¡No fue él! —gritó el muchacho. Su voz resonaba en el oscuro corredor—. ¡No
sería capaz! ¡Nunca!
—Hazte a un lado —dijo Ryddle, sacando su varita mágica.
Su conjuro iluminó el corredor con un resplandor repentino. La puerta que había
detrás del muchacho se abrió con tal fuerza que golpeó contra el muro que había
enfrente. Por el hueco salió algo que hizo a Harry proferir un grito que nadie sino él
pudo oír.
Un cuerpo grande, peludo, casi a ras de suelo, y una maraña de patas negras, varios
ojos resplandecientes y unas pinzas afiladas como navajas... Ryddle levantó de nuevo la
varita, pero fue demasiado tarde. El monstruo lo derribó al escabullirse, enfilando a toda
velocidad por el corredor y perdiéndose de vista. Ryddle se incorporó, buscando la
varita. Consiguió cogerla, pero el muchachón se lanzó sobre él, se la arrancó de las
manos y lo tiró de espaldas contra el suelo, al tiempo que gritaba: ¡NOOOOOOOO!
Todo empezó a dar vueltas y la oscuridad se hizo completa. Harry sintió que caía y
aterrizó de golpe con los brazos y las piernas extendidos sobre su cama en el dormitorio
de Gryffindor, y con el diario de Ryddle abierto sobre el abdomen.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, se abrió la puerta del dormitorio y entró
Ron.
—¡Estás aquí! —dijo.
Harry se sentó. Estaba sudoroso y temblaba.
—¿Qué pasa? —dijo Ron, preocupado.
—Fue Hagrid, Ron. Hagrid abrió la Cámara de los Secretos hace cincuenta años.
14
Cornelius Fudge
Harry, Ron y Hermione siempre habían sabido que Hagrid sentía una desgraciada afición por las criaturas grandes y monstruosas. Durante el curso anterior en Hogwarts
había intentado criar un dragón en su pequeña cabaña de madera, y pasaría mucho
tiempo antes de que pudieran olvidar al perro gigante de tres cabezas al quehabía
puesto por nombre Fluffy. Harry estaba seguro de que si, de niño, Hagrid se enteró de
que había un monstruo oculto en algún lugar del castillo, hizo lo imposible por echarle
un vistazo. Seguro que le parecía inhumano haber tenido encerrado al monstruo tanto
tiempo y debía de pensar que el pobre tenía derecho a estirar un poco sus numerosas
piernas. Podía imaginarse perfectamente a Hagrid, con trece años, intentando ponerle un
collar y una correa. Pero también estaba seguro de que él nunca había tenido intención
de matar a nadie.
Harry casi habría preferido no haber averiguado el funcionamiento del diario de
Ryddle. Ron y Hermione le pedían constantemente que les contase una y otra vez todo
lo que había visto, hasta que se cansaba de tanto hablar y de las largas conversaciones
que seguían a su relato y que no conducían a ninguna parte.
—A lo mejor Ryddle se equivocó de culpable —decía Hermione—. A lo mejor el
que atacaba a la gente era otro monstruo...
—¿Cuántos monstruos crees que puede albergar este castillo? —le preguntó Ron,
aburrido.
—Ya sabíamos que a Hagrid lo habían expulsado —dijo Harry, apenado—. Y
supongo que entonces los ataques cesaron. Si no hubiera sido así, a Ryddle no le
habrían dado ningún premio.
Ron intentó verlo de otro modo.
—Ryddle me recuerda a Percy. Pero ¿por qué tuvo que delatar a Hagrid?
—El monstruo había matado a una persona, Ron —contestó Hermione.
—Y Ryddle habría tenido que volver al orfanato muggle si hubieran cerrado
Hogwarts —dijo Harry—. No lo culpo por quererquedarse aquí.
Ron se mordió un labio y luego vaciló al decir:
—Tú te encontraste a Hagrid en el callejón Knockturn, ¿verdad, Harry?
—Dijo que había ido a comprar un repelente contra las babosas carnívoras —dijo
Harry con presteza.
Se quedaron en silencio. Tras una pausa prolongada, Hermione tuvo una idea
elemental.
—¿Por qué no vamos y le preguntamos a Hagrid?
—Sería una visita muy cortés —dijo Ron—. Hola, Hagrid, dinos, ¿has estado
últimamente dejando en libertad por el castillo a una cosa furiosa y peluda?
Al final, decidieron no decir nada a Hagrid si no había otro ataque, y como los días
se sucedieron sin siquiera un susurro de la voz que no salía de ningún sitio, albergaban
la esperanza de no tener que hablar con él sobre el motivo de su expulsión. Ya habían
pasado casi cuatro meses desde que petrificaron a Justin y a Nick Casi Decapitado, y
parecía que todo el mundo creía que el agresor, quienquiera que fuese, se había retirado,
afortunadamente. Peeves se había cansado por fin de su canción ¡Oh, Potter, eres un
zote!; Ernie Macmillan, un día, en la clase de Herbología, le pidió cortésmente a Harry
que le pasara un cubo de hongos saltarines, y en marzo algunas mandrágoras montaron
una escandalosa fiesta en el Invernadero 3. Esto puso muy contenta a la profesora
Sprout.
—En cuanto empiecen a querer cambiarse unas a las macetas de otras, sabremos
que han alcanzado la madurez —dijo a Harry—. Entonces podremos revivir a esos
pobrecillos de la enfermería.
· · ·
Durante las vacaciones de Semana Santa, los de segundo tuvieron algo nuevo en que
pensar. Había llegado el momento de elegir optativas para el curso siguiente, decisión
que al menos Hermione se tomó muy en serio.
—Podría afectar a todo nuestro futuro —dijo a Harry y Ron, mientras repasaban
minuciosamente la lista de las nuevas materias, señalándolas.
—Lo único que quiero es no tener Pociones —dijo Harry.
—Imposible —dijo Ron con tristeza—. Seguiremos con todas las materias que
tenemos ahora. Si no, yo me libraría de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—¡Pero si ésa es muy importante! —dijo Hermione, sorprendida.
—No tal como la imparte Lockhart —repuso Ron—. Lo único que me ha enseñado
es que no hay que dejar sueltos a los duendecillos.
Neville Longbottom había recibido carta de todos los magos y brujas de su familia,
y cada uno le aconsejaba materias distintas. Confundido y preocupado, se sentó a leer la
lista de las materias y les preguntaba a todos si pensaban que Aritmancia era más difícil
que Adivinación Antigua. Dean Thomas, que, como Harry, se había criado con
muggles, terminó cerrando los ojos y apuntando a la lista con la varita mágica, y escogió
las materias que había tocado al azar. Hermione no siguió el consejo de nadie y las
escogió todas.
Harry sonrió tristemente al imaginar lo quehabrían dicho tío Vernon y tía Petunia
si les consultara sobre su futuro de mago. Pero alguien lo ayudó: Percy Weasley se
desvivía por hacerle partícipe de su experiencia.
—Depende de adónde quieras llegar, Harry —le dijo—. Nunca es demasiado
pronto parapensar en el futuro, así que yo te recomendaría Adivinación. La gente dice
que los estudios muggles son la salida más fácil, pero personalmente creo que los magos
deberíamos tener completos conocimientos de la comunidad no mágica, especialmente
si queremos trabajar en estrecho contacto con ellos. Mira a mi padre, tiene que tratar
todo el tiempo con muggles. A mi hermano Charlie siempre le gustó el trabajo al aire
libre, así que escogió Cuidado de Criaturas Mágicas. Escoge aquello para lo que valgas,
Harry.
