lunes, 30 de junio de 2014

Harry Potter y la Cámara Secreta Capítulos 4-6

4

En Flourish y Blotts


La vida en La Madriguera no se parecía en nada a la de Privet Drive. Los Dursley lo
querían todo limpio y ordenado; la casa delos Weasley estaba llena de sorpresas y cosas
asombrosas. Harry se llevó un buen susto la primera vez que se miró en el espejo que
había sobre la chimenea de la cocina, y el espejo le gritó: «¡Vaya pinta! ¡Métete bien la
camisa!» El espíritu del ático aullaba y golpeaba las tuberías cada vez que le parecía que
reinaba demasiada tranquilidad en la casa. Y las explosiones en el cuarto de Fred y
George se consideraban completamente normales. Lo que Harry encontraba más raro en
casa de Ron, sin embargo, no  era el espejo parlante ni el espíritu que hacía ruidos, sino
el hecho de que allí, al parecer, todos le querían.
La señora Weasley se preocupaba por el estado de sus calcetines e intentaba
hacerle comer cuatro raciones en cada comida. Al señor Weasley le  gustaba que Harry
se sentara a su lado en la mesa para someterlo a un interrogatorio sobre la vida con los
muggles, y le preguntaba cómo funcionaban cosas tales como los enchufes o el servicio
de correos.
—¡Fascinante!  —decía, cuando Harry le explicaba cómo se usaba el teléfono—.
Son ingeniosas de verdad, las cosas que inventan los  muggles  para apañárselas sin
magia.
Una mañana soleada, cuando llevaba más o menos una semana en La Madriguera,
Harry les oyó hablar sobre Hogwarts. Cuando Ron y él bajaron a  desayunar,
encontraron al señor y la señora Weasley sentados con Ginny a la mesa de la cocina. Al
ver a Harry Ginny dio sin querer un golpe al cuenco de las gachas y éste se cayó al
suelo con gran estrépito. Ginny solía tirar las cosas cada vez que Harry  entraba en la
habitación donde ella estaba. Se metió debajo de la mesa para recoger el cuenco y se
levantó con la cara tan colorada y brillante como un tomate. Haciendo como que no lo
había visto, Harry se sentó y cogió la tostada que le pasaba la señora Weasley.
—Han llegado cartas del colegio  —dijo el señor Weasley entregando a Harry y a
Ron dos sobres idénticos de pergamino amarillento, con la dirección escrita en tinta
verde—. Dumbledore ya sabe que estás aquí, Harry; a ése no se le escapa una. También
han llegado cartas para vosotros dos  —añadió, al ver entrar tranquilamente a Fred y
George, todavía en pijama.
Hubo unos minutos de silencio mientras leían las cartas. A Harry le indicaban que
cogiera el tren a Hogwarts el 1 de septiembre, como de costumbre, en la estación de
Kings Cross. Se adjuntaba una lista de los libros de texto que necesitaría para el curso
siguiente:
Los estudiantes de segundo curso necesitarán:
—El libro reglamentario de hechizos (clase 2), Miranda Goshawk.
—Recreo con la «banshee», Gilderoy Lockhart.
—Una vuelta con los espíritus malignos, Gilderoy Lockhart.
—Vacaciones con las brujas, Gilderoy Lockhart.
—Recorridos con los trols, Gilderoy Lockhart.
—Viajes con los vampiros, Gilderoy Lockhart.
—Paseos con los hombres lobo, Gilderoy Lockhart.
—Un año con el Yeti, Gilderoy Lockhart.
Después de leer su lista, Fred echó un vistazo a la de Harry
—¡También a ti te han mandado todos los libros de Lockhart!  —exclamó—. El
nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras debe de ser  un fan suyo; apuesto a
que es una bruja.
En ese instante, Fred vio que su madre lo miraba severamente, y trató de disimular
untándose mermelada en el pan.
—Todos estos libros no resultarán baratos  —observó George, mirando de reojo a
sus padres—. De hecho, los libros de Lockhart son muy caros...
—Bueno, ya nos apañaremos  —repuso la señora Weasley aunque parecía
preocupada—. Espero que a Ginny le puedan servir muchas de vuestras cosas.
—¿Es que ya vas a empezar en Hogwarts este curso? —preguntó Harry a Ginny
Ella asintió con la cabeza, enrojeciendo hasta la raíz del pelo, que era de color rojo
encendido, y metió el codo en el plato de la mantequilla. Afortunadamente, el único que
se dio cuenta fue Harry, porque Percy el hermano mayor de Ron, entraba en aquel
preciso instante. Ya se había vestido y lucía la insignia de prefecto de Hogwarts en el
chaleco de punto.
—Buenos días a todos —saludó Percy con voz segura—. Hace un hermoso día.
Se sentó en la única silla que quedaba, pero inmediatamente se levantó dando un
brinco, y quitó del asiento un plumero gris medio desplumado. O al menos eso es lo que
Harry pensó que era, hasta que vio que respiraba.
—¡Errol!  —exclamó Ron, cogiendo a la maltratada lechuza y sacándole una carta
que llevaba debajo del ala—. ¡Por  fin! Aquí está la respuesta de Hermione. Le escribí
contándole que te íbamos a rescatar de los Dursley
Ron llevó a Errol hasta una percha que había junto a la puerta de atrás e intentó que
se sostuviera en ella, pero  Errol  volvió a caerse, así que Ron lo  dejó en el escurridero,
exclamando en voz baja «¡Pobre!». Luego rasgó el sobre y leyó la carta de Hermione en
voz alta.
Querido Ron, y Harry, si estás ahí:
Espero que todo saliera bien y que Harry esté estupendamente, y que no
hayas tenido que saltarte  las normas para sacarlo, Ron, porque eso traería
problemas también a Harry. He estado muy preocupada y, si Harry está bien,
te ruego que me escribas lo antes posible para contármelo, aunque quizá sería
mejor que usaras otra lechuza, porque creo que ésta  no aguantará un viaje
más.
Por supuesto, estoy muy atareada con los deberes escolares («¿Cómo
puede ser?», se preguntó Ron horrorizado. «¡Si estamos en vacaciones!»), y el
próximo miércoles nos vamos a Londres a comprar los nuevos libros. ¿Por
qué no quedamos en el callejón Diagon?
Contadme qué ha pasado en cuanto podáis. Un beso de
Hermione
—Bueno, no estaría mal, podríamos ir también a comprar vuestro material  —dijo
la señora Weasley, comenzando a quitar las cosas de la mesa—. ¿Qué vais a hacer hoy?
Harry, Ron, Fred y George planeaban subir la colina hasta un pequeño prado que
tenían los Weasley. Como estaba rodeado de árboles que lo protegían de las miradas
indiscretas del pueblo que había abajo, allí podían practicar el  quidditch, con tal de que
tuvieran cuidado de no volar muy alto. Aunque no podían usar verdaderas pelotas de
quidditch, porque si se les escaparan y llegaran a sobrevolar el pueblo, la gente lo vería
como un fenómeno de difícil explicación; en su lugar, se arrojaban manzanas. Se
turnaban para montar en la Nimbus 2.000 de Harry, que era con mucho la mejor escoba;
a la vieja Estrella Fugaz de Ron incluso la adelantaban las mariposas.
Cinco minutos después se encontraban subiendo la colina, con las escobas al
hombro. Habían preguntado  a Percy si quería ir con ellos, pero les había dicho qué
estaba ocupado. Harry sólo había visto a Percy a las horas de comer; el resto del tiempo
lo pasaba encerrado en su cuarto.
—Me gustaría saber qué se lleva entre manos  —dijo Fred, frunciendo el
entrecejo—. No parece el mismo. Recibió los resultados de sus exámenes el día antes de
que llegaras tú; tuvo doce M.H.B. y apenas se alegró.
—Matriculas de Honor en Brujería  —explicó George, viendo la cara de
incomprensión de Harry—. Bill también sacó doce. Si  no nos andamos con cuidado,
tendremos otro Premio Anual en la familia. Creo que no podría soportar la vergüenza.
Bill era el mayor de los hermanos Weasley. Él y el segundo, Charlie, habían
terminado ya en Hogwarts. Harry no había visto nunca a ninguno de  los dos, pero sabía
que Charlie estaba en Rumania estudiando a los dragones, y Bill en Egipto, trabajando
para Gringotts, el banco de los magos.
—No sé cómo se las van a arreglar papá y mamá para comprarnos todo lo que
necesitamos este curso  —dijo George  después de una pausa—. ¡Cinco lotes de los
libros de Lockhart! Y Ginny necesitará una túnica y una varita mágica, entre otras
cosas.
Harry no decía nada. Se sentía un poco incómodo. En una cámara acorazada
subterránea de Gringotts, en Londres, tenía guardada una pequeña fortuna que le habían
dejado sus padres. Naturalmente, ese dinero sólo servía en el mundo mágico; no se
podían utilizar galeones, sickles ni knuts en las tiendas muggles. A los Dursley nunca les
había dicho una palabra sobre su cuenta bancaria en Gringotts. Y la verdad es que no
creía que su aversión a todo lo relacionado con el mundo de la magia se hiciera
extensiva a un buen montón de oro.
Al domingo siguiente, la señora Weasley los despertó a todos temprano. Después de
tomarse rápidamente media docena de emparedados de beicon cada uno, se pusieron las
chaquetas y la señora Weasley, cogiendo una maceta de la repisa de la chimenea de la
cocina, echó un vistazo dentro.
—Ya casi no nos queda, Arthur —dijo con un suspiro—. Tenemos que comprar un
poco más... ¡bueno, los huéspedes primero! ¡Después de ti, Harry, cielo!
Y le ofreció la maceta.
Harry vio que todos lo miraban.
—¿Qué... qué es lo que tengo que hacer? —tartamudeó.
—Él nunca ha viajado con polvos flu —dijo Ron de pronto—. Lo siento, Harry, no
me acordaba.