Pero lo único que a Harry le parecía que se le daba realmente bien era el quidditch.
Terminó eligiendo las mismas optativas que Ron, pensando que si era muy malo en
ellas, al menos contaría con alguien que podría ayudarle.
A Gryffindor le tocaba jugar el siguiente partido de quidditch contra Hufflepuff. Wood
los machacaba con entrenamientos en equipo cada noche después de cenar, de forma
que Harry no tenía tiempo para nada más que para el quidditch y para hacer los deberes.
Sin embargo, los entrenamientos iban mejor, y la noche anterior al partido del sábado se
fue a la cama pensando que Gryffindor nunca había tenido más posibilidades de ganar la
copa.
Pero su alegría no duró mucho. Al final de las escaleras que conducían al
dormitorio se encontró con Neville Longbottom, que lo miraba desesperado.
—Harry, no sé quién lo hizo. Yo me lo encontré...
Mirando a Harry aterrorizado, Neville abrió la puerta. El contenido del baúl de
Harry estaba esparcido por todas partes. Su capa estaba en el suelo, rasgada. Le habían
levantado las sábanas y las mantas de la cama, y habían sacado el cajón de la mesita y el
contenido estaba desparramado sobre el colchón.
Harry fue hacia la cama, pisando algunas páginas sueltas de Recorridos con los
trols. No podía creer lo que había sucedido.
En el momento en que Neville y él hacían la cama, entraron Ron, Dean y Seamus.
Dean gritó:
—¿Qué ha sucedido, Harry?
—No tengo ni idea —contestó. Ron examinaba la túnica de Harry. Habían dado la
vuelta a todos los bolsillos.
—Alguien ha estado buscando algo —dijo Ron—. ¿Qué te falta?
Harry empezó a coger sus cosas y a dejarlas en el baúl. Hasta que hubo separado el
último libro de Lockhart, no se dio cuenta de qué era lo que faltaba.
—Se han llevado el diario de Ryddle —dijo a Ronen voz baja.
—¿Qué?
Harry señaló con la cabeza hacia la puerta del dormitorio, y Ron lo siguió. Bajaron
corriendo hasta la sala común de Gryffindor, que estaba medio vacía, y encontraron a
Hermione, sentada, sola, leyendo un libro titulado La adivinación antigua al alcance de
todos.
A Hermione la noticia la dejó aterrorizada.
—Pero... sólo puede haber sido alguien de Gryffindor. Nadie más conoce la
contraseña.
—En efecto —confirmó Harry.
Despertaron al día siguiente con un sol intenso y una brisa ligera y refrescante.
—¡Perfectas condiciones para jugar al quidditch! —dijo Wood emocionado a los
de la mesa de Gryffindor, llevando los platos con los huevos revueltos—. ¡Harry,
levanta el ánimo, necesitas un buen desayuno!
Harry había estado observando la mesa abarrotada de Gryffindor, preguntándose si
tendría delante de las narices al nuevo poseedor del diario de Ryddle. Hermione lo
intentaba convencer de que notificara el robo, pero a Harry no le gustaba la idea.
Tendría que contar todo lo referente al diario a algún profesor, ¿y cuánta gente sabía por
qué habían expulsado a Hagrid hacía cincuenta años? No quería ser él quien lo sacara de
nuevo a la luz.
Al abandonar el Gran Comedor con Ron y Hermione para ir a recoger su equipo de
quidditch, otro motivode preocupación se añadió a la creciente lista de Harry. Acababa
de poner los pies en la escalera de mármol cuando oyó de nuevo aquella voz:
—Matar esta vez... Déjame desgarrar... Despedazar...
Harry dio un grito, y Ron y Hermione se separaron de él asustados.
—¡La voz! —dijo Harry, mirando a un lado—. Acabo de oírla de nuevo, ¿vosotros
no?
Ron, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza. Hermione, sin embargo, se
llevó una mano a la frente.
—¡Harry, creo que acabo de comprender algo! ¡Tengo que ir a la biblioteca!
Y se fue corriendo por las escaleras.
—¿Qué habrá comprendido? —dijo Harry distraídamente, mirando alrededor,
intentando averiguar de dónde podía provenir la voz.
—Muchas más cosas que yo —respondió Ron, negando con la cabeza.
—Pero ¿por qué habrá tenido que irse a la biblioteca?
—Porque eso es lo que Hermione hace siempre —contestó Ron, encogiéndose de
hombros—. Cuando le entra alguna duda, ¡a la biblioteca!
Harry se quedó indeciso, intentando volver a captar la voz, pero los alumnos
empezaron a salir del Gran Comedor hablando alto, hacia la puerta principal. Iban al
campo de quidditch.
—Será mejor que te muevas —dijo Ron—. Son casi las once..., el partido.
Harry subió a la carrera la torre de Gryffindor, cogió su Nimbus 2.000 y se mezcló
con la gente que se dirigía hacia el campo de juego. Pero su mente se había quedado en
el castillo, donde sonaba la voz que no salía de ningún sitio, y mientras se ponía su
túnica de juego en los vestuarios, su único consuelo era saber que todos estabanallí para
ver el partido.
Los equipos saltaron al campo de juego en medio del clamor del público. Oliver
Wood despegó para hacer un vuelo de calentamiento alrededor de los postes, y la señora
Hooch sacó las bolas. Los de Hufflepuff, que jugaban de coloramarillo canario, se
habían reunido para repasar la táctica en el último minuto.
Harry acababa de montarse en la escoba cuando la profesora McGonagall llegó
corriendo al campo, llevando consigo un megáfono de color púrpura.
—El partido acaba de ser suspendido —gritó por el megáfono la profesora,
dirigiéndose al estadio abarrotado. Hubo gritos y silbidos. Oliver Wood, con aspecto
desolado, aterrizó y fue corriendo a donde estaba la profesora McGonagall sin
desmontar de la escoba.
—¡Pero profesora! —gritó—. Tenemos que jugar... la Copa... Gryffindor...
La profesora McGonagall no le hizo caso y continuó gritando por el megáfono:
—Todos los estudiantes tienen que volver a sus respectivas salas comunes, donde
les informarán los jefes de sus casas. ¡Id lo más deprisa que podáis, por favor!
Luego bajó el megáfono e hizo una seña a Harry para que se acercara.
—Potter, creo que será mejor que vengas conmigo.
Preguntándose por qué sospecharía de él en aquella ocasión, Harry vio que Ron se
separaba de la multitud descontenta y se unía a ellos corriendo para volver al castillo.
Para sorpresa de Harry, la profesora McGonagall no se opuso.
—Sí, quizá sea mejor que tú también vengas, Weasley. Algunos de los estudiantes
que había a su alrededor rezongaban por la suspensión del partido y otros parecían
preocupados. Harry y Ron siguieron a la profesora McGonagall y, al llegar al castillo,
subieron con ella la escalera de mármol. Pero esta vez no se dirigían a ningún despacho.
—Esto os resultará un poco sorprendente —dijo la profesora McGonagall con voz
amable cuando se acercaban a la enfermería—. Ha habido otro ataque... Un ataque
doble.
A Harry le dio un brinco el corazón. La profesora McGonagall abrió la puerta y
entraron en la enfermería.
La señora Pomfrey atendíaa una muchacha de quinto curso con el pelo largo y
rizado. Harry reconoció en ella a la chica de Ravenclaw a la que por error habían
preguntado cómo se iba a la sala común de Slytherin. Y en la cama de al lado estaba...