—¿Nunca?  —le preguntó el señor Weasley—. Pero ¿cómo llegaste al callejón
Diagon el año pasado para comprar las cosas que necesitabas?
—En metro...
—¿De verdad?  —inquirió interesado el señor Weasley—. ¿Había escaleras
mecánicas? ¿Cómo son exactamente...?
—Ahora no, Arthur  —le interrumpió la señora Weasley—. Los polvos  flu  son
mucho más rápidos, pero la verdad es que si no los has usado nunca...
—Lo hará bien, mamá —dijo Fred—. Harry, primero míranos a nosotros.
Cogió de la macetaun pellizco de aquellos polvos brillantes, se acercó al fuego y
los arrojó a las llamas.
Produciendo un estruendo atronador, las llamas se volvieron de color verde
esmeralda y se hicieron más altas que Fred. Éste se metió en la chimenea, gritando: «¡Al
callejón Diagon!», y desapareció.
—Tienes que pronunciarlo claramente, cielo  —dijo a Harry la señora Weasley,
mientras George introducía la mano en la maceta—, y ten cuidado de salir por la
chimenea correcta.
—¿Qué?  —preguntó Harry nervioso, al tiempo que  la hoguera volvía a tronar y se
tragaba a George.
—Bueno, ya sabes, hay una cantidad tremenda de chimeneas de magos entre las
que escoger, pero con tal de que pronuncies claro...
—Lo hará bien, Molly, no te apures  —le dijo el señor Weasley, sirviéndose
también polvos flu.
—Pero, querido, si Harry se perdiera, ¿cómo se lo íbamos a explicar a sus tíos?
—A ellos les daría igual  —la tranquilizó Harry—. Si yo me perdiera aspirado por
una chimenea, a Dudley le parecería una broma estupenda, así que no se preocupe por
eso.
—Bueno, está bien..., ve después de Arthur  —dijo la señora Weasley—. Y cuando
entres en el fuego, di adónde vas.
—Y mantén los codos pegados al cuerpo —le aconsejó Ron.
—Y los ojos cerrados —le dijo la señora Weasley—. El hollín...
—Y no temuevas —añadió Ron—. O podrías salir en una chimenea equivocada...
—Pero no te asustes y vayas a salir demasiado pronto. Espera a ver a Fred y
George.
Haciendo un considerable esfuerzo para acordarse de todas estas cosas, Harry cogió
un pellizco de polvos  flu  y se acercó al fuego. Respiró hondo, arrojó los polvos a las
llamas y dio unos pasos hacia delante. El fuego se percibía como una brisa cálida. Abrió
la boca y un montón de ceniza caliente se le metió en la boca.
—Ca-ca-llejón Diagon —dijo tosiendo.
Le pareció que lo succionaban por el agujero de un enchufe gigante y que estaba
girando a gran velocidad... El bramido era ensordecedor... Harry intentaba mantener los
ojos abiertos, pero el remolino de llamas verdes lo mareaba... Algo duro lo golpeó en  el
codo, así que él se lo sujetó contra el cuerpo, sin dejar de dar vueltas y vueltas... Luego
fue como si unas manos frías le pegaran bofetadas en la cara. A través de las gafas, con
los ojos entornados, vio una borrosa sucesión de chimeneas y vislumbró  imágenes de
las salas que había al otro lado... Los emparedados de beicon se le revolvían en el
estómago. Cerró los ojos de nuevo deseando que aquello cesara, y entonces... cayó de
bruces sobre una fría piedra y las gafas se le rompieron.
Mareado, magullado y cubierto de hollín, se puso de pie con cuidado y se quitó las
gafas rotas. Estaba completamente solo, pero no tenía ni idea de dónde. Lo único que
sabía es que estaba en la chimenea de piedra de lo que parecía ser la tienda de un mago,
apenas iluminada, pero no era probable que lo que vendían en ella se encontrara en la
lista de Hogwarts.
En un estante de cristal cercano había una mano cortada puesta sobre un cojín, una
baraja de cartas manchada de sangre y un ojo de cristal que miraba fijamente. Unas
máscaras de aspecto diabólico lanzaban miradas malévolas desde lo alto. Sobre el
mostrador había una gran variedad de huesos humanos y del techo colgaban unos
instrumentos herrumbrosos, llenos de pinchos. Y; lo que era peor, el oscuro callejón que
Harry podía ver a través de la polvorienta luna del escaparate no podía ser el callejón
Diagon.
Cuanto antes saliera de allí, mejor. Con la nariz aún dolorida por el topetazo, Harry
se fue rápida y sigilosamente hacia la puerta, pero antes de que hubiera salvado la mitad
de la distancia, aparecieron al otro lado del escaparate dos personas, y una de ellas era la
última a la que Harry habría querido encontrarse en su situación: perdido, cubierto de
hollín y con las gafas rotas. Era Draco Malfoy.
Harry repasó  apresuradamente con los ojos lo que había en la tienda y encontró a
su izquierda un gran armario negro, se metió en él y cerró las puertas, dejando una
pequeña rendija para echar un vistazo. Unos segundos más tarde sonó un timbre y
Malfoy entró en la tienda.
El hombre que iba detrás de él no podía ser sino su padre. Tenía la misma cara
pálida y puntiaguda, y los mismos ojos de un frío color gris. El señor Malfoy cruzó la
tienda, mirando vagamente los artículos expuestos, y pulsó un timbre que había en  el
mostrador antes de volverse a su hijo y decirle:
—No toques nada, Draco.
Malfoy, que estaba mirando el ojo de cristal, le dijo:
—Creía que me ibas a comprar un regalo.
—Te dije que te compraría una escoba de carreras  —le dijo su padre,
tamborileando conlos dedos en el mostrador.
—¿Y para qué la quiero si no estoy en el equipo de la casa?  —preguntó Malfoy,
enfurruñado—. Harry Potter tenía el año pasado una Nimbus 2.000. Y obtuvo un
permiso especial de Dumbledore para poder jugar en el equipo de Gryffindor. Ni
siquiera es muy bueno, sólo porque es famoso... Famoso por tener esa ridícula cicatriz
en la frente...
Malfoy se inclinó para examinar un estante lleno de calaveras.
—A todos les parece que Potter es muy inteligente sólo porque tiene esa
maravillosa cicatriz en la frente y una escoba mágica...
—Me lo has dicho ya una docena de veces por lo menos  —repuso su padre
dirigiéndole una mirada fulminante—, y te quiero recordar que sería mucho más...
prudente dar la impresión de que tú también lo admiras, porque en la clase todos lo ven
como el héroe que hizo desaparecer al Señor Tenebroso... ¡Ah, señor Borgin!
Tras el mostrador había aparecido un hombre encorvado, alisándose el grasiento
cabello.
—¡Señor Malfoy, qué placer verle de nuevo!  —respondió el señor Borgin con una
voz tan pegajosa como su cabello—. ¡Qué honor...! Y ha venido también el señor
Malfoy hijo. Encantado. ¿En qué puedo servirles? Precisamente hoy puedo enseñarles, y
a un precio muy razonable...
—Hoy no vengo a comprar, señor Borgin, sino a vender —dijo el padre de Malfoy.
—¿A vender? —La sonrisa desapareció gradualmente de la cara del señor Borgin.
—Usted habrá oído, por supuesto, que el ministro está preparando más redadas
—empezó el padre de Malfoy, sacando un pergamino del bolsillo interior de la chaqueta
y desenrollándolo para que el señor Borgin lo leyera—. Tengo en casa algunos...
artículos que podrían ponerme en un aprieto, si el Ministerio fuera a llamar a...
El señor Borgin se caló unas gafas y examinó la lista.
—Pero me imagino que el Ministerio no se atreverá a molestarle, señor.
El padre de Malfoy frunció los labios.
—Aún no me han visitado. El apellido Malfoy todavía inspira un poco de respeto,
pero el Ministerio cada vez se entromete más. Incluso corren rumores sobre una  nueva
Ley de defensa de los  muggles... Sin duda ese rastrero Arthur Weasley, ese defensor a
ultranza de los muggles, anda detrás de todo esto...
Harry sintió que lo invadía la ira.
—Y, como ve, algunas de estas cosas podrían hacer que saliera a la luz...
—¿Puedo quedarme con esto?  —interrumpió Draco, señalando la mano cortada
que estaba sobre el cojín.
—¡Ah, la Mano de la Gloria! —dijo el señor Borgin, olvidando la lista del padre de
Malfoy y encaminándose hacia donde estaba Draco—. ¡Si se introduce una  vela entre
los dedos, alumbrará las cosas sólo para el que la sostiene! ¡El mejor aliado de los
ladrones y saqueadores! Su hijo tiene un gusto exquisito, señor.
—Espero que mi hijo llegue a ser algo más que un ladrón o un saqueador, Borgin
—repuso fríamente el padre de Malfoy.
Y el señor Borgin se apresuró a decir:
—No he pretendido ofenderle, señor, en absoluto...
—Aunque si no mejoran sus notas en el colegio  —añadió el padre de Malfoy, aún
más fríamente—, puede, claro está, que sólo sirva para eso.
—No  es culpa mía  —replicó Draco—. Todos los profesores tienen alumnos
enchufados. Esa Hermione Granger mismo...
—Vergüenza debería darte que una chica que no viene de una familia de magos te
supere en todos los exámenes —dijo el señor Malfoy bruscamente.
—¡Ja!  —se le escapó a Harry por lo bajo, encantado de ver a Draco tan
avergonzado y furioso.
—En todas partes pasa lo mismo  —dijo el señor Borgin, con su voz almibarada—.
Cada vez tiene menos importancia pertenecer a una estirpe de magos.
—No para mí —repuso el señor Malfoy, resoplando de enfado.
—No, señor, ni para mí, señor —convino el señor Borgin, con una inclinación.
—En ese caso, quizá podamos volver a fijarnos en mi lista  —dijo el señor Malfoy,
lacónicamente—. Tengo un poco de prisa, Borgin, me esperanimportantes asuntos que
atender en otro lugar.
Se pusieron a regatear. Harry espiaba poniéndose cada vez más nervioso conforme
Draco se acercaba a su escondite, curioseando los objetos que estaban a la venta. Se
detuvo a examinar un rollo grande de cuerda de ahorcado y luego leyó, sonriendo, la
tarjeta que estaba apoyada contra un magnífico collar de ópalos:
Cuidado: no tocar Collar embrujado.
Hasta la fecha se ha cobrado las vidas de diecinueve muggles que lo poseyeron.
Draco se volvió y reparó en el  armario. Se dirigió hacia él, alargó la mano para
coger la manilla...
—De acuerdo —dijo el señor Malfoy en el mostrador—. ¡Vamos, Draco!
Cuando Draco se volvió, Harry se secó el sudor de la frente con la manga.
—Que tenga un buen día, señor Borgin. Le espero en mi mansión mañana para
recoger las cosas.
En cuanto se cerró la puerta, el señor Borgin abandonó sus modales afectados.
—Quédese los buenos días,  señor  Malfoy, y si es cierto lo que cuentan, usted no
me ha vendido ni la mitad de lo que tiene oculto ensu mansión.
Y se metió en la trastienda mascullando. Harry aguardó un minuto por si volvía, y
luego, con el máximo sigilo, salió del armario y, pasando por delante de las estanterías
de cristal, se fue de la tienda por la puerta delantera.
Sujetándose  delante de la cara las gafas rotas, miró en torno. Había salido a un
lúgubre callejón que parecía estar lleno de tiendas dedicadas a las artes oscuras. La que
acababa de abandonar, Borgin y Burkes, parecía la más grande, pero enfrente había un
horroroso escaparate con cabezas reducidas y, dos puertas más abajo, tenían expuesta en
la calle una jaula plagada de arañas negras gigantes. Dos brujos de aspecto miserable lo
miraban desde el umbral y murmuraban algo entre ellos. Harry se apartó asustado,
procurando sujetarse bien las gafas y salir de allí lo antes posible.
Un letrero viejo de madera que colgaba en la calle sobre una tienda en la que
vendían velas envenenadas, le indicó que estaba en el callejón Knockturn. Esto no le
podía servir de gran ayuda, dado que Harry no había oído nunca el nombre de aquel
callejón. Con la boca llena de cenizas, no debía de haber pronunciado claramente las
palabras al salir de la chimenea de los Weasley. Intentó tranquilizarse y pensar qué
debía hacer.
—¿No estarás perdido,cariño? —le dijo una voz al oído, haciéndole dar un salto.
Tenía ante él a una bruja decrépita que sostenía una bandeja de algo que se parecía
horriblemente a uñas humanas enteras. Lo miraba de forma malévola, enseñando sus
dientes sarrosos. Harry se echó atrás.
—Estoy bien, gracias —respondió—. Yo sólo...
—¡HARRY! ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
El corazón de Harry dio un brinco, y la bruja también, con lo que se le cayeron al
suelo casi todas las uñas que llevaba en la bandeja, y le echó una maldición mientras la
mole de Hagrid, el guardián de Hogwarts, se acercaba con paso decidido y sus ojos de
un negro azabache destellaban sobre la hirsuta barba.
—¡Hagrid!  —dijo Harry, con la voz ronca por la emoción—. Me perdí..., y los
polvos flu...
Hagrid cogió a Harry por el pescuezo y le separó de la bruja, con lo que consiguió
que a ésta le cayera la bandeja definitivamente al suelo.
Los gritos de la bruja les siguieron a lo largo del retorcido callejón hasta que
llegaron a un lugar iluminado por la luz delsol. Harry vio en la distancia un edificio que
le resultaba conocido, de mármol blanco como la nieve: era el banco de Gringotts.
Hagrid lo había conducido hasta el callejón Diagon.
—¡No tienes remedio!  —le dijo Hagrid de mala uva, sacudiéndole el hollíncon
tanto ímpetu que casi lo tira contra un barril de excrementos de dragón que había a la
entrada de una farmacia—. Merodeando por el callejón Knockturn... No sé, Harry, es un
mal sitio... Será mejor que nadie te vea por allí.
—Ya me di cuenta  —dijo Harry, agachándose cuando Hagrid hizo ademán de
volver a sacudirle el hollín—. Ya te he dicho que me había perdido. ¿Y tú, qué hacías?
—Buscaba un repelente contra las babosas carnívoras  —gruñó Hagrid—. Están
echando a perder las berzas. ¿Estás solo?
—He venido con los Weasley, pero nos hemos separado —explicó Harry—. Tengo
que buscarlos... Bajaron juntos por la calle.
—¿Por qué no has respondido a ninguna de mis cartas? —preguntó a Harry, que se
veía obligado a trotar a su lado (tenía que dar tres pasos por cada zancada que Hagrid
daba con sus grandes botas). Harry se lo explicó todo sobre Dobby y los Dursley.
»¡Condenados muggles! —gruñó Hagrid—. Si hubiera sabido...
—¡Harry! ¡Harry! ¡Aquí!
Harry vio a Hermione Granger en lo alto de las escaleras de Gringotts. Ella bajó
corriendo a su encuentro, con su espesa cabellera castaña al viento.
—¿Qué les ha pasado a tus gafas? Hola, Hagrid. ¡Cuánto me alegro de volver a
veros! ¿Vienes a Gringotts, Harry?
—Tan pronto como encuentre a los Weasley —respondió Harry.
—No tendréis que esperar mucho —dijo Hagrid con una sonrisa.
Harry y Hermione miraron alrededor. Corriendo por la abarrotada calle llegaban
Ron, Fred, George, Percy y el señor Weasley.
—Harry  —dijo el señor Weasley jadeando—. Esperábamos que sólo te hubieras
pasado una chimenea.  —Se frotó su calva brillante—. Molly está desesperada..., ahora
viene.
—¿Dónde has salido? —preguntó Ron.
—En el callejón Knockturn —respondió Harry con voz triste.
—¡Fenomenal! —exclamaron Fred y George a la vez.
—A nosotros nunca nos han dejado entrar —añadió Ron, con envidia.
—Y han hecho bien —gruñó Hagrid.
La señora Weasley apareció en aquel momento a todo correr, agitando el bolso con
una mano y sujetando a Ginny con la otra.
—¡Ay, Harry... Ay, cielo... Podías haber salido en cualquier parte!
Respirando aún con dificultad, sacó del bolso un cepillo grande para la ropa y se
puso a quitarle a Harry el hollín con el que no había podido Hagrid. El señor Weasley le
cogió las gafas, les dio un golpecito con la varita mágica y se las devolvió como nuevas.
—Bueno, tengo que irme  —dijo Hagrid, a quien la señora Weasley estaba
estrujando la mano en ese instante («¡El callejón Knockturn! ¡Menos mal que usted lo
ha encontrado, Hagrid!», le decía)—. ¡Os veré en Hogwarts!  —dijo, y se alejó  a
zancadas, con su cabeza y sus hombros sobresaliendo en la concurrida calle.
—¿A que no adivináis a quién he visto en Borgin y Burkes?  —preguntó Harry a
Ron y Hermione mientras subían las escaleras de Gringotts—. A Malfoy y a su padre.
—¿Y compró algo Lucius Malfoy? —preguntó el señor Weasley, con acritud.
—No, quería vender.
—Así que está preocupado  —comentó el señor Weasley con satisfacción, a pesar
de todo—. ¡Cómo me gustaría coger a Lucius Malfoy!
—Ten cuidado, Arthur  —le dijo severamente la señora Weasley mientras entraban
en el banco y un duende les hacía reverencias en la puerta—. Esa familia es peligrosa,
no vayas a dar un paso en falso.
—¿Así que no crees que un servidor esté a la altura de Lucius Malfoy? —preguntó
indignado el señor Weasley, peroen aquel momento se distrajo al ver a los padres de
Hermione, que estaban ante el mostrador que se extendía a lo largo de todo el gran salón
de mármol, esperando nerviosos a que su hija los presentara.
»¡Pero ustedes son  muggles!  —observó encantado el señor Weasley—. ¡Esto
tenemos que celebrarlo con una copa! ¿Qué tienen ahí? ¡Ah, están cambiando dinero
muggle! ¡Mira, Molly!  —dijo, señalando emocionado el billete de diez libras esterlinas
que el señor Granger tenía en la mano.
—Nos veremos aquí luego  —dijo Ron a Hermione, cuando otro duende de
Gringotts se disponía a conducir a los Weasley y a Harry a las cámaras acorazadas
donde se guardaba el dinero.
Para llegar a las cámaras tenían que subir en unos carros pequeños, conducidos por
duendes, que circulaban velozmente sobre unos raíles en miniatura por los túneles que
había debajo del banco. Harry disfrutó del vertiginoso descenso hasta la cámara
acorazada de los Weasley, pero cuando la abrieron se sintió mal, mucho peor que en el
callejón Knockturn.  Dentro no había más que un montoncito de  sickles  de plata y un
galeón de oro. La señora Weasley repasó los rincones de la cámara antes de echar todas
las monedas en su bolso. Harry aún se sintió peor cuando llegaron a la suya. Intentó
impedir que vieran  el contenido metiendo a toda prisa en una bolsa de cuero unos
puñados de monedas.
Cuando salieron a las escaleras de mármol, el grupo se separó. Percy musitó
vagamente que necesitaba otra pluma. Fred y George habían visto a su amigo de
Hogwarts, Lee Jordan. La señora Weasley y Ginny fueron a una tienda de túnicas de
segunda mano. Y el señor Weasley insistía en invitar a los Granger a tomar algo en el
Caldero Chorreante.