—¡Hermione! —gimió Ron.
Hermione yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos y vidriosos.
—Las encontraron junto a la biblioteca —dijo la profesora McGonagall—.
Supongo que no podéis explicarlo. Esto estaba en el suelo, junto a ellas...
Levantó un pequeño espejo redondo.
Harry y Ronnegaron con la cabeza, mirando a Hermione.
—Os acompañaré a la torre de Gryffindor —dijo con seriedad la profesora
McGonagall—. De cualquier manera, tengo que hablar a los estudiantes.
—Todos los alumnos estarán de vuelta en sus respectivas salas comunes a las seis en
punto de la tarde. Ningún alumno podrá dejar los dormitorios después de esa hora. Un
profesor os acompañará siempre al aula. Ningún alumno podrá entrar en los servicios
sin ir acompañado por un profesor. Se posponen todos los partidos y entrenamientos de
quidditch. No habrá más actividades extraescolares.
Los alumnos de Gryffindor, que abarrotaban la sala común, escuchaban en silencio
a la profesora McGonagall, quien al final enrolló el pergamino que había estado leyendo
y dijo con la voz entrecortada por la impresión:
—No necesito añadir que rara vez me he sentido tan consternada. Es probable que
se cierre el colegio si no se captura al agresor. Si alguno de vosotros sabe de alguien que
pueda tener una pista, le ruego que lo diga.
La profesora salió por el agujero del retrato con cierta torpeza, e inmediatamente
los alumnos de Gryffindor rompieron el silencio.
—Han caído dos de Gryffindor, sin contar al fantasma, que también es de
Gryffindor, uno de Ravenclaw y otro de Hufflepuff —dijoLee Jordan, el amigo de los
gemelos Weasley, contando con los dedos—. ¿No se ha dado cuenta ningún profesor de
que los de Slytherin parecen estar a salvo? ¿No es evidente que todo esto proviene de
Slytherin? El heredero de Slytherin, el monstruo de Slytherin... ¿Por qué no expulsan a
todos los de Slytherin? —preguntó con fiereza. Hubo alumnos que asintieron y se
oyeron algunos aplausos aislados.
Percy Weasley estaba sentado en una silla, detrás de Lee, pero por una vez no
parecía interesado en exponer sus puntos de vista. Estaba pálido y parecía ausente.
—Percy está asustado —dijo George a Harry en voz baja—. Esa chica de
Ravenclaw.., Penélope Clearwater..., es prefecta. Supongo que Percy creía que el
monstruo no se atrevería a atacar a un prefecto.
PeroHarry sólo escuchaba a medias. No parecía poder olvidar la imagen de
Hermione, inmóvil sobre la cama de la enfermería, como esculpida en piedra. Y si no
pillaban pronto al culpable, él tendría que pasar el resto de su vida con los Dursley. Tom
Ryddle había delatado a Hagrid ante la perspectiva del orfanato muggle si se cerraba el
colegio. Harry entendía perfectamente cómo se había sentido.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ron a Harry al oído—. ¿Crees que sospechan
de Hagrid?
—Tenemos que ir a hablar con él —dijo Harry, decidido—. No creo que esta vez
sea él, pero si fue el que lo liberó la última vez, también sabrá llegar hasta la Cámara de
los Secretos, y algo es algo.
—Pero McGonagall nos ha dicho que tenemos que permanecer en nuestras torres
cuando no estemos en clase...
—Creo —dijo Harry, en voz todavía más baja—que ha llegado ya el momento de
volver a sacar la vieja capa de mi padre.
Harry sólo había heredado una cosa de su padre: una capa larga y plateada para hacerse
invisible. Era su única posibilidad para salir a hurtadillas del colegio y visitar a Hagrid
sin que nadie se enterara. Fueron a la cama a la hora habitual, esperaron a que Neville,
Dean y Seamus hubieran dejado de hablar sobre la Cámara de los Secretos y se
durmieran, y entonces se levantaron, volvieron a vestirse y se cubrieron con la capa.
El recorrido por los corredores oscuros del castillo no fue en absoluto agradable.
Harry, que ya en ocasiones anteriores había caminado por allí de noche, no lo había
visto nunca, después de la puesta del sol, tan lleno de gente: profesores, prefectos y
fantasmas circulaban por los corredores en parejas, buscando cualquier detalle
sospechoso. Como, a pesar de llevar la capa invisible, hacían el mismo ruido de
siempre, hubo un instante especialmente tenso cuando Ron se dio un golpe en un dedo
del pie, y estaban muy cerca del lugar en que Snape montaba guardia. Afortunadamente,
Snape estornudó en el momento preciso en que Ron gritó. Cuando finalmente
alcanzaron la puerta principal de roble y la abrieron con cuidado, suspiraron aliviados.
Era una noche clara y estrellada. Avanzaron con rapidez guiándose por la luz de las
ventanas de la cabaña de Hagrid, y no se desprendieron de la capa hasta que hubieron
llegado ante la puerta.
Unos segundos después de llamar, Hagrid les abrió. Les apuntaba con una ballesta,
y Fang, el perro jabalinero, ladraba furiosamente detrás de él.
—¡Ah! —dijo, bajando el arma y mirándolos—. ¿Qué hacéis aquí los dos?
—¿Para qué es eso? —preguntó Harry, señalando la ballestaal entrar.
—Nada, nada... —susurró Hagrid—. Estaba esperando... No importa... Sentaos,
prepararé té.
Parecía que apenas sabía lo que hacía. Casi apagó el fuego al derramar agua de la
tetera metálica, y luego rompió la de cerámica de puros nervios al golpearla con la
mano.
—¿Estás bien, Hagrid? —dijo Harry—. ¿Has oído lo de Hermione?
—¡Ah, sí, claro que lo he oído! —dijo Hagrid con la voz entrecortada.
Miró por la ventana, nervioso. Les sirvió sendas jarritas llenas sólo de agua
hirviendo (se le había olvidado poner las bolsitas de té). Cuando les estaba poniendo en
un plato un trozo de pastel de frutas, aporrearon la puerta.
Se le cayó el pastel. Harry y Ron intercambiaron miradas de pánico, se echaron
encima la capa para hacerse invisibles y se retiraron a un rincón oculto. Tras asegurarse
de que no se les veía, Hagrid cogió la ballesta y fue otra vez a abrir la puerta.
—Buenas noches, Hagrid.
Era Dumbledore. Entró, muy serio, seguido por otro individuo de aspecto muy
raro.
El desconocido era un hombrebajo y corpulento, con el pelo gris alborotado y
expresión nerviosa. Llevaba una extraña combinación de ropas: traje de raya
diplomática, corbata roja, capa negra larga y botas púrpura acabadas en punta. Sujetaba
bajo el brazo un sombrero hongo verde lima.
—¡Es el jefe de mi padre! —musitó Ron—. ¡Cornelius Fudge, el ministro de
Magia!
Harry dio un codazo a Ron para que se callara.
Hagrid estaba pálido y sudoroso. Se dejó caer abatido en una de las sillas y miró a
Dumbledore y luego a Cornelius Fudge.
—¡Feo asunto, Hagrid! —dijo Fudge, telegráficamente—. Muy feo. He tenido que
venir. Cuatro ataques contra hijos de muggles. El Ministerio tiene que intervenir.
—Yo nunca... —dijo Hagrid, mirando implorante a Dumbledore—. Usted sabe que
yo nunca, profesor Dumbledore, señor...