—Nos veremos dentro de una hora en Flourish y Blotts para compraros los libros
de texto  —dijo la señora Weasley, yéndose con Ginny—. ¡Y no os acerquéis al callejón
Knockturn! —gritó a los gemelos, que ya se alejaban.
Harry, Ron y Hermione pasearon por la tortuosa calle adoquinada. Las monedas de
oro, plata y bronce que tintineaban alegremente en la bolsa dentro del bolsillo de Harry
estaban pidiendo a gritos que se les diera uso, así que compró tres grandes helados de
fresa y mantequilla de cacahuete, que devoraron con avidez mientras subían por el
callejón, contemplando los fascinantes escaparates. Ron se quedó mirando un conjunto
completo de túnicas de los jugadores del Chudley Cannon en el escaparate de  Artículos
de calidad para el juego de quidditch, hasta que Hermione se los llevó a rastras a la
puerta de al lado, donde debían comprar  tinta y pergamino. En la tienda de artículos de
broma Gambol y Japes encontraron a Fred, George y Lee Jordan, que se estaban
abasteciendo de las «Fabulosas bengalas del doctor Filibuster, que no necesitan fuego
porque se prenden con la humedad», y en una  tienda muy pequeña de trastos usados,
repleta de varitas rotas, balanzas de bronce torcidas y capas viejas llenas de manchas de
pociones, encontraron a Percy, completamente absorto en la lectura de un libro
aburridísimo que se titulaba Prefectos que conquistaron el poder.
—«Estudio sobre los prefectos de Hogwarts y sus trayectorias profesionales»
—leyó Ron en voz alta de la contracubierta—. Suena fascinante...
—Marchaos —les dijo Percy de mal humor.
—Desde luego, Percy es muy ambicioso, lo tiene  todo planeado; quiere llegar a
ministro de Magia...  —dijo Ron a Harry y Hermione en voz baja, cuando salieron
dejando allí a Percy
Una hora después, se encaminaban a Flourish y Blotts. No eran, ni mucho menos,
los únicos que iban a la librería. Al acercarse, vieron para su sorpresa a una multitud que
se apretujaba en la puerta, tratando de entrar. El motivo de tal aglomeración lo
proclamaba una gran pancarta colgada de las ventanas del primer piso:
GILDEROY LOCKHART
firmará hoy ejemplares de su autobiografía
EL ENCANTADOR
de 12.30 a 16.30 horas
—¡Podremos conocerle en persona!  —chilló Hermione—. ¡Es el que ha escrito
casi todos los libros de la lista!
La multitud estaba formada principalmente por brujas de la edad de la señora
Weasley. En la puerta había un mago con aspecto abrumado, que decía:
—Por favor, señoras, tengan calma..., no empujen..., cuidado con los libros...
Harry, Ron y Hermione consiguieron al fin entrar. En el interior de la librería, una
larga cola serpenteaba hasta el fondo, donde Gilderoy Lockhart estaba firmando libros.
Cada uno cogió un ejemplar de  Recreo con la «banshee»  y se unieron con disimulo al
grupo de los Weasley, que estaban en la cola junto con los padres de Hermione.
—¡Qué bien, ya estáis aquí!  —dijo la señora Weasley. Parecía que le faltaba el
aliento, y se retocaba el cabello con las manos—. Enseguida nos tocará.
A medida que la cola avanzaba, podían ver mejor a Gilderoy Lockhart. Estaba
sentado a una mesa, rodeado de grandes fotografías con su rostro, fotografías en las  que
guiñaba un ojo y exhibía su deslumbrante dentadura. El Lockhart de carne y hueso
vestía una túnica de color añil, que combinaba perfectamente con sus ojos; llevaba su
sombrero puntiagudo de mago desenfadadamente ladeado sobre el pelo ondulado.
Un hombre pequeño e irritable merodeaba por allí sacando fotos con una gran
cámara negra que echaba humaredas de color púrpura a cada destello cegador del flash.
—Fuera de aquí  —gruñó a Ron, retrocediendo para lograr una toma mejor—. Es
para el diario El Profeta.
—¡Vaya cosa!  —exclamó Ron, frotándose el pie en el sitio en que el fotógrafo lo
había pisado.
Gilderoy Lockhart lo oyó y levantó la vista. Vio a Ron y luego a Harry, y se fijó en
él. Entonces se levantó de un salto y gritó con rotundidad:
—¿No será ése Harry Potter?
La multitud se hizo a un lado, cuchicheando emocionada. Lockhart se dirigió hacia
Harry y cogiéndolo del brazo lo llevó hacia delante. La multitud aplaudió. Harry se
notaba la cara encendida cuando Lockhart le estrechó la mano ante el fotógrafo, que no
paraba un segundo de sacar fotos, ahumando a los Weasley.
—Y ahora sonríe, Harry  —le pidió Lockhart con su sonrisa deslumbrante—. Tú y
yo juntos nos merecemos la primera página.
Cuando le soltó la mano, Harry tenía los dedos entumecidos. Quiso volver con los
Weasley, pero Lockhart le pasó el brazo por los hombros y lo retuvo a su lado.
—Señoras y caballeros  —dijo en voz alta, pidiendo silencio con un gesto de la
mano—. ¡Éste es un gran momento! ¡El momento ideal para que les anuncie algo que he
mantenido hasta ahora en secreto! Cuando el joven Harry entró hoy en Flourish y
Blotts, sólo pensaba comprar mi autobiografía, que estaré muy contento de regalarle.
—La multitud aplaudió de nuevo—. Él no sabía  —continuó Lockhart, zarandeandoa
Harry de tal forma que las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz—que en breve
iba a recibir de mí mucho más que mi libro  El encantador. Harry y sus compañeros de
colegio contarán con mi presencia. ¡Sí, señoras y caballeros, tengo el gran placer y el
orgullo de anunciarles que este mes de septiembre seré el profesor de Defensa Contra
las Artes Oscuras en el Colegio Hogwarts de Magia!
La multitud aplaudió y vitoreó al mago, y Harry fue obsequiado con las obras
completas de Gilderoy Lockhart.  Tambaleándose un poco bajo el peso de los libros,
logró abrirse camino desde la mesa de Gilderoy, en que se centraba la atención del
público, hasta el fondo de la tienda, donde Ginny aguardaba junto a su caldero nuevo.
—Tenlos tú  —le farfulló Harry, metiendo los libros en el caldero—. Yo compraré
los míos...
—¿A que te gusta, eh, Potter? —dijo una voz que Harry no tuvo ninguna dificultad
en reconocer. Se puso derecho y se encontró cara a cara con Draco Malfoy, que exhibía
su habitual aire despectivo—. El famoso Harry Potter. Ni siquiera en una librería puedes
dejar de ser el protagonista.
—¡Déjale en paz, él no lo ha buscado!  —replicó Ginny Era la primera vez que
hablaba delante de Harry. Estaba fulminando a Malfoy con la mirada.
—¡Vaya, Potter, tienes novia!  —dijo Malfoy arrastrando las palabras. Ginny se
puso roja mientras Ron y Hermione se acercaban, con sendos montones de los libros de
Lockhart.
—¡Ah, eres tú!  —dijo Ron, mirando a Malfoy como se mira un chicle que se le ha
pegado a uno en la suela del zapato—. ¿A que te sorprende ver aquí a Harry, eh?
—No me sorprende tanto como verte a ti en una tienda, Weasley  —replicó
Malfoy—. Supongo que tus padres pasarán hambre durante un mes para pagarte esos
libros.
Ron se puso tan rojo como Ginny. Dejó los libros en el caldero y se fue hacia
Malfoy, pero Harry y Hermione lo agarraron de la chaqueta.
—¡Ron!  —dijo el señor Weasley, abriéndose camino a duras penas con Fred y
George—. ¿Qué haces? Vamos afuera, que aquí no se puede estar.
—Vaya, vaya..., ¡si es el mismísimo Arthur Weasley!
Era el padre de Draco. El señor Malfoy había cogido a su hijo por el hombro y
miraba con la misma expresión de desprecio que él.
—Lucius —dijo el señor Weasley, saludándolo fríamente.
—Mucho trabajo en el Ministerio, me han dicho  —comentó el señor Malfoy—.
Todas esas redadas... Supongo que al menos te pagarán las horas extras, ¿no?  —Se
acercó al caldero de Ginny y sacó de entre los libros nuevos de Lockhart un ejemplar
muy viejo y estropeado de la Guía de transformación para  principiantes—. Es evidente
que no  —rectificó—. Querido amigo, ¿de qué sirve deshonrar el nombre de mago si ni
siquiera te pagan bien por ello?
El señor Weasley se puso aún más rojo que Ron y Ginny.
—Tenemos una idea diferente de qué es lo que deshonra  el nombre de mago,
Malfoy —contestó.
—Es evidente  —dijo Malfoy, mirando de reojo a los padres de Hermione, que lo
miraban con aprensión—, por las compañías que frecuentas, Weasley... Creía que ya no
podías caer más bajo.
Entonces el caldero de Ginny saltópor los aires con un estruendo metálico; el señor
Weasley se había lanzado sobre el señor Malfoy, y éste fue a dar de espaldas contra un
estante. Docenas de pesados libros de conjuros les cayeron sobre la cabeza. Fred y
George gritaban: «¡Dale, papá!», yla señora Weasley exclamaba: «¡No, Arthur, no!» La
multitud retrocedió en desbandada, derribando a su vez otros estantes.
—¡Caballeros, por favor, por favor! —gritó un empleado.
Y luego, más alto que las otras voces, se oyó:
—¡Basta ya, caballeros, bastaya!
Hagrid vadeaba el río de libros para acercarse a ellos. En un instante, separó a
Weasley y Malfoy. El primero tenía un labio partido, y al segundo, una Enciclopedia de
setas no comestibles  le había dado en un ojo. Malfoy todavía sujetaba en la mano el
viejo libro sobre transformación. Se lo entregó a Ginny, con la maldad brillándole en los
ojos.