—Quiero que quede claro, Cornelius, que Hagrid cuenta con mi plena confianza
—dijo Dumbledore, mirando a Fudge con el entrecejo fruncido.
—Mira, Albus —dijo Fudge, incómodo—. Hagrid tiene antecedentes. El Ministerio
tiene que hacer algo... El consejo escolar se ha puesto en contacto...
—Aun así, Cornelius, insisto en que echar a Hagrid no va a solucionar nada —dijo
Dumbledore. Los ojos azules le brillaban de una manera que Harry no había visto
nunca.
—Míralo desde mi punto de vista —dijo Fudge, cogiendo el sombrero y haciéndolo
girar entre las manos—. Me están presionando. Tengo que acreditar que hacemos algo.
Si se demuestra que no fue Hagrid, regresará y no habrá más que decir. Pero tengo que
llevármelo. Tengo que hacerlo. Si no, no estaría cumpliendo con mi deber...
—¿Llevarme? —dijo Hagrid, temblando—. ¿Llevarme adónde?
—Sólo por poco tiempo —dijo Fudge, evitando los ojos de Hagrid—. No se trata
de un castigo, Hagrid, sino más bien de una precaución. Si atrapamos al culpable, a
usted se le dejará salir con una disculpa en toda regla.
—¿No será a Azkaban? —preguntó Hagrid con voz ronca.
Antes de que Fudge pudiera responder, llamaron con fuerza a la puerta.
Abrió Dumbledore. Ahora fue Harry quien recibió un codazo en las costillas,
porque había dejado escapar un grito ahogado bien audible.
El señor Lucius Malfoy entró en la cabaña de Hagrid con paso decidido, envuelto
en una capa de viaje negra y con una gélida sonrisa de satisfacción. Fang se puso a
aullar.
—¡Ah, ya está aquí, Fudge! —dijo complacido al entrar—. Bien, bien...
—¿Qué hace usted aquí? —le dijo Hagrid furioso—. ¡Salga de mi casa!
—Créame, buen hombre, que no me produce ningún placer entrar en esta... ¿la ha
llamado casa? —repuso Lucius Malfoy contemplando la cabaña con desprecio—.
Simplemente, he ido al colegio y me han dicho que el director estaba aquí.
—¿Y qué es lo que quiere de mí, exactamente, Lucius? —dijo Dumbledore.
Hablaba cortésmente, pero aún tenía los ojos azules llenos de furia.
—Es lamentable, Dumbledore —dijo perezosamente el señor Malfoy, sacando un
rollo de pergamino—, pero el consejo escolar ha pensado que es hora de que usted
abandone. Aquí traigo una orden de cese, y aquí están las doce firmas. Me temo que
este asunto se le ha escapado de las manos. ¿Cuántos ataques ha habido ya? Otros dos
esta tarde, ¿no es cierto? A este ritmo, no quedarán en Hogwarts alumnos de familia
muggle, y todos sabemos el gran perjuicio que ello supondría para el colegio.
—¿Qué? ¡Vaya, Lucius! —dijo Fudge, alarmado—, Dumbledore cesado... No,
no..., lo último que querría, precisamente ahora...
—El nombramiento y el cese del director son competencia del consejo escolar,
Fudge —dijo con suavidad el señor Malfoy—. Y como Dumbledore no ha logrado
detener las agresiones...
—Pero,Lucius, si Dumbledore no ha logrado detenerlas —dijo Fudge, que tenía el
labio superior empapado en sudor—, ¿quién va a poder?
—Ya se verá —respondió el señor Malfoy con una desagradable sonrisa—. Pero
como los doce hemos votado...
Hagrid se levantó de un salto, y su enredada cabellera negra rozó el techo.
—¿Y a cuántos ha tenido que amenazar y chantajear para que accedieran, eh,
Malfoy? —preguntó.
—Muchacho, muchacho, por Dios, este temperamento suyo le dará un disgusto un
día de éstos —dijo Malfoy—. Mepermito aconsejarle que no grite de esta manera a los
carceleros de Azkaban. No creo que se lo tomen a bien.
—¡Puede quitar a Dumbledore! —chilló Hagrid, y Fang, el perro jabalinero, se
encogió y gimoteó en su cesta—. ¡Lléveselo, y los alumnos de familia muggle no
tendrán ni una oportunidad! ¡Y habrá más asesinatos!
—Cálmate, Hagrid —le dijo bruscamente Dumbledore. Luego se dirigió a Lucius
Malfoy—. Si el consejo escolar quiere mi renuncia, Lucius, me iré.
—Pero... —tartamudeó Fudge.
—¡No! —gimió Hagrid.
Dumbledore no había apartado sus vivos ojos azules de los ojos fríos y grises de
Malfoy.
—Sin embargo —dijo Dumbledore, hablando muy claro y despacio, para que todos
entendieran cada una de sus palabras—, sólo abandonaré de verdad el colegio cuando
no mequede nadie fiel. Y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.
Durante un instante, Harry estuvo convencido de que Dumbledore les había
guiñado un ojo, mirando hacia el rincón donde Ron y él estaban ocultos.
—Admirables sentimientos —dijo Malfoy, haciendo una inclinación—. Todos
echaremos de menos su personalísima forma de dirigir el centro, Albus, y sólo espero
que su sucesor consiga evitar los... asesinatos.
Se dirigió con paso decidido a la puerta de la cabaña, la abrió, saludó a
Dumbledore con una inclinación y le indicó que saliera. Fudge esperaba, sin dejar de
manosear su sombrero, a que Hagrid pasara delante, pero Hagrid no se movió, sino que
respiró hondo y dijo pausadamente:
—Si alguien quisiera desentrañar este embrollo, lo único que tendría que hacer es
seguir a las arañas. Ellas lo conducirían. Eso es todo lo que tengo que decir. —Fudge lo
miró extrañado—. De acuerdo, ya voy —añadió, poniéndose el abrigo de piel de topo.
Cuando estaba a punto de seguir a Fudge por la puerta, se detuvo y dijo en voz alta—: Y
alguien tendrá que darle de comer a Fang mientras estoy fuera.
La puerta se cerró de un golpe y Ron se quitó la capa invisible.
—En menudo embrollo estamos metidos —dijo con voz ronca—. Sin Dumbledore.
Podrían cerrar el colegio esta misma noche. Sin él, habrá un ataque cada día.
Fang se puso a aullar, arañando la puerta.
15
Aragog
El verano estaba a punto de llegar a los campos que rodeaban el castillo. El cielo y ellago se volvieron del mismo azul claro y en los invernaderos brotaron flores como
repollos. Pero sin poder ver a Hagrid desde las ventanas del castillo, cruzando el campo
a grandes zancadas con Fang detrás, a Harry aquel paisaje no le gustaba; y lo mismo
podía decirse del interior del castillo, donde las cosas iban de mal en peor.
Harry y Ron habían intentado visitar a Hermione, pero incluso las visitas a la
enfermería estaban prohibidas.
—No podemos correr más riesgos —les dijo severamente la señora Pomfrey a
través de la puerta entreabierta—. No, lo siento, hay demasiadopeligro de que pueda
volver el agresor para acabar con esta gente.
Ahora que Dumbledore no estaba, el miedo se había extendido más aún, y el sol
que calentaba los muros del castillo parecía detenerse en las ventanas con parteluz.
Apenas se veía en el colegio un rostro que no expresara tensión y preocupación, y si
sonaba alguna risa en los corredores, parecía estridente y antinatural, y enseguida era
reprimida.