—Toma, niña, ten tu libro, que tu padre no tiene nada mejor que darte.
Librándose de Hagrid, que lo agarraba del brazo, hizo una seña a Draco y salieron
de la librería.
—No debería hacerle caso, Arthur  —dijo Hagrid, ayudándolo a levantarse del
suelo y a ponerse bien la túnica—. En esa familia están podridos hasta las entrañas, lo
sabe todo el mundo. Son una mala raza. Vamos, salgamos de aquí.
Dio la impresión  de que el empleado quería impedirles la salida, pero a Hagrid
apenas le llegaba a la cintura, y se lo pensó mejor. Se apresuraron a salir a la calle. Los
padres de Hermione todavía temblaban del susto y la señora Weasley, que iba a su lado,
estaba furiosa.
—¡Qué buen ejemplo para tus hijos..., peleando en público! ¿Que habrá pensado
Gilderoy Lockhart?
—Estaba encantado  —repuso Fred—. ¿No le oísteis cuando salíamos de la
librería? Le preguntaba al tío ese de  El Profeta  si podría incluir la pelea en el reportaje.
Decía que todo era publicidad.
Los ánimos ya se habían calmado cuando el grupo llegó a la chimenea del Caldero
Chorreante, donde Harry, los Weasley y todo lo que habían comprado volvieron a La
Madriguera utilizando los polvos  flu. Antes se despidieron de los Granger, que
abandonaron el bar por la otra puerta, hacia la calle  muggle  que había al otro lado. El
señor Weasley iba a preguntarles cómo funcionaban las paradas de autobús, pero se
detuvo en cuanto vio la cara que ponía su mujer.
Harry se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo antes de utilizar los polvos
flu. Decididamente, aquél no era su medio de transporte favorito.

5

El sauce boxeador

El final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba deseando
volvera Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había
sido el más feliz de su vida. Le resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando
pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive.
La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una
cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un
suculento pudín de melaza. Fred y George redondearon la noche con una exhibición de
las bengalasdel doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que
rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el
momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se levantaron con
el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora
Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto
unos calcetines como unapluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos,
sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de
Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una
gallina despistada.
A Harry  no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos
lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había
contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.
—No le digas a Molly ni media palabra  —susurró a Harry al abrir el maletero y
enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles
con toda facilidad.
Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al
asiento trasero, enel que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente
sentados, unos al lado de otros, y dijo:
—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad?
—Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto
que parecía unbanco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el
coche es tan espacioso, ¿verdad?
El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar
una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería
a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja
de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse
en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba.  Y cuando ya estaban en la
autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra
vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo
retraso y los ánimos estaban alterados.
El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.
—Molly, querida...
—No, Arthur.
—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he
instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y
llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...
—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.
Llegaron a Kings Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a
toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos
corriendoen la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior.
La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los
ojos de los  muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera
que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con
cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.
—Percy primero  —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que
había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer
disimuladamente a través de la barrera.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo
siguieron Fred y George.
—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís  —dijo la señora Weasley a
Harry yRon, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar
de ojos ya no estaban.
—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.
Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y
empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar
los polvos  flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con
determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera,
empezaron a correr y...
¡PATAPUM!
Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se
estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en
el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos.
Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—He perdido el control del carrito  —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las
costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de  Hedwig,  que
estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con
los animales.
—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.
—Ni idea.
Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban
mirando.
—Vamos a perder el tren  —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado
el paso.
Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez
segundos..., nueve segundos... Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la
barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí,
infranqueable.
Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...
—Ha partido  —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis
padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?
Harry soltó una risa irónica.
—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.
Ron pegó la cabeza a la fría barrera.
No oigo nada  —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto  tardarán
mis padres en volver por nosotros.
Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a
causa de los alaridos incesantes de Hedwig.
—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí  —dijo Harry—. Estamos
llamando demasiado la aten...
—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!
—¿Qué pasa con él?
—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!
—Pero yo creía...
—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E
incluso a los magos menores de  edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de
una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre
Chismes...
El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.
—¿Sabes hacerlo volar?
—Por supuesto  —dijoRon, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos,
si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.
Y abriéndose paso a través de la multitud de  muggles  curiosos, salieron de la
estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron
abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles,
dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante.
—Comprueba que no nos ve nadie  —le pidió Ron, arrancando el coche con otro
golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la
avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.
—Vía libre —dijo Harry.
Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche
desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía
sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía,
se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre
calle llena de coches aparcados.
—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.
Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a
caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo
Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.
Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.
—¡Vaya!  —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha
estropeado.
Los dos se pusieron a darle golpes. El coche  desapareció, pero luego empezó a
aparecer y desaparecer de forma intermitente.
—¡Agárrate!  —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las
nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.
—¿Y ahora qué?  —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes
que los rodeaba por todos lados.
—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.
—Vuelve a descender, rápido.
Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los
ojos entornados.
—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!
El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.
—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—.
Bueno, tendremos que comprobarlo cada  media hora más o menos. Agárrate.  —Y
volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz
solar.
Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de
esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un
cegador sol blanco.
—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.
Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.
Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla,pensó Harry, era
seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve,
en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos
en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred  yGeorge cuando
aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de
Hogwarts.
Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el
norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente.
Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a
brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran
ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.
Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que
parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían dado una sed
tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis,
pero al primero  se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las
gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de
maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del
tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de
calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían
podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?
—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad?  —dijo Ron, con la  voz ronca, horas
más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—.
¿Listo para otra comprobación del tren?
Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de
nieve. Se veía mucho más oscurobajo el dosel de nubes.
Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a
chirriar.
Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.
—Seguramente es porque está cansado  —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje
tan largo...
Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más
intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el
firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar
importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta.
—Ya queda poco  —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda
muy poco  —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado.
Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron
que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer.
—¡Allí!  —gritó Harry de forma que Ron y  Hedwig dieron un bote—. ¡Allí delante
mismo!
En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el  lago, las numerosas torres y
atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.
Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.
—¡Vamos!  —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al
volante—. ¡Venga, que ya llegamos!
El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se
agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.
El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la
superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos.
Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las
manos. El coche volvió a tambalearse.
—¡Vamos! —dijo Ron.
Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a
fondo.
Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró
completamente.
—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.
El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia  abajo. Caían, cada vez más
rápido, directos contra el sólido muro del castillo.
—¡Noooooo!  —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos
centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los
invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.
Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.
—¡ALTO! ¡ALTO!  —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas,
pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos...
—¡CUIDADO CON EL ÁRBOL!  —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era
demasiado tarde.
¡¡PAF!!
Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran
batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo;  Hedwig  daba chillidos de
terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la
cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de
desesperación.
—¿Estás bien? —lepreguntó Harry inmediatamente.
—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!
Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por
unas pocas astillas.
Harry abrió la boca para decir que estaba seguro deque podrían recomponerla en el
colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra su
lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al
mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.
—¿Qué ha pasado?
Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la
ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón,
golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el  que habían chocado les atacaba.
El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus
nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.
—¡Aaaaag!  —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta
produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de
golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que
pareció que éste se hundía.
—¡Escapemos!  —gritó Ron, empujando la  puerta con toda su fuerza, pero
inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de
Harry.
—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.
De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en
funcionamiento.
—¡Marcha atrás!  —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún trataba de
golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el
coche que escapaba, casi se arranca del suelo.
—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!
El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas
se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se
encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidossordos le indicaron que el coche
estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de  Hedwig  salió volando por los
aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló
apresuradamente y sin parar en dirección al  castillo. A continuación, el coche, abollado
y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de
atrás encendidas como en un gesto de enfado.
—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!
Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.
—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza
mientras se inclinaba para recoger a  Scabbers, la rata—. De todos los árboles con los
que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.
Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.
—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.
No era la llegada triunfal  que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y
magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la
ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de
roble de la entrada principal.
—Me parece que ya ha comenzado el banquete  —dijo Ron, dejando su baúl al
principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de
una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto... es la Selección!
Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.
Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables
velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado
que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas.
A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts,
Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban
entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil  de distinguir por el color
intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la
profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño,
ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los
recién llegados.
Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos
estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff,
Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien  de cuando se lo había puesto, un año
antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en
su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar
a Slytherin, la casa que había dado más  magos y brujas tenebrosos que ninguna otra,
pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el
último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el
campeonato de las casas, venciendo a Slytherin porprimera vez en siete años.
Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el
sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se
hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba
plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más
allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final
estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.
—Espera... —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los
profesores. ¿Dónde está Snape?
Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry resultó ser el
alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones  yera cruel,
sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a
la que pertenecía.
—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.
—¡Quizá se haya ido  —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el
puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!
—O quizá lo han echado  —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo
odia...
—O tal vez  —dijo una voz glacial detrás de ellos—quiera averiguar por qué no
habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.
Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra
ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo
negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento sonreía de tal
modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un
buen lío.
—Seguidme —dijo Snape.
Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras
arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras  producían
eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la
calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las
mazmorras.
—¡Adentro!  —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío
corredor, y señalando su interior.
Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban
cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas
verdaderamente asquerosas, cuyo nombreen aquel momento a Harry no le interesaba en
absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia
ellos.
—Así que —dijo con voz melosa—el tren no es un medio de transporte digno para
el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo
grande, ¿eh, muchachos?
—No, señor, fue la barrera en la estación de Kings Cross lo que...
—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche?
Ron tragó saliva. No era la primera vez que a  Harry le daba la impresión de que
Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió, cuando Snape
desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día.
—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:
«MUGGLES» DESCONCERTADOS
POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
Y comenzó a leer en voz alta:
—«En Londres, dos  muggles  están convencidos de haber visto un coche viejo
sobrevolando la torre del edificio de Correos (...) al mediodía en Norfolk, la señora
Hetty Bayliss, al tender laropa (...) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la
policía, etcétera.» En total, seis o siete  muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja
en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos  Muggles —dijo, mirando a
Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya..., su propio hijo...
Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de
golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el
coche... No se le había ocurrido pensar en eso...
—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce
boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.
—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a...  —se le escapó a
Ron.
—¡Silencio!  —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no
pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar
a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí.
Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un
tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de
Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada.
Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su
situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy
estricta.
Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora
McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora
McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios,
o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron
se estremecieron, pero ella simplementeapuntaba hacia la chimenea, donde las llamas
empezaron a brotar al instante.
—Sentaos  —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del
fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.
Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que
no les había dejado pasar.
—... así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.
—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que
tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.
Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo
mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.
—No-no lo pensé...
—Eso —observó la profesora McGonagall—es evidente.
Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas
pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.
Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una
severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran
nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo
los golpes del sauce boxeador.
Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:
—Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.
Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono
decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore
a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas. Se lo contó todo a
Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado,
simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la
estación. Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero
Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director
simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.
—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.
—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.
—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.
Harry miró a Dumbledore.
—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que
habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros
también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros.
Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las
Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:
—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la
restricción dela magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy
antiguo y valioso... Creo que actos de esta naturaleza...
—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos,
Severus  —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto
bajo su responsabilidad.  —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que
regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus,
hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.
Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se
quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila
enfurecida.
—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.
—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en
la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.
—La Ceremonia de Selección ya ha concluido  —dijo la profesora McGonagall—.
Tu hermana está también en Gryffindor.
—¡Bien! —dijo Ron.
—Y hablando de Gryffindor...  —empezó a decir severamente la profesora
McGonagall.
Pero Harry la interrumpió.
—Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había comenzado,
así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no?  —dijo, mirándola
con temor.
La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry estaba
seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era
evidente.
—No quitaremos puntos a Gryffindor —dijoella, y Harry se sintió muy aliviado—.
Pero vosotros dos seréis castigados.
Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que Dumbledore
escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía perfectamente que los Dursley
lamentaríanque el sauce boxeador no lo hubiera aplastado.
La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio
de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y
una jarra de zumo frío de calabaza.
—Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio  —indicó—. Yo
también tengo que volver al banquete.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado.
—Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.
—Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.
—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte?  —dijo Ron con la boca
llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o
seis veces y nunca los ha visto ningún  muggle.  —Tragó y volvió a dar otro bocado—.
¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?
Harry se encogió de hombros.
—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante  —dijo,
tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido
subir al banquete...
—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde  —dijo Ron inteligentemente—. No
quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche.
Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato iban
apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del despacho, y
tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma,
parecía que el banquete había concluido. Pasaron por delante de retratos parlantesy
armaduras que chirriaban, y subieron por las escaleras de piedra hasta que llegaron
finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a
una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a  la torre
de Gryffindor
—La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.
—Esto... —dijo Harry.
No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a ningún
prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron unos pasos
veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles.
—¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más absurdos...
Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche
volador.
—Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.
—¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando?  —preguntó Hermione, en
un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall.
—Ahórrate el sermón  —dijo Ron impaciente—y dinos cuál es la nueva
contraseña.
—Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión..
No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la
señora gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de
Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre
las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos
brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia
dentro, y Hermione entró detrás de ellos.
—¡Formidable!  —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis volado en
un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!
—¡Bravo!  —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había hablado
nunca.
Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón.
Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al
mismo tiempo:
—¿Por qué no nos llamasteis?
Ron estaba azorado y sonreía sin saber  qué decir. Harry se fijó en alguien que no
estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de
primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles. Harry le dio a Ron con el
codo en las costillas y señaló a Percy  con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo
que le quería decir.
—Tenemos que subir..., estamos algo cansados  —dijo, y los dos se abrieron paso
hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y
a los dormitorios.
—Buenas noches  —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la misma cara
de enojo que Percy.
Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo palmadas en la
espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La subieron  deprisa, derechos
hasta el final, hasta la puerta de su antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que
indicaba «Segundo curso». Penetraron en la estancia que ya conocían; tenía forma
circular, con sus cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus  ventanas elevadas y
estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas
respectivas.
Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.
—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es
que...
La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo curso de
la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom.
—¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.
—¡Formidable! —dijo Dean.
—¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.
Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.

6

Gilderoy Lockhart

Al día siguiente, sin embargo, Harry apenas sonrió ni una vez. Las cosas fueron de mal
en peor desde el desayuno en el Gran Salón. Bajo el techo encantado, que aquel día
estaba de  un triste color gris, las cuatro grandes mesas correspondientes a las cuatro
casas estaban repletas de soperas con gachas de avena, fuentes de arenques ahumados,
montones de tostadas y platos con huevos y beicon. Harry y Ron se sentaron en la mesa
de Gryffindor junto a Hermione, que tenía su ejemplar de  Viajes con los vampiros
abierto y apoyado contra una taza de leche. La frialdad con que ella dijo «buenos días»,
hizo pensar a Harry que todavía les reprochaba la manera en que habían llegado al
colegio.  Neville Longbottom, por el contrario, les saludó alegremente. Neville era un
muchacho de cara redonda, propenso a los accidentes, y era la persona con peor
memoria de entre todas las que Harry había conocido nunca.
—El correo llegará en cualquier momento  —comentó Neville—; supongo que mi
abuela me enviará las cosas que me he olvidado.
Efectivamente, Harry acababa de empezar sus gachas de avena cuando un centenar
de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando sobre sus cabezas, dando
vueltaspor la estancia y dejando caer cartas y paquetes sobre la alborotada multitud. Un
gran paquete de forma irregular rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después,
una cosa gris cayó sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas.
—¡Errol!  —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza.  Errol  se
desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y un sobre rojo y
mojado en el pico.
»¡No. ..! —exclamó Ron.
—No te preocupes, no está muerto  —dijo Hermione, tocando a  Errol con la punta
del dedo.
—No es por eso... sino por esto.
Ron señalaba el sobre rojo. A Harry no le parecía que tuviera nada de particular,
pero Ron y Neville lo miraban como si pudiera estallar en cualquier momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—Me han enviado un howler —dijo Ron con un hilo de voz.
—Será mejor que lo abras, Ron  —dijo Neville, en un tímido susurro—. Si no lo
hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo abrí y...  —tragó
saliva—fue horrible.
Harry contempló los rostros aterrorizados y luego el sobre rojo.
—¿Qué es un howler? —dijo.
Pero Ron fijaba toda su atención en la carta, que había empezado a humear por las
esquinas.
—Ábrela —urgió Neville—. Será cuestión de unos minutos.
Ron alargó una mano temblorosa, le quitó a  Errol  el sobre del pico con mucho
cuidado y lo abrió. Neville se tapó los oídos con los dedos. Harry no comprendió por
qué lo había hecho hasta una fracción de segundo después. Por un momento, creyó que
el sobre había estallado; en el salón se oyó un bramido tan potente que desprendió polvo
del techo.
—... ROBAR EL COCHE, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE
EXPULSARAN; ESPERA A QUE TE COJA, SUPONGO QUE NO TE HAS
PARADO A PENSAR LO QUE SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS
QUE EL COCHE NO ESTABA...
Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal, hacían
tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los muros de piedra de
manera ensordecedora. En el salón, la gente se volvía hacia todos los lados para ver
quién  era el que había recibido el  howler, y Ron se encogió tanto en el asiento que sólo
se le podía ver la frente colorada.
—... ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE
SE MORÍA DE LA VERGUENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TE
COMPORTES ASÍ, HARRY YTÚ PODRÍAIS HABEROS MATADO...
Harry se había estado preguntando cuándo aparecería su nombre. Trataba de hacer
como que no oía la voz que le estaba perforando los tímpanos.
—... COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE
ESTÁN HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI
VUELVES A HACER OTRA, POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS DEL
COLEGIO.
Se hizo un silencio en el que resonaban aún las palabras de la carta. El sobre rojo,
que había caído al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Harry y Ronse quedaron
aturdidos, como si un maremoto les hubiera pasado por encima. Algunos se rieron y,
poco a poco, el habitual alboroto retornó al salón.
Hermione cerró el libro  Viajes con los vampiros  y miró a Ron, que seguía
encogido.
—Bueno, no sé lo que esperabas, Ron, pero tú...
—No me digas que me lo merezco —atajó Ron.
Harry apartó su plato de gachas. El sentimiento de culpabilidad le revolvía las
tripas. El señor Weasley tendría que afrontar una investigación en su trabajo. Después
de todo lo que los padres de Ron habían hecho por él durante el verano...
Pero Harry no tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello, porque la profesora
McGonagall recorría la mesa de Gryffindor entregando los horarios. Harry cogió el
suyo y vio que tenían en primer lugar doshoras de Herbología con los de la casa de
Hufflepuff.
Harry, Ron y Hermione abandonaron juntos el castillo, cruzaron la huerta por el
camino y se dirigieron a los invernaderos donde crecían las plantas mágicas. El  howler
había tenido al menos un efecto  positivo: parecía que Hermione consideraba que ellos
ya habían tenido suficiente castigo y volvía a mostrarse amable.
Al dirigirse a los invernaderos, vieron al resto de la clase congregada en la puerta,
esperando a la profesora Sprout. Harry, Ron y Hermione acababan de llegar cuando la
vieron acercarse con paso decidido a través de la explanada, acompañada por Gilderoy
Lockhart. La profesora Sprout llevaba un montón de vendas en los brazos, y sintiendo
otra punzada de remordimiento, Harry vio a lo lejos que el sauce boxeador tenía varias
de sus ramas en cabestrillo.
La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un sombrero
remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas siempre estaban
manchadas de tierra, y si tía Petunia  hubiera visto cómo llevaba las uñas, se habría
desmayado. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba inmaculado con su túnica amplia color
turquesa y su pelo dorado que brillaba bajo un sombrero igualmente turquesa con
ribetes de oro, perfectamente colocado.