Harry se repetía constantemente las últimas palabras de Dumbledore: «Sólo
abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre
ayudará al que lo pida.» Pero ¿con qué finalidad había dicho aquellas palabras? ¿A
quién iban a pedir ayuda, cuando todo el mundo estaba tan confundido y asustado como
ellos?
La indicación de Hagrid sobre las arañas era bastante más fácil de comprender. El
problema era que no parecía haber quedado en el castillo ni una sola araña a la que
seguir. Harry las buscaba adondequiera que iba, y Ron lo ayudaba a regañadientes.
Además se añadía la dificultad de que no les dejaban ir solos a ningún lado, sino que
tenían que desplazarse siempre en grupo con los alumnos de Gryffindor. La mayoría de
los estudiantes parecían agradecer que los profesores los acompañaran siempre de clase
en clase, pero a Harryle resultaba muy fastidioso.
Había una persona, sin embargo, que parecía disfrutar plenamente de aquella
atmósfera de terror y recelo. Draco Malfoy se pavoneaba por el colegio como si
acabaran de darle el Premio Anual. Harry no comprendió por qué Malfoy se sentía tan a
gusto hasta que, unos quince días después de que se hubieran ido Dumbledore y Hagrid,
estando sentado detrás de él en clase de Pociones, le oyó regodearse de la situación ante
Crabbe y Goyle:
—Siempre pensé que mi padre sería el que echaraa Dumbledore —dijo, sin
preocuparse de hablar en voz baja—. Ya os dije que él opina que Dumbledore ha sido el
peor director que ha tenido nunca el colegio. Quizá ahora tengamos un director decente,
alguien que no quiera que se cierre la Cámara de los Secretos. McGonagall no durará
mucho, sólo está de forma provisional...
Snape pasó al lado de Harry sin hacer ningún comentario sobre el asiento y el
caldero solitarios de Hermione.
—Señor —dijo Malfoy en voz alta—, señor, ¿por qué no solicita usted el puesto de
director?
—Venga, venga, Malfoy —dijo Snape, aunque no pudo evitar sonreír con sus finos
labios—. El profesor Dumbledore sólo ha sido suspendido de sus funciones por el
consejo escolar. Me atrevería a decir que volverá a estar con nosotros muy pronto.
—Ya —dijo Malfoy, con una sonrisa de complicidad—. Espero que mi padre le
vote a usted, señor, si solicita el puesto. Le diré que usted es el mejor profesor del
colegio, señor.
Snape paseaba sonriente por la mazmorra, afortunadamente sin ver a Seamus
Finnigan, que hacía como que vomitaba sobre el caldero.
—Me sorprende que los sangre sucia no hayan hecho ya todos el equipaje
—prosiguió Malfoy—. Apuesto cinco galeones a que el próximo muere. Qué pena que
no sea Granger...
La campana sonó en aquel momento, y fue una suerte, porque al oír las últimas
palabras, Ron había saltado del asiento para abalanzarse sobre Malfoy, aunque con el
barullo de recoger libros y bolsas, su intento pasó inadvertido.
—Dejadme —protestó Ron cuando lo sujetaron entre Harry y Dean—. No me
preocupa, no necesito mi varita mágica, lo voy a matar con las manos...
—Daos prisa, he de llevaros a Herbología —les gritó Snape, y salieron en doble
hilera, con Harry, Ron y Dean en la cola, el segundo intentando todavía liberarse. Sólo
lo soltaron cuando Snape se quedó en la puerta del castillo y ellos continuaron por la
huerta hacia los invernaderos.
La clase de Herbología resultó triste, porque había dos alumnos menos: Justin y
Hermione.
La profesora Sprout los puso a todos apodar las higueras de Abisinia, que daban
higos secos. Harry fue a tirar un brazado de tallos secos al montón del abono y se
encontró de frente con Ernie Mcmillan. Ernie respiró hondo y dijo, muy formalmente:
—Sólo quiero que sepas, Harry, que lamento haber sospechado de ti. Sé que nunca
atacarías a Hermione Granger y te quiero pedir disculpas por todo lo que dije. Ahora
estamos en el mismo barco y..., bueno...
Avanzó una mano regordeta y Harry la estrechó.
Ernie y su amiga Hannah se pusieron a trabajaren la misma higuera que Ron y
Harry.
—Ese tal Draco Malfoy —dijo Ernie, mientras cortaba las ramas secas—parece
que se ha puesto muy contento con todo esto, ¿verdad? ¿Sabéis?, creo que él podría ser
el heredero de Slytherin.
—Esto demuestra que eres inteligente, Ernie —dijo Ron, que no parecía haber
perdonado a Ernie tan fácilmente como Harry.
—¿Crees que es Malfoy, Harry? —preguntó Ernie.
—No —respondió Harry con tal firmeza que Ernie y Hannah se lo quedaron
mirando.
Un instante después, Harry vio algoy lo señaló dándole a Ron en la mano con sus
tijeras de podar.
—¡Ah! ¿Qué estás...?
Harry señaló al suelo, a un metro de distancia. Varias arañas grandes correteaban
por la tierra.
—¡Anda! —dijo Ron, intentando, sin éxito, hacer como que se alegraba—. Pero no
podemos seguirlas ahora...
Ernie y Hannah escuchaban llenos de curiosidad.
Harry contempló a las arañas que se alejaban.
—Parece que se dirigen al bosque prohibido...
Y a Ron aquello aún le hizo menos gracia.
Al acabar la clase, el profesor Snape acompañó a los alumnos al aula de Defensa
Contra las Artes Oscuras. Harry y Ron se rezagaron un poco para hablar sin que los
oyeran.
—Tenemos que recurrir otra vez a la capa para hacernos invisibles —dijo Harry a
Ron—. Podemos llevar con nosotros a Fang. Hagrid lo lleva con él al bosque, así que
podría sernos de ayuda.
—De acuerdo —dijo Ron, que movía su varita mágica nerviosamente entre los
dedos—. Pero... ¿no hay..., no hay hombres lobo en el bosque? —añadió, mientras
ocupaban sus puestos habituales al final del aula de Lockhart.
Prefiriendo no responder a aquella pregunta, Harry dijo:
—También hay allí cosas buenas. Los centauros son buenos, y los unicornios
también.
Ron no había estado nunca en el bosque prohibido. Harry había penetrado en él en
una ocasión, y deseaba no tener que volver a hacerlo.
Lockhart entró en el aula dando un salto, y la clase se lo quedó mirando. Todos los
demás profesores del colegio parecían más serios de lo habitual, pero Lockhart estaba
tan alegre como siempre.
—¡Venga ya! —exclamó, sonriéndoles a todos—, ¿por qué ponéis esas caras tan
largas?
Los alumnos intercambiaron miradas de exasperación, pero no contestó nadie.
—¿Es que no comprendéis —les decía Lockhart, hablándoles muy despacio, como
si fueran tontos—que el peligroya ha pasado? Se han llevado al culpable.
—¿A quién dice? —preguntó Dean Thomas en voz alta.
—Mi querido muchacho, el ministro de Magia no se habría llevado a Hagrid si no
hubiera estado completamente seguro de que era el culpable —dijo Lockhart, en el tono
que emplearía cualquiera para explicar que uno y uno son dos.
—Ya lo creo que se lo llevaría —dijo Ron, alzando la voz más que Dean.
—Me atrevería a suponer que sé más sobre el arresto de Hagrid que usted, señor
Weasley —dijo Lockhart empleando un tono de satisfacción.