—¡Hola, qué hay!  —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes—. Estaba
explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar a un sauce boxeador.
¡Pero no quiero que penséis que sé más que ella de botánica! Lo que pasa es que en mis
viajes me he encontrado varias de estas especies exóticas y...
—¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos!  —dijo la profesora Sprout, que
parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en absoluto con el buen humor
habitual en ella.
Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado en el
Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y peligrosas.
La profesora Sprout cogió una llave grande que llevaba en el cinto y abrió con ella la
puerta. A Harry le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume
intenso de unas flores gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban del techo. Se
disponía a entrar detrás de Ron y Hermione cuando Lockhart lo detuvo sacando la mano
rapidísimamente.
—¡Harry! Quería hablar contigo... Profesora Sprout, no le importa si retengo a
Harry un par de minutos, ¿verdad?
A juzgar por la cara que puso la profesora Sprout, sí le importaba, pero Lockhart
añadió:
—Sólo un momento —y le cerró la puerta del invernadero en las narices.
—Harry  —dijo Lockhart. Sus grandes dientes blancos brillaban al sol cuando
movía la cabeza—. Harry, Harry, Harry.
Harry no dijo nada. Estaba completamente perplejo. No tenía ni idea de qué se
trataba. Estaba a punto de decírselo, cuando Lockhart prosiguió:
—Nunca nada me había impresionado tanto como esto, ¡llegar a Hogwarts volando
en un coche! Claro que enseguida supe por qué lo habías hecho. Se veía a la legua.
Harry, Harry, Harry.
Era increíble cómo se las arreglaba para enseñar todos los  dientes incluso cuando
no estaba hablando.
—Te metí el gusanillo de la publicidad, ¿eh? —dijo Lockhart—. Le has encontrado
el gusto. Te viste compartiendo conmigo la primera página del periódico y no pudiste
resistir salir de nuevo.
—No, profesor, verá...
—Harry, Harry, Harry  —dijo Lockhart, cogiéndole por el hombro—. Lo
comprendo. Es natural querer probar un poco más una vez que uno le ha cogido el
gusto. Y me avergüenzo de mí mismo por habértelo hecho probar, porque es lógico que
se te subiera a la cabeza. Pero mira, muchacho, no puedes ir volando en coche para
convertirte en noticia. Tienes que tomártelo con calma, ¿de acuerdo? Ya tendrás tiempo
para estas cosas cuando seas mayor. Sí, sí, ya sé lo que estás pensando: «¡Es muy fácil
para él, siendo ya unmago de fama internacional!» Pero cuando yo tenía doce años, era
tan poco importante como tú ahora. ¡De hecho, creo que era menos importante! Quiero
decir que hay gente que ha oído hablar de ti, ¿no?, por todo ese asunto con El-que-nodebe-ser-nombrado.  —Contempló la cicatriz en forma de rayo que Harry tenía en la
frente—. Lo sé, lo sé, no es tanto como ganar cinco veces seguidas el Premio a la
Sonrisa más Encantadora, concedido por la revista  Corazón  de  bruja, como he hecho
yo, pero por algo hay que empezar.
Le guiñó un ojo a Harry y se alejó con paso seguro. Harry se quedó atónito durante
unos instantes, y luego, recordando que tenía que estar ya en el invernadero, abrió la
puerta y entró.
La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una mesa
montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras. Cuando Harry
ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo:
—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me puede
decir qué propiedades tiene la mandrágora?
Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la mano.
—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz  —dijo
Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de que se había
tragado el libro de  texto—. Se utiliza para volver a su estado original a la gente que ha
sido transformada o encantada.
—Excelente, diez puntos para Gryffindor  —dijo la profesora Sprout—. La
mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin embargo, también
es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?
Al levantar de nuevo velozmente la mano, Hermione casi se lleva por delante las
gafas de Harry.
—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye  —dijo Hermione
instantáneamente.
—Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las mandrágoras
que tenemos aquí son todavía muy jóvenes.
Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se echaron hacia
delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con sus hojas de color verde
violáceo crecían en fila. A Harry, que no tenía ni idea de lo que Hermione había querido
decir con lo de «el llanto de la mandrágora», le parecían completamente vulgares.
—Poneos unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout.
Hubo un forcejeo  porque todos querían coger las únicas que no eran ni de peluche
ni de color rosa.
—Cuando os diga que os las pongáis, aseguraos de que vuestros oídos quedan
completamente tapados  —dijo la profesora Sprout—. Cuando os las podáis quitar,
levantaré el pulgar.De acuerdo, poneos las orejeras.
Harry se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos. La
profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, cogió firmemente una de las
plantas y tiró de ella con fuerza.
Harry dejó escapar un grito de sorpresa que nadie pudo oír.
En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño, lleno de
barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza. Tenía la piel
de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba llorando con toda la fuerza de
sus pulmones.
La profesora Sprout cogió una maceta grande de debajo de la mesa, metió dentro la
mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda, hasta que sólo
quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las manos, levantó el pulgar
y se quitó ella también las orejeras.
—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos todavía no
son mortales  —dijo ella con toda tranquilidad, como silo que acababa de hacer no fuera
más impresionante que regar una begonia—. Sin embargo, os dejarían inconscientes
durante varias horas, y como estoy segura de que ninguno de vosotros quiere perderse
su primer día de clase, aseguraos de que os ponéis bien las orejeras para hacer el trabajo.
Ya os avisaré cuando sea hora de recoger.
»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está en
aquellos sacos. Y tened mucho cuidado con las  Tentacula Venenosa, porque les están
saliendo los dientes.
Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas, haciéndole
que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su hombro muy disimulada y
lentamente.
Harry, Ron y Hermione compartieron su bandeja con un muchacho de Hufflepuff
que Harry conocía de vista, pero con quien no había hablado nunca.
—Justin Finch-Fletchley  —dijo alegremente, dándole la mano a Harry—. Claro
que sé quién eres, el famoso Harry Potter. Y tú eres Hermione Granger, siempre la
primera en todo.  —Hermione sonrió al estrecharle la mano—. Y Ron Weasley. ¿No era
tuyo el coche volador?
Ron no sonrió. Obviamente, todavía se acordaba del howler.
—Ese Lockhart es famoso, ¿verdad?  —dijo contento Justin, cuando empezaban a
llenar sus macetas con estiércol de dragón—. ¡Qué tío más valiente! ¿Habéis leído sus
libros? Yo me habría muerto de miedo si un hombre lobo me hubiera acorralado en una
cabina de teléfonos, pero él se mantuvo sereno y ¡zas! Formidable.
»Me habían reservado plaza en Eton, pero estoy muy contento de haber venido
aquí. Naturalmente,  mi madre estaba algo disgustada, pero desde que le hice leer los
libros de Lockhart, empezó a comprender lo útil que puede resultar tener en la familia a
un mago bien instruido...
Después ya no tuvieron muchas posibilidades de charlar. Se habían vuelto  a poner
las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras. Para la profesora Sprout
había resultado muy fácil, pero en realidad no lo era. A las mandrágoras no les gustaba
salir de la tierra, pero tampoco parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños y rechinaban los dientes. Harry se pasó diez minutos
largos intentando meter una algo más grande en la maceta.
Al final de la clase, Harry, al igual que los demás, estaba empapado en sudor, le
dolían variaspartes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron al castillo para lavarse
un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a la clase de Transformaciones.
Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero aquel primer
día resultó especialmente difícil. Todo lo que Harry había aprendido el año anterior
parecía habérsele ido de la cabeza durante el verano. Tenía que convertir un escarabajo
en un botón, pero lo único que conseguía era cansar al escarabajo, porque cada vez que
éste esquivaba la varita mágica, se le caía del pupitre.
A Ron aún le iba peor. Había recompuesto su varita con un poco de celo que le
habían dado, pero parecía que la reparación no había sido suficiente. Crujía y echaba
chispas en los momentos más raros, y cadavez que Ron intentaba transformar su
escarabajo, quedaba envuelto en un espeso humo gris que olía a huevos podridos.
Incapaz de ver lo que hacía, aplastó el escarabajo con el codo sin querer y tuvo que
pedir otro. A la profesora McGonagall no le hizo mucha gracia.
Harry se sintió aliviado al oír la campana de la comida. Sentía el cerebro como una
esponja escurrida. Todos salieron ordenadamente de la clase salvo él y Ron, que todavía
estaba dando golpes furiosos en el pupitre con la varita.
—¡Chisme inútil, que no sirves para nada!
—Pídeles otra a tus padres  —sugirió Harry cuando la varita produjo una descarga
de disparos, como si fuera una traca.
—Ya, y recibiré como respuesta otro  howler  —dijo Ron, metiendo en la bolsa la
varita, que en aquel momento estaba silbando—que diga: «Es culpa tuya que se te haya
partido la varita.»
Bajaron a comer, pero el humor de Ron no mejoró cuando Hermione le enseñó el
puñado de botones que había conseguido en la clase de Transformaciones.
—¿Qué hay esta tarde? —dijo Harry, cambiando de tema rápidamente.
—Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo Hermione en el acto.
—¿Por qué  —preguntó Ron, cogiéndole el horario—has rodeado todas las clases
de Lockhart con corazoncitos?
Hermione le quitó el horario. Se había puesto roja.
Terminaron de comer y salieron al patio. Estaba nublado. Hermione se sentó en un
peldaño de piedra y volvió a hundir las narices en Viajes con los vampiros. Harry y Ron
se pusieron a hablar de  quidditch, y pasaron varios minutos antes de que Harry se diera
cuenta de que alguien lo vigilaba estrechamente. Al levantar la vista, vio al muchacho
pequeño de pelo castaño que la noche anterior se había puesto el sombrero
seleccionador. Lo miraba como paralizado. Tenía en las manos lo que parecía una
cámara defotos  muggle  normal y corriente, y cuando Harry miró hacia él, se ruborizó
en extremo.