Ron comenzó a decir que él no era de la misma opinión, pero se paró en mitad de la
frase cuando Harry le arreó una patada por debajo del pupitre.
—Nosotros no estábamos allí, ¿recuerdas? —le susurró Harry.
Pero la desagradable alegría deLockhart, las sospechas que siempre había tenido
de que Hagrid no era bueno, su confianza en que todo el asunto ya había tocado a su fin,
irritaron tanto a Harry, que sintió deseos de tirarle Una vuelta con los espíritus malignos
a su cara de idiota. Peroen lugar de eso, se conformó con garabatearle a Ron una nota:
«Lo haremos esta noche.»
Ron leyó el mensaje, tragó saliva con esfuerzo y miró a su lado, al asiento
habitualmente ocupado por Hermione. Entonces parecieron disiparse sus dudas, y
asintió con la cabeza.
Aquellos días, la sala común de Gryffindor estaba siempre abarrotada, porque a partir
de las seis, los de Gryffindor no tenían otro lugar adonde ir. También tenían mucho de
que hablar, así que la sala no se vaciaba hasta pasada la medianoche.
Después de cenar, Harry sacó del baúl su capa para hacerse invisible y pasó la
noche sentado encima de ella, esperando que la sala se despejara. Fred y George los
retaron a jugar al snap explosivo y Ginny se sentó a contemplarlos, muy retraída y
ocupando el asiento habitual de Hermione. Harry y Ron perdieron a propósito,
intentando acabar pronto, pero incluso así, era bien pasada la medianoche cuando Fred,
George y Ginny se marcharon por fin a la cama.
Harry y Ron esperaron a oír cerrarse las puertas delos dos dormitorios antes de
coger la capa, echársela encima y salir por el agujero del retrato.
Este recorrido por el castillo también fue difícil, porque tenían que ir esquivando a
los profesores. Al fin llegaron al vestíbulo, descorrieron el pasador dela puerta principal
y se colaron por ella, intentando evitar que hiciera ruido, y salieron a los campos
iluminados por la luz de la luna.
—Naturalmente —dijo Ron de pronto, mientras cruzaban a grandes zancadas el
negro césped—, cuando lleguemos al bosque podría ser que no tuviéramos nada que
seguir. A lo mejor las arañas no iban en aquella dirección. Parecía que sí, pero...
Su voz se fue apagando, pero conservaba un aire de esperanza.
Llegaron a la cabaña de Hagrid, que parecía muy triste con sus ventanas tapadas.
Cuando Harry abrió la puerta, Fang enloqueció de alegría al verlos. Temiendo que
despertara a todo el castillo con sus potentes ladridos, se apresuraron a darle de comer
caramelos de café con leche que había en una lata sobre la chimenea, de tal manera que
consiguieron pegarle los dientes de arriba a los de abajo.
Harry dejó la capa sobre la mesa de Hagrid. No la necesitarían en el bosque
completamente oscuro.
—Venga, Fang, vamos a dar una vuelta —le dijo Harry, dándole unas palmaditas
en lapata, y Fang salió de la cabaña detrás de ellos, muy contento, fue corriendo hasta
el bosque y levantó la pata al pie de un gran árbol. Harry sacó la varita, murmuró:
«¡Lumos!», y en su extremo apareció una lucecita diminuta, suficiente para permitirles
buscar indicios de las arañas por el camino.
—Bien pensado —dijo Ron—. Yo haría lo mismo con la mía, pero ya sabes...,
seguramente estallaría o algo parecido...
Harry le puso una mano en el hombro y le señaló la hierba. Dos arañas solitarias
huían de laluz de la varita para protegerse en la sombra de los árboles.
—Vale —suspiró Ron, como resignándose a lo peor—. Estoy dispuesto. Vamos.
De esta forma penetraron en el bosque, con Fang correteando a su lado, olfateando
las hojas y las raíces de los árboles. A la luz de la varita mágica de Harry, siguieron la
hilera ininterrumpida de arañas que circulaban por el camino. Caminaron unos veinte
minutos, sin hablar, con el oído atento a otros ruidos que no fueran los de ramas al
romperse o el susurro de las hojas. Más adelante, cuando el bosque se volvió tan espeso
que ya no se veían las estrellas del cielo y la única luz provenía de la varita de Harry,
vieron que las arañas se salían del camino.
Harry se detuvo y miró hacia donde se dirigían las arañas, pero, fuera del pequeño
círculo de luz de la varita, todo era oscuridad impenetrable. Nunca se había internado
tanto en el bosque. Podía recordar vívidamente que Hagrid, una vez que había entrado
con él, le advirtió que no se saliera del camino. Pero ahora Hagrid se hallaba a
kilómetros de distancia, probablemente en una celda en Azkaban, y les había indicado
que siguieran a las arañas.
Harry notó en la mano el contacto de algo húmedo, dio un salto hacia atrás y pisó a
Ron en el pie, pero sólo había sido el hocico de Fang.
—¿Qué te parece? —preguntó Harry a Ron, de quien sólo veía los ojos, que
reflejaban la luz de la varita mágica.
—Ya que hemos llegado hasta aquí... —dijo Ron.
De forma que siguieron a las arañas que se internaban en la espesura. No podían
avanzar muy rápido, porque había tocones y raíces de árboles en su ruta, apenas visibles
en la oscuridad. Harry notaba en la mano el cálido aliento de Fang. Tuvieron que
detenerse más de una vez para que, en cuclillas, a la luz de la varita, Harry pudiera
volver a encontrar el rastro de las arañas.
Caminaron durante una media hora por lo menos. Las túnicas se les enganchaban
en las ramas bajas y en las zarzas. Al cabo de un rato notaron que el terreno descendía,
aunque el bosque seguía igual de espeso.
Derepente, Fang dejó escapar un ladrido potente, resonante, dándoles un susto
tremendo.
—¿Qué pasa? —preguntó Ron en voz alta, mirando en la oscuridad y agarrándose
con fuerza al hombro de Harry.
—Algo se mueve por ahí —musitó Harry—. Escucha... Parece de gran tamaño.
Escucharon. A cierta distancia, a su derecha, aquella cosa de gran tamaño se abría
camino entre los árboles quebrando las ramas a su paso.
—¡Ah no! —exclamó Ron—, ¡ah no, no, no...!
—Calla —dijo Harry, desesperado—. Te oirá.
—¿Oírme? —dijo Ron en un tono elevado y poco natural—. Yo sí lo he oído.
¡Fang!
La oscuridad parecía presionarles los ojos mientras aguardaban aterrorizados.
Oyeron un extraño ruido sordo, y luego, silencio.
—¿Qué crees que está haciendo? —preguntó Harry
—Seguramente, se está preparando para saltar —contestó Ron.
Aguardaron, temblando, sin atreverse apenas a moverse.
—¿Crees que se ha ido? —susurró Harry.
—No sé...
Entonces vieron a su derecha un resplandor que brilló tanto en la oscuridad que los
dos tuvieron que protegerse los ojos con las manos. Fang soltó un aullido y echó a
correr, pero se enredó en unos espinos y volvió a aullar aún más fuerte.
—¡Harry! —gritó Ron, tan aliviado que la voz apenas le salía—. ¡Harry, es nuestro
coche!
—¿Qué?
—¡Vamos!
Harry siguió a Ron en dirección a la luz, dando tumbos y traspiés, y al cabo de un
instante salieron a un claro.