—¿Me dejas, Harry? Soy... soy Colin Creevey  —dijo entrecortadamente, dando un
indeciso paso hacia delante—. Estoy en Gryffindor también. ¿Podría..., me dejas... que
tehaga una foto? —dijo, levantando la cámara esperanzado.
—¿Una foto? —repitió Harry sin comprender.
—Con ella podré demostrar que te he visto  —dijo Colin Creevey con impaciencia,
acercándose un poco más, como si no se atreviera—. Lo sé todo sobre ti. Todosme lo
han contado: cómo sobreviviste cuando Quien-tú-sabes intentó matarte y cómo
desapareció él, y toda esa historia, y que conservas en la frente la cicatriz en forma de
rayo (con los ojos recorrió la línea del pelo de Harry). Y me ha dicho un compañero del
dormitorio que si revelo el negativo en la poción adecuada, la foto saldrá con
movimiento.  —Colin exhaló un soplido de emoción y continuó—: Esto es estupendo,
¿verdad? Yo no tenía ni idea de que las cosas raras que hacía eran magia, hasta que
recibí la carta de Hogwarts. Mi padre es lechero y tampoco podía creérselo. Así que me
dedico a tomar montones de fotos para enviárselas a casa. Y sería estupendo hacerte
una.  —Miró a Harry casi rogándole—. Tal vez tu amigo querría sacárnosla para que
pudiera salir yo a tu lado. ¿Y me la podrías firmar luego?
—¿Firmar fotos? ¿Te dedicas a firmar fotos, Potter?
En todo el patio resonó la voz potente y cáustica de Draco Malfoy. Se había puesto
detrás de Colin, flanqueado, como siempre en Hogwarts, por Crabbe y  Goyle, sus
amigotes.
—¡Todo el mundo a la cola!  —gritó Malfoy a la multitud—. ¡Harry Potter firma
fotos!
—No es verdad  —dijo Harry de mal humor, apretando los puños—. ¡Cállate,
Malfoy!
—Lo que pasa es que le tienes envidia —dijo Colin, cuyo cuerpo entero no era más
grueso que el cuello de Crabbe.
—¿Envidia?  —dijo Malfoy, que ya no necesitaba seguir gritando, porque la mitad
del patio lo escuchaba—. ¿De qué? ¿De tener una asquerosa cicatriz en la frente? No,
gracias. ¿Desde cuándo uno es más importante portener la cabeza rajada por una
cicatriz?
Crabbe y Goyle se estaban riendo con una risita idiota.
—Échate al retrete y tira de la cadena, Malfoy  —dijo Ron con cara de malas
pulgas. Crabbe dejó de reír y empezó a restregarse de manera amenazadora los nudillos,
que eran del tamaño de castañas.
—Weasley, ten cuidado  —dijo Malfoy con un aire despectivo—. No te metas en
problemas o vendrá tu mamá y te sacará del colegio.  —Luego imitó un tono de voz
chillón y amenazante—. «Si vuelves a hacer otra...»
Varios alumnos de quinto curso de la casa de Slytherin que había por allí cerca
rieron la gracia a carcajadas.
—A Weasley le gustaría que le firmaras una foto, Potter  —sonrió Malfoy—.
Pronto valdrá más que la casa entera de su familia.
Ron sacó su varita reparada con celo, pero Hermione cerró Viajes con los vampiros
de un golpe y susurró:
—¡Cuidado!
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que pasa aquí? —Gilderoy Lockhart caminaba hacia
ellos a grandes zancadas, y la túnica color turquesa se le arremolinaba por detrás—.
¿Quién firma fotos?
Harry quería hablar, pero Lockhart lo interrumpió pasándole un brazo por los
hombros y diciéndole en voz alta y tono jovial:
—¡No sé por qué lo he preguntado! ¡Volvemos a las andadas, Harry!
Sujeto por Lockhart y muerto de vergüenza, Harry  vio que Malfoy se mezclaba
sonriente con la multitud.
—Vamos, señor Creevey  —dijo Lockhart, sonriendo a Colin—. Una foto de los
dos será mucho mejor. Y te la firmaremos los dos.
Colin buscó la cámara a tientas y sacó la foto al mismo tiempo que la campana
señalaba el inicio de las clases de la tarde.
—¡Adentro todos, venga, por ahí!  —gritó Lockhart a los alumnos, y se dirigió al
castillo llevando de los hombros a Harry, que hubiera deseado disponer de un buen
conjuro para desaparecer.
»Quisiera darte un consejo, Harry  —le dijo Lockhart paternalmente al entrar en el
edificio por una puerta lateral—. Te he ayudado a pasar desapercibido con el joven
Creevey, porque si me fotografiaba también a mí, tus compañeros no pensarían que te
querías dar tanta importancia.
Sin hacer caso a las protestas de Harry, Lockhart lo llevó por un pasillo lleno de
estudiantes que los miraban, y luego subieron por una escalera.
—Déjame que te diga que repartir fotos firmadas en este estadio de tu carrera
puede que no sea muy sensato. Para serte franco, Harry, parece un poco engreído. Bien
puede llegar el día en que necesites llevar un montón de fotos a mano adondequiera que
vayas, como me ocurre a mí, pero —rió—no creo que hayas llegado ya a ese punto.
Habían alcanzado el aula de  Lockhart y éste dejó libre por fin a Harry, que se
arregló la túnica y buscó un asiento al final del aula, donde se parapetó detrás de los
siete libros de Lockhart, de forma que se evitaba la contemplación del Lockhart de
carne y hueso.
El resto de la clase entró en el aula ruidosamente, y Ron y Hermione se sentaron a
ambos lados de Harry.
—Se podía freír un huevo en tu cara  —dijo Ron—. Más te vale que Creevey y
Ginny no se conozcan, porque fundarían el club de fans de Harry Potter.
—Cállate  —le interrumpió Harry. Lo único que le faltaba es que a oídos de
Lockhart llegaran las palabras «club de fans de Harry Potter».
Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la garganta y se
hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, cogió el  ejemplar de  Recorridos con
los trols  y lo levantó para enseñar la portada, con su propia fotografía que guiñaba un
ojo.
—Yo  —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también—soy Gilderoy
Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase,  Miembro Honorario de la
Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras, y ganador en cinco ocasiones del
Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista Corazón de bruja, pero no
quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo que me libré de la  banshee  que
presagiaba la muerte!
Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa.
—Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho. He pensado
que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os preocupéis, sólo  es
para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis asimilado...
Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la cabecera de la
clase y dijo:
—Disponéis de treinta minutos. Podéis comenzar... ¡ya! Harry miró el papel y leyó:
1.  ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?
2.  ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?
3.  ¿ Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy Lockhart?
Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta:
54.  ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su regalo ideal?
Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de la clase.
—Vaya, vaya. Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo digo en  Un
año con el Yeti. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor detenimiento  Paseos con
los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con claridad que mi regalo de cumpleaños
ideal sería la armonía entre las comunidades mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le
haría ascos a una botella mágnum de whisky envejecido de Ogden!
Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Ron miraba a Lockhart con una expresión
de incredulidad en el rostro; Seamus Finnigan y Dean Thomas, que se sentaban delante,
se convulsionaban en una risa silenciosa. Hermione, por el contrario, escuchaba a
Lockhart con embelesada atención y dio un respingo cuando éste mencionó su nombre.
—... pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que es
librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de  productos para el cuidado
del cabello, ¡buena chica! De hecho  —dio la vuelta al papel—, ¡está perfecto! ¿Dónde
está la señorita Hermione Granger?
Hermione alzó una mano temblorosa.
—¡Excelente!  —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez puntos para
Gryffindor! Y en cuanto a...
De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la puso
encima de la mesa, para que todos la vieran.
—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más horrendas
criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula os tengáis que encarar a las
cosas que más teméis. Pero sabed que no os ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí.
Todo lo que os pido es que conservéis la calma.
En contra de lo que se había propuesto, Harry asomó la cabeza por detrás del
montón de libros para ver mejor la jaula. Lockhart puso una mano sobre la funda. Dean
y Seamus habían dejado de reír. Neville se encogía en su asiento de la primera fila.
—Tengo que pediros que no gritéis  —dijo Lockhart en voz baja—. Podrían
enfurecerse.
Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart levantó la funda.
—Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién cogidos.
Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni siquiera
Lockhart pudo interpretar como un grito de terror.
—¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus.
—Bueno, es que no son... muy peligrosos, ¿verdad?  —se explicó Seamus con
dificultad.
—¡No estés tan seguro!  —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un dedo
acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos!
Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte centímetros de
altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes que era como oír a un
montón de periquitos discutiendo. En el instante en que había levantado la funda, se
habían puesto a parlotear y a moverse como locos, golpeando los barrotes para meter
ruido y haciendo muecas a los que tenían más cerca.
—Está bien  —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacéis con ellos!  —Y
abrió la jaula.
Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como cohetes en
todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo alzaron en el aire. Algunos
salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de cristales rotos a losde la fila de
atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en
estampida. Cogían los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los
folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a  la papelera y cogían bolsas
y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la
clase se había refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la
lámpara del techo.
—Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos,sólo son duendecillos... —gritaba Lockhart.
Se remangó, blandió su varita mágica y gritó:
—¡Peskipiski Pestenomi!
No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la varita y la
tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su mesa, a tiempo de
evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segundo más tarde, al ceder la
lámpara.
Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que siguió,
Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo:
—Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan.  —Salió y cerró la
puerta.
—¿Habéis visto?  —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que quedaban le
mordió en la oreja haciéndole daño.
—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica  —dijo Hermione,
inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y metiéndolos
en la jaula.
—¿Experiencia práctica?  —dijo Harry, intentando atrapar a uno que bailaba fuera
de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía.
—Mentira  —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas
asombrosas que ha hecho...
—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.

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