El coche del padre de Ron estaba abandonado en medio de un círculo de gruesos
árboles y bajo un espeso tejido de ramas, con los faros encendidos. Ron caminó hacia
él, boquiabierto, y el coche se le acercó despacio, como si fuera un perro que saludase a
su amo. Un perro de color turquesa.
—¡Ha estado aquí todo el tiempo! —dijo Ron emocionado, contemplando el
coche—. Míralo: el bosque lo ha vuelto salvaje...
Los guardabarros del coche estaban arañados y embadurnados de barro. Daba la
impresión de que el coche había conseguido llegar hasta allí él solo. A Fang no parecía
hacerle ninguna gracia, y se mantenía pegado a Harry, temblando. Mientras su
respiración se acompasaba, guardó la varita bajo la túnica.
—¡Y creíamos que era un monstruo que nos iba a atacar! —dijo Ron, inclinándose
sobre el coche y dándole unas palmadas—. ¡Me preguntaba adónde habría ido!
Harry aguzó la vista en busca de arañas en el suelo iluminado, pero todas habían
huido de la luz de los faros.
—Hemos perdido el rastro —dijo—. Tendremos que buscarlo de nuevo.
Ron no habló ni se movió. Tenía los ojos clavados en un punto que se hallaba a
unos tres metros del suelo, justo detrás de Harry. Estaba pálido de terror.
Harry ni siquiera tuvo tiempo de volverse. Se oyó un fuerte chasquido, y de repente
sintió que algo largo y peludo lo agarraba por la cintura y lo levantaba en el aire, de cara
al suelo. Mientras forcejeaba, aterrorizado, oyó más chasquidos, y vio que las piernas de
Ron se despegaban del suelo, y oyó a Fang aullar y gimotear... y sintió que lo
arrastraban por entre los negros árboles.
Levantando como pudo la cabeza, Harry vio que la bestia que lo sujetaba caminaba
sobre seis patas inmensamente largas y peludas, y que encima de las dos delanteras que
lo aferraban, tenía unas pinzas también negras. Tras él podía oír a otro animal similar,
que sin duda era el que había cogido a Ron. Se encaminaban hacia el corazón del
bosque. Harry pudover a Fang que forcejeaba intentando liberarse de un tercer
monstruo, aullando con fuerza, pero Harry no habría podido gritar aunque hubiera
querido: parecía como si la voz se le hubiese quedado junto al coche, en el claro.
Nunca supo cuánto tiempo pasó en las garras del animal, sólo que de repente hubo
la suficiente claridad para ver que el suelo, antes cubierto de hojas, estaba infestado de
arañas. Estaban en el borde de una vasta hondonada en la que los árboles habían sido
talados y las estrellas brillaban iluminando el paisaje más terrorífico que se pueda
imaginar.
Arañas. No arañas diminutas como aquellas a las que habían seguido por el camino
de hojarasca, sino arañas del tamaño de caballos, con ocho ojos y ocho patas negras,
peludas y gigantescas.El ejemplar que transportaba a Harry se abría camino, bajando
por la brusca pendiente, hacia una telaraña nebulosa en forma de cúpula que había en el
centro de la hondonada, mientras sus compañeras se acercaban por todas partes
chasqueando sus pinzas, emocionadas a la vista de su presa.
La araña soltó a Harry, y éste cayó al suelo de cuatro patas. A su lado, con un ruido
sordo, cayeron Ron y Fang. El perro ya no aullaba; se quedó encogido y en silencio en
el mismo punto en que había caído. Ron parecía encontrarse tan mal como Harry había
supuesto. Su boca se había alargado en una especie de grito mudo y los ojos se le salían
de las órbitas.
De pronto Harry se dio cuenta de que la araña que lo había dejado caer estaba
hablando. No era fácil darse cuentade ello, porque chascaba sus pinzas a cada palabra
que decía.
—¡Aragog! —llamaba—, ¡Aragog!
Y del medio de la gran tela de araña salió, muy despacio, una araña del tamaño de
un elefante pequeño. El negro de su cuerpo y sus piernas estaba manchado de gris, y los
ocho ojos que tenía en su cabeza horrenda y llena de pinzas eran de un blanco lechoso.
Era ciega.
—¿Qué hay? —dijo, chascando muy deprisa sus pinzas.
—Hombres —dijo la araña que había llevado a Harry.
—¿Es Hagrid? —Aragog se acercó, moviendo vagamente sus múltiples ojos
lechosos.
—Desconocidos —respondió la araña que había llevado a Ron.
—Matadlos —ordenó Aragog con fastidio—. Estaba durmiendo...
—Somos amigos de Hagrid —gritó Harry. Sentía como si el corazón se le hubiera
escapado del pecho y estuviera retumbando en su garganta.
—Clic, clic, clic —hicieron las pinzas de todas las arañas en la hondonada.
Aragog se detuvo.
—Hagrid nunca ha enviado hombres a nuestra hondonada —dijo despacio.
—Hagrid está metido en un grave problema —dijo Harry, respirando muy
deprisa—. Por eso hemos venido nosotros.
—¿En un grave problema? —dijo la vieja araña, en un tono que a Harry se le
antojó de preocupación—. Pero ¿por qué os ha enviado?
Harry quiso levantarse, pero decidió no hacerlo; no creía que las piernas lo
pudieran sostener. Así que habló desde el suelo, lo más tranquilamente que pudo.
—En el colegio piensan que Hagrid se ha metido en... en... algo con los estudiantes.
Se lo han llevado a Azkaban.
Aragog chascó sus pinzas enojado, y el resto de las arañas de la hondonada hizo lo
mismo: era como si aplaudiesen, sólo que los aplausos no solían aterrorizar a Harry.
—Pero aquello fue hace años —dijo Aragog con fastidio—. Hace un montón de
años. Lo recuerdo bien. Por eso lo echaron del colegio. Creyeron que yo era el monstruo
que vivía en lo que ellos llaman la Cámara de los Secretos. Creyeron que Hagrid había
abierto la cámara y me había liberado.
—Y tú... ¿tú no saliste de la Cámara de los Secretos? —dijo Harry, notando un
sudor frío en la frente.
—¡Yo! —dijo Aragog, chascando de enfado—. Yo no nací en el castillo. Vine de
una tierra lejana. Un viajero me regaló a Hagrid cuando yo estaba en el huevo. Hagrid
sólo era un niño, pero me cuidó, me escondió en un armario del castillo, me alimentó
con sobras de la mesa. Hagrid es un gran amigo mío, y un gran hombre. Cuando me
descubrieron y me culparon de la muerte de una muchacha, él me protegió. Desde
entonces, he vivido siempre en el bosque, donde Hagrid aún viene a verme. Hasta me
encontró una esposa, Mosag, y ya veis cómo ha crecido mi familia, gracias a la bondad
de Hagrid...
Harry reunió todo el valor que le quedaba.
—¿Así que tú nunca... nunca atacaste a nadie?
—Nunca —dijo la vieja araña con voz ronca—. Mi instinto me habría empujado a
ello, pero, por consideración a Hagrid, nunca hice daño a un ser humano. El cuerpo de
la muchacha asesinada fue descubierto en los aseos. Yo nunca vi nada del castillo salvo
el armario en que crecí. A nuestra especie le gusta la oscuridad y el silencio.
—Pero entonces... ¿sabes qué es lo que mató a la chica? —preguntó Harry—.
Porque, sea lo que sea, ha vuelto a atacar a la gente...
Los chasquidos y el ruido de muchas patas que se movían de enojo ahogaron sus
palabras. Al mismo tiempo, grandes figuras negras parecían crecer a su alrededor.
—Lo que habita en el castillo —dijo Aragog—es una antigua criatura a la que las
arañas tememos más que a ninguna otra cosa. Recuerdo bien que le rogué a Hagrid que
me dejara marchar cuando me di cuenta de que la bestia rondaba por elcastillo.
—¿Qué es? —dijo Harry enseguida.
Las pinzas chascaron más fuerte. Parecía que las arañas se acercaban.
—¡No hablamos de eso! —dijo con furia Aragog—. ¡No lo nombramos! Ni
siquiera a Hagrid le dije nunca el nombre de esa horrible criatura, aunque me preguntó
varias veces.
Harry no quiso insistir, y menos con las arañas que se acercaban cada vez más por
todos lados. Aragog parecía cansada de hablar. Iba retrocediendo despacio hacia su tela,
pero las demás arañas seguían acercándose, poco a poco, aHarry y Ron.
—En ese caso, ya nos vamos —dijo Harry desesperadamente a Aragog, al oír los
crujidos muy cerca.
—¿Iros? —dijo Aragog despacio—. Creo que no...
—Pero, pero...
—Mis hijos e hijas no hacen daño a Hagrid, ésa es mi orden. Pero no puedo
negarlesun poco de carne fresca cuando se nos pone delante voluntariamente. Adiós,
amigo de Hagrid.
Harry miró a todos lados. A muy poca distancia, mucho más alto que él, había un
frente de arañas, como un muro macizo, chascando sus pinzas y con sus múltiples ojos
brillando en las horribles cabezas negras.
Al coger su varita, Harry sabía que no le iba a servir, que había demasiadas arañas,
pero estaba decidido a hacerles frente, dispuesto a morir luchando. Pero en aquel
instante se oyó un ruido fuerte, y un destello de luz iluminó la hondonada.
El coche del padre de Ron rugía bajando la hondonada, con los faros encendidos,
tocando la bocina, apartando a las arañas al chocar con ellas. Algunas caían del revés y
se quedaban agitando sus largas patas en el aire. Elcoche se detuvo con un chirrido
delante de Harry y Ron, y abrió las puertas.
—¡Coge a Fang! —gritó Harry, metiéndose por la puerta delantera.
Ron cogió al perro, que no paraba de aullar, por la barriga y lo metió en los
asientos de atrás. Las puertas secerraron de un portazo. Ni Ron puso el pie en el
acelerador ni falta que hizo. El motor dio un rugido, y el coche salió atropellando
arañas. Subieron la cuesta a toda velocidad, salieron de la hondonada y enseguida se
internaron en el bosque chocando contra todo lo que se les ponía por delante, con las
ramas golpeando las ventanillas, mientras el coche se abría camino hábilmente a través
de los espacios más amplios, siguiendo un camino que obviamente conocía.
Harry miró a Ron. En la boca aún conservaba la mueca del grito mudo, pero sus
ojos ya no estaban desorbitados.
—¿Estás bien?
Ron miraba fijamente hacia delante, incapaz de hablar. Se abrieron camino a través
de la maleza, con Fang aullando sonoramente en el asiento de atrás. Harry vio cómo al
rozar un árbol arrancaba de cuajo el retrovisor exterior. Después de diez minutos de
ruido y tambaleo, el bosque se aclaró y Harry vio de nuevo algunos trozos de cielo.
El coche frenó tan bruscamente que casi salen por el parabrisas. Habían llegado al
final delbosque. Fang se abalanzó contra la ventanilla en su impaciencia por salir, y
cuando Harry le abrió la puerta, corrió por entre los árboles, con la cola entre las
piernas, hasta la cabaña de Hagrid. Harry también salió y, al cabo de un rato, Ron lo
siguió, recuperado ya el movimiento en sus miembros, pero aún con el cuello rígido y
los ojos fijos. Harry dio al coche una palmada de agradecimiento, y éste volvió a
internarse en el bosque y desapareció de la vista.
Harry entró en la cabaña de Hagrid a recoger la capa invisible. Fang se había
acurrucado en su cesta, temblando debajo de la manta. Cuando Harry volvió a salir, vio
a Ron vomitando en el bancal de las calabazas.
—Seguid a las arañas —dijo Ron sin fuerzas, limpiándose la boca con la manga—.
Nunca perdonaré a Hagrid. Estamos vivos de milagro.
—Apuesto a que no pensaba que Aragog pudiera hacer daño a sus amigos —dijo
Harry.
—¡Ése es exactamente el problema de Hagrid! —dijo Ron, aporreando la pared de
la cabaña—. ¡Siempre se cree que los monstruos no son tan malos como parecen, y mira
adónde lo ha llevado esa creencia: a una celda en Azkaban!
—No podía dejar de temblar—. ¿Qué pretendía enviándonos allá? Me gustaría
saber qué es lo que hemos averiguado.
—Que Hagrid no abrió nunca la Cámara de los Secretos —contestó Harry, echando
la capa sobre Ron y empujándole por el brazo para hacerle andar—. Es inocente.
Ron dio un fuerte resoplido. Evidentemente, criar a Aragog en un armario no era su
idea de la inocencia.
Al aproximarse al castillo, Harry enderezó la capa para asegurarse de que no se les
veían los pies, luego empujó despacio la puerta principal, para que no chirriara, sólo
hasta dejarla entreabierta. Cruzaron con cuidado el vestíbulo y subieron la escalera de
mármol, conteniendo la respiración al encontrarse con los centinelas que vigilaban los
corredores. Por fin llegaron a la sala común de Gryffindor, donde el fuego se había
convertido en cenizas y unas pocas brasas. Al hallarse en lugar seguro, se desprendieron
de la capa y ascendieron por la escalera circular hasta el dormitorio.
Ron cayó en la cama sin preocuparse de desvestirse. Harry, por el contrario, no
tenía mucho sueño. Se sentó en el borde de la cama, pensando en todo lo que había
dicho Aragog.
La criatura que merodeaba por algún lugar del castillo, pensó, se parecía a
Voldemort, incluso en el hecho de que otros monstruos no quisieran mencionar su
nombre. Pero Ron y él no se encontraban más cerca de averiguar qué era aquello ni
cómo había petrificado a sus víctimas. Ni siquiera Hagrid había sabido nunca qué se
escondía en la cámara de los Secretos.
Harry subió las piernas a la cama y se reclinó contra las almohadas, contemplando
la luna que destellaba para él a través de la ventana de la torre.
No comprendía qué otra cosa podía hacer. Nada de lo que habían intentado hasta el
momento les había llevado a ninguna parte. Ryddle había atrapado al que no era, el
heredero de Slytherin había escapado y nadie sabía si sería o no la misma persona que
había vuelto a abrir la cámara. No quedaba nadie a quien preguntar. Harry se tumbó, sin
dejar de pensar en lo que había dicho Aragog.
Estaba adormeciéndose cuando se le ocurrió algo que podía ser su última
esperanza, y se incorporó de repente.
—Ron —susurró en la oscuridad—, ¡Ron!
Ron despertó con un aullido como los de Fang, abrió unos ojos desorbitados y miró
a Harry.
—Ron: la chica que murió. Aragog dijo que fue hallada en unos aseos —dijo
Harry, sin hacer caso de los ronquidos de Neville que venían del rincón—. ¿Y si no
hubiera abandonado nunca losaseos? ¿Y si todavía estuviera allí?
Bajo la luz de la luna, Ron se frotó los ojos y arrugó la frente. Y entonces
comprendió.
—¿No pensarás... en Myrtle la Llorona?
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